CRISIS MONETARIA Y

CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN:

LA MODERNIDAD DEL REALISMO GALDOSIANO

Jo Labanyi

Esta ponencia propone analizar la problemática del realismo como sistema

de representación, dentro del contexto de la modernización económica

impulsada por los gobiernos de la Restauración, tanto liberales como

conservadores. Mi proposición básica es que la evolución histórica del

concepto de la mímesis no se puede entender sin tomar en cuenta la

evolución paralela del sistema monetario en cuanto sistema de representación.

Contamos el dinero y contamos las historias. Mi punto de referencia

teórica lo constituye el análisis de la modernidad llevado a cabo por el

sociólogo alemán Georg Simmel en su libro La filosofía del dinero, publicado

en 1900. Las ideas de Simmel me servirán de pretexto para replantear

el sentido del realismo galdosiano, y sobre todo para intentar una

explicación de su marcada tendencia autorreflexiva, tan comentada por

los críticos.1 Mi argumento, muy general por cierto, se centra en la novela

galdosiana que más explícitamente se organiza en torno al dinero, La de

Bringas, con breves referencias a otras ‘novelas contemporáneas’. Si Galdós

dio esta denominación a las obras de su madurez, fue sobre todo porque

las escribió bajo el impulso modernizante de la Restauración, coincidiendo

con el auge del sistema bancario en los primeros años ochenta, y con la

siguiente crisis monetaria que afectó la economía española a partir de

1882, agravándose en los años noventa: crisis que desencadenó un intenso

debate público sobre las consecuencias de la expansión del crédito y

del dinero fiduciario, y de la cada vez más grave depreciación de la ‘peseta

enferma’. Generalmente, la importancia del dinero en las novelas contemporáneas

galdosianas se ha interpretado como señal de su realismo, entendido

éste como la creencia materialista de que el valor reside en las

cosas. Mi argumento será el contrario; es decir, que las referencias monetarias

en la obra galdosiana son la clave de su tendencia autorreflexiva y

de su cuestionamiento de las pretensiones representativas del lenguaje,

elementos ambos que, según espero demostrar, no se oponen al realismo

sino que constituyen un ingrediente básico del mismo.

Lo cual equivale a proponer que el modernismo, en cuanto expresión

artística de la modernidad, no constituye una ruptura con el realismo, como

se suele decir, sino más bien una intensificación de aspectos íntegros de

éste. En este respecto, coincido con Walter Benjamin al situar los comienzos

de la modernidad a mediados del siglo diecinueve.2 Si alguna vez ha

4.3-7

939

existido el realismo en el sentido de la creencia de que la representación

nos «da» la realidad de las cosas, habría que situarlo en la época de la

economía clásica, que abarca la segunda mitad del siglo dieciocho y las

primeras décadas del diecinueve. Como lo indica Nigel Dodd en su libro La

sociología del dinero, para los teóricos clásicos del laisser faire el dinero

era un instrumento neutro que facilitaba el intercambio de las mercancías:

o sea, un signo sin valor propio, que servía simplemente para representar

el valor de las cosas.3 El realismo no autorreflexivo, si alguna vez ha existido,

coincidiría entonces con la creencia de que el valor reside, no en el

dinero, sino en las cosas. Pero incluso aquí topamos con un problema,

puesto que el dinero efectivamente tiene, y siempre ha tenido, un valor

propio: el de su contenido metálico. Precisamente por ser metales preciosos,

el oro y la plata fueron adoptados, ya en la antigüedad, como la materia

prima de las monedas. A pesar de la insistencia de Adam Smith en que

la riqueza proviene de la industria (la producción de cosas o mercancías) y

no de la posesión del dinero como tal, aduciendo para ello que el aumento

de la oferta monetaria no crea necesariamente más riqueza (en el sentido

de más cosas o mercancías), sin embargo el capitalismo desde sus orígenes

se ha basado en la plusvalía; o sea, en el dinero que produce más

dinero. Esto, desde luego, lo señaló Carlos Marx, a mediados del siglo

diecinueve, coincidiendo con el desarrollo del sistema bancario que hizo

que la economía pasara a depender menos de la producción de cosas que

del dinero en cuanto valor en sí. Este cambio fue facilitado, a partir de las

últimas décadas del siglo dieciocho, y de manera espectacular a mediados

del diecinueve, por el aumento del dinero fiduciario en sus múltiples formas:

la deuda pública, los billetes bancarios, el crédito, y, con la creación

de las bolsas centrales, el movimiento acelerado de las acciones, todos

ellos formas de dinero de papel, cuyo valor intrínseco (como papel) no

tiene correspondencia alguna con su valor nominal o representativo. La

resultante conciencia de la relación arbitraria entre signo y significado está

directamente relacionada con el hecho de que el dinero, por ser de papel,

ya puede «ser escrito», lo cual crea una crisis de representación tanto lingüística

como monetaria. Aquí hay que recordar que, a pesar de su expansión

a partir de mediados del siglo diecinueve, el uso del dinero de papel

se remonta, bajo formas diversas, al primer período mercantilista.4 Si el

divorcio entre signo y significado se reconoce en el discurso monetario

desde los orígenes de la economía capitalista, también constituye un aspecto

del realismo literario, como veremos, durante gran parte de su historia.

En su ensayo «El fetichismo de las mercancías» Marx señala que el valor

de las mercancías, por ser valor de cambio, no tiene nada que ver con las

propiedades físicas de éstas, sino que expresa una relación social, que al

mismo tiempo intenta negar. Por tanto, el valor convierte el producto en

un «jeroglífico social»: es decir, en un lenguaje o sistema representativo

que necesita ser descifrado.5 El valor o significado ya no reside en las

cosas sino en el dinero; pero éste es un signo vacío -«una ficción arbitra940

ria», según la expresión sugerente de Marx- que representa indirectamente

unas cosas con las que mantiene una relación puramente simbólica. Para

Marx, esta realidad representada indirectamente por el dinero es la producción,

no en el sentido de las cosas o mercancías, sino en el del trabajo.

Aquí nos encontramos con otra versión de la idea de que la verdad reside

en el cuerpo que, según ha señalado Foucault, fue generada por los varios

discursos sociales de la segunda mitad del siglo diecinueve, que propagaron

el saneamiento del cuerpo para convertirlo en mano de obra productiva.

6 Si Foucault demuestra que el cuerpo moderno es un producto

discursivo y no una realidad esencial, Simmel hace algo parecido con la

creencia de Marx en la realidad esencial de la producción. Para Simmel, el

factor que más influye en la vivencia de la modernidad no es la producción

sino el consumo, puesto que la modernidad está constituída por el

sistema de valores abstractos que es el dinero, y no por las cosas (sean

éstas mercancías o cuerpos) que éste representa. Según observa Simmel

en las primeras páginas de La filosofía del dinero, el valor y la realidad son

dos series paralelas, cuya relación es arbitraria.7

Lo más radical del análisis llevado a cabo por Simmel es su insistencia

en que la modernidad se define no por el materialismo, sino por una

capacidad cada vez mayor para la abstracción. Cuando habla de la modernidad,

se refiere a las últimas décadas del siglo diecinueve; La filosofía del

dinero desarrolla las ideas esbozadas en su ensayo anterior «La psicología

del dinero», de 1889. Según el análisis de Simmel, el dinero es un «símbolo

representativo» cuyo valor es puramente relativo; es decir, producto de

las fluctuaciones del mercado. Esto crea una ruptura con el esencialismo,

puesto que el valor no reside en las cosas sino en las relaciones entre

ellas. Por tanto, el valor ya no es fijo sino inestable. Para Simmel, la evolución

del «sistema de valores puramente simbólico» que es el dinero constituye

«uno de los avances más grandes de la humanidad», puesto que no

sólo hay que medir la relación entre dos cosas, sino que hay que determinar

el valor de estas dos cosas al relacionarlas con un ente tercero.8 De ahí

que, para Simmel, la abstracción es la nota constituyente de la modernidad.

Para citarle: «El desarrollo de las capacidades intelectuales y del pensamiento

abstracto caracteriza la época en la cual el dinero se convierte

cada vez más en un puro símbolo».9 Sin embargo, según observa Simmel,

el dinero no es «un puro símbolo», puesto que necesita estar «basado en

un valor metálico, determinado por la ley o por el mercado» para evitar «el

abuso a causa de la inflación arbitraria».10 Una vez más nos encontramos

con la coincidencia de dos conceptos del dinero irreconciliables: el concepto

tradicional, según el cual el dinero es una cosa con un valor intrínseco

(que, sin embargo, se ve afectado por las fluctuaciones del mercado,

como el valor de cualquier otra mercancía), y el concepto moderno, según

el cual el dinero es tan sólo una unidad de valor abstracta. Esto nos ayuda

a explicar las contradicciones que caracterizan la novela decimonónica,

cuyo realismo coexiste -sobre todo en la segunda mitad del siglo- con una

tendencia autorreflexiva aparentemente incompatible. Pero ¿qué tipo de

941

valor intrínseco puede poseer el dinero, si incluso aquél (su contenido

metálico) está determinado por las fluctuaciones del mercado? Según hace

observar David Harvey, la expresión «el valor del dinero» es tautológica,

puesto que significa «el valor del valor».11 Por consiguiente, la preocupación

que se encuentra en la novela realista con el dinero como fuente de

valor, introduce de por sí una dimensión autorreflexiva. El aporte fundamental

del realismo decimonónico es su interrogación de la naturaleza

problemática del valor o significado, al preguntar ¿en qué consiste? y ¿en

qué reside? O sea: ¿qué es? y ¿dónde está? Porque la novela realista crea

un mundo donde las apariencias y la imitación son la fuente básica del

valor, y sin embargo son falsas. En efecto, tal como lo analiza Marx en «El

fetichismo de las mercancías», este mundo basado en las apariencias y en

la imitación llega a ser percibido como la misma realidad. Si el modernismo

de principios del siglo veinte pone en tela de juicio la relación entre

representación y realidad al subrayar su divorcio, el realismo decimonónico

hace lo mismo por vía contraria, al borrar la diferencia entre representación

y realidad -puesto que la representación (las apariencias y la imitación)

se ha convertido en realidad- mientras que también demuestra que

la representación es una «ficción arbitraria». En este sentido se puede decir

que el cuestionamiento de la relación entre representación y realidad

que lleva a cabo el realismo es más complejo que el que lleva a cabo el

modernismo.

Por alegar que la modernidad consiste en la capacidad para la abstracción,

Simmel fue aclamado en su tiempo, como también por críticos

recientes, como teórico del impresionismo, puesto que éste significa un

primer paso hacia la abstracción, al suponer que la representación depende

de las relaciones entre los signos, cuya relación con lo representado

por ellos es arbitraria.12 Para David Harvey, esta percepción de la relación

arbitaria entre signo y significado tiene su origen en la crisis ecónomica

europea de 1847, que precipitó las revoluciones de 1848, suscitando una

intensa preocupación pública con el crédito por ser éste una forma de

«capital ficticio» (la expresión, nuevamente, es de Marx). Esto, según Harvey,

es responsable de la «crisis de la representación» que se evidencia en la

obra de Manet, Baudelaire y Flaubert; Harvey excluye aquí a Zola, erróneamente

a mi parecer.13 Como es sabido, Walter Benjamin, inspirado por la

lectura de Simmel, consideró a Baudelaire como el primer poeta de la

modernidad por representar la moderna «ciudad de los signos» regida por

el espectáculo consumista.14 Las ideas de Simmel se prestan igualmente

al análisis de la novela realista, que también identifica la modernidad (incluso

en el caso de los autores tradicionales que la rechazan) con el

consumismo. Y aquí creo que habría que remontar a Balzac y a Stendhal,

en la primera mitad del siglo, puesto que las apariencias y la imitación son

fundamentales en su obra. Hay que recordar que, en el siglo diecinueve, el

realismo era la antítesis del idealismo, esto es: la antítesis de la creencia

en una realidad esencial. La definición del realismo que suelen dar los

diccionarios es «la imitación fiel de la naturaleza»: definición a todas luces

942

inadecuada. Aprovechando la definición de la modernidad que nos proporciona

Simmel, propongo que una mejor definición del realismo sería:

la creencia de que la realidad no tiene un valor esencial, sino que está

constituída por las relaciones.15 Esto no excluye la nostalgia de los valores

esenciales, pero supone que tales valores, si existen, están reñidos con la

modernidad. Esta definición hace compatible el realismo con el

cuestionamiento de la representación que se encuentra en la obra de la

mayor parte de los escritores realistas.

En su brillante artículo «Banking on signs», que desarrolla las propuestas

de su libro anterior sobre Gide, Jean-Joseph Goux hace observar que

el modernismo surgió en la década posterior a la Primera Guerra Mundial,

coincidiendo con el abandono del patrón oro por la mayoría de los países

occidentales.16 Tal como lo indica Goux, cuando el dinero deja de estar

basado en el oro, el valor se halla a merced de las fluctuaciones del mercado,

divorciado de cualquier cualidad intrínseca. Esto, según Goux, explica

la novela de Gide Les Faux-monnayeurs, puesto que, si ya no existe el

valor esencial, todas las representaciones son sospechosas (fraudulentas).

Goux nos recuerda que la novela de Gide coincide con la teorías

estructuralistas del lenguaje desarrolladas por Saussure, según la cual el

significado de las palabras se basa en las relaciones entre ellas, y no en las

cualidades intrínsecas de las cosas. Según comenta Goux, esto es una

descripción exacta del dinero después de abandonado el patrón oro. Goux

no menciona a Simmel; de haber leído La filosofía del dinero, habría percibido

que el moderno concepto relativo y arbitario del valor que descubre

en Gide, se remonta al siglo pasado. Lo cual no quita validez a su percepción

de que la moderna crisis de la representación está vinculada al abandono

del patrón oro.

En el caso de Galdós, importa constatar que España ya había abandonado

el patrón oro en 1883, llevando la contraria a casi todos los países

occidentales, que entre 1871 y 1875 pasaron del patrón bimetálico basado

conjuntamente en la plata y el oro a un patrón basado exclusivamente

en el oro, que abandonaron solamente con el crac de finales de los años

veinte.17 Este cambio desde el bimetalismo al patrón oro es importante

puesto que, durante todo el período mencionado, el precio de la plata

sufrió un descenso continuo. Por consiguiente, las monedas de plata constituían

de hecho una forma de dinero fiduciario, puesto que su valor metálico

discrepaba cada vez más de su valor nominal o representativo. El

bimetalismo fue abandonado a favor del patrón oro precisamente por ser

más estable el valor metálico del oro. También fue excepcional el caso de

Gran Bretaña pero en sentido contrario, puesto que adoptó el patrón oro

en 1816, unos 60 años antes que la mayoría de los países occidentales.

Habría que averiguar si esto explica la relativa ausencia de una conciencia

autorreflexiva en la novela realista inglesa. También es relevante notar

que Tristram Shandy coincide con el debate dieciochesco británico sobre

la deuda pública, que en el siglo siguiente cedió paso a una mayor estabi943

lidad económica.18 En resumen: el abandono del oro como patrón monetario

por parte de España se anticipa en unos 40 años a la mayor parte del

mundo occidental. Es interesante notar que esta decisión, fuertemente

criticada en su tiempo, ha sido justificada por historiadores recientes; por

ejemplo, Gabriel Tortella, en una frase sugerente, elogia a los políticos de

la Restauración por adelantarse al resto de Europa al «desembarazarse del

mito del dinero de pleno contenido».19 La de Bringas, la novela galdosiana

que más explícitamente cuestiona la representación, y que más explícitamente

trata el dinero, se publicó en 1884, al año justo del abandono por

parte de España del patrón oro. Con esta novela, se puede decir,

parafraseando a Tortella, que Galdós «se desembaraza del mito del lenguaje

de pleno contenido».

La revolución de 1868, inaugurando una nueva época librecambista

y de (más o menos) libre intercambio de ideas, que en ambos casos facilitó

el desarrollo de la novela realista en España, fue provocada por la crisis

crediticia de 1866 que, en cierto modo, fue una repetición de la crisis de

1847 que había provocado las revoluciones europeas de 1848. Ante el

pánico bursátil que causó la suspensión de pagos, y en muchos casos el

colapso definitivo, de numerosos bancos y casi todas las sociedades de

crédito que habían proliferado en el decenio anterior, los españoles se

vieron obligados a reflexionar sobre el sistema monetario nacional. Desde

1780, el Estado español se financiaba mediante la deuda pública, que

consistía en unos vales o «valores de Estado» emitidos al público, cuyo

valor fluctuaba según el crédito gozado por el gobierno del día, con una

fuerte tendencia a la baja, lo cual necesitaba la emisión de nuevos vales,

instaurándose de este modo una espiral interminable. La crisis de la representación

causada por la grave inestabilidad de los «valores de Estado»

-porque lo que está en juego es el valor de la misma nación- fue agravada

por las repetidas «conversiones de la deuda», mediante las cuales el ministro

de Hacienda reducía la deuda pública al reemplazar los vales existentes

por vales nuevos, sea a un tipo de interés más bajo, sea con un valor

nominal más bajo. Las desamortizaciones de mediados del siglo habían

puesto en venta la casi tercera parte del territorio nacional, pagable en

vales públicos y en muchos casos revendida por los especuladores a un

precio más alto: la sustitución del sistema de propiedad tradicional y estable,

basado en la herencia, por un nuevo sistema basado en las relaciones

de mercado y en el dinero de papel, alteró radicalmente el concepto del

valor.20 De ahí la importancia de los numerosos especuladores que aparecen

en las novelas de Galdós, notablemente los amantes más repulsivos

de Isidora en La desheredada: su primera «novela contemporánea», situada

en un Madrid definido por el espectáculo consumista y «los signos en

venta», según la frase acertada de Fernández Cifuentes.21 Al demostrar

que los valores dependen de las relaciones de mercado, Galdós crea un

mundo en que las apariencias del espectáculo consumista no se contrastan

con la realidad, sino que de hecho constituyen la realidad, sin por ello

dejar de ser falsas. Isidora se mira en el espejo de los escaparates de los

944

nuevos bazares, que reflejan su valor -cada vez más devaluado- como otro

objeto más en venta. En este sentido, el realismo decimonónico constituye,

más que una ventana que se abre al mundo, un escaparate que nos

ofrece el espectáculo de un mundo de signos o valores abstractos. En la

misma novela, el tipógrafo Juan Bou critica el dinero por no ser más que

«una fórmula» (p.1082)22 -algo que, por ser tipógrafo, él sabe apreciar-, y

propone la abolición del dinero y su sustitución por un sistema basado en

el trabajo como valor único: ilustración perfecta de la teoría del valor desarrollada

por Marx en el primer tomo de El capital, que Galdós difícilmente

puede haber conocido al escribir La desheredada en 1881. Bou se refiere

a esta utopía socialista como un tiempo «en que no represente nada el

dinero» (p.1082), porque el dinero es precisamente un sistema de representación.

A finales de 1881, la «fiebre del oro» catalana -que se denominaría

mejor como una «fiebre del papel»- se vio bruscamente interrumpida por el

crac de la bolsa de Barcelona, con graves repercusiones para la banca

nacional, que nunca pudo recuperar la prosperidad anterior. En aquel año

de 1881, el «boom» bancario había suscitado unas fuertes críticas de parte

del público, preocupado por la cada vez mayor emisión de dinero de papel.

De hecho, la emisión de billetes bancarios iba en vertiginoso aumento

desde la ley monetaria de 1874, la cual, al limitar el derecho de emisión

de billetes al Banco de España para restaurar así la confianza pública en su

valor, también aumentó la cantidad máxima de billetes que podían ser

emitidos. Este límite fue ampliado nuevamente en los años 1881, 1883 y

1891; en este período -durante el cual Galdós escribió sus más importantes

novelas- el dinero de papel llegó a remplazar las monedas como forma

de pago corriente. La depreciación de la peseta, que se inició en 1881 y se

agravó de manera alarmante en los años 90, fue atribuída desde el principio

a la superabundancia de «dinero barato». También a finales de 1881 y

principios de 1882 se llevó a cabo, con bastante éxito, la conversión de la

deuda más notable del siglo. La palabra «conversión» emitida por el prestamista

Torquemada poco antes de morir, y que tanto podría referirse a la

conversión religiosa como a la conversión de la deuda, es ejemplo de la

difícil coincidencia de la tradicional creencia religiosa en los valores esenciales

y la moderna realidad económica de los valores inestables del «dinero

escrito», dictados por el mercado. En La desheredada, José Relimpio

intenta poner en práctica la idea moderna de que se puede «escribir el

dinero», al comprarse un libro de cuentas en el que apuntar sus transacciones

económicas, descubriendo, para su sorpresa, que a pesar de las cantidades

escritas, «no tuviera nada que contar»: un juego de palabras

autorreflexivo típicamente galdosiano que tanto se refiere al dinero como

al acto de narrar. En Tormento, el capitalista Agustín contrata como contable

al novelista loco José Ido, por tener éste una letra hermosa, puesto

que el signo importa más que lo representado. En la misma novela, las

cartas de amor de Agustín a Amparo consisten en billetes de banco: no

sólo se puede escribir el dinero, sino que también el dinero es un lenguaje.

Como insiste Simmel, el dinero no es una cosa sino una relación social.

945

Gabriel Tortella señala que el cambio a un sistema monetario

nominalista basado en el dinero fiduciario se debió no sólo a la proliferación

de las varias formas de dinero de papel, sino también a la reducción

progresiva del contenido metálico de las monedas de oro y de plata, que

hizo que su valor metálico intrínseco coincidiera cada vez menos con su

valor nominal o representativo.23 De hecho, en todos los casos mencionados

el valor simbólico es mayor que el valor intrínseco, ya que en el nuevo

orden económico lo que cuenta son los signos y no las cosas. Tortella

denomina este fenómeno el abandono del «dinero de pleno contenido» a

favor del «dinero signo». Este progresivo abandono del «contenido» como

medida de valor fue ratificado por la ley monetaria de 1864, y sobre todo

por las reformas económicas posrevolucionarias de 1869, que redujeron

el contenido metálico primero de las monedas de plata, y luego de las de

oro, originando unas protestas tales que, de 1871 a 1873, el Banco de

España fue autorizado para acuñar monedas según el patrón anterior a la

revolución de 1868: esto creó un divorcio absurdo entre representación y

realidad, al llevar dichas monedas la cabeza de una Isabel II que hacía

tiempo había dejado de reinar. En 1873 (fecha en la que se sitúa la acción

de la primera «novela contemporánea» galdosiana, La desheredada), el

Estado español dejó de acuñar las monedas de oro y, aunque se volvieron

a acuñar a partir de 1876, el éxodo masivo de las reservas de oro nacionales

en el año 1882 provocó la decisión, al año siguiente, de suspender la

convertibilidad de los billetes de banco en oro. Para 1890, no existían ya

en España más reservas de oro que las del Banco de España; en 1892, las

monedas de oro dejaron de circular definitivamente. Aunque teóricamente

España se adhería al patrón plata, en la práctica, según señala Tortella,

se adhería a un sistema monetario enteramente fiduciario, puesto que el

continuo descenso del precio de la plata hizo que el valor de las monedas

de plata fuera cada vez más nominal (o «ficticia», según había comentado

la comisión monetaria de 1876). Parece interesante indicar que Rusia también

se adhirió durante este mismo período -el de la novela realista rusa- a

un sistema monetario efectivamente fiducidario, aunque, a diferencia de

España, adoptó el patrón oro en 1897.

La de Bringas, publicada un año después de abandonar España el

patrón oro, empieza con un primer capítulo autorreflexivo que cuestiona

la relación entre representación y realidad. Como todos sabemos, su narrador

es sospechoso por ser el autor de unas transacciones económicas

fraudulentas, metáfora apta para referirse al escritor cuando el dinero es

(citando a Marx) una «ficción arbitraria». El narrador finalmente corta sus

relaciones íntimas con Rosalía -como antes lo hizo Pez- por creer que su

cuerpo «no vale» el dinero que ella le pide a cambio: el dinero ha remplazado

el cuerpo como unidad de valor. Al suponer, juzgando por el espectáculo

consumista en que Rosalía convierte su persona, que ella es rica, el oculista

Golfín no se equivoca del todo, puesto que, en esta sociedad regida por

el «dinero signo», el valor reside en las apariencias que, siendo falsas, no

obstante constituyen la realidad. Golfín es buen ejemplo de ello; de origen

946

humilde, sus servicios son altamente «cotizados» por saber conservar la

facultad que más cuenta en la modernidad: tanto Simmel como Benjamin

subrayan el hecho de que la «sociedad del espectáculo» moderna (o

posmoderna, como veremos) se caracteriza por el predominio de lo visual.

24 Francisco Bringas es ciego al adulterio de su mujer, no sólo cuando

pierde la vista sino también cuando la recupera: en esta sociedad «ver es

creer», pero lo que se ve es un «mar» (p.214) o una «marea» (p.258)25 de

signos, cuyo valor está determinado por las fluctuaciones del mercado (de

ahí las metáforas), y cuya relación con las cosas es puramente arbitaria.

De hecho, para lanzarse al mercado, Rosalía tiene que falsificar unos billetes

de banco. El título de la primera traducción al inglés de la novela es

The Spendthrifts: de no haber utilizado este título Gide, bien hubiera podido

ser The Counterfeiters (Los falsificadores). Cuando el dinero es de papel,

no sólo puede ser falsificado sino que, de por sí, es falso, puesto que

su valor nominal o representativo no se basa en ningún valor intrínseco;

las falsificaciones de Rosalía no son descubiertas porque la diferencia entre

lo falso y lo auténtico se ha borrado.

Los críticos han supuesto que, por ser avaro, Francisco Bringas representa

el concepto premoderno de la propiedad no enajenable, a diferencia

de Rosalía quien representaría el nuevo sistema librecambista.26 Pero

tanto Marx como Simmel consideran que la avaricia constituye un fetichismo

de las mercancías incluso más extremo que el que representa el

consumismo.27 Si el consumidor valora el dinero como un instrumento, el

avaro lo valora como una cosa (mercancía) en sí. En este sentido, el avaro

se hace eco de la economía capitalista autorreflexiva que, con el desarrollo

del sistema bancario, se interesa en el dinero no para aumentar la

producción, sino para hacer más dinero. Con esto, el dinero ya no se considera

como una unidad de valor neutra que sirve para permitir el intercambio

de las mercancías, sino como un valor en sí. Según la metáfora

expresiva de Marx, el capital «inicia una relación íntima consigo mismo».28

De hecho, Marx define el capital como el dinero que se utiliza para hacer

más dinero (la plusvalía). La fórmula por la que representa la primera fase

capitalista industrial -D>M>D1, o sea: el dinero se utiliza para comprar una

mercancía, que se vende por una cantidad de dinero mayor- se remplaza,

en la moderna era bancaria, por la fórmula D>D1, o sea: el dinero produce

más dinero sin intercambiarse ninguna mercancía.29 Es decir: las cosas

desaparecen como término intermedio, quedando sólo la circulación de

puros signos sin referente alguno. Esto lo experimenta Francisco Bringas

cuando pierde la vista, puesto que la visión de las cosas es reemplazada

por «la visión calenturienta de millares de puntos luminosos o de tenues

rayos metálicos, movibles, fugaces» (p.26).30 Esta visión, compuesta de signos

metálicos inestables, más que impresionista o incluso puntillista, amenaza

con convertirse en la abstracción pura. Marx define al avaro como un

«capitalista loco», puesto que no entiende que el dinero se multiplica más,

no al ahorrarlo, sino al hacerlo entrar en circulación.31 En el transcurso de

la novela, Rosalía aprende a ser una buena capitalista, resolviendo su cri947

sis económica al hacer entrar en circulación su cuerpo para sacar ganancias

cada vez mayores. Su adulterio es motivado no por el deseo sexual

sino por el deseo de dinero, puesto que vive en un mundo donde el dinero,

y no el cuerpo, es la unidad de valor. Bridget Aldaraca señala que el

único orgasmo experimentado por Rosalía es el producido por la visión de

la manteleta expuesta en el escaparate de Sobrinos Hermanos, que la

inicia en el consumismo: ejemplo perfecto del «fetichismo de las mercancías

» analizado por Marx, y que Benjamin, en una expresión acertada, denomina

«el sex-appeal de lo inorgánico».32 Si bien al principio Rosalía se

interesa por la moda como símbolo de estatus (una forma de relación

social), llega a obsesionarse cada vez más con ella como un valor en sí,

guardando sus vestidos en los cajones de su cómoda de la misma manera

que su marido guarda su dinero en el cajón de su mesa.

Además de ser fetichista del dinero, Francisco Bringas es un artista. Si

Bringas el avaro es un «capitalista loco», Bringas el artista es un «realista

loco», puesto que, según cree, copia «indoctamente a la Naturaleza» (p.55),

pero, de hecho, reproduce una mezcla arbitraria de estilos artísticos copiados

de libros diversos. Su concepto del realismo es una mezcla posmoderna

en la cual los signos ya no se relacionan con ningún referente; por tanto,

cualquier signo se puede combinar con cualquier otro. El trabajo en pelo

de Bringas es un ejemplo clásico del kitsch, ya que la realidad se ha convertido

en el estilo puro, incluso en el pastiche; o sea, el estilo que se imita

a sí mismo. Los intentos artísticos autorreflexivos de Bringas repiten su

obsesión con el valor del dinero, es decir: con el «valor del valor». La mezcla

absurda de estilos de su trabajo en pelo constituye una crítica anticipada

del relativismo que tanto se ha criticado en el posmodernismo. Pero su

obra absurda no es sino un ejemplo, llevado hasta sus últimas consecuencias,

de la progresiva sustitución de las cosas por los signos que caracteriza

el sistema monetario capitalista desde sus orígenes. A diferencia del

Bringas fetichista, quien, desde el principio al final de la novela, permanece

ciego a la falsedad de los signos que constituyen tanto su obra artística

como la vida moderna madrileña, Galdós, al describir una realidad

constituída por los signos, insiste en hacer ver al lector que esta realidad

es ficticia. Es decir: la autorreflexividad de Galdós es irónica.

Tanto David Harvey como Nigel Dodd hacen notar que casi todos los

atributos de la posmodernidad pueden ser detectados ya en la segunda

mitad del siglo diecinueve.33 La conciencia autorreflexiva irónica de Galdós

también se ha atribuído, con razón, a la herencia cervantina y picaresca.

Aquí hay que apuntar que la crítica de la representación que tanto relieve

tiene en el Quijote y en la novela picaresca, puede ser relacionada a su vez

con el discurso monetario español del siglo dieciséis, que intenta explicar

la inflación producida por el influjo masivo de oro y plata desde América.

Como señala Pierre Vilar en su libro Oro y moneda en la historia, este

discurso fue extraordinariamente moderno en su percepción de que el

dinero no tiene un valor estable o esencial, por ser arbitraria la relación

948

entre signo y significado.34 Foucault, en Las palabras y las cosas, ya propuso

que la nota característica de la «época clásica» (que él sitúa en los siglos

dieciséis y diecisiete) fue una preocupación autorreflexiva con una realidad

constituída, no por las cosas, sino por las relaciones entre los signos,

tendencia que él atribuye a los inicios del mercantilismo.35 La modernidad

-y la posmodernidad- tienen sus raíces en siglos muy anteriores. La

autorreflexividad de Galdós, que con razón nos parece tan moderna, de

hecho le define como un hombre de su época, puesto que es la respuesta

literaria al discurso monetario de la Restauración, el cual, con el abandono

del patrón oro y la depreciación de la peseta, tuvo que dejar constancia de

la arbitrariedad del sistema de representación que, más que ningún otro,

define la vivencia de lo moderno.

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NOTAS

1 Véanse, sobre todo, los trabajos de KRONIK, J. W., «Misericordia as metafiction», en

Homenaje a Antonio Sánchez Barbudo: ensayos de literatura española moderna,

University of Wisconsin Press, Madison, 1981, pp.37-50, y «Galdosian reflections: Feijoo

and the fabrication of Fortunata», en Modern Language Notes 97, 1982, pp.272-310;

UREY, D. F., Galdós and the Irony of Language, Cambridge University Press, Cambridge,

1982, y The Novel Histories of Galdós, Princeton University Press, Princeton NH, 1989;

y TSUCHIYA, A., Images of the Sign: Semiotic Consciousness in the Novels of Benito

Pérez Galdós, University of Missouri Press, Columbia, 1990.

2 Ver el libro famoso de BENJAMIN, W., Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High

Capitalism, Verso, Londres, 3ª ed., 1989.

3 DODD, N., The Sociology of Money: Economics, Reason and Contemporary Society,

Polity Press, Cambridge, 1994, pp.4-13.

4 Esto lo subraya VILAR, P., en su libro A History of Gold and Money 1450-1920, Verso,

Londres, 1991, [versión original en español Oro y moneda en la historia (1450-1920),

Ariel, Barcelona, 1960], que contiene abundantes referencias a España.

5 Ver MARX, K., Selected Writings, ed. David McLellan, Oxford University Press, Oxford,

1990, pp.436-438.

6 Me refiero, desde luego, al libro clave de FOUCAULT, The History of Sexuality: An

Introduction, Penguin, Harmondsworth, 1987.

7 Ver SIMMEL, G., The Philosophy of Money, introd. y trad. David Frisby, 2ª ed. aumentada,

Routledge, Londres y Nueva York, 1990, pp.59-60.

8 The Philosophy of Money, p.146. Las traducciones al español de las citas de SIMMEL

son mías.

9 The Philosophy of Money, p.152.

10 The Philosophy of Money, p.160.

11 HARVEY, D., The Condition of Postmodernity, Blackwell, Oxford, 1989, p.107.

12 Ver FRISBY, D., Fragments of Modernity, Polity, Cambridge, 1985, pp.38-108; y también

el prólogo de FRISBY a la segunda edición de La filosofía del dinero de Simmel,

pp.XXIV-XXV.

13HARVEY, D., The Condition of Postmodernity, pp.260-263.

14 Ver BENJAMIN, W., Charles Baudelaire. Luis Fernández Cifuentes relaciona la obra

galdosiana con el análisis de la modernidad de BENJAMIN en su excelente artículo

sobre La desheredada, «Signs for sale in the city of Galdós», en Modern Language Notes

103, 1988, pp.289-311.

15 En su libro clásico Imagined Communities: Reflections on the Origin ad Spread of

Nationalism, Verso, Londres, 1983, pp.30-37, ANDERSON, B., propone que la novela

realista construye la nación como una ‘comunidad imaginada’ al insistir en las relaciones

sociales.

16GOUX, J. J., «Banking on signs», en Diacritics (Verano 1988), pp.15-25; y Les Fauxmonnayeurs

du langage, Editions Galilée, París, 1984.

17Ver el ensayo de TORTELLA CASARES, G., en su libro colectivo La banca española en la

Restauración, Banco de España, Madrid, 2 vols., 1974, vol. 1, p.476. Los datos sobre el

sistema monetario de la España de la Restauración que se dan en esta ponencia se

basan en este libro, y también en el estudio clásico de SARDÀ, J., La política monetaria

950

y las fluctuaciones de la economía española en el siglo XIX, CSIC, Madrid, 1948. También

son útiles en este respecto los estudios siguientes: SCHWARTZ GIRÓN, P., (dir.),

Ensayos sobre la economía española a mediados del siglo XIX, Banco de España, Madrid,

1970; TORTELLA, G., Los orígenes del capitalismo en España: banca, industria y

ferrocarriles en el siglo XIX, Tecnos, Madrid, 1973 y El desarrollo de la España contemporánea:

historia económica de los siglos XIX y XX, Alianza, Madrid, 1994; VICENS

VIVES, J., An Economic History of Spain, Princeton University Press, Princeton, NJ,

1969; y ORTÍ Y BRULL, V., La cuestión monetaria, Imprenta y litografía de los huérfanos,

Madrid, 1893.

18 El discurso sobre la deuda pública en la Gran Bretaña del siglo dieciocho está estudiado

por BOLLA, P., en The Discourse of the Sublime: Readings in History, Aesthetics and the

Subject, Blackwell, Oxford, 1989, cap.4 «The discourse of debt», pp.103-140.

19 Véase La banca española, vol. 1, p.487. Para TORTELLA, G., ibíd., pp.529-533, los

problemas económicos de la Restauración no fueron producto del abandono del patrón

oro, sino de una balanza de pagos fuertemente deficitaria, que efectivamente fue

aliviada por la depreciación de la peseta en los mercados internacionales.

20 Ver RUEDA, G., La desamortización de Mendizábal y Espartero en España, Cátedra,

Madrid, 1986; y SHUBERT, A., A Social History of Modern Spain, Unwin Hyman, Londres,

1990, pp.57-60.

21 Ver su artículo antes mencionado, «Signs for sale in the city of Galdós».

22 Cito las Obras completas, Aguilar, Madrid, 6ª ed., vol. 4, 1966.

23 Ver La banca española, vol. 1, pp.457-521.

24 Ver SIMMEL, G., «The Berlin Trade Exhibition», en Theory, Culture and Society 8.3,

1991, pp.119-23; y BENJAMIN, W., Charles Baudelaire, pp.164-166.

25 Aquí, y posteriormente, cito la edición de La de Bringas de Alda Blanco y Carlos Blanco

Aguinaga, 2ª ed., Cátedra, Madrid, 1985.

26 Ver VAREY, J., «Francisco Bringas: nuestro buen Thiers», en Anales Galdosianos 1, 1996,

pp.63-69; y la introducción de Alda Blanco y Carlos Blanco Aguinaga a su edición de La

de Bringas, p.32.

27 Ver MARX, K., Selected Writings, p.449; y Georg Simmel, The Philosophy of Money, pág.

238-247.

28 MARX, K., Selected Writings, p.450. La traducción al español es mía.

29 MARX, K., Selected Writings, pp.445-51.

30 Esta frase la cito en mi artículo «The Problem of Framing in La de Bringas», en Anales

Galdosianos 25, 1990, pp.25-34, que analiza los aspectos formales de la novela.

31 MARX, K., Selected Writings, p.449.

32 Ver ALDARACA, B., El ángel del hogar: Galdós y la ideología de la domesticidad en

España, Visor, Madrid, 1992, p.133; y BENJAMIN, W., Charles Baudelaire, p.166 (la

traducción es mía).

33 HARVEY, D., The Condition of Postmodernity, pp.44, 260-265; DODD, N., The Sociology

of Money, pp.108-112. Aquí DODD se basa en la discusión de la avaricia por parte de

SIMMEL, quien observa, coincidiendo con MARX, que el avaro ama el dinero, no por su

valor de uso, sino por su valor como signo. Esto parece justificar mi proposición de

que Bringas, al ser al mismo tiempo un avaro y un artista del kitsch, anticipa la

posmodernidad.

34 Ver el cap.17 de A History of Gold and Money, pp.155-168.

35 Ver FOUCAULT, M., The Order of Things, Tavistock Publications, Londres, 1977 [versión

original en francés Les Mots et les choses, Gallimard, París, 1966], parte I, cap.6

«Exchanging», pp.166-214.