LA BUROCRACIA ESPAÑOLA
DEL SIGLO XIX EN MIAU
Eduardo Roca Roca
La administración pública y los funcionarios.
La Administración Pública, la burocracia, la corrupción, el tráfico de influencias,
son objeto de crítica inmisericorde por parte de Galdós tanto en
los Episodios Nacionales (por ejemplo, La Primera República, Cánovas, De
Cartago a Sagunto, etc.), o en otras obras como Miau.
En varias ocasiones se refiere Galdós a los funcionarios de forma peyorativa
y lastimera, protestando contra las crueldades y martirios que la
burocracia y el caciquismo prodigan a los ciudadanos, diciendo que los
políticos y funcionarios formaban un maremágnum de gente ociosa y postulante,
a la vez que destaca la arbitrariedad con que la Administración otorgaba
los nombramientos “según práctica usual en nuestro panfuncionarismo
burocrático”, sin olvidar también la forma arbitraria en que
se producían las cesantías de los funcionarios, (La Primera República, I, II
y VII); y cuando Tito relata su visita a la presidencia del Gobierno afirma
“que en el asilo presidencial no eran grandes los quehaceres de los buenos
muchachos que allí tenían cómodo acogimiento; unos leían periódicos,
otros tertuliaban entre el humo de los cigarrillos; iban y venían de una
parte a otra pasándose de mano en mano papeles con trabajos vagamente
iniciados. Todo indicaba la plantación de un árbol burocrático que pronto
daría flores y quizás algún fruto” pero siempre protestando el autor de los
ociosos funcionarios. (Cánovas IV y V)
La burocracia al servicio de la Administración española es uno de los
grandes problemas en la España del siglo XIX y casi se puede afirmar que
es el más importante teniendo en cuenta su impacto sociológico así como
la trascendencia que el mismo tiene en la sociedad y la política del siglo
XIX.
La Administración española es objeto del examen crítico de Galdós a lo
largo de su obra, siendo reiteradas las referencias que hace a la misma,
pero tiene un concreto interés el estudio que realiza de los funcionarios
públicos que prestan sus servicios a la Administración del Estado a lo
largo del siglo XIX y, de forma especial, en la segunda mitad, de tal forma
que el estudio de los personajes de Galdós constituye un punto de referencia
imprescindible para conocer en profundidad el fenómeno político
sociológico del funcionario decimonónico, sus características, problemas,
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etc., y de forma especial la figura del cesante, cuya problemática constituye
la línea básica de Miau de la que se puede afirmar que es el más importante
estudio sociológico-jurídico de dicha burocracia, a la vez que una de
las más importantes obras galdosianas.
La cronología de Miau.
Miau, es una obra desgarrada, realista, dura, que a su vez mantiene una
línea de suspense desde las primeras hasta las últimas líneas, recordando
que Galdós escribe y publica esta obra en el año 1888, y sitúa la acción de
la misma en los primeros meses de 1878, es decir, unos diez años antes
de su aparición en las librerías españolas. La obra recorre con fidelidad la
psicología y la situación del funcionariado español en el pasado siglo, las
depuraciones y cesantías básicamente de carácter político que se producen
tradicionalmente en la realidad española; el desconcierto y la anarquía
existente en el funcionariado español, tanto en las épocas absolutistas
como en las constitucionales, destacando los intentos de reforma y en
especial el de López Ballesteros. El nacimiento de la figura del cesante da
origen a un importante sector de la sociedad española que vive pendiente
de los cambios políticos, de forma que se produce una tensión entre la
exigencia política de una burocracia obediente y subordinada al poder y la
necesidad de los aspirantes a los cargos públicos de acceder a los mismos
con garantías y de forma especial con la garantía de estabilidad en el empleo.
El marco legal de la obra.
Uno de los grandes privilegios de los monarcas absolutos fue el nombramiento
y separación del personal que prestaba servicios a la Corona,
de tal forma que tanto el nombramiento como la separación se producían
de manera totalmente discrecional, y en multitud de ocasiones, de forma
arbitraria; de la misma forma se fijaban los derechos y las obligaciones
destacando, de forma especial, la fijación de los haberes con cargo al
Presupuesto de la Corona.
Puede afirmarse que la situación del funcionario hasta comienzos del
siglo XIX tenía un carácter de absoluta precariedad, que se ponía de relieve
en los dos aspectos fundamentales: el ingreso y la separación. El ingreso,
condicionado por la voluntad del monarca, que designaba a sus servidores
entre los “pretendientes” a los empleos públicos, los cuales intentaban
hacer valer sus méritos personales en prolijos escritos o memoriales;
la separación que se producía (al margen de las causas naturales de fallecimiento,
renuncia, etc.), como consecuencia de la libre voluntad del monarca.
Así pues, nos encontramos en los inicios del siglo XIX con un cuerpo
funcionarial sometido a los caprichos y veleidades del poder, a las diferen1000
cias y cambios políticos, que generaban la consiguiente inestabilidad en el
personal que podía ser despedido libremente en cualquier momento.
A partir de la primera Constitución española de 1812, pareció iniciarse
una nueva etapa para los servidores públicos, pero el constitucionalismo
no resuelve la situación, sino que objetivamente la agrava ya que por R.O.
de 30 de junio de 1814 se produce la primera norma que trata de resolver
el problema de las separaciones políticas, a cuyo efecto distingue entre
aquellas que aceptaron el empleo del usurpador Bonaparte y los que no lo
habían aceptado, por lo que se produce el despido masivo de quienes
habían admitido cargos, ascensos o mejoras del usurpador, hasta el punto
que una circular de 11 de diciembre de 1814, ordenó el cese de todos
aquellos empleados que no hubieran obtenido el puesto por Real Nombramiento,
ni fueran necesarios para la marcha de la Administración.
El retorno de Fernando VII, la derogación de la Constitución de 1812 y
la vuelta al Antiguo Régimen, genera una etapa intermedia que se desequilibra
al finalizar el Trienio Liberal, al aumentar las depuraciones políticas,
como pone de relieve el Decreto de la Regencia de 27 de Julio de 1823
que cesa a todos los empleados civiles nombrados después del día 7 de
marzo de 1820, a la vez que se crea una “Junta de Purificación”, que no es
otra cosa sino una auténtica “Junta de Depuración” de funcionarios desafectos
al régimen imperante en el momento.
La Real Orden de 27 de enero de 1824, intentó resolver los problemas
derivados de la aplicación de las normas antes citadas e intenta poner un
cierto orden en la organización funcionarial, siendo destacables las disposiciones
que se dictan, de manera principal destinadas a los funcionarios y
empleados de la Hacienda Pública, en razón al manejo de caudales públicos
que corrían a su cargo.
López Ballesteros inicia la primera reforma de lo que él entendía “carrera
civil” en la Real Hacienda, y limitada a los empleados de este ámbito,
que más tarde se complementa con el R.D. de 3 de abril de 1828, que
intenta poner orden en la situación económica de los empleados, dictando
unas detalladas reglas que configuran a dicha disposición como un
Estatuto de funcionarios, ya que señala la forma de nombramiento, posesión,
jubilaciones, haberes y de forma especial establece que para tener
derecho al haber pasivo era necesario justificar quince años de servicio en
propiedad por Real nombramiento.
En la época mencionada encontramos los siguientes problemas básicos:
- Garantizar el sistema de ingreso en la función pública.
- La adecuada preparación de los funcionarios.
1001
- La estabilidad en el cargo.
- Que se definan los motivos por los que el empleado puede ser separado.
- La existencia de la figura del cesante, o empleado cesante, y los problemas
que ello plantea.
Al iniciarse la etapa constitucional no quedan resueltos, tampoco, los
problemas funcionariales, ya que la arbitrariedad de la Corona en esta
materia será sustituida por la influencia de los políticos que tratan de conseguir
una burocracia obediente y dócil, bajo la constante amenaza de la
inestabilidad del empleado, que se transforma en realidad cada vez que
se produce algún cambio político.
Las ideas anteriores se ponían de relieve por el granadino Javier de
Burgos en sus Ideas de Administración en 1840, cuando afirmaba:
Una prerrogativa de la Corona es el nombramiento de empleados;
facultad importantísima pues de su recto uso depende que
se consigan los grandiosos fines de una buena administración.
Hay que confiarla a hombres de capacidades con serios y varios
estudios y no subyugados por pasiones propias o influencias
extrañas, teniendo la Corona la facultad, y aun la obligación de
separar, trasladar o destituir a los que por falta de inteligencia,
de actividad o tino, o por cualquier otro motivo no desempeñen
completamente la gloriosa misión de hacer el bien e impedir el
mal.
En estas frases de Javier de Burgos destacan las ideas siguientes:
- El nombramiento de empleados es prerrogativa de la Corona.
- Igualmente que separarlos, o trasladarlos, por falta de inteligencia,
actividad o tino, o por cualquier otro motivo.
- El empleado público debe tener capacidad y preparación suficiente.
Han puesto de relive los administrativistas españoles, en diversas ocasiones,
que la Ley de Presupuestos de 26 de mayo de 1835, fue quizás el
primer Estatuto español de Clases Pasivas, regulando las características de
las pensiones, su transmisibilidad, importe máximo de los haberes que
percibirían los jubilados, estableciendo también la cuantía de los haberes
de los cesantes en un “máximo de cuarenta reales de vellón”; las condiciones
para obtener la jubilación, distinguiendo la voluntaria de la forzosa,
así como se trata de cesante con causa justificada o sin ella, distinción de
gran importancia ya que el cesado por causa justificada, por sanción, per1002
día el derecho a haberes pasivos. Sin embargo el sueldo de los cesantes
duró diez años tan sólo, ya que el art. 3º de la Ley de Presupuestos de 23
de mayo de 1845, suprimió estos haberes ordenando que “ningún empleado
de nueva entrada tendrá derecho a sueldo de cesantía”.
El primer intento de ordenar el sistema funcionarial español se debe a
Bravo Murillo, que suscribe el Real Decreto de 18 de junio de 1852, conocido
por “Estatuto de Bravo Murillo“, en el que se contienen las líneas
fundamentales reguladoras de la función pública, regulando diversos aspectos
como las categorías, situación de los aspirantes, intento de resolver
las cesantías, etc.; en la práctica dicho Estatuto no llegó a aplicarse,
manteniéndose el problema cuya solución se intenta, otra vez, en el art.
16 de la Ley de Presupuestos de 1864, planteándose como uno de los
problemas más importantes el de la separación de los funcionarios y la
situación de los cesantes, y cuyas disposiciones trata de completar y mejorar
el llamado Estatuto de O’Donnell de 4 de marzo de 1866, que tuvo una
efímera vigencia de cuatro meses, pues fue derogado por el R.D. de 13 de
julio de 1866, dictado por el General Narváez que intentaba una nueva
organización administrativa de los funcionarios.
De todo lo expuesto se deduce que la prerrogativa o discrecionalidad de
los nombramientos continúa, así como la inestabilidad de los funcionarios,
en cuya inestabilidad comenzó a abrirse una brecha a partir de la Ley
moyano (que desarrolla la de 17 de julio de 1857), que en su art. 9º establecía
la carrera del Profesorado Público como una carrera en la que se
ingresaba por oposición, el ascenso se producía por antigüedad o por
méritos y el docente gozaba de inamovilidad, no pudiendo ser separados
los profesores nada más que por sentencia judicial o expediente gubernativo
previa audiencia de los interesados.
Será a partir de la Constitución de 1876, cuando se inicia un movimiento
de estabilización de los funcionarios públicos a través de la Ley de
Presupuestos a cuyo efecto se comienzan a dictar normas específicas para
los funcionarios de los distintos Departamentos Ministeriales.
Como resumen de lo expuesto, debe destacarse que la burocracia es
uno de los grandes problemas de la Administración española en el siglo
XIX, y quizás el primero de ellos, destacando la problemática de las cesantías
de los empleados como manifestación específica de la arbitrariedad
tanto de la Corona como de los políticos que desean y exigen su control
absoluto, así como la fidelidad sin límites de los empleados, sin cuya colaboración
no pueden conseguir los fines, más o menos acertados, de los
distintos partidos políticos.
El camino de la estabilidad, como antes se ha dicho, se inicia en la Ley
de Presupuestos de 30 de junio de 1892, para continuarse por el R.D., que
suscribe en 6 de octubre de 1899 el Ministro Villaverde, en relación con
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los empleados de Hacienda, y que culminará ya en el siglo actual con el
Estatuto de Maura, contenido en la Ley de Bases de 22 de julio de 1918,
que se titulaba: “De la condición de los funcionarios de la Administración
Civil del Estado”.
Los personajes.
En general.
Éste es el marco en el que se desarrolla la línea argumental de Miau, dos
años después de que se apruebe la Constitución de 1876, y el hilo
argumental se teje y se desteje en torno a tres figuras claves: D. Ramón
Villaamil, funcionario cesante, sesentón “viejo tigre luchador incansable
por la permanencia y la estabilidad en la Administración Pública” y que
tiene que cubrir dos meses de servicios activos para obtener la jubilación
y conseguir la anunciada estabilidad económica aunque modesta que le
proporcione la pensión como jubilado. En segundo lugar Víctor Cadalso,
también funcionario cesante, pícaro y corrupto que se encuentra en la
línea de la más tradicional picaresca de la literatura española (que va desde
Rinconete y Cortadillo, al buscón don Pablos, Guzmán o el Lazarillo de
Tormes), el cual se introduce abruptamente en la vida mendicante del
suegro, y en tercer lugar Luisito Cadalso, nieto de D. Ramón, hijo de Víctor
e iluminado por visiones celestiales.
Debemos destacar que Víctor es el ejemplo de funcionario corrupto y
sin escrúpulos, que medra y asciende en la carrera administrativa utilizando
toda clase de artimañas, a pesar de haber sido cesado en su cargo por
una gravísima irregularidad en la gestión de fondos públicos, hasta el punto
que un amigo le comenta a Villaamil: “Ha llegado el expediente contra
tu yerno... parece que no es nada limpio. Dejó de incluir dos o tres pueblos
en la nota de apremios, y en los repartos del último semestre hay
sapos y culebras”.
Don Ramón Villaamil.
Como se ha indicado Villaamil es un funcionario cesante al que sólo le
faltan dos meses para completar el tiempo de servicios necesario para
conseguir la jubilación, que de otra parte se acerca rápidamente al aproximarse
la edad del protagonista al momento de la teórica jubilación.
Esta figura aparece en otras ocasiones en la obra de Galdós, pues en
Fortunata y Jacinta (Tercera Parte, cap.1º) se hace referencia a los cesantes
y se dice: “con este desbarajuste que ahora hay no se sabe ya por
donde anda uno,... aquí se hacen mangas y capirotes de los derechos
adquiridos”, e interviene un personaje entonces anónimo:
pues yo -murmuraba una voz que parecía salida de una botella,
voz correspondiente a una cara escuálida y calavérica en la cual
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estaban impresas todas las tristezas de la Administración española-
sólo pido dos meses, dos meses de activo para poderme
jubilar por Ultramar. He pasado el charco siete veces, estoy sin
sangre, y ya me corresponde retirarme a descansar con doce.
¡Maldita sea mi suerte!
y más adelante vuelve a aparecer en la misma obra, el mismo contertulio
a quien “faltaban dos meses de empleo para poder pedir la jubilación”.
Lo expuesto se identifica con la descripción del personaje que más tarde
se hará en Miau, añadiendo en la obra primeramente citada respecto al
mismo que
pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el
círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y
permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultratumba
que salía de su garganta como un eco de las frías cavernas
de una pirámide egipcia: “dos meses, nada más que dos
meses me faltan y todo se vuelven promesas: Que hoy, que
mañana, que veremos, que no hay vacantes...“.
Existe pues una clara identificación entre el personaje a que se refiere
Fortunata y Jacinta, con el Villaamil protagonista de Miau.
Así pues la cesantía es una realidad de la burocracia española del siglo
XIX y Villaamil desempeña en primera persona el papel de cesante, correspondiendo
con la triste realidad la descripción que se hace del protagonista:
Era un hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel
amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales
las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes
largas y pegadas al cráneo; la barba corta, rala y cerdosa, con las
canas distribuidas caprichosamente formando ráfagas blancas
entre lo negro, el cráneo liso y de color de hueso desenterrado,
como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él
los sesos. La robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la
combinación de los tres colores negro, blanco y amarillo, dispuestos
en rayas, la ferocidad de los ojos negros, inducían a
comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico, que después
de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no
conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel.
(M, p.1)
La expresada descripción es de una gran dureza y sitúa al cesante desde
el inicio de la obra en una situación de hombre derrotado por la vida y por
la Administración, sin perjuicio de que más adelante en el mismo capítulo
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se contempla la descripción tipológica intentando superar la depresión
que le agobia pensando en la posibilidad de que se resuelvan sus problemas:
Dió Villaamil un gran suspiro, clavando los ojos en el techo. El
tigre inválido se transfiguraba. Tenía la expresión sublime de un
apóstol en el momento en que le están martirizando por la fé,
algo del San Bartolomé de Rivera cuando le suspenden del árbol
y le descueran aquellos tunantes de gentiles, como si fuera un
cabrito.
Falta decir que este Villaamil era el que en ciertas tertulias de café recibió
el apodo de Ramsés II, de cuya forma se remite a la anterior descripción
de Fortunata y Jacinta (3ª Parte, cap.lº) en que se describe a nuestro
cesante de la siguiente forma:
Tenía pintada en su cara la ansiedad más terrible; su piel era
como la cáscara de un limón podrido, sus ojos de espectro, y
cuando se acercaba a la mesa de los espiritistas, parecía uno de
aquellos seres muertos hace miles de años, que vienen ahora
por estos barrios, llamados por el toque de la pata de un velador.
El clima de Cuba y Filipinas le habia dejado en los huesos, y
como era todo él una pura mojama, relumbraban en su cara las
miradas de tal modo que parecía que se iba a comer a la gente.
A un guasón se le ocurrió llamarle Ramsés II, y cayó tan en gracia
el mote, que Ramsés II se quedó.
Las apariencias externas: el traje.
La cesantía es un auténtico fenómeno social que lleva consigo una serie
de consecuencias para las personas así como para los familiares del cesante,
pues normalmente se trata de una persona de cultura media integrada
en una clase social digna en la que hay que guardar unas apariencias
que afectan incluso al aspecto exterior de las personas. No se trata sólo de
un problema de subsistencia física, sino de presencia social que exige una
presentación externa adecuada, y así la esposa de Villaamil le plantea la
necesidad de adquirir ropa nueva pues
es imposible que consiga nada el que se presenta en los Ministerios
hecho un mendigo, los tacones torcidos, el sombrero del
año del hambre y el gabán con grasa y flecos. Desengáñate, a los
que van así nadie les hace caso y lo más a que pueden aspirar es
a una plaza en San Bernardino. Y como ahora te han de colocar,
también necesitas ropa para presentarte en la oficina... el traje
es casi la persona y si no te presentas como Dios manda te mirarán
con desprecio y eres hombre perdido. Hoy mismo llamo al
sastre para que te haga un gabán. Y el gabán nuevo pide sombrero,
y el sombrero botas.
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La conversación es de una evidencia total por lo que Villaamil preocupado
no la contradice
ni se le ocultaba lo bien fundado de aquellas razones y el valor
social y político de las prendas de vestir; y harto sabía que los
pretendientes bien trajeados llevan ya ganada la mitad de la partida.
Vino pues el sastre llamado con urgencia, y Villaamil se
dejó tomar las medidas taciturno y fosco como si más que de
gabán fuesen medidas de mortaja. (M, p.12)
El mismo protagonista más adelante vuelve a referirse a la vestimenta al
dirigirse a un amigo al que le dice:
Parece mentira, Francisco, que el sombrero influya tanto. Pues
dicen que Pez debe su carrera nada más que al chisterómetro de
alas anchas y abarquilladas que le dan un aire tan solemne...
bien recuerdo que tú me decías: “Ramón, ponte un chaleco de
buen ver, que esto ayuda; gasta cuellos altos, muy altos, muy
tiesos, que te obliguen a engallar la cabeza con cierto aire de
importancia“. Yo no te hice caso, y así estoy. A Basilio, desde
que se encajó la levita inglesa le empezaron a indicar para el
ascenso, y a mí se me antoja que las botas chillonas del amigo
Montes, dando a su personalidad un no se qué de atrevido, insolente
y “qué se me dá a mí“ han influido para que avance tanto,
sobre todo el sombrero, el sombrero es cosa esencialísima Francisco,
y el tuyo me parece un perfecto modelo... alto, de copa y
con hechura de trombón, el ala muy semejante a la canaleja de
un cura. Luego esas corbatas que tú te permites. Si me colocan,
me pondré igual. (M, p.33)
Las depresiones del funcionario cesante.
Galdós describe un auténtico cuadro depresivo, que hoy sería identificado
perfectamente por cualquier persona conocedora de las enfermedades
de la mente, pero el autor lo retrata como pesimismo “antes veremos
salir el sol por occidente que a mí entrar en la oficina” (M, p.15). Estas
fases depresivas, seguidas de otras de optimismo, se repiten a lo largo de
toda la obra, y así Villaamil en el capítulo 4º reflexiona:
Esto ya es demasiado Señor Todopoderoso ¿qué he hecho yo
para que me trates así? ¿Por qué no me colocan? ¿Por qué me
abandonan hasta los amigos en quienes más confiaba? Tan pronto
se abatía el ánimo del cesante sin ventura, como se inflamaba
suponiéndose perseguido por ocultos enemigos que le habían
jurado rencor eterno “¿pero quién será el danzante que me hace
la guerra?, algún ingrato, quizás que me debe su carrera“ para
mayor desconsuelo se le representaba entonces toda su vida
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administrativa, carrera lenta y honrosa en la Península y Ultramar
desde que entró a servir allá por el año 41 y cuando tenía 24
de edad (siendo Ministro de Hacienda el Sr. Surrá). Poco tiempo
había estado cesante antes de la terrible crujía en que le encontramos:
Cuatro meses en tiempo de Bertrán de Lis, once durante
el bienio, tres y medio en tiempo de Salaverria. Después de la
Revolución pasó a Cuba y luego a Filipinas de donde le echó la
disentería. En fin que había cumplido sesenta y los de servicio,
bien sumados, eran treinta y cuatro y diez meses, le faltaban dos
meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador,
que era el de su destino más alto, Jefe de administración de
tercera. “¡Qué mundo éste! ¡Cuánta injusticia!, ¡Y luego no quieren
que haya Revoluciones! No pido más que los dos meses,
para jubilarme con los cuatro quintos, sí señor... con arreglo a la
Ley de Presupuestos del 35, modificada el 65 y el 68“. (M, p.4)
En sus cálculos Villaamil pensaba que debía ser jefe de administración
de segunda, pues en razón a su edad y servicios, le tocaba ascender de
acuerdo con la Ley de Cánovas de 1876. D. Ramón acude a toda clase de
amigos y recomendaciones a fin de conseguir el más modesto empleo
para completar los dos meses de servicio activo que le faltan para conseguir
la jubilación, pero todo se vuelven promesas incumplidas, por lo que
añora el buen trato recibido por el Ministro Juan Bravo Murillo en 1852, y
se queja diciendo ”si aquél hombre levantara la cabeza y me viera cesante”;
recuerda sus numerosos servicios y méritos desde el Plan de Presupuestos
que redactó en 1855, que mereció los elogios de D. Pascual Madoz
y de D. Juan Bruil, sobre cuyo plan había continuado trabajando los siguientes
veinte años para llegar a las conclusiones reformistas de la Administración
y de la Hacienda española, sin que se hubiese aprovechado por
los políticos su extensa experiencia en materia de Administración y de
impuestos (M, p.4), y cuyo plan se resumía en las cuatro iniciales de las
palabras sintetizadoras de su plan económico-administrativo: “Moralidad,
Income Tax, Aduanas, Unificación”, con las que se compone la palabra
MIAU, que da título a la novela. (M, pp.22 y 33)
Es constante la lucha por el empleo para lo que utiliza D. Ramón toda
clase de amistades y recomendaciones, esperando la obtención de un
empleo, de tal forma que las esperanzas “apenas segadas en flor volvían a
retoñar con nueva lozanía, el atribulado cesante las daba siempre por definitivamente
muertas, fiel al sistema de esperar desesperando”, siendo
curioso el sistema que utilizaba el interesado de reforzar sus peticiones
mediante el envío reiterado de cartas a todos los amigos y conocidos a fin
de mover a su favor “la desmayada voluntad del Ministro”. (M, p.21)
Una vez y otra vuelve a caer D. Ramón en la espera melancólica, sin
encontrar en su conciencia ningún pecado que le hubiere hecho merecer
el castigo de la cesantía:
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Yo he procurado siempre el bien del Estado, y he atendido a
defender en todo caso la Administración contra sus defraudadores.
Jamás hice ni consentí un chanchullo, jamás, Señor, jamás.
Eso bien lo sabes, Tú, Señor. Ahí estan mis libros cuando
fui Tenedor de la Intervención. Ni un asiento mal hecho, ni una
raspadura ¿por qué tanta injusticia en estos jeringados Gobiernos?
Si es verdad que a todos nos das el pan de cada día ¿por
qué a mí me lo niegas?, y digo más, si el Estado debe favorecer
a todos por igual ¿por qué a mí me abandonas? A mí que le he
servido con tanta lealtad, Señor, que no me engañe ahora, yo te
prometo no dudar de tu misericordia como he dudado otras veces;
yo te prometo no ser pesimista y esperar, esperar en Ti.
Ahora, Padre Nuestro, tócale en el corazón a ese cansado ministro
que es buena persona sólo que le marean con tantas
cartas y recomendaciones.
Es reiterada la descripción de este cuadro depresivo en el que aparecen
el pesimismo, la ansiedad, la angustia (M, p.33), a las que se suma la
tremenda soledad en que se encuentra D. Ramón ante la absoluta impotencia
para conseguir las pocas semanas de vida activa que le faltan
para la jubilación hasta el punto de pensar en sus “fúnebres soledades”
(M, pp.19 y 35).
Es curiosa la forma en que Galdós se refiere al día de paga, destacando
que en estos días el trabajo terminaba más pronto que de ordinario para la
percepción de los haberes,
fecha venturosa que pone feliz término a las angustias del fin de
mes abriendo nueva era de esperanza. El día de paga hay en las
salas de aquel falansterio más luz, aire más puro y un no sé qué
de diáfano y alegre que se mete en los corazones de los infelices
jornaleros de la hacienda pública (M, p.36)
hasta el punto de que se conocía el momento de la paga en el ruido de
las pisadas, el sonar de timbres, en el movimiento y animación de las
oficinas, pues cesaba el trabajo, se ataban los legajos, eran cerrados los
pupitres
y las plumas yacían sobre las mesas entre el desorden de los
papeles y las arenillas que se pegaban a las manos sudorosas.
En algunos departamentos los funcionarios acudían, conforme
les iban llamando al despacho de los habilitados, que les hacían
firmar la nominilla y les daban el trigo. En otros, los habilitados
mandaban un ordenanza con los santos cuartos en una hortera,
en plata y billetes chicos, y la nominilla. El jefe de la sección se
encargaba de distribuir las raciones de metálico y de hacer firmar
a cada uno lo que recibía (M, p.36).
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La forma en que Villaamil contempla esta operación va desde la envidia
a la tragedia y se perdía su imaginación entre las conversaciones y ruidos
del tráfago de los funcionarios y “en los oídos de Villaamil añadíase al
murmullo inmenso el tintineo de los duros, recién guardados en tanta
faltiquera. Pensó que el metal de los pesos debía estar frío aún, pero se
calentaría pronto al contacto del cuerpo, y aun se derretiría al de las necesidades”.
(M, p.37)
La vida de D. Ramón se desliza entre la duda, el pesimismo, la esperanza
y la depresión, hay momentos en que la familia pasa auténtica hambre,
así como las artimañas de que se tiene que valer para poder realizar la
compra de comidas, que van desde acudir a las casas de empeño, solicitar
préstamos, que posiblemente nunca serían pagados, a los pocos amigos
que le siguen prestando su ayuda, hasta el momento en que el yerno Víctor
se coloca, de forma totalmente imprevisible, a pesar de los antecedentes
que le habían llevado a Madrid, y de los problemas que había tenido en su
anterior puesto de trabajo con la gestión de los dineros públicos, y a pesar
del expediente sancionador tramitado contra el yerno, éste consigue un
buen destino, y alivia la situación económica de la familia política, si bien
esta ayuda no es desinteresada escondiéndose tras ella oscuras intenciones
que el lector de Miau puede detectar claramente.
Administración y Hacienda pública.
Galdós identifica reiteradamente a lo largo de su obra Hacienda Pública
y Administración Pública, trasladando a la literatura la visión doméstica
del ciudadano que estima la existencia de Administración cuando hay una
serie de caudales públicos, obtenidos a través de los impuestos abonados
por los ciudadanos, y que deben ser objeto de una recta y adecuada gestión
o administración, a la vez que mitifica a los altos cargos personificados
en la figura de los Ministros que constituyen la meta a la que aspira por
cualquier ciudadano, ya que es la máxima figura de la organización, que
prácticamente disponen de la vida y economía española, sin perjuicio de
criticarles como consecuencia de la propia importancia del cargo, pues
Luisito, nieto de D. Ramón de Villaamil, en cierta ocasión hace la siguiente
reflexión sobre el Congreso de los Diputados:
Pues también entraban allí los Ministros ¿y quiénes eran los Ministros?
Los que gobernaban y daban los destinos. Igualmente
recordó haber oído a su abuelo en frecuentes ratos de mal humor
que las Cortes eran una farsa y que allí no se hacía más que
perder el tiempo. (M, pp.1, 2 y 28)
Los problemas de la Hacienda y su desorganización son constantes en
la obra: “Las cédulas personales no se cobraban ni a tiros. En Consumos
había descubiertos horribles”, y vuelve, más adelante, a insistir en los
consumos como la más ingeniosa de las invenciones, si bien el pueblo es
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capaz de otras invenciones, aún más ingeniosas para no pagar, aun a pesar
de los apremios. (M, p.12)
El protagonista Villamil es un funcionario cesante estrechamente vinculado
con la Hacienda Pública, de tal forma que, aun encontrándose en esta
situación de inactividad, acude con frecuencia al Ministerio de Hacienda,
siendo constante la preocupación que D. Ramón siente hacia esta institución,
ya que iba por las tardes al Ministerio de Hacienda en cuyas oficinas
tenía muchos amigos de categorías diversas,
allí se pasaba largas horas charlando, enterándose del expedienteo,
fumándose algún cigarrillo y sirviendo de asesor a los
empleados noveles o inexpertos que le consultaban cualquier
punto oscuro de la enrevesada administración. Profesaba
Villaamil, entrañable cariño a la mole colosal del Ministerio; la
amaba como el criado fiel ama la casa y familia cuyo pan ha
comido durante luengos años; y en aquella época funesta de su
cesantía visitábala él con respeto y tristeza, como sirviente despedido
que ronda la morada de donde le expulsaron, soñando
en volver a ella. Atravesaba el pórtico, la inmesa crujía que separa
los dos patios, y subía despacio la monumental escalera, encajonada
entre gruesos muros que tiene algo de feudal y de carcelario
a la vez. Dudaba si entrar en Aduanas o en el Tesoro,
donde tenía muchos conocidos, pero siempre prefería Contribuciones
o Propiedades, siendo saludado siempre por conocidos,
antiguos compañeros y en especial por los porteros del Ministerio.
(M, p.21)
Uno de los puntos claves de su vida como funcionario había sido: “mucha
administración y poca o ninguna política”, destacando que los ciudadanos
se quejaban sin causa, pues España es el lugar en que menos contribuciones
se pagaban a la vez que “el País es esencialmente defraudador,
y la política es el arte de cohonestar las defraudaciones de turno pacífico
o violento en el saqueo de la Hacienda”. (M, p.22)
En un momento de la narración uno de los contertulios de Villaamil dice
que “la condenada Administración es una hija de mala hembra con la que
no se puede tener trato sin deshonrarse” y, añade, casi al final de la novela:
verdad que en mi perra existencia llena de trabajo y preocupaciones
no he tenido tiempo para mirar hacia arriba ni para enfrente,
siempre con los ojos hacia abajo, hacia esta puerca tierra
que no vale dos cominos, hacia la muy marrana Administración,
a quien parta un rayo, y mirándoles las cochinas caras a Ministros,
Directores y jefes de Personal, que maldita gracia tienen. Lo
que yo digo: Cuánto más interesante es un cacho de Cielo, por
1011
pequeño que sea, que la cara de Pantoja, la de Cucúrbitas y la
del propio Ministro. (M, pp.36 y 42)
La reforma de la Hacienda y la Administración pública.
Sorprende y sobrecoge la realista descripción que Galdós hace de la
Administración española y, en especial, de la Hacienda Pública; frente a la
probidad y honradez de D. Ramón la corrupción que personifica Víctor
Cadalso, como prototipo del funcionario corrupto y defraudador de los
caudales públicos. Es la lucha entre la probidad y la honradez frente a la
inmoralidad y la corrupción. Y en el centro, entre ambas figuras, aparece
Luisito iluminado y sufridor silencioso que, involuntariamente, precipita la
tragedia final del abuelo.
D. Ramón Villaamil, como se ha dicho, personifica la integridad funcional,
de leal servidor de la Administración que, a su vez, identifica siempre
con la Hacienda Pública, es decir, el manejo de los dineros y de los caudales
de la Hacienda Pública, y propone una reforma profunda de la Administración
y la Hacienda española, a cuyo efecto, don Ramón perfecciona la
redacción de un Plan de Reforma, que ya había elevado en el año 1855 a
D. Pascual Madoz, partiendo de una radical reforma fiscal en que se suprimirían
todas las contribuciones sustituyéndolas por la forma inglesa del
“Income Tax”, y decía: “El impuesto único, basado en la buena fe, en la
emulación y en el amor propio del contribuyente, es el remedio mejor de
la miseria pública”.
La expresada reforma administrativa la plantea Galdós-Villaamil sobre
cuatro puntos:
- En primer lugar “rompe plaza la moralidad... que es el fundamento del
orden administrativo. Moralidad arriba, moralidad abajo, a izquierda y derecha”.
- Segundo punto, la reforma fiscal sobre la base del citado “income tax”,
diciendo: “Fuera Territorial, Subsidio y Consumo. Lo sustituyo con el Impuesto
sobre la renta, con un recarguito municipal, todo muy sencillo muy
práctico, muy claro, y expongo mis ideas sobre el método de cobranza,
apremios, investigación e inspección, multas, etc”.
- El tercer punto de la reforma son las Aduanas, diciendo el personaje:
“Porque fíjense ustedes, las Aduanas no son sólo un arbitrio, son un método
de protección al trabajo nacional. Establezco un arancel bien remontado,
para que prosperen las fábricas y nos vistamos todos con telas españolas”,
generando puestos de trabajo, a cuya observación un contertulio le
dice a D. Ramón: “A su lado Bravo Murillo era un niño de teta”.
- El cuarto punto para la Reforma era la Unificación de la deuda: “recojo
todo el papel que anda por ahí con diferentes nombres: tres consolidado,
1012
diferido, bonos, banco y tesoro, billetes hipotecarios y lo canjeo por un
cuatro por ciento, emitido al tipo que convenga. Se acabaron los
quebraderos de cabeza”; un contertulio le dice “sabe usted más D. Ramón
que el muy marrano que inventó la Hacienda”, a lo que responde el protagonista
no es que sepa mucho, con modestia, es que miro las cosas de
la casa como mías propias y quisiera ver a este país entrar de
lleno por la senda del orden. Esto no es ciencia, es buen deseo,
aplicación, trabajo. Ahora bien, ustedes no me hicieron caso;
pues ellos tampoco. Allá se las hayan. Llegará día en que los
españoles tengan que andar descalzos y los más ricos pedir para
ayuda de un panecillo... digo, no pedirán limosna porque no habrá
quién la dé. (M, p.22)
La crítica de la Administración Pública española es de una gran dureza,
como consecuencia de las arbitrariedades y el desorden de la misma, y
transcribe un supuesto comentario periodístico:
Esto es escandaloso, esto es el delirium tremens del polaquismo.
Ni en la cábilas de África pasa ésto. Pobre país. Pobre España. Se
ponen los pelos de punta pensando lo que va a venir aquí con
este desbarajuste administrativo.
Las influencias.
La figura de D. Ramón Villaamil es trágica, sesentón largo, el tiempo se
le acaba y deambula de oficina en oficina, recorre los Ministerios, trata de
conseguir un empleo, una colocación por pequeña que sea para cubrir los
dos meses de servicio activo que le faltan para conseguir la jubilación;
contempla deprimido y desconcertado cómo el mundo administrativo se
encuentra en manos de aduladores, los destinos se obtienen mediante
recomendación e incluso destaca la influencia que tienen determinadas
personas: Dice D. Ramón “las influencias lo pueden todo... absolver a los
delincuentes y aun premiarlos, mientras los leales perecen”. Su contertulio
Pantoja le indica
y las influencias que vuelven al mundo patas arriba y hacen escarnio
de la justicia no son las políticas. Quiero decir que estas
influencias no revuelven el cotarro tanto como las otras. -¿Cuáles,
preguntó Villaamil?- Las Faldas replicó Pantoja... Dios, qué
cosas ve uno, dijo Villaamil llevándose las manos a la cabeza, y
enmedio de su catoniana indignación, pensando en aquella ignominia
de las faldas corruptoras, se preguntaba por qué no
habría tambien faldas benéficas que favoreciendo a los buenos
como él, sirvieran a la Administración y al País. (M, p.26)
1013
Y vale la pena transcribir el siguiente párrafo del Cap.36 de Miau:
Bueno. Cuando veo un nombramiento absurdo, pregunto: ¿quién
es ella? Porque es probado; siempre que una nulidad se sobrepone
a un empleado útil, ponga usted el oído y escuchará rumor
de faldas. ¿Apostamos a que sé quién ha pedido el ascenso del
cojo? Pues su prima, esa tal Enriqueta, frescachona, más suelta
que las gallinas, de la cual se dice si tuvo que ver con nuestro
egregio Director. Ahora, sabiendo a qué aldabas se agarra ese
morral de Guillén, ayúdenme ustedes a sentir. Nada, el amigo
Argüelles, con toda su prole a rastras, se quedará ladrando de
hambre, y el otro ascenderá, y olé morena. (M, p.36)
En Miau hay numerosas indicaciones a la importante influencia que la
mujer tiene en la vida política del siglo XIX, y D. Ramón dirá que tuvo “un
director que no hacía un servicio al lucero del alba ni despachaba cosa
alguna, como no viniera una mujer a pedírsela, crean ustedes que la perdición
del país es la faldamenta”. (M, p.33)
También tuvieron las faldas una importante intervención para resolver
los problemas de Víctor Cadalso, pues ¿quién lo recomendó “para que
echaran tierra al expediente y encima le encajaran un ascenso”?
La respuesta es inmediata, “debe ser cosa de hembras, alguna jovencita
sensible que ande por ahí, porque Víctor las atrapa limpiamente”. Y así es,
pues se trata de una marquesa que Víctor conoció durante su destino en
Valencia, a quien “los sesenta y pico no hay quien se los quite, y aunque
debió de ser buena moza, ya no hay pintura que la salve ni remedio que la
enderece”, pues bien, esta “tarasca” movía el Ministerio sin poner los pies
en él y fue la que resolvió la grave situación de Cadalso. (M, p.36)
La picaresca de las recomendaciones, influencias, etc., es una
constante en la historia de la Política y de la Administración españolas,
y cuyos vicios son fustigados en las obras de Galdós;
así, por ejemplo, es curioso el letrero que figuraba en la puerta
del despacho de Nicolás Estébanez, en el Ministerio de la Gobernación,
que decía: “Aquí no se dan destinos, ni recomendaciones,
ni dinero, ni nada”, indicando que la nube de pedigüeños
está formada por los cesantes de los partidos viejos, el detritus
de la política, los imnumerables moscos aburridos y famélicos
que hacen imposible la vida oficial. He tenido que ahuyentarles
con esa tufarada de azufre. A pesar del cartelito, vuelven, zumban
y pican.
Recordemos, que en los Episodios Nacionales, curiosamente, Tito se
convierte en un auténtico protector y traficante de influencias, al que acuden
múltiples personajes solicitando su valiosa intercesión; aunque ini1014
cialmente Tito carece de poder, por casualidades del destino, son atendidas
las presuntas recomendaciones, que convierten a Tito en un personaje
de la máxima influencia, figurándose los beneficiados que el individuo
se encuentra muy próximo al poder, y así se manifiesta Don Basilio Andrés
de la Caña cuando dice: “Gracias, gracias, imponderable Tito, el hombre
más influyente de estos reinos... o de estos cantones. A usted debo mi
felicidad; a usted debo mi plaza. Hoy me han dicho que mañana se firmará
el nombramiento”. Aunque a veces se confunden los difíciles favores políticos
con los pactos amorosos, recibiendo por todas partes “expresiones
de gratitud y ofertas de recompensar mi favor con cuantos servicios pudieran
prestarme los agradecimientos”; hasta el punto que Celestina llega a
decirle a Tito “que es usted el hombre de más poder en la política y el de
mayor metimiento en los despachos de todos los ministros”, de tal forma
que llega a pensar nuestro personaje en la posibilidad de utilizar su omnímodo
poder en la esfera oficial, pues “si a los demás hacía yo felices, ¿por
qué no agenciaba para mí la felicidad de ser rico...?”. (La Primera República,
IV, VII, VIII, IX y XI)
Finalmente, al retornar a Madrid después de su aventura en el cantón de
Cartagena, ya le están aguardando los pedigüeños, a fin de obtener su
“auxilio poderoso”, y el personaje que le aguarda le dice: “Me han dicho
que a usted no le niega nada el Gobierno, cosa que pida es cosa lograda.
Todos me aseguran que va usted para Ministro y que ha venido al arreglo
de paces con la cantona”. (De Cartago a Sagunto, VII)
El tráfico de influencias aparece como una práctica habitual y normal a
lo largo del siglo XIX, y en muchos momentos las expresiones anteriores
parecen corresponder a momentos históricos mucho más próximos a nosotros
en el tiempo, sin que sea necesario destacar ahora que, el tráfico de
influencias, se ha configurado como delito castigado por la Ley penal, hace
escaso tiempo en España.
La corrupción.
Como antes decía, la corrupción es uno de los problemas en que Galdós
se detiene, de forma reiterada, al referirse a las exigencias económicas
que hacen los funcionarios para despachar los expedientes e, incluso,
afronta el problema de la apropiación de caudales y la defraudación por
parte de algunos funcionarios; especial interés tiene la referencia a las
comisiones...
un Estado ingrato, indiferente al mérito es un Estado salvaje. Lo
que yo digo: donde quiera que hay el haber de un servicio, hay el
deber de una comisión. Partida por partida esto es elemental. Yo
doy al Estado con una mano seis millones que andaban
trasconejados, y alargo la otra para que me suelte mi comisión.
¡Ah! pero Estado ladrón indecente ¿qué querías tú, mamarte los
1015
millones y dejarme asperges?... pues te juro que por listo que tú
seas más lo soy yo. Vamos de pillo a pillo... Pero para que tú
respires es preciso que respire yo también. Si yo me ahogo vendrá
otro que te sacará el redaño. (M, p.11)
En distintas ocasiones, a lo largo de sus obras, critica Galdós con dureza
la corrupción existente de forma generalizada, en la vida política, de
esta época, y de forma especial durante la República, refiriéndose a los
“pajarracos que apenas establecida la República se cuelan en ella para
llenar sus buches con los desperdicios del Presupuesto”; y al referirse a la
crisis del día 24 de febrero de1873, a los trece días del establecimiento de
la República dice, que “aún no asábamos y ya pringábamos”, insistiendo a
continuación, en la necesidad de un buen sistema de Hacienda y un rigor
escrupuloso en las prácticas administrativas, mencionando en alguna ocasión
el carácter incorruptible de contados políticos. (La Primera República,
I, II, IV y X)
Muy ilustrativa es la referencia que Galdós pone en boca de un personaje
de Cánovas:
En todo tiempo, y más aún cuando ocurren cambios de situación
tan radicales como el que estamos viendo, la caterva de
menesterosos bien vestidos, agobiada de necesidades por el
decoro social de los señoritos y los pujos de elegancia de las
señoras y niñas, cae como voraz langosta sobre el prepotente
señor o engalanado con plumas, cintajos, espadines, cruces y
calvarios, porque esa casta privilegiada es la que tiene en sus
manos la grande olla donde todos han de comer. Aquí la industria
es raquítica, la agricultura pobre, y los negocios pingües sólo
fructifican en las alturas. La turba postulante se agarra a todas
las aldabas, llama a todas las puertas, tira de los faldones de los
personajes empingorotados, pide auxilio con discretos tirones a
las mujeres legítimas de los tales... y a las que no son legítimas.
(Cánovas IV)
Los funcionarios corruptos y el despojo del patrimonio histórico de la
Iglesia.
Dedica Galdós su atención al despojo que se produce en los bienes de
la Iglesia, a lo largo del siglo XIX, y es imprescindible la cita de la figura del
Inspector Cabrera (Miau, cap.14), cuando dice Galdós:
Vivía el matrimonio Cabrera pacíficamente y con desahogo, pues
además del sueldo de inspector, disfrutaba Ildefonso las ganancias
de un tráfico hasta cierto punto clandestino, que consistía
en traer de Francia objetos para el culto y venderlos en Madrid a
los curas de los pueblos vecinos y aún al Clero de la Corte. Todo
1016
ello era género barato, de cargazón, producto de la industria
moderna que no pierde ripio, y sabe explotar la penuria de la
Iglesia en los tiempos difíciles actuales. Cabrera tenía sus socios
en Hendaya y entendíase con ellos, llevándoles telas, cornucopias,
plata de ley, algún cuadro y otras antiguallas sustraídas a
las fábricas de los templos de Castilla, un día opulentos y hoy
pobrísimos. El toque de este comercio estaba, según indicaciones
maliciosas, en que al ir y venir pasaban las mercancías de la
frontera francas de derechos; pero esto no se ha comprobado.
De ordinario, la quincalla eclesiástica que Cabrera introducía (objetos
de latón dorado, todo falso, frágil, pobre y de mal gusto)
era tan barata en los centros de producción y se vendía tan bien
aquí, que soportaba sin dificultad el sobreprecio arancelario. En
otras épocas, cuando empezaba este negocio, solía Quintina
introducirse en la sacristía de cualquier parroquia con un bulto
bajo el mantón, como quien va a pasar matute, y susurrar el
oído del Ecónomo: “¿Quieren ustedes ver un cáliz que da la hora?
Y se pasmarán los señores del precio. La mitad que el género
Meneses...“
Y añade más adelante
Para Víctor era de rúbrica que Cabrera burlaba el rigor de la Aduana
en sus traídas de material eclesiástico y exportaciones de
guiñapos artísticos. Y no sólo robaba al Estado, sino a la empresa,
porque en los comienzos del negocio confiaba sus paquetes
a los conductores, y después, cuando aquéllos se trocaron en
voluminosas cajas y no quiso exponerse a un réspice de los jefes,
facturaba, sí, pero aplicando a sus mercancías de lujo la
tarifa de envases de retorno o maderas de construcción. En sus
declaraciones de Aduanas había cosas muy chuscas. ”¿Cómo
creen ustedes que declaró una caja llena de San Josés? —Decía
Víctor. Pues la declaró piedras de chispa.” Como él hacia favores
a los vistas, éstos le pasaban aquellos manifiestos incongruentes;
y los incensarios de bronce, ¿qué eran?... ferretería ordinaria;
¿y los ternos de tela barata?..., paraguas sin armar y corsés
en bruto.
El tema es interminable, y las citas muchas e importantes, siendo reiteradas
las referencias que hace Galdós, en diversas obras a las expoliaciones
que durante el pasado siglo se produce en los bienes de la iglesia.
Conclusión.
Dentro de este laberinto administrativo que describe Galdós está la rectitud
y probidad de D. Ramón, su Programa de Reforma Administrativa e
incluso la justificación del nombre de la novela, que no son sino las cuatro
1017
iniciales de las palabras en que resume su programa reformista: Moralidad,
income tax, Aduanas, Unificación de la deuda. En definitiva Miau, y
un final atormentado, con una depresión profunda del protagonista, un
deseo de liberación incontenida y en los Vertederos de la Montaña, en un
lugar a donde no llega el alumbrado público se detiene y termina todo con
un “jeringado” tiro en la sien.
Es la eterna lucha entre el bien y el mal, el derecho y la injusticia, la
moralidad y la corrupción, que deja un amargo sabor de funcionario cesante,
obediente al gobierno de turno, cuyos ecos aún llegan a nosotros a
siglo y medio de distancia.
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