GALDÓS BAJO LAS BOMBAS.

SANTANDER 1936-1937

José Ramón Sáiz Viadero

El día 22 de julio de 1936 era la fecha exacta fijada para la llegada a

Santander del Presidente de la República, don Manuel Azaña Díaz, y aprovechando

su estancia estival proceder a la culminación de un viejo anhelo

de un sector de la sociedad santanderina: la toma de posesión de la finca

“San Quintín” adquirida a la hija de Benito Pérez Galdós, y la puesta a

disposición de las autoridades locales para que pudiera cumplir la función

de Casa-Museo, con su biblioteca, manuscritos y recuerdos de casi un

cuarto de siglo de vida galdosiana.

San Quintín fue la residencia construida a expensas de Galdós, años

después de que, a partir de una primera estancia durante el verano de

1871,1 el novelista canario decidiera pasar los veranos en el Norte y, más

concretamente, en Santander. Desde antes de haber fallecido su propietario,

a comienzos de 1920, ya se habían escuchado algunas voces reclamando

la intervención de los organismos públicos antes de que se perdiera

un monumento que había supuesto el principal punto de referencia

cultural durante los veranos santanderinos.

Desde la primavera de 1893, fecha de su inauguración, hasta finales de

septiembre de 1917, cuando don Benito franqueó por última vez la puerta

que daba acceso al paseo que lleva su nombre, todos los veranos, con

alguna pequeña excepción, se convertía la mansión en cenáculo de unos

intelectuales y artistas que a la sombra del maestro celebraban sus tertulias

vespertinas en la huerta con espléndidas vistas a la bahía santanderina.

Las paredes de “San Quintín” y también sus espacios abiertos habían

sido testigos de innumerables encuentros y conversaciones, tanto literarias

como teatrales, políticas y aquellas otras dotadas de la intranscendencia

propia de su mera condición social o protocolaria.2

Pero la casa no solamente contaba con la historia de las personas que

la visitaron sino que también es el lugar donde don Benito había escrito

muchas de sus páginas literarias, conservadas en su interior, y también

donde había ido acumulando una serie de objetos personales que la elevaban

a la categoría de un auténtico museo. No es de extrañar, pues, que

desde diferentes ámbitos, siempre minoritarios, se reclamara la posesión

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pública de una finca que había sido transmitida por herencia a la única

hija del escritor, María Pérez-Galdós, la cual, aunque nacida en Santander,

residía con su familia adquirida en Madrid, aunque pasaba algunos veranos

en la propiedad confiada al cuidado de Rubín, el fiel criado de don

Benito, tan fiel que apareció muerto un día de 1929, con las llaves de la

finca en la mano.

Después de muchas demoras, silencios políticos y dilaciones administrativas,

finalmente habíase encargado a la persona de don Manuel Azaña

Díaz, a la sazón Presidente de la República, la tarea protocolaria de tomar

posesión de la finca en nombre del Estado y de la Diputación provincial,

puesto que tanto uno como la otra formaban parte del acuerdo que se

repartía la propiedad y consecuentemente se comprometía a hacer frente

a los gastos derivados de esta adquisición. El presidente Azaña tenía pensado

para aquel verano de 1936, gobernando el Frente Popular, veranear

en Santander, siguiendo de esta manera la antigua costumbre de la familia

real, residiendo en una magnífica mansión del Sardinero, cerca de “San

Quintín”, donde también habían residido circunstancialmente los reyes de

España, antes de la toma de posesión efectuada en el verano de 1913 de

la península de la Magdalena, enclave donado por el pueblo a los reyes

con el fin de que establecieran en ella su residencia estival, vieja aspiración

de las fuerzas vivas santanderinas.

Pero la fatalidad, en forma de insurreción armada, iba a dar al traste con

el proyecto para “San Quintín”, tan largamente acariciado como dilatado

desde que surgieron las primeras iniciativas allá por el año 1919, y que de

haberse conseguido materializar hubiera complementado perfectamente

desde un punto de vista intelectual la labor que venían desarrollando tanto

la Biblioteca Menéndez Pelayo, donada en 1912 por su propietario al

pueblo de Santander, como la Universidad Internacional de La Magdalena,

inaugurada en el verano de 1933 en las instalaciones incautadas a la Familia

Real por el régimen republicano.

Así, pues, el golpe militar no solamente impidió la llegada a Santander

del presidente Azaña, sino que también frustró la toma de posesión de la

finca próxima a la Magdalena. Frustración que se arrastraría en el transcurso

de los años de la posguerra civil, hasta que finalmente sus propietarios,

cansandos de la situación creada, decidieron vender a un particular montañés

tanto el solar como la vivienda, trasladando el contenido de la misma

a Madrid para después ser enviado a Canarias, donde en la ciudad de

Las Palmas y en la vivienda de la familia Pérez-Galdós se creó el museo

que nunca llegó a tener la ciudad cantábrica

Casi inexplicablemente, desde un punto de vista político y también el

militar, la entonces provincia de Santander se mantuvo junto con sus vecinas

del Norte leal a la República, en contra de las previsiones de los sublevados

el 18 de julio. Durante trece meses resistió la presión del

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autodenominado ejército nacional, hasta que el 26 de agosto de 1937,

caída Euskadi dos meses antes, la ciudad se rindió a los italianos, con el

general Bastico a la cabeza, y un conglomerado de tropas españolas, italianas

y moras hicieron su entrada en las calles, aunque en la prensa nacional

se silenciaría esta triple presencia.3

Durante los primeros meses de guerra, Santander había mantenido una

vida cotidiana bastante ajena al ruido proporcionado por un conflicto bélico

que más bien parecía desarrollarse en otro escenario paralelo, hasta el

punto de que para algunas personas la calma manifestada mereció la denominación,

procedente de una comedia benaventiana, de “ciudad alegre

y confiada”.

La vida teatral que había coincidido con el verano del golpe, continuó

su existencia,4 pero cambiando a una programación más acorde con los

vientos revolucionarios que la nueva situación propugnaba. Incautados

algunos de los teatros, los colectivos políticos y sociales de izquierda tomaron

la iniciativa y comenzaron a desarrollar una actividad que tendía a

la formación y preparación revolucionaria de las masas. Unas masas que,

por otra parte, se encontraban bastante inactivas, puesto que solamente

los más jóvenes, en un principio, habían sido llamados para acudir a cubrir

los frentes, y que éstos se encontraban a escasos kilómetros de las

principales ciudades, de tal manera que el contacto con la retaguardia era

muy frecuente.

Divididos entre funciones escénicas y cinematográficas, tres locales de

gran cabida prestaban este servicio: El Teatro Pereda, Gran Cinema y María

Lisarda Coliseum, además de servir para el caso circunstancialmente el

Salón Victoria y el Salón Liceo, entre otros. El Casino del Sardinero, antiguo

centro de recreo de la burguesía estival donde se estrenó en 1917

Marianela, pronto cambió su tradicional función recreativa por la de Hospital

de Sangre para los heridos de guerra.

Durante el tercer mes de conflicto bélico, el colectivo de creación denominado

Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios -vinculado a la Unión

de Escritores e Intelectuales Revolucionarios-, se hizo cargo de la gestión

del Teatro Pereda, un amplio coliseo a la italiana inaugurado en el centro

de la ciudad en el año 1919, y con una cabida para alrededor de 2.000

personas, repartidas entre un patio de butacas y tres alturas correspondientes

a otras tantas separaciones socio-económicas. Pasó

automáticamente a denominarse Teatro del Pueblo, aunque siempre llevara

como subtítulo el del nombre del costumbrista cántabro por el cual era

conocido. Los precios de las localidades tenían como media, lo mismo

para cine que para las representaciones teatrales, la cantidad de una peseta,

por lo que resultaban asequibles para la mayor parte del público. Un

público, en general, bastante desocupado, por cuanto la vida laboral había

sufrido alteraciones debidas al clima bélico, incrementándose la pre1022

sencia de los veraneantes rezagados con la de los refugiados que desde

los primeros días de la sublevación llegaban huyendo procedentes de las

localidades del norte de Burgos y Palencia.

Pronto dieron a conocer los componentes de la UEAR -entre los cuales

se encontraban el rapsoda Pío Muriedas, el escritor Luis Corona, el pintor

Antonio Quirós y el jovencísimo poeta José Hierro- los objetivos revolucionarios

a cumplir con la incautación del Teatro del Pueblo.5 Pero éstos no

se cumplen, porque no podían cumplirse: a los pocos días de haber hecho

una declaración de intenciones, la realidad cotidiana se les echa encima y

mediante otro escrito publicado en los periódicos proclaman su decisión

de abandonar el proyecto de Teatro del Pueblo, con el fin de no entorpecer

el desarrollo laboral del personal a sueldo destinado en el Teatro. En

realidad, como nos informó en su día el propio Pío Muriedas,6 en el fondo

de todo permanecían unas hondas e irreconciliables discrepancias sobre

el sentido y la función del teatro, las cuales les separaban del comité de

enlace formado por la UGT y la CNT para la explotación del coliseo, obligándoles

a replantearse su visión del teatro y trasladarla a otros escenarios

locales, mientras que el comité que regenta el escenario da entrada

en el mismo a una compañía comercial procedente de Asturias. Durante

todo el tiempo de guerra, cines y teatros del Norte se sirvieron del mismo

material -humano o enlatado- para sus programaciones, dentro de un circuito

muy limitado por las circunstancias.

La UEAR, a través de sus propios componentes y en colaboración con

un grupo recién creado denominado “Fábula”, integrado por gente de la

FUE, llevaría a cabo tanto en la capital como en algunos lugares de la

provincia diversas representaciones de El bazar de la providencia, de Alberti;

El secreto, de Sender; Fuenteovejuna, de Lope de Vega; Antes del desayuno,

de O’Neill; un homenaje a García Lorca; Herrumbre roja, de autor soviético;

Crimen, de Arderius. Es una concepción del teatro completamente

distinta, por no decir opuesta, a la imperante, pero que no logra calar

entre el público, acostumbrado a un tipo de comunicación más convencional

desde los escenarios.

Esta comunicación llegará a partir del 21 de septiembre de 1936, cuando

se presenta en el Teatro del Pueblo la Compañía de Comedia de Miguel

Ortega, procedente del Teatro Dindurra de Gijón, con un amplio repertorio

de obras que oscila entre la comedia y el drama, entre el juguete cómico

más manido y la obra regeneracionista del Doctor Madrazo o del anarquista

Emilio Carral. De esta compañía forman parte, además de su director, la

primera actriz Teodora Moreno, el primer actor Joaquín Puyol, otra primera

actriz María Luisa Gámez, Matilde Venegas y Miguel Artero. La función de

presentación consiste en la obra de Valle Inclán Las galas del difunto, y

días más tarde tiene lugar una sesión de “homenaje a Joaquín Dicenta,

escritor del pueblo” con la representación de su conocido drama social

Juan José, anatematizado a finales de siglo por los obispos integristas,

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para después durante una programación que se mantiene a lo largo de los

65 días siguientes, representar sucesivamente un total de unas veinticinco

obras, algunas de ellas en función de tarde y noche o repetidas en días

posteriores.

Entre ese extenso repertorio, donde aparecen títulos de Dicenta,

Benavente, Casona, Helios, Guimerá, Suárez de Deza, Paso y Abati, Carral,

Madrazo, Navarro, etc., figuran tres títulos de Pérez Galdós: Marianela (1898),

La loca de la casa (1892) y El abuelo (1897-1905). El día 30 de septiembre

representan por vez primera Marianela -repetida el 6 de octubre-; el día 25

de octubre ponen en escena La loca de la casa -repetida el 29; casualmente,

en ese mismo escenario se había representado La loca de la casa en

junio de 1922, por la Compañía de Emilio Portes-, y ya en el mes de noviembre,

los días 7, 8 y 13 se programa El abuelo. La primera de estas tres

obras, adaptada para la escena por los hermanos ÁIvarez Quintero, transcurre

en Cantabria y fue la última a la que asistió Galdós en 1917, mientras

que las otras dos fueron escritas durante sus estancias en la finca de

La Magdalena.7 Como si se tratara de acompañar a la obra del autor de El

abuelo, se representa el drama regeneracionista titulado El fin justifica los

medios, de Enrique Diego Madrazo, médico pasiego amigo de Galdós, que

a sus 87 años todavía permanecía lúcido y perplejo ante el enfrentamiento

civil.

Las representaciones tienen lugar coincidiendo con el primer período

de bombardeos efectuados por la aviación nacional sobre la ciudad. Los

civiles se dedican entonces a la construcción de refugios anti-aéreos y la

población permanece a la escucha de la posible alarma de las sirenas para

correr hacia tales refugios. A veces todo ocurre incluso en medio de una

representación teatral, con el consiguiente pánico de los espectadores y

también de los actores, que suspenden la representación. Incluso se da la

circunstancia de que tales alarmas pueden ser injustificadas, puesto que

la sirena de los barcos conectada en señal de saludo puede confundirse

con la destinada a avisar de la presencia de aviones sobre el cielo

santanderino. Pero la aviación nacional causa una auténtica tragedia la

mañana del 27 de diciembre, cuando siembran de bombas varias zonas

obreras causando más de setenta muertos, terror y desolación, desatándose

a continuación una gran represión contra los presos derechistas que

caen asesinados en número aproximado a los dos centenares en toda la

región.8

Pero para entonces la Compañía de Comedias de Miguel Ortega ya hacía

un mes que había abandonado la ciudad, después de su función de despedida

celebrada el 27 de noviembre, y seguramente se trasladaría a Vizcaya,

la tercera de las provincias del Norte que se mantiene fiel a la República.

Cinco meses más tarde, algunos de sus componentes regresan a

Santander bajo la denominación de Compañía de María Luisa Gámez, con

un repertorio modificado, en el cual solamente aparece repetido el drama

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Juan José, manteniéndose en cartelera sus obras durante algunas semanas,

para desaparecer definitivamente con la llegada del verano.

La actividad escénica finalizó en junio de 1937. La ciudad conoce ya

una resistencia desesperada y su población todavía ha aumentado más

porque se ha sumado aquella que desde hace meses viene huyendo del

País Vasco y que se acumula en calidad de refugiados en la capital de

Cantabria.

El 26 de agosto de1937 la ciudad se rinde oficialmente a los italianos y

por la mañana hace su entrada el conglomerado de tropas que bajo la

denominación del Ejército Nacional continúa su avance hacia Asturias:

españoles, italianos, moros. Los españoles desfilan por la avenida principal

y los italianos y moros lo harán algo más tarde por las arterias periféricas.

Las tropas moras irán a parar a los aledaños de la casa de San Quintín, ya

perdida para la ciudad.

Las bibliotecas de las organizaciones de izquierda son saqueadas y sus

volúmenes van a parar a la hoguera. En los recientemente inaugurados

locales del Ateneo Popular penetran los falangistas y acto seguido lanzan

por las ventanas enseres y volúmenes, para caer todos ellos en una gran

pira que se ha formado en la calle Pedrueca. Los Episodios Nacionales,

con la bandera republicana en la portada de esa edición, son quemados

ante la mirada regocijada del público partidario de los nacionales y atónita

de los que no comprenden la mala relación existente entre libros y guerra,

9 mucho menos entre una serie literaria de carácter patriótico y la hoguera.

En realidad, no se lanzan los episodios a la hoguera, sino que es al

propio Galdós a quien se purifica entre el crepitar de las llamas.

A los pocos días, el Dr. Madrazo, uno de los benefactores del Ateneo

Popular y persona venerada entre las gentes progresistas, es detenido por

las tropas de Franco y conducido a los almacenes de la Tabacalera, improvisada

prisión que comparte con centenares de presos republicanos y de

la cual saldrá en el año 1942 para fallecer en su domicilio a los pocos días:

contaba entonces 92 años y era el último superviviente de la época

galdosiana.

Unos años más tarde, “San Quintín” sería vendida a un particular, quien

como si de una ceremonia de exorcisación se tratara, procedió a modificar

completamente la estructura de la casa, arrancando también los árboles

plantados en la huerta por el propio Galdós, que había adjudicado a cada

uno de ellos el título de una de las obra escritas en aquel recinto, cumpliendo

el viejo ritual seguido por el ser humano: tener un hijo, escribir un

libro y plantar un árbol.

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NOTAS

1 Recientemente hemos podido localizar la primera referencia escrita acerca de la estancia

de Galdós en Santander, donde coincidió con Gaspar Núñez de Arce. Vid. «Viajeros

distinguidos», en Boletín de Comercio de Santander, 24/8/1871.

2 Para una relación de las personas que pasaron por la finca, vid. mi trabajo «Los visitantes

de San Quintín», en Biblioteca San Quintín nº 2, Ediciones Tantin, Santander, 1994,

pp.67-77.

3 Sobre este episodio de la vida local, vid. los Capítulos 6 y 7 de mi trabajo titulado

«Crónicas sobre la guerra civil en Santander», Institución Cultural de Cantabria, Santander,

1979, pp.1l9-l43. Una reedición ampliada se encuentra actualmente en prensa.

4 Sobre la actividad cultural del verano vid. el capítulo 4 de mi trabajo citado, pp.67-92.

5 «Teatro Pereda», suelto publicado en El Diario Montañés, Santander 26/9/1936, p.2.

6 Conversaciones mantenidas con Pío Muriedas durante los años 70 y 80. Sobre su decisión

de abandono, vid. el mismo periódico del día 30.

7 Para conocer la relación de las obras que Galdós escribió en ”San Quintín”, vid. mi

trabajo citado, pp.78-82.

8 Sobre este episodio, vid. el capítulo 5 de mi libro sobre la guerra, pp.93-118

9 Testimonio personal comunicado por D. Federico Andrés Sarasúa hacia 1970 y corroborado

recientemente.