EL ESTADO ACTUAL DEL GALDOSISMO
NORTEAMERICANO: REFLEXIONES
METACRÍTICAS
Akiko Tsuchiya
Quisiera comenzar mi intervención aclarando el significado de mi título.
Al referirme al «galdosismo norteamericano», no me refiero solamente a la
obra de galdosistas de origen o de nacionalidad norteamericanos, sino a la
crítica que ha sido producida por influencia de las prácticas téoricas y
culturales de los EEUU. La denominación del «galdosismo norteamericano»
la utilizo como una categoría fluida y no excluyente, que intenta incluir la
crítica practicada por todos los que hayan sido formados de alguna manera
por las instituciones culturales y académicas de Norteamérica. En este
sentido, incluyo a todos los distinguidos colegas de este panel, los cuales
han recibido su formación crítica e ideológica a través de su participación,
en algún momento u otro, en las instituciones académicas norteamericanas.
Partiendo de esta definición del «galdosismo norteamericano», intento evitar
la reducción esencialista de la identidad crítica de uno a base de la
nacionalidad, dando mayor importancia a las fuerzas sociales, culturales e
institucionales que colaboran en la formación crítica del mismo.
La segunda parte de mi título, «reflexiones metacríticas», define mi
aproximación al análisis del estado actual del galdosismo norteamericano.
Debo aclarar, desde el principio, que mi próposito central aquí no es el de
resumir o trazar la evolución de la crítica galdosiana, ni es el de valorizar
un acercamiento crítico sobre otro, aunque, desde luego, tampoco pretendo
ocultar mi propia postura teórica o mantener una neutralidad ideológica
falsa e imposible. Lo cierto es que la postura metacrítica convierte a la
crítica misma -o sea, el acto crítico en sí- en el objeto de análisis,
permitiéndonos un escrutinio de los sistemas estéticos, filosóficos e
ideológicos que han posibilitado el desarrollo de ciertos paradigmas
interpretativos en determinado momento y contexto. La metacrítica no
solamente nos permite someter a un análisis el porqué de los cambios de
paradigma por los cuales hemos pasado los galdosistas norteamericanos
en los últimos 30 años, sino que también nos lleva a una reevaluación de
los paradigmas anteriores y su importancia para el proceso de elaboración
de una nueva perspectiva crítica. Habiendo dicho lo anterior, me gustaría
aclarar que tampoco pretendo proponer una visión evolutiva o teleológica
de la crítica galdosiana hacia un estado de progreso absoluto: reconozco
lo problemático que sería privilegiar los acercamientos teóricos del
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momento simplemente por ser lo más reciente y, por tanto, más pertinente
desde el punto de vista de la crítica actual. Como ha sugerido el crítico
norteamericano John Guillory en su análisis de la formación del canon
literario en el contexto anglo-americano, el concepto que se tiene de una
«tradición» supuestamente totalizadora revela mucho más sobre quienes
reconstruyen el canon retrospectivamente, y menos sobre los componentes
mismos de esta tradición (p.34). Lo cual es decir que mi propio acto
metacrítico será inevitablemente marcado por los prejuicios y las
preocupaciones de la comunidad interpretativa de la academia a la cual
pertenezco.
A partir de los años ’60 y ’70, algunos hispanistas norteamericanos,
bajo la influencia de la Nueva Crítica anglo-americana, se pusieron a exponer
los límites de una crítica positivista cuyos practicantes consideraban la
búsqueda de datos históricos, sociológicos y filológicos como una finalidad
en sí. La Nueva Crítica, que llegaba a dominar los departamentos de inglés
en los años ’50 y los de español unas décadas después, se centraba en el
texto mismo como una fuente única y privilegiada del significado «total»
del objeto literario, cuyo acceso se hacía posible a través de un examen
detenido de los rasgos formales y temáticos del texto sin consideración a
factores biográficos, históricos e ideológicos supuestamente externos al
mismo. Si bien es cierto que, desde la perspectiva de la actualidad, se
puede desmantelar con bastante facilidad tal oposición simplista y poco
problematizada entre texto y contexto, «lo intrínseco» y «lo extrínseco» la
Nueva Crítica sentaba las bases de una crítica literaria que exigiría una
consideración específica de los problemas estéticos, filosóficos y teóricos
planteados por el texto y el lenguaje literarios.
Un poco posterior a la Nueva Crítica empezaron a popularizarse, en la
academia norteamericana, el estructuralismo y la semiótica, teorías que
nos concedían un metalenguaje, o sea, un lenguaje crítico más sistemático
para la articulación de nuestra experiencia literaria (Barthes, Gennette,
Todorov, etc.). La narratología, una de las ramas del estructuralismo que
se orientaba hacia el establecimiento de una tipología de la narrativa, nos
ofrecía nuevas herramientas para el análisis de estructuras y códigos tanto
lingüísticos como literarios. Las huellas que dejaban estas teorías en el
galdosismo norteameriano representaban uno de los primeros pasos en el
cuestionamiento de la crítica sociológica e historicista tradicional, que
presumía una relación directa y natural entre la palabra y la realidad sociohistórica
que pretendía representar. Como ha señalado con acierto Ignacio
Javier López, lo que la crítica anterior no había cuestionado era ”la aparente
armonía entre significado y significante” (p.98), la cual en realidad quedaba
contrarrestada por el ”valor irónico del lenguaje” y por ”la estructura artística”
(p.96). Estas teorías orientadas hacia una consideración de la función
mediadora del lenguaje en el sistema de representación que es el texto,
nos permitían poner en tela de juicio una visión poco problematizada del
realismo como fiel reflejo de la realidad. En las palabras del crítico francés
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Roland Barthes: ”Ningún modo de escritura era más artificial que el que se
pusiera a presentar la descripción más fiel de la Naturaleza” (p.67), una
declaración que manifestaba que la estética de «lo real» no era más que
una convención. La influencia de la deconstrucción a finales de la década
de los ’70 presentaba un desafío aun más radical a los límites de la
representación, sometiendo a crítica la unidad y la estabilidad del significado
textual, la estructura jerárquica del pensamiento binario y la autoridad
ontológica del acto interpretativo. Con la decontrucción, parecían borrarse
las fronteras tradicionales entre habla y escritura, literatura y filosofía,
historia y ficción.
A estas alturas de la historia crítica galdosiana, no me serviría demasiado
reiterar lo ya dicho en las valiosas aportaciones de colegas como John
Kronik en sus estudios de los aspectos metaficticios de las novelas
galdosianas, Germán Gullón en su análisis de las estrategias narrativas,
Diane Urey en su reelaboración de la relación entre historia y ficción en los
Episodios Nacionales, Hazel Gold en su reevaluación teórica del problema
del realismo literario, Harriet Turner en su examen de los sistemas
metafóricos en Fortunata y Jacinta y muchos otros, quienes se han servido
de estas nuevas metodologías con excelentes resultados. Lo más
interesante, desde la perspectiva de la metacrítica, sería iluminar la manera
en que estas aportaciones, en su conjunto, sentaban las bases de la futura
dirección de la crítica galdosiana, igual que en la disciplina más general de
la crítica literaria, las teorías orientadas a cuestiones del lenguaje y de la
representación permitían el desarrollo de los nuevos acercamientos teóricos
interdisciplinarios como el feminismo, el psicoanálisis lacaniano, el Nuevo
Historicismo y los estudios culturales. Al mismo tiempo, una perspectiva
retrospectiva también nos permite reconocer los límites y peligros de un
acercamiento crítico centrado en el objeto textual sin consideración a su
relación dialéctica con el contexto social, histórico e ideológico de su
producción. Si la crítica sociohistórica tradicional pasaba por alto la función
mediadora del lenguaje en la representación literaria, la Nueva Crítica -e
incluyo algunas de mis propias obras en esta categoría- incurría con
frecuencia en el error casi diametralmente opuesto de negar la función
ideológica del lenguaje. A pesar de su rechazo de un concepto poco
problematizado de la representación realista, una aproximación
predominantemente textual paradójicamente corría el riesgo de reproducir,
de otra forma, la falsa neutralidad y pseudo-cientifismo del antiguo
positivismo. A través de la transición entre el historicismo tradicional y las
nuevas aproximaciones textuales, creo que hemos aprendido una
importante lección: la posibilidad de articular una teoría que tomara en
consideración la función cultural de la ideología, en sus múltiples y
contradictorias manifestaciones, en la estructuración del discurso realista,
pero sin divorciar la ideología de los aspectos estéticos de la obra.
Las décadas más recientes representan una época de la nueva
historización en la crítica anglo-americana, una tendencia que queda
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reflejada en la dirección del galdosismo norteamericano. El feminismo y
los estudios culturales son dos orientaciones teóricas que han suscitado
gran interés en la presente década, especialmente entre las generaciones
más jóvenes. Estudios como los de Lou Charnon-Deutsch, Catherine Jagoe,
Stephanie Sieburth y Nöel Valis demuestran un fuerte compromiso con
estas tendencias críticas recientes y los problemas críticos e ideológicos
planteados por ellas. Creo que valdría la pena subrayar aquí que ni la
crítica feminista ni la cultural representan un enfoque teórico homogéneo,
sino que abarcan una multiplicidad de lecturas diferentes. En el caso de la
crítica feminista, por ejemplo, sus comienzos en los Estados Unidos datan
de finales de la década de los ’60 y se limitaba, en sus orígenes, a presentar
una crítica de imágenes y estereotipos negativos de la mujer en obras
escritas por hombres. A mediados de los años ’70, el feminismo
evolucionaba hacia la práctica de la llamada «ginocrítica», o sea, un estudio
de la historia, temas, géneros y estructuras de la tradición literaria femenina.
Pues, si bien es cierta la novedad de una crítica que, por primera vez,
postulaba el sexo, o el género, como una categoría fundamental del análisis
literario, esta variedad del feminismo centrado en la reescritura de la historia
literaria y en el análisis temático representaba una vuelta a los postulados
de la crítica sociológica tradicional que imperaba antes de que se sintiera
el impacto de la Nueva Crítica anglo-americana.
Durante esos mismos años se estaba desarrollando en Francia otra
corriente del feminismo más filosófica formada en la deconstrucción de
Derrida y el psicoanálisis de Lacan. Este último, en su consideración de la
función del lenguaje en la formación del sujeto y de la identidad sexual,
representaba una influencia clave en las feministas francesas como Hélène
Cixous, Luce lrigaray y Julia Kristeva. En las obras teóricas de estas
feministas, se proponían la desmitificación del sistema de representación
falocéntrico aparentemente natural y el desmantelamiento del pensamiento
binarista en que se fundamentaba la construcción de la identidad sexual.
Está de más decir que los aportes de estas feministas no hubieran sido
posibles sin la infraestructura teórica establecida por el estructuralismo, la
semiología y la deconstrucción, tendencias que, como ya se ha indicado,
permitían el cuestionamiento de una correspondencia directa y natural
entre la palabra y la realidad representada.
El planteamiento de las cuestiones en torno al género, desde una
aproximación feminista contemporánea, está íntimamente vinculado al
concepto de la ideología como sistema de valores e ideas representado
por medio del discurso lingüístico. Desde esta perspectiva, el texto no
representa un mero repositorio de una ideología coherente y transparente
originada en el autor o en la sociedad de la cual forma parte, sino que es
un objeto cifrado donde compiten múltiples y contradictorias ideologías
producidas por sistemas de significación arbitrarios. Las prácticas teóricas
de la reciente crítica galdosiana, en particular de las críticas citadas arriba,
comparten algunas de las preocupaciones de los Nuevos Historicistas
1089
(Greenblatt, Montrose, Dollimore, etc.) y de los críticos culturales en la
academia anglo-americana. En contraste con los antiguos historicistas, cuya
práctica interpretativa se fundamentaba en un concepto mimético del arte,
estos teóricos se sirven de nociones de la textualidad y de la discursividad
propuestas por las teorías postestructuralistas para redefinir la relación
entre escritura y sociedad, entre textos y el sistema cultural en que aquéllos
fueron producidos. En las palabras del nuevo historicista Stephen
Greenblatt: ”la auto-conciencia metodológica es uno de los rasgos que
distingue el nuevo historicismo y los estudios culturales de un historicismo
basado en una fe en la transparencia de signos y de procesos interpretativos”
(p.12). Como ha señalado Louis Montrose, en dicho contexto teórico,
escritura y cultura, éstetica e ideología, no se consideran términos antitéticos
e incompatibles, sino interdependientes y mutuamente constituidos en un
proceso dialéctico. De ahí que, en las palabras del mismo crítico, la nueva
orientación historicista se caracterice por una preocupación simultánea
por ”la historicidad de textos” y ”la textualidad de la historia”. (p.20)
Montrose se refiere a la introducción de la obra de Frank Lentricchia,
Después de la Nueva Crítica, en la cual se establece una conexión, por sus
tendencias teleológicas y totalizadoras, entre el historicismo tradicional y
”los impulsos antihistóricos de las teorías formalistas” (p.20). El primero
pretendía preservar la narrativa totalizadora de la historia escatológica
cristiana o de un marxismo clásico fundamentado en una visión teleológica
del progreso social. El segundo, de un modo igualmente ingenuo, pretendía
sostener la autonomía y organicidad del objeto estético, divorciándolo de
las contingencias del contexto sociohistórico. Al enfrentarnos con estas
dos formulaciones teóricas aparentemente antitéticas nos encontramos
en la encrucijada de los estudios literarios y culturales. El peligro es de
fomentar esta dicotomía metodológica e ideológica, o volviendo a una
postura historicista positivista o retirándonos en el indeterminismo y
relativismo lingüísticos de una postura deconstructiva. ¿Cuál debe ser,
entonces, el proyecto del crítico literario ante esta nueva crisis
epistemológica?
La respuesta no es fácil, como cualquier postura crítica que adoptemos
será producto de nuestra formación como sujetos históricos dentro de un
contexto sociocultural e institucional concreto en determinado lugar y
momento. Como ha señalado Guillory, la práctica crítica jamás ocurre en
un terreno neutral, sino que está basada en el consenso de una comunidad
interpretativa específica (pp.26-27). Los galdosistas formados en la tradición
positivista y que jamás han tenido ocasión de poner en tela de juicio su
proyecto seguirán en busca de datos sin insertar sus «descubrimientos» en
marco crítico alguno, igual que los historicistas tradicionales podrán seguir
sin cuestionar la definición del texto realista como un repositorio de ideas
y valores pre-existentes en el mundo sociohistórico. Pero tampoco quiero
hacer chivos expiatorios de los positivistas y los historicistas tradicionales,
como también algunos galdosistas que se han subido al carro de las nuevas
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teorías han sido capaces de aplicar una sola metodología, convirtiéndola
en una especie de obsesión, sin reflexionar sobre los condicionantes
históricos de su propio acto de interpretación. Además, el valor que han
cobrado las nuevas aproximaciones teóricas en el mercado académico
norteamericano, ha llevado a la rápida asimilación de las teorías más
novedosas y la valorización de ciertas etiquetas teóricas sobre otras. El
resultado, en algunos casos, ha sido el rebautizo, digamos, de la práctica
crítica tradicional bajo otra etiqueta. Por ejemplo, reconozco que uno de
los aportes de los estudios culturales ha sido la interrogación del privilegio
concedido al texto literario canonizado sobre otras prácticas discursivas
marginadas de la cultura popular. Sin embargo, si bien es cierto que estos
discursos populares constituyen importantes fuentes de información, me
parece problemático decir que el hecho de que uno haya ido a los archivos
en busca de estos discursos signifique un acto de crítica cultural en sí, si
se sigue interpretando el texto literario en función de una ideología unívoca
«contenida» en estos discursos. Bien podría existir el caso hipotético de un
critico sociológico que, al descubrir las teorías más recientes, se da cuenta
de que ha sido crítico cultural toda la vida sin haber sido consciente de
ello. Sin la conciencia metacrítica no creo que pueda existir la crítica cultural.
Para concluir, quisiera reflexionar sobre el impacto que ha tenido la
teoría en general en el galdosismo norteamericano. Algunos galdosianos
no metidos en nuestra tradición crítica tal vez dudarán de la utilidad de la
teoría para el acto de interpretación, sobre todo si los paradigmas teóricos,
como hemos visto, van cambiando de década a década. Sin embargo, lo
cierto es que la misma disciplina de la teoría literaria nos ha permitido una
conciencia de la carencia de un discurso totalizador que nos pueda dar
acceso a verdades trascendentales e inalterables. Nos han enseñado los
nuevos historicistas que los paradigmas del momento, como los del pasado,
están situados en un contexto cultural e institucional que permite que
nuestras prácticas críticas cobren significado. Para poder evaluar las
posibilidades y límites de las teorías de las cuales nos servimos, me parece
imprescindible entender las condiciones culturales que han dado lugar a
estas teorías en primer lugar. Finalmente, una metodología teórica, si bien
es incapaz de brindarnos soluciones definitivas a nuestros problemas
críticos, nos concede un metalenguaje para poder reflexionar no sólo sobre
nuestro propio acto crítico, sino también sobre nuestra propia posición
respecto a las teorías del momento. Y esto es algo que nos hace falta a
todos.
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BIBLIOGRAFÍA
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