EL REFLEJO DEL 98 EN GALDÓS

Carlos Seco Serrano

En su clásica -e insuperada- obra sobre la generación del 98, Pedro Laín

ha subrayado, saliendo al paso de los que cuestionan, e incluso niegan, la

existencia de esa generación, el elemento definidor de sus miembros,

distantes en cuanto al lugar de su nacimiento, en cuanto a sus modalidades

literarias, en cuanto a su concepto de la política y del Estado, pero unidos

por un mismo reto, por un mismo estímulo en los momentos en que inician

-o afianzan- su ruta en el mundo de las letras: el fogonazo del 98, el dolor

y la vergüenza con que se hizo para ellos cuestión esencial la realidad de

España, y a través de ella, la razón de la crisis patentizada en el Desastre y

la meditación sobre los caminos para sacarla de ella. La virtualidad del 98

tuvo el carácter, en la conciencia y en la voluntad de estos jóvenes escritores

-Unamuno, el mayor de ellos, sólo contaba treinta y cuatro años en aquella

fecha- de un «mea culpa», de un examen de conciencia. Aunque

diferenciados, en cuanto al carácter y la intencionalidad de sus escritos,

de los «regeneracionistas», era lógico que ellos también, desde su posición

crítica, hicieran regeneracionismo, y asumieran en buena parte los

programas o las «consignas» de los regeneracionistas; sobre todo según

las formulaciones de su máximo exponente, Joaquín Costa.

Pero, claro es, el 98 no afectó sólo exclusivamente a la generación

«marcada» por esa fecha, como orientación determinante de su obra

posterior. Se tiende a considerar que la crisis del fin de siglo se traduce, en

el plano cultural, por el arranque de un insólito florecer literario -el medio

Siglo de Oro, o la «Edad de Plata» de la cultura española, que se desplegará,

a través de tres generaciones espléndidas, en el primer tercio de nuestro

siglo-. Sin negar cuánto significa esa etapa en la historia de nuestras letras,

conviene recordar que no se trata de un súbito florecer que deja atrás la

aridez de un páramo; sino que brota sobre la estela del auténtico

renacimiento cultural que brota entre la crisis de la monarquía isabelina y

los días de la Restauración: la de los grandes creadores de la novela -

Pereda, la Pardo Bazán, Valera, Clarín, y, por supuesto, el más grande de

todos, Galdós-; y algo más importante aún, la eclosión de las literaturas

españolas no castellanas: Guimerá, Verdaguer, Maragall, en Cataluña; Curros

Enríquez, Rosalía en Galicia.

Todos ellos tienen, en 1898, bien asentado prestigio, y son, por entonces,

punto de referencia para los jóvenes cuya obra creadora se inicia o se

afianza en esa fecha. A ellos también les afecta, de lleno, el dolor del

7

1100

desastre de Ultramar. Ése es, desde luego, el caso de Galdós. No sólo en lo

que toca a su obra literaria, sino también en su propia biografía, implicada,

desde 1906, en la política rupturista activa; ello lo convertirá, en un

determinado momento, en mentor y profeta para los jóvenes iconoclastas

de la generación famosa. Pero en realidad, Galdós no se sentirá nunca

plenamente identificado con los supuestos iconoclastas de estos jóvenes

rebeldes. Los «contrastes» o las reservas de Galdós en este sentido explican

que Baroja -el más reticente con la persona y con la obra de don Benito- no

vacile en hablar de su «cuquería». Cuando Galdós se despegue de la nave

política en que le habían embarcado, ello le costará la desestimación o el

menosprecio respecto a su obra, por parte de los que lo habían considerado

maestro y profeta pocos años antes. La reconversión de algunos de estos

-Azorín especialmente- supondrá, a su vez -andando el tiempo- una

reivindicación tardía, pero decisiva, para el gran escritor canario.

Se ha dicho, con precipitación y escaso fundamento, que la sociedad

española -la madrileña especialmente- se mostró indiferente a la tragedia

de Ultramar, cuando llegaron las primeras noticias de la derrota naval ante

los Estados Unidos; noticias que al parecer no alteraron la frívola alegría

de una tarde de toros. Como observó Jesús Pabón, la herida, en realidad,

fue tan profunda que tardó en manifestarse en sus consecuencias, aflorando

a la superficie. En todo caso, los primeros manifiestos regeneracionistas -

el del general Polavieja; la respuesta de Costa a una consulta de la Cámara

Agraria del Alto Aragón- aparecen meses antes de que se firme la paz de

París. Y la necesidad de renovar, de regenerar la realidad política, social,

cultural del país, será, en breve tiempo, un impulso generalizado. ”Tras el

Desastre -recordaría Maura apenas cuatro años después- la palabra

«regeneración» estuvo en todos los labios”. Hay algo, en ese empeño

generalizado al despuntar el nuevo siglo, en lo que todos -los jóvenes y los

viejos; los que en política inician un «reciclaje» del sistema canovista y los

que se decantan por una ruptura más profunda, que creen necesariacoinciden

plenamente: la exigencia de autenticidad, la búsqueda o la

denuncia de la realidad, renunciando al refugio en la ficción que se atribuía,

como pecado capital, al llamado «sistema canovista». Sino que esa

preferente «condena de Cánovas» suponía una injusticia máxima, y un

desconocimiento, imprudente cuando menos, de lo que en su día significó

la «empresa política de paz» asumida por el gran estadista malagueño.

Ciertamente, la incorporación a esa empresa política de paz, mediante

un proceso transaccionista, había supuesto, en los años cubiertos por la

construcción del «sistema», la renuncia al maximalismo en los principios

exhibidos, más que practicados, durante el sexenio revolucionario iniciado

con el destronamiento de Isabel II. Frente a la libertad de culto, la tolerancia

de culto; frente al sufragio universal, primero la ley electoral llamada de

las capacidades, y luego, por obra de Sagasta, una universalidad del sufragio

condicionada por el principio doctrinario de la co-soberanía. De otra parte

-y en esto habían coincidido conservadores y liberales- una marginación

1101

de la corriente revolucionaria del «cuarto estado», cierto que inevitable,

dada la definición esencialmente ácrata -anarquista- que la I Internacional

había adoptado en España.

De momento, la reacción, en crecida, ante el fracaso del Estado en su

esfuerzo por mantener intacta la integridad nacional conservando en ella

las provincias de Ultramar, y la humillación de sus precarias defensas navales

frente a la poderosa armada yanqui, fue negárselo todo a ese Estado. Por

supuesto, en esta reacción se produciría el resurgir del republicanismo y

la afirmación del movimiento obrerista, que ahora contaba con un Partido

Socialista Obrero en progresivo desarrollo. Pero, desde las bases de ese

mismo Estado -los partidos turnantes- la crisis supuso la aparición de nuevos

jefes y de nuevos programas que apuntarían a una vuelta a los orígenes, es

decir, a la recuperación de señas de identidad neutralizadas por el

transaccionismo de Cánovas. Todavía Sagasta, en sus años finales, apuntó

al anticlericalismo de sus días revolucionarios: es decir, a la afirmación de

la libertad frente a los «poderes fácticos», y a la ofensiva contra una Iglesia

de orientaciones marcadamente integristas y que en los últimos tiempos

había llevado a cabo una auténtica «repoblación» de órdenes antiguas y

nuevas, más o menos al margen del Concordato vigente y animadas

ideológicamente por el espíritu del Syllabus.

En este sentido, Galdós -que, no lo olvidemos, había tenido ya una

primera experiencia práctica en la política activa a través del sagastismo,

del que se alejó defraudado por su tibieza en la fidelidad a las «esencias

del 68», como entonces se decía-, iba a marcar la nota más vibrante: su

famosa Electra tendría el carácter de una auténtica proclama anticlerical,

acogida con entusiasmo por todo el ámbito de la izquierda, y, desde luego,

por los «jóvenes rebeldes» -Azorín, Maeztu, Baroja-, dispuestos ahora a

reconocer en don Benito su guía y su profeta. Conviene subrayar una vez

más que la posición de Galdós ante el hecho religioso no es la de un ateo,

y mucho menos la de un blasfemo. También hay en su «mensaje» una

invocación a la autenticidad: el designio de recuperación del auténtico

mensaje cristiano, liberándolo de la desviación que, para la caridad

evangélica, suponían las fulminaciones del Syllabus, orientadas a situar

fuera de la ortodoxia la corriente política liberal, identificada con el espíritu

del siglo. Galdós volvía a lo que, con mucha más fuerza y verdad, había

sostenido treinta años atrás en su famosa novela Doña Perfecta. Desde

nuestra perspectiva, Electra nos parece una obra mediocre, basada en

caracteres muy poco convincentes; pero en los momentos en que subió al

escenario del Teatro Español, dio voz y razones, ante el gran público, a lo

que estaba intentando, en una operación de «reciclaje», el viejo Sagasta, y

con los caracteres de un programa de altura -más próximo al Concilio

Vaticano II que al Concilio Vaticano I- el gran valor en potencia del Partido

Liberal, Canalejas, uno de los más entusiastas espectadores en la noche

del estreno: así se explica que cuando, no mucho después, volvió al Poder

don Práxedes, presidiendo un Gabinete del que era la presencia más

1102

significativa el propio Canalejas, ese Gobierno fuese bautizado como el

«Gobierno Electra».

Sin embargo, creo que donde se patentiza de manera más clara el «reflejo

del 98» en Galdós, es en su manera de enjuiciar el canovismo: en lo cual la

posición de don Benito difiere, de forma muy significativa, de la condena

a ultranza en que coinciden, en el tránsito de un siglo a otro, tirios y troyanos.

En 1905, al producirse la muerte de Isabel II en su palacio de París,

Galdós publica un artículo necrológico en el que se contienen las claves

esenciales de la reflexión galdosiana ante el panorama desolador del fin

de siglo. El artículo establece un contraste entre dos épocas y dos

generaciones: la de Isabel y la actual. Por lo pronto, su irritada inquietud

frente a lo que -en la estela del artículo de Silvela, «Sin pulso»- él también

entiende como recusable insensibilidad del español medio ante el Desastre.

Curiosamente, don Benito llama «frescura nacional» a lo que Silvela había

calificado de atonía; y contrapone la pasión -o la vitalidad- de los hombres

de la época isabelina, a la cínica pasividad de los que acababan de vivir la

gran crisis nacional.

”En descargo de aquella edad -escribe, refiriéndose a los días turbulentos

de Isabel II-, reconozcamos como obra exclusiva de la nuestra este mal

inmenso, metido en lo más hondo de nuestra naturaleza, al cual llamamos

crudamente, y sin atenuación, la frescura nacional... el supremo desdén

por todas las cosas. ¿Se nos van los territorios de América y Oceanía?

Bueno. ¿Se estanca la riqueza, pierde la mitad casi de su valor nuestra

moneda, nos cierran las naciones modernas el camino de África, fundadas

en el vergonzoso abandono de nuestra política internacional? Bien, todo

está bien... Vivimos y vegetamos sin prever el fin de nuestras desdichas,

heredadas las unas, de creación reciente las otras...”

En el balance del reinado isabelino -es curioso- Galdós salva siempre a

la Reina: antepone sus virtudes viscerales -traducidas en una generosidad

sin límites y un amor apasionado hacia su pueblo-, los reversos negativos,

ajenos a su propia idiosincrasia: una educación defectuosa; la falta de un

marido capaz de ejercer sobre la Reina ”la acción dulce de un matrimonio

dictado por la razón y fortificado por el mutuo cariño...” Pero, más

interesante que estas reflexiones obvias, es lo que Galdós estima como la

clave que pudo haber convertido a Isabel en ”una gran Reina”: esto es, la

presencia a su lado de un estadista capaz de hacer que la joven soberana

ejerciera noblemente su papel constitucional. Don Benito elige,

decididamente:

entre todos los hombres políticos que hemos tenido desde esas

calendas, a don Antonio Cánovas, no como era en 1846, un

mozuelo sin experiencia, sino como fue después en la madurez

de su vida política. Con el Cánovas de 1876 puesto treinta años

1103

atrás en la serie histórica, trasmutación admisible en la ley del

ensueño, no había miedo a que a espaldas de los Gobiernos

visibles trabajasen en las sombras palatinas las camarillas

enmascaradas, apartando de su dirección recta las resoluciones

de gobierno. Cánovas... hubiera hecho de la servidumbre de

Palacio lo que debió ser: hubiera apartado toda comunicación

con monjitas extáticas y capellanes traviesos, suprimiendo con

solo un gesto la milagrería y embusteras santidades, que así

desdoraban el altar como el trono... Pues este estadista ideal,

que he llamado Cánovas porque los talentos y el rigor de este

hombre de nuestro tiempo parécenme los más adecuados para

inaugurar en aquellos años un reinado eficaz, es otra equis, que

con la del rey completa la existencia privada y política de Isabel

II. (O.C., VI, 1418)

Tras esta declaración filo-canovista, Galdós no escatima, de nuevo, el

pesimismo que le inspira el panorama moral que vive en este despuntar

del siglo XX. Un pesimismo, entiéndase bien, que no se refiere sólo a lo

que podríamos llamar política oficial, entonces encarnada por el primer

Gobierno Maura, demasiado marcado entonces por el famoso «asunto

Nozaleda», sino que se extiende, con igual desdén, al dudoso horizonte

republicano. Lo que despunta, indudablemente, en el pensamiento de don

Benito, es el sol naciente del socialismo. He aquí el texto galdosiano, apenas

atendido por los innumerables estudiosos del gran escritor:

Debilitado el ideal patrio, debilitada la fe en la Monarquía, la fe

en la República, queda tan solo la esperanza en una nueva fe,

que surja del fondo social acabando con la indiferencia y el

caciquismo, con el autonomismo personal y con la depravada

caterva de frescos y chistosos. Los problemas que enardecían a

los hombres de otro tiempo pasaron y se desvanecieron, o

resueltos o a medio resolver, perdido el gran interés que a los

hombres movía a favor de ellos. Resta el problema nuevo, que

avanza sobre tanto escombro, el problema del vivir, de la

distribución equitativa del bienestar humano, y de las

reivindicaciones que apenas intentadas, difunden por todo el

mundo la desconfianza y el pavor. Todo eso viene, y ante esta

intensa aspiración general de incontrastable poder, la historia de

ayer quedará reducida a cuentos vanos, y las figuras que fueron

grandes o que lo parecieron, mermarán hasta llegar apenas a ser

apenas perceptibles. (O.C., VI, 1419-20)

No resultará inoportuno recordar aquí lo que Canalejas -desde el extremo

democrático del «turnismo»- había dicho ya en 1900:

El Partido liberal -digámoslo claramente, sin rodeos, sin

eufemismos- tiene, a nuestro juicio, que recoger una orientación

1104

socialista, y si el vocablo asusta u ofende a espíritus educados

en otras escuelas económicas, lo sustituiremos con el que se

quiera, pero manteniendo integro nuestro pensamiento... El

socialismo no es sólo una doctrina, un sistema, un procedimiento,

sino todo eso y mucho más; es una civilización. Sustraerse a ella

y no ir preparando jurídicamente las soluciones necesarias, sería

traer el rayo de la revolución social que en una forma u otra, o

por la fuerza o por el derecho, ha de consumarse.

A partir de 1906 Galdós se va a vincular al ariete antimaurista en que se

convierte el Partido Republicano, escoltado a partir de1909 por el Partido

liberal, durante el llamado «gobierno largo» de don Antonio Maura: Galdós

acepta figurar como diputado republicano en las Cortes conservadoras de

1907; y, pese a que carece de dotes oratorias, sus circunstanciales

correligionarios le utilizarán con resultados óptimos, porque su universal

popularidad es un valor inestimable. Pero ¿qué es, por parte de Galdós,

hasta aquí buen amigo de Maura, que ha sido incluso su generoso abogado

en el pleito del escritor con sus editores, lo que le convierte en duro enemigo

del gran político conservador, una de las grandes encarnaciones del

regeneracionismo suscitado por el 98? Hay dos aspectos en la fisonomía

ideológica del maurismo que parecen sintetizar todo aquello que Galdós

ha repudiado siempre: su identificación con sectores eclesiásticos y

religiosos demasiado proclives al integrismo -«matiz» evidente en la

entusiasta adhesión de don Alejandro Pidal a Maura, a partir de la «cuestión

Nozaleda»-; y la supeditación de derechos constitucionales esencialísimos

a la defensa de un orden social que en el fondo apunta a un Desorden con

mayúscula. De ahí que el antimaurismo de Galdós se concrete en contra

del proyecto de la ley antiterrorista -que se plantea como un atentado contra

la libertad de prensa-; y, sobre todo, en el enorme revuelo suscitado por la

represión subsiguiente a la Semana Trágica barcelonesa.

Más significativo es aún, habida cuenta de lo que antes indicamos sobre

su proclividad socialista, el hecho de que Galdós aparezca -nuevamente

«programado» en beneficio propio por los que le han elevado al «podio»-

como clave visible de la conjunción republicano-socialista. Estimo que

será ésta una experiencia decisiva para la decepción y el disgusto de Galdós,

en realidad mucho más próximo al Canalejas que gobierna con seguro

criterio democrático, celoso de los derechos del Estado frente al

rebasamiento «ultramontano», y abierto a un «posibilismo» deseable en el

socialismo, que no hallará respuesta en el incombustible Pablo Iglesias.

En 1912 Galdós concluye el último de sus Episodios: precisamente, el

dedicado a Cánovas. De nuevo, el análisis de esta novela, tan poco

interesante desde el punto de vista de la anécdota argumental como

definidora desde el punto de vista de sus atisbos político-sociales, puede

ser nuestro mejor guía para seguir el pensamiento de Galdós, inmerso en

las reacciones suscitadas por el 98 y en sus cauces regeneracionistas.

1105

Ante todo, y sin desmentir lo que ya dejó ver en su necrología de Isabel

II, el interés por la figura de Cánovas: por su política conciliadora, por su

talento para poner en marcha lo que en su momento era posible, y para

prever un futuro mucho más avanzado en el camino del progreso

democrático, pero evitando, para llegar a él, repetir la experiencia

revolucionaria: esto es, lo más temible, el recurso al caos, al enfrentamiento

cainita en situaciones de guerra civil. En cualquier caso, la valoración

positiva de la figura de Cánovas vuelve a dar un hecho insólito, en la tónica

de la generación llamada del 98, tal como ésta se manifiesta en aquellos

años.

Lo primero que Galdós subraya como rasgo definidor del canovismo, es

su lucha de dos frentes, contra los extremos responsables de la guerra

civil de todo un siglo: ”Don Antonio Cánovas... está tragando mucha quina

-declara uno de los personajes del Episodio, todavía en el año inicial de la

Restauración-, una barbaridad de quina, apretado entre dos muelas

cordales...” (O.C., III, 1294). Y, comentando el debate en torno al nuevo

texto constitucional, verdadera plataforma de encuentro, según el criterio

del gran estadista:

Pidal se revolvía contra don Antonio por no haber traído éste a la

Restauración las furias ultramontanas; Moyano execraba la

revolución de septiembre, pintándola como un criminal

esparcimiento demagógico, Sagasta, cantando por todo lo alto,

izaba el gallardete de la Soberanía Nacional; Castelar y Pavía

disertaron extensamente sobre el pro y el contra del 3 de enero

de1874; Cánovas, con derroches de lógica elocuente, contestaba

a unos y otros requiriéndoles a la paz y concordia en los altares

de la legalidad alfonsina... (O.C., III, 1305)

Y, en fin, por boca del propio Cánovas -sorprendido en su refugio de

apasionado bibliófilo, su espléndida biblioteca todavía instalada en su piso

de la calle de Fuencarral-, se expresa el sentido de la realidad -no se

puede caminar a saltos; hay que dar tiempo al tiempo en tanto sea

inasequible el sedimento de un poso secular aferrado a tradiciones no

bien avenidas con lo que el progreso moderno está exigiendo; ni puede

tampoco suponer progreso la vuelta al caos-: pero el futuro justificará la

paz -el presunto «marasmo»- de hoy. He aquí el parlamento de Cánovas:

Esta vieja nación, con sus glorias y sus tristezas, sus fuerzas y

sus recuerdos, sus instituciones aristocráticas y populares y su

extraordinario poder sentimental, constituye un cuerpo político

de tan dura consistencia que los hombres de Estado, cualesquiera

que sean sus dotes de voluntad y entendimiento, no lo pueden

alterar. El alma de ese cuerpo es igualmente maciza, petrificada

en la tradición y desprovista de toda flexibilidad. El único

gobernante capaz de llevar ese alma y ese cuerpo a un nuevo

1106

estado de civilización es el tiempo, y yo seré todo lo que usted

quiera... pero el Tiempo no soy... Admito las audacias como labor

sintética y teorizante, como un bosquejo artístico de la historia

del porvenir. Pero yo no teorizo, yo gobierno..., y como gobernante

estoy amarrado por los ciento y tantos cordones de la realidad.

De mi gestión depende que ese ser interno que he descrito a

usted no se convierta en elemento trágico. Mi deber es sofocar

la tragedia nacional, conteniendo las energías étnicas dentro de

la forma lírica, para que la pobre España viva mansamente hasta

que lleguen días más propicios. No podemos marchar a saltos,

ni con trompicones revolucionarios. Las algaradas y las violencias

nos llevarían hacia atrás, en vez de abrirnos paso franco hacia

un adelante remoto. (O.C., III, 1326)

(¿No están aquí, desglosadas a su modo, dos de las afirmaciones más

definidoras del pensamiento canovista, en las que, por lo demás, se concreta

el mérito máximo de su empresa política -una empresa política de paz-:

«En política, todo lo que no es posible, es falso»; y la que ve la política

como «el arte de realizar en cada momento histórico aquella porción del

ideal del hombre que taxativamente permiten las circunstancias»?)

Cierto es que junto a esta comprensión abierta para el canovismo -que

ya percibimos en su artículo de siete años atrás, la necrología de Isabel II-

, hay en este último Episodio una demoledora descripción del sistema,

degenerado en un conjunto de ficciones -tal como Galdós cree verlo en los

años iniciales del nuevo siglo:

Lo único positivo en ese cortejo brillante que ahora atraviesa las

calles de Madrid es un sinfín de generales, jefes y oficiales nuevos

agregados a los que ya teníamos, una caterva de funcionarios

viejos o novísimos que fundarán sobre el doble catafalco, Altar y

Trono, una política de inercia, de ficciones y de fórmulas

mentirosas, extraídas de la cantera de la tradición. (O.C., III, 1314)

Sin embargo, tengo para mí que el texto de Galdós está mucho más

próximo al regeneracionismo reformista -el que está ensayando ya, cuando

don Benito concibe y redacta su Cánovas, un gran demócrata, Canalejas,

en el poder desde marzo de 1910-, que al regeneracionismo rupturista, en

el que el escritor se halla embarcado desde 1907. Conviene, por ello,

tener en cuenta lo que era política viva por aquellos meses de 1912: un

replanteamiento de las relaciones entre Iglesia y Estado -que apuntaba

incluso a una separación concertada entre ambas instituciones-; el inicio

de una orientación descentralizadora para ese mismo Estado, a través del

proyecto de ley de mancomunidades; cuando ya había tenido lugar, por

otra parte, la modificación de la ley de reclutamiento militar en un sentido

democratizador. Canalejas estaba poniendo a prueba, en efecto, la

posibilidad de que el despliegue de una política auténticamente

1107

democrática, basada en la apertura a las realidades sociales, pudiera

realizarse dentro de la Monarquía; en un esfuerzo político que apuntaba a

una nueva síntesis entre los dos ciclos revolucionarios de la época

contemporánea.

Nos faltan elementos de juicio para saber hasta qué punto el programa

y la acción de Canalejas contribuyeron a modificar, o a matizar, las

convicciones de Galdós; pero no me cabe duda de que la reflexión que

éste pone en labios de Cánovas sobre la necesidad de dar tiempo al tiempo

era también una reflexión de don Benito, ilusionado quizá por la idea de

que «el tiempo remoto» en que Cánovas situaba el «adelante», estaba ya

llegando. En fecha muy temprana -marzo de 1910: vinculado él de lleno a

la famosa Conjunción- había manifestado su disgusto por la decepcionante

realidad que era entonces el conglomerado republicano, bajo la égida,

más o menos, del siempre sospechoso Lerroux:

Esto es insoportable, esto es nauseabundo... Este partido (el

republicano) está pudriéndose por la inmensa gusanera de

caciques y caciquillos. Tienen más que los monárquicos... Si no

fuera porque veo esos caciquillos ir a su avío, sin saber

disimularlo, creería que estaban locos. No se puede hacerlo peor

para facilitar la victoria al adversario e imposibilitar la propia...

Estoy harto de luchar sin esperanza de salvación entre tanta

miseria...

Y por otra parte, acababa de percibir -como todo el país- los excesos de

la revolución popular, ensayada y amagada en Cullera, en el año anterior

(1911), y que hubieron de ponerle en guardia respecto a la realidad de la

movilización popular hacia la violencia, tal como parecía propugnarla el

propio Pablo Iglesias, que era sin embargo, todavía, objeto de su admiración

y respeto.

La aparición del sector reformista, acaudillado por Melquiades Álvarez

en la nebulosa republicana, y que iba a convertirse muy pronto en el último

posibilismo abierto desde ella a la Monarquía, habría de chocar con el

guesdismo irreductible de Pablo Iglesias. Cuando, todavía en el seno de la

Conjunción, Melquiades expuso un programa que comprendía desde la

ordenación del trabajo con criterios sociales y la preparación del acceso

del proletariado al Poder, a la concesión de libertades autonómicas para

Cataluña y a una mayor adecuación del Ejército a la democracia -pero

siempre mediante una táctica gradual y disuasoria-, Pablo Iglesias opuso

una recomendación de memoria y odio, ratificando su fe revolucionaria.

Melquiades expresó su disconformidad con un tajante: «No hay redención».

La fundación del Partido Reformista contribuyó más que otra cosa a la

disolución de la Conjunción, de la que por lo pronto fue excluido Melquiades

Álvarez, y de la que se separaría, sin mayores explicaciones, el propio

Galdós.

1108

A la luz de estos acontecimientos hay que ver la última singladura política

del gran escritor, ya liberado de sus lazos con la Conjunción, y de su

representación parlamentaria. El año 1913, marcado por la crisis del

bipartidismo -en la divergencia Romanones- García Prieto, por el lado liberal,

y en la crisis del partido conservador, como consecuencia de lo que Ortega

llamaría «el pronunciamiento de Maura», esto es, en la exigencia de este

último de que fuera excluido del turnismo el Partido Liberal, tal como

estaba configurado desde 1909, exigencia a la que el Rey no podía ni

quería someterse-, depararía una insospechada coyuntura favorable a la

Corona: la aproximación a don Alfonso del núcleo intelectual de la izquierda,

polarizado por el nuevo horizonte que acababa de abrir Melquiades Álvarez,

que haría un elogio explícito del Monarca. En esa situación se produce el

encuentro de Alfonso XIII con Galdós -llamado por aquél al palco en el que

la familia real asiste a una representación de Celia en los infiernos-; y la

posterior audiencia brindada por el Monarca al gran escritor, en agosto de

1915, en el recién inaugurado Palacio de la Magdalena, de Santander: una

audiencia de la que Galdós saldría definitivamente reconciliado con la

Monarquía, y en la que don Alfonso le había afirmado su deseo de ver

pronto en el Poder a Melquiades Álvarez.

Resumiendo lo que, en fin, he querido significar con mi conferencia, el

98 afectó a Galdós tanto o más que a los jóvenes que despertaban entonces

a la notoriedad literaria: supuso para él, como para aquellos, un rechazo

de la situación o del «sistema» que había dado lugar a la crisis; y en este

sentido reafirmó sus tesis de siempre, favorables a una libertad no coartada

por las imposiciones de un ultramontanismo que en realidad suponía una

reaccionaria interpretación del auténtico espíritu evangélico; y una creciente

simpatía por lo que significaba el socialismo, en cuanto «buena nueva»

opuesta a las injusticias sociales. Pero nunca se alejó del todo de una

postura favorable a la evolución más que a la revolución; acorde con el

transaccionismo que había sido el gran valor aportado por Cánovas como

alternativa civilista al estado permanente de guerra civil en que había venido

discurriendo el siglo XIX. Su oposición al maurismo -en cuanto orientación

ideológica, sin que ello implicase desestima alguna a la persona de Maura:

distinción muy acorde también con el espíritu de la Restauración, y de la

que, desde luego, no participaba Pablo Iglesias- llevaría a Galdós hasta la

Conjunción republicano-socialista surgida a raíz de los episodios de la

Semana Trágica; Conjunción en la que se sentiría más próxima al apóstol

Pablo Iglesias que al conglomerado republicano, pero también en

desacuerdo creciente con la violencia de la que nunca quiso desprenderse

el «fundador».

Entre las dos direcciones abiertas en la política práctica por la corriente

regeneracionista que fue respuesta al espíritu del 98 -reformista una,

rupturista otra- Galdós «fue embarcado», más que «se embarcó» en la

segunda, a partir de 1907. Pero seis años después, decepcionado por una

experiencia frustrante, volvería -sin ataduras de filiación partidista- a la

1109

primera, en la que se encontró a sí mismo, precisamamente en la orientación

del Partido que se había bautizado a sí mismo con este nombre: Reformista.

No hubo en esta trayectoria política galdosiana ni oportunismo ni cuquería:

simplemente la búsqueda de su propio camino, anheloso de soluciones

revolucionarias mediante un evolucionismo basado en el ejercicio de una

constante transacción civilizada: la misma que a Cánovas le había permitido

convertir en síntesis pacificadora la antítesis tradición-progreso; la que

Canalejas intentó realizar entre el ciclo revolucionario liberal y el ciclo

revolucionario socialista.

A su modo, Galdós acertó a formular su propio criterio cuando habló de

dos caminos en el republicanismo, uno discurriendo por la derecha, otro

por la izquierda, y añadiendo que en el primero estaría él tendiendo la

mano a los del segundo. De hecho, a lo que apuntaba era al logro de una

democracia auténtica, que podía no tener por meta a la República, sino a

la Monarquía, si ésta llegaba a nacionalizarse, es decir, a lograr lo que

Canalejas apuntaba ya a principios de siglo: que no quedase fuera de ella

ninguna energía útil.

La muerte del gran escritor en 1920 -que la ceguera y la arterioesclerosis

habían adelantado unos años antes- evitó, piadosamente, que don Benito

viviese la nueva alternativa que supuso el fracaso del reformismo

melquiadista, vinculado al bloque liberal de 1922, y el advenimiento de la

Dictadura. Resulta inútil especular sobre cuál hubiera sido su postura en

esa nueva circunstancia histórica. Lo que no es dudoso es que, como

siempre, le hubiera guiado su pasión española y su fe en un progreso

cimentado en la Cultura y en la Razón.