LA MODERNIZACIÓN DE JUANA LA LOCA:

LA ÚLTIMA OBRA DE GALDÓS, SANTA JUANA DE

CASTILLA (1918), ENTRE LA LOCURA DE AMOR DE

TAMAYO Y BAUS (1855) Y LOCURA DE AMOR DE

ORDUÑA (1948)

Jo Labanyi

Mi interés por la última obra teatral de Galdós, Santa Juana de Castilla, representada en

1918, deriva de su temática: la vida de Juana la Loca, tema destacado de la pintura de historia

de la segunda mitad del siglo XIX, que anteriormente había investigado con respecto a la

novela realista decimonónica y al proyecto de formación nacional del cual ésta formaba parte

(Labanyi 2000a).

También constituye el tema del melodrama de Manuel Tamayo y Baus, La locura de amor,

de 1855, y de la no menos melodramática película histórica Locura de amor de Juan de

Orduña, de 1948, que está incluida en la investigación que llevo a cabo actualmente sobre la

producción cinematográfica del primer franquismo, la cual coincide con otro proyecto de

formación nacional de signo político muy distinto. En ambos casos, la novela realista

decimonónica y el cine del primer franquismo, me ha interesado la representación de la mujer

como cifra de la difícil relación entre las esferas pública y privada.1

Antes de entrar en el análisis de Santa Juana de Castilla, necesito aclarar las posiciones

teóricas que informan este estudio, y también aportar algunos datos históricos. Para empezar,

intentaré explicar por qué la figura de Juana la Loca puede haber atraído la atención de

Galdós y de otros artistas, escritores y directores de cine precisamente en el período que se ha

dado en llamar la modernidad.2 Luego haré un repaso de la prehistoria y de la poshistoria de la

obra de Galdós. Primero, las representaciones de Juana la Loca en la pintura de historia

decimonónica, pinturas sobradamente conocidas y exhibidas en las Exposiciones Nacionales,

que fueron reseñadas por Galdós y también por Valera. Segundo, unas breves referencias a las

obras de Tamayo y de Orduña, para hacer resaltar las diferencias, que son notables, con la

pieza teatral de Galdós. Y tercero, la breve mención de un conocido estudio histórico sobre

Juana la Loca publicado en 1892. En la última parte de la comunicación, intentaré una

interpretación de la obra galdosiana a la luz del contexto histórico y cultural esbozado.

Es sobradamente conocido el interés de Galdós, a partir de los últimos años 80, por los

cuerdos locos: es decir, por los que se niegan a ajustarse a las normas vigentes, sea por

rebelión, sea por superioridad, sea por falta de juicio. Los cuerdos locos son los que se

resisten a las modernas “tecnologías del yo” descritas por Foucault; es decir, los discursos del

control social propagados por las instituciones dedicadas a la formación del individuo. Los

cuerdos locos galdosianos son, mayormente, masculinos: Ángel Guerra y Nazarín son los más

destacados, santos que quizás no fueron sino locos; o quizás, Galdós nos sugiere “el ser loco

es una condición previa de la santidad”. Juana la Loca, llamada “Santa Juana de Castilla” por

Galdós, se presta perfectamente a esta problemática, puesto que su locura fue afirmada y

negada en su tiempo, según los intereses de los distintos bandos políticos, como también ha

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sido motivo de debate por parte de los historiadores. Efectivamente, la imposibilidad de

establecer si Juana fue loca o no representa un desafío a la metodología histórica empírica,

que Galdós ha puesto en tela de juicio a lo largo de su obra, pero sobre todo en sus obras

posteriores. Aquí hay que recordar que, para Galdós, la novela histórica era, sin más, la

historia nacional novelada: el título Santa Juana de Castilla hace evidente la propuesta

nacionalista de la obra.

Como se sabe, en la segunda mitad del siglo XIX los locos fueron relacionados con los

delincuentes y con los genios por la antropología criminal, sobre todo por el italiano Cesare

Lombroso cuyos estudios etnográficos sobre los tipos marginales italianos formaron parte del

proyecto de formación nacional, estableciendo un sistema clasificatorio que permitía decidir

quiénes podían ser admitidos como miembros de la nueva nación italiana y quiénes no (Pick

1989: 113-20). Los que se podían reformar fueron admitidos; los otros fueron excluidos o

recluidos, tal como fue el caso de Juana la Loca, confinada a Tordesillas durante los casi 50

últimos años de su vida. Los antropólogos criminales españoles se habían ganado el derecho,

en el Código Penal de 1887, a ser consultados obligatoriamente en los procesos criminales. La

antropología criminal era una especialización de la medicina, disciplina a la cual Galdós fue

estrechamente vinculado, como se sabe, lo cual explica su afán por asistir a los procesos

criminales.3 La intervención de los médicos en los procesos consistía en decidir si el acusado

era responsable de sus actos: cuestión clave para la filosofía política liberal, puesto que ésta

concedía los derechos civiles solamente a los que podían demostrar su capacidad de elegir

libremente sus actos. De ahí que la mujer fuera excluida, puesto que dependía legalmente del

marido o del padre (el caso de las solteras siempre fue ambiguo; las viudas heredaban los

derechos económicos de su difunto marido, pero no los derechos políticos). El caso de Juana

la Loca, declarada incapacitada por locura, tiene interés precisamente porque se escapa a estos

esquemas, puesto que es una mujer investida legalmente con el poder, como reina y heredera

de Isabel la Católica, otra mujer que llevó las riendas del poder.

La situación legal de la mujer en el momento en que Galdós escribió su obra de teatro no

tenía nada que ver con la del siglo XVI (la acción se sitúa en 1555, durante los últimos días de

vida de Juana la Loca). Pero el acuerdo pactado por el marido de Juana, Felipe, Archiduque

de Austria, con el padre de ella, Fernando el Católico, en 1506, el cual la excluía del gobierno

del reino por incapacidad mental, declarando a Felipe rey de España, no podía ser interpretada

en 1918 sino como una alegoría de la situación legal contemporánea de la mujer, sujeta

todavía al Código Civil de 1889 que la consideraba como una menor incapaz del raciocinio

objetivo, representada legalmente por el padre o marido, y sin poder dejar la casa paterna o

matrimonial salvo con el permiso del padre o marido, quien tenía el derecho de administrar

sus bienes (Jagoe et al. 1998: 235-47; Scanlon 1986: 12-37). El matrimonio infeliz de Juana

la Loca con Felipe, quien es libre de perseguir sus aventuras amorosas mientras que los celos

de ella son interpretados como un pretexto para recluirla, no es tan diferente de la situación de

la mujer casada en la España de la Restauración (y hasta la ley del divorcio de 1932, bajo la

Segunda República). En las mismas fechas en las que Galdós escribía su obra, Carmen de

Burgos insistía, en sus novelas cortas y artículos de prensa, en que la mayor desgracia para la

mujer era el matrimonio, que le quitaba los pocos derechos que tenía como soltera.4 La obra

de Galdós representa a una Juana prisionera en la casa a la que ha sido confinada; primero,

después de la muerte de su marido, por su padre, al asumir éste las riendas del gobierno, y

luego, después de la muerte del padre, por su hijo Carlos V, quien además le arrebató durante

un tiempo la única hija menor que todavía vivía con ella (la niña, nacida después de muerto

Felipe, le fue devuelta después de las reclamaciones de Juana). Aquí también hay que

recordar que el histerismo femenino fue producto de la medicina moderna, y que, aunque los

médicos decimonónicos tenían una visión más compleja de la mujer de lo que a veces se

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supone (Jagoe et al. 1998: 339-67), las supuestas tendencias histéricas de la mujer sirvieron

de pretexto para negarle los derechos civiles hasta bien entrado el siglo XX. Para el público de

la segunda mitad del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX, Juana la Loca tiene que

haberse visto como prototipo de la mujer histérica.

La mujer desempeña un papel complejo en la pintura de historia del siglo XIX, que forma

parte del proyecto de formación nacional al construir una visión providencialista de la historia

nacional, mediante la fabricación de unos orígenes que justifican el presente, al presentar a

éste como único resultado posible de aquéllos. En esta visión providencialista, los hombres

son, como cabe esperar, los agentes de la historia, y generalmente las mujeres representan los

problemas que el hombre tiene que resolver y superar. El caso de Isabel la Católica es una

excepción, puesto que ocupa el trono estando su marido Fernando confinado al rol de

consorte, hasta el punto de que, a su muerte, el poder es heredado por Juana, la mayor de las

tres hijas que le sobrevivieron, y no por Fernando. El caso de Juana empieza por ser parecido,

puesto que ella es la reina legítima de España, y según la ley su marido Felipe sólo lleva el

título de Archiduque de Austria; por tanto, ella se convierte en Archiduquesa de Austria,

mientras que él no se convierte en rey de España hasta el acuerdo pactado con el padre de

Juana en 1506. La locura de Juana, que consiste en su amor desmesurado hacia su marido, es

la causa, según las representaciones históricas, de la entrega de España a los Austrias,

lamentada por muchos como una desviación del destino nacional, al caer la nación en manos

extranjeras. Esta visión de la historia nacional entronca con la obra de los noventayochistas,

quienes piden el olvido de las pretensiones políticas europeístas e imperiales, y un retorno a

los orígenes populares de la historia nacional, representados en los valores primitivos del

campo castellano (lo que digo aquí es una versión muy simplificada de unas actitudes

sumamente complejas; volveré a este tema más adelante con respecto a Santa Juana de

Castilla). Pero Juana la Loca es un chivo expiatorio problemático, puesto que su culpa

consiste en hacer, en exceso, lo que era el deber de una esposa: amar a su marido y subordinar

su vida a este amor.

Aunque esto era el deber de la mujer en el siglo XVI, lo era todavía más en el siglo XIX y la

primera mitad del siglo XX. Los historiadores han demostrado que la modernidad supuso un

retroceso para la mujer, quien en la época premoderna se consideraba inferior pero no

esencialmente diferente del hombre, mientras que, a partir de mediados del siglo XVIII, la

medicina empieza a insistir en la radical diferencia de la anatomía femenina, dominada toda

por la función materna. Thomas Laqueur (1990) ha sugerido, de manera convincente, que esta

nueva insistencia en la diferencia sexual tuvo tanto éxito porque permitió afirmar que la mujer

y el hombre eran iguales, así confirmando la teoría de los derechos humanos universales,

clave del liberalismo político, y al mismo tiempo permitió justificar la continuada

subordinación de la mujer, puesto que su anatomía radicalmente diferente la destinaba a la

vida doméstica y la incapacitaba para la vida pública. Esto coincidió con la modernización

capitalista, la cual produjo la separación entre la esfera pública de la producción, y la esfera

privada de la reproducción. En la época premoderna, la historia de Juana la Loca no era tan

chocante, puesto que la creencia de que la mujer es inferior a, pero no radicalmente distinta

del hombre, permitía a las mujeres excepcionales –una reina siempre es excepcional– ocupar

una posición masculina. O más bien, lo que era chocante en aquel entonces no era el hecho de

oponerse Juana a los intentos de privarla del poder, sino el haber subordinado sus deberes

políticos a su vida afectiva. En la época moderna, la historia de Juana la Loca tiene otras

connotaciones. Para algunos, su historia refuerza la creencia de que la mujer sólo sirve para la

domesticidad, puesto que Juana, siendo mujer, es incapaz de superar sus celos (motivo de su

locura o histerismo) y, por tanto, no merece el poder político. Para otros, su historia sirve

como parábola de la injusta situación legal de la mujer, al ser privada de todo derecho político

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y confinada al hogar. En ambos casos, la historia de Juana pone en tela de juicio el ideal

doméstico de la mujer, puesto que Juana representa el ideal moderno de la mujer llevado a sus

últimas consecuencias: lo femenino en exceso.

El exceso es la nota primordial del melodrama como género literario y cinematográfico. La

crítica feminista ha señalado la ambivalencia del género, puesto que su representación de la

femineidad excesiva por un lado refuerza una visión negativa de la mujer, cuya irracionalidad

constituye una amenaza para la sociedad; pero por otro lado sirve para dramatizar las

emociones normalmente reprimidas, atrayendo la atención a las causas de esta represión

(Gledhill 1987; Bratton et al. 1994). Peter Brooks (1985) ha justificado el melodrama

precisamente por sus cualidades embarazosas, puesto que nos obliga a enfrentarnos con las

emociones violentas que preferimos suprimir. Por tanto, para Brooks el melodrama es la

expresión de lo indecible: de lo que no se debe decir. Según nos recuerda, los personajes

melodramáticos están afectados con frecuencia por la mudez (la pérdida de la voz también es

síntoma clásico de la histeria). La representación de Juana la Loca en la pintura de historia del

siglo XIX cae plenamente dentro del género melodramático: estas son pinturas narrativas, en la

que la acción se congela en un momento dramático que nos impacta porque el discurso está

suspendido, dejándonos con un espectáculo estático y enigmático. El ejemplo paradigmático

sería la famosísima pintura Doña Juana la Loca pintada por Francisco Pradilla y Ortiz en

1877, que ahora está en el Museo del Prado (su adquisición por el Estado fue votada en las

Cortes). Exhibida primero en Roma, luego ganó la medalla de honor en la Exposición

Nacional de Bellas Artes en 1878, dando lugar a largas colas en la Castellana para ver el

cuadro (Díez 1992: 306-17). Según nos informa Agustín Sánchez Vidal (1994: 115), el nuevo

Museo de Cera de Madrid, que se inauguró en 1883, tenía entre sus figuras predilectas la de

Juana la Loca, copiada del cuadro de Pradilla. El detalle de la figura de Juana, pintada por

Pradilla, fue elegido para el cartel de la película Locura de amor de Orduña (1948), que

estudiaremos más adelante.5 El cuadro de Pradilla fue exhibido posteriormente en la

Exposición Universal de París de 1878, donde el artista fue galardonado con una medalla de

honor y la Gran Cruz de la Legión de Honor, ganando otra medalla de oro en la Exposición

Universal de Viena de 1882. La obra inspiró una ópera Juana la Loca, del compositor Emilio

Serrano, en 1888 (Díez 1992: 316).

La representación de la figura de Juana por Pradilla ejemplifica perfectamente la lectura

del melodrama de Peter Brooks, al dramatizar el choque emocional de un acontecimiento

cuyo exceso deja al espectador y a las figuras del cuadro sin palabras, con el aliento cortado.

La figura de la protagonista sugiere unas emociones que están más allá de las palabras: un

tipo de sublime femenino que, a diferencia de lo sublime masculino, representa no la

trascendencia sino el ensimismamiento: es decir, la represión de unas emociones cuya

exteriorización resultaría explosiva. Incluso podríamos hablar, no de mudez, sino de trauma:

el trauma se define por la imposibilidad de narrar el acontecimiento que ha producido el

impacto traumático. Las figuras congeladas sugieren una narración fatalmente interrumpida.

El cuadro también sugiere el embarazo de Juana: hay que recordar que, casada a los 17 años,

quedó viuda a los 27, embarazada del último de sus seis hijos, Catalina, nombrada así en

homenaje a la hermana menor de Juana, quien hizo otro matrimonio espectacularmente infeliz

con Enrique VIII de Inglaterra, es decir, Catalina de Inglaterra (en la obra de Galdós, Juana

hablará de la boda de su hermana Catalina con Enrique VIII). La vida de Juana ofrecía

materiales abundantes al artista que deseaba representar el trauma histórico.

La misma representación del exceso bajo la forma de la mudez traumática se encuentra en

un cuadro anterior, Demencia de Doña Juana de Castilla, pintado por Lorenzo Vallés en

1866, en la cual Juana hace callar a los personajes masculinos, suponiendo que el cadáver de

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Felipe sólo está dormido. La pintura ganó la segunda medalla de honor en la Exposición

Nacional de 1866, siendo exhibida también en Viena en 1873 y ganando otro premio al ser

exhibida en Filadelfia en 1876 (Díez 1992: 250-3). En su libro La pintura de historia en

España (1989: 178), Carlos Reyero menciona dos pinturas más, de Maureta y de Rodríguez

de Losada, que también representan a Juana custodiando el cadáver de Felipe.

El melodrama La locura de amor de Tamayo y Baus de 1855, tanto como la película de

Orduña de 1948 que lo sigue de manera bastante fiel, terminan con la muerte de Felipe, como

si el amor desmesurado de Juana por su esposo ingrato fuera la única razón de ser de su

historia. (Aunque las pinturas que acabo de comentar también se centran en este episodio de

su vida, Pradilla pintó posteriormente, en sus últimos años, dos cuadros que representan a

Juana la Loca recluída en Tordesillas con su hija Catalina [Díez 1992: 316]; hay otra pintura

de Juana en Tordesillas de Vicente Palmaroli [Reyero 1989: 178].) La obra de Tamayo

simpatiza abiertamente con Juana, víctima romántica del amor no correspondido, tiranizada

por su esposo infiel. Tamayo es responsable de la introducción fantasiosa de una princesa

musulmana, hija del rey de Granada y cortejada sin éxito por Felipe, quien también aparece en

la película de Orduña interpretada por Sarita Montiel: motivo orientalista netamente

romántico. Tamayo también introduce la figura del médico de doña Juana, cuya voz

autoritaria representa, como también es el caso en la obra de Galdós, la nueva autoridad de la

medicina moderna. La Juana de Tamayo encarna lo sublime del amor que menosprecia el

poder terrenal; en el más logrado momento de la obra, la protagonista se felicita de ser loca,

puesto que entonces sus celos no son sino producto de la locura. También aprovecha su locura

para subir al trono que Felipe le quiere arrebatar, para denunciarle públicamente. Aquí la

locura de Juana le permite un doble juego: por un lado, se rebela contra el marido pretextando

que es loca; por otro lado, supera su anterior ‘demencia’ de “anteponer otro amor al amor de

mi pueblo”, instigando al pueblo a compartir su locura al rebelarse ellos también contra

Felipe. “¿Qué quieres, Felipe? Mi pueblo ha perdido el juicio como yo,” declama (Tamayo y

Baus 1930: 73). Esto es la locura asumida como estrategia política; o, como diría Michel de

Certeau (1988: 29-42), como táctica de los débiles que tienen que maniobrar desde fuera del

terreno del poder. Aquí Tamayo hace referencia indirecta a la rebelión de las Comunidades

que tuvo lugar después de la muerte de Felipe. Por terminar la obra con la muerte de Felipe,

Tamayo no puede representar directamente la visita que los Comuneros le hicieron a Juana en

Tordesillas, episodio clave de la leyenda que asocia a Juana con la rebelión contra la tiranía

habsburga, a pesar de que Juana no quiso asumir el papel político que le propusieron los

Comuneros. La obra de Tamayo es ambigua puesto que, por un lado, insiste en la locura de

Juana como estrategia para instigar al pueblo a la rebelión; pero, por otro lado, la obra termina

con la “locura de amor” provocada por la muerte del esposo: una locura limitada a la esfera

privada. La escena final de la obra es la misma escena pintada por Vallés once años después,

en la que Juana pide el silencio puesto que el cadáver de Felipe sólo duerme. Tamayo

reivindica a Juana por ser loca, pero resulta imposible decidir si su locura consiste en la

rebelión contra el marido infiel, o en el patético amor al marido que la humilla. Parece que la

mujer está condenada a la locura tanto si se arroga el poder público como si se aferra al papel

de esposa fiel. Debemos recordar que la obra de Tamayo se representó estando Isabel II en el

trono: otra mujer que hizo un matrimonio infeliz por razones de estado y que se encontró

reina cuando todavía era muy joven, pero cuya vida privada no era precisamente un modelo

de amor constante. En estas circunstancias, podía ser lógico pedir que una reina fuera a la vez

monarca ejemplar y esposa fiel, a pesar de que en la época estos papeles, en el caso de la

mujer, se contradecían.

La misma ambigüedad que caracteriza la obra de Tamayo también se percibe en la Locura

de amor de Orduña, que recrea minuciosamente la pintura de historia del siglo XIX (Pérez

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Rojas y Alcaide, en Díez 1992: 102-18). Si dejamos de lado el marco narrativo introducido

por Orduña, en el cual el caballero que le ha permanecido fiel a Juana (Jorge Mistral) cuenta

su historia a su hijo Carlos V, la película empieza con la reconstrucción del cuadro de

Eduardo Rosales, Doña Isabel la Católica dictando su testamento, de 1864 (Díez 1992: 102,

212-29). Termina, al igual que la obra de Tamayo, con la dramatización, en este caso, no es

una reconstrucción exacta, del episodio pintado por Vallés, en la que Juana pide silencio por

estar Felipe dormido. Después de volver al marco narrativo, entramos, en el momento final de

la película, en una reconstrucción espectacular de la famosa pintura de Pradilla:

reconstrucción que le valió un premio al decorador Sigfrido Burmann, quien había trabajado

de escenógrafo teatral bajo la Segunda República (entre otras cosas, fue responsable de los

bocetos para La zapatera prodigiosa [1930] y de los decorados para Doña Rosita la soltera

[1935], de García Lorca). Locura de amor es una de la media docena de superproducciones

históricas filmadas por la productora CIFESA, vinculada al régimen, a finales de la década de los

40. La nota característica de todas estas películas es el protagonismo femenino –lo cual es

realmente sorprendente, puesto que estas mujeres activas, situadas en épocas anteriores, no

tienen nada que ver con el papel femenino sumiso pregonado por el franquismo en la vida

diaria.6 Locura de amor es, en parte, una excepción: aunque la actuación insumisa de Juana

(interpretada magistralmente por Aurora Bautista) tiene consecuencias políticas (de su locura

o no depende la corona de Castilla), la película tiene más de melodrama que de película épica,

por centrarse en el drama doméstico de la ‘locura de amor’ de la protagonista. Aunque esta

película, a diferencia de las otras superproducciones históricas de CIFESA, no ofrece a los

espectadores un modelo de la mujer fuerte en la vida política (las intervenciones políticas de

Juana acaban en la histeria), sí ofrece la visión de una mujer que no acepta el papel de mujer

callada y sumisa. Podemos suponer que el enorme éxito popular de la película se debió al

hecho de que el histerismo de Juana haya servido de cauce para las emociones forzosamente

silenciadas de gran parte de los espectadores, y especialmente las espectadoras, en aquel año

de 1948.

Si he insistido en la representación de Juana la Loca en la pintura de historia del siglo XIX y

en las obras de Tamayo y Orduña, es porque he querido demostrar la existencia de una

tradición cultural que asocia el tema con el melodrama. Esto es importante para poder apreciar

el planteamiento muy diferente que hace Galdós. Antes de pasar a la obra de Galdós, quisiera

comentar brevemente otra representación de Juana la Loca, que también rehuye el

melodrama, aunque finalmente cae en él: el libro La reina doña Juana la Loca: estudio

histórico, publicado por el historiador Antonio Rodríguez Villa en 1892. Es casi seguro que

Galdós haya conocido el libro de Rodríguez Villa, puesto que se hizo famoso: se cita todavía

en un libro infantil, Juana la Loca, por Antonio de Obregón, publicado en 1955 en la serie

Biografías amenas de grandes figuras, cuyo subtítulo Más mujer que reina invierte las

palabras finales de Rodríguez Villa, que son: “Sus padres la hubieran querido más política y

menos amante; más Reina que mujer”. (Esta inversión nos da la medida de la diferencia entre

la posición de la mujer en las épocas premoderna y moderna respectivamente.). El estudio

histórico de Rodríguez Villa es la versión ampliada de un Bosquejo biográfico de la reina

Doña Juana formada con los más notables documentos históricos relativos á ella publicado

en 1874, tres años antes de la pintura de Pradilla pero después de la pintura de Vallés. Según

el autor, este primer libro se agotó en dos meses. El estudio histórico de 1892 tiene interés

precisamente porque el tema, tan rodeado de melodramatismo, le produce problemas al autor,

recién elegido miembro de la Real Academia de la Historia y por tanto deseoso de afirmar su

estatus como historiador erudito. Su intento de elaborar una explicación política de los

hechos, según la cual Juana habrá sido un juguete de los intereses políticos masculinos, choca

con la tendencia simultánea a echarle la culpa a Juana de la entrega de España a los Austrias,

por ser una pobre mujer incapaz de dominar sus emociones. Rodríguez Villa declara que el

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período de Juana la Loca representa “la transición de la antigua política castellana á [sic] la

nueva extranjera” (1892: 5). Cabe suponer que, para el público de finales del siglo XIX, su vida

también representa la transición desde una época premoderna en la que las mujeres podían

ejercer el gobierno sin mayores problemas, si les tocaba hacerlo, a los preámbulos de una

modernidad en la que la mujer es calificada de incapaz de intervenir en la vida pública por su

irracionalismo congénito. Rodríguez Villa empieza por declarar que el objeto de su estudio es

“no sólo la personalidad de la reina Doña Juana, sino también la explicación de graves y

trascendentes sucesos que por el anómalo estado de aquella señora ocurrieron en su tiempo en

España”. De esta manera, afirma su profesionalidad como historiador académico (la

personalidad de Juana la Loca evidentemente no es un asunto “grave y trascendente” a menos

que no se relacione con los acontecimientos políticos) y, a pesar de echarle la culpa a Juana

del traspaso de la corona a los Habsburgo, por lo menos califica a su estado de “anómalo”, lo

cual hace suponer que la locura es “anómala” en una mujer. Al encarnar Juana la Loca lo

anómalo de la historia nacional, es decir, su “ocupación” por los Austrias, ella se convierte en

síntoma de la imposibilidad de mantener la visión providencialista de la historia nacional, tan

laboriosamente elaborada por los historiadores decimonónicos. De ahí precisamente su

fascinación.

El eje central del estudio histórico de Rodríguez Villa es la rebelión de las Comunidades,

como también lo es en la obra de Galdós. Los capítulos 7, 8 y 9 del estudio de Rodríguez

Villa se titulan respectivamente: La reina Doña Juana desde el fallecimiento de su padre

hasta las Comunidades de Castilla, La reina Doña Juana y las Comunidades de Castilla, y

La reina Doña Juana de la disolución de las Comunidades hasta su muerte. Aunque

Rodríguez Villa no expresa una opinión definitiva sobre si Juana fue realmente loca o no, en

la práctica desdice la idea de que la locura de Juana fuera “un estado anómalo”, al afirmar que

fue “impropiamente denominada la Loca” (1892: 6) puesto que sólo tenía celos (1892: 407-8).

De esta manera, Rodríguez Villa termina por suponer que las emociones excesivas de Juana

son “normales” en una mujer: las mujeres parecen locas aunque no lo sean, por dejarse llevar

de las emociones. El final de su estudio es interesante puesto que abandona el discurso

profesional y científico que caracteriza el resto del libro, para terminar como si fuera autor de

novela romántica. Sus palabras finales son (aquí cito el párrafo entero): “Así sucedió con

nuestra heroína [sic]. Sus padres la hubieran querido más política y menos amante; más hija y

menos esposa; más Reina que mujer. Fué loca, sí, pero loca de amor” [cursivas en el texto

original]. El ilustre miembro de la Real Academia de la Historia se deja contagiar del

melodramatismo de Tamayo, al citarle textualmente en las últimas palabras de su estudio

pretendidamente científico.

De esta manera vemos cómo la historia de Juana la Loca pone en tela de juicio la

metodología historiográfica, al obligar al historiador a reconocer que la vida privada no puede

separarse de la vida política, y que la historiografía tiene que reconocer la importancia de las

emociones.7

Con esto podemos empezar a formarnos una idea del porqué del interés de Galdós por la

figura de Juana, puesto que su historia se presta a la visión “intrahistórica” de éste,

reivindicada en sus novelas históricas y en novelas contemporáneas como Ángel Guerra,

según la cual la historia consiste en la complicada interrelación de la vida privada con la vida

pública. El rechazo galdosiano del melodramatismo de las representaciones pictóricas y

teatrales de Juana la Loca es tan extremo que en Santa Juana de Castilla apenas ocurre nada.

Esto lo observaron algunos críticos de la época: por ejemplo, Manuel Machado, escribiendo

en El Liberal el 9 de mayo de 1918, quien se queja de “la superabundante lentitud” de la obra,

aunque también habla de “este drama sobrio y fuerte” (Berenguer 1988: 480). Lo más

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sorprendente es que Felipe no aparece en toda la obra, puesto que Galdós ha elegido

dramatizar sólo los últimos días de vida de la reina. Más sorprendente todavía, Felipe apenas

figura entre los recuerdos de Juana, cuya memoria está más bien ocupada por los

acontecimientos políticos. La conferencia de José-Carlos Mainer en este mismo Congreso

Galdosiano nos ha recordado las repetidas escenas de locura femenina en el teatro galdosiano.

Pero en su obra de teatro sobre Juana la Loca apenas hay escenas de locura, y las que hay son

evocaciones políticas de su madre Isabel la Católica y de su hijo Carlos V. Teniendo Juana ya

75 años en la obra, es difícil que haya mucha acción; en el último acto, la protagonista está en

su lecho mortuorio y al final muere. El papel tiene que haber sido difícil de interpretar,

incluso para una actriz tan profesional como lo fue Margarita Xirgú, cuya interpretación fue

muy elogiada por los críticos (Berenguer 1988), aunque Manuel Machado (más severo que los

demás críticos) se quejó del excesivo realismo de su actuación en el lecho de muerte. Cabe

suponer que la interpretación del papel de “Santa Juana de Castilla” por una actriz catalana,

cuyos antecedentes humildes eran bien conocidos, puede haber prestado unos matices

interesantes a la valoración de la representación por parte del público, puesto que desde 1917

las reivindicaciones catalanistas dominaban el panorama político, y la huelga general de 1917,

aunque fracasada, había producido el espectro de una revolución proletaria que se hiciera eco

de los acontecimientos en Rusia. También hay que tomar en cuenta las críticas a la monarquía

en aquellas fechas.

Dadas estas circunstancias, es difícil saber exactamente cómo interpretar el segundo acto

de la obra de Galdós, en el que Juana se escapa de su “prisión” en Tordesillas para visitar un

pueblo humilde del entorno castellano, cuyos habitantes la incitan a proclamar un “Estado

nuevo” – papel que rechaza, prefiriendo “acabar mis días en la obscuridad” (Pérez Galdós

1942: 1383). Según la observación perspicaz de Alan Smith,8 el segundo acto de la obra

termina con la imagen llamativa del cuerpo de Juana la Loca llevado en andas por los

campesinos del pueblo castellano visitado, lo cual evoca la visión intrahistórica unamuniana

según la cual el motor de la historia lo constituyen no las grandes figuras históricas –los

reyes– sino el pueblo humilde. Sin embargo, es difícil interpretar esto como una profesión de

fe en la fuerza del pueblo como agente histórico, puesto que, en Santa Juana de Castilla, el

pueblo castellano, a pesar de sus inclinaciones rebeldes, acepta devolver a Juana a su vida

retirada en Tordesillas, como súbditos fieles y mansos. Y, aunque Galdós tuvo que respetar

los hechos históricos, haciendo que Juana muriera en su cautiverio, lo cierto es que la

representa como responsable de la decisión de volver a la vida recluída, y no como obligada a

hacerlo en contra de su voluntad. La figura de Juana resulta por ello tan ambigua como en la

obra de Tamayo, puesto que anhela la solidaridad con el pueblo, pero no quiere salir de su

papel de víctima de la historia: es decir, papel de mujer.

Al igual que Tamayo, Galdós no puede representar directamente la rebelión de las

Comunidades, en este caso porque la acción se desarrolla en fechas posteriores; pero la

incorpora a través de los recuerdos de Juana y de los campesinos del pueblo castellano

visitado, los cuales se convierten en herederos del espíritu anti-centralista y anti-habsburgo de

los Comuneros. Es notorio el uso de los Comuneros por parte de políticos de diferentes

ideologías, quienes les han visto como precursores o del socialismo o del corporatismo

fascista. Después de rodar Locura de amor, Orduña llevó a la pantalla la historia de los

Comuneros en La leona de Castilla de 1951, que recrea otra pintura de historia decimonónica

famosa: Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo, pintado por Antonio

Gisbert en 1860 y comprado por el Congreso de los Diputados, donde Galdós tiene que

haberla visto (Díez 1992: 188-95). Llama la atención el hecho de que la obra de Galdós hace

referencia a un acontecimiento histórico conocido a través de una pintura de estilo muy

diferente al de las pinturas de Juana con el cadáver de Felipe: es decir, Galdós rehuye la

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asociación con las pinturas de historia de estilo melodramático, y entabla una asociación

implícita con una pintura de estilo clásico y realista. (En Santa Juana de Castilla, el

campesino Peronuño y la reina Juana mencionan explícitamente la ejecución de Padilla,

Bravo y Maldonado en Villalar, tema del cuadro.)

El segundo acto de la obra, en el que Juana se escapa al campo castellano, se entronca

evidentemente no sólo con la visión intrahistórica unamuniana, sino también con el

excursionismo noventayochista, y con la exaltación de los valores supuestamente sencillos y

nobles del campo castellano que encontramos en determinadas obras de Unamuno, Azorín y

Antonio Machado. Al igual que Antonio Machado en Campos de Castilla, Galdós evoca el

trabajo duro de los campesinos, especialmente el de la mujer campesina encarnada en el

personaje cómico Poca Misa, quien nunca puede escuchar una misa completa porque tiene

que trabajar sus tierras para dar de comer a sus hijos. Poca Misa hace el papel de la Marta

bíblica, quien cumple con Dios mediante el trabajo (hay que recordar que la Biblia le da la

preferencia a María, para la cual es más importante escuchar a Cristo). El personaje de Poca

Misa, al igual que el del niño Sanchico quien supuestamente recibe clases de latín de un fraile,

el cual realmente le enseña a manejar las armas, da un tono cómico a este segundo acto clave,

justificando la denominación ‘Tragicomedia en tres actos’ que Galdós da a la obra. Con esta

denominación, vemos nuevamente el empeño de Galdós de apartarse del tratamiento

melodramático –hipertrágico– del tema en representaciones anteriores.

Lo cual no impide que el tratamiento de Juana no sea serio. Al llamarla “Santa Juana de

Castilla”, Galdós no sólo asocia a Juana con el espíritu noventayochista, en su rechazo de la

modernidad industrial y de la politiquería parlamentaria: vale la pena observar que la alianza

de Juana con los campesinos castellanos representa una especie de mesianismo político,

pregonado por algunos escritores noventayochistas (y más tarde, aunque con fines distintos,

por el fascismo). Al santificar a Juana, Galdós la relaciona con las disputas religiosas de la

Contrarreforma. La obra soslaya el tema amoroso para insistir en el tema de la intolerancia

religiosa, tema de obras dramáticas anteriores de Galdós. En Santa Juana de Castilla, la

locura de Juana, más que “locura de amor”, es la locura elogiada por Erasmo en su libro

Elogio a la locura, libro que Juana lleva en su persona y que dice haberle sido regalado por

Erasmo en Flandes. La discordia matrimonial entre Felipe y Juana se convierte en el

desacuerdo religioso: si Felipe representa el catolicismo intransigente fundado en el odio,

Juana encarna el espíritu de la caridad: es decir, el amor en su manifestación pública más que

privada. Acusada de herejía por negarse a asistir a las ceremonias religiosas, Juana insiste en

que cumple con sus deberes cristianos a través de sus actos: concretamente, mediante la

renuncia al mundo y la práctica caritativa. Aquí la obra establece una alianza entre Juana y la

campesina Poca Misa, puesto que las dos practican la virtud en su conducta diaria, haciendo

contraste que la Marquesa de Denia (esposa del “carcelero” de Juana), para la cual la

religiosidad consiste en asistir a las ceremonias religiosas vestida de lujo para ostentar su

riqueza, riqueza además robada de Juana, quien no se queja del expolio. Juana demuestra su

espíritu caritativo al dotarle a Poca Misa de dinero para el sustento de sus hijos.

La obra de Galdós se centra en la llegada a Tordesillas del jesuita y futuro santo Francisco

de Borja, anteriormente Duque de Gandía, enviado por Carlos V para reconciliar a su madre

con la Iglesia Católica. (En la realidad, Francisco de Borja fue enviado por la nieta de Juana,

también llamada Juana, cuando su abuela se negó a recibirla.) El hecho histórico de la visita a

Juana la Loca por Francisco de Borja le permite a Galdós establecer un paralelo y contraste

entre los dos: si Juana ha aceptado la renuncia al mundo que le fue impuesta al ser declarada

incapacitada para gobernar, el episodio más conocido de la vida de Francisco de Borja es su

renuncia al mundo al ver el cadáver corrupto de la difunta mujer de Carlos V, Isabel de

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Portugal, conocida por su belleza, al acompañar su féretro a Granada para ser enterrada en

1539. Al abrirse el féretro, se le atribuyen al futuro santo las palabras: “Nunca, nunca más a

servir a un amo que se me pueda morir”; poco después entró en la orden de los jesuitas. Este

episodio fue consagrado por Goya en un cuadro que se halla en la catedral de Valencia, y por

otra conocida pintura de historia decimonónica, Conversión del Duque de Gandía, pintada por

José Moreno Carbonero en 1884. El cuadro de Moreno Carbonero ganó un premio en la

Academia de Roma, y fue expuesto en Madrid y en las exposiciones universales de Munich,

Viena, Chicago y París, ganando varias medallas de oro. Un boceto fue comprado por el papa

León XIII, y el cuadro fue copiado por varios pintores contemporáneos (Díez 1992: 388-95).

El contraste con la historia de Juana es evidente, puesto que la locura de ésta consistió en

negarse a separarse de los restos mortales de su marido. Pero en ambos casos el resultado es la

renuncia a la vida cortesana y política, puesto que Francisco de Borja abandona el servicio de

Carlos V y Juana es privada del gobierno del reino. En su lecho mortuorio, Juana predice la

futura renuncia al mundo de su hijo Carlos V, al retirarse al monasterio de Yuste.

Es imposible no relacionar esta insistencia en el tema de la renuncia al mundo con la vida

personal de Galdós, quien salió al escenario después del estreno de la obra, para recibir los

aplausos del público por última vez. Pero su militancia anticlerical no ha disminuido. Al

escaparse de su prisión para unirse con el pueblo, Juana se convierte en una santa poco

ortodoxa al repetir las palabras de Cristo: “Dejad, dejad que los niños se acerquen a mí”

(Pérez Galdós 1942: 1382).9 Al igual que Electra en la famosa obra teatral galdosiana de 1901

que provocó disturbios anticlericales, Juana está sometida a la vigilancia continua: a lo largo

de la obra, está rodeada de espías dispuestos a denunciar cualquier acto sospechoso de

heterodoxia. Curiosamente, Galdós no cuestiona la santidad de Francisco de Borja, sino que la

aprovecha para legitimar su denuncia de la intolerancia religiosa: al entrar en escena por

primera vez el jesuita, la acotación le describe como “un espíritu superior” (Pérez Galdós

1942: 1380), y éste confirma ante Juana la compatibilidad de las ideas erasmianas con la

doctrina católica. También es Francisco de Borja quien califica de “santa” a Juana la Loca,

por haber sufrido sin quejarse de sus opresores (Pérez Galdós 1942: 1385).

Esto introduce una nota ambigua en la obra. Si por un lado Francisco de Borja y Galdós

reivindican a la mujer que ha sido excluida de la vida pública, por otro lado sugieren que su

santidad consiste en la aceptación de dicha exclusión, es decir, la aceptación del papel de la

mujer confinada a la vida privada. En este sentido Galdós, al santificar a Juana, consagra el

modelo burgués moderno de la diferencia sexual. Desde luego, la santidad de Francisco de

Borja no le impide moverse libremente en la esfera pública, por ser hombre. A pesar de que la

obra insiste en los recuerdos políticos de Juana y no en sus recuerdos amorosos, el mensaje

parece ser que su santidad consiste en la renuncia al ejercicio del poder. Al final de la obra,

cuando Juana finalmente expira, el homenaje que le rinde Francisco de Borja la vuelve a

insertar dentro del esquema de su trágica vida sentimental: “Tú que has amado mucho sin que

nadie te amase […] sin que nadie endulzara tus amargores con las ternuras de familia” (Pérez

Galdós 1942: 1389). Así que la tragedia de Juana la Loca resulta ser el no haber podido

realizar el papel de esposa y madre, al cual su capacidad extraordinaria de amor la destinaba.

Parece que el público está invitado a aplaudir la renuncia de Juana a ocupar la posición de

líder político que le exige el pueblo con estas palabras: “Su Alteza será reina efectiva de

Castilla cuando ella se determine a cambiar su cristiana mansedumbre por una ambición

gallarda más conforme con los deseos de su pueblo” (Pérez Galdós 1942: 1383).

Podemos preguntarnos por qué Galdós santifica a Juana al preferir la cristiana

mansedumbre (la renuncia al poder) a la rebelión. Posiblemente aboga con esto por una

monarquía con un rol político reducido o incluso por su abolición: es conocida la actuación

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política de Galdós a favor del republicanismo en las últimas décadas de su vida. Lo que sí está

claro en la obra es la crítica a la política imperialista de Carlos V en el norte de África,

política a la cual Alfonso XIII estuvo estrechamente vinculado, y que provocaría el golpe de

Miguel Primo de Rivera en 1923, ya muerto Galdós. Pero desde el punto de vista de la

representación de la mujer, la santificación de Juana por renunciar a sus derechos políticos es

decepcionante. Es difícil saber cómo interpretar el delirio final de la protagonista, al dialogar

en su lecho mortuorio con su madre Isabel la Católica, contrastando el activismo político de

ésta con su propia insignificancia. Cuando Francisco de Borja comenta que “Erasmo celebra

la locura llamando locos a los grandes héroes que han enaltecido la humanidad”, entre ellos

Isabel la Católica, Juana le contesta: “Por esto yo no me tengo por loca, pues en mi larga vida

nada he podido hacer que se destacara de lo común y vulgar” (Pérez Galdós 1942: 1387).

¿Nos quiere decir Galdós con esto que la loca fue Isabel la Católica, y no Juana quien, en la

versión galdosiana de su historia, acepta el papel sumiso de la mujer? Si es así, el comentario

tiene una evidente validez política, al criticar la ideología imperialista encarnada en la persona

de Isabel la Católica, y reivindicada por los políticos y militares de derechas como glorioso

destino nacional, sobre todo a partir del ‘desastre’ colonial de 1898. Pero, con esto, Galdós le

libra a Juana del papel de chivo expiatorio de la historia nacional, por haber sido responsable

de la entrega de España a los Austrias, sólo para echarle la culpa a otra mujer.

He titulado esta comunicación “La modernización de Juana la Loca” no sólo por querer

trazar las sucesivas representaciones de su figura en la época moderna, sino sobre todo por

querer demostrar que dichas representaciones reducen la figura de Juana a la esfera privada a

la cual la mujer fue confinada por la modernidad. Si, por una parte, las representaciones

melodrámaticas de las pinturas de historia, y de Tamayo y Orduña, limitan la tragedia de

Juana a su vida amorosa, sin embargo el mismo exceso melodramático de estas obras atrae la

atención a las injusticias cometidas contra ella, al privarla del poder. Al rehuir el melodrama,

la obra de Galdós subordina el tema amoroso a la denuncia de la intolerancia religiosa y a la

alegoría política, pero la consecuencia es la santificación de Juana por aceptar la pérdida del

poder. Al igual que lo hizo anteriormente con Tristana, Galdós le permite a Juana intentar

escaparse de su prisión, para luego elegir libremente terminar sus días en ella: algo que, en el

caso de Tristana, le valió a Galdós una fuerte crítica de parte de su colega y ex-amante Pardo

Bazán (1981: 135-42).

Pierre Bourdieu (1989) ha señalado que los productos culturales se califican de cultura de

élite o de cultura popular, no según sus cualidades artísticas, sino según quienes los consumen

y su modo de consumo. Si la cultura de élite se distingue por el distanciamiento estético de

parte del público, la cultura popular es aquélla que provoca la participación sentimental o

incluso física. De ahí, que según ha demostrado Andreas Huyssen (1986: 135-42), la cultura

de élite se asocia con lo masculino (distanciamiento crítico) y la cultura popular con lo

femenino (identificación sentimental). El melodramatismo de las pinturas de Pradilla y Vallés

les permitió llegar, sobre todo la de Pradilla, a un público amplio, a pesar de haber sido

producidas para un público culto. Sus obras, como las de Tamayo y Orduña, terminan con la

muerte de Felipe, dejando el campo abierto para que los espectadores se identifiquen con

Juana en su patética locura. El resultado es una feminización del público. Al depurar la figura

de Juana la Loca de todo melodramatismo, Galdós eleva la categoría artística de su obra pero

imposibilita la identificación sentimental. Santa Juana de Castilla termina con la muerte de su

protagonista femenino, convertida en objeto de la mirada de Francisco de Borja, cuyo punto

de vista coincide con el de los espectadores. En este caso se produce una masculinización del

público. Por algo el melodrama, que invita a la identificación femenina, ha sido reivindicado

en los últimos años por la crítica feminista. Por algo también, las grandes novelas de Galdós,

y aquí me disculpo por confirmar el canon, son aquéllas de los años 80 que combinan el

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manejo de las estructuras melodramáticas con una visión crítica de las mismas, permitiendo

una respuesta a la vez estética y afectiva.

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NOTAS

1 Aquí quisiera reconocer la investigación llevada a cabo por mi estudiante doctoral, Celia Martín, sobre la

representación en diversos medios de mujeres históricas españolas; entre ellas, Juana la Loca. Le agradezco

algunos de los datos mencionados en esta comunicación.

2 Curiosamente, el tema ha vuelto a estar de moda en los tiempos recientes, con el ballet flamenco de Sara

Baras, estrenado en Madrid en febrero de 2001, sobre ‘las emociones de Juana la Loca’, y la película de

Vicente Aranda, Juana la Loca, estrenada en septiembre de 2001. La publicidad anticipada para la película

de Aranda, originalmente titulada La locura de amor, anuncia que el director ve a su protagonista ‘como

una enferma mental y, al mismo tiempo, simplemente como una mujer a la que le gustaba el sexo’ (‘La

locura de amor’ 2001). Efectivamente, la película hace caso omiso de las dimensiones políticas de la

historia de Juana, representada como un caso de amor obsesivo, tema predilecto de la obra cinematográfica

de Aranda. Parece que la modernización de Juana la Loca, que reduce su drama a la vida privada, ha

llegado a ser completa.

3 Para un excelente estudio foucauldiano de la relación entre medicina y control social, ver Álvarez-Uría

(1983).

4 Aquí reconozco mi deuda para con otra alumna, Anja Louis, cuya tesis doctoral estudia la obra de Carmen

de Burgos desde la perspectiva de la teoría legal feminista.

5 La misma imagen de Juana, plagiada del cuadro de Pradilla, aparece en el cartel de la película muda Locura

de amor, de Ricard de Baños (1909); también fue elegida para la portada del catálogo de la exposición de

pintura de historia del siglo XIX español, montada por el Museo del Prado, en 1992-93 (Díez 1992). Sería

interesante averiguar si Galdós llegó a ver la película de Baños. Existe otra versión cinematográfica muda,

también titulado Locura de amor, dirigido por Manuel Villar en 1926.

6 Para una discusión de la representación de la mujer en el cine del primer franquismo, ver Labanyi (2000b).

7 Es interesante notar que otro miembro de la Real Academia de la Historia, Manuel Fernández Álvarez, se ha

dejado seducir por el tema de Juana la Loca, con su reciente biografía Juana la Loca: La cautiva de

Tordesillas (2000). En agosto de 2001, el libro había alcanzado la undécima edición; también lleva en la

portada la figura de Juana representada en la pintura famosa de Pradilla.

8 Intervención de Alan Smith en el debate que tuvo lugar al final de esta comunicación en Las Palmas el día

23 de marzo de 2001.

9 Aquí Juana hace eco de otra santa heterodoxa galdosiana, Benina, la protagonista de Misericordia, quien se

apropia igualmente de las palabras de Cristo. Esta observación también se la debo a Alan Smith, en su

intervención en el debate sobre esta comunicación en Las Palmas de Gran Canaria.

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