GALDÓS FRENTE AL DISCURSO MODERNISTA DE LA

MODERNIDAD. POR UNA LECTURA COMPLEJA DEL

REALISMO

Joan Oleza

De Benet a la Triple Alianza

Apenas conocía nadie a Juan Benet como novelista cuando ya su ensayo, La inspiración y

el estilo (1966), ejercía una influencia decisiva en la nueva promoción de escritores y de

críticos de los 70. En sus páginas Benet se dirigía a la historia de la literatura, especialmente

la española, para buscar en ella su más abyecto especímen, “la más servil y estéril de todas las

artes, la novela naturalista y el costumbrismo en todos los niveles” (105). Unos años más

tarde, e invitado Benet por Pedro Altares a colaborar con un artículo en un homenaje a Galdós

que preparaba la revista Cuadernos para el Diálogo, contestó en carta abierta con estas

palabras: “debo informarle que quienquiera que le haya insinuado la conveniencia de mi

participación en forma de un artículo sobre Galdós, ha estado muy desafortunado: mi aprecio

por Galdós es muy escaso, solamente comparable –en términos cuantitativos– al

desconocimiento que tengo de su obra, a la que en los últimos años me he acercado [...] tan

sólo para cerciorarme de su total carencia de interés para mí [...] Ni le sorprenderá [...] que

observe el culto a Galdós [...] como una desgracia nacional” (1983).

La acusación más agria que Benet dirigió al realismo, aparte de su impresentable aspecto

“tabernario”, radicaba en la subordinación del estilo a la información y al argumento. “Yo

creo –escribía en 1966– que los valores literarios son independientes de los servicios

informativos” (127). Con Balzac nació todo un género de novela informativa que

afortunadamente hoy, a la vuelta de cien años, “yace hecha añicos” decía Benet. “La novela

informativa ha terminado [...] Murió el naturalismo y se agotó la novela realista y social

–porque su información interesa a muy poca gente– sin dejar otra huella que un breve

momento de febril interés y una secuela de fraudulentas intromisiones” (128). “Aquí rozamos

uno de los grandes temas del problema del estilo –insiste más adelante (135) –: el que la cosa

literaria sólo puede tener interés por el estilo, nunca por el asunto.” El asunto, el tema, el

argumento, los hechos, la información sobre ellos, componen el conjunto de antagonistas del

estilo, las armas del historiador, y en la lucha entre la información y el estilo, la novela sólo

puede aceptar un ganador. Por ello mismo cuanto mayor sea el interés histórico de los hechos

contados más difícil será la labor del novelista.

En términos globales es difícil encontrar una poética más hostil a los Episodios Nacionales

de Galdós que la que enuncia Benet en 1966, tanto más cuanto la novela histórica galdosiana,

a diferencia del modelo dominante en el Romanticismo, no busca entretejer la ficción con

momentos históricos de menor relieve, sino que acepta gustosa el desafío de los

acontecimientos culminantes de la historia: el motín de Aranjuez del 19 de marzo, la

insurrección popular del 2 de mayo, la batalla de Bailén o la huida del Rey José con el

producto de su saqueo, la entrada de los Cien mil hijos de San Luis, la degollina de jesuitas en

Madrid, las guerras carlistas, el asesinato de Prim o el fracaso de la monarquía experimental

de Amadeo I. Es cierto que son bastantes los Episodios en que predomina el clima de un

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momento sobre sus acontecimientos más relevantes, o en que estos pasan a un segundo plano,

y son más evocados que desarrollados narrativamente, pero no es menos cierto que el designio

de conjunto que estructura toda la cronología del XIX en cinco series es el de dar cuenta

novelescamente de la historia de España por medio de los acontecimientos decisivos

ocurridos en cada uno de los períodos que la secuencian, desde la Corte de Carlos IV hasta la

Restauración, sin dejar ninguno fuera. La novela histórica galdosiana no rehuye ni el

contenido informativo ni el extraordinario interés de los acontecimientos históricos: nadie que

los haya leído podrá olvidar fácilmente algunas de las escenas más intensas de la narrativa

galdosiana, centradas precisamente en acontecimientos tan puros, tan densos en su condición

de acontecimientos, como el del apresamiento y final naufragio del Santísima Trinidad, como

la insurrección popular del 2 de mayo y los terribles fusilamientos nocturnos, o como la

derrota francesa de la llanada de Victoria y el espectáculo dantesco de la corte afrancesada

entregada al pillaje y a la violencia de los vencedores.

Son los Episodios Nacionales de Galdós, de hecho, los que configuran en gran medida el

conjunto de presuposiciones de la novela histórica moderna en España, lo que en otro lugar

(Oleza, 2000), y referido a Max Aub, yo denominé “sus condiciones de felicidad”, las

condiciones que en la situación de enunciación discursiva hacen posible que la novela

histórica cumpla su doble papel de novela y de historia. Son presupuestos que autor y lectores

comparten, como el de la historicidad efectiva de los acontecimientos narrados, como el del

respeto a la “sucesión lógico-cronológica” de los mismos, como el de la “ficcionalidad

limitada” por las restricciones que imponen las referencias aceptadas como históricas por los

lectores, o como el de “la iniciativa de lo histórico sobre lo ficticio”. No puedo detenerme en

el análisis del cumplimiento de cada una de estas presuposiciones en los Episodios

Nacionales, pero sí me gustaría detenerme por un momento en una de ellas, al hilo de la

discusión con Juan Benet, la que llamé “presuposición de narratibilidad”.

En general, cuando se cuenta algo a alguien es porque se presupone que puede interesarle,

según una consensuada regla de la pragmática conversacional, que Marie L. Pratt (1977) al

reconvertirla en instrumento de la crítica literaria, bautiza como “tellability”, es decir,

“narratibilidad”. En la narración literaria los lectores ceden su turno de palabra, prestan su

oreja, como diría Shakespeare, y no su voz a la comunicación confiados en que esa cesión

valdrá la pena y será recompensada, pues se presupone que lo que va a narrar el narrador es

atractivo narrativamente, narrable. Los Episodios Nacionales narran el penoso acceso de

España a la Modernidad, a través de los múltiples conflictos entre las fuerzas antagónicas del

absolutismo y de la libertad, pero cada uno busca un momento muy identificado de este largo

proceso, Trafalgar, la conspiración del príncipe Fernando contra Godoy y sus padres, la

insurrección popular primero contra Godoy y después contra el ejército francés de ocupación,

las batallas de Bailén y los Arapiles, los sitios de Zaragoza y Gerona, la acción guerrillera de

El Empecinado o la constitucional de las Cortes de Cádiz, esos son los momentos y las

acciones que Galdós selecciona de entre todas las posibles del período transcurrido entre 1805

y 1812, confiando en su narratibilidad, entre otras razones. Si para empezar elige la batalla

naval de Trafalgar, anterior a la guerra de la Independencia que centrará la Primera Serie, es

porque la sitúa al mismo nivel de narratibilidad que momentos culminantes como el 2 de

mayo o Bailén, y si presupone ese interés narrativo es porque también presupone que ese

momento fue decisivo para la lógica con que él, Galdós, trató de explicar la dialéctica entre

absolutismo y libertad en el marco de un proceso que no quiso comenzar con la guerra contra

los franceses sino con el enfrentamiento histórico de afrancesados y absolutistas. Nada

extraño resulta pues que la guerra de la Independencia, aparentemente el centro de la primera

serie, se demore hasta el tercer episodio y que cuando irrumpa con los terribles sucesos del 2

de mayo sea a través de la puerta abierta por el asalto del 19 de marzo al palacio de Godoy en

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Aranjuez, vinculando de este modo la lucha contra la ocupación al conflicto previo entre las

fuerzas del Antiguo Régimen y los partidarios dieciochescos del despotismo ilustrado.

Pero la triple reprobación de Benet contra la novela de interés histórico y argumental,

contra el realismo español, y contra la obra de Galdós, no era un capricho personal ni un

hecho aislado, puede encontrarse un desprecio equivalente en Julio Cortázar, por ejemplo

(Rodríguez Puértolas, 1975), o en algunos de los más representativos escritores de los 70, sino

el momento teórico más característico de una norma literaria dominante que se impuso en

España en la mitad de los sesenta gracias a una triple alianza, la que conformaron por un lado

la figura de oráculo de Juan Benet, como el más puro heredero del simbolismo internacional,

por otro algunos de los más significativos escritores, novelistas, sobre todo, de los 50,

empeñados ahora en un giro que los llevaría desde el realismo social a la metaficción y la

narrativa experimental, y que encontraron en Juan Goytisolo a su guía más empecinado, y por

último la práctica creativa, poética, sobre todo, de los novísimos, audaz, agresiva, brillante, y

mucho más plural de lo que acertó a ver su primer antólogo, pero que entonces concitó si no

entre los lectores sí entre los críticos adhesiones de conjunto.

El triple frente configurado por la evolución interna de ex-realistas como Goytisolo, Barral

o Castellet, novísimos como Gimferrer o Azúa, y partidarios del gran estilo como Benet

reinvindicaba la herencia simbolista-modernista, proclamaba la emancipación del lenguaje

poético, dentro de la emancipación general del lenguaje con respecto a la realidad, se

pronunciaba por la vanguardia como experimentación más que como ruptura ideológica, y

sometía a la realidad española contemporánea a un estado de clandestinidad literaria. Todo lo

real era susceptible de sospecha. La agresividad desencadenada contra el realismo social de

los 50 suscitó una prevención generalizada contra toda actitud realista, fuera social o no. El

concepto mismo de realismo quedó maldito y a los novelistas les hacía despertarse

sobresaltados, por la noche, la pesadilla de haber sido acusados de realistas, no de forma muy

distinta a como el ruido de pisadas y el temor a la brigada político social despertaba

aterrorizados a los militantes antifranquistas. Galdós fue confinado en Siberia y excluido del

canon modernista.

Pero para que se impusiera de forma tan rotunda la nueva norma estética hacían falta, sin

embargo, otros apoyos, vinculaciones al contexto internacional, al estado de la crítica y de la

teoría literaria, a las corrientes ideológicas dominantes. Uno de los fundamentos más

determinantes de la nueva norma estética lo había percibido claramente Juan Goytisolo, bien

informado por aquellos años de las posiciones teóricas de estructuralistas y “tellquellistes”

parisinos, me refiero a la consolidación en toda Europa, con capital en París, de un paradigma

teórico sustentado sobre el principio de la función poética jakobsoniana, sobre la diferencia de

naturaleza del lenguaje poético respecto de otros lenguajes, sobre el imperio del lenguaje en el

conjunto de la actividad humana, aceptado o denunciado, que en esto las posiciones variaban

mucho, de un Greimás o un Chomsky, por ejemplo, a un Foucault, y consecuentemente sobre

la autosuficiencia del lenguaje poético y la clausura del texto artístico respecto de la realidad y

la vida. Era el paradigma formalista-estructuralista-semiótico que se impuso plenamente en la

teoría literaria entre 1920 y 1970, aproximadamente, en convergencia con la revolución

formalista de la Lingüística General y con su proclamación de la primacía de la fonología o de

la sintaxis. Los teóricos y críticos literarios más influyentes, R. Barthes de forma muy

especial, instituyeron un canon literario eminentemente afrancesado y con su columna

vertebral dibujándose entre el romanticismo alemán, el decadentismo-simbolismo francés, el

modernismo internacional, la vanguardia de los años 20 y la neo-vanguardia de los 60:

Baudelaire, Rimbaud, Lautreamont, Mallarmé, Valéry, Saint John Perse, E. Pound, o

T.S.Eliot, eran los grandes nombres de la poesía, el Flaubert no realista, el Gide de Les Faux

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Monnayeurs, Robert Mussil, Franz Kafka, Marcel Proust, James Joyce, o Samuel Beckett, los

grandes de la novela; G. Bataille, M. Blanchot, el grupo Tel Quel, y en especial la joven

Kristeva, R. Barthes, Lévi-Strauss o J. Lacan, dominaban el mundo del pensamiento literario.

Este canon y esta poética encontraron otro apoyo decisivo en una corriente ideológica de

gran impacto en la intelectualidad progresista europea, la llamada Escuela de Francfurt. De T.

W. Adorno a H. Marcuse elaboraron una teoría de la modernidad estética que, con base en la

sociología de Max Weber, y en la tradición de la estética idealista alemana, ha dominado el

discurso crítico de la Modernidad, o si se quiere ser más preciso: el discurso modernista de la

Modernidad.1

El discurso modernista de la modernidad

Este discurso modernista de la Modernidad fragua y se asienta a medida que fragua

también la crisis de la misma, con los efectos de la resaca de la Segunda Guerra Mundial en la

conciencia moral de Occidente. Desde mitad hasta final del siglo XX este discurso crece en

caudal y en acarreos y arrastra consigo voces nuevas, desde la teoría crítica y el

estructuralismo hasta el postestructuralismo y un sector del postmodernismo, congregando los

flujos dispersos de una historia de dos siglos en un solo cauce. A medida que la Modernidad

se somete a crítica esta misma crítica fabrica el cauce, fija su imagen y su flujo, traza su

retrato robot, el que ha de permitir definir nuestra propia posición frente a ella. Una operación

de la voluntad de poder, en suma, como Nietzsche caracterizó las operaciones del saber: no se

conoce por el placer de conocer sino por el designio de dominar lo conocido. Sólo que ahora,

este conocimiento que el discurso de la Modernidad produce sobre el cuerpo de la misma

Modernidad no es para vigilarla ni para castigarla, sino para enterrarla, puesto que acaba

celebrando sus funerales.

El origen reconocido de este discurso lo fijaron Adorno y Horkheimer en el pensamiento

de Max Weber y sus últimas cláusulas siguen enunciándose hoy mismo, a menudo en la

propia bibliografía galdosiana de los últimos años. Como el tiempo es corto y el discurso

vasto permítanme ustedes la libertad, en espera de poder presentárselo en más amplia escala,

de reducirlo a doce enunciados sintéticos, seis sobre el proceso general de la Modernidad y

otros seis sobre su orden estético. Comencemos:

La Modernidad supone un deshechizamiento del mundo (Max Weber) que se verifica por

un proceso generalizado de racionalización, que tiene por objetivo emancipar a la humanidad

del reino de la necesidad, convertir a hombres y mujeres en señores del mundo, liberar el

pensamiento de toda restricción heredada. Pero este objetivo, maduro ya en la Ilustración, no

ha conducido en el siglo XX a un universo de mayor libertad sino, como escriben Adorno y

Horkheimer (Dialéctica de la Ilustración), a una “triunfal calamidad”, la que aflora

trágicamente en Auschwitz, en Hiroshima, en el Gulag, en la sociedad de masas. Ello se debe,

fundamentalmente, a que a lo largo del proceso se impone una racionalidad “con arreglo a

fines”, según Weber, una racionalización “instrumental”, según Horkheimer, de orden técnico

y estratégico, orientada a asegurar la eficiencia del sistema pero despreocupada de los valores

que deben sustentarlo e incluso de sus objetivos primarios, sobre los que no se pregunta. Esta

desvinculación de valores y objetivos convierte a la razón en instrumento disponible para

quien tiene la capacidad de apropiársela, con lo que paradójicamente esa razón instrumental

acaba por escapar a todo control posible de la razón. Esta razón instrumental se expresa de

forma privilegiada en el despliegue de la economía capitalista y del estado burocrático

moderno.

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En la Modernidad, la desintegración de una razón totalizante, bien religiosa o bien

metafísica, que era capaz de fundar el sentido del universo y de arbitrar los conflictos entre las

diferentes instituciones y prácticas sociales, se resuelve en ámbitos de razón autónomos,

ámbitos como el científico o de la verdad, el práctico-moral o de la utilidad, y el estético o de

la belleza, disociados los tres entre sí, cada uno con su propia pretensión de validez universal,

cada uno con sus propias instituciones y sus propios grupos profesionales que los gestionan,

cada uno con sus propios intereses, de manera que entran frecuentemente en conflictos que ya

no encuentran un poder de arbitraje. La Modernidad, disociada así en culturas de expertos

enfrentadas, pierde su capacidad de fundar sentido (Weber leído por Habermas).

El triunfo de la razón instrumental bajo el impulso del capitalismo y del estado moderno, si

emancipa al hombre de las necesidades materiales y es capaz de crear una sociedad de

bienestar, es al precio de doblegarlo con una nueva forma de esclavitud, una “jaula de hierro”,

según Weber, una sociedad de masas, según Ortega, con su “mundo enteramente

administrado”, según Adorno, y sometido a “normalización”, según Foucault (1975), regido

en suma por la universal necesidad disciplinaria. “El individuo es anulado por completo frente

a los poderes económicos [...] –se puede leer en la Dialéctica de la Ilustración– Mientras el

individuo desaparece frente al aparato al que sirve, éste le provee mejor que nunca [...] La

impotencia y la ductilidad de las masas crece con los bienes que se les otorga” (54-55). La

consecuencia no puede ser más catastrófica: “La maldición del progreso imparable es la

imparable regresión” (90).

El individuo de esta sociedad de masas es un ser fragmentado, mutilado, “un especialista

sin espíritu”, según Weber o, como lo definía Marcuse, “un hombre unidimensional”, que

colabora en su propia opresión, bien como sujeto construido por “las tecnologías del yo”, que

lo convierten en colaborador de ese orden global de normalización y represión que es la

“sociedad disciplinaria”, en la tesis de Foucault, bien como sujeto que se enfrenta a su propia

naturaleza con un designio de dominación, dispuesto a olvidar que él también es naturaleza,

para poder adaptarse mejor a la lógica de la razón instrumental, en la tesis de Adorno y

Horkheimer. En uno y otro caso el sujeto no sólo vive una existencia alienada sino que

administra la reproducción de su propia alineación. Está contento con sus barrotes, glosa, no

sin ironía, M.Berman (1982).

En la Modernidad el saber es puesto al servicio de la dominación y no de la emancipación.

No es saber para conocer más y mejor, sino saber para dominar, controlar, domesticar,

gobernar, vigilar, castigar. En su ejercicio, como escriben Adorno y Horkheimer, “no conoce

límites, ni en la esclavización de las criaturas ni en la condescendencia para con los señores

del mundo”, pues se muestra dócil a quien dispone del poder de utilizarlo. En la sociedad

capitalista moderna, en particular, el saber se convierte en medio auxiliar del aparato

económico omnicomprensivo.

El saber del sujeto, guiado por su función de dominación, construye el pensamiento de lo

idéntico, ordena, clasifica, abstrae y acaba neutralizando las infinitas diferencias de lo

existente para mejor reducirlas a la utilidad. Todo ser en sí deja de ser en sí y se convierte en

objeto para él. “La identidad de todo con todo –escriben Adorno y Horkheimer (1947)– se

paga al precio de que nada puede ser ya idéntico consigo mismo” (67), y más adelante: “La

niveladora dominación de lo abstracto [...] convierte en repetible todo en la naturaleza” (68).

El saber como dominación establece así “una igualdad represiva” (68). Pero a la vez, en su

función de asegurar la autoconservación del sujeto, ese mismo saber se acomoda al mundo

administrado, renuncia al ejercicio de la crítica, incluso de la teoría, se conforma con lo dado

como supremo criterio de verdad, sacraliza el hecho positivo, adapta el sujeto a su función,

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pierde así toda capacidad de transformación. Si la metamorfosis de la crítica en “pensamiento

afirmativo” se da ya en el siglo XIX, con el positivismo, en la actualidad “los portavoces

oficiales [...] liquidan la teoría que los ayudó a conquistar un puesto bajo el sol, aún antes de

que ésta tenga tiempo de prostituirse” (Adorno y Horkheimer, 1947, 52).

La Modernidad como período histórico construido por los diversos procesos de

modernización, se traduce estéticamente como Modernismo, en un solapamiento de conceptos

de consecuencias trascendentales. A menudo el discurso configura el Modernismo como

norma cultural hegemónica a lo largo de todo el período de la Modernidad, pero en muchas

otras ocasiones el Modernismo se identifica con el Final de Siglo, esto es, con la secuencia

estética que lleva del simbolismo a las vanguardias. La primera posición tiene su origen en el

razonamiento que equipara antiguo a clásico y moderno a romántico, que argumenta por

primera vez August Wilhelm Schlegel, en el romanticismo alemán, y se extiende hasta la

bibliografía más actual sobre la Modernidad. Para David Harvey (1990), por ejemplo, la

Modernidad tiene su origen en 1848 y su declinación en 1968, y para Marshall Berman (1982)

el Modernismo, al margen de una primera fase preparatoria, que abarca desde comienzos del

siglo XVI hasta finales del XVIII, tiene su inicio en 1789 y se divide en dos grandes fases, la del

XIX y la del XX. En la bibliografía hispánica esta posición puede rastrearse en un libro tan

autorizado como El modernismo, de Rafael Gutiérrez Girardot (1983). Esta primera posición

choca violentamente con la segunda, que John Butt (1993) considera como la normal “en la

crítica literaria de todas las lenguas con excepción de la de la Península Ibérica”, y para

probarlo recurre al Fontana Dictionary of Modern Thought (1977), que define el Modernismo

como una tendencia internacional común a diversas artes y géneros literarios que se extiende

desde el simbolismo y el decadentismo hasta las diversas vanguardias, y que se caracteriza

por su fuerte contenido estético y por su defensa del ámbito de lo estético contra las presiones

externas que lo amenazaban. Este uso del concepto de Modernismo es el más habitual en la

bibliografía hispánica, bien con un sentido restringido, tal como aparece en los ensayos de

Pedro Salinas (1949) o de Guillermo Díaz Plaja (1951), como movimiento antagónico a la

Generación del 98, encabezado por Rubén Darío y que es expresión de un sincretismo

literario que combina tradiciones hispánicas y tendencias parnasianas decadentistas y

simbolistas, o bien en un sentido amplio, como movimiento cultural de modernización

estética, de carácter universal, que clausura el siglo XIX e inaugura el XX, que se extiende entre

el Simbolismo y las Vanguardias, y que tanto en Latinoamérica como en España alcanzó una

expresión particular, tal como comenzaron a teorizarlo Federico de Onís (1934) o Juan

Ramón Jiménez (1953), y tal como lo desarrollaron después, no sin bastantes contradicciones

entre unos y otros, Rafael Ferreres (1981), Ricardo Gullón (1980), Richard Cardwell (1993),

John Butt (1993) o F.J.Blasco (1993).

El principio que articula el desarrollo histórico del Modernismo, sea cual sea su extensión

y naturaleza, es la ley de la creciente autonomía de lo estético respecto a los otros ámbitos de

conocimiento y de práctica cultural, la desvinculación del arte de los intereses, fines

inmediatos, funciones sociales o implicaciones en la realidad. Este principio tiene sus

primeras formulaciones modernas en el pensamiento estético de Kant y Schiller, cuyo legado

se extiende, a través de Fichte, Schelling y del menor de los Schlegel, a todo el romanticismo

alemán y se traduce por una ruptura con el principio clásico de la mímesis. Unos años más

tarde la estética de Hegel, a su vez, derivó en una poética del arte por el arte que dominó la

norma literaria española, no menos que la europea, desde mitad de siglo hasta la irrupción de

la obra de Galdós, en los años 70 (Oleza, 1995). El pensamiento de Max Weber proporciona

nuevo fundamento con su tesis de la disociación de la razón sustantiva en tres ámbitos de

razón autónomos, uno de los cuales es el estético. Será no obstante la filosofía de Adorno la

que proponga con mayor radicalidad la autonomía como el principio constitutivo del arte

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moderno. Para el pensador alemán sólo la completa negación de lo real puede llevar a

alcanzar una forma artística válida, pues la validez del arte no estriba en su identificación con

lo social sino en su rechazo de lo social tematizado. La función social del arte, tal como la

preconiza Adorno, siempre tan proclive a las paradojas, consiste en su carencia de función, en

su llamada a no colaborar con el mundo administrado, absteniéndose de su representación. En

su “Discurso sobre lírica y sociedad” (1962) Adorno proclama que la exigencia de la lírica de

ser palabra virginal expresa todo el contenido de su protesta contra el mundo de la razón

instrumental. Tanto más perfecta la lírica, por consiguiente, cuanto menos tematiza la relación

entre el sujeto y la sociedad.

La autonomía del arte se cumple en buena medida por medio de la relevancia de la forma,

del énfasis puesto en el lenguaje y en la técnica artísticas, en la llamada por los formalistas

rusos “literaturidad” y por Jakobson “función poética”, y configura el quehacer artístico como

un trabajo riguroso, autoconsciente, crítico, sobre sus medios e instrumentos de expresión.

Adorno (Notas...) piensa que “la clave de todo el contenido del arte reside en su técnica” y

que desde la mitad del siglo XIX la dialéctica entre el momento formal del arte y el momento

del contenido se ha resuelto siempre en beneficio de la forma. En consonancia con las ideas

de Adorno, Roland Barthes (1964) concibe la escritura del siglo XX como la propuesta

semiótica de un sentido que sin embargo finalmente no cumple, que el juego de significantes

insinúa pero demora, desplaza y finalmente decepciona.

El realismo, con su insistencia en la representación, en la referencia, en la construcción de

sentido y en la intervención en lo real supone, por una parte, una regresión en el desarrollo de

la autonomía del arte y, por lo tanto, en la Modernidad, y por otro una actitud de colaboración

con la opresión del mundo administrado, al que acepta representar y en el que admite la

posibilidad de sentido.

El arte autónomo está obligado a la renovación infatigable de sus medios de expresión y

conocimiento, y en esa renovación se expresa su resistencia a la asimilación por el mundo

administrado, su negativa a colaborar con la razón instrumental. De ahí la exigencia

formulada al arte contemporáneo, de Adorno a Lyotard (1979), de una vanguardización

incesante, de una especie de revolución permanente de las formas, no muy lejos en su

concepción de la que Mao Tse Tung proponía para la cultura.

El Modernismo mantiene una relación paradójica con lo moderno, pues si de un lado exalta

el cambio, la renovación, la experimentación de las formas artísticas, encarnando los valores

de la Modernidad, por el otro se opone al espíritu de modernización, tematizando en sus obras

mundos posibles y actitudes éticas o ideológicas de oposición o de silenciamiento del mundo

moderno. En consecuencia con esta actitud de resistencia o de negación, el Modernismo

genera un culto a la diferencia del artista respecto del común de los ciudadanos,

homogeneizados por la sociedad de masas, que se expresa en la apología de comportamientos

contraculturales, tal como se manifiestan en el “dandy”, el bohemio, el artista puro, el poeta

maldito, la torre de marfil, el sacerdote de la belleza o, incluso, el intelectual. De nuevo habría

que ir a buscar las primeras formulaciones de esta paradoja en los románticos de Jena, en

Friedrich Schlegel más que en su hermano August, pues a diferencia del mayor de los

hermanos el menor se niega a homologar lo romántico y lo moderno, que identifica con el

imperio del presente, de la prosa de la vida, de la pérdida del centro y del espíritu.2 En el

pensamiento de Max Weber la esfera autónoma de lo estético se contrapone a la

racionalización con arreglo a fines, al contrario de lo que ocurre en las esferas de lo ético y de

lo científico, que se acomodan a ella y evolucionan en el mismo sentido. En la esfera de lo

estético encarna una reacción contra “la presión que ejerce el racionalismo teórico y práctico

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de la vida cotidiana” y contra “el especialista” que domina en la ciencia, en la economía y en

el estado (Habermas, 1987, I, 314). A principios de siglo, en 1905, cuando E. Ferrari toma

posesión de su silla en la Real Academia Española, su antimodernista discurso de ingreso

revela, no sin asombro, esta contradicción: “El modernismo es [...] –perora– lo contrario de lo

moderno” (Blasco, 1993, 67). En el lado contrario de la batalla modernista, Rubén Darío

percibe también el carácter de resistencia a la modernización que tiene el Modernismo: el

artista se siente extraño a una época que “destruye las catedrales para levantar almacenes,

derrumba palacios para alzar chimeneas [...] Las multitudes triunfantes aclaman al progreso;

Edison es el nuevo Mesías; las Bolsas son los nuevos Templos [...] Tal es la queja; es la

misma de Huysman en Francia, la queja de todos los artistas” (Blasco, 1993, 67). G.Allegra

titula con su tesis un brillante artículo sobre el tema: “Del Modernismo como

antimodernidad” (1981), y Llorennç Villalonga (1975) se sorprende ante la paradoja del arte

de Proust, el que más admira por la modernidad de su concepción narrativa, pero cuyo

anacronismo temático no puede dejar de observar: “dedicar ocho tomos para hacer una

duquesa y otros tantos para deshacerla, escribe, es impropio de un mundo como el nuestro,

siempre lleno de problemas angustiosos, amenazado por explosiones atómicas, autos,

anémicos pollos de granja, bistecs de petróleo, mermeladas a base de basuras y sacarina, aire

contaminado, radios del vecino y mujeres vestidas de hombre: todo o mucho de lo que

llamamos “progreso” labora contra las duquesas”. El autor de Bearn transfería a Proust su

propia perplejidad, no muy lejana de la de Valle Inclán de las Sonatas, capaz de combinar la

máxima innovación de la técnica novelística con una Galicia rural, idealizada y premoderna, y

con una confesada ideología carlista. Habermas (1987) ha explicado la tensión entre el ámbito

de la razón estética y los propios de la razón moderna, como resultado de un fenómeno

compensatorio: el arte es la reserva de una siquiera virtual satisfacción de las necesidades que

en el proceso material de la vida en la sociedad burguesa se convierten en cierto modo en

ilegales, necesidades como la conciencia solidaria o la felicidad de una experiencia

comunicativa. El arte no asume tareas en el sistema económico ni en el político, pero a

cambio se hace cargo de necesidades residuales que el sistema tiende a reprimir. Lo que en

Habermas es un matizado análisis de una tensión evidente, en Adorno es pura dialéctica de

contrarios: lo estético es el recinto donde se concentra la resistencia al mundo administrado.

La actitud de Adorno se proyecta sobre dos de las tres tendencias que, según M. Berman

(1982), canalizan las actitudes intelectuales ante la Modernidad a partir de los años 70. La

primera de ellas es la que califica como “visión automarginada”, característica de pensadores

como R.Barthes o Clement Greenberg, para quienes la relación apropiada del arte moderno

con la vida social moderna es una total falta de relación, y cita como ilustración esta frase de

El grado cero de la escritura: el escritor moderno “vuelve la espalda a la sociedad y se

enfrenta al mundo de los objetos sin pasar por ninguna de las formas de la historia o la vida

social” (18). A la segunda de estas tendencias la califica Berman como “revolución

permanente” y sin fin contra la totalidad de la existencia moderna. Es la “tradición de derrocar

la tradición”, la “tradición de lo nuevo”, como diría Harold Rosenberg, y representa a una

“cultura adversaria”, en expresión de Lionel Trilling, a una “cultura de la negación”, como la

formula Renato Poggioli (18-20). A principios de los 90, cuando ya se ha asimilado en

Occidente la profunda crisis de la Modernidad, Alain Touraine (1992) analiza uno de los

factores que él considera decisivos en esta crisis, la falta de adhesión de los intelectuales a la

causa moderna, que ellos formularon e impulsaron, bajo el nombre de filósofos, a finales del

siglo XVIII. “La imagen de nuestro siglo que nos dan las estadísticas –escribe Touraine– está en

contradicción abierta con la que han los pensadores y escritores más importantes [...] Esta

disociación de los hechos y del sentido, de la economía y de la cultura, define del mejor modo

posible la crisis de la Modernidad” (134). Touraine repasa la rebelión de “los clérigos contra

el siglo”, desde Horkheimer hasta Foucault, pasando por Marcuse o por la inteligencia

latinoamericana, para llegar a una conclusión muy poco complaciente con su evolución: los

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intelectuales se han encerrado en una crítica global de la modernidad que les ha llevado a una

radicalización extrema, a una crítica totalizadora de la sociedad moderna, a un elitismo y a

una marginalidad crecientes, actitudes todas ellas que han dejado el terreno libre para su

ocupación por un pensamiento afirmativo, celebrativo, de ideología neoliberal. Touraine

culmina su argumentación con preguntas que él sigue formulando, a pesar de haberlas ya

contestado: ¿Por qué la inteligencia se ha dejado arrastrar de forma tan masiva al rechazo de

la modernidad y a una crítica tan alejada de los hechos observables?, ¿por qué los

intelectuales han escuchado tan poco y tan mal los ruidos de la calle?

Crítica del discurso modernista de la modernidad

Tal como se ha venido desarrollando el discurso de la Modernidad, con su derivación fatal

hacia la nueva esclavitud de un mundo totalmente administrado y disciplinado, con su

tendencia a homologar Modernidad y Modernismo y a contraponer Modernismo a

Modernización, y con un canon hecho a medida y con pretensiones universalistas, es obvio

que no hay lugar para Galdós, que como otros escritores del XIX, pasa a ser figura venerable,

que debe mantener el patrimonio cultural de cada idioma, y cuyas obras quedan fuera de ese

activo intercambio entre lectores, crítica e instancias de poder literario que configura el canon.

Quienes a pesar del canon y del discurso no pueden ni quieren reprimir su inclinación por

Galdós, se sienten invitados a separarlo del contagio de la sociedad burguesa del XIX y del

conjunto de la novela realista europea: “Indeed, while remaining anchored within his late

nineteenth century Spanish bourgeois context, Galdós is in many ways an extraordinarily

modern writer” (Labanyi,1993, 2), o tratan de acercarlo a la novela de la auténtica

modernidad, la del canon antes aludido: “Galdós is perhaps the most prominent example of a

Spanish writer situated on the cusp between the novel of realism and that of modernity”

(Gold, 1993, 16). Hay otro enfoque posible, el que enunciaba Germán Gullón en el número

monográfico de Ínsula, de septiembre de 1993, significativamente titulado “Galdós, un

clásico moderno”, y en el que exponía la dificultad de esta relación de Galdós con la

Modernidad: “El aspecto aún difícil de adscribir a su personalidad histórico-literaria sigue

siendo el de la modernidad [...] por esa percepción de que Galdós constituye la cima de la

novela tradicional” (3). Algo muy parecido ocurre con Clarín, y quizás por ello,

significativamente, este congreso y el que se dedicará en noviembre a Clarín, llevan títulos

netamente reivindicatorios: “Clarín, un clásico contemporáneo”, en el caso de Oviedo,

“Galdós y la escritura de la Modernidad” en el de Las Palmas. Es en este marco donde me

sitúo con mayor convencimiento, y desde él entiendo que hay dos condiciones que deben

cumplirse para la recuperación de Galdós como un clásico moderno: la primera es la crítica de

este discurso modernista de la Modernidad, la segunda una lectura compleja, no banalizada,

que contemple su diferencia histórica, de la novelística galdosiana. De la primera me haré

cargo en estas líneas. La segunda habrá que dejarla para otra ocasión, que espero próxima.

La crítica del discurso modernista de la Modernidad ha aflorado en estos últimos años en la

medida en que el debate sobre la crisis de la Modernidad y el alcance y naturaleza de la

Postmodernidad la han hecho necesaria, saliendo incluso al paso de lo que Juan José Sánchez

(Dialéctica de la Ilustración, 11) llama una superación no crítica de la Modernidad, la

aceptación celebrativa de que ya no somos modernos, esa lectura “light” de la

Postmodernidad que tanto se ha popularizado.

De esa crítica no destacaré aquí más que algunos aspectos, los que a mi modo de ver

contribuyen a deshacer la imagen modernista de Galdós. Y en primer lugar, la tesis de la

Modernidad como triunfo de la razón instrumental, que ha sido minuciosamente criticada

39

desde la propia tradición del pensamiento crítico de Frankfurt por J.Habermas, quien retoma

los argumentos de Max Weber y de Adorno-Horkheimer para apresar sus saltos en el vacío y

calibrar sus insuficiencias. Habermas, en su Teoría de la acción comunicativa, y frente a la

disociación de la razón en tres ámbitos autónomos, incomunicados y a menudo en conflicto,

plantea la exigencia de una interacción de las culturas de expertos en el marco de la práctica

social cotidiana, definida como una práctica comunicativa, con aptitud para conferir sentido

universalizante y compartido, para lo cual propone pasar de una filosofía de la conciencia,

como la de Adorno-Horkheimer, incapaz de resolver la antinomia de sujeto y objeto, a una

filosofía del lenguaje, capaz de proponer los acuerdos intersubjetivos como referencia de

sentido.

Se replica así a la tesis de la Modernidad como proceso de pérdida del sentido, propugnada

desde Weber (1901) a Lyotard (1979), con la construcción de un sentido que lejos de estar

dado de antemano por alguna instancia trascendental, se reactiva incesantemente en el seno de

la vida social y cotidiana, por la interacción comunicativa de juegos de lenguaje, de culturas

especializadas, de sujetos diferentes entre sí pero iguales en su derecho a la palabra.

A su vez, la tesis de la jaula de hierro, del mundo administrado, de la sociedad de masas

como humanidad alienada, que alcanza en Foucault (1975) su versión a la vez más sutil y más

extrema, la de la sociedad disciplinaria, panóptica, que convierte al sujeto en instrumento del

poder y en agente de su propia opresión, ha sido puesta en cuestión no sólo desde el campo de

las diversas especialidades que aborda, sino también por pensadores como M.Berman (1982),

para quien “Foucault ofrece a una generación de refugiados de los sesenta una coartada

histórica mundial para explicar el sentimiento de pasividad e impotencia que se apoderó de

tantos de nosotros en los setenta. Es inútil tratar de resistir a las opresiones e injusticias de la

vida moderna, puesto que hasta nuestros sueños de libertad no hacen sino añadir más

eslabones a nuestras cadenas; no obstante, una vez que comprendemos la total inutilidad de

todo, podemos por lo menos relajarnos” (25). Por su parte A.Touraine (1992) replica a la tesis

de la jaula de hierro preguntando: ¿Por qué se atribuye a la tecnología un control total,

intencional e irresistible? ¿Por qué no admitir con Edgar Morin, que el aumento de la

densidad social va acompañado a un tiempo por una mayor complejidad, por un mayor

control y por una mayor indeterminación o libertad posible? Y concluye: “Esta imagen de una

sociedad enteramente unificada en la que tecnología, empresas, Estado, conductas de

consumidores e incluso de ciudadanos, se corresponden por entero, forman bloque, está lo

más lejos posible de la realidad observable” (209).

Pero en el pensamiento de Foucault se dan también elementos con un cierto potencial

emancipatorio. La deconstrucción del mito del poder como aparato central, omnipotente y

omnipresente, que se guía por un plan diseñado en todos sus detalles y que actúa al servicio

de los intereses de un grupo dominante, con el que todavía contaban Weber, Adorno e

incluso, con una cierta descentralización en distintos aparatos especializados, Althusser

(1965), tiene como consecuencia su diseminación en el conjunto social, pero esta

diseminación crea tantas instancias locales de poder como focos de resistencia. Un reflejo

fuerte de esta posibilidad puede observarse en pensadores de tradición marxista como

Aronowitz (1981) un reflejo pálido alcanza hasta la filosofía nada reinvindicativa de un

Lyotard (1979) o el pensamiento débil de Vattimo (Vattimo y Rovatti eds. 1983). Para este

último, el individuo postmoderno se ha hecho diestro en percibir diferencias, en explorar los

intersticios y las indeterminaciones del sistema descentrado de poderes y mensajes, lo que le

otorga posibilidades de emancipación, mientras que para Lyotard ese individuo tiene la

singular capacidad de internarse por las infinitas expansiones de la información, aprendiendo

como un nuevo Robinson a soportar lo inconmensurable de la sociedad postmoderna (11).

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En un pensamiento tan poco reinvindicativo como el de Vattimo, la dispersión del poder

que enuncia Foucault se traduce como diversificación. Al decir de Vattimo (1990) no se han

cumplido en el presente las profecías utópico-negativas de un Orwell, de un Lang, de un

Huxley, que preveían, como Adorno, la dominación total de un poder manipulador, amo de un

universo social dócil y alienado, obediente al pensamiento de lo idéntico. Al contrario, piensa

Vattimo, la revolución de los medios de comunicación ha disuelto toda capacidad de un poder

central de controlar, cohesionar y ordenar los fluidos de información, que diversifican las

perspectivas y los mensajes. Occidente vive una pluralización irreversible, exclama lleno de

optimismo.

Tampoco la tesis del triunfo del pensamiento de lo idéntico, vaticinado por Adorno y

Horkheimer (1947), ha escapado a la réplica. Es cierto que parece perpetuarse en conceptos

de amplia difusión, como el del pensamiento único o el de la globalización, pero no es menos

cierto que el sueño de Adorno de un universo de diferencias, de seres en sí y para sí, libre de

relaciones de dominación, puede encontrarse asimilado en categorías teóricas de Derrida o de

Foucault, quien frente a toda totalización conceptual o histórica formula la necesidad de una

“mutación epistemológica” consistente en una “teoría general de la discontinuidad”, “la

puesta en juego de los conceptos de discontinuidad, de ruptura, de umbral, de límite, de serie,

de transformación” (1969, 19, 33), y también en el dialogismo de Bajtin (1989), en las

heterotopías del propio Foucault, aplicadas por McHale (1987) a la crítica literaria, o en las

prácticas teóricas multiculturalistas. El reconocimiento de los derechos de la otredad ha tenido

un potencial liberador en multitud de nuevos movimientos sociales (del feminismo a la

ecología pasando por la negritud, el Tercer Mundo, y las lenguas o culturas minoritarias). Para

D.Harvey (1990) quizás la aportación progresista más significativa del Postmodernismo sea

precisamente ésta: la defensa de las diferencias y las identidades,3 el reconocimiento de los

derechos de lo otro, frente al universalismo modernista.

Si de los planteamientos genéricamente culturales nos trasladamos a los específicamente

estéticos habrá que comenzar por enfrentarse a la homologación Modernismo/Modernidad. Si

el Modernismo equivale a la Modernidad entonces toda poética no modernista queda excluída

de la modernidad o reducida a obstáculo y a momento de resistencia de una especie de

Antiguo Régimen del arte. Es el caso de corrientes y movimientos literarios no

experimentalistas o no formalistas, tales como la ilustración, el romanticismo liberal y

socializante, el realismo-naturalismo, la vanguardia de los años 30, el existencialismo, el

realismo social o experiencial de la segunda postguerra mundial, etc. Todos estos

movimientos, que tienen en común su decidida voluntad de exploración de lo real

contemporáneo y de entrelazamiento de arte y vida fueron redefinidos como “la tradición”,

ese gran enemigo cuyo sacrificio exige la Modernidad. Ahora bien, como ya replicara

P.Bürger (1987), en su crítica a Adorno, las Vanguardias supusieron el final de una historia

del arte entendida como sucesión cronológica de movimientos alternativos, e instalaron “una

simultaneidad de lo radicalmente diverso”, fenómeno que lejos de mitigarse con la

reconversión de las Vanguardias en canon y con su acceso triunfal a los museos, se ha

acrecentado. Como escribe D. Roberts: “el legado del fracaso de la vanguardia es el museo

imaginario de la Modernidad, en el que la libre disposición sobre todos los elementos de la

tradición define el campo de juego postvanguardista” (1988, 166). Bürger, a su vez, concluye:

“Ningún movimiento artístico puede ya hoy alzarse con la pretensión de ocupar, como arte,

un lugar históricamente superior al de otro movimiento” (1987, 124)

Por otra parte, el canon modernista, de vocación universal pero de sello marcadamente

francés, ha sido puesto en cuestión, asimismo, por los estudios postcoloniales y culturales, por

el feminismo, por las diferentes corrientes del postmodernismo, con su rechazo de un

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universalismo coartada de dominación y con su división entre alta cultura, cultura popular y

cultura de masas, tan celosamente custodiada por los guardias de fronteras del Modernismo.

Pero tal vez el núcleo más caliente del debate es el que se refiere a la ley de la autonomía

artística. Si se acepta como tal, entonces el proceso de la Modernidad lleva inevitablemente a

la conclusión de que cuanto más literaturizada esté una obra mayor será su modernidad, de

que lo moderno es una literatura pura, deshumanizada, sin conexión con la vida. Como la

quiso Ortega. Entonces escritores como Galdós, como el Machado de Campos de Castilla, el

Lorca de La casa de Bernarda Alba, o el Max Aub de El laberinto mágico, son identificados

con el Antiguo Régimen literario. Si no se acepta, entonces la literatura se convierte

fácilmente en material disponible a la manipulación de quien pueda dominar su práctica

social, además de exponerse a la degradación de una producción y un consumo no

especializados. Queda la posibilidad de analizar la relación entre autonomía e implicación, no

como una relación de incompatibilidad, sino de tensión, como hace Bürger en su crítica a

Adorno, una relación de tensión que no es nada estable, más bien depende de la dinámica

histórica.

Por su parte Habermas (1988) observa que la autonomía del arte gobierna su producción

pero no su consumo, ya que no son únicamente artistas o expertos los que lo disfrutan. De ahí

que la concentración exclusiva en los aspectos formales, autónomos, y la exclusión de

aspectos de verdad y justicia, se derrumba tan pronto como la experiencia estética se

introduce en la historia de un individuo ajeno y se absorbe en su vida cotidiana. La

experiencia estética entra entonces en un juego de lenguaje que ya no es el de la crítica

especializada. “Entonces la experiencia estética no sólo renueva la interpretación de nuestras

necesidades, por medio de la cual percibimos el mundo. También permea nuestras

significaciones cognitivas y nuestras esperanzas normativas y cambia el modo en que todos

estos momentos se refieren unos a otros.” (99) Por eso Habermas, y con él, lo hayan o no lo

hayan leído, poetas como Luis García Montero o Jorge Riechman, y novelistas como Antonio

Muñoz Molina o Bernardo Atchaga, apuestan por “reconectar diferenciadamente, es decir,

desde su diferencia, la cultura moderna con la praxis cotidiana.” (100) No se trata de atacar,

como pretendieron ingenuamente los partidarios del realismo socialista, la autonomía de lo

estético, que es una conquista histórica, sino situarla en interacción con los otros ámbitos

autónomos de la razón y de la experiencia, una interacción que se actualiza en la vida

cotidiana y desde las exigencias que ésta plantea al conocimiento, sea artístico o de cualquier

otra índole.

De todas formas, tampoco cabría olvidar cuánto hay en el principio de autonomía de lo

estético de cumplimiento de las leyes del desarrollo capitalista, muy especialmente de la de la

división del trabajo, que empuja a los artistas, como a cualesquiera otros ciudadanos, a

identificarse como una función del sistema, a convertirse en especialistas. Detrás del

sacerdote de la belleza que creía ser el poeta modernista había un especialista, un oficial de

primera, exactamente igual a como en la trastienda de los templos de la belleza lo que había

era un taller literario. Sólo el reconocimiento de esta funcionalidad social del artista posibilita

una relación crítica y enriquecedora con ella, como la de Galdós.

Tampoco cabría olvidar la severa crítica que la Postmodernidad ha dirigido a las

pretensiones de alta cultura del Modernismo, con su culto del mensaje cifrado, la forma

hermética, el artista sacralizado, la obra aurática, ya desde el manifiesto arquitectónico de

Venturi, Scott-Brown e Itzenour, Learning from Las Vegas, o desde los pioneros artículos de

crítica literaria de Leslie Fiedler, hasta el cine de Almodóvar, proponiendo frente a un valor

tan modernista como el de la pureza otro tan postmodernista como el de la hibridez. Escribe

42

Jameson (1984) a propósito de ello: “Sea cual sea la forma en que valoremos en última

instancia esta retórica populista, le concederemos al menos el mérito de dirigir nuestra

atención a un aspecto fundamental de todos los postmodernismos enumerados anteriormente:

a saber, el desvanecimiento en ellos de la antigua frontera (esencialmente modernista) entre la

cultura de élite y la llamada cultura comercial o de masas, y la emergencia de obras de nuevo

cuño, imbuidas de las formas, categorías y contenidos de esa “industria de la cultura” tan

apasionadamente denunciada por todos los ideólogos de lo moderno, desde Leavis y la “nueva

crítica americana” hasta Adorno y la Escuela de Francfort.” Ni que decir tiene lo mucho que

este planteamiento reivindica la simbiosis de formas de cultura popular y cultura artística que

caracteriza la obra de Galdós.

Puede que esta hibridación gozosa de lo exquisito y lo vulgar tenga que ver con la pérdida

de autosuficiencia del arte modernista en la sociedad de consumo. El Modernismo, heredero

en esto del Romanticismo alemán, predicó al artista el apartamiento del mercado para

acogerse a un mundo sacralizado por la estética, como predicó el culto de la diferencia del

artista respecto al “vulgo municipal y espeso” de Darío, o a “las masas” de Ortega, un culto

que lo constituía en sacerdote de una religión hermética, reservada a un círculo de iniciados,

al mismo tiempo que en un artífice extremadamente autoconsciente y especializado, en un

experto en la tecnología de la escritura, de la música o de la plástica. Esta autosuficiencia del

arte y del artista se disuelve en las sociedades actuales cuando el artista ha de compartir sus

competencias con el mercado y convivir con la apropiación social y utilitaria de lo artístico,

con lo que pierde al mismo tiempo la exclusividad en el sacerdocio estético y la exclusividad

en el dominio de la tecnología artística.

Y si el artista pierde la administración en exclusiva de su monopolio, el arte pierde los

estrictos límites de una especialidad, pues caracteriza a la sociedad postmoderna una

extraordinaria expansión social de lo estético, esa estetización generalizada de todos los

ámbitos de la vida social a la que tanta importancia concede Lyotard (1993). En la sociedad

de consumo la producción artística no se encuentra encerrada únicamente en los museos, esos

templos en los que la obra de arte recupera su aura y es exhibida sacralizadamente ante un

acólito que puede admirarla pero no tocarla ni usarla, sino que se expande sin aura a través de

los programas informáticos de diseño, los conciertos de música popular, los video-clips, las

reproducciones masivas, ciertas campañas publicitarias o incluso esos espectáculos cada vez

más elaborados estéticamente que son las campañas electorales.

En estos aspectos las sociedades de consumo evocan la del siglo XIX, donde el artista o el

escritor como Galdós está muy poco diferenciado en sus funciones de las del común

ciudadano ilustrado, ese intelectual liberal que hace literatura, la crítica, enseña en la

universidad o en los institutos, discursea sobre la cuestión social o sobre la crisis de valores,

ejerce como diputado a cortes o como diplomático, y donde la literatura, lejos de encerrarse

en ámbitos estrictamente especializados, vive en el café, en la tertulia, en el Ateneo, se acoge

a la ebullición revolucionaria del periodismo, y se entremezcla gustosamente con la política, a

la que a menudo sirve de etapa de preparación, como comenta a menudo Galdós en sus

Episodios.

Asimismo, el énfasis formal del Modernismo choca con la cultura postmoderna del

espectáculo y del culto a la comunicación, con su exaltación de la figura del comunicador, del

seductor de la opinión, a la que concede un alto valor de mercado, sea cual sea el territorio en

el que se mueve, desde el profesional de la política hasta el de la televisión o la literatura. La

palabra literaria, en las sociedades de consumo, se ve obligada a ofrecer aura a cambio de

comunicabilidad, lo que de nuevo la pone en relación con la palabra literaria del XIX,

43

habituada a buscar el asentimiento de aquella opinión ampliada y heterogénea que forman las

nuevas clases medias urbanas, con su acceso todavía reciente a la cultura literaria. Galdós fue,

en este sentido, y como antes de él lo fue también Lope de Vega, un seductor de opinión, un

comunicador, el prototipo de escritor que busca formas de comunicación democratizadas, y

democratizadoras.

La imagen repetida hasta la saciedad, incluso por muchos galdosistas, del realismo del XIX

como un realismo convencional o tradicional, del que en todo caso, y como mal menor, se

trataría de distanciar a Galdós, o de subrayar sus peculiaridades, resulta una imagen

construida por el discurso modernista de la Modernidad y que no resiste el análisis histórico.

En 1873-76 el realismo no podía ser ni convencional ni tradicional por la sencilla razón de

que no existía como poética en España, y era Galdós quien lo estaba imponiendo con sus

primeros Episodios Nacionales y con sus primeras novelas de tesis. Ni Fernán Caballero, ni

Alarcón, ni Pereda son sus precedentes. Como ha recordado recientemente S. Miller (1993),

sus precedentes son Ramón de la Cruz, Ruiz Aguilera y Mesonero Romanos, que no

conforman ninguna tradición ni novelística ni realista, sino en todo caso costumbrista. Más

allá de ellos, en la lejanía de la literatura clásica española, está la novela picaresca y está Don

Quijote, y más allá de las fronteras están Balzac y Dickens. Respecto a los primeros, lo que

Galdós hace es una recuperación frente a otras posibles, y la recuperación de la novela

picaresca es el producto de una decisión polémica, pues se contrapone a la del teatro de

Calderón y Lope, que propugnaba Francisco Giner de los Ríos, el intelectual liberal más

influyente en la estética de la época, y tras él Canalejas, Revilla o el propio Clarín, pues el

teatro clásico español respondía mucho mejor a los planteamientos idealistas de krausistas y

hegelianos que la novela picaresca, como explicaba ya Rafael Altamira.4 En cuanto a Balzac y

a Dickens, no formaban parte de la tradición hispánica, y además se leían como novedades no

como tradición. Cuando Galdós escribe sus célebres “Observaciones sobre la novela

contemporánea en España” (1870) tiene ya claras sus apuestas, y estas apuestas significan no

la adhesión a una tradición sino la ruptura con una norma literaria dominante, tal como se

expresa en los dos primeros Episodios Nacionales, en Trafalgar, con su adhesión a un marco

picaresco, en La corte de Carlos IV con su apuesta por El sí de las niñas frente a los

refundidores del teatro barroco o frente a las versiones contemporáneas (Tamayo, Sellés,

Echegaray) del drama calderoniano de honor y de celos. Esa norma literaria dominante en

España en 1870, intransigentemente antirrealista, había sido adaptada por el pensamiento

liberal español a partir de los románticos alemanes y de la estética de Schelling y de Hegel,

con el apéndice krausista, por los Sanz del Río, Giner de los Ríos, Valera, Revilla, Pi y

Margall o Canalejas, como he mostrado en otra ocasión (Oleza,1995). Es el discurso

modernista de la Modernidad el que ha convertido al realismo del último tercio del XIX en “la

tradición”, esto es, el pasado, aquello que el Modernismo elige como enemigo a abatir para

poder encarnar rigurosamente los valores del cambio, de lo nuevo, del progreso, de la

transformación. Pero el realismo de Champfleury, de Courbet y de Flaubert, a mitad de los

años cincuenta, se presentaba a sí mismo como la vanguardia, no hay más que leer la

sentencia del juez sobre Madame Bovary, o las reacciones escandalizadas que produjo su

publicación en prensa, en 1856, para comprenderlo, y convertía al idealismo en tradición, y lo

mismo hará unos años más tarde Zola, y en España serán los ensayos de Clarín y las novelas

de Galdós los que abanderen la novedad, el cambio, la ruptura de la tradición. Clarín lo

plantea con nitidez: “En la novela hay dos bandos – escribe en 1881 (La literatura en 1881,

1882); luchan el pasado y el presente, luchan la libertad y la tradición”. Y Clarín no tiene

ninguna duda de que es Galdós quien abandera con sus novelas el presente y la libertad, sobre

todo a partir de la publicación de La desheredada.

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La cruzada del Modernismo contra el realismo, la representación o el principio de mímesis,

continuada por el sector postestructuralista del postmodernismo, de Barthes (1970) y Derrida

(1972) a Hal Foster (1983) o Lyotard (1979), también ha encontrado réplica y no sólo en

términos teóricos, en la línea de la crítica de Bürger (1987) a Adorno, de las nuevas

propuestas de representación, como la de R.Chartier (1992), o de mímesis, como la de P.

Ricoeur (1985), o como el enlace de postmodernismo y realismo que hace B.Taylor (1987),

sino también en la práctica artística, y especialmente en la literaria que al filo del milenio, y

desde Latinoamérica (Vargas Llosa, Bryce Echenique, Mastretta...), o los Estados Unidos

(Updike, O'Toole, Wolfe, Leavitt, Auster, Richard Ford), pasando por Europa, hasta llegar a

España (L. Mateo Díez, M. Vázquez Montalbán, A. Muñoz Molina, B. Atxaga, A.

Grandes...), ha generado todo un nuevo realismo muy probablemente vinculado a la crisis de

la Modernidad y a una cierta lectura de esta crisis en clave de lo que pensadores como D.

Harvey (1990) o A. Huyssen (1988) llaman un postmodernismo crítico. Es una lectura que

postula la reapropiación de la tradición (incluida la de la propia vanguardia, que ha pasado a

ser tradición, ella que quiso ser absoluta novedad), la disolución de la incompatibilidad

modernista entre cultura de élite y cultura de masas, la exploración y recuperación de formas,

temas y procedimientos de la cultura popular de masas, la autoexigencia de seguir postulando

la historia para poder transformarla, el rescate de la pasión narratoria y de las representaciones

de gran densidad argumental, la experimentación de una subjetividad postmoderna, basada

por un lado en la conciencia de un sujeto descentrado, desyoizado, apto para una cultura de

sentimentalidad ampliamente compartida, y por el otro de un sujeto que ha perdido su

universalidad, su arrogante centralismo, y que se sabe sujeto de diferencias, sujeto relativo,

sujeto hombre o mujer, blanco o negro, del primer o del tercer mundo, del centro o de la

periferia. Una lectura que apuesta, por último, por una socialización del disfrute estético, por

la simbiosis de arte y vida cotidiana, por la democratización misma de la belleza.

En la crítica del discurso de la Modernidad no debería faltar la puesta en duda de aporías

presentadas como naturales, tal el carácter ideológicamente antimoderno del Modernismo,

cuyas consecuencias históricas resultan, a menudo, y cuanto menos, pintorescas. Si el

Modernismo se equipara a la Modernidad, y si la Modernización es el proceso de

construcción de la Modernidad, ¿cómo es posible una Modernidad contraria a su propio

proceso de construcción? Sería una Modernidad con mala conciencia, que se recrimina a sí

misma su trayectoria y se niega su legitimidad. ¿Cómo se puede ser formalmente moderno e

ideológicamente antimoderno? ¿En qué categorización estética se fundamenta esa disociación

de forma y contenido, de técnica e ideología? ¿Cómo explicar que quién, como Galdós,

apostó por la modernización de España y se comprometió con ella en su trabajo periodístico,

en su prolífica obra literaria, o en su actuación política, en posiciones que van desde un

liberalismo casi moderado hasta un republicanismo radical, sea menos moderno que el

tradicionalista Gustavo Adolfo Bécquer? ¿sólo porque Bécquer fue sentido como más

próximo que Galdós por los modernistas de principio de siglo? Si tal disociación de forma y

contenido fuese posible, que no lo es, entonces habría que hablar al menos de dos formas de

ser moderno en literatura, moderno según la forma y moderno según el contenido, y a un lado

quedarían Bécquer, el nacionalista Ganivet, o el Valle Inclán carlista, y al otro Galdós, Clarín

Antonio Machado o Blasco Ibáñez. ¿Pero qué hacer entonces con modernos tan dudosos en la

forma como en el contenido, como Valera o como Baroja? ¿Y qué hacer con los modernos

tanto en la forma como en los contenidos, como Gabriel Miró, Pérez de Ayala o el Valle

Inclán de Luces de Bohemia? Estos sin duda serían los más modernos de todos los modernos,

el colmo de la modernidad.

Como juego puede ser entretenido e incluso podría inventarse una balanza que midiera los

grados de modernidad, un modernómetro, pero como historiador prefiero replantear un

45

discurso de la Modernidad del que, una vez establecidos sus contornos, puede comprobarse el

agotamiento de su capacidad predictiva y explicativa, y que nos conduce a un callejón sin

salida. En el ámbito cultural, porque no hay salida, ni en el pensamiento de Adorno ni en el de

Foucault, a la opresión de la Modernidad, que se autodestruye a medida que se construye, y

sin embargo no ha desembocado en ese presente insoportable, que nos anula al tiempo que

nos totaliza, que pronosticaron. En el ámbito estético porque la respuesta que se elabora desde

Adorno hasta Barthes como resistencia a esa opresión cultural, y que tendría que consistir en

una vanguardización permanente de las formas artísticas, se desintegra en un mercado que

demuestra cada día su capacidad de absorber y convertir en discurso propio cualquier ruptura,

cualquier osadía, cualquier forma de vanguardia o de experimentación, y porque la revolución

de las formas artísticas a un ritmo cada vez más acelerado, que ya ni siquiera respeta el

tiempo de vida activa de una generación, acaba por confundirse con la exigencia del mercado

de una constante sustitución de modas y novedades para estimular el consumo, y vacía de

contenido poético las etiquetas con las que nos esforzamos en marcar lo nuevo. Después de

los novísmos y los postnovísmos, ¿qué adjetivo nos queda para las novedades de pasado

mañana?

Y en este replanteamiento de su discurso, la Modernidad como proceso histórico se nos

ofrece sin un único origen, como un horizonte complejo en el que los historiadores

seleccionan los datos que les son necesarios en función del relato que construyen y de la

perspectiva en la que se sitúan. En general, para el historiador de los procesos económicosociales

la historia de la modernidad no podría separar sus orígenes de los del capitalismo o

de los de la revolución industrial. Para el historiador del pensamiento la Ilustración es el

escenario donde cristaliza la primera modernidad filosófica. Para el historiador de los sistemas

políticos es la revolución francesa quien la inaugura. Desde el punto de vista estético puede

hablarse de Modernidad únicamente cuando se da por abolida la vigencia de los cánones

clásicos. Si lo moderno es la exaltación de lo nuevo y lo cambiante, sólo será posible cuando

lo clásico se reconvierte en antiguo o en tradicional y cesa en sus pretensiones de mantener el

presente idéntico al pasado. Es obvio que podemos encontrar los precedentes de esta actitud

en el Renacimiento y sobre todo en el Barroco, en España muy especialmente, donde la

poética de Góngora, la desautorización de Aristóteles por Lope de Vega y la Comedia Nueva

o la invención de un género como la novela sin antecedentes clásicos por autores como

Cervantes o Mateo Alemán, son otros tantos manifiestos de revuelta contra los cánones

clásicos. También los podríamos encontrar en el Sturm und Drang y en las corrientes pre o

protorrománticas que se difunden por toda Europa en la segunda mitad del XVIII, en ambigua

relación con el neoclasicismo. Pero los precedentes no constituyen sistema, ninguno de ellos

consigue establecer una norma literaria hegemónica (desde la producción a la reproducción y

el consumo) y basada en la primacía de lo moderno, esto es, de lo que no es clásico, que por

otra parte no necesita ya ningún pacto de legitimación que sí necesitaron Lope, Góngora o

Cervantes con los modelos, los géneros y la poética clásicos, pues su legitimación procede del

presente “del siglo”, suelen decir en la época y de sus exigencias constantemente cambiantes.

Una norma literaria de este tipo se convierte en hegemónica al menos cincuenta y tantos años

antes de la publicación de Les fleurs du mal (1857), con los primeros manifiestos románticos,

y desde sus orígenes mismos esta primera norma literaria moderna, la romántica, hace su

entrada en la historia por una doble vía, de forma dual, bifronte, si se prefiere, con al menos

dos poéticas alternativas. Se puede ser romántico a la manera de los Schlegel y proclamar con

ellos la huída de la literatura del mundo de lo real y del presente hacia el reino de la belleza

esencial, en alas del simbolismo, pero también se puede ser romántico a la manera de Víctor

Hugo, Stendhal o Balzac y reivindicar el derecho de descifrar lo contemporáneo o de revisar

el sentido de la historia para el presente mediante la exploración de lo real-otro. En ambos

casos se es romántico, pero de distinta manera. Entre las lecciones de Historia de la literatura

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antigua y moderna (1812) del más joven de los Schlegel y el “Avant-Propos” que redactó

Balzac en 1842 para justificar teóricamente el conjunto de novelas que ahora publicaba por

primera vez reunidas como Comédie humaine se abre el abanico de posiciones que irá

llenando la historia de la Modernidad, como una historia de pugnas por el poder literario entre

distintas normas y poéticas, cambiantes en el tiempo (Romanticismo, Realismo, Naturalismo,

Espiritualismo, Decadentismo, Simbolismo...) y en el espacio, donde las distintas

modulaciones nacionales o plurinacionales de normas y poéticas hacen saltar las diferencias:

por mucho que compartan una condición genéricamente Modernist, la generación del 98 no es

asimilable, en su poética anterior a 1910, a la del simbolismo parisino. Pero también en los

distintos géneros literarios: la duración, coherencia y alcance geográfico-cultural del

Realismo o del Simbolismo no son equiparables en la novela y en la poesía, como no son

equiparables el Cubismo o el Ultraísmo en pintura y en literatura; la correspondencia del

Impresionismo pictórico o del Modernismo arquitectónico resulta difícil de deslindar en la

escritura... . La Modernidad es el mapa entero, el Modernismo sólo una parte fundamental del

mismo, también el Realismo, que constituyó una manera alternativa de ser moderno.

Y dentro de esta concepción de la Modernidad, Galdós juega un papel muy especial.

Sostiene Marshall Berman (1982) que los modernismos del pasado pueden devolvernos el

significado de nuestras raíces modernas, que se remontan a doscientos años atrás. Su estudio

nos conduce a una cultura moderna notablemente rica y vibrante, más dialéctica incluso que la

del siglo XX, a menudo polarizada de forma rígida en afirmaciones y negaciones unilaterales.

En su reivindicación de la Modernidad del siglo XIX, la Modernidad de Marx y de Nietzsche,

de Baudelaire y de Dostoyevski, Berman apunta: “podría resultar entonces que el retroceso

fuera una manera de avanzar: que recordar los modernismos del siglo XIX nos diera la visión y

el valor para crear los modernismos del siglo XXI” (27). Estoy convencido de que en la crisis

de credibilidad de la Modernidad, en este principio nuestro de siglo XXI, volver la mirada

hacia los escritores que más contribuyeron a configurarla, como Galdós o Clarín, puede

ayudarnos a reformularla sobre nuevas bases, pero también de que en la medida en que

formulamos estas nuevas bases, sobre nuestra propia experiencia histórica, entendemos más y

mejor la modernidad de su obra.

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NOTAS

1 Para una visión de conjunto sobre la Escuela de Frankfurt y la Teoría Crítica, vid. Martín Jay, The

Dialectical Immagination: a history of the Frankfurt School and the Institute of Social Research 1923-

1950. Boston, 1973. En castellano pueden manejarse las excelentes introducciones a las obras de

T.W.Adorno que viene publicando la editorial Trotta, especialmente la “Introducción” de Juan José

Sánchez a su traducción de Max Horkheimer y T.W.Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Madrid. Trotta.

1994. Para una crítica en profundidad de la Teoría Crítica desde dentro de sus propias filas, son

imprescindibles: Peter Bürger, Teoría de la Vanguardia, Barcelona, Península, 1987, y Jürgen Habermas,

Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1987, 2 vols.

2 Vid. Como resumen de este aspecto del pensamiento de Schlegel, Wellek, René (1973), Historia de la

crítica moderna (1750-1950). El Romanticismo, Cap.I.. Madrid, Gredos.

3 Harvey mismo señala no obstante, y a modo de contrapunto, los riesgos de una defensa irrestricta de la

diversidad, p. 383.

4 Estos aspectos de la relación de los intelectuales liberales de la Restauración con la tradición literaria

española los estudio en un trabajo todavía en prensa “Calderón y los liberales”, en las futuras Actas de las

Giornate calderoniane. Palermo 14-17 diciembre del 2000.

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