LA PRESENCIA DE LA LITERATURA ROMÁNTICA EN
LA TERCERA SERIE DE LOS EPISODIOS NACIONALES.
María del Prado Escobar Bonilla
Cualquier lector de los relatos que integran la serie tercera de los Episodios galdosianos
constata bien pronto la abundancia extraordinaria de referencias a la literatura romántica
presentadas de mil maneras diferentes, que se encuentran entre sus páginas. Efectivamente, si
el principal cometido de la compleja materia novelesca desarrollada en los diez volúmenes
“consiste en recrear la historia cultural y política entre 1834 y 1846” (Casalduero, 1963, 140),
resulta congruente que –según han advertido cuantos críticos se han acercado a estas novelas–
sus textos remitan una y otra vez al romanticismo, que constituye al fin y al cabo una de las
más reconocibles señas de identidad del periodo evocado.
Recientemente María Paz Yáñez (1996, 165) refiriéndose al conjunto de los Episodios
Nacionales, observa con agudeza que “el protagonista de cada serie es el tiempo histórico que
encuadra”; por eso la evocación del movimiento romántico, cuya repercusión fue tan profunda
que configuró y dio sentido a la cultura toda de los años treinta del siglo XIX, desempeña una
función verdaderamente nuclear en la serie y se erige en uno de los elementos de cohesión
más perceptibles entre sus diez relatos. Tal constatación no excluye, por supuesto, el
reconocimiento del protagonismo individual de determinados personajes en el seno de las
diferentes narraciones: así Fago ocupa el centro de la acción en Zumalacárregui; don Beltrán
de Urdaneta es el personaje principal de La campaña del Maestrazgo, quinta entrega de la
colección; Montesdeoca, colocada en el octavo lugar de ésta, organiza su trama ficcional
alrededor de las andanzas de Santiago Ibero; la conmovedora figura de doña Leandra, señora
de Carrasco, concita la atención de los lectores en Bodas reales, último volumen de la serie;
en tanto que los seis restantes episodios –es decir, el segundo, el tercero, el cuarto, el sexto el
séptimo y el noveno– van hilvanando la sorprendente y a veces paródicamente folletinesca
historia de Fernando Calpena.
Cuando a partir de mayo de 1898 fueron apareciendo los tomos de la tercera serie de los
Episodios nacionales, el público los recibió como continuación de los veinte títulos de las dos
series anteriormente publicadas, que, a pesar del tiempo transcurrido, permanecían muy
presentes en la memoria de los lectores; sin embargo, el examen atento de estos textos
evidencia asimismo que en ellos se han recogido toda la sabiduría literaria y toda la pericia
técnica acumuladas por Galdós a lo largo de aquellos casi veinte años en los que –habiéndose
apartado de la narrativa histórica– se dedicó a la creación de las Novelas españolas
contemporáneas, en cuya composición fueron ensayadas las más variadas estrategias
narrativas.
El autor organizó la materia ficcional de su nueva colección en torno al esquema
empleado en las dos series primeras, el cual consiste básicamente en agrupar diez relatos
alrededor de un determinado periodo histórico, de modo que en líneas generales la disposición
de la tercera serie reproduce la adoptada en las anteriores, o por mejor decir, en la segunda,
pues, como es bien sabido, Galdós no repitió nunca la excesivamente rígida estructura
novelesca perceptible en los diez episodios primeros. Si en la serie inicial la Guerra de la
Independencia y en la segunda el accidentado reinado de Fernando VII constituían las
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respectivas referencias históricas, que funcionaban como aglutinante entre los diferentes
volúmenes de cada ciclo, dos décadas después los sucesivos títulos de la tercera serie fueron
ofreciendo su contenido novelesco firmemente entrelazado con el relato de los
acontecimientos ocurridos a lo largo de “la carlistada y las dos regencias” (Montesinos, 1973,
15). Se alterna por tanto en estas diez novelas la presentación de los bienintencionados
intentos de modernizar la vida política española llevados a cabo por ciertos ministros
liberales, con la narración del desarrollo de la cruenta guerra civil, iniciada tras la muerte del
Rey y acabada con la firma del convenio de Vergara. Madrid, las provincias del Norte, la
comarca del Maestrazgo y otra vez la Corte en los días previos a la boda de Isabel II, se
convierten así en los escenarios que sirven de marco para la trama ficticia de esta serie, la cual
se combina inextricablemente con el complicado y casi delirante devenir histórico de aquellos
años.
Este trabajo prefiere soslayar, sin embargo, el estudio de los aspectos histórico-políticos
del corpus acotado para centrarse en el análisis de ciertos artificios transtextuales que atañen a
la configuración propiamente novelesca de la tercera serie, la cual representa sin duda su
faceta más importante desde la perspectiva del crítico literario. En tal sentido van las
siguientes reflexiones de Ricardo Gullón (1973, 403):
Que los Episodios nacionales no son historia sino novela, es una verdad
incuestionable, sólo controvertible desde otra certeza [...]: en ninguna obra puede
aprenderse mejor la historia de España que en los Episodios.
Aparente contradicción que el crítico desmonta considerando el hecho de que
la obra literaria se presta para ser utilizada para una variedad de usos documentales y
utilitarios [...]; esa utilización oscurece con frecuencia el hecho harto sabido y
decisivo de que lo esencial es la invención, y lo accidental, si no lo corrosivo, los
usos a que el lector la somete.
Elemento fundamental de la invención galdosiana, comprobable a lo largo de su extensa
producción, es el sagaz empleo de los más variados procedimientos de citación literaria; por
ello ocupará un lugar preferente en nuestro estudio la detección de los casos de
transtextualidad, que, en el seno de esta tercera serie, remitan a obras o estilos propios del
periodo romántico, así como la demostración de la rentabilidad artística obtenida gracias a la
utilización de tales técnicas. Efectivamente, las abundantes referencias a la literatura
romántica desde su apogeo a su decadencia, además de constituir, según apuntábamos, un hilo
conductor que cohesiona el universo ficcional de estos relatos, suponen también una eficaz
estrategia narrativa presente en la configuración de muchos personajes así como en la
disposición de la materia.
Los sesenta años que separan el momento en que se compusieron los episodios de la
tercera serie de la época en ellos reflejada proporcionan distancia temporal más que suficiente
para conferir la necesaria lucidez a la mirada del autor, así como para dotar de ironía y de
humor su interpretación del “romanticismo y los románticos”, diríamos tomando prestado el
título de un celebrado artículo de Mesonero Romanos.
De muy diferentes maneras está presente en estas novelas la literatura romántica. Ante la
dificultad de analizar todos los aspectos y matices que la representación del romanticismo
literario reviste en la tercera serie, he procurado seleccionar sólo unos cuantos ejemplos
significativos que sirvan para atestiguar el extraordinario provecho narrativo que Galdós sabe
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extraer del empleo de la “literatura en segundo grado” (Genette, 1989). En efecto, estos diez
relatos considerados en su conjunto ofrecen al lector una visión muy completa del
movimiento romántico en la literatura española, desde la etapa de mayor esplendor, a la que
con muy variados matices se alude frecuentemente en los primeros episodios, hasta su
decadencia al filo del medio siglo a la cual se refiere el siguiente pasaje:
Remitía ya la fiebre romántica; iba pasando la violencia de las pasiones, comúnmente
fingida [...], pasando iban los audaces giros de expresión, las rebuscadas antítesis, el
dilema terrible de amor o muerte, las casualidades fatalistas por las que el socorro de
un afligido llegaba siempre tarde; pasaba también la humorada suicida y la
monomanía de poblar de cipreses y sauces el campo de nuestra existencia. [...] Don
Juan Tenorio, que apareció en abril del 44, fue acogida como una obra tardía, que
llegaba con tres años de retraso. Tres habían pasado desde la temprana muerte del
gran Espronceda y creyérase que había transcurrido un cuarto de siglo. (B.R., 1028)
Las frases transcritas contienen las opiniones sustentadas por un personaje de la última
novela de la serie, el cual ya entonces –se supone que en 1846– resultaba bien lúcido y se
mostraba capaz de anunciar el inmediato final del romanticismo, así como de enumerar
sucinta e irónicamente casi todos los topoi habituales en esa escuela subrayando de paso el
carácter más bien histriónico que, tanto en la literatura como en la vida, solían revestir las
actitudes románticas convertidas con demasiada frecuencia en repetición formularia y
amaneramiento estilístico.
Los relatos de la tercera serie encierran numerosísimos pasajes alusivos a la literatura
romántica, que van desde la mera cita literal hasta la reproducción de ciertos patrones
retóricos muy característicos de esta escuela. A fin de establecer algún orden, que dote de
eficacia al análisis, he clasificado las alusiones al romanticismo según la rentabilidad narrativa
que su utilización proporciona: en un primer apartado se reúnen aquéllas cuya utilidad radica
en contribuir a la caracterización de los personajes, y en el segundo grupo quedan incluidas
las referencias que condicionan la presentación de la materia o inciden en su disposición.
Son muchos los habitantes de este vasto universo ficcional en cuyo trazado se advierten
rasgos de indudable procedencia romántica. Ahora bien, tal influjo no penetra de la misma
manera en todos los personajes así configurados; es más, se puede detectar una contraposición
muy clara entre dos grupos de caracteres: 1º), figurarían en este apartado aquellos héroes
novelescos en cuyas respectivas personalidades los rasgos románticos resultan
consubstanciales y constituyen su auténtica forma de ser y 2º), por otro lado se agruparían
ciertos personajes que asumen el romanticismo como un barniz superficial y libresco con que
transitoriamente se engalanan. Porque verdaderamente “Galdós fue uno de los primeros, al
menos entre nosotros, que disoció muy a propósito lo romántico de la literatura romántica”
(Montesinos, 1973, 38); así que, mientras los personajes adscritos al primer grupo apenas
tienen conciencia clara de las resonancias literarias que sus experiencias vitales pueden
suscitar, sino que el narrador –desde su perspectiva distanciada– debe ocuparse de subrayar
los ecos románticos en ellas perceptibles, los seres ficcionales que responden a la segunda
manera de configuración textual, sí se saben mediatizados por la literatura al uso y llegan a
programar su trayectoria vital, pasión amorosa incluida, con arreglo a las pautas marcadas por
la moda artística dominante.
Se alinean en el grupo primero figuras como la de José Fago, protagonista de
Zumalacárregui y la de Nelet, cuyo desastrado final recogen las páginas de La campaña del
Maestrazgo. Ambos personajes militan en el bando carlista y buscan tercamente a una amada
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fugitiva a través del desorden y de la crueldad de la guerra. Tanto por los rasgos con que está
trazada la personalidad de cada uno de ellos cuanto por la índole de sus respectivas historias
resulta evidente que el narrador ha diseñado los dos personajes teniendo muy en cuenta la
poética del romanticismo.
Todo es exageración, desmesura lindante con la insania en Fago, quien además se presenta
ante el lector inmerso en aquella disparatada guerra civil, que constituye el adecuado correlato
histórico de tan desquiciado personaje. Precisando algo mejor estas cuestiones, según indica
Yolanda Arencibia en su edición crítica de Zumalacárregui (Pérez Galdós, 1990, 38-39), se
diría que algunos de los trazos con que se completa el retrato del atormentado clérigo
proceden del folletín, de aquella novela popular que tanta difusión alcanzó durante la primera
mitad del siglo XIX, en la cual se abultan y trivializan temas y artificios narrativos propios de
la literatura romántica.
El quinto volumen de la serie, cuyo trasfondo histórico está constituido por el desarrollo de
la guerra en la comarca del Maestrazgo, presenta las andanzas del general Cabrera y describe
muchas de las terribles acciones por él ordenadas. El salvajismo y la crueldad presiden los
enfrentamientos entre carlistas y cristinos, los cuales se desarrollan en la imponente
naturaleza de la sierra, en medio de abruptos parajes donde no faltan ruinosos monasterios o
castillos semiderruidos, elementos paisajísticos que constituyen la escenografía más apropiada
no sólo para los atroces sucesos históricos relatados, sino también para ambientar el desenlace
terrible de la trama novelesca protagonizada por Nelet y la extraña monja Marcela Luco.
En efecto Manuel Santapau, a quien llaman familiarmente Nelet, perdidamente enamorado
de Marcela, incapaz en ocasiones de distinguir los sueños de la realidad (C d M, 545-546),
que acaba matando a su amada y suicidándose acto seguido entre invocaciones al demonio (C
d M, 585) se inscribe, lo mismo que Fago, en la nómina de los caracteres vital y
auténticamente románticos.
Entre los personajes pertenecientes al segundo de los grupos señalados –el que comprende
a todos cuantos asumen conscientemente las pautas de un comportamiento romántico– sin
duda es Fernando Calpena, protagonista de seis episodios de la serie quien comparece ante el
lector como aquél en cuya configuración textual se pueden rastrear mayor riqueza y variedad
más amplia de referencias al romanticismo literario. Al poco de comenzar la andadura
narrativa del joven, en la segunda novela de la serie, éste responde así a las preguntas de otro
personaje:
-Yo no tengo padres. No los he conocido nunca.
-Entonces tendrá usted tíos.
-Tampoco. Yo me crié en Vera, en casa de un sacerdote, que murió hace tres años.
Sus hermanos me mandaron a París. [...]
-¿Tiene usted aquí familia, parientes, amigos...?
-No lo sé... Creo que no..., creo que sí. (M, 117)
Nos encontramos pues ante uno de los más frecuentes loci de la literatura romántica: el
origen desconocido del héroe, misterio que gravita sobre éste y que sólo al final de la acción
se aclara, lo cual constituía un recurso muy eficaz para excitar el interés del lector. Así pues,
el diseño del protagonista de Mendizábal ha sido dispuesto con arreglo a un manido patrón
literario, muy del gusto del teatro y de la novela al uso durante el periodo evocado en el
episodio. Esto puede poner sobre aviso al lector, quien no habrá de sorprenderse demasiado
cuando Calpena –que reúne de entrada los rasgos propios de un personaje romántico– vaya
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revelándose, no obstante, conforme avanza su historia, como un ejemplo acabado de
romanticismo allegadizo, puramente libresco y corone sus andanzas con un desenlace por
completo antirromántico. Y es que cualquiera medianamente familiarizado con la narrativa de
Galdós conoce de sobra la maestría con que en ella se utilizan los convencionalismos propios
de determinados modelos literarios para subvertirlos desde dentro.
La dependencia del protagonista respecto de la literatura se pone de manifiesto ya desde el
comienzo de Mendizábal; allí leemos que Calpena, recién llegado a Madrid se encuentra
entre aquellos “que se hallan en pleno retoñar de ideas tempranas, producto fresco de las
primeras lecturas, de las primeras pasiones, de la ambición primera que tanto se parece a la
tontería” (M, 111). Cuida pues el narrador de señalar cómo la primera motivación que ha
impulsado al personaje a viajar hasta la Corte y que, en consecuencia ha servido para poner en
marcha la novela, ha sido precisamente la literatura; a partir de este pasaje menudean las
referencias a los libros leídos por el joven, inscrito ya desde su presentación en esa estirpe de
héroes galdosianos letraheridos, cuyos caracteres no pueden ser cabalmente entendidos si el
lector no se hace cargo de las preferencias literarias que les han sido atribuidas. A lo largo de
este segundo episodio se encuentra pues muy abundante información acerca de las lecturas del
protagonista; las mismas reflexiones de éste, asombrado ante las cosas inexplicables que le
están ocurriendo desde su llegada a la capital, transmitidas por el narrador en estilo directo, se
plantean en términos de estética literaria:
Es mucho cuento este. Se empeña uno en ser clásico, y he aquí que el romanticismo
le persigue, le acosa. Desea uno mantenerse en la regularidad, dentro del círculo de
las cosas previstas y ordenadas y todo se le vuelve sorpresa accidentes de poema o
novelón a la moda, enredo, arcano, qué será, y manos ocultas de deidades incógnitas
que yo no creí existiesen más que en ciertos libros de gusto dudoso... (M, 115)
Este soliloquio manifiesta la actitud de irónico despego mantenida por el personaje
respecto a los tópicos más habituales del romanticismo, a los que no obstante debe recurrir
para describir adecuadamente la nada común situación en la que se halla inmerso. Unas
páginas más adelante encuentra el lector la explicación a tanta displicencia,al enterarse de que
quien así se expresa había recibido una esmerada educación humanística de corte neoclásico
bajo la dirección de su tutor, un clérigo bondadoso “más versado en los clásicos latinos y
griegos que en Teología y Cánones” (M, 118). Su preceptor, que era ferviente admirador de
Moratín, inculcó al muchacho el respeto por la preceptiva clásica y le convenció de que la
poesía “debe subordinar la inspiración al buen gusto y a la regularidad” (M, 138).
Pertrechado con tal bagaje intelectual, no tarda Calpena en congeniar con su compañero de
pensión, el sacerdote don Pedro Hillo, de quien dice el narrador que “era un apreciable
retórico de la escuela de Luzán y Hermosilla” (M, 116).
Las circunstancias misteriosas que rodean el origen de Fernando Calpena, así como los
pormenores relativos al viaje que le ha llevado a Madrid, según la narración que de todo ello
hace a su amigo Hillo, colocan a aquél, pese a haber sido educado en la rigurosa observancia
de las reglas neoclásicas, en el centro de una acción que reproduce fielmente las
características propias de la novela o del drama románticos. A mayor abundamiento la
inmersión en el muy literaturizado ambiente madrileño, así como las relaciones que establece
bien pronto con los escritores más conspicuos del romanticismo triunfante, hacen mella en el
ánimo del recién llegado, quien va olvidando su admiración por la mesura y la contención en
el arte en beneficio de las nuevas modas. En efecto el protagonista del episodio entabla
amistad con Miguel de los Santos Álvarez, con Espronceda, con Ventura de la Vega entre
otros y frecuenta las tertulias del Parnasillo. El trato con sus nuevos amigos hace que
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Fernando vaya perdiendo la capacidad para distanciarse humorísticamente de la nueva
literatura, por lo cual esta perspectiva irónica habrá que buscarla –una vez que se produce la
conversión del joven a la fe romántica– en la voz de don Pedro Hillo o en las advertencias
epistolares de la desconocida protectora del primero, en una de cuyas cartas se lee:
No faltes el sábado en el Príncipe, al estreno de Los hijos de Eduardo traducido de
Delavigne por el tuerto Bretón. Dicen que es cosa buena. Y si repiten el Don Álvaro
de Angelito Saavedra no dejes de ir a verlo. [...] Cuidadito con Larra, que tiene más
talento que pesa; pero es mordaz y malicioso. Si vuelves al Parnasillo busca la
amistad de Roca de Togores, de Juanito Pezuela y de Donoso Cortés... Con
Espronceda y otros tan arrebatados Buenos días y buenas noches y nada de
intimidades (M, 142).
Bien perceptible resulta el tono humorístico, familiar y condescendiente que aquí adopta la
desconocida corresponsal de Fernando, tono que la caracteriza como alguien ya de cierta
edad, perteneciente a otra generación, que no comprende del todo las nuevas modas, aunque
disculpe con benevolencia los arrebatos de los jóvenes artistas, entre los cuales, no obstante,
establece diferencias bien marcadas a favor de los más moderados no sólo en arte sino, sobre
todo, en política.
Precisamente la prevención que la dama incógnita abriga hacia Espronceda llega a
justificarse a posteriori, pues la misma voz de la protectora misteriosa afirma en otra carta
que el ejemplo de éste ha podido influir en la romántica escapatoria del joven Calpena:
Espronceda, el poeta de las pasiones violentas, de los ayes de desesperación, cantor
de piratas, corsarios y ladrones fue quien alentó a Fernando a la rebeldía,
enseñándole la teoría y práctica de los raptos de muchachas [...] esto de tomar en
serio los delirios de los poetas del día [...] es muy del carácter de Espronceda a quien
yo metería en una casa de orates. Su simpatía por Fernando se funda en la comunidad
de errores, pues también Espronceda está enfermo de una pasión insana y corre tras
de una Aura que conoció en Lisboa cuando estuvo emigrado (O a LG, 278-279).
El hipotexto que en este caso funciona como patrón al que se ha ajustado la conducta del
personaje está constituido por ciertos pormenores biográficos del poeta, que debían de ser
sobradamente conocidos en el Madrid de aquellos años.
La autorizada opinión del narrador se incluye asimismo en este coro de observaciones
irónicas acerca de la literatura romántica, cuyos rasgos más comunes critica divertido y
–desde un alejamiento temporal mucho más amplio que el que separa a los diferentes
personajes del relato– señala cómo habían llegado a incorporarse a los usos sociales de la
época:
Era moda entonces morirse en la flor de la edad, tomando posturas de fúnebre
elegancia. Habíamos convenido en que seríamos más bellos cuanto más demacrados
y entre las distintas vanidades de aquel tiempo no era la más floja la de un
fallecimiento poético, seguido de inhumación al pie de un ciprés de verdinegro y
puntiagudo ramaje. (M, 146)
Otras muchas figuras de la serie revelan la impronta de la literatura romántica como uno de
los elementos configuradores de sus respectivos caracteres: así Aura, Zoilo, o Santiago Ibero
transparentan en numerosas ocasiones la falsilla literaria sobre la que han sido diseñados;
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baste, sin embargo con los ejemplos aducidos para constatar la importancia hipotextual del
romanticismo en varios personajes del corpus novelesco que aquí se está considerando.
Las referencias al romanticismo literario no sólo aparecen en el diseño de los personajes,
según hemos tenido oportunidad de comprobar, sino que también la disposición de la materia
novelesca aprovecha estratégicamente ciertos patrones de inequívoca raíz romántica. Entre los
muchos lugares de los relatos estudiados que podrían servir de ejemplo para demostrar la gran
eficacia artística que el autor consigue con la manipulación de las reminiscencias literarias en
orden a la estructuración del texto, elegiré solamente algunos de los más significativos.
Sea el primero de ellos el pasaje final de La campaña del Maestrazgo (C d M, 584-585),
donde se cuenta el terrible desenlace de la historia de amor protagonizada por el oficial
carlista Nelet Santapau y la monja andariega Marcela Luco, cuyo análisis mostrará cómo el
juego palimpsestuoso confiere expresividad extraordinaria a la organización de la materia
narrativa. Los rasgos que convierten este fragmento en un pastiche alusivo a la literatura
romántica, cuya tópica más usual ha servido de apoyo al narrador, se ponen de manifiesto con
gran claridad; incluso podría precisarse que el relato galdosiano remite aproximadamente a las
últimas escenas de Don Álvaro o la fuerza del sino, que resultarían doblemente conocidas
para los lectores finiseculares, pues el libreto de una famosa ópera de Verdi se apoyaba en la
obra de Saavedra.
En efecto, las respectivas situaciones planteadas en cada uno de los pasajes considerados
guardan bastante semejanza entre sí, porque en los dos casos el protagonista ha matado a un
hermano (por lo menos) de su amada y ambas obras concluyen con el suicidio del asesino,
tras la muerte de la amada. El lugar donde se desarrolla la acción del episodio, tan abrupto y
escarpado, recuerda la sierra cordobesa en que el héroe de la pieza teatral ponía fin a su vida.
Además, el acentuado dinamismo de un texto en gran parte dialogado por unos interlocutores
que se increpan, mientras saltan de risco en risco, así como la presencia de los viejos –don
Beltrán y los dos enterradores, cuya función de testigos horrorizados evocaría la ejercida por
los frailes en el Don Álvaro– pueden considerarse otros tantos elementos que subrayan la
hipertextualidad de la novela respecto del drama.
Si la disposición de la escena y la de los personajes que en ella intervienen recuerdan,
según se ha visto, el desenlace de la célebre pieza, la sugestión se completa con determinados
rasgos de la expresión, cuyo empleo constituye una evidente reminiscencia del estilo
romántico. Así lo prueban los parlamentos entrecortados, las frecuentes exclamaciones, las
invocaciones al demonio y la utilización de un vocabulario muy marcado en el que se leen
términos como “despavorida”, “horrorizada”, “exánime”, “lúgubre”, “torvamente” o ciertas
comparaciones de idéntico tenor: “como sillar desplomado”, “como un ave que quiere
emprender el vuelo”.
La historia amorosa de Fernando Calpena y Aura Negretti también se ajusta a los
esquemas del romanticismo literario: amor a primera vista que, ya desde el instante de su
encuentro, se traduce en los vehementes juramentos y en las palabras inflamadas que cruzan
los dos jóvenes (M, 174- 177). El propio personaje así lo reconoce, cuando en una
conversación con don Pedro describe sus sentimientos sub specie litteraria :
-¿Conque amor tenemos? Bueno, con tal que sea clásico...[...]
-En fin, puesto que usted habla de amor clásico, diré a usted que el mío, como águila
a quien quisieran encerrar dentro de un huevo de paloma, ha roto los moldes, ha roto
el viejo y podrido cascarón del clasicismo (M, 189-190).
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Pero los enamorados tropiezan enseguida con la incomprensión familiar que intenta
impedir su apasionado idilio iniciado, sin embargo, en un ambiente bastante convencional: la
velada en casa de doña Jacoba a la que concurren visitas de medio pelo y en la que se
escuchan piezas musicales interpretadas al piano por una señorita vestida a la moda. Tampoco
podían faltar en este relato presidido por el modelo de la novela romántica las cartas, que los
jóvenes se envían subrepticiamente y que el narrador define en los siguientes términos: “No
eran palabras amorosas [...] era fuego, llamas cogidas a puñados del mismo sol”. Gracias a la
transcripción de algunas misivas el lector queda informado de la fogosidad de los amantes, así
como de la perfección con que han asimilado el estilo literario entonces en boga (M, 225-
226).
Contrastan los ardiente términos en que el amor de Fernando y Aura se va desarrollando,
siempre ajustado a las pautas del romanticismo, con el tono socarrón que adopta el narrador
para contarlo. Así, denomina “espantosa murria” a la desesperación que embarga a Calpena
porque no le dejan ver a su novia y añade: “Su exaltada mente le sugería, sin duda, proyectos
audaces, caballerescos, traduciendo a la realidad el peregrino enredo de los dramas
románticos” (M, 207). La componente libresca de la materia amorosa viene subrayada
asimismo por las referencias a los escritores del momento con los que Calpena intercambia
confidencias y a los que pide ayuda para la realización de sus planes.
Esta trama constituye el pretexto ficcional que justifica el viaje emprendido por Fernando,
tras el rastro de su amada, a los territorios del Norte donde se libra la guerra carlista. El
contacto con la realidad terrible de la contienda le hace madurar y relegar poco a poco su
amor juvenil tan poético y exaltado. Aura, por su parte, constatará cómo la imagen de
Fernando se difumina en su recuerdo ante la rotunda presencia de Zoilo Arratia, según se lee
en Luchana (448). El esquema a que se ajusta la historia de las aventuras de ambos jóvenes
reproduce, según indiqué anteriormente, la disposición habitual de tantas y tantas novelas
románticas, ahora bien, el tono humorístico desde el que tales sucesos están relatados, así
como el irónico desenlace anticlimático de tan avasalladora pasión, recuerda más bien la
perspectiva paródica adoptada por “El curioso Parlante” en El romanticismo y los
románticos”.
Otro caso muy significativo de reminiscencia romántica claramente perceptible en la
disposición del texto, lo tenemos en la narración del encuentro de Fernando con Demetria:
Calpena se sintió cogido de la esclavina de su abrigo; volviose y vio a una mujer
lacrimosa, que, cruzando las manos y mirándole con vivísima ansiedad de postulante,
como los que apremiados por la miseria imploran la caridad pública, le dijo:
-Señor mío, caballero [...] Si es usted tan noble y piadoso como me ha parecido me
atrevo a pedirle que ampare a una familia desgraciada...(O a LG, 307)
Tal arranque promete ser el comienzo de una narración desarrollada a partir de los
esquemas usuales en la novela popular y, desde luego, las páginas inmediatas parecen
confirmar plenamente estas expectativas. El texto presenta abundantes rasgos que recalcan la
anterior apreciación, así, el narrador describe la confusión y el desorden del improvisado
hospital de sangre en que se produce el encuentro e insiste en la sorpresa de Calpena ante la
interpelación de la dolorida joven.
La disposición del pasaje no remite únicamente a la novela romántica, sino que tras ésta se
trasluce la presencia de algunos modelos narrativos bastante más antiguos, pues son páginas
que recrean el tópico de la doncella menesterosa en busca de amparo, tan frecuente en los
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libros de caballerías. Al leer este fragmento (O a LG, 307-309) parece inevitable el recuerdo
del encuentro de don Quijote con la princesa Micomicona (Primera parte, capítulo 29), eco
paródico, a su vez, del episodio de Amadís y Briolanja (Libro I, capítulo 42). Sin embargo la
ficción galdosiana da la vuelta al sentido del relato –de idéntico signo tanto en la tradición
caballeresca cuanto en el folletín romántico– pues si, en un caso, Amadís repone a Briolanja
en el trono de Sobradisa, pero sigue fiel a Oriana, y en el otro, don Quijote, pese a los ruegos
de Sancho, afirma que eludirá la boda con la princesa y permanecerá fiel a Dulcinea,
Fernando Calpena, a partir de este encuentro fortuito irá distanciándose y no sólo físicamente
de su amada Aura.
En resumidas cuentas, una situación tan prometedora como germen de novela romántica,
cambia de registro y, a lo largo de los episodios subsiguientes, Luchana, La estafeta
romántica, Vergara se transforma en el relato de unos amores que discurren por cauces de
gran regularidad, concitan un casi unánime beneplácito familiar y terminan felizmente en la
página final de Los ayacuchos.
Se desvanece pues el modelo romántico y tras la relación Calpena/Demetria parece lógico
advertir no ya la vuelta al clasicismo, como reiteradamente dicen los personajes al percibir el
giro que la existencia de Fernando ha dado, sino más bien la aparición de la nueva literatura
realista más acorde con el periodo histórico que parecía iniciarse, una vez superadas las
turbulencias de la guerra civil.
225
CITAS
Las citas de los textos estudiados han sido tomadas del volumen Episodios nacionales, Tercera serie, Madrid,
Aguilar, 1981 y sus títulos se abrevian del siguiente modo:
Zumalacárregui: Z
Mendizábal: M
De Oñate a La Granja: O a L G
Luchana: L
La campaña del Maestrazgo: C d M
La estafeta romántica: E R
Vergara: V
Montes de Oca: M O
Los ayacuchos: A
Bodas Reales: B R
BIBLIOGRAFÍA
CASALDUERO, J., Vida y obra de Galdós, Gredos, Madrid, 1963.
GENETTE, G., Palimpsestos, Taurus, Madrid, 1986.
GULLÓN, R., “La historia como materia novelable”, en Benito Pérez Galdós, ed. Douglass M. Rogers,
Taurus, Madrid, 1973, pp. 403-426.
MONTESINOS, J. F., Galdós III, Castalia, Madrid ,1973.
PÉREZ GALDÓS, B., Zumalacárregui, ed., Yolanda Arencibia, Ediciones del Cabildo Insular, Las Palmas de
Gran Canaria, 1990.
YÁÑEZ, Mª P., Siguiendo los hilos, Peter Lang, Berna, 1996.
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