BUENAVENTURA MIEDES: PROFETA DE LA CUARTA

SERIE DE EPISODIOS NACIONALES

Pilar Esterán

Para la composición de la cuarta serie de Episodios nacionales, escrita en la primera

década del siglo XX (1902-1907), Benito Pérez Galdós introdujo planteamientos muy

novedosos que la distancian de las dos primeras series de novelas históricas, redactadas entre

1873 y 1879. Para empezar, el novelista destruye aquella enojosa unidad narrativa impuesta

en la primera serie de Episodios como consecuencia de sujetar su relación a una construcción

autobiográfica puesta en boca de Gabriel Araceli. En las novelas de la cuarta serie la

narración en unos episodios corre a cargo de un narrador omnisciente en tercera persona,

mientras que en otros queda en manos de memorialistas de la talla de Pepe Fajardo, Juan

Santiuste o El Nasiry. Todos ellos con personalidades distintas y con maneras de historiar

sensiblemente diferentes. La elección de uno u otro narrador nunca será casual y quedará

sujeta a la perspectiva última desde la que Galdós decida enjuiciar cada uno de los sucesos

históricos reseñados en este conjunto de relatos. Además, el hilo argumental de esta cuarta

serie, más complejo y variopinto, logra su consistencia, pese a la variedad extrema de los

argumentos de la ficción, por medio de recursos tales como presentar en calidad de personaje

secundario de un episodio previo a cada una de las figuras que luego, en una novela posterior,

alcanzarán el estatus de protagonistas. De esta manera, don Benito va urdiendo un entramado

argumental más fluido y que a su vez denota gran previsión en la planificación general de la

serie completa.1

De todos es conocida la repugnancia de nuestro escritor a distraer tiempo de su tarea de

creador para adentrarse en la fría y escueta reflexión teórico-literaria. Los ejercicios de

metaliteratura practicados por don Benito hay que entresacarlos escarbando en las páginas de

sus ficciones. A este respecto jamás olvidó la lección recibida de su gran maestro Cervantes

en El Quijote. Con todo, existe un texto sumamente significativo que no he vuelto a ver citado

desde su publicación, lo cual me lleva a lamentar que quizás ha podido pasar desapercibido

para la mayoría de los estudiosos galdosianos. Y ciertamente no merecía esa desatención. Allá

por el año 1910 el Bachiller Corchuelo publicó en la revista Por esos mundos un extenso

artículo que recogía una entrevista hecha a don Benito. A la pregunta del periodista de por qué

nuestro escritor no se dejó arrastrar por la moda naturalista a la que sucumbieron escritores de

la talla de un Clarín, Galdós, con su bonhomía tradicional, respondía:

-¡Qué sé yo! Yo creo que cuando uno es uno, aunque quiera no puede ser lo que otro.

Yo me lo explico así. Yo sentía el arte a mi modo, y aún admirando mucho a Zola y

haciéndome sentir y pensar mucho sus novelas, no se me ocurrió nunca hacerlas a su

manera.2

Esa primera frase, casi cacofónica, manifiesta con absoluta rotundidad la conciencia

clarividente de originalidad creadora sobre la que se afianza el quehacer del novelista. Él que,

al presentarse en la Real Academia Española para leer su discurso de ingreso, satisfizo la

vanidad de los señores académicos abriendo su intervención con humildes, y no puedo por

menos de creer que también irónicas, protestas alegando hallarse privado de aptitudes críticas

como resultado de haber “consagrado su vida entera a cultivar lo anecdótico y narrativo”.3

227

En su afán por identificar un hilo conductor que hilvanara la extensa producción

galdosiana y facilitase una lectura integradora de toda la obra del escritor canario, el profesor

Joaquín Casalduero insistió en que el proceso creador galdosiano implica siempre un curioso

fenómeno de ósmosis, de intertextualidad endogámica, en virtud del cual cualquier texto de

Galdós entabla un diálogo constructivo con toda su producción anterior. El maestro lo

explicaba de una manera muy sintética. Comentando la escena en la cual una Genara Baraona

despechada al descubrir a su amado, Salvador Monsalud, convertido en jurado (guardia

español que custodiaba a José Bonaparte en su retirada de la Península) gritaba a su eterno

rival y por añadidura hermanastro Carlos Navarro: “¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!”;4

comentando esta escena, como digo, Casalduero concluía: “Galdós ha encontrado el alma de

doña Perfecta”.5 En clara alusión a aquella otra secuencia narrativa de una novela posterior en

el que la gran matrona increpaba a Caballuco para que acabase con Pepe Rey, sobrino de la

dama: “Cristóbal, Cristóbal... ¡mátale!”.6

Recientemente, el profesor Cardona nos ha demostrado con solvencia, que una buena parte

de la creación novelesca de don Benito se desliza entre dos hitos de la narrativa decimonónica

europea: Grandes esperanzas de Dickens y Las ilusiones perdidas de Balzac.7

Así pues, parece probado por los especialistas que Pérez Galdós reelabora

sistemáticamente modelos narrativos propios y ajenos. Y aún me atrevería a ir un poquito más

allá. Reflexionando sobre el proceso compositivo que ponen al descubierto los manuscritos

conservados de sus obras, tomando en consideración ese afán suyo por reescribir folios y

reutilizar cuartillas de unas a otras versiones, podemos concluir que el principio generativo de

la creación literaria galdosiana parece regirse por leyes físicas y se concreta en el siguiente

aserto: La materia narrativa ni se crea ni se destruye, solamente se transforma.

Es desde esta perspectiva desde la que quisiera abordar la novedad que suponen los

Episodios de la cuarta serie vistos en relación con las anteriores novelas históricas de Pérez

Galdós.

Ya he indicado al iniciar esta comunicación que el novelista convierte en recurso frecuente

la presentación anticipada de un personaje como carácter sercundario en un relato a la espera

de que en una próxima narración adquiera rango de protagonista. Recordemos la aparición

que hace el cura Merino administrando la extremaunción a Antoñita la cordonera, infeliz

amante de Pepe Fajardo, en Las tormentas del 48 y cómo este sujeto se convierte en el

regicida que ataca a la reina Isabel II en Los duendes de la camarilla. Y aún asistimos a su

degradación eclesiástica y posterior ajusticiamiento en las páginas iniciales de La revolución

de julio. De igual manera, a Lucila Ansúrez la conocemos desarreglada y polvorienta en el

castillo de Atienza en Narváez y es en el episodio siguente, Los duendes de la camarilla,

cuando emerge en toda su plenitud narrativa atribulada por los amores y desamores del

capitán Bartolomé Gracián.

El escritor continúa utilizando los viejos recursos del folletín para graduar la intensidad

dramática y garantizarse el interés permanente de sus lectores. Claro que ello lleva aperejado

también un sutil entrelazamiento de las tramas novelescas individuales, que se prolongan a lo

largo de sucesivos episodios. Eso por no hablar de la concisa tarea de planificación a que

obliga esta nueva manera de escribir novelas históricas. No olvidemos que en las primeras

series de Episodios era bastante habitual que cada relato constituyese una unidad narrativa

cerrada y a veces muy tenuemente vinculada con la trama general correspondiente. En Los

duendes de la camarilla se nos cuentan los trágicos amores de Lucila Ansúrez y Bartolomé

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Gracián. Pero en este episodio nada llegamos a saber a ciencia cierta respecto a la repentina

desaparición del militar. Hay que esperar a la siguiente novela, La revolución de julio, para

que por la autorizada boca de Sebo, agente de policía, conozcamos la verdad de aquel extraño

suceso. La presentación literaria de Teresa Villaescusa acontece en O´Donnell. No obstante,

la muchacha se realiza como personaje a lo largo de Prim, y muy particularmente en La de los

tristes destinos, cuando se une en amor libre a Santiago Ibero.

Para acabar de esbozar este catálogo de novedades técnicas constatables en la composición

de los últimos Episodios, quisiera recordar algunas de las reminiscencias a escenas y

personajes de obras galdosianas anteriores presentes en la decena de relatos que vengo

considerando. Entiendo que a ningún lector asiduo de don Benito se le escapa que Lucila

Ansúrez, “la guapa moza”, como al novelista le gusta llamarla, no es sino una transfiguración

rediviva y redimida de Fortunata. Digo redimida porque unas nuevas circunstancias narrativas

le permiten al escritor darle a Lucila la oportunidad que siempre le negó a “la Pitusa”. Lucila,

locamente enamorada y luego abandonada, encuentra a tiempo a su Segismundo Ballester en

la persona de don Vicente Halconero. De igual manera, Domiciana Paredes también comparte

algo y aún algos con Mauricia “la Dura”.

Concluido este exordio que sólo pretende delimitar el marco de reflexión en el que se

mueve la autora de este escrito, quisiera centrar la atención del lector en el tratamiento de

algunos de los personajes quijotescos que alumbró don Benito. Revisaré las similitudes y

diferencias más reseñables existentes entre los seres quijotescos de los primeros Episodios y

los de los últimos. Muy concretamente me interesa la figura de don Buenaventura Miedes, su

sentido y funcionalidad narrativa, si la tiene, en el contexto de la cuarta serie.

El profesor José F. Montesinos apuntó que, al menos en sus primeras obras, Galdós parece

haber entendido El Quijote como la más lograda representación de la paranoia hispánica.8 De

ahí que todas sus figuras quijotescas estén connotadas negativamente. Son soñadores

irredentos incapaces de adaptarse a la realidad. Me resisto a creer que don Benito, ni aún en su

época de escritor novel, hiciese una lectura tan elemental de la gran obra de Cervantes. Y

fundo mi recelo en unas palabras pronunciadas por Inés en La Corte de Carlos IV. Preguntada

la joven por un Gabrielillo sumamante ambicioso en qué libros ha adquirido ese soberano

juicio que la asiste, ella replica:

-No, hijito, no he leído más libros, fuera de los de devoción, que Don Quijote de la

Mancha. ¿Ves? A ti te va a pasar algo de lo de aquel buen señor: sólo que aquél tenía

alas para volar, ¡pobrecillo!, lo que le faltaba era aire en que moverlas.9

Este texto temprano (1873) parece anticipar una comprensión de la obra cervantina mucho

más sugerente. Se diría que nuestro autor no rechaza per se los ideales nobles y caballerescos.

En cambio, sí es consciente de su nula aplicación en todas las épocas.

Y en esta línea están concebidas dos de las figuras de más notoria raigambre quijotesca que

salen al encuentro del lector en la primera serie de Episodios nacionales. Me refiero a

Santiago Fernández, “el Gran Capitán”, y a don Pedro del Congosto.

Santiago Fernández es un anciano setentón que trabaja en una oficina militar y que en

Bailén alardea de estar muy bien informado sobre los próximos movimientos del ejército

español. El buen hombre tiene una fe ciega en el valor de sus compatriotas y en todo

momento se resiste a creer que su país pueda caer bajo el yugo francés. Con frecuencia sus

hiperbólicas manifestaciones suscitan la sonrisa del lector. Pero don Benito tenía reservada a

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esta figura para más altos fines. Las últimas páginas de Napoleón en Chamartín recogen el

sacrificio personal del anciano en aras de un ideal de libertad. Don Roque y Gabriel, que

comentan su muerte, se abstienen muy mucho de cualquier alusión degradante. Y al lector

menos avispado le consta que la resistencia heroica del Gran Capitán es el contraplano

novelesco con el que el autor intenta enmendar la capitulación precipitada y poco honrosa de

la capital de la Españas.

Algo muy similar sucede con don Pedro del Congosto. Este anciano venerable, de facha y

ademanes netamente quijotescos, suscita las carcajadas de cuantos tienen el placer de tratarlo

en Cádiz por su manía de combatir a los invasores vistiendo a la antigua y por los muchos

desatinos a que dan pie sus desmanes. Entre ellos una descalabradura al estilo de aquellas

otras padecidas por don Quijote. Pero este mismo personaje ridículo se reviste a los ojos de

Gabriel de una dignidad inusitada cuando se ofrece a la condesa de Rumblar para vengar la

ofensa inferida al honor familiar en la persona de su hija Asunción. Don Pedro tiene

concertado un duelo con el burlador, lord Gray “¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Caleta!”.10

Las palabras de don Pedro desencadenan un efecto catalizador en Araceli, que

inmediatamente va en busca del inglés para emplazarlo a un combate real.

En esta estela de criaturas quijotescas se ubica también el personaje de don Buenaventura

Miedes, el sabio atenzano, con el que se aboca el lector en el cap. III, p. 29 de Narváez.11 Pepe

Fajardo y su esposa Mª Ignacia de Emparán, ya titulados marqueses de Beramendi, se

trasladan recién casados a Atienza para pasar los meses del verano de 1848 con la familia del

marido. Allí conocen y tratan a este benemérito erudito que encaja a la perfección en el molde

troquelado por Cervantes. Miedes es setentón, delgado, larguirucho y desgarbado. El hombre

tiene la monomanía de las antigüedades antenzanas y consume los días, hasta perder

completamente su otrora mediano patrimonio, leyendo y escribiendo cuestiones referidas a

romanos, celtiberos y agarenos. Su agonía es el resultado de una descalabradura que raya en el

colmo de la ridiculez. Resulta que, mientras bajaba Miedes de socorrer a unos indigentes que

se refugiaban en el castillo, le sorprendió una terrible granizada que, golpeándole

insistentemente la cabeza, acabó de desencajarle los sesos. Su muerte también se antoja

netamente quijotesca. Y los últimos momentos de su agonía, como tendremos ocasión de

comprobar, inspiran a don Buenaventura una lucidez de juicio extraordinaria. Por si esto no

fuera suficiente, una vez fallecido Miedes, el cura del lugar, don Juan Taracena, y el propio

Beramendi acometen con gusto el escrutinio de la biblioteca del difunto. No queda, por tanto,

mucho margen a la duda respecto a la filiación quijotesca del buen Miedes. Con todo, Galdós

esta vez sutiliza los argumentos y en ningún momento aplica al erudito el apelativo de

“quijote”, circunstancia que sí ocurría insistentemente cuando Araceli mencionaba al Gran

Capitán o a Congosto. En Narváez la confirmación definitiva del antecedente de Miedes se

logra con más sutileza. Preguntada la sirvienta del sabio, la señora Ranera, cómo sigue su

dueño, la mujer responde:

Ahora queda porfiando que ha de volverse mozo, y entre el albéitar y D. Juan

Taracena [el cura], no lo podían sujetar... (cap. IX, p. 93)

La presencia narrativa efectiva de don Buenaventura Miedes en la cuarta serie de

Episodios podría calificarse de muy breve. Aparece por primera vez en el cap. III de Narváez

y el escrutinio de su biblioteca se narra en el cap. X de la misma novela. Y, sin embargo, la

funcionalidad narrativa del sabio se extiende a lo largo de la serie completa. Veámoslo. Para

empezar, a cargo de Miedes queda la presentación oficial de la familia Ansúrez. Y bien

sabemos que los distintos hijos del gran Jerónimo pasarán a ser protagonistas de las tramas

particulares desarrolladas en los sucesivos episodios que integran la serie. Además, en el

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momento de su agonía don Buenaventura identifica definitivamente a Lucila Ansúrez como la

más bella representación del alma hispana. Por último, Miedes escribe una carta dirigida a

Narváez y nunca enviada cuyo texto sirve las claves para desentrañar la figura y actitud

política contradictoria y controvertida del Espadón de Loja.

Por si esto no fuera suficiente se establece un estrechísimo vínculo entre Miedes y Pepe

Fajardo. El sabio atenzano, cuya presencia real en el texto pudiera calificarse

inadvertidamente de breve, ve de esta manera proyectado su influjo sobre otro carácter, el

marqués de Beramendi, que actúa de narrador memorialista en primera persona en al menos

tres episodios: Las tormentas del 48, Narváez y La revolución de julio.

Dos son los testigos o compromisos que hace suyos Fajardo de manos de Miedes. Y uno y

otro están estrechamente vinculados entre sí. En primer lugar, Beramendi recoge el testigo

histórico y, si don Buenaventura escribió la historia de las glorias pasadas, Pepe se ve

precisado a recluirse en la misma biblioteca del sabio para poder continuar sus Memorias

escribiendo “para lo futuro”. Por otro lado, Fajardo también hereda de Buenaventura la

obsesión sentimental por Lucila, que le perseguirá ya toda su vida. Uno y otro compromiso

van indisolublemente unidos, por cuanto en la fórmula magistral enunciada por Miedes en su

agonía, Lucila encarna el alma y la raza hispanas, es la musa que inspira la verdadera Historia.

Esa que funde en un crisol pueblo y corona. Las palabras del erudito son la fórmula sucinta de

enunciados que luego hará suyos Beramendi cuando se vea ante una joven Isabel II

inconsciente y atolondrada (cap. XXVII).

De tal manera, don Buenaventura Miedes, que en un principio parecía predestinado a

engrosar la lista de los eruditos y arqueólogos que consumen su vida en el estudio de glorias

pasadas, al estilo de don Cayetano Polentinos, cuñado de doña Perfecta, se transfigura en

profeta de un nuevo concepto de Historia que aspira a ser veraz y regeneradora.

Por supuesto, como parecía lógico esperar, esta superposición de planos significativos

relacionados con la figura de Miedes, que he venido decapando en mi argumentación, no se

produjo de una manera espontánea y simultánea. Fue gestada a lo largo de un complejo

proceso creativo desentrañable sólo mediante el estudio crítico del manuscrito de Narváez.

Y una vez más, nos merece la pena “visitar el taller del novelista”. Muy sucintamente

procede apuntar que el manuscrito de Narváez, como tantos otros, se halla custodiado en la

Bilblioteca Nacional de Madrid con signatura: Ms. 21,771. Se compone de un total de 440

cuartillas autógrafas, numeradas desde el f. 1 al f. 437. Todas están escritas a lapicero, sin

dejar márgenes y numeradas por el autor en el extremo superior izquierdo. El total de carillas

escritas, sumando anversos válidos y reversos tachados, alcanza la cifra de 634. Simplemente

constatando la diferencia entre este número y el total de 440 rectos que apuntaba al principio,

podemos tener una idea del trabajo de reescritura y reelaboración que supuso para Galdós la

composición de este episodio.

En este manuscrito son perfectamente identificables dos versiones que, continuando con la

tradición crítica de los estudios galdosianos, denominaré Alpha y Beta respectivamente. En

Narváez la situación se complica un poco a la hora de discernir qué folios pertenecen a la

primera redacción y cuáles a la segunda porque ahora el novelista, al escribir con lapicero,

puede borrar cuanto quiera. No obstante, con aplicación y paciencia el investigador logra

resultados efectivos. Y, desde luego, los rastros que se nos han conservado de una numeración

inicial de las cuartillas borrada sobre la que se anota una segunda numeración definitiva no

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dejan margen a la duda. El texto de Narváez, sumamente complejo por cuanto supone el

arranque definitivo de toda la cuarta serie, se gestó a través de dos redacciones sucesivas.

Centremos ahora nuestra atención en las secuencias reescritas documentadas que tienen

que ver con la caracterización de Miedes y su ulterior proyección sobre Pepe Fajardo.

Comenzando el cap. III, cuando se hacen las primeras referencias a don Buenaventura, en

la primera redacción leemos que el narrador había cargado las tintas contra el pobre señor,

insistiendo en que a él y a su esposa se les hacían insoportables los “eruditos chaparrones”

con los que los obsequiaba.

f. 30d:12

{ III

Llamados por las obligaciones de su oficina, regresaron padre y hermano á Sigüenza,

<lo que> <causando> /causándonos/ bastante desconsuelo, no solo <por ...> porque

su ausencia nos privaba de compañia muy grata, si no porque ellos eran atenuantes

de las jaquecas que nos daba el erudito investigador de las antiguedades atenzanas,

D. Buenaventura Gonzalez Miedes, <... ... toda la familia junta> <el cual si <era>

/era/> <cuya pedanteria si <xxx> era llevadera> /cuyas pedanterias si resultaban

llevaderas/ <xxx> en plena reunion de familia <hallandonos> solos <el matrimonio>

<xxx> /mi mujer y yo/ quedábamos indefensos ante los eruditos chaparrones, <xxx>

pues mi madre no hacia nada por ampararnos y <defendernos y cubrirnos de aquellos

chaparrones> guarecernos con /algun/ artificio de <conversacion> coloquios

vulgares. Era el tal un hombre excelente, sapientisimo, autor de folletos en que con

prolijidad suma se describia la <situa[ción]?> /situacion/ de la antigua Tutia, capital

de los afamados Thicios,

Muy al contrario, el texto definitivo, sin dejar de notar la monomanía de don

Buenaventura, insiste en que su bondad y pureza de alma le hacían justamente acreedor del

afecto de los Beramendi.

Llamados por las obligaciones de su oficina regresaron padre y hermano a Sigüenza.

La compañía de mi madre colmaba todos los anhelos de nuestro corazón, y como

sociedad, bastante teníamos con los amigos que nos visitaban, descollando en nuestro

afecto el Sr. D. Buenaventura Miedes, erudito investigador de las antigüedades

atenzanas. Por su extremada bondad, por la pureza de su alma candorosa, le

perdonábamos la pesadez e inoportunidad de sus históricas lecciones, y llevábamos

con paciencia las prolijas noticias que nos daba de la antigua Tutia, capital de los

afamados Thicios. (cap. III, p. 28)

En la versión desechada la propia Mª Ignacia se permite bromear con la posibilidad de un

aborto provocado por las tabarras de Miedes.

f. 33d:

{ pero mi pobre madre que en paciencia y bondad da quince y raya á todos los santos

del Cielo, <quedose <alli> /alli/ y> aguantó sin pestañear }

f. <34> /34-2º/:

{ el chubasco, que aún duró media hora larga, y <xxx> con oido cortés, <y>

movimientos <xxx> expresivos de la cabeza y monosilabos reveladores de una gran

232

complacencia, le daba cuerda y estimulo para <seguir> <seguir despotricando> soltar

en infinita <xxx> corriente el chorro de /su/ erudicion. Aun estaba Miedes

explicando a mi madre las etimologias de apellidos cuando volvimos, pero ya era

hora de /que/ el erudito se marchase, y sólo nos tocaron <las últimas salp[icaduras]?>

/las últimas salpicaduras/ de su verbosidad. Ignacia, que /á/ cada <dia> /instante/

descubria más <gracia y> donaire <xxx> y travesura, me dijo: <xxx xxx xxx mamá

tiene al fracaso y no <ve> /ve/ que en una de estas visitas del sabio> /”Mamá <xxx>

desviviendose por que <yo> /yo/ no fracase, y no sabe que el mayor peligro viene de

este maldito sabio.../ Que siga dánonos estas matracas, y en una de ellas... <xxx> nos

malogramos, Pepe mio. }

En la segunda redacción no queda ni rastro de tales alusiones.

pero mi pobre madre, que en paciencia y bondad se deja tamañitos a todos los santos

del Cielo, aguantó sin pestañear el chubasco, que aún duró media hora, más bien más

que menos. (cap. III, p. 32)

Las páginas finales del cap. III narran los paseos y el trato con las gentes humildes a que se

hizo tan aficionado el matrimonio Beramendi durante su estancia en Atienza. Continuando en

la misma línea antes apuntada, la primera redacción de estos paseos hacía particular hincapié

en las prevenciones que Fajardo y compañía tomaban a fin de evitar un engorroso encuentro

con Miedes.

f. 40d:

{ sacándole a relucir á la luna y á <la historia> las estrellas toda su historia secular y

romantica, de accidentes meteorológicos y de la forma humana o zoológica que

traian cuantas nubes corrian por el cielo. Nos era grato todo encuentro con viejas

charlatanas, <xxx> con pastores zafios, ó con chiquillos desvergonzados y traviesos.

Dabamos limosnas, preguntabamos <por las vidas> /á cada cual pormenores de su

vida,/ y en las majadas aceptamos obsequios de leche. <... ... ...> Por escepcion,

algun encuentro nos causaba enojos, y procurábamos esquivarlo, metiéndonos en

cualquier escondrijo de árboles ó peñas, ó variando de sendero: esto nos acontecia

cuando veiamos de lejos marchando hacia nosotros la temida figura del <sabio de>

/erudito/ Miedes, y desde cierto dia que nos cogió descuidados á la revuelta de un

camino y nos amargó la tarde contándonos todo lo que el Cronicon de Juan el

Biclarense acerca de la situacion de la antigua Recopolis en la <confluencia> /union/

de Tajo y Guadiela, in confluenti Tagi et Gudaliae, in ipsius Celtiberiae confinio;

desde aquella infausta, digo, le teniamos }

f. <41> /40-2º/:

{ mas miedo que á un pedrisco, y nos zafabamos de él dispersando á estilo de

guerrilleros y juntos despues que habia pasado el enemigo. Luego soliamos verle de

lejos camino del castillo, ó descendiendo de él; pero como mi madre, movida de /los/

terrores supersticiosos de su infancia nos tenia muy encomendado que no fueramos

nunca al castillo, }

El texto impreso se contenta con destacar una primera visita de Miedes al castillo.

sacándole a relucir a la luna y a las estrellas toda su historia secular y romántica. Una

tarde que volviendo del camino de Naharros, entrábamos por junto al Salvador y la

Corredora, nos paramos a contemplar la mole del Castillo y su ingente pedestal de

233

roca, inmensa hipérbole del esfuerzo humano trabajando en audaz porfía con la

Naturaleza. Rosarito Salado, que siempre iba delantera, nos dijo que por la cuesta

empedrada, más arriba de la Trinidad, iba D. Ventura Miedes. Propuso la Rosarito

que subiéramos en su seguimiento; pero María Ignacia se negó a ello recordando que

mi madre nos tenía muy encomendado que no fuéramos nunca al Castillo, (cap. III,

pp. 36-37)

Los folios tachados ni siquiera habían conseguido hilvanar con coherencia las repetidas

subidas al castillo de don Buenaventura.

f. 42d:

{ Viéndole subir al castillo una tarde en que el <xxx> viento <xxx> de la sierra

agitaba sus faldones }

f. 42d:

{ Una tarde que le vimos, <nos dijo mi madre, que> mi madre no le quito los ojos

hasta que le vio meterse entre las ruinas como un diablillo ### y luego nos dijo: “ }

Por el contrario, las cuartillas reescritas llaman la atención del lector sobre la conducta de

Miedes, indicando que aquellas ascensiones fueron observadas por los paseantes en días

sucesivos.

A la siguiente tarde, visitando las ruinas de San Antón, también le vimos subir al

Castillo. Como el viento fresco que venía de Monte Rey agitaba sus faldones, (cap.

III, p. 37)

Otra tarde que también le vimos (y era la tercera vez) camino del Castillo, mi madre

no le quitó los ojos hasta que le vio perderse entre los muros, como el aguilucho que

penetra en su nido, y a poco nos dijo: (cap. III, p. 38)

Llegados ya al final del cap. VIII, en pleno delirio de un agonizante don Buenaventura, las

cuartillas tachadas esbozan apenas a una Lucila vista como sacerdotisa casta y virginal.

f. 114d:

{ Los cuernos del dios ibero<,> la defienden <y yo, que la amo>. Illipulicia es la

virginal <...> la casta sacerdotisa que se viste con los rayos de la luna, y <se ...> baña

su hermosura en el rocio de la mañana. Yo lo he visto, yo la he visto bañarse...

¿verdad, Sr. Marques, que yo la he visto. Y Vd. tambien?... <Ay del> Yo soy feliz...

Vivo de este amor y <xxx> su fuego <...> <me devuelve la juventud> /me purifica de

todo <achaque> <achaque> /achaquillo/ de vejez, <... ... la juventud...> y me

restituye ¡oh gozo! en mi juventud...”/ }

Nada que ver con la cristalización definitiva de la significación histórica asignada al

personaje de Lucila Ansúrez que podemos leer en la actualidad. Este grado de cordura

sublime, inspirada en la alcanzada por un don Quijote agonizante, que logra Miedes en el

texto definitivo era desconocida en la versión inicial tachada. De igual manera, en las

cuartillas desechadas el venerable anciano tampoco había sabido presentarse a sí mismo como

el “cuerno sacro” protector de Lucila.

234

Los cuernos del dios Ibero la protegen... y el cuerno sacro soy yo, yo, Buenaventura

Miedes. Illipulicia es la virginal sacerdotisa, la diosa casta, en quien está

representada el alma ibera, el alma española... Ella es mi dama, o como quien dice,

mi inspiración, o llámese musa, y siendo ella el alma hispana y yo el historiador,

engendraremos la verdadera Historia, que aún no ha salido a luz. Y como la Historia

es la figura y trazas del pueblo, ved a Illipulicia en la forma de pueblo más gallarda...

Sabed que todo pueblo es descalzo, y que la Historia es más bella cuanto más

desnuda, y cuanto menos etiqueta de ropas ponemos sobre su cuerpo... Conque,

vedme aquí enamorado de ella, y rejuvenecido con este amor. Rabiad, vejetes

caducos, de verme tornado a la mocedad florida... Soy un joven lozano y fresco...

(cap. VIII, pp. 90-91)

Muerto ya Miedes, el cap. X se abre con el escrutinio que realizan en su biblioteca don

Juan Taracena y Pepe Fajardo. Cuando el narrador enumera los textos autógrafos allí

descubiertos, la primera redacción se demora largamente describiendo un trabajo de Miedes

que lleva el sugestivo título de Advertencias que un Desengañado Ibero dirige al General D.

Ramón Narváez sobre el Gobierno de la España y sus Indias. El epígrafe resulta sumamente

significativo, si bien es cierto que el texto de la versión tachada no copia ni una mala frase de

las contenidas en las citadas Advertencias.

f. 132d:

{ un largo escrito <rebatiendo la> refutando las crónicas que atribuyen <el origen>

/la fundacion/ de Leon al Rey egipcio Mercurio Trimegisto (muy señor mio) un

articulejo <de costumbres ...> pintando <las> escenas de la Tuna <xxx> <otro no

muy gracioso> y costumbres estudiantiles, otro tambien de la epoca de <Alcalá> /los

estudios de Alcalá/ titulado la [espacio en blanco] de Meco, y multitud de apuntes de

geografia Celtíbera Turdetana, <...> Yllesgética, <y> Carpetana, &c.

Ayer mañana <hallandome> <... y Taracena, no lejos de mi revolviendo> <... yo

hallandome con el cura en la bilbioteca, él incansable <en la> /en la/ busca de

papeles, yo terminando la descripcion de la escena del pedrisco,> /una vez terminado

el capitulo de mis Memorias en que describo la escena del pedrisco y nuestro regreso

al pueblo con el alcalde, <me puse á> ayudé á D. Juan Taracena, <... que xxx> en el

revolver de papeles./ De pronto, el cura lanzo una exclamacion de sorpresa y <gozo>

/alegria,/ y mostrandome unos <xxx> folios de menuda letra, me dijo: “Al fin,

Pepito, hemos dado con la obra que Miedes escribia <en estos últimos> en estos

meses, an- }

f. 133d:

{ tes de trastornarse con los celtiberos. Alguna noticia tenia yo de este <...> trabajo

por <que> lo que su <reserva> /reserva/ dejaba traslucir en nuestras conversaciones

de la botica... Aqui está lo último que penso y escribió el sabio de Atienza. Lee” En

la cabecera del escrito lei este <sugestiv[o]?> /interesante/ rótulo: <Memoria en que>

Advertencias que un Desengañado Ibero dirige al General D. Ramon Narvaez sobre

el gobierno de la España y sus Indias. <Pareci[a]?> Pase la vista por el primer pliego,

y <en verdad que hallé algo que me> salieron á mi encuentro desde aquel laberinto

de letra menuda y clara multitud de ideas originalisimas y de conceptos <ingeniosos

en extremo> tan donosos que no se sabia si las Advertencias eran obra

<hum[orística]?> <seria u hu[morística]?> /seria ó de risa,/ para pasar el rato.

Rebuscando los otros pliegos, <y> pudimos coleccionar una serie consecutiva de

<catorce> /nueve/, esperando encontrar algo mas, aunque no la terminacion, pues

<era infalible> <ningun escrito de Miedes estaba concl[uido]?> /era infalible defecto

235

de todos los escritos de Miedes el no <tener final> /estar concluidos/./ Era <...> sin

duda un entendimiento refractario al final de las cosas. <Hasta> En <los sonetos que

encontramos <habi[a]?> <habi[a]?> /habia/ no pocos en que> /casi todos los sonetos

que encontramos/ el hombre no habia podido pasar de los doce ó de los trece versos.

<Pues tan> /Lo que de/ }

f. <134> /126 2º/:

{ <Por> <Lo que> de las Advertencias pudimos leer á ... <los ojos> de pliego á

<los>

pliego los ojos, nos pareció <por extremo peregrino y de grande novedad.>

/interesante y en algunos trozos graciosisimo./ Taracena lo tenia por obra de un

demente, <pero ...> merecedora del fuego; pero viendome <tan> <con> /con/ tantas

ganas de leerlo todo, me regaló el manuscrito, que como los demas papeles no

constaba en ningun inventario <y podiamos>. A casa me lo traje, <xxx> y lo

entregué á mi mujer para que me lo guardase, haciendo propósito <los> /los/ dos de

leerlo cuando no tuviesemos cosa mejor con que pasar el rato. }

En la segunda redacción Galdós sutituye este prolijo trabajo por una serie de cartas

dirigidas y nunca enviadas a las principales personalidades políticas y militares del momento.

Del montón de epístolas llama la atención de Fajardo la dirigida a Narváez. Y a continuación

el marqués de Beramendi obsequia a sus lectores copiando un extenso párrafo de la citada

carta. Los enunciados redactados por Miedes desvelan las claves de la catadura humana y

política del Espadón de Loja, y hacen comprensibles las implicaciones históricas suscitadas

en el episodio que lleva su nombre.

un extenso alegato refutando las crónicas que atribuyen la fundación de León al Rey

egipcio Mercurio Trimegisto (muy señor mío), y por fin una serie de cartas que D.

Ventura, por comezón monomaníaca, escribía desde su solitaria cueva a todo

personaje que descollaba en la celebridad militar y política. Había carta a Espartero,

al Marqués de Miraflores, a Olózaga, a Martínez de la Rosa, a Mendizábal y a

Narváez, y era particularidad de todas ellas que principiadas con gran esmero de letra

y profusión de atrevidos pensamientos, ninguna estaba concluida y, por tanto,

ninguna había ido a su destino. Graciosísima entre todas era la que empezó a escribir

para Narváez, con fecha reciente. Tanto gusto tuve de su lectura que Taracena me la

regaló, y aquí transcribo un párrafo de ella muy interesante: “En vos, Señor, saludan

las presentes kalendas al esclarecido descendiente de aquellos Turdetanos que en el

Sur de nuestra Península renovaron la ciencia de los famosos Túrdulos, compañeros

de nuestro común padre Túbal. La historia que de Vuecencia se ha de escribir notará

la concordancia del su carácter con el etimológico sentido de la palabra Túrdulo, que

se compone de Thur (Buey) y de Duluth (exaltado). Reconociendo en Vuecencia el

primer túrdulo del Reino, yo le proclamo Buey, que es lo mismo que decir fuerte, y

Exaltado, que suena lo mismo que liberal, de donde sale la especiosa síntesis de

Vuecencia, o sea el ayuntamiento y consorcio de los atributos de Fuerza y

Libertad...” (cap. X, pp. 103-104)

Sospecho que el fragmento de epístola reproducido por Beramendi ya formaba parte de la

primera redacción del manuscrito, sólo que se encontraba incorporado en otro punto del

relato. En el cap. XIII el brigadier San Román se presenta ante los Beramendi para anunciarle

a Pepe que Narváez lo requiere para una entrevista informal. El notición desata las cábalas del

matrimonio, que no acierta a comprender para qué necesita el general a Fajardo. La primera

versión de la secuencia se sigue con dificultad porque se han perdido algunas de las cuartillas

236

tachadas que la integraban. Con todo, en el folio conservado podemos leer unas líneas que

corresponden literalmente al final de la carta de Miedes transcrita por Beramendi en el cap. X.

f. 179d:

{ en la concordancia <de los> de su caracter con el etimologico sentido de la palabra

Túrdulos, que <que viene> /se compone/ de Thur (Buey) y de dulurth (exaltado).

Reconociendo en vuecencia el primer turdulo del Reino yo le proclamo buey que es

lo mismo que decir fuerte, y exaltado, que suena lo mismo que liberal, de donde

<xxx> sale la <sintetica xxx> maravillosa sintesis de vuecencia, ó <xxx> sea el

felice consorcio de los dos atributos de fuerza y <liberalidad, que> /libertad...”/

_Mira tu que <si <le> yo> /tendria que ver que yo/ saludara á Narvaez llamandole

buey liberal. }

El texto definitivo se conforma con evocar el recuerdo de la carta inédita traída desde

Atienza y conservada como un tesoro por Pepe y Mª Ignacia..

nos llevó a recordar la carta inédita, inconcluida y sin curso del pobre Miedes, que de

Atienza trajimos y conservamos como oro en paño en recuerdo de nuestro bondadoso

y trastornado amigo.

-Mira tú –dije a María Ignacia,– que sería muy gracioso entrar yo a la presencia de

Narváez saludándole con el dictado de Buey liberal, (cap. XIII, p. 135)

Así pues, parece que el novelista prefirió anticipar el contenido de la citada epístola,

trasladándolo desde su ubicación inicial en el cap. XIII, hasta su emplazamiento definitivo en

el cap. X. Los motivos de este desplazamiento de la materia narrativa podrían tener que ver

con un intento de Galdós de llamar tempranamente la atención de sus lectores sobre la figura

del general Narváez y con un afán por proporcionar claves interpretativas para la mejor

comprensión del episodio.

En cambio, el otro fragmento reproducido de la carta de Miedes, el que trae a su Memoria

Fajardo al final de su primera entrevista con don Ramón, es el mismo en la versión tachada

que en el texto definitivo.

f. 209d:

{ <enredantes nudos de la madeja> el gesto la enmarañada madeja de supersticiones

<y> /ó/ de místicos escrúpulos <que> /que/ <se> descienden de la altura como

telarañas de los tiempos...” <xxx> Esta monserga del sabio atenzano ya no parecía

tan ininteligible. }

y el gesto la polvorienta madeja de supersticiones, o de místicos escrúpulos que

desciende de la altura como telarañas de los tiempos...” Esta monserga del sabio

atenzano, que copio de memoria sin responder de la exactitud de su fraseología, ya

no me parece tan estrafalaria. (cap. XV, p. 158)

Al final del cap. X los fríos del invierno que se avecina inminente arrojan a Pepe y a su

esposa de la tranquila tierra de Atienza y los incitan a volver a Madrid. En dos momentos de

la secuencia Fajardo evoca la imagen de una Lucila errante que ha quedado grabada de modo

indeleble en su imaginación. La primera redacción tachada de la secuencia ofrecía una

237

presentación bastante pobre de la hija de Ansúrez. Fajardo la describía escultural y mítica,

pero no había vinculado a este personaje con la Historia y el alma hispanas.

f. <140> /132/:

{ sin ornato ni piedras preciosas, que <xxx> <sujetase> <... la> sujetase <en un ... ...

esplendor sus cabellos bien recogidos y xxx> su esplendida cabellera, recogida y

arrollada en una sola onda. Recreandome en estas imagenes mientras <xxx á Ignacia

contestaba> á insinuaciones cariñosas /de Maria Ignacia/ contestaba; }

f. 144d:

{ Adios Atienza, adios dulce paz y recreo del campo, adios simplicidad de

costumbres y acuerdo feliz de la Naturaleza y los hombres; adios grande y misterioso

Miedes, el de la <... ... locura> locura graciosa y sublime, el evocador de <...>

celtiberos, <poeta excelso y> poeta de la historia, y angel de la pedanteria; adios, en

fin, aparicion de la errante Lucila, <hermosura> sacerdotisa de un ignorado rito,

fugitiva de Troya, <de> del Cherzonero Cimbrico ó del mismo infierno, mentira de

la realidad, }

Muy al contrario, el texto definitivo insiste en el simbolismo histórico asociado a la joven,

al tiempo que da a Pepe la oportunidad de confesar a sus lectores el culto espiritual que rinde

a la guapa moza, exactamente igual que hiciera el loco Miedes.

sin ornato ni piedras preciosas, que sujetase su espléndida cabellera, recogida y

arrollada en una sola onda. Guardaba yo esta imagen en el más recóndito espacio de

mi pensamiento, bien sujeta de mis disimulos para que no se me escapase, y le

tributaba culto espiritual, castísimo, haciéndome la cuenta, como el loco Miedes, de

que en tal figura amo el alma de un pueblo y la historia de las cosas vivas. (cap. X, p.

109)

Adios, Atienza, [...] adiós, paz y recreo del campo, simplicidad de costumbres; adiós,

sombra del grande y misterioso Miedes, el de la locura graciosa y sublime, el

soñador celtíbero, enamorado de la más bella representación del alma hispana; adiós,

en fin, imagen de la errante Lucila, mentira de la realidad (cap. X, p. 111)

Después de entrever a Lucila una noche entrando en la iglesia de San Ginés, Fajardo

enferma. Se ve atacado de un mal nervioso que le hace desvariar y aborrecer al universo

mundo. El referente constante de su delirio es la muchacha, a la que consagra todos sus

pensamientos. El texto en esta ocasión ha pasado a la segunda versión tal cual había sido

compuesto en la primera. Entresaco algunas de las declaraciones más significativas.

Ninguna mujer se ha posesionado de mi pensamiento y de mi voluntad con tan

absorbente tiranía. Soy suyo, y por mía la tengo desde el principio al fin del mundo.

(cap. XX, p. 207)

Amo a Lucila porque amo al pueblo: estos dos amores no son más que uno... (cap.

XX, p. 210)

Ya para concluir, y llegados al cap. XXVII, nos encontramos con que Pepe y su familia se

han trasladado al palacio de la Granja en seguimiento de la corte estival. Allí Beramendi tiene

ocasión de conocer al rey y a la reina por separado. Incluso es invitado a una soirée privada

por la propia Isabel II. La velada no tiene desperdicio y Galdós no se da tregua para zaherir a

238

una joven Isabel que en sus parlamentos se nos muestra inconstante, caprichosa, inconsciente

y aún egoísta. Ella dice amar mucho al pueblo español y sólo con eso espera hacer su

felicidad. Pero a cambio de ese amor, se cree acreedora de una entrega y un sacrificio

absolutos. Pensar la fatiga y se abandona ciegamente a la voluntad de Dios y a los impulsos

de su corazón. En un momento de la conversación la reina y Fajardo especulan acerca de

cómo será la Historia que se escriba del reinado de Isabel II. En las cuartillas tachadas ambos

coinciden en la figuración de esta Crónica. Seguidamente la reunión se suspende y, de camino

a sus habitaciones, Pepe vuelve a recordar la imagen de Lucila entrando en San Ginés, hasta

que la figura compuesta en su imaginación cambia de rostro y adquiere el de la soberana.

Imagen sumamente gráfica que destaca la estrecha vinculación de Isabel II con el estamento

religioso.

f. <389> /368/d:

{ Segui pensando en Lucila sin poder apartarla de mi pensamiento. Llegó el

instante <del romper> final. La Reina y demas Reales personas nos hicieron

reverencia y se retiraron á las habitaciones. Los que no éramos personas Reales nos

fuimos á la calle... Lo mismo en la escalera de Palacio, resplandeciente, que en la

obscuridad de los jardines seguia pensando en Lucila, á quien veia como la vi en el

castillo ###, ó segun la imagen de la princesa Illipucilla, soñada por el celtibero

Miedes. Toda la noche me la pasé en este delirio <viendo á la> <...> furiosamente

atacado otra vez de mi efusion estética. Veia las dos Lucilas, la de Atienza<,> y la

manola lindísima que <entró> <entr[ó]?> /entró/ en San Ginés <y desaparecia ... ...>

evaporandose dentro de la iglesia. Pero á esta le habia <transformado ... ...>

cambiado el rostro mi loca imaginacion dándole la gracia y la majestad de nuestra

soberana. }

La redacción definitiva mezcla distintos niveles de realidad que confunden al lector. Como

tantas otras veces el novelista se desplaza de lo explícito a lo implícito. Aparentemente,

también en la segunda versión parecen coincidir en su apreciación sobre la Historia Pepe y la

reina. Pero digo aparentemente porque, al final del coloquio, Beramendi nos desconcierta

revelando que la última parte de la conversación sostenida con la soberana ha tenido lugar tan

sólo en su imaginación. Así pues, en la versión definitiva no hay tal coincidencia de pareceres

entre Isabel y Fajardo. Suspendida la reunión, Pepe se retira y pasa una noche malísima

barajando en su imaginación las imágenes de Isabel y de Lucila.

Al decir esto, sentí turbación angustiosa. Hallábame solo, apartado en un ángulo de

la sala. Me asaltó la duda de que la Reina me hubiese ayudado, dialogando conmigo,

a la descripción de la bella figura que veo y siento... Pronto adquirí la certidumbre de

que yo me lo había pensado y dicho solo... Cuando dije a Su Majestad que la Historia

de su Reinado podría ser triste, ella no pronunció más que estas palabras: “¿Por

qué?... ¡Me asustas!” y se alejó de mí, solicitada su atención de los otros grupos. Lo

demás que hablamos, lo hablé para mí, súbitamente atacado del mal de Lucila, de la

efusión que llamo estética y popular.

Llegó el instante final. [...] Toda la noche me la pasé en este delirio... Mi cerebro era

una linterna mágica. Reproducía en serie circular la plataforma del Castillo de

Atienza, el patio de San Ginés, un cielo turbio, un suelo árido, una estancia del

Alcazar Real... Isabel, vestida de manola, me decía que escribiese su Historia; Lucila

callaba siempre, imagen y representación del inmenso enigma. (cap. XXVII, pp. 289-

290)

239

NOTAS

1 Entre la bibliografía reciente que se ha ocupado de aspectos generales y parciales de la cuarta serie de

Episodios nacionales merece destacarse: Brian J. Dendle, Galdós The Mature Thought, the University

Press of Kentuky, 1980, pp. 79-144; Diane Faye Urey, The Novel Histories of Galdós, Princeton University

Press, 1989, pp. 101-146; Ídem, “Isabel II and Historical Thruth in de Fourth Series of Galdós ‘ Episodios

Nacionales”, Modern Language Notes, XCVIII, 1983, pp. 189-207; Ídem, “Names for Things: The

Discourse of History in Galdós’ O’Donnell”, Bulletin of Hispanic Studies, LXIII, 1986, pp. 33-46;

Geoffrey Ribbans, History and Fictions in Galdós’s Narratives, Oxford Press, 1993, pp. 37-105; Leonardo

Romero Tobar, “Reflejos italianos en Las tormentas del 48”, Studi Ispanici, 1997-98, pp. 121-29; Lieve

Behiels, “La literatura italiana en Las tormentas del 48 de Benito Pérez Galdós” en Actas del X Congreso

Internacional de Hispanistas, Barcelona, 1992, pp. 1193-202; Ídem, “Las imágenes teatrales en la cuarta

serie de los Episodios nacionales” en Actas del IV Congreso Internacional de Estudios Galdosianos, Las

Palmas, Cabildo Insular, 1993, vol. I, pp. 67-82; Ídem, “Los retratos en la cuarta serie de los Episodios

nacionales de Benito Pérez Galdós”, Rumbos, 1995, 13-14, pp. 117-26.

2 Bachiller Corchuelo: “B. P. G. (Confesiones de su vida y de su obra)”, Por esos mundos, julio de 1910, p.

33.

3 Laureano Bonet (ed), Benito Pérez Galdós. Ensayos de crítica literaria, Barcelona, Ediciones Península,

1990, pp. 157-165.

4 B. Pérez Galdós, El equipaje del rey José, Madrid, Alianza, 1986, cap. X, p. 61.

5 Joaquín Casalduero, Vida y obra de Galdós (1843-1920), Madrid, Gredos, 1974, p. 53.

6 B. Pérez Galdós, Doña Perfecta, Madrid, Cátedra, 1984, cap. XXXI, p. 287.

7 Rodolfo Cardona, Galdós entre la literatura y la Historia, Las Palmas, Cabildo Insular, 1998.

8 José F. Montesinos, Galdós, vol. I, Madrid, Castalia, 1968, pp. 98-99.

9 B. Pérez Galdós, La Corte de Carlos IV, Madrid, Alianza, 1986, cap. III, p. 32.

10 B. Pérez Galdós, Cádiz, Madrid, Alianza, 1987, cap. XXXII, p. 211.

11 B. Pérez Galdós, Narváez, Madrid, Obras de Pérez Galdós, 1902. Todas las citas a este episodio irán

referidas a esta edición.

12 SIGNOS DE LECCIÓN EMPLEADOS EN LA TRANSCRIPCIÓN DEL MANUSCRITO.

d: esta letra colocada detrás del número de un folio indica que esa cuartilla es un vuelto tachado.

*f: un asterisco delante de un folio señala que se trata de una supuesta cuartilla desechada no conservada.

< >: encuadran estadios de redacción que aparecen tachados linealmente en el ms.

/ /: encuadran la versión última que ofrece el ms. después de una o varias tachaduras sucesivas. También

indican las adiciones interlineadas.

###: palabra no tachada que me resulta ilegible.

[ ]?: parte reconstruida hipotéticamente de una palabra escrita incompleta y tachada.

{ }: folios desechados completos y amplios fragmentos desestimados en folios válidos mediante trazos

oblicuos o aspas.

La acentuación y la ortografía son las de Galdós.

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