LAS IDEAS SOBRE LA ORATORIA EN
ESPAÑA SIN REY
Paloma Fanconi Villar
Como es sabido, del 11 de febrero al 31 de diciembre de 1869, Galdós es redactor de Las
Cortes, el diario político de la tarde fundado a raíz de la proclamación de las Constituyentes.
Pero ese Galdós de 1869, que presenció –seguramente ilusionado– los discursos de
Castelar, Salmerón o Ruiz Zorrilla, que llega a la Capital cargado de ganas de implicarse en
los problemas de España ejercitando la pluma en un medio tan inmediato como es la prensa,
es muy diferente al Galdós de 1909 que escribe, rememorando su biografía, España sin Rey,
una obra que tiene la riqueza que aporta la confluencia de géneros: novela, autobiografía,
crónica y periodismo se funden en este episodio de la última serie, donde nos encontramos a
un autor, y eso se nota, que ha experimentado todos mucho.
La crónica política del momento exigía especial atención a los discursos políticos de unos
diputados que tenían la tarea de discutir una anheladísima Constitución. No podemos olvidar,
por otra parte, que estamos en plena Edad de Oro de la oratoria política española. Pocas veces
se han reunido en la breve historia de nuestro parlamentarismo tantos y tan insignes oradores.
La oratoria, pues, adquiere en esta obra un papel protagonista, desde luego en lo que se
refiere a la parte “histórica”. Una crónica que no resultaba ajena al autor, al que la costumbre
y el perspectivismo ayudan a introducir o, en ocasiones a sugerir muy oportunamente, sus
comentarios que, ya pasado el tiempo, realiza de manera más libre y socarrona. Por ejemplo, a
una intervención parlamentaria de Echegaray dedica las siguientes palabras:
Ese Echegaray –dijo una voz junto a Urríes– me parece más científico que político,
y más poeta que científico. Tiene el don singular de vestir sus ideas con imágenes
tomadas de la astronomía y de la geología, y sobre estas figuras físicas sabe poner las
humanas[….] por eso le gustó a Urríes, por la pasión del intento y el fuego de la
palabra [...] Por este y otros inspirados pasajes, Echegaray tuvo un éxito ardoroso.
Urríes aplaudió a rabiar. Moreno Nieto dijo:
- Lo que hemos oído es hermoso y dramático.
Y al bajar a felicitarle, completó así su pensamiento:
- Muy bien, muy bien, Echegaray. Lástima que no sea usted dramaturgo.
Desde las tribunas de la prensa y del público, la gente admiraba y se admiraba de la
retórica y el resultado que tenía. Iban allí a divertirse, se comentaba, se disfrutaba, se vivía. La
famosa señora de Cáceres que don Wifredo Romarate ve desde su asiento, comenta: “Lo que
queremos son discursos de esos que levantan ampolla”.
El universo personal de los espectadores y de los comentaristas era todo un mundo, y entre
ellos estaba Galdós. Van a ver un espectáculo público, de lucimiento personal de los “actorespersonajes”.
En ese escenario, como veremos, lleno de engaño, como es propio del teatro, los
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diputados de las Constituyentes aparecen como “cómicos” profesionales, compitiendo entre
sí, para lograr un papel “protagonista”. Por eso, en lo que más insiste Galdós cuando analiza
los discursos de las Cortes, es en la forma y, sobre todo, en el efectismo de los oradores. De
Vinader se comenta que era “difuso”; de Sagasta: se señalan “los ademanes graciosos y
elegantes del Ministro de la Gobernación”, y que “oyó sus giros familiares y sus argumentos
socarrones”. De Moret que: “apenas empezó el orador cautivó al auditorio” que “hablaba con
perfección: dominaba las ideas, y con arte supremo las iba presentando engarzadas; dominaba
el lenguaje, que era en su boca un esclavo sumiso y servidor diligente” y así muchos más.
Pero entre todos destaca, con una brillantez incuestionable y dejando una impronta
indeleble en la parte novelesca de la obra, el discurso de Castelar sobre la libertad religiosa.
Su intervención se produce inmediatamente después de la de Manterola, que:
se revelaba como un parlamentario hecho y derecho. ¡Con qué sabia habilidad tocaba
la delicada cuestión de creencias, sin herir las creencias o incredulidades del
contrario! Y añade: ¡Y qué arte puso en disimular la pesadez de la erudición
eclesiástica!
Don Wifredo queda admirado de la sabiduría de Manterola, pero Tapia apostilla: “Sabe
demasiado. No es menester atracarse de lecturas malignas para traer aquí la sana y sencilla
verdad”, sentencia reveladora de la idea fundamental del canario sobre lo que acontecía en la
política del momento.
A Castelar lo define, claro, como “el maestro de la elocuencia” que “no atacó la fe; tuvo la
extraordinaria habilidad de rodear de veneración y respeto lo fundamental del Catolicismo”.
Efectivamente, la selección del discurso que recoge Galdós en el episodio es conmovedora:
Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede; el rayo le acompaña; la luz le
envuelve; la tierra tiembla; los montes se desgajan…Pero hay un Dios más grande,
más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del
Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas. Con la hiel en los
labios, y diciendo:
-Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores
porque no saben lo que se hacen…
Y añade el autor:
Al Bailío se le iba la cabeza, se le nublaron los ojos…El suelo de la tribuna se
estremecía; el soplo ciclónico pasó velocísimo, sacudiendo el cuerpo y el alma del
caballero…
Me interesa señalar el comentario del autor, porque es una manifestación de que el
discurso ha sido efectivo. Se ha cumplido, pues, el propósito fundamental de la oratoria, pues,
como es sabido, desde la preceptiva clásica, todos los pasos de la Retórica deben encaminarse
a la consecución de la efectividad. Castelar, en terminología clásica, conocedor del pathos,
exhibe su ethos y consigue conmover al público. Ha sido un éxito. Remueve el interior de
Romarate, que con eso y su noche licenciosa cae enfermo.
Es Romarate uno de los personajes centrales de la novela: tradicionalista, monárquico,
convencido católico, salvado y alabado por Galdós por su altura moral.
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“Bailío de Nueve Villas en la Real y Militar Orden de San Juan de Jerusalén”.
Da la sensación de que al maduro Galdós de 1909 ya no le indignan los defensores del
trono y del altar, ni defiende a ultranza tampoco a los liberales por el hecho de serlo, su
apología una y otra vez a lo largo de la obra es la búsqueda de la verdad, “la sana y sencilla
verdad” como hemos señalado, en una concepción absolutamente ética no sólo de la política y
la oratoria, sino de la vida.
Es todo coherente en este episodio nacional, completamente coherente con la visión del
mundo del Galdós del siglo XX, autor por la misma época de una novela tan cervantina como
El caballero encantado y otra tan espiritualista como Nazarín. Ambas cosas se recogen en
don Wifredo Romarate, que es en realidad, como don Quijote, un personaje anacrónico, pero
de loable bondad. Si don Quijote cae enfermo por leer libros de caballería, que eran legión en
el siglo XVI, unas buenas y otras malas, Romarate cae enfermo de escuchar tantos discursos en
el Parlamento, unos buenos y otros malos también.
Pero un punto álgido de la descripción de la política del momento se produce cuando: “Del
angélico sueño del Bailío, que era como un alejamiento a cien leguas de la realidad, se
aprovechó Carolina para echar de sí las ideas ingeniosas que a continuación se expresan.”
Termina así el capítulo XV, y el siguiente comienza con las palabras que Carolina expone
al Capellán. Estamos en el capítulo XVI, la obra tiene 32.
No es ajeno a Galdós mostrar el pragmatismo de ese grupo de mujeres, las ya maduras, las
no sujetas a los avatares de un corazón que pueda enamorarse, y que tienen que defender sus
intereses económicos y velar por el porvenir de alguna joven que tienen a su cargo. A ese
grupo de personajes pertenece Carolina, que expone al Capellán toda una teoría política
preñada de sentido común: “Yo, señor Capellán, no puedo negar mi abolengo carlista”,
comienzan sus palabras, para continuar poco más adelante: “a la hora presente, cuando me
veo remediada de tantos males, me asalta y acaba por apoderarse de mí la idea de que la
lealtad es tontería, ridículo amaneramiento que debemos desechar”.
En cuanto a las Cortes, a los discursos que allí se pronuncian:
Perdone usted, don Pedro, que le contradiga en este punto. No debemos hablar de
estas Cortes con ira ni menos con desprecio. Yo he tenido la paciencia de leerme
todo lo que han hablado en ellas los hombres de los diferentes bandos […] En las
Cortes hay una suma de inteligencia que no encontraremos en ningún otro momento
de la Historia de España en este siglo. Si de este foco de inteligencia no sale lo que
debe salir, no es cuenta mía...¿Qué tiene usted que decirme de los discursos que
negros y blancos pronunciaron hace días sobre la forma de gobierno? ¿Leyó usted el
discurso de Figueras?...,¿y el de ese Pi y Margall que sabe por veinte?..., ¿y lo que
dijeron los de la otra cofradía, Ulloa, Silvela y Ríos Rosas?
Pero en este monólogo interrumpido por breves réplicas del Capellán, Carolina un poco
más adelante señala: “Ahora falta que encuentren Rey. Yo..., que tengo para vivir...
perdóneme que insista en mi argumento capital...” Y en el siguiente párrafo:
Yo debo enaltecer a los que me han devuelto mi posición. Las ideas caen
desplomadas en cuanto tosen fuerte los intereses
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Con este discurso, central, parece que toda la “palabrería” de las Cortes queda
desmoronada de un golpe. Todas las discusiones reducidas a mera retórica vacua.
Al fin me da usted la razón...Las circunstancias me han obligado a cambiar de
ídolos...Así hemos de llamar a los figurones que dirigen las cosas públicas. La
gratitud se parece mucho a la devoción religiosa. Por ella quito de mi altar los
santones apolillados, y pongo un santirulico acabado de salir de la tienda, el duque de
la Torre...
Ya en el capítulo I había señalado Galdós:
La oratoria, que había sido achaque de algunos escogidos habladores, se hizo manía
epidémica, y hombres y mujeres y aún chiquillos, salieron perorando a cántaros, cada
cual según su tema o sus humores.
Y efectivamente, de la misma manera que en la crónica política se resaltan, como hemos
visto, los rasgos oratorios de los personajes históricos, los personajes novelescos del episodio,
no sólo son caracterizados por lo que hacen y por lo que dicen, sino también por su “manera
de decir”, anotando el autor las características referentes a la dicción, el acento los gestos y el
tono, anotando dispoisitio, elocutio, y actio. Lo hemos visto en el discurso de Carolina, pero
también se dice de otros personajes.
En el capítulo VI, cuando describe a la Subijana:
Hablaba con la pureza gramatical que observamos en las señoras de alto nacimiento
y crianza exquisita. Su dicción y su acento encantaban; su lenguaje familiar reunía la
llaneza castiza y el donaire sutil apenas perceptible, como los aromas delicados.
Incluso cuando va con Tapia a pasar su “noche licenciosa”, que tantos remordimientos le
originarán:
lo primero que chocó a don Wifredo fue que hablaban con muy mala gramática. La
una sazonaba su lenguaje con dengues andaluces, la otra con rudezas baturras.
Cuando describe a Urríes:
en la masa de la sangre tenía la facultad de asimilación, y en su labia flexible y
chispeante, un arsenal inagotable de recursos persuasivos. Conversando se llevaba de
calle a todo el mundo; su dicción derramaba sin tasa la sal andaluza, sin ceceo, por
haberse criado en Madrid.[...]usaba la sátira con donaire, la crítica con apariencia de
buen sentido: el gracejo de los chascarrillos que contaba hacía desternillar de risa a
las momias del palacio Gauna [...]
A los primores de la cháchara jovial añadía don Juan de Urríes el don singularísimo
de impresionar a las mujeres con tonos y conceptos de fácil entrada en el corazón de
ellas...
Sin embargo observamos una valoración especial de lo escrito cuando, al tener que irse a
Madrid Urríes escribe a su novia, y entonces anota Galdós comentando sus escritos: “El
hombre de inagotables gracias en la conversación, no sabía salir, escribiendo, del círculo tonto
en que están contenidas todas las vulgaridades del pensamiento”, reflejando así, que la
habilidad oratoria no tiene que ver con el calado intelectual, y remarcando ese carácter de
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“actores” de una gran función teatral –la vida política– de ciertos parlamentarios. Máxime
cuando se le caracteriza del siguiente modo:
Este [Urríes]consagraba parte de su tiempo a la política, y al Congreso asistía con la
puntualidad de los que allí laboran por sus intereses o apetitos, despojados de todo
ideal.
En esa fusión con la “intrahistoria”, tan señalada por la crítica y anunciada por Galdós
desde el capítulo I como hemos visto, cuando Urríes comienza su discurso ante Fernanda para
decirle que ya no se va a casar con ella ésta le interrumpe enseguida:
Acaba. Cuando a mí me toque hablar, verás que pronto despacho.
Y en su siguiente intervención es rotunda respecto a la oratoria:
¡No dices verdad!...Podías dar a tus engaños otra forma, alegar razones: [...]Podías,
en todo caso, traerme la razón suprema, el no quiero, el no puede ser, que no dan
lugar a más dimes y diretes. [...] Si he de estimarte, ya que quererte no pueda, ven a
mí honradamente con tus disculpas; no me traigas las mentiras endulzadas y las
perfidias que usáis en las Cortes.
El autor señala entonces de la hija de Ibero:
Era un alma enteriza. Desconocía las sutilezas del lenguaje que sirven para soslayar
el pensamiento con adornadas curvas; no usaba nunca el lenguaje irónico ni las
figuras tortuosas; en sus cariños como en sus antipatías jamás gastaba términos
medios; no sabía poner sordinas ni apagadores en la ruda expresión de la verdad.
Otra vez la verdad, “la sencilla y llana verdad”, que tanto parece anhelar Galdós en la
oratoria y en la dialéctica tanto pública, como, como vemos, privada. En realidad en esa
conjunción de novela y relato histórico que hay en todo episodio nacional, la unión estructural
de ambos España sin rey es la misma. Quiero decir que del mismo modo que tras la Gloriosa,
el pueblo español está ilusionado con la consecución de un nuevo régimen, y ha puesto todas
sus esperanzas en las Cortes Constituyentes, del mismo modo, digo, Fernanda queda
embelesada con el atractivo de Urríes, dentro de cuyos encantos resalta con destacado
protagonismo su fluidez verbal. Pero también del mismo modo que el desalmado Urríes
engaña a Fernanda e intenta embelesarla basándose en retórica, las Constituyentes son para el
Galdós de 1909 un escenario de lucimiento personal que alimenta la vanidad de los políticos
de cuya honestidad, en muchas ocasiones, se duda.
Este incansable republicano ve el periodo de las Constituyentes como una época perdida,
como una gran oportunidad perdida, a base de oratoria falaz, por parte de unos políticos que
malgastan el tiempo en discursos efectistas y que al fin y al cabo no dan el paso definitivo de
instaurar la República. Unos políticos que, habiendo conseguido con la Gloriosa expulsar a
los Borbones de España, se preocupan en instaurar una nueva monarquía. Por eso, mientras
don Wifredo se entretiene en acompañar a la desolada Fernanda, Urríes:
Observar quiso la tromba insurreccional que se iba formando en toda España, y con
más ímpetu que en parte alguna en las regiones catalanas próximas al Ebro. Era la
explosión del sentimiento republicano, el más joven y, por tanto, el más vigoroso de
los sentimientos políticos en aquella época de pasmosa florescencia vital. Brotaban
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los nuevos gérmenes con fuerte empuje de savia, y el poder y virtud de ésta se
malograban por querer crear el fruto antes de producir las flores...Este arrebatado
movimiento tomó la encarnación teórica más atrevida, el pacto federal, y tras él iba
con generoso raudal de sentimiento. El federalismo creyó llegar más pronto a su fin
batiendo las alas de la razón filosófica que andando modestamente con los pies de la
cautelosa realidad. Pronto había de pagar su error.
Ese fue el error del momento; la razón filosófica, la falta de pragmatismo, que ya hemos
señalado que se destacan en las “ingeniosas” palabras de Carolina.
En julio del 69 se aprueba la Constitución, y con ella la libertad de prensa, cultos y
enseñanza; el derecho de asociación y reunión y el sufragio universal, pero se afirma el
principio monárquico y se busca nuevo soberano. Al año siguiente, el mismo día que Amadeo
desembarca en Cartagena, es asesinado Prim.
El siguiente episodio se titulará España trágica, y comienza:
“1º de enero.- Ha sonado la última campanada de las doce. 1870 recoge la herencia
del escandaloso 69, año de acciones difusas y de oratoria sinfónica…” ¿Y qué haré
yo con tantos discursos? –dice este pobrecito 70, que nace sobre los mismos hielos
que han sido sepultura de su padre– ¿De qué me servirá la opulencia verbosa de estos
caballeros constituyentes?…¿Por ventura, el diluvio retórico fecundará la simiente de
la República o nos traerá un nuevo retoño del árbol secular de la Monarquía?”
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