ELEMENTOS NOVENTAYOCHISTAS EN

EL CABALLERO ENCANTADO

Mª Teresa Hernández Sánchez

Cuando Galdós, ese “canario de fuego” como lo definió el profesor Ricardo Gullón,

empezó a escribir en 1909 El caballero encantado, mantenía su humor y su fina ironía a pesar

de los numerosos achaques que padecía, y había consolidado sus posiciones idealistas que

arrancaban de 1895. Además, su estado de ánimo podría definirse como de serenidad personal

debido, entre otras causas, al progresivo amor por Teodosia Gandarias, relación comenzada en

1907. Sin embargo, al mismo tiempo y de forma un poco paradójica, su actividad en la vida

política se acrecienta a partir de esta fecha y se hace más activa; se ha dejado tentar por los

dirigentes republicanos al haber comprobado que se perpetuaba “el capital problema español”

que era, según D. Benito, la “petrificación teocrática”, y decide alejarse de los ideales

monárquicos y poner su pluma al servicio de este nuevo ideal desde el que defenderá la

educación frente a la barbarie clerical, el caciquismo y las injusticias.

A partir de este año también, las intervenciones públicas de Galdós se van exaltando

progresivamente. Lanza dardos en el Congreso contra la teocracia y contra Maura, participa

en mítines, escribe manifiestos, asiste a celebraciones políticas… ¿Constituía esta actividad

una reacción para ser aceptado por los “jóvenes airados” de la Generación del 98? (No entro

en la discusión, tan controvertida, sobre la existencia o no de la misma). ¿O, consciente de sus

limitaciones físicas, de haber entrado en la senectud, sentía la necesidad de recuperar un

protagonismo que él veía atacado por estos mismos jóvenes? Al fin y al cabo, Galdós, tan

sensible para percibir los fenómenos sociales debía advertir que para no ser devorado por las

generaciones nuevas, él, que había sido también un “joven furioso”, tenía que desembarazarse

públicamente y cuanto antes de todo lo que suponía la aceptación de 1868.

Las relaciones de Galdós con los escritores del 98 no fueron amistosas en el sentido

auténtico del término. De un lado, estaba la diferencia de edad (Unamuno tenía 21 años

menos que él; Valle-Inclán, 23; Baroja, 29, y de Azorín, Maeztu y Antonio Machado se

distanciaba aún más). Galdós, en 1909, era un escritor famoso y consagrado, y el tratamiento

que ellos le dispensaban, al menos en la correspondencia de estos años conservada en la Casa

Museo Pérez Galdós, era de respeto y admiración, y, en algunos casos, de cierta amistad, más

literaria que personal. El más próximo en el trato es Unamuno (“Mi distinguido amigo”, “mi

querido amigo”, “le quiere y admira”,” le quiere, respeta y admira”, etc., son algunas de sus

expresiones). Incluso le solicita, en 1905, un encuentro con el fin de proponerle un “plan de

acción colectiva” para la situación española. En las nueve cartas enviadas por Valle-Inclán

que se conservan en el Archivo de la Casa Museo, éste lo llama, entre otras cosas, “Mi

querido amigo y maestro”, “Respetado y querido D. Benito”, pero también es cierto que en

casi todas le pide alguna intercesión, favor o recomendación aprovechando su posición.

Achaca a su pereza el no haber escrito nada sobre Marianela y, al mismo tiempo, le pide que

lea su última obra y que le dé su opinión: una relación, en suma, muy interesada. Maeztu lo

trató de una forma respetuosa, y de “maestro admirado e insigne” lo trata Azorín al igual que

Baroja.

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Sin embargo, estas relaciones literarias y estas apreciaciones personales, como tantos

críticos han estudiado, fueron fluctuando con el tiempo. Unamuno, que había confesado a

Galdós qué profundo había calado en él el personaje de Máximo Manso o cuántas ideas había

suscitado Nazarín, criticó su estilo, (“escribía sin estilo propio”-dijo). (Recordemos, a este

respecto, que ya el profesor Ricardo Gullón estudió cómo en El amigo Manso, de 1882, se

observa por primera vez a un personaje frente a su autor). En realidad, nunca fueron

contrarios, pero siguieron caminos distintos. Baroja, a quién Galdós había hecho favores, pasó

de la admiración al desdén y al distanciamiento. Azorín se muestra a veces furibundo

(refiriéndose a los escritores de la Restauración los llama “pobres de espíritu”), a veces

respetuoso (reconoce en Galdós un estilo “admirable, sencillo, maravilloso”) y a veces

admirativo (“Saludemos a la nueva religión: Galdós es nuestro profeta” o “Don Benito Pérez

Galdós ha contribuido a crear una conciencia nacional (…)La nueva generación de escritores

debe a Galdós todo lo más íntimo y profundo de su ser”).

¿Conoció Galdós la producción de los jóvenes escritores y qué conoció de ella? En 1901,

Azorín escribía:

Viejos y jóvenes son habitantes de distintos planetas. Nosotros conocemos muy bien

la obra de nuestros antecesores; pero, ¿cuántos son los viejos que han entrado en una

librería a comprar un libro nuestro? No conocen ni nuestra obra ni aún nuestros

nombres… ¿Cómo no encontrar natural que, en tales condiciones, a este desvío se

conteste con el ataque brutal y despiadado?

A esta salida de tono contestaría con humor Clarín en uno de sus “Paliques”:

…pasará el sarampión, que acaso es salud, y quedará un escritor original e

independiente.

No llegó a conocer D. Benito todas las opiniones que sobre él se vertieron porque muchas

de ellas se realizaron cuando él había muerto y, en algunos casos, como acto de desagravio

por el tono ofensivo anterior. Algunos de ellos se distanciaron de él por cuestiones más o

menos personales (no conseguir estrenar una obra o no participar en determinada acción

conjunta) o por una cuestión de caracteres antagónicos. Azorín confesaría que, a pesar de la

amabilidad dispensada por D. Benito hubo entre ellos “como una ligera neblina que no

llegaba a disolverse” y que impidió un acercamiento sincero. Fue muchos años después

cuando admitiría su actitud áspera de antaño. Baroja dijo claramente que Galdós carecía de

escrúpulos respecto de las personas, le faltaba “sensibilidad ética”, y era un cuco insincero

que no creía en lo que defendía en sus obras, por lo que, por su posición acomodaticia,

francamente no le gustaba. En todo caso, advirtió que si estos juicios parecían “una

manifestación de ingratitud” también eran “una manifestación de sentido de la justicia”.(Es

significativo, por ejemplo, que Baroja no participara ya en el homenaje que le hizo La

República de las Letras a Galdós, en 1909). De todos modos, como dice Julián Marías, no

importaba que lo criticaran porque “lo llevaban dentro”.

D. Benito no compartió los fervores juveniles del grupo ni las actitudes agresivas de

algunos aunque en muchas ocasiones accedió a interceder por ellos.

Sin embargo, en 1909, Azorín había exaltado ya la vieja España de los pueblos, Unamuno

le había enviado su Vida de don Quijote y Sancho y Amor y Pedagogía, y Baroja le había

hecho llegar, de 1900 a 1907, nueve obras dedicadas de las cuales D. Benito leyó e hizo

anotaciones en ocho de ellas. Valle-Inclán, a su vez, le había enviado cuatro de sus primeros

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libros, pero, por ejemplo en el caso de Gerifaltes de antaño ni siquiera fue abierto. Que

Galdós fue un precursor en muchos sentidos es indiscutible, pero precisar qué aspectos de

estos escritores pudieron influir concretamente en esta novela es lo que pretendo exponer.

En el verano de 1909, Galdós comienza a escribir El caballero encantado. En las cartas

que envía a Teodosia, (“colaboradora mía” la llama), le comenta que ha tenido en cuenta sus

juiciosas recomendaciones y que ha introducido unas escenas fantásticas “que me sirven

como artificio para introducir una sátira social y política que en otra forma sería muy difícil

de hacer pasar”. Durante el otoño e invierno, continúa su redacción con la ayuda de su

colaboradora Doña Teodosia; a principios de octubre, empezará a publicarla por entregas en

El Liberal. Galdós no siempre está seguro de esta empresa literaria (“A veces me digo: ¿estaré

yo tonto y se habrá metido en la cabeza una chochez de viejo?”). Fue de todos modos la

última obra escrita por su mano (Schraiban habla de ella como “el último sueño romántico de

Galdós” que tiene el “estilo de la vejez”, y Ortiz Armengol utiliza claramente el término de

senilidad).

La novela tuvo un éxito inmediato (2.000 ejemplares la 1ª edición, y posteriores ediciones

de 3.000, 6.000, 8.000 ejemplares, aparte de la difusión que tuvo en el periódico). Pero El

caballero encantado, a pesar de estas grandes tiradas no fue una novela comprendida. En la

actualidad, la abundancia de estudios revela que la novela es –en palabras de Ortiz Armengol–

“un gran cofre del que pueden irse sacando cosas durante mucho tiempo”. Y, en efecto, se ha

estudiado en ella la huella cervantina, la de escritores como Lucas Mallada, Picavea o Costa,

el elemento fantástico (se habla incluso de realismo mágico), etc.

Pero existen aspectos que se han considerado procedentes del 98 y que ya se veían en las

obras anteriores. Que Unamuno inventara el término de “intrahistoria” no equivale a decir que

no existiera esa misma concepción de la historia desde el primer Galdós de La Fontana de

Oro con toda su preocupación por retratar a los personajes anónimos madrileños. El grito de

“¡Me duele España!” tiene su equivalente optimista en las palabras que Galdós escribe en su

“Manifiesto al pueblo español” de 20 de agosto de 1909 en el que habla del irresistible

impulso de su conciencia y exaltación de su fe en el porvenir de la patria (hay que recordar,

con Blanco Aguinaga y otros, que a principios del siglo XX la juventud del 98 estaba más

preocupada por la cuestión social que por la expresión de su pesimismo). Y parece posible

que Tarsis constituya la encarnadura de las ideas del español castizo de Unamuno. Que Valle-

Inclán dotara al término “esperpento” de una categoría generalizadora y crítica como forma de

retratar la sociedad española, no quiere decir que el término fuera de su invención. En Galdós

ya hay constancia de su existencia y de su uso, ya hay esperpento; lo único que cambia con

respecto a Valle es el grado y la intensidad aunque ya abundan con ese carácter crítico en la

caracterización de los caciques en El caballero encantado. El pesimismo de Baroja no se

encuentra en esta historia que, a pesar de constituir una reflexión de nuevo sobre la

desgraciada España de principios de siglo, el final es utópico e incluso ingenuo.

En lo que sí coincide con Unamuno es en la idea de que la regeneración es posible siempre

que se produzca de forma individual (que el tono sea distinto es lógico teniendo en cuenta los

diferentes temperamentos). Esta regeneración en El caballero encantado exige un proceso de

purificación que se realizará a lo largo de este peregrinar por las tierras de la verdadera

España intrahistórica y trabajadora. Es una purificación individual que requiere esfuerzo y

voluntad comunes, inteligencia, cultura y voluntad. Es la misma exigencia de renovación

espiritual que habría de defender Ganivet en su Idearium español en el que expresaba su fe

decidida en el espíritu colectivo. Parece indudable que la Vida de Don Quijote y Sancho (de

1905) debió de influir en El caballero encantado, esta novela andarina por las tierras de

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Castilla, no en la estructura de la obra, pero sí en la idea de la fe en el pueblo español, fuente

de toda la sabiduría. Sin embargo, Unamuno escribe un ensayo en el que acepta la locura

como forma de idealización suprema y Galdós hace una parodia sobre la parodia cervantina.

No se debe sólo a los hombres del 98 el amor por las palabras terruñeras; Galdós fue

especialmente sensible a escuchar al pueblo e incluso a reproducir sus expresiones; lo que sí

cambia ahora es el marco geográfico (antes la ciudad, ahora los campos) y su interés por

escuchar a los campesinos, pastores y demás personajes de la novela.

Respecto del tema del paisaje, conviene recordar algunas fechas: Galdós en 1901 invitaba,

desde los artículos “Rura” y “Volvamos al campo”, a un cambio de actitud respecto de la

España rural. Cuatro años después, Azorín revivía el paisaje de Castilla, y pintaba sus tierras y

a sus moradores en Los pueblos y La ruta de Don Quijote, y Unamuno publicaba su Vida de

Don Quijote y Sancho, y, en 1908, Galdós escribía en la revista España un artículo sobre los

paisajes castellanos.

Galdós coincide con Unamuno en la interpretación simbólica e incluso metafísica de

Castilla, aunque la emoción estética nos recuerde algunas páginas de Azorín (“mi valle del

Duero”, “mi cuenca del Arlanza”, “mi San Millán, donde guardo el dulce recuerdo y las

cenizas de mi glorioso ermitaño y de mi primer gran poeta Gonzalo de Berceo”). Baroja en

este sentido criticaba a Galdós porque, según él, a Don Benito no le gustaba el campo y su

inspiración no venía de la contemplación directa y amorosa del mismo sino de la

documentación libresca (un signo más de cuquería). Una opinión contraria respecto a su

conocimiento de la meseta expuso Marañón. De todas maneras, esta proyección sobre el

paisaje, sea sentido físicamente o intelectualmente, coincide con los gustos de los

noventayochistas. Podemos considerar que Mainer es demasiado severo cuando afirma que la

solución que da Galdós en El caballero encantado respecto al tema de España es

consustancial a la literatura española: se inventa el tema del pueblo y se manipula como

esperanza. En lo que sí coincido con el crítico es cuando habla de que el final feliz de la

novela es una respuesta “populista” a la crisis de España, ese final en el que Tarsis y Cintia, el

español y la americanita (su vocación pedagógica es paralela a la de Teodosia Gandarias)

hacen proyectos para (según las teorías expuestas por Unamuno en Amor y Pedagogía)

regenerar el país con esos dos ingredientes, ese final feliz digo está muy lejos del realismo.

Resulta muy curioso a este respecto recordar que cuando Teodosia Gandarias escribió, en

1909, a D. Benito solicitando su intercesión para que la colocara en el Magisterio, su reacción

fue fulminante: “Cómo ha podido ocurrírsete que yo te iba a colocar de maestra. Esto no

concuerda bien con tu soberana inteligencia”. Al margen de la anécdota, el deseo de

regeneración nacional que aparece en la novela no arranca del 98 sino de mucho antes; sólo

que en ese camino se encontraron Galdós y la siguiente generación, y la influencia recíproca

enriqueció la visión del problema español desde sus singulares personalidades.

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