RECEPCIÓN DE DOÑA PERFECTA EN EL INTRUSO DE
BLASCO IBÁÑEZ
Rosa Eugenia Montes Doncel
La crítica parece haber pasado como de puntillas sobre la segunda novela “de tesis” de
Blasco Ibáñez, El intruso, que fue escrita y vio la luz en la primera mitad del año 1904.1
Tampoco la profusa bibliografía dedicada a Doña Perfecta (1876) se ha detenido hasta ahora
en analizar el fenómeno de intertextualidad perceptible entre ambas obras.
Sensu lato, se ha llamado intertextual a la relación que vincula un texto concreto con otro u
otros que le preceden.2 En el ya clásico artículo “¿Tradición o poligénesis?”, controvertible y
apasionante a partes iguales, Dámaso Alonso galvanizó estas cuestiones poniendo en tela de
juicio el concepto de tópico enunciado por Ernst Curtius. Ante un hecho de parentesco
literario el filólogo español propone dos explicaciones plausibles: “la de que entre B y A haya
una vinculación literaria, o la de que no exista entre ellos vinculación literaria alguna: a esa
vinculación literaria la llamamos tradición; cuando no hay tradición literaria entre A y B,
estamos ante un caso de poligénesis”.3 Para Dámaso Alonso pueden aquilatarse dos síntomas
determinantes de tradición común. Consiste el primero en que la semejanza no se establezca
tan sólo entre conceptos o juicios aislados, sino entre cadenas de conceptos o juicios; el
segundo índice radica en la presencia de semejanza formal unida a la temática.
Así, si aceptáramos regirnos por la dicotomía tradición versus poligénesis en el caso que
nos ocupa, procede distinguir por un lado entre un atávico motivo novelesco, la llegada del
outsider a una comunidad cerrada y hostil, y en segundo lugar su cristalización en El intruso,
hermanada con Doña Perfecta por irrefragables lazos tradicionales que enumeraré en este
artículo.
Doña Perfecta y las fortunas de un tema literario: La llegada del forastero
Pepe Rey, varón justo, cultivado y progresista (en la más amplia y aséptica de las
acepciones del término) arriba desde la Corte con su equipaje de buenas intenciones
reformadoras hasta una población aislada y hermética, coercida por determinada especie de
caciquismo local. Allí su postura chocará indefectiblemente contra los turbios intereses
provincianos y el personaje experimentará, entre otras peripecias, la de un amor
correspondido y obstaculizado hacia la mujer más codiciada del pueblo. Sin apenas
variaciones, permutando el nombre del protagonista podemos aplicar idéntico esquema al
planteamiento de innúmeras narraciones novelescas o cinematográficas (Solo ante el peligro
supone un caso conspicuo entre estas últimas, y el exponente más representativo del tópico en
el seno de un género, el western, que es muy afecto a él). Las ventajas que aporta este haz de
motivos como soporte de situaciones dramáticas no ofrece duda. Las situaciones a priori
conflictivas, desusadas, favorecerán el desarrollo del nudo si por situación entendemos, con
Tomachevski, el estado de las relaciones entre los personajes en un momento dado, y por
peripecias las variaciones de una situación a otra que en su conjunto informan la trama.
Rodolfo Cardona cita el modelo de Donald Fanger “Grandes esperanzas, ilusiones perdidas”,
y le opone una variante que comporta cambios sobre la mentalidad inicial.4
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La óptica del extranjero, del nuevo,5 resulta privilegiada para introducir a través de ella al
lector en el universo ficticio que crea la novela. El primer estadio de empatía entre receptor y
personaje se establece desde un principio por la común ignorancia de ambos sobre los lugares,
gentes y hechos con los que han de enfrentarse; remito a la tantas veces aludida presentación
de Orbajosa, que está mediatizada por la mirada de Pepe Rey. No en vano una de las
características más comunes del personaje autobiográfico reside en su falta de integración en
la tribu (anotemos la noción de Georgy Lukács de “héroe problemático”), su condición de
recién llegado ávido por desentrañar un antiguo misterio (por ejemplo, en Cumbres
borrascosas) y su pertenencia a un rango subalterno o a una imprecisa clase social que le dará
acceso a las puertas de escenas y escenarios muy dispares.
La narración puede adoptar la primera o la tercera persona, solución que escogió
finalmente Galdós para Doña Perfecta en vez de la fórmula homodiegética epistolar, sin
detrimento de que con la heterodiégesis se mantenga la perspectiva del recién llegado.
Seymour Chatman, entre otros autores que se han detenido en estas cuestiones, distingue tres
clases de punto de vista: el literal, a través de los ojos de alguien; el figurativo, a través de la
visión del mundo de alguien; y el transferido, desde la posición de interés de alguien,
atendiendo a su provecho.6 Muchos de los relatos “de forastero” cumplen sendos postulados,
y en Doña Perfecta ello se aprecia de manera diáfana. El punto de vista físico, perceptivo o
literal pasa por Pepe Rey, pues hasta su muerte en la mayor parte de la novela el narrador le
acompaña y muestra lo que el ingeniero puede ver.7 Una vez asesinado Pepe, el ingenuo
historiador don Cayetano Polentinos toma el relevo de la narración y se constituye así en un
caso de relator no fidedigno (en terminología acuñada por Wayne Booth), puesto que el lector
sabe falaz la versión que de los hechos ha llegado hasta el inocente cronista. Respecto al
segundo nivel, se hace aún más patente el cometido que cumple el personaje como
encarnación de la ideología defendida en esta novela de tesis por antonomasia;8 y en lo que
atañe al tercer estrato, el texto busca sin ambages la connivencia del lector con Pepe Rey: si
leemos bien, en cuanto lectores ideales, hemos de sulfurarnos cuando el protagonista sufre los
espurios manejos provincianos y la dialéctica tramposa de sus adversarios, e interesarnos a su
favor en la resolución de su conflicto amoroso.9
El modelo “llega un forastero” es canalizado por Galdós al servicio del engagement
militante de esta etapa de su trayectoria. Y no puede negarse, a la vista de las peculiaridades
apuntadas, que el molde se prestaba para ello a las mil maravillas: erige una especie de
inversión del menosprecio de Corte y alabanza de aldea, especialmente susceptible de investir
con su forma al alegato liberal y reformista del primer Galdós.10 El profesor Gilman estima
que el novelista canario recibió el tema cuando bebe de la fuente de Balzac (autor que como
es sabido diverge mucho de Galdós en cuanto a su posición ideológica) y en concreto de
Eugénie Grandet y Les Paysans.11
Eugénie Grandet suministró sin duda a Galdós un nuevo enfoque narrativo, pero al
mismo tiempo planteaba la cuestión crucial del contraste entre la sociedad
provinciana francesa y la española. ¿Qué vicio característico de los españoles rurales
podía corresponder a la sórdida avaricia del viejo Grandet y sus compadres?. La
respuesta terrible debió de estar presente en la mente de Galdós, incluso ya durante la
primera lectura de la novela de Balzac: sus primos del campo, tradicional y
ostensiblemente generosos (famosos por su reparto patriarcal de cochinillos asados y
vino añejo) eran fanáticos a muerte.
[...] es muy posible que Les Paysans le sugiriera el empleo de la imaginería clásica
como medio de expresar temáticamente la degeneración provincial.12
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A la vista del conjunto de las novelas de tesis más puede decirse que Galdós buscaba un
patrón para exponer su idea antes que una idea sobre la cual desarrollar el patrón, si es que en
alguna medida es legítimo para el estudioso disociar contenido y continente. Otro posible
venero de Galdós se halla en Padres e hijos de Turgeniev, escrita en 1861 y trasladada al
francés y al inglés en 1863 y 1867 respectivamente. Reproduzco las palabras de Vernon A.
Chamberlin y Jack Weiner:
Por ser el tema de Doña Perfecta tan parecido al de Padres e hijos, parece obligado
un examen comparativo de estas novelas. En ambas un joven rubio, licenciado en
ciencias, llega de la capital para visitar una provincia no identificada. Recibido en la
estación por un representante de su familia, el joven puede observar, mientras se
dirige a su destino, una comunidad rural atrasada, descuidada y primitiva. [...]
En ambos libros el joven héroe se ve pronto envuelto en un fiero y directo conflicto
verbal con otro hombre, mayor que él, que representa a la familia que visita (en Doña
Perfecta, Don Inocencio; en Padres e hijos, Pavel Kirsanoff). En los dos casos el
mayor, miembro y defensor del orden social establecido, es hostil a las ideas del más
joven y le provoca con verdades a medias y afirmaciones irónicas. El joven acepta el
reto: su formación y temperamento le convierten en portavoz de sus ideas,
exponiendo de manera abierta sus opiniones liberales y positivistas, de inspiración
francesa y alemana.
En ambas novelas, el joven protagonista siente una inclinación amorosa hacia una
joven de la familia que visita (Rosario, en Doña Perfecta; Fenechka, en Padres e
hijos), a quien el mayor desea ver casada a toda costa con otro miembro de su propia
familia; como consecuencia, el joven científico es expulsado a la fuerza. [...]
Finalmente, ambos héroes jóvenes sucumben de una manera trágica, y ninguno de
los dos puede llegar a emplear su educación en beneficio de su patria.
En contraste con el protagonista, lleno de dedicación, aparece en cada novela otro
hombre joven: en Doña Perfecta, Jacinto; en Padres e hijos, Arkadii Kirsanoff. Este
segundo representante de la juventud, sin formación científica y de personalidad más
débil que la del héroe, transige con la vieja generación y se ajusta a ella.13
El artículo enumera asimismo los puntos en que divergen la novela rusa y la española:
ambigüedad de la posición del narrador en Turgeniev frente a la nítida proclama galdosiana,
ausencia de un correlato del personaje de Doña Perfecta en Padres e hijos, etcétera.14 Todo
ello queda, claro está, en el terreno de la hipótesis, y Eugénie Grandet aventaja además a
Padres e hijos en que los historiadores de la literatura poseen la certeza de que Galdós había
leído la primera y en cambio no pueden demostrar que conociese la segunda antes de la fecha
de composición de Doña Perfecta.
El tema pasa a través de la novela de Galdós a autores como Pereda, quien realiza una a
manera de inversión doctrinal en su Don Gonzalo González de la Gonzalera.15 La crítica se ha
apercibido de afinidades entre la intransigente viuda de Polentinos y las protagonistas de
Doña Bárbara, La tía Tula, La casa de Bernarda Alba o La Farisea.16 En la órbita del
esquema “llegada de un forastero inocente” sitúa Cardona la novela de Henry James El
americano.17 A mi juicio ninguna de estas relaciones se aproxima a la nítida ligazón que
hermana Doña Perfecta con El intruso.18
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La dimensión intertextual de El intruso
La admiración de Blasco Ibáñez hacia Zola fue reconocida sin reservas por el propio
Blasco y ha concitado el interés de un nutrido grupo de críticos;19 el naturalismo del
valenciano se alea con las formas folletinescas, en las que se hallan aún plenamente ínsitas sus
primeras obras (La araña negra, ¡Viva la república! y Los fanáticos) y que permean
asimismo su producción ulterior.20 Pero más que las corrientes estéticas me interesan ahora los
modelos concretos que de manera palmaria subyacen a algunas de sus novelas. Blasco,
escritor prolífico, célere y, sobre todo, eficaz (creo que éste es el adjetivo que le define), tomó
prestadas muchas cosas que le interesaban sin demasiados disimulos, y tan expeditiva forma
de actuar, sea virtuosa o no, ha facilitado a la crítica el camino hasta sus fuentes: La araña
negra y El judío errante de Sue forman un matrimonio del que todos se percatan; Arroz y
tartana así mismo emparenta con Balzac, El vientre de París y El paraíso de las damas de
Zola, Pierre y Jean y Una vida de Maupassant, La desheredada, La de Bringas y Lo
prohibido de Galdós; La barraca con La tierra de Zola; Flor de Mayo con Sotileza de Pereda
y Los Malasangre de Giovanni Verga;21 Entre naranjos con La pródiga de Alarcón o El fuego
de D’Annunzio;22 Sónnica la cortesana con Salambô de Flaubert, Afrodita de Pierre Louys y
el poema Punica de Silvio Itálico; La catedral con la obra homónima de Huysmans y con
Nôtre Dame de Paris de Victor Hugo; La horda con La busca de Baroja;23 La bodega con
L’Assommoir de Zola y el polémico drama Juan José de Dicenta;24 Luna Benamor con Gloria
de Galdós;25 Los cuatro jinetes del Apocalipsis con La debacle de Zola.
El intruso a menudo se ha vinculado a Germinal en función de un criterio temático, y
ciertamente esta vez los humillados y ofendidos de Blasco radican en la mina. En cuanto al
componente naturalista en la producción del valenciano, ha recibido ya bastante atención para
volver sobre él. Santiago Renard distingue tres elementos en la estructura compositiva de El
intruso: la historia del rico industrial Sánchez Morueta, las disertaciones que exponen los
postulados de la tesis (condiciones infrahumanas en que viven los mineros, influencia
perniciosa de los jesuitas, ataques al fanatismo nacionalista...) y descripción de ambientes que
incluye a los trabajadores de Gallarta como personaje colectivo.26 Morueta es retratado por
Blasco como una versión del self-made man, hijo de un emigrante santanderino. A la manera
de un nuevo Midas, convierte en oro cuanto toca, y para afianzar su estatus en la naciente
burguesía vasca se casa con una bilbaína de ilustre prosapia, doña Cristina. Fruto de esta
unión nacerá Pepita, única heredera del matrimonio, quien se enamora de un ingeniero
levantino contratado por Morueta. El padre Paulí, confesor jesuita de doña Cristina, persuade
a la joven para que rompa estas relaciones y la conmina a unirse con un joven abogado neo y
carlista, formado en Deusto. Simultáneamente el poderoso Sánchez Morueta es abandonado
por su amante, Judit, y la crisis que adviene ante tal contingencia será aprovechada por su
esposa para anular todo resquicio de voluntad en el deprimido millonario. El antaño liberal
Sánchez Morueta termina dominado por el jesuitismo a través del poder que la Compañía
ejerce en las mujeres de su familia; asiste a ejercicios espirituales en Loyola y participa en una
peregrinación pronacionalista al santuario de Begoña que opera como corolario simbólico de
la novela. En el enfrentamiento que allí se desencadena contra los mineros maketos y
anticlericales, Morueta golpea a su primo Luis Aresti y a un famélico obrero adolescente. El
mencionado Aresti, médico librepensador, transmite en sus intervenciones las ideas que el
propio Blasco quiere insuflar en su novela. Las circunstancias del personaje, que se mueve
entre sus pacientes mineros, contratistas e industriales, y recibe las confidencias de Sánchez
Morueta y el ingeniero Sanabre, parecen creadas ad hoc para que encarne el papel estructural
de reflector; casi todo lo que se narra en El intruso es visto, y aun juzgado, por el doctor
Aresti.27
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En las páginas que Alborg dedica a El intruso28 hay un comentario sobre el paralelismo de
esta novela con La familia de León Roch; resulta sorprendente que no se estudie en cambio el
más cercano con Doña Perfecta.
[...] la mujer y la hija de Morueta parecen escapadas de La familia de León Roch [...]
Blasco se propuso reescribir La familia de León Roch, quitándole todo lo que le
sobra y añadiéndole lo que le falta. [...] ha suprimido en su novela toda la excesiva
hojarasca que amontona Galdós en torno a los misticismos y escrupulosa religiosidad
de su protagonista, y la ha reducido a los términos más simples. Pero además con una
importante diferencia. La religiosidad de Maria [sic] Egipciaca, la heroína de La
familia, y toda la participación del padre Paoletti para incrementarla y deformarla,
están limitadas al plano individual, y a la relación de María con el marido, por
supuesto, pues éste es el tema de la novela, pero su misma limitación lo hace todo
exagerado e inverosímil; y, por supuesto –esta es la capital diferencia–, no tiene
repercusión alguna en el plano social, no hay consecuencias fuera del terreno
particular, doméstico, que puede muy bien calificarse de un caso de locura religiosa
[...] En cambio, la religiosidad de la señora de Murueta [sic] se remonta sobre el
plano particular, íntimo, para convertirse en una realidad pública, colectiva [...] El
padre Paoletti de don Benito es de un desinterés conmovedor; de su lucha a brazo
partido con la espiritualidad de su discípula no parece que vaya a sacar nada. En
cambio, el padre Paulí de Blasco es una pieza capital del enorme engranaje sobre el
que está montado el mundo de Murueta [sic] (pp. 662-663).
Y a partir de esta base extrae el autor unas conclusiones de las que me permito discrepar:
Todos los personajes de la novela de Galdós, con excepción de los dos protagonistas,
están de sobra (aunque contribuyan a dar color al cuadro, por supuesto), podrían
suprimirse y apenas sucedería nada. En cambio, en El intruso, todo el mundo
circundante es esencial para el conjunto de la novela; protagonistas y comparsas, el
mundo del capital y el de las minas y fundiciones, son figuras de un mismo cuadro,
del que nada se puede eliminar sin destruirlo por entero. De aquí, esa impresión de
realidad inmediata, auténtica, apremiante, que se desprende de El intruso, frente a la
niebla permanente de la novela de Galdós [...] El intruso aventaja de forma
incuestionable a la novela de Galdós. Frente a la arborescencia folletinesca en que se
pierde ésta, El intruso es una novela tensa, compacta, rígidamente construida,
funcional, fuertemente ceñida a un tema único, montado sobre sus líneas esenciales.
Tan sólo, con un criterio de extrema rigidez, podría eliminarse el cuadro
costumbrista de los versolaris y los concursos de destreza y vigor físico, pero que es
como un minúsculo recuadro, oportunísimo además, en la rápida andadura que lleva
todo el relato (pp. 663-664).
No seré yo quien discuta la oportunidad de tales cuadros; lo que no comparto del todo es
que sean tan minúsculos. En la edición de Aguilar El intruso consta de 143 páginas a dos
columnas,29 y los citados pasajes costumbristas ocupan la 1112 y 1113 (capítulo III: las
costumbres de nuevos ricos de los contratistas y el concurso organizado entre hombres y
galgos hambrientos para tomar sopas de leche: se trata de una de las escenas más naturalistas
de la novela); y de la 1184 a la 1193 (capítulo IX: fiestas en Azpeitia con intervención de los
versolaris y lucha entre los dos barrenadores más famosos). Este segundo segmento de
carácter digresivo se sitúa además en las propias puertas del desenlace de la obra e
inmediatamente después de la más dramática secuencia (discusión y ruptura definitiva de
Aresti con doña Cristina), lo cual refuerza su carácter anticlimático y acusa el “parón
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narrativo” a que se fuerza al lector.30 En lo que atañe a la integración del padre Paulí en el
ensamblaje del relato, encomiada en el texto reproducido por oposición a la menos maniquea
figura de Paoletti en La familia..., yo en cambio considero que la etopeya e intervenciones de
este personaje son lo peor de toda la novela.
Era un hombre de lucha, que iba recto a su fin, atropellando las doctrinas religiosas
para defender la religión. En su folleto tronaba contra el lujo de las mujeres y el
dinero que desperdiciaban en la caridad. Nada de vestidos nuevos ni de limosnas:
todo debían dedicarlo a las elecciones, a comprar votos, a corromper la voluntad de
la gente para sacar triunfante al candidato de Dios y deshonrar, de paso, aquella
institución del sufragio que, borrando las clases y colocando el pequeño al nivel del
grande, trastornaba las leyes de la antigua sociedad (p. 1155. Las cursivas que
destacan la parcialidad narradora son mías).
Los simbolismos de estampita a que apela el confesor con su penitente para exhortarla a
hablar resultan francamente grotescos, y además la voz del narrador adviene, machacona y
dogmática, para señalar su ridiculez a quien no la hubiera percibido:
-Oye, hija mía. Erase [sic] una vez una princesa más bonita que tú y más rica, pues
sus padres eran reyes... [...] Un día, en un sarao de la Corte, cuando más llamaba la
atención por su hermosura y su elegancia, danzando con el hijo de otro rey, los
cortesanos lanzaron un grito de horror. Por la boca de la princesa asomaba y volvía a
ocultarse, para aparecer de nuevo, la cabeza de una horrible serpiente... ¿Sabes lo que
era aquella inmunda bestia? Pues un pecado que la princesa había querido ocultar a
su confesor [...]
Y ese amigo te escribe cartitas, y tú las contestas a hurtadillas de mamá... No digas
que no; no mientas... ¿Callas? Quedamos, pues, en que existen las cartas y en que os
habéis visto y hablado en el jardín de Las Arenas, ¡Si es inútil negar! ¡Si yo lo sé
todo por el pajarito!...
Y el jesuíta [sic] insistió, complacido, en esta ñoñez del pajarito, como si fuese un
supremo rasgo de ingeniosa malicia (p.1159. Son míos los subrayados de los
términos, diminutivos y modismos que caracterizan lingüísticamente al padre Paulí).
Parecen impensables tamañas simplezas en boca del padre Paoletti y hasta del fanático
Luis Sudre (al que se asemeja mucho, por cierto, el otro novicio aristocrático y emulador de
San Luis de La araña negra, Ricardito Baselga). Puede decirse que el mayor acierto del
novelista en la configuración del personaje de Paulí consiste precisamente en lo poco que le
deja aparecer, y este aspecto, como el nombre, nos evoca a Paoletti. Soslayar en el discurso un
elemento tan fundamental para la historia obedece en efecto a una deliberada intención de
adecuar el continente al contenido: el padre Paulí debe mostrarse poco porque su acción es
invisible y artera; él representa al “intruso” que da título a la obra.31
En la misma estela de exageración anticlerical se alinea el retrato repugnante trazado por
Blasco del hermano que enseña a Aresti la casa de San Ignacio:
Era un joven que llamaba la atención inmediatamente por la delgadez de su cuello,
que hacía más enorme su cráneo, y por la forma de sus orejas, abiertas cual abanicos,
como si fueran a aletear, despegándose. Detrás de ellos florecía la piel con un
sinnúmero de costras y excoriaciones: unas secas; otras, rezumantes, con una
frescura que atraía a las moscas (p. 1195).
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Estos pasajes nos retrotraen al padre Claudio y al padre Tomás de La araña negra, y a toda
la tópica morfológica de los curas desplegada en folletines anticlericales.32 El propio Blasco,
sin embargo, había repudiado su obra primeriza, y El intruso contiene una crítica explícita, un
poco a manera de ocupación, de la hiperbólica leyenda negra vertida sobre el jesuitismo.33
Una última apostilla cabe hacer al comentario sobre la construcción tensa y compacta de El
intruso, y atañe ésta a la morosidad inusual con que se ralentiza el tempo narrativo. El
presente de la novela comprende desde mediados de marzo (onomástica de Pepe Sánchez
Morueta y primeras revelaciones a su primo sobre la existencia de su amante Judit) hasta
septiembre del mismo año, mes en que se produce el ya citado enfrentamiento entre obreros
inmigrantes y reaccionarios campesinos. La prehistoria de la novela es ubérrima, y toda ella
debe narrarse en analepsis o flash-backs (abiertos fundamentalmente a través de recuerdos de
Aresti o de confidencias que le hacen otros personajes) que parten del eje principal hasta los
orígenes de Sánchez Morueta y del ingeniero Sanabre, entre otras informaciones; por ello el
tiempo del discurso es proporcionalmente larguísimo respecto al de la historia. Baste decir
que sólo el relato del día 19 de marzo ocupa tres capítulos completos (¡de la página 1071 a la
1128!) en una novela de diez, tantas son las interpolaciones de tiempo pretérito que jalonan la
narración primera. El recurso, muy balzaquiano, de describir minuciosamente los espacios en
que penetra el personaje (Aresti) y a partir de ellos establecer la analepsis es omnipresente en
Blasco y sin duda eficaz, pero en El intruso llega a hacerse cansino.
Según puede colegirse del resumen que he expuesto, el tema nuclear de Doña Perfecta
informa aquí de un episodio que se entrecruza y cobra sentido con otros amalgamado en una
intriga mayor. Me refiero al romance de Sanabre con Pepita y a la intervención que juegan en
él doña Cristina y el cura. El actante (en terminología de Greimás) interpretado por Pepe Rey
en Doña Perfecta es asignado en El intruso a dos actores: Fernando Sanabre cumple la
función de forastero progresista que recala en la hermética Bilbao (otra ciudad levítica, como
Orbajosa) y que se enamora del mejor partido del lugar. El doctor Aresti tendrá a su cargo el
papel de focalizador y la batalla dialéctica contra los reaccionarios. Él, y no Sanabre, será el
paladín de las ideas liberales en la discusión con doña Cristina y el sobrino de ésta, Urquiola,
que se relata en el capítulo VIII, y que tiene como claro precedente las habidas entre Pepe
Rey, doña Perfecta y don Inocencio. Pormenoricemos los paralelismos y, sobre todo, los
puntos de divergencia entre ambas novelas, pues tan reveladores resultan en el estudio del
intertexto los elementos que se toman como los que se cambian, y sobre todo la razón por la
que estos fueron alterados.34
Etopeyas del héroe y de la heroína
Quedaban otros enemigos, y además la malicia de la gente, que tomaría por cálculo
lo que era amor... Pero, ¡qué demonio! Un ingeniero no era un cualquiera.
Justamente figuraba como eterno personaje, desde algunos años antes, en muchas
novelas y dramas. Al salir sobre las tablas o al aparecer en el primer capítulo un
protagonista joven, noble, arrogante, que sólo abría la boca para decir cosas
hermosas y profundas, ya se sabía: era un ingeniero (p. 1135).
Este pasaje en estilo indirecto libre de palabras pronunciadas, modalidad carísima a
Blasco35 y casi abusiva en El intruso, se inserta en la novela cuando Aresti escucha la
confesión de Sanabre sobre sus amores clandestinos con Pepita. La actividad de ingeniero no
es elegida aleatoriamente en ninguno de los dos casos: su sola mención remite al espíritu
emprendedor que ambos personajes encarnan. También son ingenieros Máximo, el galán de
Electra, o Román de El padre Juan (1891), drama anticlerical de Rosario de Acuña.36
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La crítica a menudo ha reputado fallida la construcción de la figura de Pepe Rey.
Singularmente Montesinos, para quien Pepe es “uno de los personajes menos vivos que creara
nunca [Galdós]”, le tildó de “poco simpático” y de “mentecato [...] siempre incapaz de ver
más allá de sus narices”,37 situándole en la misma órbita que otros liberales acartonados como
León Roch. En términos generales estas deficiencias son imputadas a la situación vicaria que
ocupa la ontología del personaje respecto a la tesis de la novela.38 Fernando Sanabre, por su
lado, participa en el discurso de El intruso el mínimo espacio imprescindible para desempeñar
su papel, y una vez cumplido éste desaparece sin dejar huella. Blasco sólo deja hablar al
personaje en los capítulos IV y V de la novela, que se ocupan, respectivamente, de la
entrevista del ingeniero con Aresti y de la declaración amorosa a Pepita. En la comida del
santo de Morueta Fernando está presente pero el narrador no registra ni una sola de sus
palabras. En el capítulo VII Fernando ha sido ya rechazado por Pepita y comunica a Morueta
su decisión de abandonar los altos hornos y marcharse de Bilbao; sin embargo no hay ninguna
intervención literal del personaje: todo el parlamento de Fernando se expresa en un discurso
indirecto libre entretejido con las respuestas –estas sí, directas– que intercala su jefe (pp.
1171-1172). La caracterización positiva de Fernando (incluso su procedencia levantina orienta
sobre de las simpatías de su creador) puede considerarse fundamental y reductoramente
diegética. De Sanabre se dicen muchas cosas, y todas buenas, pero el personaje no se
manifiesta actuando en el plano mimético, y tal ausencia de la dimensión representativa en
una novela despierta sospechas, como argüiría Ortega.39 Cuando llega el momento de la cita
con la dama y es inexcusable la actuación de Fernando en escena, ésta se resuelve en uno de
los episodios de amor más artificiales que hayan salido de la pluma de Blasco. Precisamente
al valenciano, novelista erótico en el mejor sentido del término, se le puede recriminar
cualquier cosa excepto falta de brío en el desarrollo de temas amorosos. Nuevamente cabe
atribuir tal deficiencia a la imposición de la tesis que planea sobre el relato forzando los
movimientos del narrador.
La declaración del ingeniero ocurre en el jardín de la novia en ambas obras, aunque no
atribuyo a este nexo gran relevancia: el escenario idílico del encuentro, preñado en Galdós de
elementos simbólicos,40 permite en El intruso exornar al fabril y nebuloso Bilbao con los
tintes de color impresionistas que tan gratos eran al autor de La barraca. Tanto Pepe como
Sanabre (p. 1134) han pasado la barrera de los treinta años; son héroes maduros,41 y a ambos
les formulan sus novias idéntica pregunta:
-Pepe –preguntó después la señorita, estrechando ardientemente la mano de su
primo–. ¿Tú crees en Dios? (Doña Perfecta, p. 183).
-Dime, Fernando: ¿tú tienes religión? ¿Es verdad que piensas como mi tío?... Di que
no, Fernando, di que no... (El intruso, p. 1151).
Rosario se halla en la capilla y Pepita en el jardín en los pasajes citados. Estébanez
Calderón ya ha demostrado la naturaleza religiosa de Pepe, opuesta en su autenticidad a la
beatería de Doña Perfecta.42 Dotar al personaje de fe cristiana atenúa la virulencia de la tesis
leonina y agrava la culpa de Don Inocencio y sus compinches. Sanabre, en cambio, ha
confesado a Aresti ser un librepensador (otra cosa resultaría rara dados los planteamientos de
las obras de Blasco) y responde ambiguamente a Pepita.43
Entre las concomitancias del idilio del forastero con la doncella celosamente guardada por
su madre dominadora, no me parece la menos curiosa el tratamiento cuasi elíptico y célere
que Galdós y Blasco imprimen a esta parte de la historia.44 En las dos ocasiones sentimos que
el enamoramiento no está lo bastante justificado, y que esto acaece en Doña Perfecta porque
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el creador, esclavo de su mensaje, no tiene tiempo de detenerse; en El intruso obedece la
inverosimilitud a la misma causa, y radica en el hecho de que el flamante Sanabre se sienta
atraído por una muchacha tan poco simpática como Pepita. Blasco intenta defender este
extremo alegando que el ingeniero no conocía a nadie en Bilbao y apenas había tenido
oportunidad de tratar con otras mujeres. Podría haberse solventado la cuestión dotando a la
millonaria de unos encantos físicos que hicieran sucumbir al galán víctima de un amour fou,
como tan frecuentemente sucede en las novelas del valenciano, pero Pepita comparte con
Rosario una fisonomía que no es explícitamente positiva, y si no se las describe como feas,
tampoco se las llama guapas.
Esta prosopografía de la dama la aleja del tópico. En Galdós se alista en las filas de los
mecanismos generadores de realismo, pues de Rosario describe sólo los rasgos de belleza y
menciona, pero sin especificarlos, los defectos (p. 92-93). A través de la lítote y la selección
proporciona una impresión positiva compatible con la verosimilitud que emana de una
heroína físicamente imperfecta.
En Rosario como en Pepita los atributos físicos se aúnan desde luego con carácter y
herencia. El aspecto de Rosario, para algunos personificación de España, destila en todo
debilidad; el de Pepita fuerza. Ésta constituye el eslabón entre aristocracia y burguesía y no es
arbitrario que, tras una descripción generalizada en que señala expresamente su carencia de
particular hermosura, el narrador individualice un solo rasgo, las manos, para conculcar a
través de él el inveterado canon estético de pequeñez y delicadeza aplicado a estos miembros
del cuerpo femenino.
[...] su sobrina no era gran cosa como mujer [pensó Aresti]: la alegría de su juventud
en los ojos, los cabellos rubios, de su madre, y una esbeltez de muchacha sana en la
que todos los encantos femeninos están aún recogidos, como en capullo, sin la
majestad exuberante de la forma definitiva. A través de su belleza en agraz
adivinábase el esqueleto fuerte y anguloso de su padre. En sus manos largas, algo
grandes para sus brazos delicados, había mucho de Sánchez Morueta. Era la primera
evolución de la estirpe hacia el afinamiento del ocio y del bienestar, guardando aún
los signos de su origen (p. 1108).
La novela registrará también alusiones a las grandes manos de Morueta, símbolo
metonímico del poder del personaje (p. 1095 y 1163).
Divergen los idilios de ambas novelas en un punto: la historia de Pepe y Rosario es
susceptible de hallar distintos desenlaces. Precisamente la llegada de Pinzón, como se
comentó en la nota 9, mantiene abierta la puerta a un final feliz. El romance del ingeniero
levantino y la millonaria nace en cambio marcado ineluctablemente con los síntomas de una
muerte prematura. La personalidad misma de los amantes hace inviable su unión, y no ya
como en el caso de Pepe y Rosario por el concurso del destino adverso y el complot homicida.
Todo el texto que se ocupa de este tema en El intruso abunda en vaticinios aciagos que no
dejan lugar a otra vía. Algunos son palmarios, como los pronósticos pesimistas de Aresti y la
insistencia en la frialdad de la novia, que pertenece a una raza distinta y más cerebral, según el
médico (p. 1135), y que sólo formula a Sanabre vagas promesas de amor, sin comprometerse
a dar una respuesta concreta. Hay sin embargo un presagio más sutil e indirecto, pero no
menos elocuente, de la suerte que espera a un inmigrante meridional cuando mantiene
relaciones con una mujer vasca. Se trata de una microhistoria de cierta autonomía intercalada
casi al comienzo del capítulo I y bastante alejada, pues, en el discurso, de los avatares de
445
Sanabre y Pepita. Un hombre ha sido asesinado en Gallarta y Aresti asiste al levantamiento
del cadáver. Reproduzco el fragmento:
Recordó Aresti la historia del muerto: un andaluz de carácter triste y pocas palabras,
que había rodado por el mundo, buscándose la vida en América en cien oficios y
trabajando en todas las minas de España. Por las noches, cuando volvía del trabajo,
daba lecciones a los pinches. Vivía a pupilo en casa de los padres de la Charanga,
una moza guapetona y descarada que llevaba revuelta a la chavalería de Gallarta,
prefiriendo entre todos al hijo de un licenciado de presidio, un rebelde que iba de una
a otra cantera, despedido siempre por su insolencia, y que en los bailes del domingo
llamaba la atención por su faja de guapo arrollada desde el pecho hasta las ingles,
con un arsenal oculto de armas. El Maestrico se había enamorado de la Charanga
con la pasión reconcentrada y silenciosa de un hombre de cuarenta años. Los padres
le querían, alabando sus costumbres sobrias, su actividad para ganarse la vida, y la
muchacha, en su indiferencia de bestia alegre, decía que sí a todo, continuando sus
relaciones con el mantoncillo [sic. ¿por matoncillo?] Iban a casarse en la misma
semana. El Maestrico había marchado el día anterior a Bilbao para comprar algunos
regalos a la novia. Al regreso, el amante y su padre le habían esperado en el camino.
Aresti oyó unos gemidos a su espalda. Entre el gentío, un minero viejo se llevaba las
manos a los ojos.
-¡Antón!... ¡Pobre Maestrico!... ¡Matar a un hombre así!... ¡Tan bueno! ¡Tan
trabajador!
Era el padre de la Charanga, que lloraba ante el cadáver de su pupilo.
El médico se fijó en el abultado abdomen del muerto e hizo que un miñón desliase la
faja negra. Aparecieron dos botinas de mujer con la suela blanca y el charol
deslumbrante: el calzado con que sueñan las muchachas de las minas, viendo en él
una elegancia suprema. El pobre Maestrico había ido a la villa para comprar este
regalo a su novia.
Se abrió el grupo con cierto rumor de curiosidad, como a la llegada de un personaje
esperado. Era la Charanga, con las manos en las fuertes caderas, los ojazos
insolentes y hermosos bajo el pelo en desorden, mostrando al sonreír sus dientes
agudos de loba impúdica.
-Pero ¿es verdad que han matado a ése?...
Y fijaba la mirada en el médico con la misma expresión de lúbrica generosidad con
que algunas veces le había invitado a seguirla cuando la encontraba en el campo.
Después contempló el cadáver fríamente, sin emoción, y al tropezar su mirada con
las botas de charol rompió a reír.
-¡Adiós!... ¡Pus ya podía yo anoche esperar mis botas!...
Fue todo lo que se le ocurrió ante el cadáver del que iba a ser su marido. Y
rompiendo a codazos por entre los hombres, que se conmovieron al contacto de sus
caderas, salió del grupo, alejándose con soberbia indiferencia, pensando tal vez en el
otro, que, por amor a ella, iba a ir a presidio.
-¡La bestia! –dijo el médico al juez, siguiéndola con los ojos–. ¡La hermosa bestia de
los tiempos primitivos, satisfecha de que los machos se maten por poseerla!... Esto
sólo se ve aquí.
Y Aresti sonreía con la satisfacción del naturalista que contempla en su gabinete un
animal extraordinario digno de estudio (pp. 1074-1075).
El pasaje posee la estructura de un cuento, género bien dominado por el autor,45 y ello se
aprecia en aspectos como el final “en punta” (conclusión despiadada de la Charanga), o el
uso de un motivo recurrente de ilación (las botas). En una primera lectura podemos atribuir al
446
episodio una mera función ambiental con aditamentos claramente naturalistas como la
sexualidad casi bestial de la Charanga, insensible hasta la inverosimilitud. El texto resulta
exageradamente explícito: “El pobre Maestrico había ido a la villa para comprar este regalo a
su novia”, se dice cuando aparecen las botas; “Fue todo lo que se le ocurrió ante el cadáver
del que iba a ser su marido”, comenta el relator tras la exposición de la escena, y el
omnipresente Aresti refrenda con su análisis de científico la visión animalizadora que la
secuencia quiere transmitir.
El conocimiento global de la obra nos permite aquilatar que el pasaje operaba también
como “mise en abîme”, esto es, como relato secundario que mantiene una relación de
paralelismo temático con la historia primera, bien sea para explicarla, recordarla o, como en el
presente caso, adelantarla, según el lugar de la novela donde se sitúe el metarrelato.46 Si nos
abstraemos de la clase social y de los rasgos brutales que exhuma la falta de refinamiento,
hallaremos idéntico esqueleto: emigrante que ha traspasado ya la primera juventud,
seriamente enamorado; frialdad calculadora de la mujer vasca; presencia de un rival autóctono
y violento. Los desenlaces, esencialmente parejos y desgraciados –eliminación del
pretendiente foráneo– ofrecen soluciones distintas sólo en tanto que el método de eliminación
puede ser más civilizado cuando se fragua en Deusto. Coadyuvan al establecimiento de la
“mise en abîme” los componentes generalizadores que aparecen en el relato secundario: “Esto
sólo se ve aquí”.
El tercero en discordia, un abogado
Se ha aludido ya a la existencia de los pretendientes “locales” de la dama, que a más de la
pedantería comparten la condición de letrados (no parece haber existido actividad que
inspirase a Galdós mayor animadversión que ésta). La heroína siente no ya indiferencia sino
repugnancia declarada por tal personaje,47 que es presentado por su entorno neo como el
candidato ideal. Los cometidos de Jacintito y Fermín Urquiola48 son muy similares, pero la
disparidad de tratamiento que sus respectivos autores aplican al retrato del rival ejemplifica
muy bien las discrepancias de modus scribendi entre el isleño y el valenciano. Mientras
Galdós ridiculiza despiadadamente a Jacinto, Blasco, acusado a veces de carecer de humor,
traza de Urquiola una semblanza maniquea sin punta de ironía, por la que cabría concluir que
no hay vicio sobre este mundo que no fuera practicado por el joven carlista.
Etopeyas de Doña Perfecta y Doña Cristina
Soslayando la analogía de funciones en tanto madres dominantes y fanáticas que,
instigadas por el confesor, obstaculizan la relación de sus hijas respectivas con el forastero,
Doña Perfecta y Doña Cristina comparten otros territorios de intersección.
Si Doña Perfecta constituye ejemplo señero de la simbología de los nombres galdosiana,
determinado pasaje de El intruso subraya que el patronímico de Cristina no fue elegido al
azar: “ahora la llamaban irónicamente la gran cristiana, y era la primera en todas las juntas de
sociedades religiosas y pías fundaciones” (p. 1107). En el plano temático coinciden ambas,
curiosamente, en la descripción física positiva;49 formalmente los dos autores tienen el acierto
de trazar la configuración del personaje de manera escalonada. Galdós deja actuar a Doña
Perfecta mucho antes de desvelar su verdadera naturaleza, y la prosopografía no aparece hasta
el capítulo XXXI, esto es, el antepenúltimo de la novela.
[...] Doña Perfecta era hermosa, mejor dicho, era todavía hermosa, conservando en su
semblante rasgos de acabada belleza. La vida del campo, la falta absoluta de
447
presunción, el no vestirse, el no acicalarse, el odio a las modas, el desprecio de las
vanidades cortesanas, eran causa de que su nativa hermosura no brillase o brillase
muy poco. También la desmejoraba la intensa amarillez de su rostro, indicando una
fuerte constitución biliosa (p. 281).
Los ojos de Pepe Rey son tan vivaces que parecen negros aunque no lo sean; Rosario es
tan atrayente que resulta guapa sin serlo. A Doña Perfecta le ocurre todo lo contrario: la
inicial afirmación de hermosura en una categórica oración copulativa es seguida
inmediatamente de la correctio y matizada por tal acumulación de factores que el rango de
belleza da la sensación de eclipsarse: no brilla o brilla muy poco, puntualiza el texto (las
adversativas y la lítote cumplen parecida función matizadora en las descripciones literarias de
Emma Bovary y Escarlata O’Hara). El uso impropio de los gerundios afea estilísticamente el
retrato, que no figura entre los mejores de su autor.
De Doña Cristina se registran varias menciones, a veces muy sucintas, antes de llegar a la
prehistoria del personaje, punto en que el narrador menciona sus rasgos físicos: “La mujer, de
una belleza rubia, áspera y dura...” (p. 1103). Pero no asistimos nunca a una presentación
oficial como la aportada en el caso de Sánchez Morueta, Urquiola, Pepita, Sanabre y la
mayoría de las criaturas de El intruso.
Blasco desarrolla en esta figura un elemento que apenas apunta en Perfecta, la falta de
arreglo, y que sin duda lleva la impronta de La familia de León Roch, cuya protagonista no
por casualidad se llama María Egipciaca.
Iba siempre vestida de negro, con telas pobres y sin brillo. La hija notaba en sus
ropas interiores un abandono, una rudeza, que algunas veces llegaba a rebasar los
límites de la higiene. Revelábase en ella el desprecio a la carne que sienten los
devotos fervorosos, el abandono físico, la suciedad cantada como mérito celestial en
la vida de muchos santos (1143).
Como María Sudre, también Doña Cristina se resigna en cierto momento a vestirse de
cortesana y a acatar modas en un patético intento de recuperar el amor de su marido. El mayor
débito con La familia de León Roch procede sin embargo de la mujer, la suegra y la cuñada de
Aresti, formantes de un personaje colectivo que atormenta con su fanatismo al científico
liberal, quien provee materialmente a su familia política pero pertenece a un escalafón social
inferior. María Sudre arroja en una ocasión al fuego un libro de su marido, y Antonieta
Lizamendi expresa el deseo de hacer lo mismo con los del suyo (p. 1105); al igual que León
Roch, Aresti opta por abandonar a su mujer. El sumario de las relaciones conyugales entre
Sánchez Morueta y Cristina (pp. 115 y ss.) ofrece tantas similitudes con lo relatado a
propósito de Aresti que el lector duda si ello será deliberado nexo o bien fruto de premura o
desidia en la composición.50
Relaciones de El intruso con otras obras de Blasco
Para cerrar el catálogo de redes temáticas en El intruso parece obligado enumerar al menos
algunos motivos habituales en la producción del valenciano, que se reiteran en ocasiones
eidéticamente. La crítica al mal gusto iconográfico, concretada aquí en las obras jesuíticas,
tiene un claro preludio en La catedral (capítulo X) y asimismo podría ponerse en contacto,
por cierto, con el fragmento de Doña Perfecta en que Pepe Rey deplora la ornamentación del
templo orbajosense. El gesto iconoclasta de un gabarrero que hunde en el río una imagen de la
Virgen de Begoña (p. 1211) es reconocible como eco de la más famosa escena de Cañas y
448
barro. Las cartas de amor escondidas con gran habilidad por la joven enamorada (1157)
aparecieron en La araña negra con razón del romance de Enriqueta y después del de su hija
María. La correspondencia interceptada por la mafia de los jesuitas jugaba un papel capital en
la trama folletinesca de La araña.
Mención aparte merecen los tipos recurrentes en Blasco. Chiquito de Liébana, el juguete
de las masas que se transforma en ídolo caído cuando pierde el concurso de gabarreros,
adelanta la patética figura del torero Juan Gallardo en Sangre y arena. La araña provee de dos
precursores de Aresti y Urquiola: el médico humanitario que atiende gratuitamente a los
enfermos pobres y el corrompido esposo de María. La mujer fatal de Blasco, exuberante,
sensual y perversa (la Marquesita en La bodega, Doña Sol en Sangre y arena) está
representada en El intruso por Judit, que coincide incluso en el nombre con la seductora de La
araña. El Maestrico asesinado en las primeras páginas de la novela ilustra el caso más
notorio, pues un año después en La bodega encontraremos a un gañán que responde al mismo
apodo y que espera salir de su miseria aprendiendo a leer.
449
NOTAS
1 Algún historiador de la literatura, como Juan Luis Alborg, llama la atención de forma reiterada sobre este
sorprendente silencio: Historia de la literatura española, tomo VIII, Madrid, Gredos, 1999, p. 658. Cabe
alegar que el autor no cita los escasos estudios que existen (Santiago Renard, La modalidad narrativa en
las novelas sociales de Vicente Blasco Ibáñez, Valencia, tesis doctoral inédita, 1993; Manuel Muñoz
Cortés, “Variedad regional, lengua vernácula y conflicto lingüístico en el Bilbao del siglo XIX y su función
en El intruso de Blasco Ibáñez”, en Cuadernos de Filología, Valencia, 1984, pp. 215-224; José Mª de
Areilza, “Cuatro libros sobre Bilbao”, en Revista de Occidente, 1985, pp. 65-82; Roland Forgues, “El
universo narrativo en las novelas sociales de Vicente Blasco Ibáñez”, en Letras de Deusto, vol. 8, nº 15,
enero-julio 1978, pp. 69-137), si bien rastrea en los artículos de crítica inmediata que provocó la obra en el
momento de su publicación. La Catedral (1903), El intruso (1904), La bodega (1904-1905) y La horda
(1905) integran el ciclo de novelas sociales, de “rebeldía”, o de la “segunda época” de Blasco, “a las que la
crítica se refiere siempre de pasada entre las páginas que comentan sus primeras obras”, afirma Blanco
Aguinaga (Juventud del 98, Madrid, Taurus, 1998, p. 200). Blasco abandona el espacio de la previa etapa
valenciana y localiza estas nuevas historias en distintas ciudades españolas: Toledo, Bilbao, Jerez de la
Frontera y Madrid, respectivamente. De ahí que otros estudios hablen de “las novelas de España”, en
oposición a las de regionalismo valenciano, y dividan la serie entre las obras de “protesta social” -las ya
citadas- y las “psicológicas” La maja desnuda (1906), Sangre y arena (1908), Los muertos mandan (1909)
y Luna Benamor (1909). Vid. Paul Smith, Vicente Blasco Ibáñez: una nueva introducción a su vida y obra,
Santiago de Chile, Andrés Bello, 1972. Hay una reciente edición crítica de La bodega a cargo de Francisco
Caudet (Madrid, Cátedra, 1998). En su citado trabajo, Blanco Aguinaga escoge asimismo La bodega de
entre las novelas de tesis para realizar un análisis más pormenorizado (pp. 214-225).
2 Como es sabido, dicho término aparece por primera vez en 1967 en el artículo “Bakhtine, le mot, le dialogue
et le roman”, recensión de Julia Kristeva a los precipuos trabajos de Mijail Bakhtine Problemas de la
Poética de Dostoievski y La obra de François Rabelais (Critique, 239, 1967, pp. 438-465; ha sido
difundido sobre todo en Sèméiotikè, Paris, Seuil, 1969, y existe traducción al español). Pocas acuñaciones
podrán jactarse de haber logrado en la nomenclatura teórica el gran éxito que cosechó ésta de
“intertextualidad” apuntada sin mayor énfasis por la semiótica búlgara: el uso y abuso de la voz desvirtuó
las primitivas connotaciones bakhtinianas (no poco contradictorias) otorgadas a ésta por la abstrusa
Kristeva, quien en los ochenta ya había decidido sustituirla por otra nueva, “transposición”. Para el
desarrollo del concepto de intertextualidad desde postulados latos de la polifonía, el dialogismo y la
sociología marxista hasta su aplicación mucho más restringida e inmanente por parte de Genette, Jenny,
Riffaterre o Plett, el último de los cuales sólo considera intertextual a la cita, vid. por ejemplo Fernando
Galván, “Intertextualidad o subversión domesticada: Aportaciones de Kristeva, Jenny, Mai y Plett”, en
Mercedes Bengoechea y Ricardo Sola eds., Intertextuality/Intertextualidad, Madrid, Universidad de Alcalá,
1997, pp. 35-77. Me decanto más por la opción de Cesare Segre, quien distingue entre intertextualidad -
exclusivamente formal- e interdiscursividad -más amplia (Teatro e romanzo, Turín, Einaudi, 1984). José
Enrique Martínez Fernández ofrece una de las monografías más recientes sobre el tema: La
intertextualidad literaria, Madrid, Cátedra, 2001.
3 En Estudios varios, Madrid, Gredos, 1985, pp. 707-731 (cito de p. 708).
4 “[...] aun cuando la lucha es desigual y el representante del progreso ilustrado es totalmente vencido, el final
de la novela nos muestra una sociedad que ha sufrido un choque”: “Consideraciones teóricas sobre
modelos novelísticos: a propósito de Turgeniev y Galdós”, en Galdós ante la literatura y la historia, Las
Palmas de Gran Canaria, Ediciones del Cabildo Insular, 1998, pp. 73-86 (cito p. 83); y en este mismo
Congreso Toni Dorca ha presentado Doña Perfecta como una negación del “cronotopo del idilio”
bakhtiniano. Entiéndase que utilizo los términos subrayados peripecia, situación y motivo con el sentido
específico que les confieren Boris Tomachevski (Teoría de la literatura, Madrid, Akal, 1982, p. 182 y ss) y
la retórica de la narración.
5 Justamente Pepe Novo fue el primer nombre que Galdós barajó para su personaje. Rodolfo Cardona,
“Introducción” a Doña Perfecta, Madrid, Cátedra, 1997, p. 20. En adelante siempre que cite la obra lo haré
por esta edición.
6 Historia y discurso. La estructura narrativa en la novela y en el cine, Madrid, Taurus, 1990, p. 163.
450
7 Hay excepciones tan notables como la célebre escena, a la que no asiste Pepe, en que doña Perfecta y don
Inocencio recaban toda su potencia suasoria sobre el estulto Caballuco y éste termina rompiendo la mesa
de un puñetazo. Aquí Galdós ofrece un buen ejemplo de la técnica que Gérard Genette bautiza como relato
reiterativo (Figuras III, Barcelona, Lumen, 1989) y que estriba en contar n veces en el discurso lo que tan
sólo sucedió una vez en la historia. El episodio en cuestión es presentado por el narrador omnisciente en los
capítulos XXI y XXII, y focalizado a través de la percepción distorsionada y onírica de Rosario en el
capítulo XXIV.
8 Para quienes aún se atienen a la distinción autor implícito/narrador enunciada por Wayne Booth en la
década de los 60 (Retórica de la ficción, Barcelona, Bosch, 1974), resultaría inexacto afirmar que Pepe Rey
es el vehículo de las ideas del narrador; de acuerdo con la sistematización y terminología del profesor de
Chicago, el personaje ejerce el papel de portavoz del “autor implícito”, es decir, de la mentalidad y el
espectro de ideas que subyacen al discurso.
9 Como señala Rodolfo Cardona (“Introducción”, p. 37n), Galdós introduce al personaje del teniente coronel
Pinzón en el capítulo XVIII precisamente para conseguir tal fin, esto es, para crear expectativas nuevas e
incentivar el suspense (figura retórica de la sustentatio), haciendo creer al lector que todavía es factible un
desenlace favorable a los legítimos deseos del héroe.
10 La crítica no se engaña tampoco respecto a esta actitud de Galdós, que atendiendo sólo a Doña Perfecta
podría parecer negativa frente al medio rural y laudatoria para con Madrid. Orbajosa conforma un espacio
simbólico antes que articular la oposición ciudad/campo, y Galdós en otras novelas se muestra tan cáustico
con Madrid y sus habitantes como lo fue con la tierra de los ajos; llega a fechar en “Madrijosa” una carta
escrita en el 96. El dato puede hallarse en Stephen Gilman, “Referencias clásicas en Doña Perfecta”, en
Galdós y el arte de la novela europea, 1867-1897, Madrid, Taurus, 1985, pp. 363-377 (p. 370), o en
Geoffrey Ribbans y J. E. Varey, Dos novelas de Galdós: “Doña Perfecta” y “Fortunata y Jacinta”,
Madrid, Castalia, 1988, p. 89.
11 Vid. Carlos Ollero, “Galdós y Balzac”, en Benito Pérez Galdós, Douglas M. Rogers ed., Madrid, Taurus,
1973, pp. 185-193. Señálese no obstante que el artículo comienza recordando la anécdota en que Galdós
cuenta que compró su primer ejemplar de Balzac en una librería de viejo del Sena en 1867, y que este
punto ha sido ya rebatido argumentalmente por la crítica: Juana Truel, “La huella de Eugénie Grandet en
Doña Perfecta” (Sin Nombre, 7, 3, 1976, pp. 105-115), pp. 105-106.
12 “De Trafalgar a Doña Perfecta”, en Galdós y el arte..., pp. 58-90, cita en pp. 72-73. Gilman remite además
al trabajo de Juana Truel.
13 “Doña Perfecta, de Galdós, y Padres e hijos, de Turgueneff: dos interpretaciones del conflicto entre
generaciones”, en Benito Pérez Galdós..., pp. 231-243 (cito pp. 235-238).
14 Gilman se muestra contrario a esta filiación, manifestando que “Galdós habría absorbido, transformado y
adaptado otros aspectos de haber leído una novela tan fascinante y compleja”: “De Trafalgar a Doña
Perfecta”, p. 72n. Cardona en su citado trabajo (1998) refuta argumentalmente la tesis de Chamberlin-
Weiner y alega como más plausible que fuese Turgeniev quien conociese Doña Perfecta (puesto que leía
español) y ésta calase en Tierra virgen, donde sí aparece un personaje, Valentina, que puede ser trasunto de
la viuda de Polentinos.
15 Señala Gilman: “Como observa también la profesora Truel, el empleo de este modelo no se agota con
Galdós. Pereda lo utiliza claramente para «replicar» a Doña Perfecta haciendo que el intruso procedente de
la ciudad traiga la corrupción a la inocente sociedad de «la Montaña». Fue ésta una réplica que no molestó
lo más mínimo a Galdós cuando Pereda se la leyó antes de publicarla”. “De Trafalgar... ”, p. 72n. Algo
parecido habría hecho previamente Galdós con Valera, según Vernon H. Chamberlin: “Doña Perfecta:
Galdós’ Reply to Pepita Jiménez”, en Anales Galdosianos, Pittsburg, 15, 1980, pp. 11-21.
16 Ulrich Leo, “Un caso de ramificación literaria”, en Rómulo Gallegos, estudio sobre el arte de novelar,
Caracas, 1954, pp. 73-98; Rocío Oviedo y Pérez de Tudela, “Doña Bárbara y Doña Perfecta. Un tipo de
novela”, en Las relaciones literarias entre España e Iberoamérica. XXIII Congreso del Instituto de
451
Literatura Iberoamericana, Madrid 25-29 de junio de 1984, Madrid, Universidad Complutense, 1987, pp.
375-385; Eduardo Agüero, “Doña Perfecta y La tía Tula: un análisis de dos matriarcas”, en Actas del
Congreso Internacional de Estudios Galdosianos, Las Palmas, 1980, vol. II, pp. 9-34; Linda C. Fox,
“Power in the Family and Beyond: Doña Perfecta and Bernarda Alba as Manipulators of Their Destines”,
en Hispanófila, Chapel Hill, 1985, núm. 85, pp. 57-75; Francis S. Heck, “Dos mujeres sin alma (La
Pharisienne y Doña Perfecta)”, en Duquesne Hispanic Review, 4, 1965, pp. 79-89; Lorenzo Rubio
González, “Consideraciones sobre Doña Perfecta de Galdós y otros personajes paralelos de textos afines”,
en Letras de la España Contemporánea, Alcalá de Henares, 1995, pp. 309-318. También hay trabajos que
buscan concomitancias entre Doña Perfecta y Los Pazos de Ulloa (Richard A. Curry, “Paralelismos de
estructura y tema en Doña Perfecta y Los Pazos de Ulloa”, en Actas del III Congreso de Estudios
Galdosianos, Las Palmas, Cabildo Insular, 1989, vol. II, pp. 113-121; o el muy interesante “Viaje y llegada
de Julián a los Pazos y otros viajes y llegadas afines”, de Anthony H. Clarke, en Estudios sobre Emilia
Pardo Bazán. In memoriam Maurice Hemigway, José Manuel González Herrán ed., Universidad de
Santiago de Compostela, 1997, pp. 67-84).
17 “Introducción”, p. 20n. Ha abundado sobre el tema en el presente Congreso.
18 Es pertinente apuntar que la obra de Galdós también ha sido estudiada desde una coordenada intertextual
por Germán Gullón en su trabajo “La batalla por la hegemonía discursiva: Doña Perfecta (1876)” (en La
novela del siglo XIX: estudio sobre su evolución formal, Amsterdam-Atlanta, Rodopi, 1990, pp. 49-64):
“El texto ficticio, por tanto, lleva inscrito otro texto -el intertexto-, dirigido por un sistema de valores
distinto, con el que entabla un diálogo, mediante -y en divergencia con él- irá haciéndose, labrando su
perfil. [...] Las palabras y opiniones del narrador y de Rey, el protagonista, constituyen el texto; lo dicho
por los habitantes de Orbajosa, significativamente Perfecta Rey, viuda de Polentinos, y el canónigo don
Inocencio Tinieblas, contiene el intertexto, la oposición ideológica y discursiva intratextual a lo narrado en
el texto dominante. [...] El subtexto de una novela [...] lo compone el crítico con cuanto quedó sin expresar,
lo tácito, que informa a lo dicho vía su consciente exclusión” (pp. 54 y 62). La noción de intertexto así
aplicada por Gullón se asemeja al “texto pseudoobjetivo” de Bakhtine (Teoría y estética de la novela,
Madrid, Taurus, 1989, p. 122), en tanto que el subtexto puede equivaler a la prehistoria (concepto de
Vorgeschichte de Tomachevski) de la novela, o de forma más amplia, a la elipsis funcional (vid. mi
artículo “La elipsis no temporal: tipología en las literaturas europea y americana”, en Homenaje a la
Profesora Carmen Pérez Romero, Cáceres, Universidad de Extremadura, 2000, pp. 233-248).
19 De su encuentro con Zola en 1902 tiene Blasco este encendido recuerdo: “Cada hombre siente su idolatría.
Yo he visto soberanos y aspirantes a reyes por los que se exterminaron miles de hombres en los campos de
batalla y su presencia sólo ha despertado en mí un compasivo desprecio para los que se entusiasmaban con
los prestigios del nacimiento [...] Y, sin embargo, la adoración idolátrica, el anonadamiento admirativo
surgió en mí en presencia del escritor”; José Luis León Roca, Crónicas de viaje de Vicente Blasco Ibáñez,
Valencia, p. 253. El novelista valenciano restringe sin embargo a sus primeras novelas el débito literario
con Zola. Vid. la carta reproducida en Julio Cejador y Frauca, “Vicente Blasco Ibáñez”, en Historia de la
lengua y literatura castellana. Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Madrid, 1918, IX, pp. 467-480.
Sería tarea prolija consignar aquí cuanto se ha escrito sobre este tema; me limito a señalar algunos títulos:
Katherine Reding, “Blasco Ibáñez y Zola”, en Hispania, VI, 1923, pp. 365-371; Annedörte Greiner,
Vicente Blasco Ibáñez. Der Spanische Zola?, Jena, Universitätsbuchdruckerei, 1932; César Barja, Libros y
autores modernos. Siglos XVIII y XIX, Los Ángeles, Campbell’s Book Store, 1933, pp. 398-405; José A.
Balseiro, Blasco Ibáñez, Unamuno, Valle-Inclán y Baroja. Cuatro individualistas en España, Chapel Hill,
University of North Carolina, 1949, pp. 13-21; Sherman H. Eoff, El pensamiento moderno y la novela
española, Barcelona, Seix Barral, 1965; Walter T. Pattison, El naturalismo español, Madrid, Gredos, 1965;
Rafael Pérez de la Dehesa, “Zola y la literatura española finisecular”, en Hispanic Review, 39, enero de
1971, pp. 49-60.
20 Antes de Zola, su ídolo fue Víctor Hugo. Como de todos es sabido, Blasco se formó en el folletín en su
juventud -casi mejor diríamos adolescencia- como amanuense y a veces negro de Fernández y González, y
al evolucionar devino en una constelación de ingredientes románticos, naturalistas y modernistas que en la
praxis se avienen pero que a priori parecen casar mal. Así lo vio Rafael Conte en “Vicente Blasco Ibáñez:
lecciones para un centenario”, en Cuadernos hispanoamericanos, IV, 1967, pp. 507-520: “Blasco es un
producto híbrido, epígono del naturalismo, adorador del romanticismo, y que floreció en la etapa
modernista [...] En el fondo era un romántico que utilizaba las técnicas del naturalismo” (p. 518).
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21 Las analogías con Zola son anotadas por Katherine Reding. Vid. también A. Grove Day y Edgar Knowlton,
Vicente Blasco Ibáñez, New York, Twaine Publishers, 1972, nº 235; Jeremy T. Medina, The Valencian
Novels of Vicente Blasco Ibáñez, Valencia-Chapel Hill, 1984; Paul C. Smith, op. cit., p. 18. Tomo otros
datos del mismo autor en Vicente Blasco Ibáñez: a Critical Survey of the Novels from 1894 to 1909,
Berkeley, Universidad de California, tesis doctoral, 1964, apud Santiago Renard, op. cit., pp. 63-79. Vid.
también Pura Fernández, “Vicente Blasco Ibáñez”, en Historia de la literatura española. Siglo XIX (II),
Leonardo Romero Tovar ed., Madrid, Castalia, 1998, pp. 761-767.
22 Estos paralelos de Entre naranjos captados por diversos autores, entre otros Day-Knowlton, son recogidos
por Alborg en op. cit., pp. 577 y 587.
23 Vid. Mª Ángeles Hermosilla Álvarez, “Sobre la imitación literaria: Baroja y Blasco Ibáñez”, en Alfinge, IV,
1986, pp. 157-179.
24 Estrenado en 1985 (diez años antes, por tanto, de la publicación de La bodega), ocasionó un escándalo no
inferior al de la Electra galdosiana (1901), y fue enarbolado al igual que ésta como bandera del teatro
engagé más liberal e irreligioso. Electra -otra obra de protagonista ingeniero- es elogiada por Blasco
Ibáñez con el entusiasmo que puede suponerse: Sebastián de la Nuez y José Schraibman, Cartas del
archivo de Galdós, Madrid, Taurus, 1967, pp. 125-139. Para las semejanzas de La bodega con Juan José y
Fuenteovejuna, vid. Santiago Renard, op. cit., p. 275. Asimismo Peter Vickers halla paralelismos entre el
ciclo de las novelas de tesis y “el material explotado años antes por Fernández y González en su obra La
honra y el trabajo. Historia de las clases trabajadoras (1867)”, así como entre “Les Trois Villes de Zola y
las cuatro situaciones geográficas presentadas por Blasco”. “Blasco Ibáñez y las novelas «sociales», 1903-
1905”, en Congreso Internacional Vicente Blasco Ibáñez, 1898-1998. La vuelta al siglo de un novelista,
Generalidad Valenciana, Consejería de Cultura y Educación, Juan Oleza y Javier Lluch eds., 2000, pp.
464-471. Cito de pp. 466 y 470.
25 El parecido es leve, como dice Paul Smith al mencionarlo (op. cit., pp. 28 y 29). No consiste sino en que la
pareja de enamorados de la novela corta de Blasco está constituida por un judío y un gentil, y que en razón
de tal diferencia religiosa no pueden casarse.
26 Renard, op. cit., pp. 210-212. Esta tesis inédita es el único trabajo por mí conocido que analiza la novela
con profundidad.
27 Renard también se ha ocupado de estas cuestiones, en las que yo no puedo demorarme, así como de los
correlatos funcionales de la figura de Aresti en las otras novelas de tesis.
28 Op. cit., pp. 658-665.
29 Madrid, 1969, tomo I, pp. 1071-1214. En todas las ocasiones citaré por aquí.
30 En lo que se refiere a su pertinencia, Renard contempla el episodio como símbolo “del esfuerzo sin
desmayo [del obrero sobre el capitalismo] con la meta puesta en el triunfo a largo plazo, sin la ansiedad de
la victoria inmediata que conduce normalmente a la derrota” (p. 272). Es la fábula de la tortuga y la liebre
aplicada a dos barrenadores y, según Renard, al empuje de las fuerzas revolucionarias.
31 “-A ti, sí [hablando con Sánchez Morueta] -dijo el médico con energía -. A ti deben preocuparte [los
jesuitas]. Crees que vives fuera de su influencia porque no vas a misa ni te tratas con los curas; pero todo
llegará. Tú irás, y hasta es posible que te arrodilles ante algún confesonario de la iglesia de los jesuítas
[sic]/ - [...] Aquí no entrarán, por más que se empeñen. [...] ¿Tienes noticia de que vengan a visitarnos esos
señores de la Residencia?/ -No, no vienen -dijo Aresti sin abandonar su gesto irónico-. ¿Y para qué habían
de venir? Hace tiempo que están dentro: no necesitan de tu permiso... ¿A quién habían de buscar en tu
casa? ¿A tu mujer y a tu hija? Ya les ahorras tú esa molestia enviándolas a donde ellos las aguardan. Les
cierras las puertas de tu hotel; pero les entregas la familia... [...] leí un drama en francés y me acordé de ti.
Era La intrusa, de Maeterlinck. [...] La Intrusa [...] es la Muerte, que entra en las casas sin que nadie la vea;
pero todos sienten los efectos de su paso” (pp. 1122-1123). Escribe Renard: “El significado del título
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encuentra su reflejo en distintas aplicaciones. Si bien es innegable que el intruso principal es la Compañía
de Jesús, apoderándose de la vida de Sánchez Morueta, hay otras variantes en la aplicación del término. En
este caso, para los nacionalistas el problema son los intrusos venidos a Vizcaya desde distintos lugares de
Maketania”. Op. cit., pp. 221-222n. Aún cabe señalar cómo Sánchez Morueta llega a ser un intruso en su
propio palacio, con su familia legítima, y sólo se siente en su auténtico hogar en el hotel que le ha puesto a
Judit, con el hijo que ella le hace creer que es suyo. Pero tales interpretaciones del paratexto desde luego no
están apuntadas por el autor ni aun implícitamente.
32 Sobre la prosopografía del clérigo vid. Antonio Savador Plans, Baroja y la novela de folletín, Cáceres,
Universidad de Extremadura, 1983, pp. 73-74.
33 “-[Sánchez Morueta] Pero, ¿aún crees tú, Luis, en esa leyenda de los jesuítas [sic] tenebrosos cometiendo
los mismos crímenes que ellos atribuyen a los masones? [...] Sólo aquellos progresistas cándidos y heroicos
de otros tiempos podían ver la mano del jesuíta [sic] en todas partes y creer en sus venenos y puñales” (p.
1121. Cfr. Renard, 244-246). Recuérdese que al padre Claudio de La araña lo envenenaron sus hermanos
nada menos que con el vino de la consagración. Blasco era consciente de que detalles como éste tenían que
echar por tierra todo atisbo de verosimilitud, pero algunos resabios de ellos, como vemos, aún perduran en
El intruso.
34 Así lo señala, por ejemplo, José Mª Fernández Cardo: “Las operaciones genéricas de asimilación y
transformación engloban dos aspectos fundamentales en este tipo de prácticas intertextuales: lo que el texto
singular toma del o de los precedentes y lo que cambia. El por qué lo toma y lo cambia, el dónde y cuándo
lo toma y lo cambia, el para qué y el para quién constituyen toda una serie de circunstancias adjetivas que
muchas veces adquirirán el rango de sustantivas en prácticas concretas”. “Literatura comparada e
intertextualidad”, en Lingüística española actual, VIII/2, 1986, pp. 177-185, cito pp. 182-183.
35 Cfr. Renard, op. cit., y “Uso y función del estilo indirecto libre en la narrativa de Blasco Ibáñez”, en
Congreso Internacional Vicente Blasco Ibáñez, 1898-1998. La vuelta al siglo de un novelista, Generalidad
Valenciana, Consejería de Cultura y Educación, Juan Oleza y Javier Lluch eds., 2000, pp. 947-959.
36 Como dijo Ricardo Gullón, “El Quijote del mundo moderno, especialmente en España, había de ser un
ingeniero, un técnico decidido a transformar científicamente la patria, creando en ella riqueza y
prosperidad que traerán bienestar” (Técnicas en Galdós, Madrid, Taurus, 1970, p. 43).
37 Galdós I, Madrid, Castalia, 1980, pp. 179-180.
38 Si nos guiásemos por la sistematización de Edwin Muir, habría que encuadrar a Pepe en la “novela de
acontecimientos” (Novel of Action), esto es, aquélla en que los personajes están supeditados al interés de la
acción y no a la inversa, como ocurre en las “novelas de personaje” (Novel of Character). Existe una
tercera categoría, la “novela dramática” (Dramatic Novel), que representa la unión indisociable de
personajes e historia en virtud de un estricto círculo de causalidad interna. The Structure of the Novel,
Londres, Chatto&Windus, 1957.
39 Tras alguna sucinta alusión al personaje en la comida del 19 de marzo, la presentación de Sanabre corre a
cargo del narrador omnisciente en el capítulo IV. Cito a modo de muestra: “Su jefe era Fernando Sanabre,
el cual, mostrando una memoria prodigiosa, conocía a todos los trabajadores, llamándolos por sus nombres.
Cuando ellos veían a don Fernando en los talleres, les parecía el trabajo menos pesado y procuraban que su
tarea fuese más rápida, como si el ingeniero pudiera apreciar inmediatamente el fruto de sus esfuerzos [...]
La sencillez de su trato, la dulzura de sus palabras, aquella sonrisa espontánea, reflejo de un carácter recto,
transparente y sin dobleces, cautivaban a estos hombres [...]” (p. 1129).
40 Vid. Nöel M. Valis, “El significado del jardín en Doña Perfecta de Galdós”, Actas del Séptimo Congreso
de la Asociación Internacional de Hispanistas celebrado en Venecia del 25 al 30 de agosto de 1980,
Giuseppe Bellini ed., Roma, Bulzoni, 1982, pp. 1031-1038.
41 Como no ha dejado de notar Claire-Nicole Kerék, el autor da a su protagonista la edad que él tenía en
aquella época (“Le personnage de Pepe Rey dans Doña Perfecta de Pérez Galdós”, en Hommage à
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Georges Fourrier: Annales Littéraires de l’Université de Besançon, París, Les Belles Lettres, 1973,
pp. 209-233, p. 214). Esta empatía de Galdós hacia el personaje puede explicar que el narrador llame tantas
veces “el joven” a un hombre de treintaicuatro años de edad.
42 “Doña Perfecta, de Benito Pérez Galdós, como novela de tesis”, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez
Pelayo, 55, 1979, pp. 107-146, especialmente pp. 126-127. Acerca de la formación krausista y científica de
Pepe cfr. también Germán Gullón, cap. cit.
43 “Sanabre recordó un momento a Fausto en el jardín de Margarita. Otra muchacha inocente, aunque menos
apasionada que la burguesilla germánica, le preguntaba a él en el jardín cuál era su religión. Sintió
impulsos de romper en un himno a las creencias humanas, como el fantástico doctor. Pero el miedo al
ridículo le contuvo [...] /-Sí, mi vida, tengo religión -dijo evasivamente-. Creo que el hombre debe ser
bueno y feliz sobre la Tierra [...]” (p. 1151).
44 Los críticos de Doña Perfecta han hecho notar desde siempre este aspecto. Vid. Ricardo Gullón, op. cit., p.
49; Montesinos, op. cit., p. 189; Germán Gullón, cap. cit., pp. 60-61.
45 Vid. Rolf Eberenz, Semiótica y morfología textual del cuento naturalista: Emilia Pardo Bazán, Leopoldo
Alas “Clarín”, Vicente Blasco Ibáñez, Madrid, Gredos, 1989.
46 Para el concepto de mise en abîme, vid. Lucien Dällenbach, El relato especular, Madrid, Visor, 1991, o
Miguel A. García Peinado, Hacia una teoría general de la novela, Madrid, Arco/Libros, 1998,
pp. 284-289. Escribe M. Bal: “Cuando el espejo se dé cerca del principio, el lector podrá, a partir de este
texto, predecir el final de la fábula básica” (Teoría de la narrativa, Madrid, Cátedra, 1985, p. 151). La
historia de la serpiente Sancha en Cañas y barro desempeña también una función precursora y especular.
47 Este desairado papel en Gloria es asumido por Rafael de Horro (vid., por ejemplo, Pilar Aparici Llanas, Las
novelas de tesis de Pérez Galdós, Barcelona, C.S.I.C., 1982, p. 302), y notemos que su apellido se parece
mucho a “horror”. Ello puede no ser casual habida cuenta del uso predestinante de los nombres propios
galdosianos.
48 Parece que Blasco Ibáñez se inspiró para la creación de esta figura, como para otras de sus novelas de tesis,
en un personaje real, en este caso un tradicionalista llamado Urquijo. Así lo señala Forgues en “El
universo narrativo...”, art. cit. en nota 1. Sobre la condición de estas obras sociales como romans à clef,
vid. también Ricardo Senabre, Literatura y público, Madrid, Paraninfo, 1986, pp. 30-32.
49 ¿Podría tener Galdós in mente el primer final de la novela cuando otorgó el don de la belleza a su
protagonista? Parece probable que el desenlace en que la digna Doña Perfecta se promete en matrimonio
con el imberbe Jacinto fuese del todo improvisado, aunque críticos del fuste de Germán Gullón reivindican
hasta cierto punto la plausible validez de la siempre vituperada versión primera. “Influencias socioculturales
en la narrativa de Galdós”, en Actas del V Congreso Internacional de estudios galdosianos, Las
Palmas de Gran Canaria, 1992, pp. 329-339, y “La vida en la novela”, en La novela en libertad, Zaragoza,
Anexos de Tropelías, 6, 1999, pp. 57-76.
50 Aduzco sólo a título de ejemplos: “«Déjame, Luis -decía su esposa-; mañana tengo comunión en las Hijas
de María, y necesito hacer examen de conciencia». Otras veces era Cuaresma, y el ayuno se hacía
extensivo a la vida conyugal” (p. 1106). “¡Cuántas veces Sánchez Morueta se había visto rechazado por
Cristina, porque era Cuaresma o estaba ella en vísperas de un comunión aparatosa!...” (p. 1116).
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