LAS LECTURAS DE PEPE GARCÍA FAJARDO
Leonardo Romero Tobar
Saber lo que leen los personajes de las novelas es uno de los mejores medios para
conocerlos tanto en su caracterización individual como en el papel que representan en la
estructura narrativa. A este propósito, y hablando de los personajes galdosianos, viene
rápidamente a la memoria el artero capítulo de Rayuela en el que se alternan los comentarios
de Horacio Oliveira sobre las lecturas de la Maga y los primeros párrafos de Lo prohibido, un
“collage” comentado por bastantes críticos y en el que se pueden verificar las dos funciones
que acabo de señalar.1
La crítica no había ignorado que muchos personajes de las novelas modernas, además de
otras múltiples acciones propias de la vida cotidiana, dedicaban algún tiempo de su vivir a la
lectura. Identificar el autor o el texto a que se aludía en el relato solía ser la contribución
exegética del editor o el comentarista. El traspaso de la metodología aplicada en los estudios
sobre historia de la lectura a la interpretación de los personajes novelescos que leen ha
modificado sustancialmente la limitada perspectiva que suponía el muchas veces laborioso –y
siempre simplicísimo ejercicio hermenéutico– de identificación de los textos leídos por los
personajes de las novelas. El libro, el folleto, la revista o el periódico, leídos o poseídos, valen
como marca de caracterización social e individual tanto como los rasgos que tradicionalmente
han servido para caracterizar a los personajes literarios.
Ahora bien, si este rasgo de caracterización añade valor significativo al texto narrativo, su
aplicación es susceptible de recibir una tercera dimensión mucho más enriquecedora. Con ella
se trata de interpretar la dinámica transformadora que las lecturas –del mismo modo, o más
intensamente aún que cualquier otra peripecia argumental– provocan en los personajes. Y a
este propósito sólo es preciso evocar la capacidad transformadora que la lectura de los libros
de caballerías y la de su propia aventura caballeresca provocan en el hidalgo manchego
inventado por Cervantes.2
Observo en la crítica galdosista escasa atención a esta perspectiva crítica y mínimo afán
teórico a la hora de sistematizar lo que se ha podido decir sobre las lecturas de los personajes
creados por el novelista canario.3 Las aportaciones más frecuentes se reducen –e insisto en el
valor positivo de estas anotaciones– a las identificaciones de lecturas o las citas que hacen los
personajes; aportaciones que han sido notables para los textos cervantinos y reducidas para
otros textos y autores.4 Quedan, pues, muchos territorios pendientes de indagación en lo que
se refiere a las lecturas de los personajes galdosianos, territorios que comprenden los modos y
hábitos de lectura de los personajes, los textos antiguos y del Siglo de Oro español que
frecuentan, sus lecturas de los contemporáneos y de los autores de otras literaturas… y, por
modo eminente, las lecturas de personajes que sirven para re-escribir las que habían sido
lecturas de ellos mismos o de otros, en nuevos estados de ánimo y nuevas circunstancias: la
persecución de las huellas de los textos en los textos que son los personajes. Como primera
aplicación de este ambicioso programa de trabajo, esbozo aquí un breve plano interpretado de
las lecturas realizadas por José García Fajardo.
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El personaje García Fajardo
Benjamín de los García, la familia de Atienza que encabezan el honrado Contador de la
Subalterna don José y la devota doña Librada, para Montesinos “es una de las figuras más
amables de los Episodios”; emparejable con el joven Valera que escribía las “cartas desde
Rusia”, su vida en Madrid “es la de muchos señoritos pobres y pretenciosos, con ambiciones
que son de la materia de los sueños, y nunca consiguen uncir la voluntad al yugo de una labor
necesaria”.5 Para Lieve Behiels “Fajardo es un observador curioso, inteligente, con una vida
social intensa y acceso a múltiples fuentes de información. Pero es irreflexivo, algo ingenuo y
no tiene voluntad”.6 Para mí, además de lo dicho, es un tipo humano que, como tantos
personajes de Galdós, reproduce el modelo quijotesco del lector, pero un lector que cambia la
ilusión de la épica caballeresca por la des-ilusión de la prosa en la vida cotidiana. El sentido
último que este diseño cumple en la economía narrativa de la cuarta serie no se le oculta a
ningún lector de los Episodios, en los que resulta tan patente la presencia del modelo narrativo
del relato de los años de formación (Bildungsroman).
Este personaje, epónimo de un grupo social y de una época histórica, es el hilo conductor
de la cuarta serie, si bien su papel de protagonista sólo es punto focalizador en las tres novelas
narradas por él mismo: Las tormentas del 48, Narváez (ambas de 1902) y La revolución de
julio (1904). En estas tres novelas García Fajardo lee libros diversos, escribe sus memorias
(incluso, comienza la redacción de un diario), pero también oye la lectura de textos escritos
por otras personas, textos que suelen ser cartas privadas. La polaridad leer/oir sólo responde,
en su caso, a situaciones variadas de comunicación que no analizaré aquí. Pero sí quiero dejar
establecido como punto de partida la coincidencia de que este personaje centra la trama
histórico-novelesca de la serie y es, al mismo tiempo, el tipo humano de mayor curiosidad
lectora entre todos los que en ella aparecen.
Como suele ser rasgo común en la caracterización de la gran masa de los entes ficticios
ideados por Galdós, la lectura –en el caso de los personajes alfabetizados– se limita al
consumo de la prensa periódica, de las novelas de folletín7 y de los textos profesionales
(textos jurídicos leídos por abogados, impresos devotos consumidos por clérigos, etc.). Esta
verificación confirma las investigaciones empíricas sobre propietarios de libros y textos
impresos que han ofrecido los investigadores de las prácticas lectoras en la España del siglo
XIX.8 En las novelas narradas por García Fajardo podemos encontrar una muy aceptable
reconstrucción de lo que debió de ser el clima de efervescencia periodística que precedió y
siguió a la “revolución” de 1854. Fajardo caracteriza al lector medio de opinión conservadora
con abundantes referencias a la lectura de El Heraldo, el periódico de Sartorius que se publicó
entre 1842 y 1854; dice, por ejemplo, de su propio padre:
Moderado acérrimo, el buen señor ponía sobre su cabeza, después de Narváez al gran
Sartorius, que a todos nos protegía, y suscrito al Heraldo, se lo leía enterito desde el
artículo de fondo hasta el pie de imprenta final, sin omitir los anuncios y el folletín,
que era en aquellos días Las memorias de un médico, por Alejandro Dumas (…). Lo
que no nos decía el Heraldo (que los papeles sólo nos dan la corteza y rara vez la
miga del pan público) lo sabemos por cartas que mi hermano Ramón recibía de
Agustín (…).9
También reconstruye vívidamente las publicaciones clandestinas de las que aún poco
sabemos, como la hoja que se tituló El Murciélago (La revolución de julio, cap. II) o la más
conocida publicación antiprogresista El Padre Cobos (O’Donnell, cap.V y siguientes) y
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resume con mano maestra la persecución a los periodistas de oposición en los inicios de La
revolución de julio:
Previa declaración del estado de sitio, la Policía echó su red para pescar a los
periodistas de oposición y a los directores de los diarios de más ruido. Cayeron
Rancés y López Roberts de El Diario Español, Galilea de El Tribuno, y Bustamante
de Las Novedades. Los cuatro fueron inmediatamente empaquetados para Canarias
(…). No han sido habidos Fernández de los Ríos, ni Montemar, ni Romero Ortiz, ni
Barrantes, de Las Novedades; volaron también Coello de La Época y Lorenzana de
El Diario Español (…).10
García Fajardo durante los años de su formación –Las tormentas del 48– es un lector
omnívoro; desde el momento en el que comienza su instalación social no sólo disminuye la
cantidad de sus lecturas sino que, además, las va restringiendo en consonancia con la
domesticación ideológica que experimenta, puesto que, según confiesa en La revolución de
julio: “¡Yo, que tan dolorosamente me burlé de la llamada Economía Política, negándole
títulos y honores de ciencia, ahora ved cómo me vuelvo economista, económico o como
queráis llamarme ¡Fatal evolución, radicales mudanzas del hombre dentro del curso de su
propia existencia, tan sólo por las misteriosas transfusiones del oro de bolsillo a bolsillo!”.11
Este cambio de comportamiento corre en paralelo con su condición de redactor de un texto
autobiográfico y de oyente de una crónica singular –la Historia lógico-natural de España–
cuya redacción realiza el pintoresco “historiador” Santiuste, alias “Confusio”, un personaje
que “no escribe la historia, sino que la inventa, la compone con arreglo a la lógica, dentro del
principio de que los sucesos son como deben ser. Anteayer me leyó un capítulo –enuncia
Fajardo, a la sazón marqués de Beramendi– que me hizo morir de risa”.12 La polaridad “leer/
oir” termina decantándose por el segundo factor, lo que debe ponerse en relación con la teoría
de la Historia que sostiene el propio García Fajardo y con la función simbólica en la que le
termina envolviendo el proceso novelesco.
La reconstrucción artificiosa del pasado por medio de los recursos de la erudición es un
mal procedimiento de escribir Historia. El entusiasta hidalgo don Buenaventura Miedes, sabio
en las antigüedades de Atienza, es prototipo de la indagación histórica perdida en las minucias
inútiles; el sinsentido de una existencia entregada a la inerte acumulación de naderías cobra
vida en la visión fantástica que tiene García Fajardo al visitar su biblioteca:
Imposible describir el caos de aquel local, émulo del caos la víspera de la creación.
Los libros debían de ser semovientes, y en el silencio de la noche se pondrían todos
en marcha, subiéndose y bajándose de estantes y mesas y del techo al suelo, como
ratones sabios o cucarachas eruditas que salieran a pastar polvo. Los grandes estaban
sobre los chicos, y algunos, abiertos, yacían hojas abajo sobre el suelo, mientras
otros, hojas arriba, aleteaban subidos a increíbles alturas (…).13
Y, si la posteridad es la destinataria de los escritos autobiográficos del joven atienzano y a
ella se dirige con ímpetu exaltado en los arranques de Las tormentas del 48 y de Narváez,14 no
es menos cierto que según avanza la segunda novela van perdiéndose las apelaciones a la
venerable figura hasta llegar, en La revolución de julio, por ejemplo, a afirmaciones
desposeídas ya de todo énfasis retórico: “a instancias de mi mujer, intento reanimar mi
espíritu con el enredo de contarle cositas a la posteridad”.15
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El presente es, en último término, el horizonte vital que interesa al joven arribista, ya que
en esa referencia inmediata es donde puede ahondar en la Historia viva de los pueblos. En la
conclusión de Narváez, un abrumado García Fajardo que ha sido testigo directo de un
episodio político de crónica estupefaciente –el episodio que se conoce como el “ministerio
relámpago”– dialoga con su mujer sobre el auténtico agente de la Historia, identificada con la
“intrahistoria” a la que Unamuno había dedicado páginas inolvidables pocos años antes:16
No pienso yo en lenguas sabias; ni el arte mío perdido es la escultura ni la música, ni
la poesía; es la historia interna y viva de los pueblos… Esa historia no puedo
escribirla… Para conocer sus elementos necesito vivirla, ¿entiendes? Vivirla en el
pueblo y junto al Trono mismo. ¿Y cómo he de estudiar yo la palpitación nacional en
esos dos extremos que abarcan toda la vida de una raza?… ¿No ves que es
imposible? El ideal de esa historia, me fascina, me atrae…, pero ¿cómo apoderarme
de él? Por eso estoy enfermo; mi mal es la perfecta conciencia de una misión, llámala
aptitud, que no puedo cumplir…17
¿Qué lee García Fajardo?
Si la idea de la Historia que postula nuestro personaje no responde a las concepciones
fosilizadas que eran frecuentes en la España del siglo XIX, tampoco su biblioteca personal es el
resultado de la acumulación arqueológica de textos eruditos y extravagantes, como la del
benemérito Miedes en la que Fajardo bucea durante algunos días para encontrar “un discurso
de tesis escolástica (Alcalá, 1801), una epístola en ripiosos tercetos Contra el vicio de hablar
y vestir a la francesa (1823), un extenso alegato refutando las crónicas que atribuyen la
fundación de León al rey egipcio Mercurio Trimegisto (…)”.18 Sus lecturas, por el contrario,
son la prueba de una viva curiosidad por las cuestiones más pungentes de la cultura
contemporánea.
Nuestro personaje ha tenido una etapa de intensa lectura en su temporada italiana tanto en
la relación de estímulo político moral que le traen sus compañeros de estudios como en la
mucho más encarnada actividad lectora vivida a dúo con la Barberina. Los primeros le
aportan las inquietudes de un catolicismo liberal poco frecuente en España –el de Manzoni y
Gioberti,19 la familiaridad con las óperas de Verdi y el conocimiento de libros filosóficos
como las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menscheit de Herder y De l’Humanité, de
son principe et de son avenir de Pierre Lerroux20 además de los escritores italianos
contemporáneos Foscolo, Pellico, Balbo, Cantú. Gracias a las lecturas con la bella muchacha,
el seminarista conocerá a novelistas y poetas que le sitúan en el palpitar vivo de la existencia:
Manzoni, Monti, Alfieri, Leopardi, Rousseau.21 Las tormentas marítimas que sufre a su
regreso a España no son sólamente el símbolo claro de las conmociones europeas del año 48 y
de los tártagos que van a aquejarle en su asentamiento social sino, además y por modo
sintomático, sirven para exhibir el catálogo abreviado de las lecturas que él había reservado
para su biblioteca, una biblioteca entreverada de cultura romántico-liberal y cultura de la
Ilustración dieciochesca.
Los tomos de la Storia d’ogni Letteratura, del abate Andrés, y el Primato degli
italiani de Gioberti, están caladitos hasta las costuras del lomo; mejor han librado
Gibbon, Ugo Foscolo, Pellico, Cesare Balbo y Cesare Cantú, con gran parte de sus
hojas en remojo. Helvecio se puede torcer y Condillac se ha rebandecido…22
Esta etapa central en la educación de su mente y sensibilidad tiene un contrapunto en la
lectura de las cartas que le escribe su madre, unas cartas entreveradas de simplicidad y buen
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sentido que García Fajardo decide consignar también para la posteridad, puesto que las inserta
copiadas en el texto de sus memorias: “Por indiscutible derecho de lógica primacía,
corresponde este lugar a la carta de mi madre, recibida hoy, y cuyos párrafos culminantes
copiaré para mi vergüenza y edificación de los que me leyeren”.23
Las lecturas literarias realizadas en compañía de la Barberina –”la estrella más brillante de
la Osa Mayor”– han supuesto la primera educación sentimental del personaje que, más tarde,
en Madrid, se desarrollará en aventuras más tormentosas. Lo que este episodio sentimental
tiene de síntoma italianista en la obra narrativa de Galdós lo he destacado, a la zaga de
Gonzalo Sobejano, en otro trabajo,24 si bien la alusión a las lecturas italianas aparecen también
aludidas en otras situaciones que perfilan de la personalidad de García Fajardo, como en esta
advertencia que le hace el general Narváez:
… Me habían asegurado que tiene usted mucho talento; que desde su más tierna
infancia no hizo más que tragar libros y librotes, y que en Roma todas las bibliotecas
eran pocas para usted. Eso me habían dicho y lo creí; pero ahora, a los que me
trajeron la copia del niño Beramendi o Fajardo, tengo que decirles que me devuelvan
el dinero…, porque resulta que usted sabe de estas cosas lo mismo que yo; total,
nada; que en usted, como en mí, todo es un sentimiento, un deseo, una ensoñación y
nada más.25
Ahora bien, las lecturas de Fajardo no son exclusivamente las que realiza él solo y en voz
baja. Tan importantes como las hechas en esas condiciones son las que verifica en
comunicación con otra persona, ya sea la Barberina, sus amigos italianos o su esposa
española.
Por de pronto, él es el lector inmediato de sus propias memorias y de las cartas que recibe
de las gentes más próximas a él. Una vez casado y situado en el ámbito de la clase dominante,
va olvidando su intensa dedicación lectora autónoma26 para compartirla con María Engracia
Emparán, su esposa y co-lectora de los textos escritos por él mismo y por las personas de su
entorno.27 La biblioteca moderna de la humanidad se ha transformado –igual que el
personaje– en una plática de familia burguesa, realidad inmediata de la que García Fajardo no
puede sustraerse. Las lecturas, desde Narváez, se van reduciendo a los flecos líricos que a
veces reproduce su memoria,28 singularmente aguda cuando se identifica con las lecturas de
un marginal anómico que ha sido capaz de atentar contra Isabel II, la mujer que representa al
Estado, el regicida Martín Merino: “Como él, he tenido yo siempre marcada predilección por
la sátira X de Juvenal (…). Aún puedo recitar algunos trozos, y, entre otros, el que dice: Ad
generum Cereris sine coede et vulnere, pauci/ descendunt reges, et sicca morte tyranni. Yo lo
traducía de este modo: Pocos los reyes, pocos los tiranos/ son que a los reinos de Plutón
descienden/ sin ser heridos por un puñal aleve”.29
Con todo, el momento más significativo en ese camino del lector-escritor que en el curso
de su metamorfosis se va aproximando a un don Quijote templado por el escepticismo de la
experiencia cortesana, es el momento de La revolución de julio en el que se narra su
enfermedad y la terapéutica liquidación a la que es sometida su biblioteca:
En aquellos trances me vino una crisis de flojedad de todo mi cuerpo y de fatigas
intensas, que me tuvieron preso y encamado largos días; y en lo que duró mi
inquietud hubo tiempo sobrado para que María Ignacia y doña Visita (…)
discurrieran algo semejante a lo que el ama y la sobrina de don Quijote imaginaron
para cortar de raíz el morboso influjo de los libros de caballerías. Registraron mi
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cuarto, y una vez sustraídos bastantes libros de los que más me deleitaban, abrieron
con traidora llave uno de los cajones en que guardaba yo mis papeles, y todo lo que
allí encontraron perteneciente a mis Memorias fue reducido a cenizas.30
El acto de leer y las lecturas que frecuenta definen a un personaje en el que Galdós
depositó el peso de la prueba sobre la época histórica reconstruida en la cuarta serie de los
Episodios. En esta misma serie, sin ir más lejos, podemos encontrar otras muchas anotaciones
sobre lecturas de otros personajes y, al mismo tiempo, la reiteración de venerables imágenes
que identifican el universo con un libro y la lectura con una experiencia de viaje y autoconocimiento.
31 Quede su análisis para otra ocasión y, ahora, para concluir esta breve
excursión por un terreno en el que la crítica deberá indagar con detenimiento, recuerdo la
imagen baudeleriana con la que el narrador identifica a ese personaje inolvidable que es
Teresita Villaescusa:
Era un libro de poesía incomparable, tan superior en los pasajes de absoluta seriedad
como en los amenos y graciosos…; libro satánico, encuadernado en piel de
serafines.32
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NOTAS
1 “En setiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento/ Y las cosas que lee, una novela, mal escrita,
para colmo/ de mi padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos/ una edición infecta, uno se
pregunta cómo puede interesarle/ a otra casa extractora de Jerez tan acreditada como la mía;/ algo así (…)”
(cito por la ed. de Andrés Amorós, Madrid, Cátedra, 1984, p. 341; ver también las observaciones del editor
en pp. 55-57).
2 Edward Baker, superando las imprescindibles aportaciones de los eruditos que han precisado cada una de las
lecturas de don Quijote, ha formulado un panorama interpretativo de lo que significa la biblioteca de don
Alonso Quijano (La biblioteca de don Quijote Madrid, Marcial Pons, 1997).
3 Una primera aproximación sistemática a esta línea de lectura la he formulado en mi artículo “Lectores y
lecturas en las Novelas contemporáneas (1881-1887)”, en curso de publicación.
4 En lo concerniente al personaje Pepe García Fajardo deben verse los trabajos de Lieve Behiels (“La
literatura italiana en Las tormentas del 48 de Benito Pérez Galdós”, Actas del X Congreso de la Asociación
Internacional de Hispanistas (..). Barcelona, PPU, 1992, II, 1193-1201) y Leonardo Romero Tobar
(“Reflejos italianos en Las tormentas del 48”, Studi Ispanici, 1997-98, 121-129).
5 MONTESINOS F. José, Galdós. III, Madrid, Castalia, 1972, 109.
6 LIEVE BEHIELS, La cuarta serie de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Una aproximación
temática y narratológica, Madrid, Iberoamericana, Vervuert, 2001, 224-225.
7 Situación peculiar, que ya ha sido anotada en otros estudios, es la de la lectura en voz alta de un folletín de
Saint- Hilaire que el general O’Donnell está realizando ante su mujer cuando es requerida su presencia por
la Reina Isabel II para recibir el encargo de formar un nuevo gobierno (O’Donnell, cap. XXII).
8 Sirva como referencia indicativa, el libro de Jesús Martínez Martín, Lecturas y lectores en la España
isabelina (1883-1868), Madrid, CSIC,1991.
9 Narváez, cap. II. Otros lectores de este periódico son “Bodega”, el ayudante de Narváez (Narváez, cap. XIV)
y el hacendado don Feliciano de Emparán (“me ha dado matraca horrible con la carta filosófica remitida
por Donoso Cortés desde Berlín y publicada estos días por el Heraldo”, Narváez, cap. XX).
10 La revolución de julio, cap. VIII.
11 La revolución de julio, cap. XXIX.
12 Prim, cap. VII.
13 Narváez, cap. VIII. Esta espléndida fantasía a lo Hoffmann tiene un equivalente plástico en la
representación gráfica de don Quijote de Daniel Urrabieta Vierge (edición de Barcelona, Salvat, 1916).
14 Francisco Rico ha leído las reiteradas apelaciones del narrador a la Posteridad como un eco manifiesto de la
epístola petrarquesca “posteritati”, (Primera Cuarentena y Tratado General de Literatura, Barcelona,
Quaderns Crema, 1982, 127-129).
15 La revolución de julio, cap. V.
16 Desde Mendizábal (1898), al menos, estaba Galdós preocupado por lo que denomina en esta novela el
“fulano colectivo” (Creo que el primer crítico que lo ha señalado fue Antonio Regalado García, Benito
Pérez Galdós y la novela histórica española 1868-1912, Madrid, Ínsula, 1966, 291 y siguientes).
17 Narváez, cap. XXXI.
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18 Narváez, cap. X.
19 Valera reconstruye el clima de entusiasmo católico liberal en su continuación de la Historia de España de
Modesto Lafuente (Libro XIV, cap. VI): “En Italia, más que en ninguna otra parte, había tomado este
nuevo espíritu revolucionario un carácter seductor por lo poético, por lo literario y hasta por lo religioso, lo
cual le había ganado las simpatías y el apoyo de gran parte de las clases elegantes y aristocráticas de la
sociedad (…). Notabilísimos escritores contribuyeron a difundir el imperio de este liberalismo y a
conquistar para él los corazones y las inteligencias. Entre estos escritores descollaban dos de superior valer:
el maravilloso poeta Alejandro Manzoni (…y) el sacerdote (…) Gioberti”.
20 Los clásicos del “socialismo utópico” también debieron estar presentes en el horizonte de sus lecturas o sus
conversaciones, ya que alude a ellos en sus primeras navegaciones a través de las sirtes madrileñas: “Me
asalta el recuerdo de las teorías de Owen, que hoy con las de Fourier y las de Saint-Simon, levantan en el
mundo amenazadoras borrascas. Rechazo con Owen todas las religiones, y establezco como fundamento
moral de la Sociedad la Benevolencia. Mi riqueza me hace benévolo. Imitando al filósofo inglés, erigiré
una gran fábrica o manufactura a estilo de la New Lanark, y entre mis felices y bien alimentados obreros
practicaré todas las virtudes evangélicas…” (Las tormentas del 48, cap. XXIX).
21 Ver un análisis pormenorizado de estas lecturas en los artículos citados en nota 4. En mi trabajo de 1997-98
(p. 128) en un exceso de hipertrofia leopardiana conduje una cita dantesca (“e se non piangi, di che pianger
suoli?”, Inferno, XXXIII, 42) hacia un pasaje de Zibaldone.
22 Las tormentas del 48, cap. I.
23 Las tormentas del 48, cap. XVIII.
24 Ver trabajo citado en nota 4.
25 Narváez, cap. XXIV.
26 Una excepción es el breve pasaje en el que Fajardo se refiere a su refugio lector en la biblioteca de las
Cortes: “No puedo seguir. Me llaman de mi casa. Ya me figuro… Abandono mi confesonario, la biblioteca
del Congreso” (Narváez, cap. XVII).
27 “He leído a mi mujer estos párrafos y le han parecido bien. Después nos hemos puesto a hablar mal del
gobierno (…)” (La revolución de julio, cap. VIII) y otros varios pasajes paralelos en esta misma novela.
28 “Si contemplando a Eufrasia y oyendo su gracioso divagar de política pude repetir para mis adentros el
verso de Leopardi E il naufragar m´è dolce in questo mare, caminito de mi casa, y acercándome a este
refugio bien templado, me dije: en ese mar bonito y placentero podré pasearme sin que nadie me vea; pero
nunca naufragaré” (Narváez, cap. XIX).
29 La revolución de julio, cap. IV.
30 La revolución de julio, cap. II.
31 “Yo soy una ignorante que ha leído en el libro grande de las cosas, tales como son, y ha visto de cerca la
España en cueros, musculosa y cargada de cadenas” (La revolución de julio, cap. XV),. “Traidora y
desleal llamaba Valeria a la que fue su amiga, y no le perdonaba el solapado ardid que empleó para
sustraerle el libro de texto. Mala partida como aquella no se había visto nunca. Dos o tres veces se cruzaron
las dos hembras en la calle y se dispararon miradas rencorosas. No desconocía Valeria que para ella había
sido un bien la retirada de Aransis (…)” (O’Donnell, cap. XIX).
32 O’Donnell, cap. XIV.
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