DE EPISODIOS CONTEMPORÁNEOS
Pilar Palomo Vázquez
Cuando don Pero López de Ayala quiere aunar en sus versos experiencia de vida y saber
adquirido, advierte en su Rimado de Palacio, a propósito de la privanza en los reyes:
Muchos tales enxiemplos en los libros leí,
e de fecho muchos por los mis ojos ví1...
Retirado en sus estados de Álava en 1393 se dedica hasta su muerte a revisar y componer
su obra literaria, y todo aquello que vio acude a su memoria para la redacción de las Crónicas
de los cuatro reinados de cuyos avatares ha sido testigo y en cuyos episodios ha intervenido
como figura relevante de la política de su tiempo. Y va salpicando su extraordinaria narración
con señales textuales de ese testimonio : “lo que ví”, lo que acaeció en mi edad e en mi
tiempo”, o dirá de lo narrado que es “verdadera relación de quienes lo vieron” y de quienes,
asegura, “lo oí”.
Esas afirmaciones se convierten, como sabemos, en un lugar común en historiadores
posteriores, cuando relatan sucesos contemporáneos. Pero creo que, frente a cronicones
anteriores o a la prosa distanciadora de las obras de Alfonso X, el Canciller Ayala, con
profunda modernidad, está inaugurando en España el concepto de historia viva que fue tan
amado y practicado por Galdós, y al que se acogen sus seguidores. “Lo que leí en los libros” y
“lo que mis ojos vieron”... Investigación más testimonio, como posible clave de lo que
podemos definir como episodio nacional, entendido como género narrativo, en su utilización
de la Historia.
No es mi propósito, obviamente, plantearme la relación galdosiana entre Historia y ficción.
Las casi cien entradas bibliográficas referidas al tema, recogidas por Herrera Navarro, me
eximen de todo comentario: desde el ya clásico libro de Pilar Faus al último de Rodolfo
Cardona, pasando por los grandes nombres de la crítica galdosiana. Pero debo partir de ese “lo
que mis ojos vieron” del viejo texto medieval, porque esa vivificación de la Historia, que
brota del testimonio directo, creo que puede ser el punto de unión más coherente de los
episodios contemporáneos que me propongo examinar: la utilización de lo que Pilar Faus
denominó “archivos vivos galdosianos”2 está presente, casi por necesidad, en todos los
ejemplos. Lo que “en los libros leí”, pero, como común denominador, “lo que por mis ojos
ví”. Y aludo a una necesidad, por una simple razón cronológica.
Galdós, como es bien sabido, entrevistó en el verano de 1871 a un anciano que fue, a sus
catorce años, grumete en Trafalgar. El ficticio Gabriel Araceli puede relatar sus memorias en
1873, cuando cuenta, como su posible modelo real, ochenta y dos años, retirado del espacio
novelesco en 1812, con veintiuno, tras la batalla de Arapiles. Pero por la misma razón
cronológica, aún mas acusada, cualquier autor en el XX, que continuase los Episodios
históricamente donde Galdós los dejó, ha podido conocer a los soldados del 98. Al menos,
cualquier autor con más de sesenta años en la actualidad. “Es probable –escribe Antonio
Tovar– que la guerra de Cuba y Filipinas no esté tan lejos de nosotros como debía estar la
batalla de Trafalgar de los que vivían la primera República”.3 De hecho –mi propia
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experiencia vivida– yo recuerdo la emoción que me produjo en la década de los sesenta
conocer casualmente a un combatiente de la guerra del 98. Aquel viejecillo aldeano, con su
cigarro apagado en los labios, una boina cubriendo sus escasos cabellos, y las nudosas manos
apoyadas en un rústico bastón, fue para mí la historia viva del Desastre, más allá de la
aprendida en los libros de texto. Y creo que gracias a él se convirtieron también en historia
viva los hasta entonces objetos inertes de la tradición familiar: el retrato de la muchacha con
mantilla, realizado en Manila; los jarroncitos y los abanicos orientales de la vitrina... y hasta el
mantón de seda bordada enviado a mi bisabuela a través de las rutas comerciales de Filipinas.
Todos conocemos el afán galdosiano por presenciar personalmente los incidentes de la
Historia que estaba viviendo. “No me gusta que nadie me cuente lo que puedo ver con mis
ojos y tocar con mis manos...”, escribirá en un artículo publicado en La Prensa, de Buenos
Aires, el 18 de diciembre de 1893. Pero a falta de ese testimonio directo, todos recordamos
también, como ejemplos significativos, su entrevista a Isabel II en su destierro parisino, o la
continua demanda de información de ese testigo de casi todo un siglo que fue Mesonero
Romanos. Y al igual que la relación con el viejo periodista madrileño, en alguna ocasión me
he referido4 a ese trozo extraordinario de Prim, en el capítulo III, donde el narrador refiere, al
relatar un viaje, que un veterano de la campaña de África de 1859 “iba desembuchando por el
camino trozos de historia viva, no pasada por la escritura ni por letras de molde.” De hecho,
Galdós sí ha podido ver “en letras de molde” esa historia de la campaña, no vivida por él, pero
relatada por Alarcón en su Diario de un testigo de la guerra de África –de nuevo el testigo–,
puesto que lo utilizó en la redacción de Aita Tettauen en 1905. Pero como es bien sabido, las
dos últimas series de Episodios ya relatan hechos que son “enxemplos” que por sus ojos vio.
De igual modo, cuando sus seguidores del XX llegan en su narración seriada a una actualidad
vivida por ellos, su propia experiencia es fuente informativa: “Todos hemos oído hablar de los
curas y obispos “rojos” y contemplado letreros como el siguiente: 'Tarancón al paredón'“,
apostillan en nota a pie de página Fernández de la Reguera y Susana March, como apoyo a
una actitud política y religiosa que están describiendo en su volumen dedicado a La
República.5
El testimonio de esa historia viva, vista y oída, impregnó, pues, las continuaciones
galdosianas del XX, procedentes de tres grupos generacionales que, en torno a la guerra civil
del 36, intentó clasificar Iglesias Laguna en 1968:6 los novelistas ya conocidos al comenzar la
contienda, como generación de 1877-1907, “epígonos del modernismo” muchos de ellos y
procedentes los más de las vanguardias: Camba, Zamacois, Borrás, Foxá, Ricardo León,
Concha Espina, Max Aub, Francisco Ayala, Sender, Barea; los “jóvenes del 36”, nacidos
entre 1910 y 1920, combatientes en la guerra casi todos, como Agustí, Castillo Puche, García
Serrano, Fernández de la Reguera, Gironella, Herrera Petere o Serrano Poncela. En tercer
lugar, –y estos ya caen, como veremos, fuera de mi análisis– los llamados “niños de la guerra,
nacidos entre 1923 a 1930: Matute, Fernández Santos, Goytisolo, etc... Con posterioridad a
1968, –fecha que marca la clasificación de Iglesias Laguna– ya tendremos que hablar de un
nuevo concepto de novela histórica, en donde, en líneas generales, el testimonio se transforma
en juego intelectual con la Historia. Los ejemplos de Carlos Rojas y, poco después, Muñoz
Molina o Eduardo Mendoza son suficientemente significativos. Y en un proceso que afecta a
novelistas de muy distintas promociones. Recordemos la extraordinaria Isla de los Jacintos
Cortados de Torrente Ballester, en la que Nelson, Chateaubriand y Metternich, reunidos en la
mítica isla de La Gorgona deciden inventarse a Napoleón, como un invento necesario para
explicar la historia europea del XIX. Pero hace ya diez años que afronté sumariamente el tema
y no vuelvo sobre ello.7
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Pero hasta la gran renovación novelística posterior a los sesenta, la impronta del realismo
novelesco que impregnó la novela española es la tónica general, aunque no exclusiva. Y ese
realismo testimonial, que abandonó el lúdico juego de las vanguardias, tiene no pocas
resonancias galdosianas, aunque tengamos que aceptar, con Francisco Ayala, que deriva
existencialmente de la dramática circunstancia de la guerra civil, tal como lo explicitó en 1949
en el Proemio que figura al frente de La cabeza del cordero.
Ahora bien, vista en su conjunto la producción de lo que, provisionalmente, podemos
denominar novela histórica de tema contemporáneo (escrita entre 1928, fecha de El blocao, de
José Díaz Fernández, y 1970, en que prácticamente se interrumpen los Episodios de
Fernández de la Reguera y Susana March), creo que pueden plantearse tres modalidades; lo
que podría llevarnos, modestamente, a esa definición de episodio nacional como subgénero
narrativo que se ha intentado reiteradamente.8
De una parte, es evidente la aparición a finales de los años veinte de un tipo de narración
que denominamos novela-reportaje. No es menos evidente que –como dirá Ayala en el
prólogo citado– el juego lúdico vanguardista rechazaba la denuncia testimonial. José María
Jover, al analizar la novela de Sender Míster Witt en el cantón, la contrapone, lógicamente, a
aquella primera producción del autor, en donde “la vocación periodística, orientada al
reportaje, solo paulatinamente irá dejando paso a la vocación fabuladora, orientada a la
novela”.9 Reportaje que da fruto en Imán (1930), ese “testimonio desnudo de un testigo que
observa desde afuera y escribe lo que ve”, según afirma Peñuelas en su edición de 1976.10
Imán, efectivamente, se construye sobre las notas del autor procedentes de su servicio militar
en Marruecos, durante los sucesos de 1921. Ese testimonio directo creo que es lo que
configura la novela-reportaje, como narración basada en un suceso histórico coetáneo,
realizada por un testigo presencial que ve lo acontecido o recibe el testimonio directo de otros
testigos –es decir lo que oye– y lo incorpora a su propia experiencia vivida. Y creo que en este
apartado tendríamos que incluir una buena parte de ese océano narrativo de novelas sobre la
guerra civil española, escritas durante la contienda o posteriormente, pero por autores de
aquellas dos primeras promociones a que me he referido. Hace muchos años tuve la ocasión
de reseñar bibliográficamente una parte de las novelas publicadas en España entre 1935 y
1939,11 y los títulos son reveladores, sobre todo en autores de escasa profesionalidad. Pero la
cantidad de literatura narrativa producida durante los sucesos o a raíz de los mismos es
increíble. En una tesis doctoral en realización que se presentará en la Universidad de Sevilla
en fecha próxima, se han contabilizado más de ciento treinta títulos, escritos durante la
contienda y publicados en esos años o con posterioridad.12 Muchos de ellos nos son,
naturalmente, bien conocidos y proceden de todos los grupos o generaciones literarias
presentes en el panorama literario en esas fechas cruciales de nuestra Historia del XX: Camba,
Ricardo León, Concha Espina, Tomás Borrás, Fernández Florez, Jarnés,... o el joven García
Serrano que ya en 1938, con Eugenio o la proclamación de la primavera, lleva hasta su relato
primero la guerra fuera del campo de batalla. Entre esas novelas-testimonio, no seriadas,
habría que destacar la tan revalorizada hoy día, de Agustín de Foxá, Madrid de Corte a Checa
(cuyo neogaldosianismo recalcó Gómez de la Serna),13 ya que se proyectó como la iniciación
de una serie de Episodios Nacionales. Estos no se realizaron pero, en la primera edición, en
1938, el autor anunciaba incluso el siguiente volumen: Salamanca, cuartel general.
Pero junto a la novela-reportaje, creo que hay que destacar lo que entiendo que podemos
denominar crónicas contemporáneas, entendiendo por tales las realizaciones seriadas que
abarcan una cronología más extensa, que enmarque lo coetáneo. Y creo que, en general,
porque, más allá de su fuerte tono autobiográfico, están más cerca de la crónica histórica que
de la inmediatez de lo periodístico. Y porque intentan, en mayor o menor medida, una
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reflexión, una explicación ético-social de los hechos, lo que es, evidentemente, bien
galdosiano. Así, escribirá Manuel Andújar en 1961: “Querer explicarnos lo español y su
posible trascendencia a lo universal, intentar ver claro en la maraña de la guerra civil, en
función de los hombres y no de ésta o aquella facción [...] es un problema previo que no me
deja en paz.”14
Creo que esta preocupación está ya remitiendo a la gestación de la trilogía Lares y penates
–tan significativa en su título– que realizará ya en las décadas de los setenta y ochenta, una
vez finalizada y publicada la anterior trilogía Vísperas,15 es decir, las vísperas de un conflicto
a las que se remontan casi todos los autores de estas crónicas seriadas: Arturo Barea, y su
trilogía La forja de un rebelde (Londres, 1941-1944), que se inicia históricamente en la guerra
de Marruecos, y en donde las memorias autobiográficas se funden de continuo con la Historia:
“La lucha estaba entablada; era mi propia lucha...” escribe en La forja.
Dentro de este apartado de crónica contemporánea, o relatos seriados de historia coetánea o
vivida, es obvio que tendremos que colocar las series magníficas de Ramón J. Sender, con su
Crónica del alba, con una primera parte en 1943, hasta la edición completa en nueve títulos y,
tal vez, la más fuertemente autobiográfica, con la creación novelesca de José Garcés, su
protagonista único. Y, por supuesto, la serie de Max Aub, probablemente el más galdosiano
de los novelistas de este grupo, cuya admiración por el autor de Trafalgar está explícitamente
declarada en su Discurso de la novela española contemporánea, de 1945, y cuyo Laberinto
mágico –desde Campo cerrado, de 1943 a Campo de los almendros en 1968– constituye, casi
sin duda, la mejor crónica novelada de ese periodo de nuestra Historia que se centra en la
guerra civil. Y al Laberinto, en sus seis narraciones, habrá que añadir siempre sus cuentos de
análogo tema, reunidos en 1994.16 Narrativa toda ella “a noticia”, como la denomina Ignacio
Sodevila,17siguiendo la clasificación de la comedia renacentista de la Propaladia. Con
posterioridad, en esa línea solo similar, surgió la trilogía de Gironella, y sobre ella puede
consultarse el texto de Asunción Blanco de la Lama presente en estas páginas.
En aquellas vísperas aludidas del conflicto histórico que centra sus crónicas, los autores se
remontan generalmente al final del reinado de Alfonso XIII, época vivida en su juventud, y se
prolongan a los avatares de la posguerra y el exilio. Estructuralmente, se identifican por una
realización seriada, en donde uno o varios personajes conductores van prolongando la acción,
de volumen a volumen, en paralelo sus vidas a los sucesos históricos narrados. Como ya he
apuntado, se unen al grupo anteriormente analizado, por su fuerte autobiografismo. Pero,
aparte de por su estructura seriada, se separan de él, como también indiqué, por su intento de
meditación sobre la historia: lo periodístico no es reflexión, pero la crónica sí puede serlo. Y
creo que hay mucho de aleccionador en esa meditación sobre la Historia, como lo había en
Galdós, en todas las series, pero muy particularmente en las dos últimas, sobre todo desde que
Mariclío comenzara a enredar por sus páginas.
Pensemos que ese sentido aleccionador –el magistra vitae aplicado a la Historia en el De
oratore ciceroniano, que transita por todo Occidente– está en algún modo presente en una
parte de la novela histórica del XX en España.
En 1505, Hernán Núñez, al frente de su traducción de la Historia de Bohemia, de
Piccolomini, escribía, en esa línea ciceroniana, que en la Historia hay “ejemplos para bien
vivir, enseñanzas notables, para que sepamos lo que es de huir y lo que es de seguir. En ella
está dibujada nuestra vida humana.” Creo que este sentido aleccionador de maestra de la vida,
este aviso sobre la futura conducta social e individual, está implícito en Galdós. Pero está
también en Fernández Santos cuando califica a su novela Cabrera de “historia que no debe
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repetirse”.18 Sentido aleccionador de enxemplo histórico que no falta, por supuesto, en el viejo
texto del Canciller que me ha servido de base para parte de mi análisis:
Muchos tales enxiemplos en los libros leí,
e de fecho muchos por los mis ojos ví,
e por ende contar los tove e comedí
que era bien por que se guarde qualquier desde aquí.
Testimonio, autobiografismo, meditación sobre lo acaecido, retrotrayéndose a sus causas
inmediatas, sentido aleccionador y estructura seriada, con la creación de una ficción y unos
personajes que son, por igual, conductores de la Historia. Pero lo que falta en esas crónicas
contemporáneas es la visión retrospectiva de esa Historia. Son Historia para nosotros, por
supuesto. Como lo son las novelas coetáneas a la guerra civil para un lector que haya nacido
con posterioridad a 1940. Pero no son Historia propiamente dicha para sus autores ni para los
lectores que fueron sus coetáneos. Todos los sucesos relatados son, plenamente, historia viva,
pero tan viva que se fusiona con la existencia misma de lo experimentado. Y tal vez radique
en ello el fenómeno increíble de su aceptación por parte de unos lectores que revivieron en
sus páginas su propia historia vital.
Y entiendo que, cuando a estas crónicas contemporáneas se les adjunta una visión
retrospectiva –lo que “en los libros leí” del Canciller,– están plenamente insertas en el
episodio nacional contemporáneo, heredero de Galdós. Y alejándome de la teoría para recalar
en los ejemplos, creo que son tres, fundamentalmente, las series de Episodios propiamente
dichas: las de Francisco Camba, Ignacio Agustí y Ricardo Fernández de la Reguera y Susana
March. Veamos la primera de ellas.
En 1942 apareció el volumen inicial de estos primeros Episodios Contemporáneos, que
habían sido realizados como declarada continuación de los de Galdós. Su autor, Francisco
Camba, nacido en 1885, es en esa fecha de 1942 un conocido novelista y ya ha afrontado la
novela de ambientación retrospectiva, situando, por ejemplo, El amigo Chirel, de 1918, en su
Galicia natal, pero a finales del XIX. Y, sobre todo, ha escrito y publicado una novela-crónica,
de intención tan abiertamente testimonial como evidencia su subtítulo: Madridgrado.
Documental film (Madrid, 1939), génesis de sus Episodios contemporáneos.
En Madridgrado –nombre que dio al Madrid republicano durante la guerra civil el general
Queipo de Llano–, se describe la vida de la ciudad, y en la narración “no oculta Francisco
Camba ningún dato de los que pudo conocer”.19 Este señalado conocimiento pasó a los
Episodios, en donde la intencionada visión retrospectiva es prácticamente inexistente, si
analizamos la biografía del autor y las fechas internas de los relatos. Porque la serie de catorce
volúmenes comienza su evocación histórica en 1906, como se señala desde el mismo título:
Cuando la boda del Rey. Exactamente en el verano de 1905, que es cuando comienza la
acción novelesca de las peripecias de Juan Lalín –sobrenombre con el que se conoce al
protagonista– y que tiene unos diecisiete años, ya que dirá que ha nacido “casi tres años
después que Alfonso XIII”, en 1889, por tanto. Una edad próxima a la de su creador, y
gallego como él. Camba, en 1906, fecha de los sucesos históricos de la obra, tiene veintiún
años, ha publicado ya su primera novela, Camino adelante (Madrid, 1905), colabora
ampliamente en prensa y se ha relacionado, como hará Juan de Lalín, con los escritores
modernistas, asistiendo a las tertulias de Valle y de Darío, que actúan –biografía y ficción– en
las páginas histórico-novelescas. Se ha creado, por tanto, un personaje-testigo que irá
narrando en primera persona, a manera de memorias, los sucesos que el propio Camba ha
contemplado hasta La caída de Alfonso XIII, título del volumen final de la primera serie de la
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colección proyectada, que se estructura, por supuesto, a la manera galdosiana, en tres series de
diez títulos –once la primera–, de sucesiva cronología. Y con un personaje-testigo distinto
para cada una, según lo que evidencian al menos los textos publicados, ya que el proyecto
inicial quedó interrumpido en 1948 por la muerte del autor. Pero en varios de los volúmenes
publicados –catorce– se especifica minuciosamente, en intención abiertamente publicitaria, el
plan general de la obra. Una primera serie de once novelas, con los sucesos del reinado de
Alfonso XIII, desde su boda al exilio. Esta primera serie se publicó entre 1942 y 1947, lleva
por título La Monarquía, y a La boda de Alfonso XIII, sucedieron La leyenda negra, ¡Maura,
no!, El ducado de Canalejas, Los mosqueteros de la neutralidad, La rebelión de los mandos,
La ley de fugas, Annual, Primo de Rivera, El romancillo del capitán Galán y La caída de
Alfonso XIII, cuyo contenido no detallo porque los títulos –algunos magníficos como tales
títulos– son suficientemente reveladores. Pero, como es usual en la fórmula de novela
histórica galdosiana, Juan de Lalín vive su biografía de ficción mezclada con los sucesos
históricos, hasta su marcha al destierro con el monarca en compañía de la mujer amada, una
aristócrata –él es de humilde origen–, con quien sabemos que contraerá matrimonio. Pero esto
lo sabemos en la lectura de la segunda serie, en donde la narración pasa el testigo a un
personaje secundario de la primera, Celio Gómez, no apodo ahora, sino nombre propio, en
humorística alusión a la célebre artista de variedades y que provoca, según relata el narrador
protagonista, no pocas bromas y risas en sus interlocutores.
De esta segunda serie, La República, sólo pudieron aparecer tres volúmenes: Las
luminarias del señor ministro, centrado en los incendios de iglesias y conventos de 1931; Los
jabalíes del jardín florido y De Castilblanco a Villa Cisneros, sobre la abortada sublevación
del 10 de agosto del 32. Restaban siete títulos y, por supuesto, los diez siguientes, dedicados a
la guerra civil, bajo el título de La nueva España, que irían desde el asedio de Madrid –según
el título prometido de No pasarán– a la marcha de los exiliados: Don Quijote se marcha a
Rusia.20
El promedio de publicación fue de catorce tomos en siete años. Se prometía en el reclamo
publicitario que acompañaba los volúmenes un ritmo de publicación de tres a cuatro meses
cada uno. (Recordemos que ése fue el ritmo increíble de alguna de las series galdosianas y
que la primera se escribió entre enero-febrero del 73 y julio-marzo del 75, es decir, diez
volúmenes en veinticuatro meses). Pero esta promesa editorial obviamente no pudo cumplirse
y así lo aseguraba alguna crítica coetánea: “¿Poseerá Camba –escribe Juan Antonio Tamayo–
la laboriosidad del autor de Marianela? La primera serie está iniciada, pero la promesa de un
volumen cada tres meses no lleva camino de cumplirse”.21
El mismo crítico señala la impronta galdosiana de la empresa: “La simple enunciación del
propósito de Francisco Camba induce a pensar en Galdós, y hasta el hecho de la agrupación
de los nuevos Episodios Contemporáneos en series de diez volúmenes cada una, nos hace
creer que, como nosotros, el autor ha tenido presente, lo cual era inevitable, al viejo maestro
de nuestra novelística”, al tiempo que señala los precedentes de Baroja y de Alfonso Danvila.
Y Tamayo, al señalar a Galdós, no fue el único: era también inevitable. Así, cuando al frente
de Las luminarias del señor ministro, en 1947, se recogen una serie de fragmentos críticos
–elogiosos, por supuesto, porque si no, no se recogerían–22 las alusiones a Galdós son un lugar
común. Cristóbal de Castro escribe que los Episodios Nacionales de Galdós “fueron un hito
en la literatura popular”, con su perfecta armonía de su “ecuación entre la Historia y la
leyenda”, y alude al “gran vacío” que dejó su muerte “en nuestras letras” para pasar a señalar
el galdosianismo de la serie de Camba, cuando ya han aparecido los tres primeros volúmenes.
Escribe acerca de Juan de Lalín como de un nuevo Monsalud porque, efectivamente, se repite
la estructura novelesca: la creación de un personaje de ficción a quien distintos avatares
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biográfico-históricos –como a Gabriel Araceli– le colocan como testigo y hasta partícipe de
los sucesos. Pero Castro es cauto en sus juicios porque, pese a lo encomiable de la empresa,
no se destacan los elogios. Del “discípulo de Galdós” –que lo es Camba “en el temperamento
observador”– se dice que “procura” seguir al maestro y que lo hace “con toda modestia, pero
con toda probidad.”23 Y ésa es la tónica general: Galdós sí, pero muy en segunda fila. Casares,
por ejemplo, destacará de Annual la “movilidad en el diálogo”, la unión de ficción e historia
–”como hiciera Galdós”– que presta “a la crónica un indudable encanto”. ¿Encanto en un
relato sobre Annual? ¿Dónde está el vigor dramático, el aliento épico que hubiera necesitado
Camba para narrar el desastre de Marruecos? Fernández Almagro alude también a la
amenidad –no al dramatismo– del episodio, e insiste en que ya es un tópico de la crítica el
remontarse a Galdós al enjuiciar al autor, lo que no le parece razonable porque Camba no se
ha propuesto “emular aquella obra verdaderamente monumental. Francisco Camba se inspira,
sí, en tan alto modelo del género histórico-literario, pero con discreción suma.”
Modestia, discreción, amenidad y loables propósitos. Ésas parecen ser las notas distintivas.
Y con Galdós al fondo, toda la crítica reconoció lo imposible de la tarea de ponerse a su altura
(al menos, añadimos hoy, siguiendo sus procedimientos).
Entrambasaguas, años después, en su acendrada admiración por el autor de Trafalgar,
emite un juicio definitivo: “Camba, en su tono menor, carece del impulso galdosiano y en vez
de engrandecer las cosas, las empequeñece”.24 En cuanto a la creación ficcional, las aventuras
novelescas de Juan de Lalín más que un retablo de la vida contemporánea, acusan, no pocas
veces, un componente folletinesco, como destacó, aunque admirativamente, Francisco de
Cossío.
Pero, con todo, la sombra de Galdós era un reclamo absolutamente intencionado y
editorialmente recalcado, a la búsqueda de los admiradores del perenne maestro. Porque el
anuncio que se inserta en los volúmenes acompañando al Boletín de suscripción a los
presuntos treinta volúmenes prometidos no ofrece la menor duda: el nombre de Galdós es,
claramente, un reclamo publicitario, en medio de declaraciones políticamente correctas, de
furibundo anticomunismo y resabios franquistas: se alude, en 1942, a la feliz llegada, como
final de una triste enumeración de calamidades históricas, de un “régimen totalitario
liberador” (curiosamente, en 1948 desaparece el adjetivo “liberador”); España ha roto “la
primera lanza contra el comunismo bárbaro”, etc., etc., ..., pero en medio de tanta declaración
que soslayaba cualquier peligro por parte de la censura, un párrafo de afirmación galdosiana:
“Don Benito Pérez Galdós, el inmortal patriarca de las letras hispánicas, nos ha legado, viva,
resucitada a impulsos del genio, en sus Episodios Nacionales, la Historia de España en el
siglo XIX, monumento espléndido que existirá mientras exista el idioma castellano”. Hoy,
viene a decir el anuncio, tenemos su continuador en Francisco Camba que, con sus treinta
volúmenes sobre el siglo XX, viene a ocupar el vacío causado por la desaparición de Galdós,
pero vacío que puede rellenar el lector que envíe el adjunto Boletín de suscripción al Instituto
Editorial Reus, Preciados, 23, Madrid. Incluso se da la facilidad alternativa de poder adquirir
la obra completa en doce cómodas mensualidades.
El éxito fue evidente. Ya en 1944 se señalan tres reediciones del primer título de la serie y
la colección sólo se vio interrumpida por la muerte de Camba en 1948. Pero, tal vez, una
razón de este éxito haya que hacerla radicar –volviendo al inicial “lo visto y oído”– en la
fusión de aquellos lectores-testigos con los acontecimientos narrados. Así parece darlo a
entender Francisco de Cossío: “Porque lo más notable de estos volúmenes se halla en un
esfuerzo de perspectiva. En que lo próximo a los ojos del lector, que fue asimismo espectador
y autor de los sucesos que lee, aparezca como remoto.” Destaquemos esa señalada fusión:
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lector-espectador-autor, donde “los lectores maduros y viejos, se sienten más que lectores,
autores. Todo aquello no es que lo sepan. Es que lo han vivido”, y la lectura es un acto de
rememoración. Por ello añade, premonitoriamente: “Cuando pasen los años, esos episodios ya
no prestarán memoria, sino conocimiento.” La afirmación es obvio que puede aplicarse a
cualquier novela histórica de sucesos coetáneos, y ya vimos que en esa empatía entre lector y
narrador residía una buena parte del éxito de las novelas de la guerra civil.
Pero en Camba la precisión cronológica, la cercanía temporal de los hechos narrados –
menos de treinta años entre tiempo histórico y tiempo de escritura– implicaba un factor de
tipo estructural. Camba, como Galdós, podía no variar de personaje-testigo en las series.
Recordemos que las memorias de Gabriel Araceli –con un tiempo de escritura por parte de
Galdós que corresponde o puede corresponder a la ancianidad de su protagonista– abarcan
unos ocho años de su vida, fundamentalmente los que van de Trafalgar a Arapiles. Que la
segunda serie –la de factor temporal más dilatado entre las concluidas– abarca veintiún años,
de 1813 a 1834, al igual que la cuarta, de 1848 a 1869, mientras que la tercera sólo se
extiende a lo largo de once años, de 1834 a 1845. Pero la totalidad de las cinco series –que
presumiblemente acabarían en el 98– haría inverosímil, y absolutamente monótono, un
personaje-testigo único que, a lo largo de todo un siglo, se hubiese visto mezclado con los
acontecimientos de la Historia. (Ya en el caso de Araceli, recordemos el escollo de la
simultaneidad de los acontecimientos narrados en lugares geográficos distantes). Pero en
Camba, historiando a lo largo de las tres series poco más de treinta años –de 1905 a 1939– era
innecesario el cambio de protagonista: Juan de Lalín tendría menos de cincuenta años en
1939. Y sin embargo, Camba le saca de la escena directa al comienzo de la segunda serie.
Creo que la razón está en esa imitatio galdosiana que preside su colección. Pero fue un
acierto. Porque si el ejemplo de Galdós imponía un relevo, éste dotó a la serie segunda –
también en primera persona– de un estilo narrativo diferente, como diferentes eran las
personalidades de Lalín y Gómez, sus narradores protagonistas.
Pero lo indudable es que la cercanía de los hechos narrados al finalizar la tercera serie, de
haberse ésta escrito, convertía los Episodios de Camba en unas novelas testimoniales, escritas
sólo unos diez años después de transcurridos los sucesos. Los últimos volúmenes, dedicados a
la guerra civil, enlazarían plenamente con la narración que fue su motivo iniciador:
Madridgrado, aquel “documental film” de 1939. Todo, en definitiva, caía dentro de “lo visto
y oído”, en años de total proximidad. Recordemos, como contraposición, la lejanía
cronológica galdosiana de las dos últimas series distanciando lo vivido y lo escrito, hasta que
el texto resultante fuera –utilizando la expresión de Cossío– “memoria”, pero también
“conocimiento”.
El proyecto de Camba creo, además, que se veía favorecido por el éxito ininterrumpido de
una serie anterior, la del diplomático e historiador Alfonso Danvila. Nacido éste en 1879,
había viajado, en razón de sus cargos, por Europa e Hispanoamérica y ya a principios de siglo
había publicado alguna novela y estudios históricos sobre el siglo XVIII, como el dedicado al
reinado de Luisa Isabel de Orleáns y Luis I.25 Este interés dieciochesco fue, supongo, la
génesis de unos episodios nacionales pre-Galdós, es decir, que acometiesen la tarea de novelar
los sucesos anteriores a los Episodios nacionales galdosianos, lo que confiere a la literatura
española la particularidad, bastante singular, de ofrecer en series ficcionales de distintos
autores la historia de España novelada en el periodo increíble de más de dos siglos y medio.
Desde El testamento de Carlos II, primer título de Danvila, a los exiliados de 1936. Danvila,
Galdós, Baroja y Valle, que pasan el relevo a Camba, Agustí, Fernández de la Reguera, Barea,
Andújar, Sender, Aub o Gironella.
609
La serie histórica de Danvila, (estudiada recientemente en su primer título por Juan Carlos
Mato Amaya)26 agrupada bajo el título de Las luchas fratricidas de España, se inició en 1923
y fueron apareciendo los títulos sucesivos hasta 1931,27 en que Danvila es nombrado
embajador en París por la República. Probablemente éste fue, supongo, el motivo –y la guerra
civil inmediata– de una cierta detención en la realización de la serie, ya que de su último
título, Aún hay Pirineos, no he encontrado ejemplar anterior a 1940. Pero todos los volúmenes
fueron reeditados numerosamente, en fechas que llegan hasta 1958. De algunos títulos –La
princesa de Ursinos o El triunfo de las lises, por ejemplo– he contabilizado hasta cinco
ediciones, aparecidas en Espasa-Calpe –que realizó una reedición de la obra completa–,28 en
ediciones en rústica, populares, con una bonita portada presidida por el águila de los Austrias.
En una tónica bien distinta a Camba surgió por análogas fechas la “saga catalana” de
Ignacio Agustí, tal como la denominó Sendra-Catafan en 1977.29 La serie se inicia en 1944,
con Mariona Rebull, y El viudo Ríus al año siguiente, y continúa doce años más tarde con
Desiderio, en el 57, 19 de julio, del 65 y Guerra civil, dos años antes, 1972, de la muerte de
Agustí, que dedicó a los cinco tomos de la historia familiar de los Rebull y los Ríus la casi
totalidad de su quehacer narrativo. Los cinco volúmenes se agrupaban bajo el título
significativo de La ceniza fue árbol. Y digo “significativo” porque creo que es el tiempo y su
inexorable camino –y su melancolía también– el protagonista oculto de la obra, más incluso
que las vicisitudes históricas que allí se narran y el discurrir de las ficticias existencias de los
hombres que las vivieron. Por ello cuado en el bellísimo Epílogo final de la obra, el narrador –
Agustí, indudablemente– recorre en su memoria el tiempo transcurrido y medita sobre ese
tiempo y las inevitables transformaciones que conlleva, escribe: “Los días, los años han
pasado sobre mi ciudad” (Deberé volver sobre lo revelador de este posesivo). “Los años –
añade– han ido empequeñeciendo aquello que un día pareció tener una importancia decisiva.
Todo ha ido entrando en el juicio de las cosas relativas.” Luego, como si realmente fuesen o
hubiesen sido vidas auténticas, el novelista nos habla del destino último de sus personajes, y
él se pasea por la finca de Santa María del Vallés, donde Mariona vivió y amó y que
representa, asimismo, la niñez del autor. Y lo hace sintiendo que el tiempo lo domina todo y
que los seres y los objetos que se le aparecen son signos de una difusa intemporalidad,
preñada de misterios: “Paseaba no ha mucho por el jardín, a la caída de la tarde, y en las
ramas resecas de la higuera, que aún se obstina en vivir, me pareció que se posaba un pájaro
azul que venía de otro tiempo, un pájaro que realizaba la misteriosa hazaña de volar sin mover
las alas, como un espectro inmóvil. Su graznido, lúgubre y sombrío, me pareció que desvelaba
figuras y recuerdos que el tiempo se había llevado. Un paseante solitario circulaba en los
parterres del fondo. Caminé hacia él, con la intención de saber quién era. Pero a cada paso que
yo daba se iba alejando más. Pasaba por enfrente de los caminos de otros días: el camino de
las arañas, el camino de la serpiente, el que no tiene nombre... Se volvió hacia mí y me
pareció reconocer en su rostro a alguien que yo había visto mucho tiempo atrás, alguien a
quien, no obstante, no podría identificar ahora, alguien que había sobrevivido a los siglos,
tullido como los viejos maderos en que se sostenía aquella casa, enigmático como las sombras
que empezaban a inundar el valle.” El misterio se rompe porque irrumpe en él la voz
“cantarina” de una niña que proclama la vida porque –añade Agustí– “la vida es un
movimiento impetuoso e incesante que no se puede detener. No hay nadie capaz de hacer
revivir los espectros del pasado”. Y si “un carro que avanzaba balanceándose”, “como un
bloque de sombras” parecía venir “desde lo más profundo del tiempo”, el solitario paseante
que es el narrador vuelve a una ciudad que también muere pero que “renace en otra”. Todo
cambia y se transforma y sobre ellos “sólo Dios permanecía inconmovible”, sobre “el tiempo
y las cosas.”
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La cita es larga, pero creo que necesaria, porque nos da la tónica (más unamuniana que
galdosiana: recordemos las páginas finales de Paz en la guerra) de una novela histórica
dominada por un melancólico sentido temporal y por un indudable intimismo afectivo, en
donde los personajes de la saga familiar que constituyen los cinco tomos son el trasunto de un
profundo amor a la ciudad cuya historia a lo largo de cien años –1865-1965– se propuso
Agustí desarrollar, y cuya aportación de documentación histórica había ya cuajado en un libro
no narrativo: Un siglo de Cataluña, en 1940.
El catalanismo afectivo que preside la obra se condensa en una frase del comienzo y del
final del mismo, que ya he recalcado. En el Epílogo leemos: “Los años han pasado sobre mi
ciudad”. Es el círculo que cierra, concretamente, el inicio de una historia que comienza
diciendo: “hablo de muchos años atrás. Mi ciudad alcanzaba su cima sin perder un ápice de su
encanto recoleto.” Mi ciudad... ese posesivo afectivo que utilizó Unamuno: mi Bilbao, mi
Salamanca...
El amor a Barcelona impregna las páginas de los cinco tomos, pero es más fuertemente
evocador en los dos primeros, que obtuvieron, en parte por ese declarado amor, un éxito
resonante, en Cataluña sobre todo. El propio Agustí explicó –al final de su vida en Ganas de
hablar–30 el éxito increíble por razones no meramente literarias, al tiempo que nos detalla las
vicisitudes de su publicación:
Al volver yo de Suiza en 1944, de ejercer durante más de dos años la corresponsalía
de La Vanguardia, encontré en Barcelona un no sé qué agitado y falaz que me
dislocaba los nervios: en Zurich, primero, y luego en Ginebra, había gozado de la
tranquilidad suficiente para escribir Mariona Rebull y empezar El viudo Ríus. La
primera de estas novelas la traía yo dactilografiada en mi maleta de regreso a casa.
Mejor dicho: traía una novela extensa, de seiscientos folios, titulada La ceniza fue
árbol, la primera parte de la cual era Mariona Rebull. Revisada la totalidad de la
obra, me pareció que la segunda mitad, Desiderio, exigía un tratamiento más extenso
y minucioso. Empecé entonces con el título de El viudo Ríus a escribir la segunda
parte de la obra y se me apareció idealmente, en líneas generales, en su conjunto, tal
como al cabo de los años ha visto la luz. La segunda parte frustrada de aquella
primitiva ceniza que fue árbol duerme y dormirá siempre en algún armario trastero
de mi casa.
Tardé aún unos meses en publicar Mariona Rebull. En la colección Áncora y Delfín,
a que fue destinada, no se creía demasiado en los libros españoles. La verdad es que
en los libros españoles no se creía en ningún sitio. Baroja era un autor de dos o tres
mil ejemplares de salida. Azorín, ni eso. Tal vez sólo Fernández Flórez hubiera
vendido algo más de cinco mil ejemplares a la salida de algunas de sus obras. La
tirada normal de la primera edición de una novela era de dos mil a tres mil
ejemplares. La única propaganda previa que se hizo a la obra fue la reproducción del
capítulo de la bomba del Liceo en un par de páginas del número de Destino
inmediatamente anterior a la aparición del libro. La inserción del capítulo iba
acompañada de una reproducción del conocido cuadro de Julio Borrell.
El efecto fue fulminante. A los ocho días la gente iba por las librerías buscando, sin
encontrarlos, ejemplares del libro. A la semana siguiente hubo que hacer una
segunda edición, ésta ya de cinco mil ejemplares. Luego otra y otras.
611
A veces me he preguntado por las razones de la especie de sacudida social y urbana
que significó la aparición de Mariona Rebull. No dudo de que la novela interesaría
mucho a los lectores –a las lectoras– y que pudiera llevar implícita una magia
literaria popular tal como la exigen los best-sellers entonces, por lo menos aquí, aún
no se llamaban de ese modo– para que se produzca su eco multitudinario. Es posible
que el libro tuviera valores psicológicos y de intriga capaces de hacerlo hasta este
punto interesante. Pero las muestras que yo recibía de la adhesión pública eran
superiores a los de un simple acontecimiento literario. La gente –desconocidos– me
paraban por la calle, señoras anónimas me sometían a un consultorio sentimental;
cuando asistí a primeros de noviembre a la inauguración de la temporada del Liceo,
había en la sala una especie de latente expectación, como si la gente estuviera,
cincuenta años después del suceso, pendiente de la bomba que pudiera estallar.
Alguien –alguien con no muchas luces, naturalmente– llegó a creer que Mariona
había vivido y me escribió porque quería mandar flores a su tumba.
La conmoción, creo yo, no era debida al hecho literario. Por lo menos no era debida
simplemente a eso. Aquéllas eran unas circunstancias especiales en la vida de la
ciudad, y contribuyeron a dar a Mariona Rebull toda su aureola.
Ésta fue, en efecto, una aureola cívica, Mariona era un símbolo de una Barcelona
herida, proscrita, vapuleada.
Se extiende después Agustí en estas memorias a las circunstancias políticas del momento y
la persecución hacia todo lo que significase catalanismo, incluido el idioma. Alude a la
situación psicológica de los antiguos combatientes franquistas que se ven ahora atacados en
aquello que aman:
Nosotros no le teníamos miedo a nadie. Veníamos de hacer la guerra del lado de
Franco porque así lo habíamos creído justo; recordábamos escenas que no nos harán
amedrentar.
Y relata emocionantes anécdotas, que cuenta “para que se comprenda el ánimo tranquilo y
resuelto que traíamos de la guerra, en contradicción con los temores, los complejos y los
silencios de que estaba hecha en gran parte la vida de la ciudad, dolida, entre otras cosas,
porque el gobernador González Oliveros hubiera, por ejemplo, arrasado el monumento al
doctor Robert...”. Mariona Rebull, llegaba, pues, en un momento dulce en que cualquier
piropo a la ciudad sería bendecido. No se trataba de adoptar el tono jeremiaco y lacrimoso de
los nostálgicos al uso. Era tratar a Barcelona como lo que es, explicar cómo había sido:
radiante, apasionada, fabril, gozosa, pero también sacudida en otros tiempos por el estruendo
de la revolución anarquista. Creo que, más que una obra literaria, la gente juzgó entonces un
acontecimiento de comprensión y de amor. La gente aceptó el libro porque pensó que, por fin,
alguien ajeno a ideologías y banderías había comprendido cómo éramos e intentaba explicarlo
con llaneza a todo el mundo”
Pero, indudablemente, ésta no es toda la explicación, porque el éxito fue grande en toda
España y a ello contribuyó, sin duda, la versión cinematográfica de 1947, Mariona Rebull,
dirigida por Sáenz de Heredia. José María Seoane –Joaquín Ríus–, llevando el cadáver de
Blanca de Silos –Mariona– por las escaleras del Liceo, mientras las perlas de su collar van,
una a una, rodando de escalón en escalón, es aún una imagen en la retina de muchos
espectadores hoy en la madurez y la ancianidad.
612
Pero motivaciones sociológicas y coyunturales aparte, el público de toda España percibió
lo entrañable de la crónica de Agustí, que se acerca a la historia de Barcelona, a sus gentes,
rincones, costumbres, cambios y tradiciones, empapado de cálido cariño.31 Y la virtud, mitad
estética, mitad emocional de su obra, es la transmisión al lector de ese mensaje de afectividad.
La novela no será ya, únicamente, crónica sino homenaje. Homenaje a unas generaciones y a
unos recuerdos de niñez propia. De tal manera que las vivencias autobiográficas –las
luminosas imágenes de Santa María del Vallés– se confundirán y ensamblarán en el lento y
moroso discurrir de la acción imaginativa. Acción que se desenvuelve al compás de
acontecimientos históricos –Semana Trágica, aparición del industrialismo, formación de los
movimientos obreros, separatismo, comienzo de la guerra civil, desarrollo de la misma...– y a
través de personajes que son, a su vez, característicos de su circunstancia histórica y de su
entorno social. Así Mariona, prototipo, ella y los suyos, de las antiguas familias de abolengo
ciudadano, cuyo negocio, transmitido de generación en generación, les ha dado, junto a un
tradicional poder económico, un señorío igualmente tradicional, y para quienes la elegancia,
la distinción, la belleza, el lujo y la fragilidad de las cosas hermosas es algo heredado y
connatural. Y lo mismo que las cosas, los sentimientos y su romántica expresión. Junto a ella,
Joaquín Ríus y los suyos: la nueva fuerza industrial, el poderío que comienza, que ha salido
de la nada y que, arrollando en parte el mundo de Mariona, aspiran a entrar en él, no sólo
social, sino espiritualmente, y que han comenzado a labrar a pulso la nueva fisonomía
económica de la ciudad.
Pero el horizonte novelístico aún se dilatará más. Y frente a ambos mundos sociales,
que el poder y los años van unificando, el de los desheredados, que se alzará rebelde, trágico y
devastador, hasta arrollar en olas de odio, revancha, y crueldad, pero también de justicia
social, todo aquello que representan los Ríus o los Rebull. Las premoniciones que asaltan a
Joaquín Ríus, de que algo terrible va a suceder, poco antes de la caída de la bomba en el Liceo
–comienzo de la Semana Trágica– parecen proyectarse históricamente al último volumen de
la obra: Guerra civil.
Cuando el joven Llobet –representante de una nueva generación de colaboradores y
empleados del empresariado catalán–, como una repetición de la muerte de su padre, víctima
del anarquismo, paga con su vida su fidelidad a los Ríus y a lo que ellos y otros como ellos
representan en la historia de Barcelona, la evolución del tercer grupo social apuntado cobra ya
entidad como personaje novelesco, y el autor, ya en 19 de julio, necesita de unos personajes
que lo representen. Así surge Máximo, el obrero atracador y anarquista, como portavoz de un
coro que, al llegar a este punto de la historia, asume el papel encauzador del devenir de la
ciudad.
Conjuntos representativos, ya que, por encima de los seres que la forman, es precisamente
esa ciudad –que late, vive y se desarrolla como un cuerpo u organismo vivo– la gran
protagonista. Por ello, esa protagonista integradora requiere un lentísimo y demorado proceso
narrativo para explicar su desarrollo.
El propio Agustí escribe en la dedicatoria de la serie que precisaba de esa lentitud: “Así la
obra me parece crecer lenta y orgánicamente como la propia vida de los seres que la
integran.”
Porque, en realidad, el lento crecimiento orgánico de la obra viene determinado por la
lentitud de transformación de las ciudades y los pueblos, aunque sea en épocas cruciales de su
desarrollo. Dentro de ese cuerpo de profunda vitalidad que es la ciudad, sus moradores, los
personajes, son únicamente los productores de la savia que la nutre. Pero, al igual que las
613
ramas, forman parte integrante del árbol y crecen y se desarrollan a su compás. Caen las hojas
o mueren personajes, pero el árbol-novela renueva su tronco inmediatamente. Por ello, al final
de la serie, Ignacio Agustí, volviendo hacia Barcelona desde Santa María del Vallés, como
regresando desde su infancia, piensa que “también la ciudad muere y renace en otra”, como
hemos visto. Y en ese regreso del pasado al presente, en el paso de un paisaje detenido en el
tiempo, hacia la prisa y el cambio de 1972, el autor siente un algo impreciso que “bien pudiera
ser Él, sobre el tiempo y las cosas”. El tiempo, la presentidad y futuridad de la intrahistoria
unamuniana, lo cotidiano diluyéndose en la eternidad, como el hondo secreto de esta vivida y
nostálgica crónica afectiva en que se transformó la historia barcelonesa en las páginas de
Agustí. Ajenas, por otra parte, a toda innovación de tipo técnico: fieles, hasta en la forma, a
un realismo tradicional.
¿Episodios nacionales la saga de Agustí? No me atrevería a afirmarlo. Hay, desde luego,
ficción e historia armoniosamente enlazadas; y hay visión retrospectiva, en donde
acontecimientos auténticos y biografías ficticias van avanzando en el tiempo volumen a
volumen. Pero el título unificador –La ceniza fue árbol– se evade de lo nacional para recaer
en lo existencial.
Pero lo que hay, indudablemente, es el mismo afecto hacia los seres y las cosas que sigue
emocionándonos en todas las páginas galdosianas y su crear unos personajes desde dentro, no
meras marionetas que sólo bailan gobernadas por los hilos de una Historia que se quiere
narrar. Mariona es, por supuesto, algo mucho más profundo que un pretexto narrativo para
ilustrar la transformación de una sociedad. Aunque sea, también, el símbolo de esa
transformación.
Símbolos de clases sociales y del devenir de la Historia, pero, también, cuidadísimas
creaciones novelescas son los personajes ficticios del friso histórico que desarrolló el
matrimonio Fernández de la Reguera y Susana March.
En febrero de 1963 aparecían los dos primeros volúmenes de sus Episodios Nacionales
Contemporáneos, como obra en colaboración. Ambos eran ya en esa fecha escritores
conocidos y, en el caso de Fernández de la Reguera, premiado y ampliamente traducido,32 con
cinco novelas de amplia difusión, publicadas entre 1951 y 1959: Cuando voy a morir, Cuerpo
a tierra, Perdimos el paraíso, Bienaventurados los que aman y Vagabundos provisionales.
En cuanto a Susana March, era una reconocida poetisa desde 1938, con seis libros de
poemas publicados, los cuales, los dos últimos sobre todo –La tristeza y Esta mujer que soy,
ambos en la colección de Adonais– la habían consagrado definitivamente. Cuatro novelas y
un libro de relatos, entre 1942 y 1955, acreditaban paralelamente su experiencia y madurez en
el género narrativo.33
Desde hacía años estaban unidos por lazos tanto laborales como de amistad a José Manuel
Lara, el fundador y director de Editorial Planeta, donde habían publicado sus últimas obras. Y
aludo a esta relación (que se mantuvo inconmovible hasta su muerte)34 porque fue, según mis
noticias, un proyecto editorial ideado por Lara el origen de los Episodios, que encargó al
matrimonio de escritores la continuación de los de Galdós, convencido, con la perspicacia e
inteligencia comercial que siempre lo caracterizó, del éxito de la empresa.
Y en ésta, por supuesto, como en el caso de Camba, volvía a utilizarse el nombre de
Galdós como reclamo publicitario. (“La referencia a don Benito es una y otra vez inevitable”,
diría también la crítica).35 El creador de Trafalgar, sin embargo, sería solo prudentemente
614
citado en el texto de la obra. Únicamente en dos ocasiones los autores se detienen en su figura
de modo algo extenso. Primero, la narración del homenaje que se le tributó en El Retiro, de
Madrid, en enero de 1929, con motivo del noveno aniversario de su muerte, donde el
personaje narrador va animando a una compañera de estudios a la lectura de las obras del
novelista: El amigo Manso, Misericordia, la serie de los Torquemada... (Ella se niega a leer
Doña Perfecta, “porque ataca a los católicos”, a lo que contesta el muchacho que “ataca a las
beatas, que es muy distinto”). La estudiante afirma haber a leído Fortunata y Jacinta, pero
que lo ha hecho “a escondidas”, y la primera serie de los Episodios.36
La segunda mención extensa es, naturalmente, el estreno de Electra, narrado a través de la
evocación de un supuesto asistente que recuerda los vítores a Galdós, el traslado triunfal a su
domicilio y los gritos anticlericales, entre los que el narrador destaca el de Ramiro de Maeztu,
ronco aún de tanto gritar: “¡Mueran los jesuitas!”. Luego se alude al juicio de la madre de la
supuesta inspiradora de la obra –Adelaida de Ubao– que logró ante el Tribunal Supremo, en
febrero de ese mismo año de 1901, el regreso al hogar de la hija, tras la brillante defensa de
Salmerón.37 El resto de las alusiones a Galdós son ocasionales,38 pero una de ellas es
significativa por lo que tiene de homenaje. Daniel, uno de los personajes secundarios, alaba a
los grandes autores realistas del XIX y afirma hacia 1926: “Es muy fácil criticar, pero me
gustaría saber si los poemas de Aragón podrán compararse nunca con las geniales creaciones
del ruso: los hermanos Karamazov, el príncipe idiota, sus pobres gentes, Rascolnikow... Ahí
está el garbancero de don Benito. Todo el mundo se mete ahora con él. Ya veremos quién
consigue superarlo...”. 39
Bajo esa evidente impronta galdosiana, la serie comenzó a publicarse con el éxito
esperado. Fernández de la Reguera y March, financiados por la Editorial y con una Beca de la
Fundación March, se consagraron a una tarea histórico-narrativa que, tal vez, anuló en parte
otras posibilidades de su producción.40
La serie, como en el caso de Camba y del propio Galdós, quedó incompleta por la
enfermedad de Susana March, que murió en 1991 y que anuló en Fernández de la Reguera la
voluntad de afrontar en solitario su continuación. Pero, con lo publicado, nos encontramos
con el proyecto y realización más ambicioso de las continuaciones galdosianas.
Aparecieron entre 1963 y 1988 diez títulos, algunos en dos partes, lo que arroja un total de
doce volúmenes, con un promedio de más de quinientas páginas en cuarto cada uno, y que
fueron apareciendo anualmente hasta 1970, y ya discontinuamente los tres últimos.
La serie comienza narrativamente “el día 25 de febrero de 1898”, en que Esteban Pedrell,
uno de los personajes conductores de la serie, se embarca en el puerto de Barcelona camino de
Cuba, y termina lo publicado en la sesión de las Cortes de 16 de marzo de 1933, tras el triste
episodio de Casas Viejas, preludio de la dimisión de Manuel Azaña. Unos cuarenta años de
Historia, que los autores dividieron en títulos marcados por esa misma Historia: Héroes de
Cuba, Héroes de Filipinas, Fin de una regencia, La boda de Alfonso XIII, La Semana
Trágica, España neutral, El desastre de Annual, La Dictadura I (1923-1925) y II (1926-
1930), La caída de un rey, y La República, I y II. Es obvio que falta un tomo, al menos,
dedicado a la República y el título número doce de la serie –en uno o varios tomos– dedicado
a la Guerra civil, enlazando con la novela que a ella dedicó Fernández de la Reguera, Cuerpo
a tierra, al igual que Camba habría, probablemente, enlazado con Madridgrado. Porque si en
Cuerpo a tierra cambiásemos los nombres de sus personajes, protagonistas o secundarios,
podría perfectamente encajarse, como final, en la serie de los Episodios, enlazada la narración
de guerra, por tono, técnica y desarrollo narrativo, al desolado y estremecedor testimonio que
615
son Héroes de Cuba o El desastre de Annual, incluso con la similitud de la muerte final de
sus protagonistas en el caso de Annual.
Es obvio que, para acometer su empresa, los autores, al igual que Galdós, hubieron de
realizar una previa y laboriosa investigación que sumaba, como en el autor de Trafalgar, tres
fuentes bien diferenciadas: libros testimoniales o de investigación, periodismo, y aquellos
ejemplos de historia viva –testimonios directos y personales– a que ya aludí. Pero el resultado
no es, evidentemente similar. Y recuerdo aquí un juicio de uno de los críticos de Camba, Juan
Antonio Tamayo,41 que me parece incuestionable: “Todo trabajo histórico exige un gran
esfuerzo de documentación; esfuerzo penoso que también penosamente debe ser disimulado”.
Pero en la serie de los Episodios contemporáneos no se ha pretendido tal disimulo.
Recordemos la afirmación de Flaubert, aplicada a la novela histórica, de que los personajes
reales del cuadro, que deben ser el fondo del mismo, pueden hacer palidecer con su fuerza a
los personajes ficticios del primer plano. Aquí, en los Episodios que estoy comentando, los
personajes históricos no empañan jamás a los ficticios, primero porque casi no actúan
narrativamente –excepto en el caso de Mateo Morral– y segundo porque los seres ficticios de
la serie poseen una poderosa personalidad que jamás se limita a su función –innegable
también– de ser testigos o participantes de unos episodios o símbolos de una ideología, un
ambiente o una clase social. Pero en el conjunto de la obra, la narración histórica ahoga en
ocasiones la narración ficticia. Los personajes actúan dentro de la Historia, como en Galdós,
pero ésta les relega con frecuencia a un segundo plano en el discurrir del texto. Al maestro
Galdós el lector le concede la creencia en la veracidad histórica de lo relatado, por su
armónica fusión de verdad de lo acontecido y ficción de lo imaginado dentro de esa verdad.
En la serie que nos ocupa se pretende demostrar esa verdad y, según avanza, esa demostración
camina hacia el ensayo histórico, cuyas afirmaciones han de corroborarse mediante
procedimientos no narrativos, superpuestos al texto de la novela. Ejemplos de esos
procedimientos son las introducciones históricas que preceden a veces al texto novelesco y,
sobre todo, la utilización de notas a pie de página (o al final de cada volumen) y la reseña de
la bibliografía consultada que, incluso, se comenta con amplitud. Y todo ello, curiosamente,
sin ningún criterio fijo pero, desde luego, de manera creciente, desde Héroes de Cuba sin
notas ni datos extratextuales –éstos aparecen fusionados con el texto–42 hasta La República, en
donde el volumen I se abre con un llamado Prólogo con palabras ajenas, en el cual, a lo largo
de veintinueve páginas preliminares se transcriben textos de Ricardo de la Cierva, Gabriel
Jackson, Eduardo de Guzmán y Emiliano Aguado, bajo el título general de La leyenda negra
de la República, y todos, obviamente, laudatorios de la misma. Y el texto narrativo se
acompaña de setenta y siete notas bibliográficas finales de considerable extensión. Omito el
análisis de la utilización de todos estos procedimientos extranarrativos, que cumplen una
función demostrativa a favor de la veracidad de lo relatado y de la legitimidad de la
interpretación de lo acaecido. Procedimientos que no rehuyen la reproducción de mapas o de
planos.43
Todo este abundante material histórico-informativo, que apuntala extra-narrativamente la
verdad de lo relatado no interfiere realmente al relato en sí mismo, al texto intrínseco de lo
novelado, aunque pueda condicionar –de hecho lo hace– la recepción del mismo por parte del
lector. Pero, obviamente, puede ser prescindible.
Ahora bien, la copiosísima información histórica ha pasado también –sobre todo cuando se
trata de una información coetánea escrita– al texto narrativo de la novela, y aquí la
interferencia sí es plena y no prescindible, ya que forma con la ficción un texto indivisible
pero que, con frecuencia, paraliza, corta o amplifica extra-narrativamente la acción novelesca.
616
O rompe, incluso, la tensión dramática. Así, frente al perfecto final de Héroes de Cuba,
donde, como veremos, el desamparo de los soldados repatriados se presenta en acción
narrativa, el artículo final reproducido del Heraldo de Madrid, de 5 de octubre de 1900, en
Héroes de Filipinas, tiene un evidente interés histórico, pero no novelesco. E igual podría
aducirse del extenso artículo de Maragall, –que se reproduce íntegro– publicado en La veu de
Catalunya, el 18 de diciembre de 1909, que cierra La Semana Trágica. O el insertar en ésta,
en el texto, la lista completa de las iglesias y conventos incendiados, que publicó ABC en su
momento y que ocupa las páginas seiscientas ocho a seiscientas diez de la novela.
Todos somos conscientes de la masiva utilización por parte de Galdós de una información
extraída de la prensa y el libro de Pilar García Pinacho sobre las dos primeras series de los
Episodios44 es revelador en este sentido. Y recientemente yo misma he tenido ocasión de
constatar el conocimiento y la utilización de la prensa romántica en la tercera serie.45 Pero
nunca se emplea el procedimiento de la inclusión de artículos completos en el texto narrativo,
señalando su fuente y fecha concretas. Las alusiones –incluso citas textuales– se transparentan
pero no se evidencian ni abruman jamás al lector con una carga de información añadida, que
puede resultar de enorme interés histórico pero puede, también, suponer un lastre en el interés
narrativo. Esta falta de proporción entre el dato suministrado y la ficción novelesca en los
Episodios contemporáneos fue, por supuesto, evidenciada por la crítica que aconsejó a sus
autores un abandono del “objetivismo arqueológico que a veces convierte en reportaje erudito
la evocación histórica, y donde se echa de menos la confusión entre lo personal y lo
histórico”.46 Y sin embargo, es evidente también que con frecuencia se intenta el ensamblaje
del dato aportado o los sucesos concretos referidos con la vida ficcional de los personajes: la
batalla de Verdún, por ejemplo, se relata a través de las cartas del personaje Juan Pedrell,
combatiente en ella, insertas en España neutral, donde, cuando se reproduce la cronología de
las “declaraciones de guerra que se iban sucediendo en aquellos días”(p. 60), se aclara que
Ignacio Aymerich, personaje-conductor de la serie, las iba apuntando en su carnet de notas; si
se dedica prácticamente el capítulo primero del mismo volumen a trazar una síntesis de la
situación política europea desde años atrás a 1914, y se alude al enfrentamiento de Alemania e
Inglaterra, un par de frases enlazan el tono informativo y didáctico al hilo novelesco ficcional:
“El enfrentamiento de estos dos colosos preocupaba hacía tiempo a Ignacio. Estaba orgulloso
de Europa y por nada del mundo hubiera deseado que variase algo en ella” (p. 11) y ya, en el
capítulo II, ese panorama se funde con los personajes al transmitirse a través de un diálogo
entre ellos, como procedimiento habitual, al igual que en Galdós. Y los ejemplos es obvio que
pueden multiplicarse en un funcionamiento similar como procedimiento análogo, donde es
frecuente que una noticia transmitida por la prensa sea comunicada a través de la supuesta
lectura de la misma por parte de un personaje –procedimiento éste, por supuesto, muy
galdosiano también– que presenta ejemplos sumamente curiosos, como la narración del vuelo
del Plus Ultra, en La Dictadura, II, a través de las impresiones de lectura de Quico Pedrell,
que está redactando sus memorias, de un ejemplo de Blanco y Negro de 31 de enero de 1926,
en donde se transcribe toda una información del número, pero alternando los anuncios
comerciales, que se reproducen, con las noticias de la guerra del Rif.47
Pero, en líneas generales, ¿cómo se articula lo histórico con lo ficcional? El procedimiento
es el habitual desde Galdós: la creación de uno o unos personajes-testigos o participantes de
los hechos, que van creciendo en años según la cronología histórica avanza, y que he
denominado personajes-conductores. Y ahora no se trata de dividir esta cronología en series,
ya que el tiempo de lo narrado permite la presencia de los mismos personajes en toda la
colección, si bien los más ancianos irán desapareciendo de la misma. Se ha optado por el
sistema –análogo en Agustí– de la saga familiar, pero ampliada, en este caso, a dos grupos
unidos pero distintos: la familia de los Aymerich, asentados en una rica burguesía catalana
617
desde mucho años atrás, y los Pedrell, sus servidores desde hace también varias generaciones.
Padres, hijos y nietos que van pasándose el relevo en el protagonismo de la serie, aunque en el
caso de Esteban Pedrell e Ignacio Aymerich se mantenga, casi inalterable, su presencia en
todas las novelas. Son, por supuesto, dos clases sociales y dos ideologías enfrentadas, pero
que, en el texto de la serie, no luchan entre sí. (Entre Esteban e Ignacio siempre queda latente
el recuerdo de una niñez compartida, en que el hijo de los señores y el de los porteros
desarrollan en el patio de la gran casa sus juegos infantiles).
Analizar la relación y presencia de los diferentes miembros de ambas familias con los
sucesos históricos, según avanzan sus vidas en la Historia de su tiempo, es una tarea que
excede con mucho a las posibilidades de tiempo o espacio de esta comunicación. Sólo apunto
un ejemplo. Cuando Paco Pedrell, el hermano menor de Esteban, tiene que cumplir el servicio
militar en África, en el volumen de La Semana trágica, decide luego quedarse en el ejército.
Ello posibilita que, en el tremendo relato de El desastre de Annual, asistamos a la presencia
en él del “sargento Pedrell”.
En el volumen posterior –La Dictadura– sabremos que fue de los pocos soldados que
pudieron salvarse, pero que, herido y enfermo, presionado por la familia, pide la baja en el
Ejército. Sin trabajo, en Barcelona, acepta el ofrecimiento de entrar al servicio, como chófer,
de Ramón Aymerich, el personaje pre-fascista que colaborará, con su hijo, en el fallido
levantamiento del 10 de agosto. Paco Pedrell, su mujer y sus hijos se trasladan, por tanto, a
Madrid, y con ellos el espacio novelesco de la serie. Y allí, desde 1929, el relevo de la
narración pasa a su hijo Quico Pedrell, que comienza a escribir unas memorias que se
remontan a esa marcha a la capital en 1923. Era evidente que para situar la dictadura de Primo
de Rivera, la marcha de Alfonso XIII y el establecimiento de la República era espacio
novelesco más idóneo Madrid que Barcelona, donde permanece el resto de ambas familias
continuamente comunicadas por cartas que, incluso, se transcriben.
En los representantes de esta doble saga de familias van apareciendo personajes de
extraordinario interés novelesco que cumplen la doble función apuntada: portadores de la
acción novelesca y testimonio de una posición política o social: Juan Aymerich, el catalanista
casi utópico,48 que choca con el escepticismo de su hermano Ignacio, o el catalanismo
puramente afectivo de Esteban Pedrell.49
Teresa Aymerich, extraordinario personaje, en quien Susana March ha dibujado un
intimista carácter, de un inconsciente feminismo, –característico de su creadora, nada
inconsciente en ella– y una rebeldía espiritual, que será ahogada por las circunstancias
sociales de su posición de mujer casada de la alta burguesía50 y cuya muerte sume a su
hermano Ignacio –que hubiese deseado que desarrollase esa larvada rebeldía– en un estado de
dolor tan profundo que le conduce casi a la locura. O el personaje de Sara, la hija de Esteban,
que sí logra estudiar y liberarse del papel arquetípico a que parecen condenarla sus
circunstancias sociales y que protagoniza una mínima rebelión familiar de resonancias
autobiográficas.51
El evidente republicanismo de la obra está representado por el propio Esteban Pedrell y, en
parte, por Ignacio Aymerich, opuesto, como siempre, a su propia familia. Cuando se proclama
la República, los autores hacen coincidir esa proclamación, en Barcelona, con el final del
volumen La caída de un rey, desde la mirada del antiguo soldado de Cuba que sueña para su
país y su clase social, con un destino más justo:
618
En la plaza de San Jaime seguían la aglomeración y los cánticos. Esteban Pedrell
había llevado a Sara hasta allí.
-Fíjalo todo en tu retina –le dijo con emoción, pasándole un brazo por encima del
hombro–. Quizá nunca puedas volver a ver un espectáculo igual.
Y Sara miró.
Todo un pueblo enloquecido de entusiasmo gritaba incesante alrededor. Las banderas
tricolores y catalanas ondeaban en el aire unidas fraternalmente. Don Francisco
Maciá, el “avi”, sonreía paternalmente, como Don Quijote redivivo, saludando con la
mano. Era un momento indescriptible. Y Sara, con los ojos llenos de lágrimas al
igual que su padre, con su joven corazón de dieciséis años lleno de ilusionado
estupor, gritó también uniendo su voz a las que enronquecían miles de gargantas:
- ¡Viva la República!
Son, tal vez, Esteban e Ignacio los dos personajes dibujados con más penetración y, sobre
todo, en los que los autores han ido señalando una transformación que es evolución personal
y, por supuesto, también inevitable evolución histórica.
Ignacio Aymerich, en la complejidad psicológica que le define, reconoce su propia
ambigüedad social: “Al fin y al cabo, él no era más que un buen burgués, satisfecho de serlo
en el fondo. Estaban bien las piruetas románticas, el espíritu anarquizante, sólidamente
asentado, sin embargo, en su elevada posición social”, reflexiona en Fin de una regencia
(p. 280). Ramón, su hermano, pre-fascista, conservador y monárquico, contempla su actitud
de rebeldía con ironía no exenta de benevolencia. Y en La caída de un rey (pp. 43 y 49) le
define con exactitud: “Siempre contra corriente, siempre atacando a su clase, pero aferrado a
ella como una lapa”. Pero al contemplarle en su madurez, advierte, poco después con gran
pena en el fondo, el cambio efectuado:
Por un momento, a Ramón Aymerich le pareció reconocer en aquel hombre maduro,
con tendencia a la obesidad, que era su hermano actual, al joven taciturno,
inconformista, melancólico y, sin embargo, lleno de atractivo que había sido alguna
vez. Creyó ver sobre su frente el mechón negro y rebelde que siempre le caía hasta
los ojos, el rostro anguloso y fino, la actitud indolente, tensa a la vez. Entonces era
un romántico, aunque lo disimulaba. Con su chambergo modernista, su chalina, su
chaqueta de pana, proclamaba a los cuatro vientos, o quería proclamarlo, cuando
menos, su independencia espiritual. Había sido una vida borrascosa la suya,
errabunda, inquieta, y la madurez lo había dejado anclado en aquella desolada playa
de amargo cinismo, de estéril rebelión. Sintió un amago de pena por él. Le quería.
Cuando joven, casi lo había admirado.
Con la misma implacable sagacidad, Esteban Pedrell se contempla a sí mismo y constata
en lo que el tiempo y la vida le han convertido. Y en los años veintitantos, –La Dictadura, I,
p. 10– reflexiona con melancolía:
Esteban midió, afligido, la magnitud de su impotencia y, sobre todo, el fracaso de su
vida. ¿Qué restaba de aquel joven apasionado, impulsivo y entusiasta que fue? ¿Qué
se hizo del soldado heroico, temerario y ferviente de Cuba? Aquel hombre que
despertó de su apatía de enfermo en Madrid durante los acontecimientos de 1906, y
aquel otro, el enamorado del año nueve, que tan generosa y bravamente se portó
durante la Semana Trágica, ¿dónde estaba?
619
Ahora era un hombre cada vez más decepcionado y distante de todo. Un hombre que
se sorprendía a sí mismo, con estupor, diciéndole a su hermano Pep: “No te metas en
jaleos”. Su interés por la política se había convertido en un hábito de expansión
rutinaria y vulgar, sin riesgos, sin ni siquiera el acento apasionado y ferviente de su
juventud.
Naturalmente, a los personajes de las familias Aymerich o Pedrell se van sumando
distintos y numerosísimos personajes a lo largo de las más de seis mil páginas de la serie. Una
parte de ellos surgen ya en Héroes de Cuba y Héroes de Filipinas, que volvemos a encontrar
en Madrid en 1906, durante los días de La boda de Alfonso XIII. El Madriles, combatiente en
Cuba, que reanuda su amistad con Esteban, y que seguirá unido, él y sus hijas, a la familia
Pedrell, hasta su muerte durante la Dictadura. Esteban acude a su lecho de muerte y el antiguo
soldado se despide: “Bueno compañero, otro de Cuba que se te va” (La Dictadura I, p. 486),
mientras evoca los nombres de otros compañeros desaparecidos: José Expósito, Carballo,
Hijo l'Alcalde, Novas, Carbonell, el Desertor... Allí, en el Madrid de 1906, reaparece Pedro
Acosta, el periodista que vimos actuar en Héroes de Filipinas, y vemos ahora mezclado con
un grupo anarquista, que planea un atentado contra el rey, al margen del de Morral, y en ese
Madrid conmocionado por la boda de Alfonso XIII, se relaciona con Félix Martínez Losa, el
protector de José Expósito, el soldado muerto en Cuba. Ambos, Acosta y Martínez Losa,
permanecen en la serie casi hasta el final. Allí aparece también Fétido, el combatiente de
Filipinas, que coincide con Mateo Morral en la huida de éste hacia Torrejón de Ardoz, etc,
etc... La lista de personajes que aparecen en cualquiera de los volúmenes, y desaparecen o
reaparecen y se relacionan entre sí, es inmensa: una verdadera tela de araña que convierte la
serie en una especie de Comedia humana o Novelas de la vida contemporánea, pero presidida
por una cronología que avanza, marcada por la Historia.
He aludido a una desaparición. Muchos de estos personajes, que han muerto o se borran
definitivamente del texto, como actores, son recordados con asiduidad por los personajes que
mezclaron con ellos sus vidas. Una rememoración casi continua, que proyecta la acción hacia
el pasado, enlazando cada volumen con sus precedentes. En El desastre de Annual, por
ejemplo, un soldado cuenta una chistosa anécdota que ha oído a un “vejete” de su pueblo que
estuvo en Cuba, y la anécdota se refiere a José Expósito, el ingenuo soldado que vimos morir
en la contienda del 98, continuamente recordado por Esteban, el Madriles, o Martínez Losa.
Compañeros, amigos, novias, amantes, etc., que aparecen y desaparecen vitalmente, pero son
continuamente rememorados, hasta establecer unas líneas de unión de intrincada estructura en
los catorce volúmenes de la colección. Y que, a veces, se marcan por medio de una fusión
temporal, mediante la rememoración de una acción del pasado cuyo recuerdo resucita una
acción del presente. En la nueva guerra de Marruecos –La Dictadura II, p. 208– y tras el
desembarco de Alhucemas, las tropas españolas entran nuevamente en Annual. Paco Pedrell,
el antiguo sargento, en Madrid, sigue por la prensa las noticias de la campaña. Y pasado y
presente se funden en acción narrativas según rememorará su hijo Quico, en sus memorias:
Todos seguíamos con ansiedad las noticias de la guerra. Casi no se hablaba de otra
cosa. La noche que se supo la reconquista de Annual, mi padre se levantó de la mesa
a los postres. Fue a la cocina y trajo una botella de champaña.
Llenó los vasos de todos –mi hermano pequeño ya dormía– y levantó el suyo en un
brindis mudo que nos escalofrió.
Mi padre tenía los ojos llenos de lágrimas. Mamá tragaba saliva con dificultad, con la
garganta agarrotada. A Montse y a mí, la emoción nos enturbiaba también la vista.
Bebimos lentamente. Sentí resbalar el llanto por mis mejillas.
-¡Pobres compañeros muertos!- murmuró papá.
620
A estas presencias o evocaciones de episodios y personajes habrán de sumarse los escasos
personajes históricos con actuación directa en los relatos, pero aludidos constantemente, a
veces con amplitud, como el relato de la actuación directa de Ramón y Cajal en Cuba. O la
historia y actuación de Mateo Morral, casi protagonizando el episodio de La boda de Alfonso
XIII, centrado temporalmente en los catorce días que van del 20 de mayo al 2 de junio de
1906, si bien con amplias incursiones hacia el pasado.
Y junto a todos ellos, la creación de personajes solo muy tangencialmente unidos a los
Aymerich o los Pedrell, pero que asumen el protagonismo de un volumen: Francisco Calero,
el soldado que muere en Filipinas; Luis Gómez de la Riba, el señorito libertino, asesino e
incendiario que cae abatido a tiros durante la Semana Trágica, magnífico personaje creado por
Susana March, o Chamberí –personaje de Fernández de la Reguera–,52 el soldado que logra
escapar del infierno de Monte Arrui –“sólo el general Navarro, nueve jefes y oficiales y unos
cincuenta hombres” (p. 502)– protagonizando una escalofriante huida, para morir cuando ha
alcanzado la salvación.
Creo que es evidente, al llegar a este punto de la disertación, que el modelo galdosiano
configura la estructura narrativa de estos nuevos Episodios. (Incluso, recordamos para estos
protagonistas de Episodios, evadidos casi totalmente de la interrelación general que configura
a los demás, como son Gómez de la Riba o Chamberí, que tenían el ejemplo galdosiano, por
ejemplo, del José Fago de Zumalacárregui). Pero, sobre todo, el realismo histórico que los
preside, la creación de los personajes conductores de la acción, la progresión temporal de
vidas e Historia paralelas, la continua interrelación de esas vidas, etc, etc, ofrecían el mismo
propósito de composición de un gran friso histórico en donde la ficción –en primer plano en
Galdós– discurre paralela al acontecer real.
En donde las fuentes de información coetáneas con el periodismo en primera línea, fuesen
el sustitutivo de una historia viva, de comunicación oral, cuando ésta fallase o fuese
insuficiente. Y en donde lo visto y oído, a partir de determinado momento de la serie –como
ya indiqué– pasase a ser testimonio directo. En el caso de los Episodios de Fernández de la
Reguera y Susana March –nacidos en 1916 y 1918 respectivamente– al llegar a los volúmenes
consagrados a la República, ya puede denotarse un testimonio directo, ese testimonio que se
evidencia con plenitud en Cuerpo a tierra.
Cuando ya con veinte años Fernández de la Reguera participa como combatiente en la
Guerra Civil, va a testimoniar en su novela esa experiencia vital. La novela tergiversaba tan
poco lo vivido que un compañero de la contienda le escribió para advertirle, ingenuamente,
que su memoria le había fallado porque las cosas no ocurrieron verdaderamente tal como las
relataba.53
Obviamente, el autor de Héroes de Cuba o de El desastre de Annual, no vivió
personalmente los sucesos, como Galdós no vivió Trafalgar. (Pudo, por supuesto, acudir a
testigos que, en los años 50 y 60, rondarían los setenta y ochenta años, lo mismo que Gabriel
Araceli y Galán, el grumete del Santísima Trinidad). Pero la experiencia vital del combatiente
anónimo de Cuerpo a tierra se transparenta en las dos novelas de guerra aludidas. Y desde esa
experiencia se aúna el mensaje implícito de las tres obras. A este respecto escribió Dámaso
Santos,54 antes de que se iniciase la serie de los Episodios:
De Cuerpo a tierra se ha dicho todo: desde que es la mejor novela que se ha
publicado en España durante mucho tiempo hasta que carece de verdadero interés,
salvo el descriptivo, porque lo mismo podía haberse desarrollado en cualquier otro
621
país en otro tiempo, al quedarse en una remarquiana condenación de la guerra.
Apenas hay argumento, sino el de la vida del soldado que va a la muerte. Pero yo
creo que, aparte de este valor de subrayar la obediencia del soldado, sus sufrimientos
y hasta cierto punto la ignorancia de por qué hace lo que hace, que sin duda ha
favorecido su difusión, resplandece en este relato algo muy vivamente español y muy
humanamente nuestro de aceptación del sacrificio que ha caracterizado al
combatiente de España desde los días celtibéricos.
Recalco tres frases del párrafo: “la vida del soldado que va a la muerte”, “la ignorancia de
por qué lo hace” y la “aceptación del sacrificio”. Las tres pueden servirnos de guía de lectura
de una buena parte de los Episodios contemporáneos. Pero su importancia, en esta
comunicación, estriba en que estimo que pueden también servirnos de hilo –ya no estructural
sino conceptual– que une estas páginas a la literatura del sector más crítico de la
Restauración. Porque, en realidad, a través de estos Episodios del XX, podríamos llegar a los
mismos puntos de crítica histórica que señaló progresivamente Antonio Regalado55 en los del
XIX, brotados de la pluma de Galdós: desencanto ante el sistema político de la Restauración;
acercamiento a los valores del pueblo –la intrahistoria unamuniana–; y programa de
reivindicación social basado en el reconocimiento de los derechos del proletariado.
Los personajes de estos Episodios contemporáneos irrumpen en la serie, ya lo vimos, en
1898. Pero no tienen, a mi entender, relación alguna con los escritores que vemos agrupados
bajo esa fecha, al menos en su ideología. Porque ya en varias ocasiones me he referido a la
generación del 68 como “otra generación del 98” o “el 98 de otra generación”, y a ello
dediqué un breve trabajo en el año del Centenario.56 Y a ello se consagró, en parte, el volumen
El camino hacia el 98, de varios autores, también en 1998.57 Aparte del citado volumen, las
páginas de Lissorgues, Adolfo Sotelo, Ramón Gascón o Botrel, por ejemplo, me eximen de
todo comentario.
Pero me atrevería a sintetizar tres aspectos de la posición de los escritores de la
Restauración ante el problema del Desastre colonial, que me interesan particularmente,
porque es el único periodo y la única gran crisis que viven conjuntamente los escritores
representantes de la generación del 68 y los héroes novelescos de la serie de que me ocupo.
Esos tres aspectos podrían ser la exaltación del valor del soldado anónimo; la
confrontación de su sacrificio con la irresponsabilidad y egoísmo de los políticos y la radical
injusticia del sistema de redención a metálico que eximía del servicio militar –y por tanto de
combatir en tiempos de guerra– al sector de la población que podía pagar la cuota.
Cuentos como La leva, de Pereda, el mismo ¡Adiós, Cordera! de Clarín están acusando,
desde bastante antes del conflicto cubano, la injusticia social, el dramatismo de esa situación,
que moviliza a la sociedad. En 1 de marzo de 1869, por ejemplo, tuvo lugar una manifestación
en Sevilla solicitando la libertad de cultos, el matrimonio civil, la separación de la Iglesia y el
Estado, etc... y entre otras aboliciones reclamadas, inevitablemente, la supresión de las
quintas.58 Pues bien, esta situación de injusticia social será en la serie la causa de que Juan
Pedrell se convierta en desertor, tras la muerte en Cuba de su hermano mayor, mientras
ninguno de los jóvenes Aymerich presta servicio militar. Y la aspiración de que todos –pobres
y ricos– compartan las penalidades de la guerra es motivo recurrente en la serie.59
La expresión “carne de cañón” (La Semana Trágica, p. 223), o “matadero” –recordemos,
de nuevo, el ¡Adiós, Cordera!– aplicadas al soldado anónimo o a la guerra, son la expresión
del destino de los humildes. Hasta el señorito libertino Gómez de la Riba, tal vez cínicamente,
622
se plantea ese destino del pueblo en la misma fecha –La Semana Trágica (p. 314)– en que
Esteban ha descrito la salida de las tropas hacia Marruecos:
¿Cuál era el destino de toda aquella gentuza? Trabajo agotador, enfermedades,
miseria. ¿Por qué se aferraban tanto a la vida? Turba analfabeta, sin cultivar,
embrutecida, sus reacciones tenían que ser puramente animales. Importaba poco que
existieran o no; sobraban esclavos en el mundo. Hasta él llegaba el rumor de sus
voces, de sus impotentes lamentos. Eran como un rebaño de reses condenadas al
sacrificio. Irían muriendo pasivamente, los matarían en la guerra... Una
muchedumbre anónima. Todos, padres e hijos, desaparecerían sin dejar rastro. Sufrir
la más oscura de las muertes. Sus cuerpos serían arrojados a la fosa común. Algunos
quizá tuvieran una cruz en su sepultura. Los nombres, desconocidos de todos, se
irían, además, borrando con el tiempo. Las cruces acabarían por caerse. No quedaría
nada de ellos, ¡nada! Como si no hubiesen vivido jamás. Y, sin embargo, allí estaban,
llorando, afanándose... ¿para qué? Estaban trabajando sólo para el dolor y la muerte.
¡Qué absurdo!
La guerra es un matadero donde esas “reses condenadas al sacrificio” sufrirán hambre, sed,
torturas, mutilaciones y muerte. Y no sabrán exactamente por qué o para qué. Reflexiona el
sargento Pedrell en el infierno de Marruecos (El desastre de Annual, p. 320):
¿Y él? ¿Qué hacía él en el ejército? ¿Qué hacía aquí en esta carretera, agotado,
herido, caminando, como los demás, hacia una muerte casi segura?
Juan, su hermano, luchando heroicamente en Verdún, comunica su experiencia de “aquel
infierno” y reflexiona al igual que su hermano (España neutral, p. 236):
Aquello era la guerra, desnuda, sin gloria. Unos hombres cansados, tristes, llenos de
piojos, de miedo, de horror, que avanzaban hacia la muerte, rodeados de la más
absoluta destrucción. ¡Los héroes! ¿Qué pesadillas tendrían los héroes, qué noches
monstruosas llenas de fantasmas ensangrentados?
¿Y para qué? En Héroes de Cuba, (p. 327) se plantea la pregunta, y se contesta de modo
similar a la expresión clariniana de que Cuba “es España” no “de España”.
“Estamos aquí”, dirá un personaje, “para defender nuestro suelo”. (Recordemos el cuento
El rompecabezas de Pardo Bazán).
Hay en toda la serie una misericordiosa y estremecida mirada dirigida a esos tristes
españoles destruidos, que ya habían sido descritos por Galdós luchando en otra guerra
colonial, la del Callao, de 1866, pero con la mirada puesta, en ese año de 1906 –fecha de
finalización de La vuelta al mundo en la Numancia– en los sucesos del 98, como ya analicé
hace años.60
En la rememoración de la guerra con Chile y Perú, Galdós recuerda emocionado “aquellos
infelices quebrantados ya de navegación larguísima, mal comidos y sufriendo mil
privaciones”, que “prorrumpieron en exclamaciones delirantes” antes de entrar en batalla,
“declarando el gusto que les causaba morir por una reina que no habían visto nunca, y por una
patria que a tres mil leguas de distancia no pedía otra cosa que la terminación de una guerra
insensata” (cap. XXIV). Son los mismos soldados en Cuba que evoca Esteban Pedrell
(Héroes de Cuba, p. 77), en otra guerra probablemente sin sentido:
623
Aquellos hombres odiaban la guerra, no les importaba, y sólo pensaban en la vuelta
al hogar. Eran, en su mayoría, analfabetos o de una ignorancia inconcebible. Sufrían
hambre, enfermedad y atroces penalidades. Estaban faltos de todo, hasta de la mísera
soldada de unos céntimos de sobras. Aquellos soldaditos ignoraban quiénes y por qué
los habían enviado al matadero colonial. Ignoraban quiénes y por qué gobernaban en
España. Les hablaron de la Patria, del honor,... “Bien –decían los soldados– bien”, y
casi ninguno entendía esos conceptos. Sin embargo, aquellos soldaditos morían a
miles en los campos de Cuba, en los hospitales; luchaban con valor suicida; se
cubrían de gloria. Aquellos soldaditos eran héroes, auténticos héroes. Y eran –sin las
patrioteras declamaciones diarias de los periódicos, que repetían sin cesar la frase,
ignorando su verdad, porque desconocían a esos hombres– “los mejores soldados del
mundo”. Ellos, a merced de la incuria, la imprevisión y el fraude, hambrientos,
extenuados y rotosos, olvidados a la hora de las recompensas, abandonados en la
enfermedad y la mutilación, ellos eran los héroes, los que salvarían la dignidad de
España como nación, lo único que quedaría limpio e inmaculado, si toda aquella
oleada de podredumbre en que Esteban Pedrell sentíase preso y asfixiado, reventaba
en la ignominia de un desastre nacional.
Por eso, frente a toda la “patriotería peninsular” de “los que no iban a la guerra”, sin “vana
retórica”, la razón, su razón, era “estar con aquellos hombres”: los marginados, los
silenciosos, los condenados, como los condenados del proceso de Montjuich, cuyo
fusilamiento ha contemplado sobrecogido (Héroes de Cuba, p. 31), subiendo al Castillo con
una muchedumbre silenciosa: “...todos iban, como él mismo, a ahondar en su dolor, a palparse
la herida de un cruel abandono, a sufrir con aquellos seres –los condenados– cuyo puesto,
quizás, ocuparían mañana, estaban ocupando ahora mismo en las trincheras de Cuba y del
archipiélago filipino.” Y Esteban Pedrell tirita, no sabe si “de frío” o de “horror”.
Y todo ese sacrificio de los humildes, todo ese matadero, pudo haberse evitado. Galdós,
obligatoriamente, leyó la editorial que publicó su periódico –La Nación– de 19 de junio de
1866. (En su línea ideológica escribió su novela sobre los sucesos muchos años después). Ese
editorial se tituló “Otra gran victoria inútil”, y en ella se ataca ferozmente la actitud del
Gobierno, con su ignominioso carpetazo final, como un insulto a los protagonistas de la gesta:
el pueblo español, como es tradición en su Historia, había sido, de nuevo, traicionado por sus
políticos. Esos políticos, esos “diputadotes” que Clarín desea ver embarcados hacia Cuba, “a
ver si disparaban discursos contra barcos yankees y los echaban a pique a fuerza de
solecismos sin humo”.61
En esta misma tónica, las acusaciones a los políticos españoles de los sucesivos Gobiernos
se suceden en la serie. En Héroes de Cuba (p. 365) leemos:
Aquí los únicos que hacen patria de verdad son los que ni siquiera saben lo que
significa esa palabra y por eso pueden sentirla limpiamente, sin la mugre de los
vocingleros: los soldados que mueren en Cuba y Filipinas.
Frente a esa muerte –el Caney, Cavite, Santiago, Baler... o Annual–, se opone “la
improvisación o la incompetencia” de los que gobiernan62 que van provocando esas inútiles
“sublimes heroicidades”,63 que provocan la íntima rebeldía de Paco Pedrell.64
Diego Ansúrez, el personaje galdosiano, perdió su alma y tuvo que “dar la vuelta al mundo
para encontrarla” (cap. XXXI). Esteban Pedrell pierde la suya al regresar a España desde el
infierno cubano, en un barco de repatriados. Ha presenciado la salida desde el puerto de La
624
Habana, entre vítores a Cuba libre y a los yanquis. Sólo un grito de “¡Viva España!” sale de
un balcón: “Fue el único viva al país vencido que se oyó aquella mañana en la capital de
Cuba” y ha salido de la garganta de una prostituta (p. 563). Pero en el barco sueña con un
recibimiento semejante al adiós de la partida, arropados por los gritos de “¡Valientes!
¡Valientes!” (p. 9), con una multitud agrupada “para recibir a los héroes de Cuba”. Pero
recordemos los testimonios de los escritores del 68. Recordemos La contribución o El Rana,
de Clarín. El olvido, la miseria65 que Esteban Pedrell –que ha servido de modelo a uno de los
tremendos dibujos de Nonell– va rememorando años después al caminar por la Barceloneta,
en las páginas de La Semana Trágica (pp. 148-49):
Hacía mucho tiempo, a raíz del Desastre, que él estuvo acudiendo allí, casi
diariamente, para reunirse con sus compañeros de infortunio, “los repatriados” de
Cuba y Filipinas, la carroña que devolvió a la patria la última guerra colonial. Se
hallaba por entonces muy grave, derrotado física y moralmente. Su único consuelo
era departir con aquellos infelices, unos pobres desgraciados –consumidos por las
enfermedades, destrozados por las mutilaciones, deshechos por la tristeza y la
decepción– como él. Recordaban sus aventuras guerreras, sus amoríos con las
dalagas, criollas y negras; sonreían desmayadamente; hablaban de los compañeros
muertos; criticaban con violencia el abandono en que los tenían los gobernantes; se
exaltaban al recordar el despego de la gente, el ignominioso baldón de cobardía que
osaron arrojarles encima.
Pedrell movió la cabeza entristecido. Recordaba, sobre todo, los terribles silencios,
los angustiosos silencios de aquellos seres abandonados de todos, hundidos en la
miseria. Uno a uno, implacablemente, casi diariamente, habían ido desapareciendo.
Dejaban un eco muy pequeño, un hueco muy pequeño: la silla vacía. Se marcharon
como habían vivido, como habían luchado: sin estridencias. Así se marcharon los
héroes: calladamente. Y a nadie le importó. Ellos, los héroes, héroes anónimos,
ignorados, se marcharon así: silenciosos y avergonzados.
Sin embargo, en el barco de regreso aún se mantiene viva la esperanza de que el horror y
el sufrimiento no han sido inútiles. Pero en el muelle no había
absolutamente nadie. Vio las lágrimas caer, lentamente, por los rostros tristes,
demacrados de sus compañeros. Oyó sus rudas palabras de ira, de violencia, de
amargura sobre todo. Él no dijo nada. Sus ojos continuaban secos, como siempre.
Sólo sentía un asco profundo, un profundo desprecio.
El muelle estaba solitario. Sólo había unas ambulancias, varios enfermeros de la
Cruz Roja, algunos militares.
Pedrell pisó el muelle. Se le acercó un enfermero. Pedrell le rechazó con fuerza.
-¡Déjame!
Se escabulló entre los tinglados del puerto. Penetró en las calles de la ciudad. Iba
solo, con una congoja insufrible. Los transeúntes le miraban. Le dirigían unas
ojeadas de refilón, desdeñosas.
625
Entró en un paseo. Vio un banco y se sentó. ¿Qué haría? Estaba sin dinero. Tenía
hambre. Su enfermedad parecía haberse agravado de pronto. Escribiría a sus padres.
Pero ¿qué podía hacer entre tanto?
Levantó la cabeza. Delante de él había dos hombres jóvenes, más o menos de su
edad, elegantemente vestidos. Le miraban con insolencia, con un aire conminador.
-Éste debe ser uno de los que acaban de desembarcar.
-¡Cobardes! –exclamó el otro–. ¡Pandilla de cobardes!
Pedrell inclinó la cabeza. Pensó en Basilia. Solamente ella había tenido piedad de los
vencidos.
Y fue entonces cuando le acudieron las lágrimas a los ojos, como una oleada
incontenible.66
Este final de Héroes de Cuba está fechado en octubre de 1962. Cinco años antes, José
Hierro ha publicado su Réquiem por “Manuel del Río / natural de España” que “no ha muerto
/ por ninguna locura hermosa”, porque “hace mucho que el español / muere de anónimo y
cordura,/ o en locuras desgarradoras / entre hermanos: cuando acuchilla / pellejos de vino /
derrama sangre fraterna”67
Y el poeta, que ha leído su esquela en Nueva York, no le ha dicho a nadie que estuvo “a
punto de llorar”. Creo que sobre Esteban Pedrell, al igual que sobre Manuel del Río, está
planeando el dolor de una derrota, de una posguerra, en definitiva, del dolor de España. Y tal
vez lo mismo que el poeta, y lo mismo que el simbólico soldado vencido de la guerra de
Cuba, sintamos también nosotros que estamos a punto de llorar.
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NOTAS
1 Estrofa 712, en la edición de Germán Orduña, (Castalia, Madrid, 1987, p. 255). En estrofas cercanas, se
repite la sujeción a esta fuente de testimonio oral: “La çibdat de Santiago, segunt oí contar/ por muy luenga
memoria...” (est. 708) o “Yo oí muchas vezes aquel omne contar/ diciendo... (est. 711)
2 La sociedad española del siglo XIX en la obra de Pérez Galdós, (C.S.I.C., Madrid, 1957).
3 En “Novela e historia”, comentario crítico a Héroes de Filipinas, de Fernández de la Reguera, en Gaceta
lIustrada, Madrid, 16 de mayo de 1964, p. 45.
4 Cfr. “Galdós y Mesonero (una vez más costumbrismo y novela)”, (en Galdós. Centenario de Fortunata y
Jacinta (1987-1988), Actas. Universidad Complutense, Madrid, 1989, pp. 217-238, y “El periodismo en
Galdós”, en Madrid en Galdós. Galdós en Madrid, de AA.VV., Comunidad de Madrid, pp. 221-230).
5 Los ejemplos de notas semejantes aparecen con cierta frecuencia en sus volúmenes dedicados a los sucesos
históricos de La República: “Los autores de este Episodio asistieron a la presentación de la obra de Julio
Rodríguez...”, etc. (La República II, p. 396); en el volumen anterior: “En 1963, uno de los autores de esta
obra fue recibido en audiencia por el director General de Enseñanza Media...”, (p. 386) y relata la anécdota
que corrobora lo sostenido en el texto. O en ocasiones se puntualiza la fuente oral de lo narrado. Así,
leemos en una nota de La caída de un rey (p. 533): “La narración de lo ocurrido aquel día en la Diputación
la deben los autores a la amabilidad del testigo presencial y fiel cronista de los acontecimientos don
Joaquín Maluquer Nicolau, hijo del señor Maluquer y Viladot, y de su nieto don Juan Maluquer Wahl.”
6 Antonio Iglesias Laguna, Treinta años de novela española. 1938-1968, (Prensa Española, Madrid, 1969).
7 “La novela histórica en la narrativa española actual” (en Narrativa española actual, de AA.VV., Eds.
Universidad Castilla-La Mancha, 1990, pp. 73-89).
8 Muy superficialmente e identificando, en el siglo XX, episodio nacional con novela histórica sobre la guerra
del 36, Gaspar Gómez de la Serna intentó su delimitación: “El episodio nacional como género literario” (en
Clavileño, III, marzo-abril, nº 4, 1952, pp. 21-32 y nº 17, pp. 17-32). Dos años después incorporaría su
artículo a España en sus Episodios Nacionales (Ensayos sobre la versión literaria de la Historia) (Eds. del
Movimiento, Madrid, 1954). Pero fundamentalmente sigo a G. Ribbans, en su concepción del episodio
como subgénero autónomo: History and Fiction in Galdos' Narratives, (Oxford, Clarendon Press, 1993),
que recoge, con nuevas aportaciones, sus trabajos anteriores de 1988 y 1992. Una excelente síntesis del
problema la ha realizado Antonio Dorca (“Ideología, historia, texto: la resistencia a los Episodios
Nacionales en el umbral del siglo XXI”, en Siglo diecinueve (literatura hispánica, Valladolid, 1995, tomo I,
pp. 223-233).
9 Introducción a Mister Witt en el cantón (Ed. Cátedra, Madrid, 1987 p. 26).
10 Marcelino C. Peñuelas, Introducción a Imán (Destino, Barcelona, 1976). Cit. a través del estudio de José Mª
Jover (nota anterior).
11 “Principales novelas españolas publicadas en el quinquenio 1935-1939”. En el volumen IX de Las Mejores
Novelas Contemporáneas, Selección y estudio de J. de Entrambasaguas. Con la colaboración de Mª del
Pilar Palomo (Edit. Planeta, Barcelona, 1967).
12 Debo el dato a la amabilidad de Fernando Morago, autor del citado trabajo, aún, en esta fecha, en fase de
realización.
13 Ob. Cit.
14 Texto contenido en una carta que reproduce parcialmente Salustiano Martínez en “Manuel Andújar:
Víspera de la guerra civil” (en Camp de l'arpa, Barcelona, nº 51, 1978, pp. 52-56).
15 Tras Cristal herido, de 1945, no integrada en una estructura seriada, realizaría Vísperas, con sus tres títulos
–La llanura, El vencido y El destino de Lázaro– que se publicaron entre 1947 y 1959; Lares y penates
627
estaría integrada por Cita de fantasmas, Historias de una historia y Una indagación de la voz y la historia,
aparecidas entre 1973 y 1986, en que se publica la versión completa del segundo título de la serie.
16 Enero sin nombre. Los relatos completos del laberinto mágico. Con presentación de Francisco Ayala,
selección y prólogo de Javier Quiñones (Alta Editorial, Barcelona, 1994). Cfr. la completísima
“Maxaubiana (Ensayo bibliográfico)”, de Ignacio Soldevila (en Actas del Congreso Internacional
“Max Aub y el laberinto español”, vol. 2, Ayuntamiento de Valencia, 1996).
17 Cfr. La obra narrativa de Max Aub, Gredos, Madrid, 1973.
18 En la dedicatoria manuscrita a Isabel Prieto de la citada novela, sobre el confinamiento de prisioneros de
guerra en la isla de Cabrera, durante la Guerra de la Independencia.
19 Joaquín de Entrambasaguas, en el estudio preliminar a la edición de La revolución de Liaño (Las Mejores
Novelas Contemporáneas, tomo V, Edit. Planeta, 1959, p. 1.286). Se trata del estudio más extenso que
conozco sobre la obra del escritor.
20 De la segunda serie se anunciaron El petate del general Sanjurjo, La corte del rey Niceto, El romance de
Casas Viejas, Los fusiles del “Turquesa”, Asturias en llamas, ¡Venga esa presidencia!, y Calvo Sotelo. De
la tercera serie se anunciaron, además del primero y último ya indicados, ocho títulos más: La flota pirata,
Sin novedad, mi general, Oviedo, Mares de gloria, José Antonio, La velada de Benicarló, Napoleón en el
Ebro y Mientras galopan los cuatro jinetes.
21 “Ante unos nuevos Episodios Nacionales” (en Cuadernos de Literatura Contemporánea, C.S.I.C., Madrid,
nº. 5-6, 1942)
22 Se consignan autor y publicación periódica, pero sin fecha de la misma. Pero críticos y publicaciones
constituyen un importante muestreo de la crítica de los 40: Alfonso de la Serna, Casares, Fernández
Almagro, Carrere, Cossío, Marqueríe...
23 “Continuaba modestamente la nota galdosiana”, dice igualmente, de Camba, Gómez de la Serna (ob. cit.
p. 106)
24 Ob. cit., p.1.292.
25 La conquista de la elegancia, de 1901 o Cuentos de infantas, de 1905. De 1902 es el dedicado a Luis I y
Luisa Isabel de Orleáns, que en una edición de 1952 adoptarán el título de El reinado relámpago.
26 Los destinos se abren el camino: estudio histórico sobre la novela de Alfonso Danvila “El testamento de
Carlos II”, primera obra de la colección Las luchas fratricidas de España (Badajoz, 1999).
27 La Saboyana (1924); Austrias y Borbones (1927), El primer Carlos III (1927), Almansa (1927), La
princesa de los Ursinos (1927), El archiduque en Madrid (1929), El Congreso de Utrech (1929), El triunfo
de las lises (1931), Aún hay Pirineos (1940).
28 Las luchas fratricidas de España, Madrid, 1941-1950, en catorce volúmenes, ya que alguno de los títulos
abarca más de uno.
29 Jaime Sendra Catafan: La novelística de Ignacio Agustí en “La ceniza fue árbol”: una saga catalana
(1865-1965), Tesis doctoral, University of Maryland, 1977.
30 Ignacio Agustí, Ganas de hablar, (Edit. Planeta, Barcelona, 1974, pp. 156-57). Se publicó dos años después
de la muerte del autor.
31 Los párrafos siguientes son reproducción de los que ya dediqué a Agustí en 1983, en la Historia de la
Literatura Española de Ángel Valbuena Prat, en su edición ampliada por mí misma (tomo VI, Edit.
Gustavo Gili, Barcelona, 1983, pp. 378-379)
628
32 Su primera novela, Cuando voy a morir (Premio Ciudad de Barcelona, Destino, 1951), había sido ya
traducida al francés y al inglés. Francis de Miomandre había puesto el prefacio de la edición francesa de
Cuerpo a tierra, que también se tradujo al alemán.
33 Canto rodado (1942), Nido de vencejos (1944), Narraciones, (1945), Nina (1949), Algo muere cada día
(1959).
34 Retirado Fernández de la Reguera de toda actividad literaria, voluntariamente recluido en su domicilio a
causa de una larga enfermedad, acudía, sin embargo, –y muy gustosamente– todos los años a la concesión
del Premio Planeta, de cuyo jurado formó parte hasta su muerte, en el año 2000, por deseo expreso de José
Manuel Lara.
35 Reeditados los dos primeros volúmenes en 1997, coincidiendo con el Centenario del 98, leemos en las
solapa de los volúmenes: “Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March iniciaron en 1963 la
publicación de la famosa serie de novelas históricas Episodios Nacionales Contemporáneos que al modo
de Benito Pérez Galdós, traza un cuadro magnífico de España...”, etc. En cuanto a la crítica, Antonio
Tovar, por ejemplo, (ob.cit.), al comentar el sitio de Baler en Héroes de Filipinas, y las ciudades sitiadas de
Zaragoza y Gerona.
36 La Dictadura, II, pp. 430-432.
37 Fin de una regencia, pp. 251-253.
38 En La boda de Alfonso XIII, se le cita entre los “santones” literarios: Valera, Menéndez Pelayo, Pereda, etc.
(p. 330) y en España neutral, con motivo de la muerte de Echegaray, se alude a la protesta de los
intelectuales por su premio Nobel, ya que “consideraban que el premio lo merecía muchísimo más el
escritor canario don Benito Pérez Galdós” (p.257)
39 La Dictadura II, p. 122.
40 Desde 1963, R. Fernández de la Reguera sólo publicó dos libros de relatos y diversos ensayos, y Susana
March, una colección de cuentos y tres libros de poemas.
41 Ob. cit.
42 Cuando se reproduce, por ejemplo, el trozo de un artículo periodístico, éste es leído por un personaje
(p. 62). Y la acción comienza sin preámbulo histórico. Cuando la acción se retrotrae a sucesos anteriores a
1898, éstos están vistos desde la perspectiva de los personajes.
43 Por ejemplo el mapa de la parte central de la isla de Luzón, donde ocurrieron los principales episodios de la
guerra (p. 19), o ilustraciones que reproducen la Iglesia, o el plano del pueblo de Baler en Héroes de
filipinas. La Semana Trágica adoptará el sistema de notas a pie de página que casi desaparecen en España
neutral, y en El desastre de Annual. En este último título se adjunta una “pequeña parte de la bibliografía
consultada”, que se estima “suficiente para que los interesados en el tema puedan comprobar la fidelidad de
los datos históricos en que se han basado los autores, y así, “no abrumar al amable lector con la enojosa
prolijidad de las notas a pie de página”. Y en La Dictadura I, antecediendo a las sesenta y seis extensas
notas del final del volumen, leemos la siguiente advertencia: “Aunque pueda parecer insólito aducir
bibliografía en un relato novelesco, nos ha parecido conveniente citar algunas de las obras consultadas, no
solo para acreditar la solvencia de los datos aportados, sino para orientación de algunos lectores que acaso
deseen profundizar más en el tema”. Incluso, en ocasiones, los autores recalcan en esas notas su posición
personal ante los acontecimientos. Así, en La caída de un rey (p. 249), podemos leer: “Seguimos en ese
pasaje la versión de Miguel Maura (op. cit., p. 85) que nos parece más ajustada a la realidad que la de
Alejandro Lerroux (La pequeña historia, Edit. Cimera, Buenos Aires, 1945, p. 61); ...seguimos a Hidalgo
de Cisneros, cuya narración se nos antoja la más congruente con los hechos”, (p. 363), o se adhieren a la
opinión de la fuente consultada: “Con razón hace reproches Jesús Pabón (op. cit. p. 63) a esta inhibición...”
(p. 291). Y devotos, en todo momento, a esta fidelidad, –y exhibición– a las fuentes históricas, se utiliza la
propia serie como testimonio informativo. Así en La República, II, se remite, en ocasiones, para mayor
información de los hechos, a títulos anteriores: “Vid. el episodio Héroes de Cuba” (p. 9), etc.
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44 La prensa como fuente y subtema de los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós, Fundación
Universitaria Española, Madrid, 1998.
45 Larra, Galdós y el periodismo romántico (en prensa).
46 Antonio Iglesias Laguna, en Treinta años de novela española (1938-1968), Madrid, 1969, (pp. 287-288).
47 Transcribo diferentes párrafos de esa alternancia de noticias, que se prolonga durante tres páginas (67 a 69),
como un trasunto de la propia lectura del autor: “Yo guardo aún, entre mis libros, un ejemplar de Blanco y
Negro fechado el 31 de enero de 1926. De vez en cuando, al curiosear en mi pequeña biblioteca, me cae en
las manos. Siempre lo hojeo. Miro la gallarda silueta del hidro. Lo retrataron en el instante que iniciaba su
carrera para despegar en Palos de Moguer. Deja sobre el mar una blanca estela. Hay otra excelente
fotografía a toda plana de la entonces poco conocida y hoy tan familiar tripulación. Isleño ilustra la hazaña
con sus personalísimos dibujos y sus graciosos e intencionados pies: “Las Palmas de la Gran Canaria” (una
enorme multitud aplaude y vitorea al hidro-avión, que inicia su colosal aventura desde las Islas
Afortunadas. “Y las palmas de la gran Republica Argentina, (otra ingente multitud aplaude y vitorea al
Plus Ultra, que culmina triunfalmente su arriesgado raid).”
“He dejado de escribir. Me levanto y busco entre mis libros. Aquí está el Blanco y Negro. Regreso con él a
la mesa y lo abro. Me detengo a leer los anuncios. Hay varios muy corrientes, insistentes hasta hoy, que no
me dicen nada –Camomila Intea, Licor del Polo, chocolates Suchard, créme Simón, elixir estomacal de
Saiz de Carlos, Perborol...–, salvo el inefable: “Pechos, desarrollo, belleza y endurecimiento en dos meses
con Píldoras Circasianas”.
“Sigo pasando las páginas. Un artículo de Wenceslao Fernández Flórez, otro de Azorín...Versos bastante
mediocres, historieta de Xaudaró...La tumba de Tut-ankh-amen...(continuará el próximo número). Notas
gráficas de la semana: El Rey (gran abrigo sport, botas de caña, junquillo) en Sevilla; aviadores españoles
condecorados en Melilla por el General francés Pasquier; la infanta doña Luisa en África: visitas al
hospital, aguinaldos a la tropa...”
“Aquellos fueron unos días de sobresalto. La cuestión marroquí volvía a tomar un giro inquietante. Las
cabilas que rodeaban a Tetuán y los indomables anyerinos se habían sometido incondicionalmente durante
la tregua invernal. La pacificación del Protectorado, sin embargo, no sería un hecho hasta que se derrotara
a Abd-el-Krim.”
“Sigo pasando las páginas del Blanco y Negro: “Gran Mundo”, “Deportes”, “La mujer y la casa”. Me
detengo a contemplar las estampas de la moda. Faldas a media pierna (más adelante se acortarían
notablemente), talle bajo la cintura, melenas, corte à la garçonne, larguísimos collares, zapatos de tirillas y
medio tacón...”
48 Es revelador en este aspecto el diálogo entre ambos hermanos en España neutral (p. 237): “Todavía me
duele pensar en lo que pudo haber sido y no fue. No ya como catalán, como español me duele. ¿Por qué no
pudo ser Cataluña la que gobernara desde un principio? Al fin y al cabo, el Estado español se formó con la
unión de Castilla y el reino de Aragón, cuando Castilla era un caos de anarquía y desorden y, en cambio,
Cataluña-Aragón era la primera potencia del Mediterráneo, con una extensión territorial el doble que la de
Castilla...
-Pero fue Castilla la que gobernó.
-Sí, y con el nombre de española impuso su lengua a todos los pueblos de España. Pero te digo, Ignacio,
que ahora ya no me importa nada de eso Tengo otras cosas en que pensar...
-En la gran Cataluña, ¿no es eso? En un imperio formado por Valencia, Mallorca, el Rosellón, además del
principado.”
Diversas reflexiones de Juan Aymerich a lo largo de la serie, insisten en la misma posición. En La caída de
un rey, (p. 59), por ejemplo:
-Admitamos que Castilla hizo a España –solía decir– pero admitamos, igualmente, que Castilla la está
deshaciendo. ¡Todo el país trabajando para esa zona central esteparia y desierta! ¿Qué tenemos nosotros
que ver con Madrid? Absolutamente nada. Geográfica y culturalmente, estamos más cerca de Europa que
del resto de España. Y lo mismo les ocurre a los vascos, a lo navarros, a los gallegos, a los asturianos.
Incluso a los aragoneses. Nuestro anhelo autonomista tiene hondas raíces y no puede destruirse así como
630
así. No sirven los decretos que prohíben esto y aquello. Como no sirve una orden para evitar que un hijo
ame a su madre y la defienda.”
Esta actitud se trasluce, en ocasiones, en acción narrativa. Así en España neutral (p. 119) podemos leer:
“El día 11 de septiembre, Juan Aymerich bajó a Barcelona y tomó parte en la celebración del segundo
centenario de la muerte el Conceller Casanova, cuyo féretro –con el Ayuntamiento en corporación– fue
trasladado, desde el Salón de San Juan, hasta el cruce de la calle Alí-Bey con la ronda de San Pedro. La
ceremonia refrescó en él el amargo recuerdo de la caída de Barcelona, en tiempos de Felipe V, bajo el
ataque de los ejércitos franco-españoles, que dio al traste con las libertades de Cataluña.”
Su asistencia a actos de afirmación catalanista son permanentemente narrados en la serie como en La caída
de un rey (p. 52) con su defensa del idioma catalán por parte de intelectuales castellanos.
Pero en otras ocasiones, no es un personaje, sino el mismo narrador –o narradora en este caso– el que se
manifiesta de análoga manera, como en Fin de una regencia (p. 29), cuando se aduce que la oposición de
Sagasta –frente a Maura– de conceder autonomía a Cuba, fue lo “que obligó a los cubanos a pasar del
Parlamento a la Manigua con la bandera de la independencia. El espíritu unitario del Centro, confundiendo
siempre la unidad con la uniformidad, ya desde finales del siglo XVI, se jugaba ahora los despojos de un
gran imperio colonial, igual que anteriormente se había jugado el imperio mediterráneo heredado de los
soberanos catalanes”
49 “¡Cuánto había prosperado la ciudad, “su” Barcelona, desde entonces!” (Héroes de Cuba, p. 30), con el
mismo posesivo afectivo que en Ignacio Agustí.
50 Creo que hay mucho de Susana March en el personaje de Teresa. Dámaso Santos destacó la engañosa
fragilidad de la poetisa, “la violencia de su rebeldía, de su inconformismo, de su protesta frente al mundo”
(“La valerosa tristeza de Susana March”, en Páginas literarias de Arriba (13-XI-1960). Reimpreso en
Generaciones juntas, Edit. Bullón, Madrid, 1962, pp. 297-210) Es revelador, para analizar el personaje, la
escena de España neutral (pp. 114-115), en que Teresa expresa sus aspiraciones ante la incomprensión de
su familia.
51 Cuando Sara (La caída de un rey, p. 16) se rebela ante el distinto tratamiento que reciben en la familia sus
hermanos varones –igualmente estudiantes como ella– está, en parte, protagonizando una anécdota que me
refirió Susana March referida a su propia adolescencia.
52 En la perfecta colaboración de ambos autores, es difícil determinar con exactitud lo debido a uno o a otro.
Al parecer, alternaban la realización de los episodios, pero los dos colaboraban en todos. Es evidente que
Héroes de Cuba y El desastre de Annual son obra del autor de Cuerpo a tierra. Y que Fin de una regencia,
tan empapado de ambiente barcelonés, lo es de Susana March. Pero que Gómez de la Riba –”protagonista
de La Semana Trágica” se le denomina en una nota de La Dictadura I, p. 36– es creación de Susana March
en información proporcionada por Alfredo Fernández de la Reguera, el hijo del matrimonio.
53 No tengo constancia escrita de la anécdota, que me fue comunicada oralmente por Fernández de la Reguera.
54 En Generaciones juntas (ob. cit. p. 117)
55 Benito Pérez Galdós y la novela histórica española: 1868-1912, Ínsula, Madrid, 1996.
56 “Le 98 d'une autre génération” (en Les écrivains espagnols face à la crise de 1898. Etudes rassemblées par
G. Fabry. Lettres Romanes, Lovaina, 1998, pp. 7-15.)
57 Publicado, bajo la coordinación de Leonardo Romero: El camino hacia el 98 (los escritores de la
Restauración y la crisis de fin de siglo), Edit. Visor, Madrid, 1998.
58 Las páginas del Museo Universal, en varios números dan noticia del hecho (7 y 21 de marzo de 1869). La
noticia va acompañada de un grabado, que reproduce la manifestación –con asistencia femenina y de alta
posición– firmado por Valeriano Bécquer.
59 El tema adquiere casi protagonismo en La Semana Trágica, en varios momentos de la narración: el diálogo
entre la familia Pedrell, cuando se cierne la amenaza de la incorporación a filas y marcha a la guerra del Rif
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de Paco Pedrell (pp.118-119); la descripción del embarque de la tropa en el puerto (p.151) en que Esteban
Pedrell rememora –superponiendo sus recuerdos a la situación presente– su propio embarque hacia Cuba:
“¡Hacía ya tantos años!...Febrero de 1898. Ayer...Ahora...¡Ahora! Su corazón late aturdido...”
Pero aquella misma tarde (p. 227), comentará en su tertulia la inminencia de un cambio:
“Esta tarde estuve en el muelle para despedir a un hermano mío. Es casado y su mujer se halla embarazada
de cinco meses. Yo luché en la guerra de Cuba, como sabéis. También allí iban los casados, los reservistas:
todos los que no podían pagar la redención a metálico. Yo, esta tarde, lo pensaba... Oía la música, veía a los
generales y a las autoridades en el muelle. Veía llorar y retorcerse de dolor a las pobres madres, a las
esposas de los soldados. Todo era lo mismo, lo mismo que entonces, en 1898. Nada había cambiado,
excepto una cosa. Hasta los reaccionarios de La Veu de Catalunya lo han reconocido: el pueblo es lo que
ha cambiado. Los partidos de los trabajadores han aumentado, crecen sin cesar, somos muchos. Queremos
justicia y casi todos los trabajadores sabemos ya que podemos exigirla. Antes discutíais. No lo hagáis.
Entre nosotros no deberían existir disputas, no tolerar que las diferencias ideológicas nos aparten del
empeño en que todos coincidimos: mejorar la terrible situación de los humildes.”
60 “De la noticia al Episodio Nacional: La vuelta al mundo de la Numancia” (en Actas del cuarto Congreso
Internacional de estudios Galdosianos, Las Palmas, 1990, pp. 255-261)
61 Cit. a través e J. F. Botrel, “Clarín en 1898 o la inteligencia puesta al día” (en La crisis española de fin de
siglo y la Generación del 98, de AA.VV. Universidad de Barcelona, 1998).
62 El desastre de Annual (p. 246). Y aludiendo a los sucesos de Melilla anteriores al 98, dirá un personaje:
“Allí se cubrieron de gloria, como siempre, nuestros soldados”...”¡Cuánto heroísmo se derrocha en este
país por la estupidez de los que gobiernan!” (Ibíd., p. 27)
63 Ibíd., p. 246.
64 Ibíd., p. 257.
65 El periodista Acosta, en un diálogo final en Héroes de Filipinas, pronosticaba el triste recibimiento
concedido a los héroes de Baler, que sintetiza; “El mérito de los humildes jamás es reconocido” (p. 621).
En Héroes de Cuba (p. 473), también se anuncia ese olvido:
“Pedrell se vuelve hacia Carballo:
-¡Pobre Novas! Si estuviera aquí, diría: “Eso es la Patria, filiños! ¿Sí o no?”
-Sí; ésa es. Y ésa también nuestra desdicha, hermoso. En la península se levantan monumentos, se da
nombre de calles y plazas a Cánovas, a Sagasta, a todos los culpables de la ruina de la nación, de la muerte
de sus hijos...Pero de esos artilleros, de los hombres que han caído en el Caney y San Juan, de los que
hemos luchado allí...De nosotros nadie se acordará”.
Y el triste regreso de los últimos repatriados de Filipinas se narra en Fin de una regencia (p. 175),
presuntamente contemplado por Manuel Aymerich y Estaban Pedrell.
66 Cuando el Madriles –(La boda de Alfonso XIII, pp. 147 y ss)– protagoniza una anécdota similar no llora:
espera con un cuchillo un noche al “fulano” que le llama cobarde.
67 En Cuanto sé de mí (Ágora, Madrid, 1957).
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