EL PROYECTO REALISTA ANTE LA TRANSICIÓN

POLÍTICA EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA: LA DE

BRINGAS Y LOS ALEGRES MUCHACHOS DE ATZAVARA

Isabel Argentina Fuentes Herbón

1868 .............................. 1974

Benito Pérez Galdós .............................. Manuel Vázquez Montalbán

La de Bringas .............................. Los alegres muchachos de Atzavara

¡Que un siglo no es nada!

Un siglo después la historia parece repetirse.1 Y la crónica novelada de un país en crisis,

inmerso en un proceso de transformación no tan esperanzador como desafortunadamente

previsible en cuanto al verdadero alcance del cambio histórico, un proceso que en ambos

casos se cifra en la experiencia colectiva de una transición política, excelente motivo sin duda

para una crónica desengañada, irónica, cruel incluso, es la tarea que ya asumiera Galdós en La

de Bringas (1884) y que reformula desde la postmodernidad Manuel Vázquez Montalbán en

Los alegres muchachos de Atzavara (1987).

La de Bringas pinta el cuadro social del Madrid de los últimos años del reinado de Isabel

II, interrumpido por la Revolución burguesa de 1868, largamente anunciada, donde la vida de

los Bringas constituye una vida individual y nacional al mismo tiempo, puesto que refleja los

usos sociales y culturales históricamente contextualizados de lo que se pretende sea el país

entero; para Casalduero,2 su matrimonio, su residencia y hasta su modus vivendi llegan a

coincidir incluso de una manera deliberada con el de la propia pareja real, no pocas veces

caricaturizada en su tiempo.3 En este nuevo ciclo o segunda manera galdosiana4 se incide en

la amoralidad y falta de principios de una sociedad en tránsito, en formación, en la que una

nueva clase –la burguesía ascendente– lucha por llegar al poder y se ve obligada a negociar

con la anterior clase dominante, proceso de pactos que culmina con la Restauración, un

embrollado experimento político-social que Galdós daría en llamar “este pastelero valle de

lágrimas”,5 es decir, un país habitado por una amplia y variada tipología de personajes

frívolos, oportunistas, donde el dinero –la locura crematística, que dijera Montesinos–6 es el

motor de las relaciones sociales. Inmersa en este contexto general, La de Bringas estudia un

caso particular de dichas relaciones en aquella sociedad burguesa y decimonónica que, según

recomendara Galdós7 en su artículo “Observaciones sobre la novela contemporánea en

España...”, había de ser el material de la nueva novela de costumbres. No es sino la historia de

Rosalía, una mujer vanidosa y de escasa inteligencia, perteneciente a una antigua familia de

burócratas reales, que se ve envuelta en una serie de situaciones grotescas y hasta angustiosas

tentada por la compra de una manteleta totalmente fuera del alcance de sus posibilidades de

borbónico despilfarro, y es también la historia de una mujer que acabará prostituyéndose entre

la nueva burguesía financiera para continuar satisfaciendo su afán de lujo y para pasar a

constituir al mismo tiempo, un tiempo éste de geniales paradojas, el soporte económico que

asegure la dignidad familiar cuando quede cesante Bringas tras el estallido de La Gloriosa.

Galdós se ceba en el retrato crítico de una burguesía parasitaria más preocupada por lucir

la última moda de París que en crear riqueza, en un costumbrismo de lo cursi que apunta hacia

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esas pretenciosas clases medias afectadas por la locura crematística y la caquexia moral. En

esta sociedad isabelina no hay otra vida que la de la apariencia; Rosalía de Bringas no vive

realmente, sino que imagina vivir cuando perpetra su particular simulacro vital engalanándose

y exhibiéndose en tertulias y paseos: de modo simbólico, su pasión por el lujo se concreta en

una de sus manifestaciones más externas, en lo que en la novela se denomina con sarcasmo

“pasión trapística”.8 En exacto paralelismo histórico, en la España de mediados del XIX no era

condicionamiento de promoción social necesario, por así decirlo, tener dinero contante y

sonante ni talento, sino aparentarlo, o disponer en todo caso de un efectivo entramado de

“relaciones”; el señor Pez, altísimo funcionario real, repartiendo favores desde un despacho

que apenas pisa ha convertido el país entero en una pecera que se perfila como uno de los

factores del previsible fracaso de la Setembrina: en ella nadan todos, sin cambiar en nada...

para que nada cambie, y el propio Pez, pez gordo que bien pudiera irse dando por un

funcionario cesante más, lo cierto es que se toma unas merecidas vacaciones hasta que pase el

alboroto de los primeros días, porque para ello dispone y no será por casualidad de sus amigos

y parientes en la nueva Junta revolucionaria. Poco ha de extrañar que los dos principales

corruptores de Rosalía, esposa modelo y ángel del hogar burgués al inicio de la novela, vayan

a ser precisamente Milagros, la tronada maquesa de Tellería que hace honor a su nombre en lo

que a vivir de puro milagro se refiere, y el oportunista e igualmente pobretón no declarado

don Manuel María José Pez; por esta razón, cuando Rosalía decida asegurar su futuro y el de

su familia, lo hará “Esquivando el trato de Peces, Tellerías y gente de poco más o menos”,

buscando “más sólidos y eficaces apoyos en los Fúcares, los Trujillo, los Cimarra y otras

familias de la aristocracia positiva”,9 la nueva burguesía financiera en la que quedan

depositadas las esperanzas de redención de una España que se empeña quijotescamente en

vivir de espaldas a la realidad y el progreso.

En el verano de 1974, un variopinto grupo de barceloneses pasa sus vacaciones en

Atzavara. Se trata de profesionales liberales ya consolidados y que disfrutan de una posición

económica desahogada: matrimonios en plena crisis de los cuarenta, parejas liberales,

homosexuales, solteras vocacionales. Son Los alegres muchachos de Atzavara, a quienes se

les une Vicente, un personaje que proviene de los suburbios levantados por la emigración de

los años ‘60 y en torno al cual parecen centrarse en un momento dado los múltiples

acontecimientos del veraneo, pero que pasará fugazmente por sus vidas y pronto será

olvidado. Todos ellos han sufrido la educación restrictiva de la postguerra y, aunque

pertenecen al bloque social dominante, su actitud ideológica es de rechazo al franquismo,

próximo ya a su fin, al “hecho biológico”, tal y como se anunciaba eufemísticamente; forman

parte de una generación universitaria, que disfruta de facilidades para viajar al extranjero y

que ve cuestionada la creencia en la inmutabilidad de los valores. La enfermedad y el

pronóstico certero de la muerte de Franco se convierten, pues, en los ejes temáticos que

dirigen las conversaciones del grupo. ¿La razón? Cada uno de los alegres muchachos y

muchachas de Atzavara tiene sus motivos personales para opinar, y de paso desear con cínico

optimismo reformista, que “Si Franco muere todo estará permitido”.10 Sin embargo, las más

veces, la discusión política es circunstancialmente utilizada por los miembros de este singular

grupo de ociosos abandonados al dolce far niente para evitar hablar de sí mismos, de las

tensiones que van surgiendo entre ellos a lo largo de las vacaciones, de manera que habrán de

reconocerse pronto en la paradoja –otra– de oírse hablando no sólo como antifranquistas, pese

a la palmaria conveniencia de la continuidad del régimen dictatorial para sus intereses

económicos, sino incluso como anarquistas coyunturales cuando se confirme la sentencia y se

ejecute finalmente la condena a muerte de Puig Antich: una más de las contradicciones

imputables a la burguesía como clase en continuo proceso de transformación y adaptación al

medio social.11 Desde este punto de vista todos los personajes de la novela parecen

preocupados por la política, pero en realidad ninguno de ellos lo está verdaderamente, más

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allá de la pose chic al uso durante el otoño caliente de 1974. Alguno hay, eso sí, que se

desmarca y va por libre dentro de esta dinámica colectiva de fuerte impronta ideológica.

Según la clasificación generacional de Marra-López,12 la fugaz figura de Paco –del mismo

modo que Vicente– pertenecería al grupo de los “escépticos” o “indiferentes” pues, falto de

preparación ideológica, mira con desconfianza tanto a la clase dirigente como al sindicato

CC.OO. que intenta organizar al proletariado de La Fabriqueta. El único “conservador”

declarado, ocasional veraneante también, es el editor Artiach, al que nadie allí hace el menor

caso y que se dedica simplemente a hacer el payaso intentando extraerle al piano las notas del

Cara al sol sin otra ayuda que su creencia en los postulados escolásticos medievales de la

ciencia infusa. La mayoría de los personajes se encuadra por tanto en lo que este autor llama

“preocupados”, una minoría consciente que reflexiona sobre el galdosiano problema de

España, no suscrita a ninguna ideología política determinada y que cree de manera

pragmática en la democracia burguesa: pero Montse Graupera, a la larga, resulta una

esquizofrénica que, para empezar, es una niña catalana de Burgos, que lee mucho, se

descatoliza, absorbe el nihilismo entreverado de cinismo de su marido, se emancipa sexual y

económicamente, y aún así a duras penas consigue superar su conciencia de vencedora

indirecta de la Guerra Civil o los estigmas de la educación franquista;13 el sabio Dosrius lo

mismo habla de Franco que de las culturas prehistóricas de los Mares del Sur, la cuestión es

lucir su enciclopedia personal; ni tan siquiera el escritor Millás es un escritor comprometido

con la cultura de la disidencia, ya que apenas disimula un notorio interés arribista de inserción

en la industria editorial; por no hablar del señor Basté de Linyola, quien, dentro de la tradición

del más puro “pasteleo” galdosiano, consigue sobresalir personalmente durante la transición

tanto como en los tiempos de la dictadura adscribiéndose al pujante nacionalismo catalán por

considerarlo la mejor opción política para su dinero, nada descabellado para quien ha

conseguido vender toneladas de chinchetas a Guinea y no aprecia gran diferencia entre

llamarse Carlos o Carles: este personaje, quizá el que más adelante lleva un oportunista

posicionamiento político, ¿no recuerda al señor Pez, pastelero mayor del Reino o de la

República, lo mismo da y según convenga?

Manuel Vázquez Montalbán perfila un grupo social hedonista dominado por otras

dictaduras además de la política: la dictadura de la eterna juventud, la dictadura de la

originalidad y la distinción, la dictadura de la diversión. Paco se sorprende del ambiente

orgiástico, libertino, que impregna Atzavara, del amplio repertorio codificado de sonrisas con

que se le obsequia desde su llegada, y no sale de su estupor cuando alguien le sugiere que allí

hasta las habitaciones son “divertidas”.14 Sin embargo, éste es el germen de una sociedad de

tránsito light y ecléctica, que ya no puede ser revolucionaria ni tampoco conservadora,

posibilista, pragmática, que consagra la privacidad y la funcionalidad, que llevará a algunos

nostálgicos a las pintadas del “Con Franco vivíamos mejor” y a otros, no menos nostálgicos, a

acuñar junto con Vázquez Montalbán aquella frase mordaz que rezaba “Contra Franco

vivíamos mejor”. Los alegres muchachos de Atzavara son precursores insuficientes de una

moral de ruptura, seres desorientados, fuertemente condicionados en su estrategia de

actuación por las limitaciones de una educación convencional. Sólo Vicente, el más joven de

todos ellos, asume con valiente determinación el reto que representa abandonar y dejar atrás

su mundo para aventurarse en la vivencia plena de la homosexualidad; ya lo profetizaba la

cita de Cesare Pavese que encabeza el libro:

Traversare la strada per scappare de casa lo fa solo un ragazzo.15

El concepto de sociedad de valores en tránsito resulta aquí inseparable del de “comedia”,

“farsa”. El ejemplar indiano Agustín Caballero de Tormento y La de Bringas se impacienta

ante las “farsas” que sus ojos aciertan a descubrir en la España isabelina, vanidosa,

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superficial, frívola, donde los “misterios” de Madrid consisten en aparentar una opulencia

sostenida gracias a un dinero inexistente y que nadie se preocupa de producir ni, menos aún,

de hacerlo rendir; éste es también el “carnaval” social que censura otro personaje galdosiano

ejemplar, Golfín. En otro orden de cosas, el de la alta política, para muchos observadores

coetáneos el turno de partidos pactado durante la Restauración no fue sino una gran “farsa” de

dimensiones nacionales que institucionalizó el relativo fracaso de la Revolución, pero que

resultaría útil de manera provisional para superar algunos obstáculos extremistas por la vía de

la negociación política. La observación certera del presente –escribe en 1884– exige a Galdós

el conocimiento previo de la historia de la España del XIX y para fundamentar su

interpretación de lo que esta España significa durante la Restauración –donde se confunden el

“ser”, el “querer ser” y el “parecer”– se remonta en el texto a los acontecimientos de 1868 y a

la sociedad isabelina. En este contexto histórico general se inserta la crítica galdosiana de la

política de “gestos” de la Reina, a punto ya de ser destronada, tales como dar en la ocurrencia

de poner en venta el Patrimonio Nacional para ayudar a la decaída economía del país, o

interpretar teatralmente su manido papel de Cristo con corona de pedrería cada Jueves Santo,

pero el virtuosismo irónico de esta crítica roza la perfección cuando Galdós haga que sea la

propia Isabel II quien acabe convirtiéndose, al fin, en protagonista involuntaria de la farsa

particular que se representa a diario en el hogar de los Bringas, pues Rosalía consigue

convencer a su marido de que su primera tentación textil, la manteleta de la discordia, es un

hipotético obsequio con el que Su Generosa Majestad ha sabido reconocer el porte elegante y

la belleza de un talle tan rotundo que él nunca ha estado en predisposición de saber apreciar

en lo que vale.

En Atzavara, curiosamente, tiene también el lector la oportunidad de asistir a la “comedia”

del verano. Para comenzar, el escenario mismo de la narración se configura como una

falsificación; Atzavara es un pueblo de montaña a pocos kilómetros del mar, recién

restaurado, donde las cuadras han sido sustituidas por lujosas salas de estar y los payeses por

ciudadanos de buena posición que necesitan escapar por unos días de su hábitat cotidiano:

Montse Graupera ve en Atzavara “un decorado de piedras viejas para comedias de verano o

de fin de semana de barceloneses que jugamos a cambiar de piel cambiando de paisaje y de

casa”16 y, en la misma línea, a Paqui Sans el entero conjunto compuesto a su alrededor le trae

a la cabeza una representación de Els pastorets interpretada por falsos locos, tras la cual todo

habría de volver indefectiblemente a la normalidad acostumbrada. Fue así y no fue así. La

comedia de Atzavara se desarrolla de modo que poco a poco, hacia el final del verano,

conforme avanza cada uno de los relatos que años después lo evocan desde diferentes puntos

de vista narrativos, se va transformando en una “tragicomedia” cuyos síntomas más relevantes

son las lágrimas del desamor, algunas significativas ausencias, el brusco cambio climático y,

en definitiva, la crónica anunciada del fin de un mundo artificial y ya añejo. No deja de

resultar significativa la circunstancia de que, paralelamente a los hechos narrados en la

novela, el aparato propagandístico del Régimen lleve por aquel entonces algunos años

fomentando la apología del desarrollismo económico y la increíble ficción de una paulatina

desideologización de la sociedad española, estrategia franquista de promoción política que, si

bien se muestra efectiva en sus gestiones diplomáticas ante el Vaticano o los EE.UU. y ya

apunta hacia el Mercado Común Europeo, apenas consigue disimular su condición de parodia

oficial que choca violentamente de puertas para adentro –año arriba, año abajo– con la

emigración masiva, la censura, los asesinatos de Grimau y Puig Antich, la inflación, las

huelgas mineras... Y mientras tanto, los alegres muchachos de Atzavara se dedican a hablar, a

hablar sin parar de Franco, a estas alturas ya flebítico, incapaces todos y cada uno de ellos de

llevar a la práctica algo remotamente parecido a la asunción de un compromiso explícito y

activo.

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Mas, a pesar de sus protagonistas, tanto en La de Bringas como en Los alegres muchachos

de Atzavara el verano está preñado de síntomas de cambio. El verano de 1868 cobra un

sentido dramático y se perciben en él detalles pintorescos, tanto individuales como sociales;

se agolpan los acontecimientos y los indicios, cada vez más claros, del estallido

revolucionario corren paralelos a lo que Montesinos llama la “epopeya del verano” de

Rosalía, cuyos apuros económicos se hacen ya insostenibles. La temporalización escogida

resulta lógica si se tiene en cuenta que La de Bringas constituye la continuación de Tormento,

y que su acción arranca justo donde la de la novela anterior finaliza, es decir, con los augurios

de la revolución venidera, desarrollándose con gran rapidez entre marzo y septiembre de 1868

hasta culminar en el estallido largamente anunciado de La Gloriosa; las indicaciones del

tiempo en que se vive son precisas desde el comienzo del relato y se suceden en un crescendo

cuya función analógica con la intensificación de los problemas de Rosalía y sus deseos de

libertad fiscal se convierte en más que evidente: las voces sobre el temor ante posibles

incidentes que tanto amargan a Bringas mientras trabaja en su extravagante cenotafio, la

sublevación de la Marina, los gestos isabelinos o la contaminación de ideales krausistas que

sufre el propio hijo de Bringas en la Universidad. Como es costumbre en Galdós, la novela se

articula a partir de las estructuras históricas mismas, quedando éstas trabadas de manera

inextricable con la peripecia individual que fundamenta la base de la ficción literaria.

El verano en Atzavara constituye también, en menor medida, una mezcla de lo social y de

lo individual, un microcosmos donde las coordenadas temporales adquieren nuevamente un

valor simbólico. El primer síntoma de cambio entre los alegres muchachos lo representa la

aparición de Vicente, ajeno por completo a su mundo y primer amante declarado del único

personaje que confiere relativa cohesión al grupo, Rafa: una transgresión en toda regla. En el

plano internacional el panorama es también inquietante: Grecia, Portugal, el escándalo

Watergate... Y Franco parece estar a punto de morir de un momento a otro en esos días,

aunque permanecerá aferrado a la vida, al poder y a la máquina de respiración artificial

durante un larguísimo año más. Los veraneantes llegan a Atzavara dispuestos a disfrutar de un

periodo de anormalidad, un paréntesis dentro de la acomodada normalidad burguesa de sus

vidas, y se encuentran con un cúmulo imprevisto de sorpresas: Ariadna hospeda a dos falsos

sultanes de Persia, Rafa se hace acompañar por un novio al que le dobla la edad, el marido de

Luisa Sanglas pide permiso para pasar en Atzavara unos días con una alumna hippy que ha

convertido en su amante, Montse Graupera descubre las primeras canas en su pubis y decide

resueltamente teñírselas con Récital de L’Oreal... Homosexuales entrados en años y alegres

malcasadas, “Éramos los dos sectores marginales de la comunidad y que el azar y la

necesidad nos habían hecho coincidir en aquel pueblo, lejos de los veraneos prestigiosos,

hecho a la medida de nuestras locuras pequeñas y residuales”.17 El ‘68 –esta vez 1968– se

vive con retraso en Atzavara, pero el verano no acabará con un balance satisfactorio para ellos

en el terreno personal y, en el histórico, el desenlace que ya se anuncia se hará aún esperar.

En La de Bringas la acción se focaliza en un único punto de referencia narrativo. Un solo

narrador, un personaje secundario y sin nombre, habla desde la autoridad que le otorga haber

sido testigo presencial de los hechos, así como su condición de amigo personal de los

restantes personajes de la novela, todo un alarde de conocimiento de primera mano que, sin

embargo, no impide la tímida pero deliberada renuncia a la omnisciencia característica de la

voz narradora según prescriben las técnicas naturalistas, patente ya en el inicio mismo de la

obra: “Era aquello..., ¿cómo lo diré yo?”.18 Que dicha renuncia es meramente retórica ofrece

pocas dudas; algunos ejemplos serán suficientes: a pesar de que el narrador crea a pie juntillas

las mentiras de la viuda de García Grande, no esté seguro de la procedencia de la estirpe de

los Sánchez Botín, apenas recuerde si Milagros celebra su tertulia los lunes o los martes, o se

vea en la imposibilidad de reproducir los pensamientos de Rosalía ante la cada vez más

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insoportable presencia del señor Pez,19 lo cierto es que a efectos sencillamente prácticos de

retórica literaria posee todas las características del tradicional narrador onmisciente en tercera

persona.20 Un oportuno “Les vi...”,21 en tal o cual paseo, lo autoriza a seguir contando su

historia con todo derecho como cualquier narrador omnisciente de ley, un narrador que se

permite, además, adelantar acontecimientos de los que ya tiene el lector noticia si ha sabido

permanecer atento al curioso juego intertextual alrededor del cual construye su universo

propio la novelística galdosiana, o un narrador que se permite incluso disfrutar de la compañía

íntima de Rosalía y obtener así detalles personalísimos de su peripecia que correrá a contar de

manera bien poco caballeresca, como pudieran ser sus coqueteos con Pez y los sueños de

clara interpretación simbólica que atormentan de cuando en cuando a su hijita. Otro recurso,

de raíz cervantina, que le confiere fiabilidad como narrador consiste en invocar el testimonio

de otros entes de ficción para sancionar cualquier hecho o afirmación; y de este modo,

Máximo Manso saca al narrador de sus erróneas apreciaciones ante las quimeras de

magnificencia de la viuda de García Grande. A lo que Galdós sí renuncia de forma manifiesta

es a respetar el postulado naturalista de la impersonalidad narrativa. Si bien la voz narradora

explica “antes de seguir quiero quitar de esta relación el estorbo de mi personalidad”,22 el

sistemático mantenimiento del punto de vista irónico contradice estos deseos, al igual que el

citado abuso de personalismo por parte del autor que significa invocar la ayuda de otros entes

de ficción pertenecientes a ese mundo cerrado, de sobra ya conocido, que se va forjando

novela tras novela y del que no parece estar muy interesado en salir. Hacia el final del relato,

el narrador, que reaparece en el texto de vez en cuando, adquiere de nuevo especial

protagonismo, encargándose de cerrar la novela con unos razonamientos a la sazón irónicos –

hace depender la suerte, la estabilidad y hasta la dignidad de la familia del adulterio, al quedar

cesante Bringas y tomar Rosalía a su cargo la misma– y, a la vez, impunemente cínicos –

cuestionan la autoridad moral de un narrador que ha disfrutado con toda probabilidad de los

favores carnales de Rosalía y ahora se erige en su censor, cuestionabilidad que se adelantaba

ya en el capítulo VI, momento en el que se dirige a Palacio con la esperanza segura de que

Bringas interceda en uno de sus pleitos–.

Son cuatro los narradores que, desde perspectivas diferentes, refieren en primera persona

su experiencia particular del verano de 1974 en Atzavara. Diez años después, esta evocación

de contradicciones morales tardofranquistas y escenas de costumbrismo playero

frecuentemente interrumpida por los retazos del presente se focaliza en cuatro de los

personajes que las protagonizaran, pero que sostienen interpretaciones muy diversas sobre

cuanto allí ocurrió, porque también mantienen radicales y divergentes puntos de vista ante la

realidad de su tiempo. Claro que, bien visto, lo cierto es que el más elemental sentido común

apunta a la perogrullada: como seres de experiencia inmediata e individualizada que son,

éstos únicamente pudieron tener acceso en aquel momento a una parte de la totalidad de la

información narrativa, y esa circunstancia repercute no sólo en su análisis del pasado, sino

también en la comprensión de sus consecuencias sobre el presente o, incluso, del presente

mismo. Este perspectivismo plural postmoderno es el que estructura la novela en cuatro

partes, encabezadas cada una de ellas por un epígrafe que tiene a su vez una función

caracterizadora de cada uno de los personajes-narradores: a) “La irresistible ascensión de

Vicente Blesa” –Paco–; b) “Los dos sultanes de Persia” –Montse Graupera–; c) “Biografías

noveladas” –el escritor Millás–; y d) “Sueños de macramé” –Paqui Sans–. Hechos y personas

vistos por unos o por otros parecen distintos porque distintos son quienes los juzgan y, muy

principalmente, porque resulta difícil averiguar qué es qué, quién es quién en el gran teatro del

mundo. No son sino meros indicios que hablan desde la modernidad de la definitiva pérdida

de la unicidad y de la omnisniencia como rasgos distintivos canónicos de la voz narradora. El

fragmentarismo narrativo rompe con la noción de realidad total, globalizante. El realismo

contemporáneo no es tan ingenuo como el del siglo XIX; late en el fondo un cierto

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escepticismo, la conciencia de que ninguna realidad es suficientemente real, postulado que

desmiente la línea ideológica que ha fundamentado el realismo decimonónico desde sus

orígenes tempranos con la novela de tesis, cuando el oficio de escribir requería un

posicionamiento explícito y sólo se podía estar a favor o en contra de algo, puesto que la

realidad había quedado siempre suficientemente definida en tanto que verdad positiva y la

literatura tenía una función social indiscutible de propaganda como arma política de combate.

Esta focalización múltiple conduce a otras consideraciones. En un mismo año, 1884,

publica Galdós Tormento, La de Bringas y Lo prohibido. Como ya ha sido indicado

anteriormente, La de Bringas no sólo continúa la línea temporal de Tormento, sino que parece

estar ya previsto en ella su posterior desarrollo argumental;23 ahora bien, si Tormento está

protagonizada por Amparo Sánchez-Emperador, Rosalía destaca tanto que “llega a avanzar al

primer término” y en La de Bringas, “al retirarse Amparo de la escena, Rosalía ya la ocupa

toda”.24 Por esta razón Montesinos sugiere que Galdós escribe sus novelas siguiendo un

procedimiento diríase que cinematográfico, y que el paso de una a otra consiste simple y

llanamente en modificar el ángulo de enfoque de la cámara. En el mundo novelesco

galdosiano, todo personaje es protagonista virtual: la concreción de esta potencialidad se

reduce a una mera cuestión de focalización narrativa.

Si dentro del ciclo en que se inserta La de Bringas el foco se desplaza de novela en novela,

en Los alegres muchachos de Atzavara coexisten cuatro focalizaciones diferentes

correspondientes a otros tantos personajes, operándose dichos cambios del punto de vista

narrativo alternativamente y dentro de la propia novela.

Breve inciso no tan breve. Resulta interesante señalar aquí cómo el cine, que después de la

fotografía constituyó uno de los factores primordiales en el agotamiento del realismo

decimonónico,25 consagrando la gratuidad del documentalismo y de la mímesis literaria,

influirá, sin embargo, decisivamente con posterioridad en la narrativa rupturista del fin de

siglo y de las vanguardias, tendencias ambas que incorporan desde la modernidad la técnica

cinematográfica del montaje entre otras innovaciones procedimentales deudoras del séptimo

arte, tan extendida todavía hoy en día entre los novelistas contemporáneos de última hora.

Es característica, asimismo, de esta última narrativa la incorporación de referencias

culturales procedentes del mundo cinematográfico, pero también del ámbito deportivo,

musical, etc., referencias varias que configuran la memoria popular y colectiva de toda una

época, lo que Manuel Vázquez Montalbán llama –como Santos Sanz Villanueva–26 la

“educación sentimental”: no por casualidad es éste el título de uno de sus tempranos

poemarios.27 En esta misma línea cabría situar otras obras suyas muy próximas a la crónica

periodística, como Crónica sentimental de la transición o Crónica sentimental de España.28

Se trata en cualquier caso de explorar el aprovechamiento total de las mitologías culturales

más populares y novedosas, desde el cine hasta el cómic, introduciendo elementos de la

cultura de masas que están tratados en su proyección textual con inagotable ironía. En Los

alegres muchachos de Atzavara, Mecano comparte protagonismo con Gunilla von Bismarck,

Nureyev, Anthony Perkins, Louis Armstrong, el Guerrero del Antifaz, el Seat, Peter Pan, la

tónica Schweppes, Marilyn Monroe, Joan Manuel Serrat, la novia de Frankestein, el programa

televisivo “La Clave”, el Paralelo, la Walt Disney Productions, los hermanos Marx, Evita,

Juanito Valderrama, Caperucita o el Che Guevara. No se hace uso y abuso únicamente de la

mera referencia. Este material imaginario de nueva factura puede condicionar a partir de su

significación connotativa la descripción de los personajes o el planteamiento de alguna

situación determinada. Así, Vicente semejaba “un chulo de barrio de película norteamericana

/.../ como si fuera uno de los golfos de West Side Story, pero sin ser golfo, es decir, como un

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señorito voluntariamente disfrazado de golfo”, y se dedicaba al “ballet moderno, es decir, ese

ballet que entonces sólo bailaba Gene Kelly, aunque mi madre decía que mejor que Gene

Kelly había sido Fred Astaire, un tío con aspecto de bacalao muerto de hambre que bailaba

como un ángel”,29 procedimiento narrativo comparable al que utiliza Luisa Sanglas cuando,

con mucho sentimiento y quejío, convierte el relato del encuentro entre Rafa y Vicente en una

copla de Concha Piquer:

-Él llegó en un barco de nombre extranjero, le encontró en el puerto al anochecer.

/.../

-Rafa ha llegado a esa edad en la que el corazón es un cazador solitario y una noche,

noche cerrada de lobo, soplaba el monzón en la Barceloneta y temblaban las

palmeras del paseo Nacional cuando Rafa se metió en un bar del barrio chino y allí

estaba Vicente, apoyado sobre un manchado mostrador, ante una copa de

aguardiente, donde naufragaba su dolor.

Estaba en plan cuplé de la Piquer, pero la historia nos interesaba a todas, pendientes

de las salvajadas que podían salir de aquella boca.30

Excepcionalmente, no duda Vázquez Montalbán en introducir otras referencias si cabe más

frívolas y banales siguiendo la técnica del collage pop, mas éstas acaban siempre por

integrarse con perfecta naturalidad en la acción, sin destacarse en absoluto de una manera

diferenciada sobre el resto del corpus textual. Sirvan como ejemplo las instrucciones de uso

de Récital de L’Oreal, mientras Montse Graupera aguarda en el bidé “con una pierna al este y

otra al oeste” a que el tinte cumpla su misión; por cierto, los resultados le traen a la memoria

la melena azabache que María Móntez luce en las películas de la Metro.31 Se insiste, pues, en

la revalorización experimentalista de materiales tradicionalmente considerados no poéticos o

pertenecientes a la cultura popular, que alternan en el texto con referencias cultas, citas

directas e indirectas de Ortega y Gasset, Flaubert, Tolstoj, Apollinaire, Platón... Lo

característico de estos juegos literarios de Vázquez Montalbán es que no eluden la temática

política y entroncan con la literatura social.

Atendiendo a los presupuestos del realismo decimonónico, La de Bringas se apoya en el

empleo del dato histórico, con frecuencia concretado en fechas o acontecimientos relevantes

de la historia externa, y que se fundamenta tanto en una voluntad de legitimación verista de la

novela como en el propósito de creación de una conciencia histórica. Stephen Gilman32 ya

señaló en su día cómo el XIX es el siglo del nacimiento de la conciencia histórica y del

novelista como historiador, como privilegiado creador-difusor de dicha conciencia.

En Los alegres muchachos de Atzavara no se olvida el dato histórico, básico en la crónica

novelada de la transición y en el ejercicio de la denuncia sobre la base de datos reales

concretos susceptibles de una ficcionalización novelesca.33 El tema que monopoliza las

conversaciones34 de los alegres muchachos, la enfermedad de Franco –como comprueba Paco,

en Atzavara no se ve la Guardia Civil por ninguna parte–, preside una panorámica general que

va desde la Guerra Civil hasta mediados los ‘80 y que refleja, desordenadamente, el mundo de

la emigración de los años ‘60, la liberación de la mujer, la contracultura, el problema

sucesorio, el Opus Dei, los juicios políticos, la censura, Arias Navarro, Fraga Iribarne y

demás glorias del Régimen; otros datos resultan mucho más anecdóticos, como esa “Plaza del

Caudillo” que se transforma en “Plaça 11 de Setembre”.35 Inmersos en lo que se presiente ya

como un gran cambio histórico, los alegres muchachos no cesan de comprar botellas de cava

para brindar por la que creen inmediata muerte de Franco,36 mientras que el propio Vázquez

Montalbán en su Crónica sentimental de la transición pinta una progresía al borde de la

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cirrosis por abuso de los espumosos desde la muerte de Carrero Blanco. Pero el dato histórico

comparte importancia con el dato sentimental e “infracultural”:

-¿Qué se dice allí de lo de Franco?

-¿Qué le pasa a Franco? Ya está bien, ¿no?

-Bueno. Quizá no has oído la radio esta noche y no has visto la prensa esta mañana.

Según parece, no está recuperado del todo. A estas edades...

Yo, que sólo leo Dicen y Garbo cuando voy a la barbería, sólo pongo la radio de vez

en cuando en las emisoras que dan música o retransmiten partidos del Barça y

apenas sí miro los telediarios, por lo que no sabía nada nuevo de Franco, puse cara de

sueco.37

La vida cultural de la postguerra, encorsetada por la censura franquista, favoreció la

creación de circuitos “infraculturales” de muy variada tipología sostenidos por los tebeos, las

novelas rosa, las novelas de aventuras, el cancionero, las exhibiciones folklóricas y

deportivas, el cine, la radio o la televisión.38 Una de sus inmediatas consecuencias, la

alienación colectiva, se convirtió en tema de denuncia para los intelectuales; sólo a partir de

los años ‘60 algunos de ellos –Terenci Moix, el propio Manuel Vázquez Montalbán y otros...–

se aproximarán positivamente a este aspecto de la vida cultural con un afán recuperador de la

memoria sentimental del colectivo social. En una época de castración de la conciencia

histórica y de limitación, además, mediante el aparato de represión y de control censor de la

alta cultura, las masas se nutren de mitologías alternativas potenciadas desde el poder.39 Estos

escritores pretenden, pues, un máximo acercamiento a referentes culturales que resulten

reconocibles, y procuran establecer una corriente de complicidad –irónica, qué duda cabe–

con el lector, insertando para ello en su obra motivos procedentes de los mass media, que

reflejan una sociedad mediatizada por bases subliterarias, cinematográficas, periodísticas,

radiotelevisivas... Una visión complementaria efectuada desde parámetros ideológicos

divergentes y referida a un objeto de estudio muy distinto es la que aporta G. Imbert40 cuando

analiza el poder modelizante que sobre la sociedad de la transición española han ejercido los

mass media, y viene a concluir con Vattimo en la observación de que en el nacimiento de una

sociedad postmoderna los medios de comunicación desempeñan un papel determinante, pues

contribuyen a diluir la unicidad de la razón y a potenciar ideologías plurales.

Manuel Vázquez Montalbán se pronunciaba así en una entrevista en la que reflexionaba

acerca de la importancia que otorga a esta temática de la educación sentimental recurrente en

su obra, una importancia perceptible tanto en su producción crítica como en la construcción

del microcosmos en el que se han de desarrollar las sucesivas ficciones novelescas que

ilustran la realidad española de la postmodernidad: “El sentimiento es un instrumento de

conocimiento como pudiera serlo la razón. La sentimentalidad es el tono que marca la pauta

que dirige el comportamiento de la gente, y estudiarla significa hacer el intento de conocer

aquello que moviliza su conducta desde mecanismos sentimentales, porque aparte de la razón

o las grandes causas, la conducta se moviliza por cuanto afecta a las emociones. Muchas

veces es mucho más interesante conocer la sentimentalidad social, las canciones, que las

grandes ideas de una época: con toda seguridad los grandes pensadores de los años ‘30 y ‘40

no llegaron a influir en las masas, pero sí Antonio Machín.”41 Una opinión reivindicativa del

valor de la canción popular como documento sociológico la de Manuel Vázquez Montalbán,

que vuelve a aparecer en el prólogo al Cancionero general del franquismo (2000), reedición

actualizada de aquel Cancionero general 1939/1971 (1972):

A la hora de recordar las canciones que tanto habían amado, que tanto habían

enseñado a amar y sufrir a los adultos supervivientes de la guerra civil, me di cuenta

652

que les habían sido más útiles que los poemas cultos que nunca habían leído y que

las canciones les ayudaron a sobrevivir por el procedimiento fundamental de hacerles

compañía y de convertirles en personajes delegados de esos a veces perfectos

sistemas narratorios a los que llamamos copla, corrido, tango, bolero /.../ me ratifico

en que a pesar del uso dirigido de aquellas canciones consiguieron aportar verdad y

belleza.42

653

NOTAS

1 Adelantando acontecimientos de relevancia significativa dado el paralelismo histórico que se establece en la

narración y aunque con la debida reserva ante una visión mecanicista de la historia, un siglo después, la

vivencia de una transición política conflictiva y desengañada parece repetirse: los socialistas “en vez de dar

lo que llamaron jactanciosamente una pasada por la izquierda, han venido a encarnar con singular

denuedo el legado liberal, unitario y tibiamente social que está más cerca del sueño de la Institución Libre

de Enseñanza y de los demócratas del XIX que de Pablo Iglesias. Suelen reclamarse, con autocomplacencia

piadosa, de las luces utópicas de 1968: son sus hijos en la misma medida en que lo fueron de otro 68, de

1868, los rectificadores de la Restauración ed 1875, aquellos reformistas de 1881 que fueron Sagasta,

Alonso Martínez o Echegaray. Un siglo justo después, la historia parece repetirse...”; cifr. MAINER, J. C.,

“Cultura y sociedad”, en VILLANUEVA, D. (coord.), Los nuevos nombres: 1975-1990, en RICO, F. (dir.),

Historia y Crítica de la Literatura Española, Barcelona, Crítica, 1992, T. IX, p. 64.

2 Cfr. CASALDUERO, J., Vida y obra de Galdós (1843-1920), Madrid, Gredos, 1970, pp. 82 y ss.

3 Cfr. SEM -Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer-, Los Borbones en pelota (ed. de R. Pageard, L. Fontanella

y Mª D. Cabra Loredo), Madrid, Ediciones El Museo Universal, 1991. Galdós no es el único caricaturista

extraoficial de la familia real en la segunda mitad del XIX, pero... quién imaginaría, de no ser por la

curiosidad bibliográfica que representa Los Borbones en pelota, a Gustavo Adolfo Bécquer escribiendo en

el más puro estilo de un Catulo decimonónico versos tan procaces y que ilustra, mano a mano, su propio

hermano Valeriano; todo queda en familia, pues de familias tratan.

4 “Efectivamente, yo he querido en esta obra entrar por nuevo camino e inaugurar mi segunda o tercera

manera, como se dice de los pintores. Puse en ello especial empeño y desde que concluí el tomo lo tuve por

superior a todo lo que había hecho anteriormente.”; cifr. PÉREZ GALDÓS, B., carta a don Francisco Giner

de los Ríos del 14 de abril de 1882, acerca de La desheredada, y publicada en La Lectura, XX, I, 1920,

257-258. Cfr. MONTESINOS, J. F., Galdós, Madrid, Castalia, 1968, T. II, p. IX.

Curiosamente, el mismo Galdós parafrasea con ironía sus propias palabras cuando habla del primer estadio

de la miseria áurea de la viuda de García Grande: “A esto llamaba Máximo Manso la segunda manera de

doña Cándida, y debo hacer constar que aún hubo una tercera manera mucho más lastimosa [...]“; cifr.

PÉREZ GALDÓS, B., La de Bringas (ed. de Alda Blanco y Carlos Blanco Aguinaga), Madrid, Cátedra,

Col. Letras Hispánicas nº 192, 1991, p. 152.

Las “novelas contemporáneas” de este segundo ciclo son: La desheredada (1882), El amigo Manso (1882),

El doctor Centeno (1883), Tormento (1884), La de Bringas (1884), Lo prohibido (1884) y Fortunata y

Jacinta (1886-1887).

5 Cifr. PÉREZ GALDÓS, B., La de los tristes destinos, en las Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1951, T.

III, p. 636. Y a este respecto apunta justamente Casalduero: “El mundo de la burocracia, con todos sus

sufrimientos, bajezas, miserias y vergüenzas, en su doble proyección, la individual y la colectiva, queda

agotado en La de Bringas. A partir de esta obra, Galdós lo utilizará solamente como instrumento

secundario que sirva de apoyo a tal o cual escena, de la misma manera que pasará a ser algo episódico su

compañero sempiterno, el despilfarro y los deseos de aparentar, encarnados siempre en cuerpo de mujer.”;

cifr. CASALDUERO, J., op. cit., p. 95.

6 Cfr. MONTESINOS, J. F., op. cit., T. II, pp. 61-199.

7 Cifr. PÉREZ GALDÓS, B., “Observaciones sobre la novela contemporánea en España. Proverbios

ejemplares y proverbios cómicos por D. Ventura Ruiz Aguilera”, publicado en la Revista de España, 1870,

XV, pp. 162-168; cfr. MONTESINOS, J. F., op. cit., T. I, pp. 27-34.

8 Cifr. PÉREZ GALDÓS, B., La de Bringas, ed. cit., p. 244.

9 Cifr. ibidem, pp. 295-296.

10 Cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Los alegres muchachos de Atzavara, Barcelona, Seix-Barral, 1987,

p. 148.

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11 Contradicciones y capacidad de adaptación que a juicio de los personajes de Vázquez Montalbán en esta

novela, tan lúcidos en ocasiones a pesar de su ociosa inconsciencia de progres advenedizos, bien podría

haber canalizado la clase burguesa para negociar una solución al enfrentamiento civil que ha marcado el

siglo: “[...] con esa capacidad que siempre le he envidiado de saber ser suiza en Suiza y japonesa en Japón

y en cambio no haber sabido ser republicana en la Cataluña de 1936. Con lo fácil que nos fue a nosotros ser

demócratas en 1977.”; cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Los alegres muchachos de Atzavara, ed. cit.,

p. 100.

12 Cfr. MARRA-LÓPEZ, J. R., “Dos grupos generacionales de posguerra”, en YNDURÁIN, D., Época

contemporánea: 1939-1980, en RICO, F., Historia y crítica de la literatura española, Barcelona, Crítica,

1980, T. VIII, pp. 17-28.

13 Desde mediados de la década de los ‘50 la literatura se vuelca, entre otros temas, en el de la condena de la

amoralidad burguesa y la desmitificación del compromiso sociopolítico burgués, de gran tradición ambos

desde el siglo XIX: Oficio de muchachos (1963, Arce), Nuevas amistades y Tormenta de verano (1959 y

1962, García Hortelano), La isla (1961, J. Goytisolo), Las mismas palabras (1962, L. Goytisolo), Últimas

tardes con Teresa (1966, Marsé), Vía muerta (1964, Nieto). La novela contemporánea tardofranquista

utiliza también el tema de la toma de conciencia personal como conquista de la lucidez, centrado en el

recuerdo de una educación convencional y falsa, o bien en el proceso de superación que lleva al

descubrimiento del yo y de la realidad: Las corrupciones (Torbado), Fauna (Vázquez Azpiri), Memorias

de un niño de derechas y Las ninfas (Umbral), El infierno y la brisa, Diálogos del anochecer y Fabián

(Vaz de Soto) o Celia muerde la manzana (Mª Luz Melcón), entre otros ejemplos.

14 Cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Los alegres muchachos de Atzavara, ed. cit., p. 37.

15 Cifr. PAVESE, C., Lavorare stanca (1936); puede consultarse la edición italiana de Einaudi, impresa en

Torino en 1968; existe también la correspondiente traducción española de las Obras Completas de C.

Pavese publicada por Seix-Barral en Barcelona en el año 1988, de 3 vols.

16 Cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Los alegres muchachos de Atzavara, ed. cit., p. 88.

17 Cifr. ibidem, pp. 100-101.

18 Cifr. PÉREZ GALDÓS, B., La de Bringas, ed. cit., p. 53.

19 Cifr. ibídem, pp. 72, 78, 114 y 295, respectivamente.

20 De hecho, Galdós persevera en La de Bringas en el hábito de utilizar el delirio o el sueño como recursos

narrativos que le permiten plasmar otras realidades, aquéllas que, desde la óptica deformante de los estados

psíquicos anormales, ofrecen al lector una visión complementaria de la que ya adelantara, páginas antes, a

través de los sentidos despiertos alguno de los personajes. Los sueños en la obra de Galdós adquieren un

sentido premonitorio o un significado simbólico. Han sido estudiados por R. GULLÓN en Galdós,

novelista moderno, Madrid, Gredos, 1973, aunque más amplio es el estudio monográfico de J.

SCHRAIBMAN, todavía sin traducción española, Dreams in the Novels of Galdós, New York, Hispanic

Institute in the United States, 1960. Se trata de un recurso corriente en la narrativa decimonónica, que ha de

dar una solución verosímil a la representación cabal de las manifestaciones del imaginario subconsciente

sin violentar las leyes del realismo positivista; propiciaría asimismo una deliberada anticipación al

desarrollo lógico de la acción, e incluso una interpretación alternativa y en clave simbólica de ésta por

parte del lector atento, que no ha de dejarse engañar en la España del turno pacífico de partidos,

revoluciones y restauraciones por las apariencias al uso de la corte de los milagros, y Galdós utiliza la

técnica onírica como medio de acercamiento a personajes y situaciones que escapan a la retórica de lo

sensible, confirmándolo en su condición de narrador omnisciente, dueño absoluto de su particular mundo

de ficción, de símbolos y de... ironía.

21 El significativo empeño del narrador en intervenir siempre in praesentia queda demostrado, como en pocas

ocasiones, en la escena costumbrista que recrea pormenorizadamente la tertulia veraniega de doña Tula;

cifr. PÉREZ GALDÓS, B., La de Bringas, ed. cit., cap. XXVII.

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22 Cifr. ibidem, p. 75.

23 Tema de la pobretona cursi. Inicio de su corrupción a partir de los regalos ofrecidos por Agustín Caballero.

Relaciones conflictivas entre los Bringas y las hermanas Sánchez-Emperador. Et caetera.

24 Cifr. MONTESINOS, J. F., op. cit., T. II, p. 96. La de Bringas forma parte de un ciclo novelístico en el que

se entrecruzan muchas vidas ficticias. No es de extrañar que en novelas como Tormento o El doctor

Centeno, la crítica de la época echara de menos un héroe o una heroína: cualquiera de sus personajes podría

serlo y en cualquier momento de sus vidas. Con manifiesta voluntad de creación de mundo, Galdós

incorporó a sus novelas el método balzaciano de la reaparición de los personajes a partir de El doctor

Centeno y, así, en La de Bringas, bien sea porque habiten en Palacio o porque tengan allí amigos y

parientes relacionados de alguna manera con los círculos cortesanos, el lector tiene la oportunidad de ver

coincidir muchos personajes que ya le resultan conocidos por su actuación en otras novelas. Dicho método

responde técnicamente a la teoría de que cualquier trozo de vida individual puede dar de sí una novela, en

la misma medida que sustenta el proyecto balzaciano de creación de un mundo ficticio particular pero

completo en su ficcionalidad, semejante al real, dentro del cual se consideraría artificial incluso destacar de

manera selectiva a uno de los personajes sobre los demás. Hasta tal punto cada hombre puede llegar a ser

una novela, que el primer capítulo de La desheredada se titula “Final de otra novela”; en efecto, alguien

acaba de morir. No obstante, únicamente resta recalcar que dentro de su ciclo La de Bringas es la más

unitaria de las novelas galdosianas, la que tiene un plan uniforme más “a la francesa” y aquélla en la que

Rosalía asume un protagonismo casi absoluto.

25 Y según la profecía de McLuhan pudo haber estado a punto de acabar con la literatura en su totalidad; cfr.

McLUHAN, M., La galaxia Gutenberg, Madrid, Aguilar, 1969. Ya en 1936, Walter Benjamin advertía

cómo el cine era el más poderoso agente destructor del aura de la obra artística y de toda una tradición; cfr.

BENJAMIN, W., “La obra de arte en la época de su reproductibillidad técnica”, en Discursos

interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia, Madrid, Taurus, 1973.

26 Habla este autor de una misma “educación sentimental” que comparten, hasta cierto punto, todos los

componentes de la generación del ‘68 y que permite aplicar en este caso el controvertido baremo

generacional; cfr. SANZ VILLANUEVA, S., “Generación del ‘68”, en El Urogallo, 26 (junio de 1988).

27 Cfr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Una educación sentimental (1967); puede consultarse la recopilación

de la obra poética completa de Manuel Vázquez Montalbán Memoria y deseo. Obra poética (1963-1983),

Barcelona, Seix-Barral, 1986.

28 Cfr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Crónica sentimental de España, Barcelona, Lumen,1971;

VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Crónica sentimental de la transición, Barcelona, Planeta, 1985.

29 Cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Los alegres muchachos de Atzavara, ed. cit., p. 15.

30 Cifr. ibídem, pp. 89-90.

31 Cifr. ibídem, pp. 86-87.

32 Cfr. GILMAN, S., Galdós y el arte de la novela europea (1867-1887), Madrid, Taurus, 1985.

33 El análisis de la realidad nacional, tanto en sus conflictos históricos, sociales o políticos, como en su

dimensión cultural, está también presente en otras obras de M. Vázquez Montalbán que no se insertan en el

“ciclo Carvalho”, además de Los alegres muchachos de Atzavara: cfr. El pianista (1985), Cuarteto (1988)

y Galíndez (1990), en las que estudia la España de la postguerra a través de la peripecia de sus

protagonistas más representativos, siempre moviéndose -o cuanto menos sobreviviendo- en el ajustado

límite entre la realidad y la ficción, tan próximo a los dominios de la memoria individual y colectiva.

34 “Se hablaba de política, de la flebitis de Franco, de la irresistible dinámica de liberalización que vivía

España, a pesar de los compromisos ultras del equipo de Arias Navarro y Fraga Iribarne y se comentaban

todas las entrelíneas aparecidas en la prensa avanzada, especialmente en las revistas de humor, Hermano

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Lobo y Por favor, así como las de información general, Triunfo, Cambio 16, Destino, Cuadernos para el

Diálogo. Cuatro años atrás aquella conversación hubiera sido imposible y temas musicales o

cinematográficos y de la más variada cotidianeidad personal hubieran ocupado su espacio entre ensalada de

arroz y ensalada de arroz, pero la política había salido a la calle y las especulaciones sobre el futuro nacían

de nosotros mismos, en plena esquizofrenia entre nuestros deseos y la realidad política, aún hecha a la

medida de un franquismo obsoleto. Se confiaba poco en lo que pudiera hacer una futura monarquía para

democratizar el país y nada en lo que pudiera esperarse de la casta política madrileña; en cambio,

observaba, no sin sorpresa, cómo en casi todos mis, en otros años, alegres y confiados compañeros de

verano, crecía un entrecejo afanado y preocupado, cuatribarrado, catalanesco, conscientes de que

Catalunya tomaría la delantera en todo proceso de democratización del franquismo.”; cifr. VÁZQUEZ

MONTALBÁN, M., Los alegres muchachos de Atzavara, ed. cit., p. 97.

35 Cifr. ibidem, p. 20.

36 J. C. Mainer escribe: “Pero ya faltaba poco para el final, para los días de insomnio, champán y transistores

en que se esperaba de la Fortuna lo que había negado la justicia de la Historia.”; cifr. MAINER, J. C.,

op. cit., p. 54.

37 Cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Los alegres muchachos de Atzavara, ed. cit., pp.36-37.

38 “Aunque me empeñase en jurarlo nadie creería que un hijo típico de los años ‘50 reaccionó siguiendo el

ejemplo de un personaje de Strinberg. El odio al padre no me vino por caminos tan cultos, que fue a través

del cine, como casi todo. Fue a causa de una visión exhaustiva del dramón llamado Al este del Edén, que

devoré de 14 a 20 veces, siguiendo su trayectoria desde el cine de estreno a todos los locales de barrio,

como hacíamos cuando no existía el vídeo.”; cifr. MOIX, T., “Deshonrarás padre y madre” (Serie

“Máscaras Alejandrinas”), en El País Semanal, nº 99, Domingo 10 de enero de 1993, año XVIII, tercera

época, Madrid, p. 6.

39 En los años ‘70 se agrava el descontento económico, político, lingüístico, cultural..., y lo que no consiguió

el neorrealismo de los años ‘50 -hacer llegar hasta el gran público la denuncia- lo consigue ahora la

“canción protesta”. Dos son las paradojas: por un lado, el hecho de que la crítica contra el Régimen acabe

realizándose desde dentro del propio circuito infracultural por él fomentado y, por otro, que España viva

todavía de la ilusión por el cambio, cuando Occidente está olvidando ya las utopías y dominan los ritmos

ligeros.

40 Cfr. IMBERT, G., Los discursos del cambio. Imágenes e imaginarios sociales en la España de la

transición (1976-1982), Madrid, Akal, 1990.

41 Cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., entrevista publicada en D.I.S.E., nº 35, octubre de 1992, año V,

Valencia, p. 23. Traducción de la autora.

42 Cifr. VÁZQUEZ MONTALBÁN, M., Cancionero general del franquismo, Barcelona, Crítica, 2000.

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