CABRERA, DE JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS:
RELECTURA A LA LUZ DE LA PRIMERA SERIE DE
LOS EPISODIOS
José Manuel Talens Vivas
La larga estela del episodio nacional galdosiano, la corriente de sus imitaciones, parodias,
refutaciones, el diálogo de los textos nuevos con el viejo modelo canónico, seguido
servilmente, enriquecido con la remisión a otras tradiciones o el entronque en otros contextos,
o manipulado hasta hacerlo casi irreconocible, tiene, a lo largo del siglo XX, una numerosa
pléyade de títulos que consignar, desde la crítica a las insuficiencias del viejo don Benito,
para los hombres de la siguiente gran promoción literaria, ejemplificada en la práctica creativa
de un Baroja o un Valle-Inclán, hasta los muchos intentos de novelar la historia
contemporánea, y, singularmente, el período en torno a la República y la Guerra Civil, sus
antecedentes y sus consecuencias, que se remiten implícita o explícitamente al marbete
acuñado por el viejo maestro, pudiendo ser la cifra y resumen de todos ellos el voluntario
homenaje que le tributa un Max Aub en el largo Laberinto español.
De los numerosos textos contemporáneos sobre los que puede ser fecunda una mirada
interrogativa sobre la reescritura que hacen de aquel modelo me gustaría fijarme ahora en una
notable novela, nada desconocida pero no de las más valoradas de su autor, Cabrera, de Jesús
Fernández-Santos, publicada en 1981. Lo que la hace interesante para nuestros propósitos no
es únicamente la virtud de sus méritos literarios indudables, que permitirían otorgarle sus
características específicas entre las otras ficciones del gran escritor prematuramente
desaparecido, y, en particular, de sus muchas incursiones en el terreno de la narrativa
histórica: La que no tiene nombre (1977), El Griego (1985), o, por encima de todas ellas, una
de las más notables novelas históricas de los últimos veinticinco años y uno de los grandes
éxitos de la narrativa de la Transición, Extramuros (1978); tampoco el hecho de acercarse más
a nuestro tiempo, frente a la ubicación medieval de la primera de las historias citadas o
áureosecular de las dos siguientes, puesto que no podemos considerar los hechos que narra
Cabrera como una estricta prehistoria inmediata del presente, lo cual parece requisito
indispensable del episodio nacional en cuanto subgénero del conjunto mayor de las
reconstrucciones ficcionales del pasado, y, a mayor abundamiento, el propio autor tiene otros
títulos que, por esta estricta razón cronológica, quedarían mejor colocados en dicho
subgénero, como es el caso, muy conocido, de Los jinetes del alba (1985), centrado en los
últimos años de la República y los primeros de la Guerra Civil. El rasgo más sobresaliente de
nuestra novela y el que determina su elección para este análisis proviene de que, junto a los
puntos de referencia convencionales realistas que permiten una creíble y sentida
reconstrucción de las tribulaciones de la guerra y sus secuelas sobre el hombre vulgar que
sólo desea escapar del acontecimiento histórico que rompe su cotidianeidad e impide sus
proyectos personales –¿y hay argumento más típico de la novela histórica que el de esta huida
del protagonista del escenario de los grandes hechos hacia los espacios seguros de su
privacidad?–, nos enfrentamos con un extraordinario trabajo no únicamente de documentación
y ambientación histórica, que serían lo esperable en un narrador de la entidad de Jesús
Fernández-Santos, sino, sobre todo, un eficaz esfuerzo de diálogo literario, de
intertextualidad, en definitiva. En efecto, junto a esta sujeción a esos modos de representación
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tradicionales que ha llevado muchas veces a clasificar, al hablar de la diversidad de las formas
de la novela histórica desde 1975, a Fernández-Santos como narrador realista1, pensando, tal
vez en demasía, que la verdadera novela histórica de las últimas décadas tiene una existencia
casi anacrónica si no es, en alguna medida, metaficcional, tenemos un admirable trabajo de
reescritura del Galdós narrador histórico más conocido, el que está representado por el héroe
Gabriel Araceli, quintaesencia del pueblo, que pasa con él de la infancia irresponsable al
difícil ejercicio de la razón. A pesar de que una y otra vez se han señalado los entronques del
relato con la tradición de la novela picaresca (así, por ejemplo, Andrés Amorós: por supuesto,
en el relato en primera persona, la visión del mundo desde abajo, la obsesión por el hambre, la
elección de un antihéroe que sirve a muchos amos...No faltan alusiones al tema del vino, que
dio la enfermedad y la salud al Lazarillo...),2 la lectura de la obra se enriquece confrontándola
con esa particular superación del discurso de la picaresca, que era Trafalgar y los episodios
que le seguían. En gran medida, pues, Cabrera es también metaficción, a pesar de discurrir
según parámetros en apariencia convencionales, como ya lo había sido Extramuros, cuya voz
narrativa inolvidable surgía en la estela de textos clásicos, singularmente de la mística,
magníficamente remedados por el autor.
Preguntarse por esa reescritura es hacerlo no sólo por las condiciones en las que vive un
modelo que forma parte de la tradición literaria española y no es sólo obra muerta de
exclusivo interés arqueológico, sino también, de forma seguramente aún más determinante,
descubrir los modos en que la superación, y aun la parodia y la abierta negación, de ese
referente nos permite constatar una concepción de la historia y una visión del mundo, que es
ya la de nuestro presente, y no la de aquél cuya prehistoria trazaba el episodio nacional
galdosiano. Dialéctica fructífera entre tradición e innovación, toda literatura es, en cierta
medida, según la conocida sentencia, parodia, y aquí nos ha de servir el análisis de Cabrera
para ver en ella, a la vez, la escritura clásica de la novela histórica galdosiana y algunos
elementos significativos de la poética de la ficción contemporánea.
Recordemos, antes de pasar a inventariar los elementos que inscriben Cabrera en su molde
canónico y los que lo enfrentan a él, cuáles son los hechos que reconstruye. Un narrador
anónimo abre la novela con unas reflexiones generales sobre la guerra y pasa a contarnos
cómo fue sacado de la Casa de Expósitos por un amo para ir a servirle. Se nos describe algo
de la vida cotidiana del mozo en sus nuevas tareas, pero su relato aparece cortado
esporádicamente por noticias de la realidad exterior, que señalan inequívocamente un
contexto de guerra y violencia: el nombre de Napoleón, escuchado por vez primera como una
amenaza, la aparición por la aldea, ante la mirada expectante de todos sus moradores, de las
primeras columnas de combatientes e impedimenta, las noticias dejadas caer aquí y allá de los
levantamientos contra el invasor en distintas partes de la península, los avisos del ocupante
leídos recelosamente a la escasa luz de las brasas... Y, al final de esta breve progresión, la
decisión adoptada casi bruscamente por el narrador protagonista de huir de su amo e
incorporarse a la retaguardia del ejército francés, que da el primer giro brusco a la trama.
Partícipe, así, de la larga marcha del invasor por los caminos peninsulares, el protagonista
conocerá a unos cuantos personajes, en general no directamente combatientes sino de los que
acompañan al ejército, viviendo de sus sobras o de todo tipo de tratos con los soldados, y hará
amistad con un joven de su edad –llamado simplemente el amigo, como los otros son la
virago o el sargento, de preferencia sobre mayor precisión onomástica para acentuar así el
ambiente de vaguedad y misterio, como ya sucedía en Extramuros, y en otros títulos de la
narrativa del autor–. Este amigo recibe unas cartas del padre ausente, militar en el lejano
contexto de la guerra del Norte, cuya inserción esporádica en la narración ejerce inicialmente
un contraste de esperanza con la mala situación que los muchachos atraviesan en la península,
pero que después sólo van a ser un paralelo lejano de las propias miserias. Las andanzas del
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narrador protagonista con los combatientes le llevan a entrar en escenas que muestran, más
abiertamente, los horrores de la guerra: el saqueo terrible de Córdoba, la visión de ahorcados
y mutilados, el abandono de los heridos...junto al contraste del pequeño paraíso nocturno
cerrado de la oficialidad, con sus muebles y vajillas robados, su comida y bebida abundantes,
sus mujeres alquiladas y sus farras. Los avatares de nuestro protagonista le conducen a la villa
de Bailén, desde donde asiste a la derrota francesa. Después de las capitulaciones, se inicia
una penosa retirada, en la que se tocan diversos lugares. Llegada a Cádiz la tropa derrotada,
cuando más halagüeñas se presentan las perspectivas de evacuación hacia un territorio
desconocido y mitificado, Francia, el narrador y sus compañeros son inmovilizados en un
barco-prisión anclado en la bahía.
Con ellos también la narración se inmoviliza, primero en ese barco y después en la isla de
Cabrera, en un sinfín de idas y venidas sin moverse del sitio, al dictado de trapicheos, lances
del juego, peleas, de unos hombres que son, cada vez menos soldados y más unos miserables
acuciados bárbaramente por el hambre y el abandono, sobre los que las noticias de la guerra y
la política, los problemas de la jerarquía y el conjuro de palabras como gloria u honor suenan
al peor de los sarcasmos. La evacuación de los oficiales acaba con los últimos principios de
orden en el antiguo ejército que baja los últimos peldaños de su sufrimiento e ignominia a una
tierra de nadie donde una medalla se cambia por una col para intentar paliar el hambre
siempre acuciante. Tras algún intento frustrado de evasión, la noticia de la caída del
Emperador alcanza finalmente el último confín que es la isla de Cabrera, y, después de la
espera de largos años, la libertad se les aparece a los cautivos al término del corto plazo de
una semana, la que tarde en llegar una embarcación que los transporte a la península. La
visión de ésta como una tierra asolada donde se persigue con saña cualquier vestigio de
colaboración con el derrotado descarta, después de tantas penalidades, cualquier posible final
feliz, confirmado en las últimas palabras del narrador, que prolonga la historia hasta el
anuncio de la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis y que, cual nuevo Lazarillo aún más
desengañado, resume su destino, como el de la colectividad a la que pertenece, en un
expeditivo servir y callar.
Desde luego, nuestro texto posee un evidente recuerdo del referente galdosiano que novela
sobre los mismos hechos: de entrada, naturalmente, la instancia narrativa está representada de
forma muy semejante, al menos en apariencia; y donde había un huérfano pillete cuyas aulas
iniciales fueron las calles de Cádiz, tenemos ahora un inclusero, que espera con impaciencia
la llegada de un salvador que, en forma de amo que le ponga a servir con él, le libere del
deprimente y monótono escenario de la Cuna. No menos que Araceli, también nuestro
innominado narrador se siente henchido de sueños de grandeza y de aventuras y espera la
salida de ese recinto cerrado como el inicio del camino hacia ellos y él mismo se confiesa
alguien a quien el destino apuntaba a empresas de más alto porte (p. 18).3
En segundo lugar, podemos afirmar que hay una voluntad de buscar enfoques que se
aparten de los caminos trillados, en un sentido que recuerda vagamente el impulso galdosiano
de representar los hechos históricos buscando ángulos de visión que no sean los habituales y
que incluso puedan entenderse como una alternativa al relato dado en los libros de historia
convencionales y, así, junto a la propia elección del tema completamente inusitado en las
novelizaciones de la guerra de la Independencia del que podría ser llamado uno de los
primeros campos de concentración europeos, vemos la contienda desde el lado francés y
asistimos a las razones del grupo de los afrancesados frente a la vocinglería del pueblo
patriota y su barbarie oscurantista. En este sentido, la perspectiva ideológica nos recuerda,
aparentemente, al Galdós de los primeros años, por cuanto en nuestra novela hay una reiterada
alusión al poder de la Iglesia en la generación de una hostilidad y violencia hacia todo lo
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innovador, so capa de la guerra patriótica y una permanente corriente anticlerical poco
soterrada, materializada en alusiones (“mas en la Cuna me enseñaron a escuchar y callar,
sobre todo si andaba algún clérigo de por medio”, p. 11), diálogos donde se muestran su
postura o su poder (así, aquel en el que, tras haber autorizado las representaciones teatrales en
la isla, las condiciona a la asistencia a la misa: “-La música que mejor suena a los oídos de
Dios es la oración de los que más le ofenden o le olvidan. -Nuestro único pecado fue perder
una batalla. -¿Qué dices tú? -Digo, Sir, que nuestra conciencia se halla en paz. No hicimos
sino salvar el honor de la patria-. El ceño del capellán se alza súbitamente, su rostro se nubla
tratando de dominar al grupo que se mantiene firme. -Si vuelvo a oír tales palabras, podéis dar
por anulado cuanto os he prometido. No habrá conciertos ni comedias”. pp. 150-151), o,
finalmente, elocuentes reacciones que no necesitan comentario añadido del narrador (así, a la
esperanza en una nueva edad de oro de fraternidad y paz entre las naciones, el capellán no
contesta pero su gesto es suficientemente explícito: “Oyendo tales deseos, tan hermosas
palabras, el capitán sonreía para sí, en tanto el dómine se exasperaba. A duras penas guardaba
silencio y sin poder dar salida a la vena iracunda de sus labios, bebía a sorbos su café
luchando por no derramarlo”. p. 163).
Hay, finalmente, de común entre las dos novelas un cuidado marcado en la búsqueda de
fuertes contrastes descriptivos que sistemáticamente tienden a buscar puestos de ojeo que
dificulten considerablemente la visión del gran acontecimiento histórico –al modo del
Fabrizio del Dongo interrogándose en medio del campo de Waterloo si ya se ha producido la
batalla–, o que muestren partes de él truncas, extrañas o simplemente chuscas, aunque en
Galdós el lector no abandona el episodio sin tener una información precisa de las
circunstancias que hacen específico e importante el acontecimiento y en nuestra novela no
hay, desde luego, tal lección histórica, como se puede observar con solo releer las páginas
consagradas –pocas– a Bailén, circunstancia en la que se vio envuelto el protagonista, pero
que, como tantas otras, ni entendió ni le pareció especialmente memorable.
Son más, naturalmente, los elementos en los que Cabrera se plantea una lectura invertida o
paródica de los conocidos referentes de la Primera Serie. De entrada, tenemos frente a la
progresión convencional de Galdós, frente a su reiterada voluntad de buscar una linealidad
paralela entre los acontecimientos históricos y las peripecias de los protagonistas, frente a su
obsesión por localizaciones y dataciones precisas, un mundo ficcional que se mueve con la
lentitud y la morosidad de un sueño reiterado y cuyo final es continuamente diferido, unos
hechos que se cuentan envueltos en una nube de imprecisión determinada por la infrasciencia
narrativa y su voluntad –o necesidad– de eludir nombres propios de hombres o lugares y
fechas. Precisamente esa infrasciencia resulta una de las claves que explica el gran acierto de
la tonalidad de Cabrera, que parece seguir en esto la conocida máxima borgiana que
postulaba un narrador que dijera la historia como si no la entendiera del todo, recurriendo a la
imaginería religiosa (Sin saber de qué modo, como si el ángel del Señor fuera dictando la
noticia, vino la nueva de que los españoles preparaban un gran ejército para subir desde el mar
a detenernos. p. 33), a un resumen de los hechos que sólo sirve para encadenar sucesos sin un
sentido unitario (Había españoles luchando en uno y otro bando, corsos, polacos y germanos,
monarcas verdaderos capaces de dejar su trono a otros recién llegados que a su vez
engendraban sucesivas contiendas. p. 35) o a plantear preguntas simplonas en el momento
más inoportuno (La noticia llegó, como siempre, en boca del amigo. “-Están en armas todos
contra Napoleón. -¿Quiénes son todos? - Todos los españoles.” p. 37). Semejante
infrasciencia viene determinada no sólo por la incapacidad del antiguo inclusero por entender
los hechos de que ha sido testigo sino también por su posición de exiliado literal de los
grandes acontecimientos históricos que sólo llegan al lejano confín de la isla agreste en forma
de lejanos ecos. No entiendo por qué se haya de apuntar en el debe de la obra su preferencia,
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al describir la estancia en la isla, por evadirse muchas veces por lo onírico y lo fantástico, en
lugar de retratar aspectos concretos de la vida en el cautiverio, expuestos con toda su
crudeza,4 cuando la elección de ese tono de irrealidad ha sido una decisión consciente desde el
principio de la novela.
Esto, naturalmente, se enfrenta al continuo tour de force galdosiano tendente a
compatibilizar la perspectiva limitada del narrador protagonista con la necesidad de
sobrevolar el territorio de hechos históricos señalados, cosa que le obliga a multiplicar los
escenarios de su narración, la cual, si bien es verdad que, desde la perspectiva del episodio
aislado puede ofrecer ejemplos de concentración en un sólo lugar –fundamentalmente, Cádiz,
Zaragoza, Gerona, por narrar las tribulaciones de ciudades sitiadas–, en más ocasiones nos da
ejemplos de un notable dinamismo espacial –Bailén, Juan Martín el Empecinado, La batalla
de los Arapiles–, que tiene su medida definitiva e impresionante cuando miramos la empresa
galdosiana desde la perspectiva de la serie entera. Nada de esto acontece en Cabrera, que,
muy al contrario, adquiere su pleno sentido en cuanto se limitan radicalmente las
posibilidades de desplazamiento y la sensación de claustrofobia que se apodera de la obra –y
que no es inusitada en Fernández Santos del que se ha señalado la atracción que siente por los
lugares encerrados (ya sean conventos, seminarios, comunidades o catedrales) y la influencia
que éstos ejercen sobre sus habitantes5– tiene un correlato que deviene nuevo elemento
contrastivo respecto de la novela de Araceli en la que imperaba la frenética actuación del
simpático protagonista: la constante inacción, o, por mejor decir, un modo de acción lenta,
destinado –en el escaso tiempo libre que deja la preocupación por la mera supervivencia– a
matar el aburrimiento de los días en una existencia sin horizontes, constantemente amenazada
por la ataraxia o el abandono total.
Sin embargo, el elemento que, en el plano de los hechos representados, se coloca más
marcadamente frente al referente anterior galdosiano es el que niega aquello que se dio en
llamar proceso de regeneración del pícaro.6 Los orígenes ínfimos de ambos protagonistas,
Gabriel Araceli y el innominado narrador de Cabrera no implican, desde luego, un proceso de
autoconciencia similar. Mientras en aquél las penalidades particulares, su propia actuación en
la contienda y su sentimiento, en la desgracia compartida, de pertenecer a una gran
colectividad le llevan a dotar de contenido real los grandes y ampulosos términos de patria u
honor, en éste el proceso sólo lleva al término contrario, al de verlos como simples palabras,
carentes de todo contenido real. La simple constatación de la radical oposición entre el
famoso pasaje donde, en medio del fragor de la batalla de Trafalgar, Araceli experimenta el
sentimiento de la patria, con el mismo tema tocado por nuestro narrador es lo suficientemente
explícita como para no necesitar de comentarios ulteriores. Aquélla decía, recordémoslo:
Pero el momento que precedió al combate comprendí todo lo que aquella divina
palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu (...). Me
representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente
unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas
que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice
cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un
ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para
defender a la Patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado
con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus
hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde
amarraban su embarcación fatigada del largo viaje, el almacén donde depositaban sus
riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores y habitáculo de sus santos y arca de sus
creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos ; el hogar doméstico (...); la
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calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto
desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido
hasta el trono de los reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose
nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.7
Si bien es verdad que, con algún añadido lírico, la concepción de la nacionalidad que aquí
se hace explícita es netamente burguesa, hasta el punto de que se ha podido hablar del
patriotismo como mito totalizador del concepto burgués de la propiedad8 ni siquiera a sus
contenidos tan prácticos puede acceder el narrador de Cabrera, quien, en un caso similar, sólo
hace más elocuente su sentimiento de desarraigo:
Yo dudaba como siempre entre ambos bandos; no comprendía bien qué cosa era mi
patria, si aquella casa del cunero, donde crecí entre pescozones, su negra sopa, el
jergón desmedrado o aquellos campos mal segados, ahora colmados de uniformes y
carros.
También me preguntaba cuál sería la patria de aquellos suizos dispuestos a luchar por
quien les diera mejor paga, de los polacos, germanos y franceses venidos de tan lejos,
siempre marchando, luchando eternamente. Tal vez para ellos fuera la patria una
carrera a cara o cruz bajo la sombra brillante de las armas. (p. 50)
De la misma manera, se insiste en ocasiones en la vaciedad de la palabra honor (“-¿Y el
honor? ¿Dónde está para vosotros ?-. Ambos a dos le miramos sorprendidos. Quisiera o no, la
suerte estaba decidida. Era preciso saberse gobernar con tiento para seguir viviendo antes de ir
a parar con honor bajo aquel campo seco y ceniciento”, p. 61; “-Es inútil, ningún francés
empuñará las armas contra su Emperador. -Los franceses comen y beben lo mismo que los
demás mortales. -¡Pero tienen honor! -¿Y dónde está el honor? –murmura el cojo–. Yo no
daría por él medio sorbo de vino”, p. 196) o se proyecta una mirada irónica sobre el pasado
glorioso, por ejemplo cuando el amigo le señala los retratos de sus antepasados: “-Todos estos
que ves, son mi familia –me explica con orgullo señalándolos–. Hay nada menos que seis
generaciones-. Seis o seiscientas, sólo se alcanza a ver, más allá de la humedad y del polvo,
algún rostro de un militar ceñudo, sombras perdidas de unos cuantos canónigos.” (pp. 76-77)
Por esta razón, frente a la asunción que hacen los personajes galdosianos, mal que les pese,
de su necesaria participación en la historia, siquiera sea para superar las crisis con las que ésta
se manifiesta a la gente vulgar y volver enseguida al plácido anonimato de su existencia,
nuestro narrador piensa inicialmente en sus ganancias en ese río revuelto, representando de
esa manera el egoísmo que es característica fundamental de la actuación de los personajes en
la obra, forzados de la necesidad, que rechazan claramente su consideración, como en el
episodio nacional, como tipos y sólo aceptan un papel como personajes en su propio gran
drama de la mera supervivencia. Cuando aún no estaban acuciados por esa extrema penuria, el
narrador expresaba muy bien, justo en el párrafo que sigue a los dos arriba transcritos, cuáles
eran sus propósitos, manifestando, como en tantos otros lugares de la novela, que junto a la
savia que le viene de las raíces galdosianas, hay la otra permanente comunicación con la
tradición picaresca:
Otro quería ser yo: solo, próspero y libre, si la fortuna me ayudaba. Después de todo,
si mis padres no tuvieron a bien mirar por mí, no había razón que me obligara para
con los demás, por mucho que predicara el dómine. (p. 50)
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Consecuentemente con esto, la idea de la Historia que impregna Cabrera nos muestra un
panorama desolador y carente de sentido, otra vez el cuento narrado por un idiota, lleno de
ruido y de furia, y que nada significa; y, aunque se dé espacio a la exposición y al contraste de
ideas –incluso bajo la forma ideal y muy hispánica de la tertulia, recurso también muy caro a
Galdós–, más frecuentemente vemos a éstas naufragar en una cacofonía de insultos y
expresiones raciales de rabia. Algo, pues, bastante alejado de la dialéctica más equilibrada,
aunque todo lo maniquea que se quiera, del Galdós, que ve en esa confrontación el motor de
la historia y aquello que le otorga su pleno sentido, que se espera sea, al menos en el escritor
de las primeras series, el del triunfo de la libertad. Lo que equivale, finalmente, a decir que
hay una concepción claramente lineal, progresiva del discurso histórico frente a nuestra
novela en la que el final del confinamiento en el espacio que le da el título no trae el descanso,
y en la que las últimas líneas se abren a unos años más alejados de los del resto de la
narración sólo para comprobar cómo los viejos demonios de la historia vuelven como un mal
sueño –si es que se han ido en algún momento–. Seguramente, el narrador limita su
perspectiva y ésta no traduce una concepción global de la historia sino una visión de la
particular de España, condenado a un destino fatal entrevisto como colectivo –¿por qué, si no,
aparece la imagen desesperanzada de su futuro personal inmediatamente tras las últimas
referencias a unos acontecimientos políticos, la intervención de Angulema, que ponen
nuevamente en marcha el mecanismo de lo ya vivido?–, a través de las palabras que el
narrador se aplica a sí mismo en el párrafo final:
Nada sé y nada importa. Sólo que encadenado sigo, según otros deciden por mí. Mi
destino es callar, obedecer, no rebelarme, saber que, por encima de cualquier razón,
nunca me salvaré de esta cadena que va conmigo desde que nací, prendida desde el
cuello a los talones. (p. 246)
No extrañará, pues, que frente a la tonalidad múltiple, tragicómica, tendente en su variedad
a la mejor reproducción del espectáculo multiforme de la vida, que impera en los Episodios
Nacionales, tan cercanos en esto como en otras cosas al folletín, Cabrera manifieste la
voluntad de buscar los aspectos más sombríos de la realidad. Una y otra vez, la guerra se nos
aparece en su realidad más cruda en las consecuencias de una batalla –Bailén–, que es un
nombre glorioso en los libros de historia (“Allí descubrí la guerra yo, en aquellas
improvisadas fosas donde los de uno y otro bando, unos en brazos de otros, tras tanto
combatir, acabaron al fin por encontrarse”. p. 38), en la vesanía y crueldad de la que son
capaces los hombres (“Ya los exploradores maldecían en torno, amenazando al aire con sus
puños, pues la fruta de la que hablaba nuestro cojo no era sino cadáveres, unos colgando al
sol, otros crucificados, algunos con sus partes cercenadas. Un mosconeo sordo se cernía sobre
la sangre seca, sobre los ojos sin pupilas ya, pasto de grajos que alzaban el vuelo con disgusto
y esfuerzo...” p. 44) o en las transformaciones que se producen en ellos al recibir sus golpes
(“Yo nunca había conocido al cojo así, blandiendo su herramienta con tal saña. Viéndole ante
su víctima donde ya amanece la mancha oscura de los golpes, entiendo cómo la guerra y la
miseria son capaces de mudar al hombre, total por un cantero de pan que, años atrás, ni
siquiera los perros comerían”, p. 143). El propio autor ha declarado explícitamente sus
propósitos de denuncia, recordando que el episodio verídico que recrea es monumento eterno
contra todas las guerras y campos de exterminio que Cabrera inauguró en su siglo, como
testimonio de un pasado y presente que nunca más debiera repetirse. 9
Nadie mejor para narrar este permanente sinsentido que un narrador que no pueda o no
quiera proporcionarle abstractas explicaciones que, a la postre, nada dicen a quienes sufren
sus efectos y que da cuenta de todo el horror que desfila por sus ojos con una gran parquedad
sentimental, como los héroes de la picaresca. Lo que distingue a nuestra obra de ese referente
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es la carencia en el narrador protagonista del desenfadado cinismo y de la alegría vital de los
antihéroes de la picaresca. Lo que la distingue poderosamente del episodio nacional en ella
recordado es la incapacidad de enmarcar los hechos observados en un proyecto que trascienda
los intereses del observador, la incapacidad de pasar de pícaro a quijote –por decirlo
parafraseando el famoso análisis de Ricardo Gullón sobre la Primera Serie–,10 un pícaro triste,
sin proyecto y consciente al final de la esclavitud de su destino. Un pícaro del siglo XX.
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NOTAS
1 “Y es que Fernández Santos nunca renunció a contar historias ni a crear personajes, ni a entender que lo
importante es tener algo que decir y encontrar la manera adecuada para hacerlo, lo que hará coincidir a
críticos como J.M. Martínez Cachero, Santos Sanz Villanueva y Domingo Ynduráin en que Fernández
Santos ’no se incorporó a las nuevas corrientes’”, en María Luisa Maillard García, “Espacio y tiempo en
Extramuros, de Jesús Fernández Santos”, en José Romera Castillo, Francisco Gutiérrez Carbajo y Mario
García-Page, eds., La novela histórica a finales del siglo XX. Actas del V Seminario Internacional del
Instituto de Semiótica Literaria y Teatral de la UNED, Visor Libros, Madrid, 1996, p. 294.
2 Cit. por Ramón Jiménez Madrid, El universo narrativo de Jesús Fernández Santos (1954-1987),
Universidad de Murcia, 1991, p. 214.
3 Todas las citas de la obra provienen de la primera edición de Plaza & Janés / Literaria, Barcelona, 1981.
4 Jiménez Madrid, op. cit., p. 221.
5 Concha Alborg, Temas y técnicas en la narrativa de Jesús Fernández Santos, Gredos, Madrid, 1984, p. 87.
6 Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Ínsula, Madrid,
1966, p. 80.
7 Benito Pérez Galdós, Trafalgar, en Episodios Nacionales 1, Aguilar, 2ª edición, 5ª reimpresión, Madrid,
1986, pp. 218b-219a.
8 Hans Hinterhäuser, Los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós, Gredos, Madrid, 1963, p. 167.
9 Cit. por Ramón Jiménez Madrid, op. cit., p. 213.
10 Ricardo Gullón, “Los Episodios : la primera serie”, Philological Quarterly, LI, (1972), extractado en
Francisco Rico, ed., Historia y crítica de la literatura española, vol 5, Iris M. Zavala, ed., Romanticismo y
Realismo, Crítica, 1982, Barcelona, p. 548.
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