EL ESPACIO NARRATIVO EN GALDÓS Y CLARÍN
John W. Kronik
En la biblioteca de mi universidad, hay diez mil libros que, de una forma u otra, tienen que
ver con el tema del espacio. No sé cuántos miles de artículos sobre el espacio están en las
quince mil revistas que recibe la biblioteca. El espacio, inseparable del tiempo, es un concepto
que ha fascinado al ser humano desde tiempos inmemoriales, y las condiciones históricas,
sociales y tecnológicas del siglo XX intensificaron la atracción que el espacio, en sus múltiples
sentidos, ha ejercido como preocupación y como material de investigación en estudiosos de
varios campos: filósofos, físicos, antropólogos, psicólogos, arquitectos, artistas, músicos,
críticos literarios. Los teóricos franceses analizaron la cuestión en toda su densidad: Gaston
Bachelard con La poética del espacio; Maurice Blanchot en El espacio de la literatura. Un
ensayo fundamental de Joseph Frank, “La forma espacial en la literatura moderna”, escrito en
1945, engendró un debate que ha durado medio siglo. Varios investigadores de Galdós
también han abordado el tema, entre ellos Ricardo López Landy en El espacio novelesco en
Galdós. En un nuevo libro titulado El espacio en la novela realista, por María Teresa
Zubiaurre, La Regenta hace un papel importante.
Yo, que soy lector apasionado del uno y del otro, desde hace tiempo me he ido haciendo la
pregunta: ¿en qué precisamente reside la diferencia entre Benito Pérez Galdós y Leopoldo
Alas, las dos cumbres del realismo español? La obra de ambos participa plenamente de los
rasgos que constituyen este movimiento: observación detenida de la sociedad contemporánea;
representación fiel de las costumbres, los valores y el habla de la época; fuerte vínculo con la
circunstancia histórica; inserto de la ficción en una realidad existente y reconocible; amplitud
del mundo trazado; profundización en la psicología individual; técnica descriptiva rebosante
de detallismo; construcción de una ficción verosímil y creíble; inclinaciones regeneracionistas
y fuerte postura crítica ante las condiciones sociales, políticas y morales de su época. Además,
los dos se conocieron, se leyeron, se respetaron, se criticaron. Pero algo los separa como
creadores de ficciones. Eso lo percibe el lector al momento de lanzarse a la lectura del uno o
del otro. ¿Cómo precisar esta diferencia, como explicarla? No soy el primero en plantear esta
pregunta, y no tengo la pretensión de poseer una respuesta definitiva, pero creo que una
posible solución reside en su respectiva manipulación del espacio. Tal ejercicio de
diferenciación peca de cierta subjetividad en la selección y lectura de los textos, y no aspiro a
hacer más que proferir unas reflexiones teóricas y algunas percepciones mías. Mi tesis,
entonces, es que el lector de las ficciones de Galdós y Clarín puede vislumbrar en ellas dos
modos bien distintos de abarcar, penetrar, plasmar y conquistar el espacio. (Con “espacio” no
me refiero a las localidades en que la acción se sitúa sino a la plasmación formal de la
narración.)
Dos iconos que aparecen al principio de sendas novelas de Galdós y Clarín,
respectivamente, marcan dos maneras de traspasar el espacio. Estoy aludiendo al tren en Doña
Perfecta y al catalejo en La Regenta. El tren lo monta Galdós; el catalejo lo desenvaina
Clarín. El narrador galdosiano llega; el clariniano ya está. El de Galdós acompaña al
personaje; el de Clarín está por encima de él. Galdós prefiere la linealidad, el progreso
sistemático de la narración a través del tiempo. El método de Leopoldo Alas se caracteriza
con frecuencia por una postura demiúrgica que anula la linealidad y produce puras imágenes y
perspectivas ópticas sorprendentes.
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Dicho esto, estoy dispuesto a confesar en seguida la artificialidad de tal división. Un
teórico del tema ha declarado lo siguiente: “En vez de considerar el espacio y el tiempo como
modalidades antitéticas, debemos tratar su relación como una de compleja interacción,
interdependencia e interpenetración” (Mitchell, p.544). En efecto, la literatura, por su
narratividad, es por esencia temporal. Lo es el acto de escribir, el acto de leer; lo confirma la
numeración de capítulos, de páginas; lo dramatizan la entrada de personajes en la acción y la
sucesión de nuevos acontecimientos. Si saltamos páginas, perdemos algo o nos perdemos. Si
nos rendimos a nuestra curiosidad e impaciencia y miramos el final antes de llegar, hemos
roto el contrato. Es decir, el arreglo físico del libro y la manera de aprehenderlo, la presencia
de un principio y un fin, suponen una progresión en el tiempo. El libro es una sustancia
espacial en el sentido de que el texto existe ya impreso en su totalidad cuando lo abrimos,
pero no es posible absorber en un instante esta condición suya. Del mismo modo, como señala
Mitchell, la temporalidad narrativa descansa sobre imágenes espaciales: “linealidad,
continuidad, secuencia”. Tanto la continuidad como la fragmentación se imprimen en el lector
como coordenadas espaciales. Si sucumbimos a la tentación, perfectamente lógica por cierto,
de tener la pintura por un objeto en el espacio y la escritura por un proceso en el tiempo, como
lo han hecho Joseph Frank y los partidarios de la teoría de la “forma espacial”, pensándolo
mejor caemos en la cuenta de que no son tan nítidas las clasificaciones. Pocas pinturas
insisten tan descaradamente en una “lectura”, de izquierda a derecha, como lo hace Guernica,
pero la experiencia espacial que es la absorción inmediata de una pintura o estatua también
requiere un proceso temporal de interpretación o descodificación. El ojo no está estático al
mirar una obra de arte; tampoco lo está la imaginación. No hemos captado el sujeto de Las
Meninas cuando hemos captado Las Meninas como objeto. Pero es fácil enmaramarse en tales
sutilezas, y, aún reconociendo esta mutua inherencia, siempre divisamos la independencia de
las unidades que constituyen una relación binaria.
Me refiero al tren en el cual Pepe Rey, acompañado del invisible narrador, llega al primer
párrafo de Doña Perfecta. Y me refiero al catalejo o anteojo con el cual el Magistral, don
Fermín, en el primer capítulo de La Regenta, pasa revista por la ciudad, Vetusta, y espía a la
mujer, Ana Ozores, desde lo alto de la torre de la catedral. No pueden ser más dispares estas
aperturas por lo que toca a su construcción espacial, y creo que corresponden a la voluntad de
narrar que caracteriza a sendos autores.
El ferrocarril, esa novedad tecnológica que lleva en esta ficción y en otras de la época una
fuerte carga simbólica, induce una acentuada sensación de linealidad y horizontalidad. La
linealidad que se establece como patrón al principio de la novela encuentra su expresión
literal en los carriles del tren: líneas paralelas que invitan la mirada a atravesar el espacio
hacia el horizonte, líneas que facilitan el tránsito de la maquinaria narrativa. El paréntesis
cervantino de la primera frase, donde el narrador protesta que “no es preciso nombrar la línea”
(p. 69), tiene el efecto irónico de recalcar la linealidad de la narración que cruza este espacio.
El tren había iniciado su itinerario en Madrid, antes y fuera de las fronteras espaciotemporales
de la acción, hace una breve parada en una de las estaciones que marcan las
escalas de su progresión y sigue su trayecto, tragándose simbólicamente en un túnel. Mientras
tanto, Pepe Rey, siempre escoltado por el ser abstracto que cuenta su historia, habiéndose
bajado del tren, también sigue adelante implacablemente, ahora a caballo y en compañía del
criado Polentinos, quien le guía por otra línea recta, “un caminejo que, partiendo de allí, se
perdía en las vecinas lomas desnudas” (p. 71) y le llevará a Orbajosa, otra oscura cavidad que
tragará a Pepe, pero no hasta que la novela trace otra línea, la narración que lleva a Pepe Rey
a su destino, a su última parada. Este insistente ritmo lineal se refleja incluso en los sucesivos
títulos de capítulo de Doña Perfecta y termina sólo con el vacío del último capítulo, donde ya
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no pasa nada, que no lleva título y que, englobando ahora toda la novela, la convierte en una
entidad espacial.
No es tan flagrante en todas las novelas de Galdós esta norma lineal, quizás primitiva, que
exhibe Doña Perfecta; pero no la abandona y no la radicaliza en su producción más tardía.
Los personajes de Galdós deambulan por las calles de Madrid, en busca de algo o
simplemente impulsados por sus actividades cotidianas, y el narrador galdosiano los sigue en
sus pasos. Tormento, Juanito, Fortunata, Villaamil, Torquemada, Benina y otros pertenecen al
gremio de los peripatéticos.1 El movimiento de los personajes por la topografía física y social
de Madrid es uno de los rasgos definitorios de las novelas de Galdós y es un factor que les
presta su dinamismo. Se trata de un espacio animado, y el narrador, claro está, es el animador.
En Fortunata y Jacinta se encarna al principio un narrador en primera persona, compañero de
los personajes, que luego desaparece tras haber establecido el patrón; pero también en
Misericordia hay un narrador observador-reportero que sigilosamente sigue los pasos de
Benina y Almudena cuando dejan su puesto delante de la parroquia de San Sebastián, cuando
se sientan en la Plazuela del Progreso y luego cuando pasan a la vivienda de Almudena.
Este esquema de progresión lineal en el espacio también suele regir las ficciones de Galdós
en el nivel de desarrollo de la fábula y del personaje. Gilman concibe Fortunata y Jacinta
como un camino desde el nacimiento hasta la muerte. Farris Anderson considera las calles
madrileñas como la matriz de la novela y observa el diseño horizontal que la gobierna (p. 87).
El personaje galdosiano está retratado contra un fondo histórico y crece o decae según la
cronología de su vida. Hay huecos y retrocesos, eso sí –el proceso mimético no los
descalifica–, pero incluso la desintegración de un individuo y de un sistema, como es el caso
en Miau o en Tristana, es la suma de líneas que se cruzan para avanzar en unísono.
Hay dos momentos singulares en la fisiología de la vida cuando esta regla espacial se
desbarata: los sueños y la muerte. Galdós, con su gran talento por el sondeo de los submundos
psíquicos, sabía que durante los estados oníricos de sus personajes la coherencia espacial se
deshacía. En estas ocasiones, las asociaciones sin motivación aparente, las rupturas, las
imágenes conflictivas crean lo que Frank ha denominado una “forma espacial”, es decir, un
bloque autónomo, ostensiblemente desvinculado de la lógica, que no parece tener sentido en
sí y al que por lo tanto es necesario adscribir un sentido. Aparte del sueño, sólo en el
momento de la muerte es posible adquirir plena conciencia de la vida, y para conseguir esto,
uno tiene que ser una ficción de Borges o el Máximo Manso galdosiano. Caso excepcional en
el corpus galdosiano, el protagonista de El amigo Manso está dotado de la capacidad,
proscrita al ser humano ordinario, de registrar su circunstancia terrenal desde la muerte, es
decir, desde arriba, verticalmente, abarcando desde esta perspectiva todo el espacio de abajo.
La linealidad se esfuma ante esta táctica atemporal.
¿Pero es cierto que el simple ser mortal no puede aspirar a tal competencia? Bien pensado,
la condición de clarividencia de que disfruta Máximo Manso al final de la novela de su vida
corresponde a la condición de cualquier lector al terminar una historia. En ese momento de su
experiencia del relato, ha llegado a su fin el progreso temporal de la narración, y el lector,
liberado de la esclavitud de la sucesión, puede apresar retrospectivamente todo el texto y todo
su significado como una sola unidad en el espacio, producto de la experiencia diacrónica de la
lectura. Es un momento de regocijo para el lector por la conquista que ha hecho, pero también
es triste porque siente una pérdida cuando el texto vuelve a su condición de objeto.
Lo que es excepcional en Galdós, es una práctica común en Clarín. Mientras Galdós se
atiene más a las limitaciones ópticas humanas, Clarín se esfuerza por trascenderlas. Donde los
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narradores de Galdós suelen atravesar el espacio a ras de los seres que lo ocupan, adoptando
su ritmo y sus percepciones temporales, Clarín tiende a posturas que anulan la linealidad y
sustituyen la verticalidad. A veces incluso recurre a rupturas sintácticas y produce puras
imágenes y perspectivas ópticas sorprendentes. Anderson dice que las escenas extensas que
Galdós sitúa en una misma localidad detienen estratégicamente el movimiento narrativo y son
evocaciones verticales de un espacio. Es cierto que se trata de dos ritmos distintos, pero estos
casos son simplemente una interrupción del avance horizontal y no la verticalidad literal que
se encuentra en Clarín. Peter Bly, por su parte, toma nota de las escenas en la narrativa de
Galdós, por ejemplo en El doctor Centeno, que pertenecen a la tradición del retrato narrado
desde una disposición aérea (pp. 162-163), pero en Galdós esta técnica es ocasional y no tan
cargada de significaciones como en Clarín. Para Galdós tal construcción vertical es una línea
más, un ángulo descriptivo útil para el empequeñecimiento de lo observado. Para Clarín la
forma espacial permite una visión totalizadora con implicaciones metafísicas y míticas.
La primera frase de “Cuervo” –“Laguna es una ciudad alegre, blanca toda y metida en un
cuadro de verdura”–, que literalmente evoca un cuadro, supone a un observador, el yo
narrativo de la segunda frase, necesariamente situado en una posición superior al nivel en que
se encuentra la ciudad, posición desde la cual la puede englobar en su totalidad. La
descripción sigue imponiendo este esquema al utilizar el verbo “pintar” y al ampliar la óptica,
llevándola hasta el horizonte que recorre desde un lado al otro, donde descubre montañas
“muy lejanas”. Luego la suposición del lector se convierte en certidumbre cuando la cuarta
frase revela que el narrador en efecto ocupa un lugar en un plano superior a lo descrito: “El
paisaje que se contempla desde la torre de la colegiata no tiene más defecto que el de parecer
amanerado y casi casi de abanico” (Alas, Cuentos, 1, p. 363). La imagen del abanico refuerza
la óptica panorámica y la sensación de amplitud.
El conocido cuento “¡Adiós, Cordera!”, donde lo lineal es tan importante –los “alambres
paralelos” del telégrafo, el “camino de hierro” del tren–, empieza con una figura geométrica,
un triángulo, que se deja divisar sólo desde arriba:
“El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una
colgadura, cuesta abajo por la loma” (Alas, Cuentos, 1, p. 438). Al narrador observador se le
imagina a lo alto de esa loma atisbando un espacio definido por sus límites y puntos de
intersección. La triangulación limítrofe va reforzada por los tres seres –Rosa, Pinín y la vaca–
que pueblan este escenario y por el llamativo truco estilístico de las triples aliteraciones en t y
en c que luce la frase. Esta proyección espacial del cuento afirma la solidez, la constancia y el
arraigo de la tradición histórica que caracterizan este lugar y define la pertenencia del ser
humano que lo habita. En efecto, el cuento es el rechazo de lo lineal, que aparece aquí como
amenaza y que se inscribe en la actitud de la vaca ante el palo del telégrafo, “que no le servía
siquiera para rascarse”, y ante el ferrocarril, que en un principio le inspira terror y luego
antipatía (pp. 438-439). Luego el narrador, pasando a los hermanos como focalizadores,
ratifica explícitamente el impacto destructor de las líneas invasoras: “Y Rosa y Pinín miraban
con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que
les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas” (p. 444).2
Es aún más trágico el final de Doña Berta, donde una multitud de paseantes contempla
desde arriba el cadáver de la protagonista, derribado en la calle, cortado por la línea del
tranvía.
La célebre escena de apertura de La Regenta, muy comentada, está construida a base de
una verticalidad que es arquitectónica, psicológica, espiritual y social. El espacio urbano que
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yace soporífero y caducado en la primera frase –“La heroica ciudad dormía la siesta”
(1, p. 93)– será el objeto de inspección de toda la novela que enseguida establece un contraste
entre esta horizontalidad inmóvil y el frenesí de unas basuras ocupadas en una danza circular
de exagerada verticalidad. En el segundo párrafo la mirada del lector es arrastrada hacia
arriba, también con extremada insistencia, para admirar la torre de la catedral: “La vista no se
fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo” (1, p. 94).
Las páginas que siguen son una paulatina subida, figurativa y literal, hacia lo alto, hasta el
ápice de la torre, desde donde el texto, el lector y don Fermín, el Magistral, pueden absorber y
dominar todo el amplio espacio que reposa bajo su mirada. Los dos instrumentos que penetran
este espacio y que median entre lo observado y el observador son la narración y el catalejo
fálico que el cura saca de sus faldas.3 Por vía de la narración aprendemos que con el catalejo
el Magistral toma posesión de Vetusta, de Ana, de la historia y del espacio. La frase clave que
subraya el poder de esta perspectiva espacial totalizadora y superior es ésta: “No se daba por
enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba”
(1, p. 104). La prosa luego reproduce la acción del personaje con el catalejo: “el catalejo,
reflejando con vivos resplandores los rayos del sol, se movía lentamente pasando la visual de
tejado en tejado, de ventana en ventana, de jardín en jardín” (1, p. 109). El ritmo pausado del
texto y su óptica englobante, cuya potencia infinita enfatiza el tríptico de cláusulas
paratácticas, quedan explícitamente expuestas en esta inscripción de un acto mirón. La
referencia a los rayos del sol, que se extienden sobre toda la tierra, subraya metafóricamente
esta óptica espacial. En dos frases sucintas, el texto revela no sólo la psicología del personaje
sino el principio que guía el proceso narrativo de esta novela.4
Los textos galdosianos y clarinianos, incluso en un repaso somero, rinden con cierta
insistencia disposiciones espaciales que distinguen los respetivos métodos narrativos de los
dos escritores. He aquí cuatro ejemplos:
1) El final desconcertante de La Regenta corre paralelo a su apertura. También construye
el espacio verticalmente cuando capta desde arriba a Celedonio posando en los labios
de Ana, desmayada en el suelo, su experimental beso de sapo. Es un espacio cerrado,
sin escapes, todo lo opuesto de un tren pasando por un túnel.
2) Tanto Fortunata como Ana entran en sus respectivas historias por vía de la mirada de
un hombre. Se trata en ambos casos de miradas destinadas a hacer la conquista de la
mujer. Sin embargo, la colocación espacial de cada una de las mujeres frente al hombre
que la crea es totalmente distinta: lineal, a ras de lo visual, a nivel humano en Galdós;
espacial, subyugada por el instrumento demoníaco de la espiritualidad pervertida en
Clarín.
3) Es interesante comparar la aproximación narrativa a la iglesia de San Sebastián al
principio de Misericordia –lateral, cara a cara, objetiva; no produce ninguna sensación
de altura– con la evocación vertical, subjetiva de la catedral de Vetusta al principio de
La Regenta. En este caso y en otros, Galdós empieza con lo específico y lo analiza;
Clarín empieza con lo panorámico cuyos componentes sintetiza.
4) También es revelador hacer una comparación entre las descripciones detalladas de
Benina y Fermín en estas dos novelas. La de Benina se fija en el rostro, optando por la
perspectiva normativa y frontal de una persona que conoce a otra por primera vez. La
descripción de Fermín, distorsionada por la óptica de un acólito escondido, empieza
con sus pies, pasa a sus medias y luego, en movimiento vertical, sube para detenerse en
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su cara, la cual, irónicamente, el focalizador de esta escena no puede ver. Es una
máscara grotesca y obscena suspendida en el espacio.
Yo diría que la conciencia estilística de Clarín es, por lo general, más intensa que la de
Galdós. La técnica espacial de Clarín permite la simultaneidad de acción: don Fermín en la
torre; doña Ana en su jardín.5 También hay momentos, como el descenso de don Fermín de la
torre o la descripción del interior de la catedral, cuando Clarín recurre a la técnica de la
fragmentación, que produce unidades que flotan en el aire, anulando la linealidad, sus
conexiones y su lógica.6 Lo hace con la yuxtaposición de componentes dispares y, en alguna
ocasión, con la ruptura sintáctica del lenguaje, técnica radical para su época, más cercana al
Valle-Inclán de Tirano Banderas. El narrador de La Regenta describe de este modo los “tonos
descordantes” del barrio más moderno de Vetusta:
Igualdad geométrica, desigualdad, anarquía cromáticas. En los tejados todos los
colores del iris como en los muros de Ecbátana; galerías de cristales robando a los
edificios por todas partes la esbeltez que podía suponérseles; alardes de piedra
inoportunos, solidez afectada, lujo vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano que
va mezclada con la ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de harinas que
se quedan y edifican despiertos. Una pulmonía posible por una pared maestra
ahorrada; una incomodidad segura por una fastuosidad ridícula. (1, p. 114).7
La simultaneidad y la fragmentación, como señala Frank, contribuyen a la construcción de
un significado mítico que subyuga o al menos enreda los hilos históricos.
Hay que notar que la preferencia de Galdós por una técnica narrativa lineal, progresiva le
inclinó poco para el cuento, que es por definición un fragmento y requiere una aproximación
pictórica desde un punto en el espacio que capta la totalidad. Clarín estaba perfectamente
dotado para este género, y entre sus narraciones breves, Doña Berta, por ejemplo, es una
prodigiosa red de complejidades construida a base de juegos espaciales de subidas y bajadas,
ascensos y caídas.
¿Cuáles son las conclusiones que se pueden sacar de estas observaciones sobre la
utilización de formas espaciales en Galdós y Clarín? En resumidas cuentas, el procedimiento
de Galdós es diacrónico; Clarín tiende más a una visión sincrónica. Galdós recrea los
procesos dinámicos de la vida; el autor de La Regenta proyecta la estasis que es la condición
de su sociedad. Galdós se enfrenta con la realidad que observa y la retrata desde el plano del
observador; Clarín domina la realidad que comenta y la reduce. Galdós practica una estética
de la construcción; Clarín una estética de la desconstrucción. Galdós, autor de los Episodios
Nacionales, está más atado que su colega asturiano a la imaginación histórica; Clarín, aunque
también inserta sus narraciones en una circunstancia referencial, trepa con más ahínco en las
esferas míticas que trascienden lo histórico en su amalgama de distintos tiempos.
Simplificando, en el caso de Galdós podemos hablar de una mimética del espacio; en el de
Clarín, de una poética del espacio. La novela galdosiana es un cuaderno; la clariniana, un
lienzo.
Galdós y Leopoldo Alas, el uno y el otro, han sido canonizados por la crítica y por lectores
que han vislumbrado la actualidad de su arte. La modernidad de Galdós reside más que nada
en la creación de inestabilidad narrativa y en el escepticismo y relativismo que caracterizan su
visión del mundo. Clarín ostenta su modernidad en su voluntad de estilo y en una proyección
espacial que anticipa las técnicas de movimientos posteriores.
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NOTAS
1 Elena Delgado, en un reciente estudio, sigue los pasos y las implicaciones de algunos de estos personajes
itinerantes.
2 Más de medio siglo después, este tema iba a encontrar un eco en la temprana novela de Miguel Delibes, El
camino.
3 El vocabulario que he escogido hace eco de la idea, expuesta por Julia Kristeva, de que el espacio se asocia
con lo femenino (cf. Jardine, pp. 88-89).
4 Elizabeth Sánchez propone que los efectos espaciales en La Regenta son consecuencia de las técnicas de
caracterización, que interrumpen la fluidez narrativa y que metafóricamente implican una visión relativista
del mundo.
5 Joan Oleza, a su modo, se ha fijado en el carácter no lineal de La Regenta, fruto, según él, de su espesor
psicológico y sus tácticas de simultaneidad en la construcción del mundo vetustense.
6 Stephanie Sieburth comenta las tácticas de fragmentación en el capítulo 8 de su libro sobre La Regenta.
7 La supresión de verbos para crear un cuadro de formas rotas y “tonos descordantes” es un anuncio de
pasajes como éste en Valle-Inclán: “Los gendarmes comenzaban a repartir sablazos. Cachizas de faroles,
gritos, manos en alto, caras ensangrentadas. Convulsión de luces apagándose. Rotura de la pista en
ángulos. Visión cubista del Circo Harris” (p. 76).
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