FORMAS DE HISTORIA EN LA ESPAÑA DE GALDÓS

Pedro Ruiz Torres

En uno de los ensayos que constituyen La España de Galdós, María Zambrano consideraba

la obra del autor de Misericordia “un mundo de personajes, un mundo de historias que crecen

y proliferan, una historia que engendra y parece dispuesta a engendrar inacabablemente

historias; una historia –toda la obra de Galdós– sin término y sin confines, que arrastra

consigo toda la historia de España”. Las múltiples y diversas historias individuales se

encuentran no ya sumidas en la historia, como siempre sucede, sino apresadas en ella, “como

si el argumento entre todos fuese este conflicto entre vida personal e historia”. Galdós, según

María Zambrano, ofrece ese conflicto “llevado a veces a su extremo, haciendo sentir la

condenación de la historia sobre la vida. Y aun despierta la sospecha, como siempre que nos

encontramos con algo que implacablemente condena, de si ella, la historia, no estará acaso por

algo condenada. ¿Sucederá esto en España especialmente, o será que Galdós, nuestro Galdós,

lo haya sentido y percibido más agudamente que nadie, porque el español sea sensible, más

sufriente de este conflicto que nadie?”.1

La tragedia de la guerra civil hizo que la historia pareciera aún más una “temible y

desconocida deidad” –en palabras de María Zambrano, inaccesible y devoradora, en aras de la

cual los españoles habrían cometido un auténtico suicidio individual y colectivo. Galdós, en

ese contexto, resultaba “el cronista del momento en que se apura la decadencia de España”.

De un modo muy distinto sin embargo lo vemos hoy. El determinismo impuesto por la

dramática historia de fracasos que llevó al desastre de la guerra civil y de la posguerra ha

dejado paso, en las dos últimas décadas, a una visión casi opuesta de conquistas sucesivas en

el camino de la modernidad, donde poco a poco parece abrirse paso nuestro orgulloso

presente. La alabanza de la “normalidad” ha sustituido al drama de la “decadencia”.

¿Qué tipo de historia es el que predominaba en la España de Galdós? Cuando hablamos de

historia pasamos con frecuencia de uno a otro de los dos significados de la palabra sin

distinguirlos como conviene. En tanto que tipo de conocimiento, y no como serie de hechos

del pasado, dos formas de concebir la historia encontramos a principios del siglo XX, cuando

por primera vez la historia se institucionaliza y desarrolla mínimamente en España como

disciplina universitaria. El ámbito propio que la ciencia de la historia quiso establecer

entonces, frente al concepto romántico de la historia y sus diversas variantes en el terreno

político, filosófico o artístico, dejó aspectos importantes de la vida humana que durante

mucho tiempo quedaron en manos casi exclusivamente de la literatura. En ese contexto,

surgió el conflicto entre erudición e historia viva, los sujetos individuales quedaron

desplazados por los procesos colectivos como principales protagonistas de la historia y

entraron en pugna formas diversas de síntesis histórica, narrativa o científica, erudita o bajo la

influencia de las nuevas ciencias sociales. Partir de la constitución de la historia como

disciplina en tiempos de Galdós nos permitirá entender mejor el interés que hoy presenta una

obra como la suya, que es en sí una fuente histórica de primer orden, cada vez más valorada

por la nueva historia social.

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Los inicios del siglo de la historia

El siglo de la historia en España no es el XIX sino el XX. Entiéndase bien, lo es si hablamos

de la historia como colectivo singular y en tanto que conocimiento acerca del pasado, de la

historia concebida como disciplina académica e implantada como tal en la institución

universitaria. A ello he hecho referencia en varias ocasiones recientemente y me gustaría

recordar ahora únicamente lo esencial.

Hasta 1900, la historia ocupó en la universidad española un papel prácticamente

insignificante y marginal. Se enseñaba en unos Centros, las Facultades de Filosofía y Letras,

creados en 1857 por la ley Moyano, que interesaron muy poco en nuestro país en la segunda

mitad del siglo XIX, hasta el punto de que el gobierno los suprimió durante años, en 1867 y

entre 1883 y 1896.2 Su cometido entonces de mayor entidad era impartir asignaturas del curso

de preparatorio de Derecho y permitir que algunos alumnos pudieran simultanear ambas

carreras.

En 1900, el recién creado Ministerio de Instrucción Pública aprobó una importante reforma

que dividía en dos ciclos los estudios de Filosofía y Letras, uno de “comunes” y otro de

especialización en tres secciones: “estudios filosóficos”, “estudios literarios” y “estudios

históricos”. Gracias a ello pudo crearse en poco tiempo una sección de historia en tan sólo

cuatro universidades: Madrid, Sevilla, Zaragoza y Valencia. En 1930 eran ya siete de las doce

que había en España las que contaban con ese tipo de estudios. La Universidad Central de

Madrid continuaba siendo la única que podía impartir el doctorado y lo hacía en condiciones

precarias, pero en 1910 surgió en la capital de España una institución que adquirió

inmediatamente una gran importancia en los estudios de posgrado, el Centro de Estudios

Históricos, en el seno de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas.

La Junta había sido creada tres años antes y era un organismo autónomo que dependía del

Ministerio de Instrucción Pública y se inspiraba en las ideas de la Institución Libre de

Enseñanza y, en particular, de Francisco Giner de los Ríos.3 En el Centro de Estudios

Históricos había unos pocos alumnos, realmente privilegiados, que pudieron en las primeras

décadas del siglo XX completar su deficiente formación universitaria a partir del modelo del

seminario alemán y disponer de bolsas anuales para investigar y becas de estudios en el

extranjero. Gracias a esas ayudas, algunos jóvenes historiadores lograron entrar en contacto

con lo que se enseñaba e investigaba en las universidades europeas más importantes.4

De este modo, en las dos primeras décadas del siglo XX, con un retraso evidente si

pensamos en la importancia que por entonces tenía en la universidad alemana –desde la

reforma prusiana de principios del XIX– y en la vecina Francia –tras la derrota de 1870 y la

instauración de la III República–, la historia comenzó a desarrollarse en España, como

moderna disciplina académica, en una coyuntura significativamente presidida por los efectos

del “desastre” colonial del 98. También aquí la transformación siguió el camino de la

profesionalización universitaria. Contó con la ayuda del Estado, pero ésta fue menos

importante que en Alemania o en Francia. Otros agentes sociales contribuyeron al desarrollo

de la nueva disciplina, en especial ciertas empresas editoriales que unieron la preocupación

intelectual al objetivo industrial y fueron capaces de promover importantes colecciones de

libros de historia, como es el caso de Espasa Calpe, Editorial Voluntad y Compañía Iberoamericana

de Publicaciones en Madrid; de Gallach, Gili, Labor, Montaner y Simón, Salvat,

Cervantes y Sopena en Barcelona; de Editorial Prometeo en Valencia etc. La historia

universitaria no sólo pudo contar con revistas especializadas, sino también con otras pensadas

para un público más amplio: La Lectura. Revista de Ciencias y de Artes, Cultura Española,

Revista de Libros, Revista Nueva etc.

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Por su parte, la obsesión intelectual por el “problema de España” trajo un interés creciente

por la historia, de la mano de la aparición de un nuevo grupo social –los intelectuales–, con

sus preocupaciones morales y políticas y sus aspiraciones “regeneracionistas”, según el

modelo francés doble que remitía, por una parte, a Zola en el caso Dreyfus y, por otra, al que

les ofrecía Ernest Renan tras la derrota de 1870, con su Réforme intellectuelle et morale de la

France, 1871.5 No es posible olvidar el hecho de que la sociedad española, pese a sentir todos

los componentes de la crisis fin de siglo –o precisamente por ello– y a experimentar su propia

crisis del 98, estaba inmersa en un proceso de modernización del que los historiadores

actuales han dado cumplida cuenta en los últimos años.6

¿Pero qué clase de historia predominaba en la España de los últimos años de Galdós? ¿En

qué se diferenciaba del tipo de historia que en pleno siglo XIX gozaba en nuestro país de mayor

predicamento, cuando Don Benito era estudiante de derecho en Madrid?

La historia erudita como alternativa a la historia romántica

En las dos primeras décadas del siglo XX empezó a desarrollarse en las universidades

españolas una historia profesionalizada y concebida en el medio universitario como una

disciplina con su propio objeto y su propio método. Para ello, claramente hubo de crearse una

diferenciación radical con la historia que había predominado en España durante el siglo XIX,

una historia “amplia y vaga hasta hacerse nebulosa, florida, retórica, efectista, lírica y

convencional”, que había alcanzado “resonantes éxitos tribunicios” antes de acabar la

centuria.7 Esa “cultura de la Historia en España”, en palabras de José Deleito, que se

distinguía por “un lirismo acentuado, por el exclusivismo de la historia política y por la

propaganda doctrinal apasionada y tendenciosa”,8 dejó paso en las primeras décadas del siglo

XX a otra cultura histórica en la que “la palabra investigación –aunque quizás mal entendida e

interpretada por muchos– ha llegado a convertirse en fórmula mágica, que obra por su propia

virtud”. Así –nos dice el citado historiador– hemos pasado de la historia amplia y vaga,

florida, retórica y propagandística, “a la minucia pueril, desmenuzada letra a letra en prolija

labor de benedictino”. “Hemos querido pasar de Castelar” –nuestro Michelet, según Deleito–

“a Ranke, sin estaciones de tránsito, sin medias tintas, y vamos creando una legión de

miniaturistas históricos, incapaces de remontarse dos palmos sobre el pergamino que

investigan”.9

José Deleito dedica buena parte de su espléndida lección inaugural del curso 1918-1919 en

la Universidad de Valencia a poner de relieve la transformación que tiene lugar en favor de la

“historia profesional”, de la “historia concebida como ciencia”, con sus limitaciones y sus

puntos débiles. Su discurso sobre La enseñanza de la historia en la universidad española y su

reforma posible (1918) y la síntesis que más tarde publicará, en la Revue de Sinthèse

historique, de la evolución de la historiografía en España desde 1900 a 1930, son testimonios

muy expresivos de dicho cambio, no exentos de crítica.

Ciertamente, la historia que en estos años se introduce en la universidad española es, en

general, la historia con la que se identifican los “profesionales de esta ciencia”, en su mayoría

“investigadores y eruditos”, que son los que empiezan a ser considerados “los mejores, los

más modernos, los más científicos”. El énfasis se pone ahora en la base documental, en el

rigor de la crítica, en los métodos de trabajo. La historia es una ciencia que, como cualquier

otra, dispone de sus propios procedimientos para obtener la “verdad de los hechos”, el

“conocimiento objetivo” de los mismos, a partir del análisis del material empírico disponible,

es decir, de los documentos. De eso se trata, como había dejado bien claro en el siglo XIX la

escuela histórica alemana desde Ranke, aunque fuera a costa de renunciar a más antiguas

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ambiciones: “Se ha dicho que la historia –escribe Ranke en su famosa introducción a la

Historia de los pueblos latinos y germánicos– tiene por misión enjuiciar al pasado e instruir al

presente en beneficio del futuro. Misión ambiciosa, en verdad, que este ensayo nuestro no se

arroga. Nuestra pretensión es más modesta: tratamos, simplemente, de exponer cómo

ocurrieron, en realidad las cosas”.

En ese sentido la historia, concebida como investigación y como ciencia, se apartaba y se

distinguía de esa otra historia de partido, subordinada a “la pasión política”, que había

predominado en España durante el siglo XIX y todavía sobrevivía en cierto modo en el XX. Sólo

así se entiende que todavía en 1930 Juan de Contreras, marqués de Lozoya, catedrático

universitario de Historia, aún la considerara digna de centrar la atención de los profesionales

de la historia e incluyera ese tipo de historia dentro de lo que denomina “la historiografía

romántica” o “el concepto romántico de la historia”.10 Desde la segunda mitad del siglo XVIII,

según el marqués de Lozoya, hasta que surgió la “historiografía científica” en el XX,

encontraríamos dos clases de historiografías que fácilmente podrían distinguirse por su

adhesión a una u otras ideas políticas: la historiografía liberal, que entiende todo el desarrollo

de la actividad humana como una lucha de la democracia y la libertad contra la tiranía política

o religiosa; y la historiografía tradicionalista, que explica la grandeza o decadencia de España

en función de su adhesión a la Iglesia y a la monarquía. La segunda alcanzó mucha menos

difusión que la primera, debido a que aquélla –según el marqués de Lozoya– fue en realidad

la tesis de un solo partido, mientras que la liberal se apoderó de la opinión media española al

ser capaz de hacer historia o literatura con un fin no tan claramente tendencioso y buscar el

adelanto científico o la belleza literaria, en vez de servirse exclusivamente de la historia o de

la literatura como armas de la polémica. De ahí la importancia de tener muy presente la

perfección técnica –el marqués de Lozoya cita la Historia de España de un liberal como

Modesto Lafuente– o la capacidad de urdir una trama sugestiva en la novela histórica, para

entender el porqué de la clara superioridad de la tesis liberal sobre la tradicionalista, pese a

que ni una ni otra estaban exentas de prejuicios políticos y deformaban los hechos históricos

para adecuarlos a sus respectivas ideologías. El marqués de Lozoya, que se sentía mucho más

próximo a las tesis tradicionalistas que a las liberales, tomaba buena cuenta de ello en 1930,

desde su cátedra universitaria.

Al mismo tiempo, el marqués de Lozoya también era plenamente consciente del cambio

que estaba teniendo lugar en España en relación con el conocimiento histórico. Frente a la

historia romántica, “cuyos métodos de trabajo son los usuales todavía” y que está lejos de ser

“un reflejo objetivo de la verdad”, se encontraba la “historia científica”, que quedaba reducida

a lo siguiente: “En la elaboración histórica de nuestro tiempo la selección de materiales se

hace cada vez con mayor escrupulosidad, pero en la construcción no apunta todavía el

remedio a los vicios que hemos señalado. Si lo hay, radicará en la importancia cada vez

mayor que se concede a las ciencias auxiliares y dependientes de la Historia: la Arqueología,

la Historia del Arte, la Etnología, la Numismática, la Paleografía, cuyo estudio, que permite

medios rigurosamente científicos, irá acostumbrando a los futuros historiadores al penoso

desprendimiento de la propia personalidad al evocar épocas y personajes pretéritos”.

Únicamente de esta forma, según el marqués de Lozoya, la historia conseguirá en un futuro

“la objetividad de las ciencias naturales”, al hacer que sus investigaciones alcancen la mayor

exactitud. “Cada suceso se colocará en el ambiente de su tiempo, y se iluminará con luz igual,

fría e intensa el objeto de estudio, sin falsear la verdad con el claro obscuro de los

historiadores románticos”. Pero si algún día –nos aclara nuestro autor– se hiciera efectiva la

separación entre historia científica e historia romántica, gracias al desarrollo creciente de las

ciencias auxiliares y el método del historicismo alemán, “yo, que no sé hacer nada sin

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prescindir de mis simpatías o de mis antipatías y sin poner toda mi alma en mi trabajo, tendré

que alistarme en el grupo de los historiadores artistas, que buscan prototipos ideales de

humanidad, no lejos de los novelistas históricos o de los poetas épicos, si es que tan noble

compañía se dignase concederme en sus filas el último lugar”.11

El marqués de Lozoya es sin duda un caso extremo de historiador consciente del desarrollo

que experimenta la historia concebida como ciencia en la universidad española, pero incapaz

todavía de desprenderse del “espíritu histórico” propio del romanticismo. Reivindica la

comunión con el arte y la función política de la historia, desde el fervor nacionalista

despertado por las guerras contra Napoleón en la Alemania de principios del siglo XIX al caso

de la Italia fascista, “enamorada de la gloria del Imperio Romano” en pleno siglo XX, pasando

por los grandes “historiadores políticos” en toda Europa: Macaulay en Inglaterra, Guizot y

Thiers en Francia, Stein en Alemania, Cánovas, Silvela y Castelar en España o por el

concepto económico de la historia de Carlos Marx. Las ideas del marqués de Lozoya,

expuestas en 1930, además de mostrarnos las contradicciones y los límites de la

profesionalización alcanzada en nuestro país por los historiadores en las primeras décadas del

siglo XX, nos sirven también para introducirnos en el tipo de historia científica que goza de

mayor reconocimiento en dicho medio académico: la investigación erudita, minuciosa y

detallista que precisamente había criticado con dureza José Deleito en 1918.

En la universidad española, en efecto, triunfaba a principios del siglo XX una historia

erudita, que antes –desde mediados del siglo XIX– había ido poco a poco desarrollándose fuera

de esa institución, en cierto modo en pugna con la historia romántica de políticos, literatos,

filósofos o periodistas. Los profesionales de la historia menospreciaban ese tipo de historia

porque según ellos carecía de los rudimentos de la crítica histórica y por haberse identificado

con unas u otras ideas “de partido”. La historia erudita, por su parte, tenía una larga tradición

en España, pero en su vertiente moderna, con la incorporación de nuevos métodos y nuevos

objetivos en consonancia con el ascenso de la burguesía y el triunfo del Estado nacional,

comenzó a ser una realidad en España a partir de la creación de la Escuela Superior de

Diplomática en 1856. En la Escuela Superior de Diplomática, bien conocida gracias a los

historiadores Ignacio Peiró y Gonzalo Pasamar,12 además de Historia de España, como en las

Facultades de Filosofía y Letras, había asignaturas que en ésta entonces ni siquiera existían:

Paleografía, Arqueología, Numismática y Bibliografía, bajo el nombre de “ciencias auxiliares

de la historia”. El propósito de la Escuela Superior de Diplomática era formar un cuerpo de

profesionales integrado en la burocracia del Estado, que se hiciera cargo de los archivos,

bibliotecas y museos estatales, de la custodia en definitiva de estos depósitos de materiales de

muy distinta procedencia, así como de la conservación y clasificación de los mismos, que la

revolución liberal había convertido en “bienes histórico-artísticos y literarios” incluidos en el

patrimonio de la nación española. La Escuela Superior de Diplomática trajo consigo, en este

reducido ámbito exterior al mundo universitario, un cierto grado de profesionalización a partir

de una forma instrumental de concebir la historia como ciencia, que pasó luego a la

universidad cuando, con la reforma de 1900, la Escuela fue cerrada y sus cátedras y los

profesores que las ocupaban pasaron a incorporarse a las Facultades de Filosofía y Letras. No

hay duda que ello redundó en favor de una historia profesional que reivindicaba el estudio de

los documentos y el método propio de su moderna forma de concebirse como ciencia, al

tiempo que buscaba romper con anteriores dependencias, tanto políticas o “de partido”, como

intelectuales respecto a otros saberes como el derecho o la filosofía. Desaparecieron poco a

poco los profesores representativos de la antigua situación heredada de la historiografía

romántica y cuyo perfil Deleito ha inmortalizado en una memorable página de su discurso de

1918:

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Tiempos eran aquellos de beatífica tranquilidad y cómodo quietismo, en punto a

cuestiones de enseñanza superior. Las cosas corrían mansamente por el prefijado

cauce de la santa rutina. El profesor de Historia –el que trabaja y tenía fama de buen

maestro, se entiende–, reducía entonces su misión a pronunciar un discurso

vehemente y retórico, acalorándose mucho en pro o en contra de personajes que

fenecieron cinco o acaso veinte siglos ha. Era de rigor enseñar la oreja política, y

llevar a la cátedra la propaganda de la tribuna. Los unos tomaban por modelo a

Castelar. Los otros a Donoso Cortés. Éstos tronaban contra el liberalismo, y ponían

en el quinto cielo a la Inquisición. Aquéllos rugían denuestos contra Felipe II, con no

menos inquina que si hubieran sufrido de él personales agravios; no le perdonaban el

más leve desliz ni la menor frase de sentido dudoso, y perseguíanle airados con sus

maldiciones hasta el borde de la tumba. Los alumnos se limitaban a repetir, como

ecos, las opiniones del profesor, en notas o en un texto, haciendo equilibrios para

amoldarse a las parcialidades más opuestas, atentos sólo a evitar la cólera de junio.

Ni maestros ni discípulos sospechaban que un curso de Historia pudiera ser de otro

modo; o enseñarse por método distinto. Ni el más leve problema ni la menor

inquietud espiritual turbaban el sereno río –catarata en ocasiones– de la oratoria

docente. Nadie se le ocurría que el alumno trabajara por sí, que viera cosas; no ya

que manejase fuente, sino que, al menos, utilizara material de enseñanza, como era

utilizado en las clases de Física o de Historia Natural. La pura y abstracta Teoría del

brazo de la Retórica: esto era todo. Yo superviviente de aquel sistema didáctico,

recuerdo que abandoné las aulas de Historia sin ver ni un mapa, ni una lámina, ni un

libro, que fuera el de texto: ni un papel, salvo los de mi cuaderno de notas.

Pero bajo el remanso de las aguas serenas había fermentos renovadores. Catedráticos

o simples amateurs, que habían viajado por el Extranjero, o leído, al menos, los

sistemas de enseñanza superior de la Historia en otros países, empezaron a clamar

por métodos prácticos, que no dejasen inerte el espíritu del estudiante, sino que le

llevaran a manejar por sí documentos, objetos, toda suerte de vestigios del pasado,

para elaborar por sí mismos la Historia, deshaciendo errores y rellenando lagunas. Y

entonces surgió como una consigna esta palabra, resumen de la aspiración

renovadora: investigación. Y los gritos llegaron a las alturas, donde con buena

voluntad se los atendió...aunque no se los entendió.13

La aspiración renovadora, que iba a enterrar definitivamente la concepción romántica de la

historia, produjo por desgracia unos profesionales que, a principios del siglo XX, mantenían

una concepción muy estrecha y por aquellos años bastante anticuada de la ciencia histórica, si

la comparamos con la que en otras partes de Europa se había desarrollado desde mucho antes.

El investigador en España, cuando de historia se trataba, era identificado en la mayoría de los

casos simplemente con “el erudito minucioso, buscador del hecho por el hecho”. En palabras

nuevamente de Deleito:

La casi totalidad de los que aquí se llaman historiadores, son simples eruditos, muy

estimables, muy útiles pesquisidores de noticias; pero que sólo efectúan la más

sencilla, elemental y mecánica función del historiador. Acarrean piedras; mas no

saben labrarlas, ni menos levantar con ellas construcción alguna. Jamás se elevan

sobre el suceso particular que sacan a la luz, y hacen de la narración tan prolija,

fatigosa e indigesta, que los profanos huyen a mil leguas de tales escritos, y los

profesionales –sin excluir a veces a los especialistas– los soportan como un penoso

deber, entre bostezos, que casi nunca tienen el valor de confesar.

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Así han cortado a la historiografía sus vuelos de águila, haciéndola caminar a ras de

tierra, y han forjado, a pretexto de exactitud y especialismo, una historia fría,

apergaminada, enteca, sin alma, sin vida.

De esta manera han adquirido título y reputación de historiadores sabios, simples

ratones de Archivo, sin cultura general ni sentido histórico, sin el espíritu elevado del

hombre de ciencia, que sólo analiza lo pequeño como base para reconstruir lo

grande.14

La crítica de Deleito en 1918 a la historia erudita que predominaba entonces en la

universidad española recuerda en cierto modo a la de Unamuno, en su libro En torno al

casticismo, publicado en 1902.15 Unamuno siente lástima del ejército de archiveros,

recolectadores de papeles, resucitadores de cosas muertas, “dedicados a ciertos estudios

llamados históricos, de erudición y compulsa, de donde sacan legitimismos y derechos

históricos y esfuerzos por escapar a la ley viva de la prescripción y del hecho consumado y

sueños de restauraciones”. La labor de “esta falange de entomólogos” sólo es útil para quienes

la aprovechan con otro espíritu, para quienes son capaces de concebirla en vivo. “La historia

presente es la vida y la desdeñada por los desenterradores tradicionalistas, desdeñada hasta tal

punto de ceguera, que hay hombres de Estado que se queman las cejas en averiguar lo que

hicieron y dijeron en tiempos pasados los que vivían en el ruido, y ponen cuantos medios se

les alcanza para que no llegue a la historia viva del presente el rumor de los silenciosos que

viven debajo de ella, la voz de hombres de carne y hueso, de hombres vivos”.16

Precisamente un historiador procedente de la antigua Escuela Superior de Diplomática,

destacado catedrático de Arqueología en la Universidad posterior a la reforma de 1900, Luis

Gonzalvo y París, dejó bien clara su postura en 1914 en favor de ese tipo de historia, una

historia que sólo debía preocuparse por la búsqueda de documentos, los métodos de estudio,

la necesaria especialización y división del trabajo y la publicación de monografías sin

plantearse siquiera una Historia General de España, en tanto media historia de España

continuará inédita, esparcida e ignorada entre los fondos de archivos, bibliotecas y museos. Su

forma de concebir la historia no manifestaba ningún interés por “los modernos estudios

sociológicos”, que pretendían revindicar para la filosofía de la historia una especie de don

profético y la convierten en guía y salvaguarda de la conducta individual y colectiva. Menos

aún pasaba por la cabeza de nuestro catedrático de arqueología que la historia pudiera

alcanzar el nivel de una ciencia como cualquier otra disciplina. El historiador debía ejercer

con arte un oficio bien regulado por la reglas del método erudito y sentir su trabajo como el

producto de un sentimiento “que nos inspira piedad infinita ante un sepulcro, ruinas de una

vida, o ante unas ruinas, sepulcro de una raza; fruto también de la insaciable curiosidad del

espíritu humano” (p.50).

Frente a esa historia concebida como sepulcro que contiene las ruinas de una vida o de una

raza, a esa historia muerta, fría, apergaminada, se encuentra lo que Unamuno llama, a finales

del siglo XIX, la “tradición eterna”, que es además “tradición universal y cosmopolita”, la

“intrahistoria” que permite captar la sustancia de la historia, “su sedimento”, incluso “lo

inconsciente” de la historia, y que se contrapone al estudio “científico” de los hechos del

pasado. También, como hemos visto en el discurso del marqués de Lozoya, continuaba en

1930 en cierto modo reivindicándose la historia romántica, subjetiva, partidista, concebida

como arte que produce arquetipos con el fin de reflejar inquietudes muy del presente y hacer

que vibre en un sentido o en otro el público destinatario de la misma. ¿Eran las únicas formas

de historia científica que encontramos en la España del último tramo de la vida de Galdós?

790

La nueva historia concebida como ciencia

En general, podemos convenir con Hayden White en que la transformación de la historia

en una disciplina con pretensiones de ciencia tuvo el efecto de custodiar el realismo en el

pensamiento político y social, y hacer que se impusiera a las ideologías que contenían una

fuerte carga utópica y revolucionaria.17 La historia, adecuadamente disciplinada y concebida

como ciencia empírica –cuya materia de estudio eran los documentos–, iba a contraponerse

–con evidente ventaja a medida que la ciencia ganaba prestigio académico– a la filosofía de la

historia –como saber reflexivo sobre la propia marcha del proceso histórico y el sentido del

mismo–, que había sido en realidad la primera “experiencia moderna de la historia”

(Koselleck, Ricoeur). Mientras ésta era impensable sin recurrir a la elaboración de conceptos

metahistóricos y podía ser por ello considerada como “inherentemente metafísica”, la

narrativa histórica de carácter científico debía subordinarse al examen del “registro histórico”

y a las reglas de la evidencia. Ello conducía necesariamente a diferenciar completamente la

historia de la ficción, a apartarse de la retórica y a romper con la política visionaria que se

sustentaba en la convicción de que la historia era un espectáculo sublime y no un proceso

comprensible.

Ahora bien, la ciencia en general, y en particular la ciencia de la historia, concebida de

distintos modos, acabó experimentando una intensa crisis a finales del siglo XIX y principios

del XX, sin que la separación entre una y otra narrativa histórica dejara por ello de

establecerse. Por ello, en los años en que comenzaba en España a desarrollarse una disciplina

plenamente implantada en algunas de las pocas universidades que por entonces existían en

nuestro país, resultaba un anacronismo identificar la historia científica con la historia erudita.

En el fondo, lo que predominaba en la universidad española –como Deleito señala con razón–

era una degradación del cultivo de la historia que en el siglo XIX había dado sus mejores frutos

en Alemania, una incorporación a medias y de modo muy pobre y elemental, a los adelantos

que en la universidad alemana habían hecho de la historia una ciencia, aunque de carácter

muy especial. Las propuestas metodológicas, la organización y destreza técnicas aplicadas al

estudio de la historia –con la enorme importancia dadas a las “ciencias auxiliares” y a la

especialización en periodos cronológicos y en temas–, el aparentemente desinteresado ideal

científico que movía el desarrollo de semejante disciplina –aparente, por cuanto nadie a estas

alturas podía ignorar su evidente sesgo nacionalista–, todo ello era tomado en consideración

por la historia erudita en España, aunque los historiadores aquí, significativamente, ni de lejos

gozaran de la envidiable consideración social que en Alemania. Pero el exclusivismo erudito

que entre los historiadores españoles predominaba a principios del siglo XX produjo una

caricatura de la “ciencia de la historia” alemana y además le arrebató su componente

filosófico historicista, hasta reducir a la historia a una técnica profesional “más propia de

albañiles que de arquitectos”, en opinión de Deleito. Para colmo, precisamente ahora que esta

historia de inspiración alemana se introducía en la universidad española, bien que

simplificada y empobrecida, la vieja escuela histórica perdía su anterior crédito en Europa,

muy especialmente en Francia pero también en la propia Alemania, en aras de una nueva

ciencia de la historia. Conscientes de lo que en otras partes sucedía, también en España un

pequeño grupo de historiadores reaccionó contra la erudición micrográfica, contra el análisis

particularista, sin horizontes ni vuelo científico, contra la historia minúscula y detallista, y se

acercó al nuevo tipo de síntesis que defendía la Revue de Synthèse historique dirigida por

Henri Berr. La nueva síntesis tenía un carácter moderno, contaba desde luego con apoyo

erudito y prescindía de generalizaciones prematuras, pero era capaz de ligar los estudios

históricos con los filosóficos y sociológicos y construir lo que Deleito llama “un cuadro

orgánico sobre la evolución de las sociedades”, tal y como llevaba a cabo en España Rafael

Altamira.

791

A finales del siglo XIX y principios del XX, en efecto, la emergencia de nuevas ciencias

humanas con sus métodos propios y sus teorías respectivas, supuso un gran desafío para la

historia tal y como hasta entonces había sido concebida, según el modelo procedente de la

universidad alemana. El interés que suscitaron los trabajos en torno a la “psicología de los

pueblos” y las cuestiones de psicología colectiva, en relación especialmente con la acción

política y el problema nacional, llegó relativamente pronto a ciertos círculos intelectuales

españoles, pero tardó en ser tomado en cuenta por los historiadores, salvo excepciones. Peor

ocurrió con un fenómeno de mucha mayor trascendencia para la renovación de la

historiografía en las primeras décadas del siglo XX: el auge experimentado por la sociología.

Pese a que el éxito del positivismo en un país culturalmente tan cercano al nuestro como era

Francia –donde desde 1898-1903 llegó incluso a hablarse de una “escuela francesa de

sociología” en torno a Durkheim y a su revista L’Anné sociologique– era bien conocido, así

como las diversas reacciones de los historiadores franceses antes los retos y amenazas de las

nuevas ciencias sociales, muy pocos en España se sintieron inclinados a modificar la vieja

práctica erudita. En Francia, la reivindicación del modelo “objetivista” de las ciencias

experimentales aplicado a la realidad social y destinado a fundar una nueva “ciencia social”

capaz de introducir el método propio de la ciencia frente al empirismo ingenuo del siglo XIX

dio alas a la ofensiva de la sociología durkheimiana y obligó a modificar radicalmente el

concepto mismo de historia científica. En Alemania, por su parte, la controversia suscitada a

finales del siglo XIX por las ideas de Lamprecht acerca de la ciencia de la historia, así como la

aproximación entre historia y sociología que Otto Hinze y Max Weber defendían desde una

perspectiva muy diferente a la del positivismo, amenazaban incluso el predominio del

historicismo clásico. Sin embargo, nada de ello había sido tomado en consideración por la

historiografía profesional en España, salvo raras excepciones.

Exponente máximo de la ruptura con la historia erudita que predominaba en la universidad

española a principios del siglo XX, la obra de Rafael Altamira es una de esas excepciones.

Mezcla influencias de procedencia intelectual muy diversa, que producen una curiosa

amalgama no exenta de contradicciones. Por un lado, volvemos a encontrar una confianza

plena en la historia concebida de un modo científico a la manera de la escuela alemana del

siglo XIX y que se fundamenta en el examen neutral de los documentos, para lo cual debe

disponer del método de búsqueda y crítica de los mismos, supuestamente capaz de reconstruir

unos hechos históricos que hablan por sí mismos. Ese procedimiento, no obstante, ha de

alejarse de la minucia detallista y del particularismo exacerbado a que había conducido la

degradación de la vieja concepción practicada por la escuela histórica alemana y su

introducción en España. La ciencia histórica tenía que hacer suyos los hechos colectivos y los

puntos de vista de las nuevas ciencias sociales, ideas que Altamira tomó prestadas de Gabriel

Monod, cuando éste a finales del siglo XIX se hizo sensible a la influencia de las nuevas

ciencias sociales. Los historiadores franceses de finales del siglo XIX y principios del XX

proporcionaban el referente metodológico básico de un nuevo tipo de historia dispuesta a

acercarse a las nuevas ciencias humanas y esa influencia se combinó, en el caso de Altamira,

con la del idealismo filosófico krausista y el evolucionismo tomado de Spencer, hasta

producir una visión “genética” de la historia. Por otro lado, el desplazamiento de los grandes

hombres por los pueblos como “unidades sociales, cuya constitución orgánica y psicología

debían ser comprendidas mediante el recurso a los métodos de las nuevas ciencias sociales”,

vino acompañado de una desconfianza frente a las “leyes” históricas positivistas y las

filosofías totalizadoras de la historia, frente a las cuales Altamira propuso su propio concepto

global y evolutivo de la historia que denominó “historia de la civilización”, con préstamos

muy diversos y diferente de la síntesis histórica preconizada por Heri Berr, pese a la opinión

que mantiene Deleito.

792

Precisamente uno de sus discípulos, José Deleito, iba a acercarse mucho más a las ideas de

la Revue de Sinthèse historique. Para Rafael Altamira la historia cumplía una función

educativa y cívica que debía estar claramente vinculada al programa “regeneracionista”,

destinada a provocar una reacción patriótica similar a la que se produjo en Alemania tras la

derrota de Jena y en Francia después del desastre de 1870.18 El deseo de poner la ciencia de la

historia al servicio de la constitución de un carácter nacional, que se echa en falta tras el

desastre del 98 y aún más a medida que la crisis del Estado de la Restauración refuerza las

otras ideologías nacionalistas en Cataluña y en el País Vasco, no se encuentra de un modo tan

manifiesto en la concepción de la historia de Deleito. Al contrario, en ella la función

educadora de la historia se asocia al proceso intelectual mediante el cual nos acercamos al

concepto de evolución y asumimos que nuestro papel en ella es contribuir al mejoramiento de

la especie humana, lo cual es un estímulo para la acción transformadora en favor del progreso

de dicha especie y un factor decisivo para combatir “todo prejuicio étnico, religioso,

patriótico, local, doctrinal o de grupo” y hacer crecer “la hermosa flor de la tolerancia”.19

También es Deleito quien, junto a su defensa de una nueva forma de concebir la historia

como ciencia, reivindica también para la misma, de un modo que hoy todavía nos sorprende,

el “moderno concepto artístico de la historia”, en absoluto reñido con su carácter científico:

En España no es cosa nueva, y que hayamos de importar de otras naciones, el

concepto artístico y plástico de la Historia. Hecho carne le encontramos en las obras

inmortales históricas del Renacimiento, como lo estuvo en los grandes maestros

griegos y romanos de la antigüedad. Entre nosotros, aun desde las cumbres de la

Historia-erudición, han surgido voces en defensa de la Historia-arte. Vemos a todo

un Menéndez y Pelayo, que aunque patrocinó la investigación y predicó con el

ejemplo de su labor hercúlea, jamás creyó que ella fuese la finalidad, sino el medio

de la obra histórica, y deseó para ésta las más exquisitas galas del ropaje literario. Y

pasando de la teoría a la práctica, que el propio gran polígrafo abonó con sus obras

inmortales, los pueblos de habla española han prodigado recientemente sus ensayos

de reacción contra la historia al uso, descarnada y seca. Profesores argentinos, como

Ibarguren y Paul Groussac, y escritores de nuestro país, como el malogrado ingenio

Navarro Ledesma y el Sr.Maura Gamazo, hoy en plena producción, entre otros, han

realizado en sus libros un tipo de narración histórica, que, reposando sobre abundante

base de fuentes informativas, aspira a realizar una construcción psicológica y

sociológica en el fondo, artística en la forma, sin rehuir a veces el concurso de la

fantasía, para suavizar las duras aristas de la erudición...

Estos libros aspiran a hermanar la exactitud documental del fondo con el encanto de

una forma bella y atractiva, y parecen por su factura verdaderas novelas; porque

saben observar tipos y escudriñar almas, reconstruir escenas con dramática

animación, y evocar lugares y ambientes; todo ello con el colorido, el movimiento y

la corporeidad de las cosas vivas, aspirando a resucitar la realidad por conjuros de

arte, como han sabido hacer los grandes noveladores. Y no se tome la palabra

novelador en sentido despectivo; pues los historiadores tienen mucho que aprender

de los novelistas, en comprensión psicológica y social, en caracterización de

personajes, en observación de la vida, en sagaz visión interna de las cosas, en fuerza

descriptiva, en composición técnica; y ambos géneros, historia y novela, deben

quizás andar más próximos de lo que se cree, a condición claro está, de que cuanto es

en la última acción imaginaria, conviértese para la primera en acción real, tejida con

elementos de autenticidad comprobada. Sabido es que Agustín Thierry no

comprendió bien algún episodio de la Edad Media, sino en las novelas de Walter

793

Scott. Y es notorio que las novelas de Pérez Galdós enseñan más Historia española

contemporánea –y una Historia más íntima, más honda, más verdadera– que cuanto

han escrito sobre el particular todos los historiadores profesionales, y suponen una

previa investigación, no menos prolija.20

La nueva historia social y su trayectoria en las dos últimas décadas del siglo XX

La última década de nuestro siglo muestra, en el caso de la historiografía española, a

diferencia de lo que hemos visto que ocurría cien años antes, un estado de desarrollo

disciplinar similar al que se percibe en los países más avanzados del resto de Europa. El

pluralismo se ha instalado ciertamente en la concepción misma de la historia de los

historiadores españoles y hoy encontramos partidarios de múltiples versiones de una historia

constantemente presentada como “nueva” –económica, social, política, de las mentalidades,

de la cultura–, junto a defensores de la vuelta a Ranke. La ampliación del viejo territorio de la

historia, que comenzó con el interés por el estudio de las estructuras y las coyunturas

económicas y los procesos y grupos sociales, ha crecido constantemente con los nuevos

horizontes abiertos por la historia sociocultural, la historia de la vida cotidiana, la historia de

las mentalidades, de los conceptos y de las representaciones, la historia de las mujeres, la

historia del trabajo, de la pobreza y de la marginación etc. Crisis del marxismo, posiciones

posmodernas y todo tipo de revisionismos añaden al panorama una diversidad creciente.

Mientras el conocimiento que vamos obteniendo del pasado humano, gracias a una práctica

que a veces pretende acercarse a lo que es habitual en otras ciencias sociales, resulta más

amplio y mejor fundamentado a medida que la investigación amplía sus métodos, revisa y

corrige sus presupuestos, introduce nuevas perspectivas y extiende su ámbito de estudio a

escenarios y personajes hasta hace poco ignorados, en un espacio intelectual muy distinto del

frecuentado por los historiadores parece estar de moda hablar de la crisis de la historia. En

efecto, en un terreno que resulta más bien propio del debate filosófico sobre los fundamentos

del conocimiento histórico, en especial bajo los efectos del llamado “giro lingüístico” de los

años 70, han surgido desde hace algún tiempo serias dudas acerca del carácter científico de

nuestra disciplina, dudas que han tardado en llegar a la historiografía, pero que hoy empiezan

también a manifestarse en ella.

La llamada crisis de la historia, en ese ámbito, resulta inseparable de la crisis del moderno

concepto de ciencia y del cuestionamiento de las ideas de tiempo y de racionalidad que

forman parte indisociable de la cultura moderna. Cuatro son los aspectos del cuestionamiento

del paradigma científico convencional que se toman en consideración con más frecuencia.

El primero es la crítica a la historia como ciencia social al modo de los años sesenta, algo

que en las dos últimas décadas han llevado a cabo la microhistoria y la nueva historia

cultural.21 El estudio de las estructuras y de sus respectivos “mecanismos” o “lógicas” de

reproducción y de transformación se ha revelado a todas luces insuficiente para dar cuenta del

proceso histórico. El cambio social, pero también los elementos de continuidad que en dicho

proceso se perciben, deben relacionarse con la actividad de los individuos y de los grupos

concretos. Las mismas estructuras no se entienden plenamente sin la acción de lo cotidiano,

sin acercarse al análisis social a pequeña escala, sin la práctica y la cultura de ciertas

producciones mentales que evolucionan y entran en combinaciones social e históricamente

diferenciadas. De ese modo, el centro del análisis se desplaza a las experiencias y a las

prácticas sociales de los seres humanos, a los diversos modos de expresión por los cuales los

individuos o grupos manifiestan o silencian sus acciones, y a la manera en que los

participantes en el proceso histórico son simultáneamente objetos y sujetos del mismo. En

794

definitiva, importa y mucho la forma en que los seres humanos hacen suyo el universo que

condiciona sus vidas, se lo apropian y lo transforman. Todo ello conduce a un nuevo tipo de

historia, diferente del que predominó en la década de 1970 y que estaba enormemente influida

por las ciencias sociales de la primera mitad de la centuria: la sociología de Durkheim, la

ciencia social de Max Weber, el marxismo clásico, el estructuralismo etc. Hoy en día la

microhistoria social reivindica al microanálisis de microfenómenos e introduce una nueva

conceptualización con la que rechaza el realismo ingenuo, el substancialismo y el

reduccionismo y toma conciencia de las insuficiencias de la macrohistoria social y de su

ambición desmesurada por captar, bien toda la sociedad en movimiento, bien toda una clase o

grupo social bajo todos sus aspectos.

El segundo aspecto del cuestionamiento del paradigma científico convencional se relaciona

con el nuevo valor que hoy tiene en la historiografía la narración y el lenguaje. Nunca, desde

los comienzos mismos de la ciencia moderna y de la historia concebida como disciplina, pese

al énfasis puesto en la diferencia entre realidad y ficción, ciencia y narración han sido un par

de elementos contrapuestos. Por el contrario se complementaban, formaban parte de una

historia que era, a la vez, investigación y escritura, tal y como sigue siéndolo, sin que ninguno

de esos elementos por sí solo fuera capaz de dar cuenta de ella. Los ejemplos son

innumerables y podríamos volver de nuevo a citar a Deleito, como hemos hecho antes, por su

empeño en conseguir que la historia fuera una ciencia sin abandonar por ello el arte narrativo.

Ahora bien, hoy en día la narración y el lenguaje son valorados de un modo muy diferente.

No se trata sólo de una forma de describir los sucesos o de exponer la investigación realizada,

con vistas a hacer que la obra del historiador sea atractiva. Resulta una mediación

insoslayable para tener acceso a las más diversas experiencias: desde las que configuran los

hechos que estudiamos, hasta esas otras que van precisamente unidas al proceso intelectual

que nos permite conocerlos. Además, la narración es también una fuente de nuevos

conocimientos y una manera de obtener un tipo de conocimiento distinto del que

habitualmente nos proporciona la ciencia: un tipo de conocimiento opuesto a la pretensión de

ésta de conseguir fórmulas o modelos generales pero, a cambio, capaz de percibir y entender

mejor lo único, lo singular, lo irrepetible, en definitiva, las particularidades de cada hecho, de

cada proceso.

El tercer aspecto que va unido a la crisis de que hablamos es la conciencia de que nuestra

relación con el mundo y con los objetos que deseamos conocer es mucho más compleja de lo

que el empirismo o el realismo ingenuos de nuestra cultura moderna nos han hecho creer.22 El

problema de la construcción cultural del conocimiento y de la experiencia humana nos priva

ciertamente de una confianza absoluta en la razón y en la ciencia, pero no conduce

necesariamente al escepticismo o al relativismo. La historia concebida como una ciencia

moderna y la ciencia pensada como tal, sólo pueden entenderse hoy en día a partir de un

enfoque histórico y no del modo casi teológico que predominaba antes. Y esa “historia de la

historia” es precisamente la que nos revela las características propias que imprime cada época

y cada sociedad, los diversos desarrollos que en ellas ha habido y la pluralidad metodológica

que hoy es nuestra herencia.

Por último, el cuarto aspecto deriva de la idea misma de tiempo que desde hace siglos nos

ha acostumbrado a situarnos en un proceso y a hacernos creer que vamos hacia adelante –el

mundo, lo que somos, nuestro conocimiento de ambos–, que avanzamos hacia alguna parte

situada en el futuro, en un futuro distinto del presente y determinante del mismo, de igual

modo que éste lo es del pasado. El concepto moderno de tiempo, de un tiempo homogéneo y

progresivo sobre el que se desarrolla cualquier proceso –el de los hechos que ocurren,

ciertamente, pero también el del conocimiento de los mismos–, parece también haber entrado

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en crisis. En realidad esta crisis ha estado permanentemente presente desde el momento en

que ese concepto de tiempo surgió en el seno de una nueva cultura y de una experiencia

social, la experiencia de la “aceleración del cambio”, a finales del siglo XVIII.23 Por ello, la idea

de “tiempo progresivo” ha ido constantemente revisándose. Primero fue universal, rectilíneo y

cosmopolita, como lo entendió la Ilustración y sus epígonos. Luego, diverso en cada época,

algo que propiciaba la comprensión en sí misma de esas épocas, como proponía Ranke y

defendió el historicismo. Más tarde, en sentido desigual, injustamente desigual, por el peso de

unas estructuras socioeconómicas cuya importancia fue puesta de relieve por la historia

concebida como ciencia social y por el materialismo histórico. Así llegamos a la

multiplicación de tiempos de muy distinta duración a la manera braudeliana, a la diversidad

de formas de concebir el tiempo que la antropología hermenéutica pone en relación con los

rasgos propios de cada cultura, a la valoración del acontecimiento en sí mismo, por el

fragmento de tiempo discontinuo que condensa y revela, etc. Todo lo cual nos obliga a tener

en cuenta no una sino diversas ideas de tiempo,24 a no concebir el proceso en que situar los

hechos históricos –y el conocimiento de los mismos– de un modo uniforme y rectilíneo. Nos

obliga a huir del determinismo de proyectar sin más sobre el pasado las ideas que desde

nuestro presente nos hemos hecho de lo ocurrido, a no ver en el pasado, en definitiva, la luz

que proyecta hacia atrás su futuro, es decir, nuestro presente. Nos obliga a reintroducir la

incertidumbre en el curso de la historia. Una mayor complejidad, una mayor incertidumbre y

una mayor conciencia de nuestras limitaciones –de época, de cultura– están cada vez más

presentes en las representaciones que hoy nos hacemos de los hechos históricos.

Al volver de nuevo a la obra de Galdós, sentimos que mientras los dos primeros aspectos

del cuestionamiento antes aludido nos acercan a su “escritura histórica”, los dos últimos

llegan tan lejos como para abarcarla en la misma crisis, no en vano se trata de una crisis que

desborda el proceso de constitución de una moderna “ciencia de la historia”, para dar cuenta

también de los puntos débiles de nuestra cultura y de nuestra conciencia histórica modernas.

La obra de Galdós –veíamos al principio que había escrito María Zambrano– es un mundo

de personajes, “un mundo de historias que crecen y proliferan, una historia que engendra y

parece dispuesta a engendrar inacabablemente historias; una historia –toda la obra de Galdós–

sin término y sin confines, que arrastra consigo toda la historia de España”. En efecto, ese

mundo creado por la imaginación de nuestro escritor se desdobla en dos planos temporales de

muy diferente carácter: el de las historias individuales, que expresan la infinita variación de la

vida humana; y el mundo en donde esas historias, protagonizadas por los más diversos

personajes, se encuentran fuertemente determinadas por otro tipo de historia, colectiva ahora.

María Zambrano, sin embargo, va más lejos y afirma incluso que la obra de Galdós es un

laberinto en el que la vida de todos y cada uno de los personajes que lo pueblan se encuentra

“apresada en la historia”. El argumento, en definitiva, sería el “conflicto entre vida personal e

historia”, una vida “enredada en ella” y aún más, “algo que cuesta decir: condenada por ella”.

La historia acabaría convirtiéndose en una “temible, desconocida deidad”, causante en España

de la “tragedia” y Galdós sería así “el cronista del momento en que se apura ‘la decadencia de

España’, que más que decadencia es ya un infierno, recoge ese infierno en su última

esperanza. Y es que la decadencia no tiene remedio, pero el infierno, el humano y terrestre en

que gime un pueblo, sí”.25

Infierno o decadencia, nadie hoy en día se atrevería a concebir la España de Galdós como

un anticipo del desastre de la guerra civil y la posguerra. Con un punto de vista muy distinto,

algunos historiadores han sabido convertir los Episodios y las novelas galdosianos en fuente

para el estudio de un amplio periodo de nuestra historia sin el determinismo de antaño. Uno

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de ellos, José María Jover, ha tenido el acierto de precisar la relación entre el historiador y la

literatura como fuente histórica, a partir precisamente del ejemplo de la obra de Galdós.

El historiador –nos dice Jover– no ha de buscar en los Episodios información sobre los

hechos de carácter político, por cuanto su obligación es averiguar cuáles fueron las fuentes

escritas utilizadas por Galdós y acudir a ellas sin intermediarios. Los Episodios son una fuente

histórica de primer orden, pero en tanto que testimonio vivo de un “observador excepcional

de una sociedad, de las mentalidades respectivas de sus grupos, de las corrientes de psicología

colectiva predominantes en una u otra situación histórica, de las formas de vida vigentes en la

sociedad de referencia”. Con semejante perspectiva, “los Episodios Nacionales no interesan al

historiador en función exclusiva del período evocado; sino también, y no en menor medida, en

función del momento de su redacción y de su lanzamiento al torrente circulatorio de la cultura

del país”. Más aún, si pensamos en el proceso que se dio en la España del último cuarto del

siglo XIX, de “movilidad social ascendente” –en palabras de Jover–, aunque se trate de un

hecho conocido y con diversas fuentes que permiten estudiarlo en cada caso y en sus diversas

manifestaciones, a la hora de disponer de un modelo que nos esboce el proceso global, es

decir, el conjunto de connotaciones de todo orden –familiares y sociales, económicas,

culturales y de civilización– que tal ascenso lleva consigo a través de sucesivas etapas, los

historiadores harían bien en recurrir al modelo que nos ofrece Galdós, por ejemplo, en sus

novelas de la serie Torquemada. Encontramos allí “un modelo inducido a partir de múltiples

observaciones por un conocedor excepcional de la sociedad de su tiempo, y expuesto con una

riquísima gama de matices en una novela contemporánea del relato social que presenta ante la

retina del lector”.26

Al historiador actual, podemos concluir, la historia que contiene la obra de Galdós –y que

podría parecernos una crónica de los hechos políticos de la España del siglo XIX– es lo que

menos le interesa. Por el contrario, es la otra historia, social y de las mentalidades, la historia

del presente y del pasado más próximo de nuestro escritor, que en calidad de observador

excepcional recoge en las páginas de sus novelas, la que, como testimonio privilegiado de una

época, se convierte en fuente de primer orden para el estudio de aquel periodo. Ello es posible

gracias a un tipo de historia que no existía cuando Galdós escribió sus novelas y que

finalmente ha recuperado esa lucha entre la vida y la historia, esa pugna que señalaba María

Zambrano, pero con puntos de vista muy alejados del determinismo fuertemente pesimista de

los años de nuestra posguerra.

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NOTAS

1 María Zambrano, “La obra de Galdós: Misericordia”, en La España de Galdós, Madrid, Taurus, 1959,

pp.13-23.

2 Sobre las Facultades de Filosofía y Letras, véase Pablo Fernández Albadalejo, “La identidad de la Facultad

de Filosofía y Letras”, en Actas del Congreso Humanidades e Investigación, Madrid, Universidad

Autónoma de Madrid, 1988; y Marc Baldó Lacomba, “La Facultat de Filosofia i Lletres de València,

1857-1977. Esbós històric”, Saitabi, num.47 (1997), pp.21-87.

3 Vicente Cacho Viu, Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset, Madrid, Biblioteca

Nueva, 2000, pp.155-185.

4 Pere Bosch i Gimpera ha dejado testimonio de ello en sus Memòries, Barcelona, Ed.62, 1980. Su generación

de pensionados en otros países había sido precedida por la de Ortega, Besteiro y García Morente, la

primera que tuvo oportunidad de beneficiarse de esta clase de ayudas. También el entonces catedrático de

la Historia de la Universidad de Valencia, José Deleito, siguió los consejos de Rafael Altamira y obtuvo

una beca de la Junta de Ampliación de Estudios en 1914 para estudiar en Francia, Bélgica y Suiza.

5 Carlos Serrano, “Conciencia de la crisis, conciencias de crisis”, en Juan Pan-Montojo, coord, Más se perdió

en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de siglo. Madrid, Alianza, 1998, p.354.

6 Juan Pan-Montojo, coord., Más se perdió en Cuba, op.cit.

7 José Deleito, La enseñanza de la historia y su reforma posible, Valencia, 1918, reproducido en P.Ruiz

Torres, ed., Discursos sobre la Historia, Valencia, Universitat de València, 2000, p.194.

8 José Deleito y Piñuela, “Quelques données sur l’historiographie en Espagne de 1900 à 1930 du point de vue

de la sinthèse”, en Revue de Synthèse historique, t.L, diciembre de 1930, p.29.

9 José Deleito, “La enseñanza de la historia...”, en P.Ruiz Torres, ed.,Discursos..., op.cit.p.194.

10 El concepto romántico de la Historia, en P.Ruiz Torres, ed. Discursos sobre la historia, op.cit. pp. 307-340.

11 Ibídem, p.340.

12 I.Peiró y G.Pasamar, La Escuela Superior de Diplomática. Los Archiveros en la historiografía española

contemporánea, Madrid, Editorial La Muralla, 1996.

13 José Deleito, “La enseñanza de la historia…”, en P.Ruiz Torres, ed., Discursos sobre la historia…, op.cit.,

pp.151-152.

14 Ibídem, p.195.

15 Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, introducción de Jon Juaristi, Madrid, Biblioteca Nueva,

1996, pp.62-63.

16 Ibídem, pp.67-68.

17 Hayden White, “La política de la interpretación histórica: disciplina y desublimación”, El contenido de la

forma. Narrativa, discurso y representación histórica, Barcelona, Paidós, 1992, pp.75-101.

18 Véase Carolyn P. Boyd, Historia Patria. Politics, History and National Identity in Spain, 1875-1975,

Priceton University Press, 1997.

19 José Deleito, “La enseñanza de la historia…”, en P.Ruiz Torres, Discursos sobre la historia…, op.cit.

p.210.

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20 Ibídem, pp.206-208.

21 Jacques Revel, dir., Jeux d’échelles. La micro-analyse à l’expérience, Paris, Gallimard/Le Seuil, 1996.

Christophe Charle, “Micro-histoire sociale et macro-histoire sociale”, en Histore sociale. Histoire globale,

Paris, Editions de la Maison des Sciences de l’Homme, 1993, pp.45-57. Giovanni Levi, “On Microhistory”,

en P.Burke ed., New Perspectives on Historical Writing, Cambridge, Polity Press, 1991, pp.93-113.

22 George G.Iggers, “Racionalitat i história”, en A.Colomines y V.S.Olmos, editors, Les raons del passat.

Tendències historiogràfiques actuals, València, Afers, 1998, pp.61-84.

23 Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós,

1993.

24 Pedro Ruiz Torres, “Tiempo de los hechos, tiempo de la historia”, Lapsus.Revista de Psicoanálisis, num.1,

1996, pp.56-71.

25 María Zambrano, op.cit. p.23.

26 José María Jover, De la literatura como fuente histórica, Madrid, Artegraf/Industrial Gráficas, S.A., 1992.

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