INTERPRETACIÓN DE LA HISTORIA POLÍTICA DEL
SIGLO XIX ESPAÑOL
Mª Lourdes Acosta González
“La multisecular guerra divinal” 1
El carácter español, o debiera decir el carácter castellano se forja defendiendo una creencia
y combatiendo otra. Durante los largos siglos de la Reconquista –XII-XV–, España, no sólo
impone una única y sólida conciencia religiosa a toda la Península –la cristiana– sino que se
consolida territorialmente, surgiendo como nacionalidad bajo la égida de la nueva monarquía
hispánica de los Reyes Católicos. Ambos monarcas, partiendo de una concepción altamente
centralizada del Estado y tras conquistar el último bastión árabe: el reino de Granada (1492),
decretan la expulsión de judíos y musulmanes tratando de asegurar el trono en torno a la
iglesia católica.
La situación de guerra continuada hace al prototipo de hombre castellano, cuya vida diaria
se reduce a la lucha armada, no es labriego ni comerciante; o es caballero o es fraile, y una
cosa y la otra la hace en el nombre de Dios. Por lo tanto, acabada la Reconquista se lanza a
América en calidad de soldado o de misionero. Y como ya hizo en la Península, no produce
nada: guerrea, conquista, arrasa y expolia. A América va a evangelizar, a salvar almas
despreocupándose de posibles fines mercantilistas. Precisamente, a esta mentalidad
depredadora es a la que, alternativamente, Américo Castro llama “guerra divinal”2 y Ramón
Carande denomina “economía de lo divino”.3 Observación esta última recogida y comentada
también por Castro en su obra La realidad histórica de España, que es una edición renovada
y mejorada de su libro, España en su historia. Cristianos, moros y judíos.
Carande define la idiosincrasia castellana a través del establecimiento de una dualidad, que
viene determinada por la configuración del terreno, en sí mismo, y la guerra de fronteras
sostenida por la población contra el moro invasor, que no sólo ocupa su tierra sino, que es
contrario a la fe de Cristo y su Iglesia. Geográficamente, Castilla es una meseta; una llanura
extensa que se eleva sobre la periferia y se halla separada de la misma debido al sistema de
cordilleras que la rodea donde la práctica intensiva y extensiva de la ganadería mantiene a sus
hombres habitualmente en el camino. Los reinos castellanos, desde bien temprano, favorecen
el pastoreo trashumante en detrimento de la agricultura, la industria y los hábitos sedentarios.
No hay costumbre de asentamiento junto a las propias tierras de labor o factorías. Las
continuas incursiones de un lado y de otro potencian el carácter nómada del castellano, ha de
estar preparado para huir en cualquier momento y, en la huida, la movilidad del ganado se
superpone a las ataduras de la tierra. Así que debido a esta situación, podríamos decir que la
personalidad del hombre castellano se reafirma en torno a dos quehaceres: la guerra y el
pastoreo.4 De la misma manera que su mente se ordena también, y nunca mejor dicho,
alrededor de dos fortificaciones: el castillo y el monasterio, ambas construcciones marcan el
desarrollo de dos economías y de dos estilos de vida propias del medievo español, la del
guerrero y la del eclesiástico.
La primera, en consonancia con la vida del pastor, será considerada por Carande como una
economía predatoria o de botín y a la segunda, la calificará de economía trascendente o bien
800
de economía a lo divino, ya que no prevee el incremento de los bienes materiales, es decir la
capitalización de la riqueza, sino el bien común traducido en la máxima cristiana de redimir
almas.5
Por último añadir que Carande no sólo aplica esta dualidad económica a la Península, sino
que la traslada a las colonias, sencillamente porque los españoles llevarán consigo su modo de
vida a las Indias. De forma que en la conciencia castellana, el descubrimiento de América se
concibe como una prolongación de la marca hispánica.
Por otro lado, Américo Castro, en completo acuerdo con la tesis de Carande, introduce por
su parte el concepto de “guerra divinal” para definir y comprender la historia de España. En
primer lugar, parte de la afirmación de que nuestra historia “descansa sobre fundamentos
divinales”, puesto que, desde el siglo IX al XVII, lo único que tuvo de original fue la defensa
heroica de una creencia, y en segundo lugar reivindicará la relevancia de la figura de Santiago
dado que, durante la Reconquista, solo su nombre se convertirá en grito nacional de guerra y
bajo su protección se ganarán las batallas.6
Conviene destacar también la polémica abierta por Claudio Sánchez Albornoz al matizar
las afirmaciones de Castro en torno a la cuestión de la “guerra divinal”. Simplemente dirá al
respecto: “El calificativo me parece preciso y exacto. Ni guerra santa como la entienden
todavía los muslines, ni cruzada como la entendió la cristiandad occidental durante los siglos
XI al XIII”....7 Pero, a pesar de estar de acuerdo en la definición de “guerra divinal”, le discutirá
a Castro la idea de que la lucha contra el moro, en nombre de una creencia, fuera recibida por
los cristianos como asimilación de la noción de fe y a imagen del concepto de guerra santa
musulmana. Pues sostiene que, al principio de la Reconquista, los cristianos peninsulares no
tuvieron conciencia de la santidad de la guerra contra el mahometano, sino que más bien
luchaban por la recuperación del solar nacional. Lo que ocurre es que la reintegración de la
totalidad del territorio implicaba la guerra contra el infiel y esto le daba un matiz religioso a la
contienda.8
Con este lastre histórico-vivencial, apoyado en una creencia firme, España se levanta sobre
Europa asumiendo el papel de defensora de la cristiandad, compromiso que no abandonará
nunca más, salvo en los lapsus liberales del siglo XIX. Efectivamente, tanto los Austrias como
los Borbones fueron fieles seguidores de la política exterior desarrollada por la monarquía
triunfante de los Reyes Católicos.
De hecho, a partir del siglo XVI, su nieto, Carlos V comenzará un reinado hegemónico de
carácter universalista, cuya máxima será la unificación europea bajo el prisma de la
cristiandad. Obviamente, la puesta en práctica de este planteamiento, no sólo hipotecará el
porvenir de España, sino que condicionará la acción de los venideros gobiernos reinantes;
además de abrir una fuerte crisis religiosa que provocará la división de Europa en dos bloques
–el católico y el protestante– desembocando en las intestinas e inacabables guerras de religión
(1556-1648). España, convertida en el paladín de la Contrarreforma, prosigue la trayectoria
que se ha marcado desde los tiempos de la Reconquista. Y aunque las propias guerras de
religión evidenciarán, a largo plazo, el rotundo fracaso de su política exterior. Su obstinada
pretensión hegemónica le llevará a mantener un largo, triste y penoso siglo de luchas contra el
bloque protestante, que terminará en el tratado de Westfalia (1648). El acuerdo relegará a
España a potencia de segundo orden y supondrá el desmembramiento del imperio español en
Europa.
801
Carlos V utilizará a España y el imperio colonial de ésta en América para sufragar las
guerras de religión e imponer el espíritu de Contrarreforma en Europa. Esta actitud,
lógicamente, propiciará la ruina del país debido a la carencia de un sistema político que
permitiese el desarrollo económico del mismo, es más, la derrota de España en Westfalia,
junto con la importante deuda exterior contraída por el gobierno del monarca, significarán el
fracaso del proyecto castellano porque en Europa se imponía una nueva concepción de Estado
nacional, independiente y secularizado frente al ideal tradicional de imperio supranacional de
la cristiandad, que naturalmente había entrado en una profunda e irreversible decadencia.
Europa, a la vez que se volvía pragmática, se capitalizaba y en consecuencia la razón le ganó
la partida a la religión.
A finales del siglo XVII, cuando Castilla debilitada agonizaba, la periferia peninsular se
recuperaba incorporándose al carro europeo a partir de su propio desarrollo económico:
Cataluña y el País Vasco son la excepción, así como la gran mayoría de las ciudades del
litoral.9
Conceptualmente hablando, mientras Europa se secularizaba, España se “divinizaba”, se
tornaba asfixiante, beata y santurrona. Si tuviéramos que definir las próximas centurias –
siglos XVIII y XIX– en una sola palabra, ninguna mejor ni más acertada que la de ostracismo.
España, aislada, se alejaba cada vez más de Europa para venir a encerrarse en sí misma.
Menéndez Pidal, consciente del pacto de España con el tradicionalismo de la Edad Media,
considera la guerra de la Independencia como una contribución más a ese inveterado ideal
religioso.10 De modo que se reafirma en la idea de que “... España continua aferrada a su
propósito de juntar la tierra y el cielo, con inquebrantable fidelidad al ideal religioso que se ha
forjado.”11
J. Balmes, Unamuno y A. Castro son de la misma opinión que Menéndez Pidal, pero desde
ideologías opuestas.12 Todos los autores citados mantienen que la guerra de la Independencia,
como señala Castro, estuvo inspirada tanto por motivos políticos como religiosos y que la
consigna de la sublevación seguía siendo, en palabras de Unamuno: “Dios, Patria y Rey”.
Además este autor habla también de la simbiosis entre el sacerdote y el guerrillero, dando
lugar al cura guerrillero en la francesada.
Ahora bien desde ideologías opuestas ¿por qué? Porque mientras Castro y Unamuno ven
en la guerra de la Independencia una prolongación del espíritu bélico-religioso de la
Reconquista y de la Contrarreforma, sin más, señalando que a la larga tal comportamiento
será pernicioso para el país, Balmes y Menéndez Pidal manifestarán que el pueblo español se
engrandece y se fortalece, en la lucha contra el ejército invasor de Napoleón, gracias a la
tradición secular de la que es heredero.
Del problema irresuelto de 1812 a “los tiempos bobos”.13
Todos aquellos que han estudiado y comprendido la historia del siglo XIX español, han
llegado a la conclusión de que el dilema de la España decimonónica radica en que no se ha
sabido resolver el problema idelógico-cultural habido desde las Cortes de Cádiz a 1936.14
Tras la obra constitucional surge la disyuntiva de un pueblo que supo luchar, en opinión de
Balmes, como “un solo hombre”15 contra Napoleón, pero que se despierta con dos
conciencias, con dos sentimientos en eterna discusión. Tradicionalistas y liberales se
802
enfrentan por espacio de un siglo, cometiendo siempre el mismo error político: afirmar que la
otra España no existe a medida que un bando u otro detenta el poder.
Galdós, conocedor de las confrontaciones intelectuales y armadas de las dos facciones
encontradas, en el conjunto de su obra, se ocupará, principalmente, de abordar la cuestión de
las dos Españas: de la España mortecina e impávida y de la España vital; además denunciará
al igual que Ortega y Gasset “la ausencia de los mejores”.16 A menudo en sus novelas se
critica el hecho de que los cargos públicos de responsabilidad se concentren en manos de
gente “pequeña y soez”. Asimismo, R. Menéndez Pidal también le dedica un amplio capítulo
a esta problemática y se remontará a los Reyes Católicos para decir que con la finalización de
esta monarquía se perdió la costumbre de seleccionar a los más aptos para el desempeño de
cargos públicos; iniciándose, en consecuencia, una larga carrera en picado hacia la indecisión
y la invidencia, que llevará a España a servirse de hombres mediocres e ínfimos en la
dirección de la nave del Estado. Esta práctica junto con su política de aislamiento la conducirá
al desastre.17
A pesar de la acertada visión economicista defendida por Vicens Vives, P. Vilar y A.
Jutglar,18 donde se admite que la decadencia de la España del siglo XIX se debió, en general, a
excepción del eje catalán, a que en la Península no hubo feudalismo, ni revolución agrícola ni
industrial, además de la inexistencia de una burguesía fuerte capaz de capitalizar la riqueza
nacional; existe otra perspectiva apuntada por A. Castro y registrada también por Galdós en
su obra. Estos dos últimos autores, sin desestimar el punto de vista economicista, que también
recogen, desarrollan el aspecto psicológico del tema; basado, esencialmente, en una de las
fisonomías más características del país y que Castro plantea en una frase al entender que “... la
subordinación de la cultura secular a la religiosa impidió a los españoles incorporarse a la
civilización europea”,19 más aún, afirmará que el problema de España es un problema de
castas y no de razas, potenciando en este sentido el cariz religioso del conflicto; cosa que
Galdós hará también desde sus novelas, Gloria y Nazarín,20 reabriendo viejas herencias
ancestrales al recordar las discordias pluriseculares de las tres confesiones de fe –judía,
musulmana y cristiana– que, con anterioridad a la uniformidad religiosa implantada por la
monarquía de los Reyes Católicos, convivieron pacíficamente. En Gloria, que es un drama
trágico, se plantean las relaciones desafortunadas de un judío y una católica21 y en Nazarín se
narra el enfrentamiento entre la manera de hacer y proceder de un clérigo árabe manchego y
el doctrinarismo cristiano-católico imperante en la época, que lo desaprueba por hereje. En
esta novela, además, se contraponen los adelantos técnicos del siglo XIX contra el fanatismo
religioso de la sociedad de entonces.22 En realidad, el verdadero protagonista de ambas
novelas es el monstruo de la discordia y la intolerancia, aunque Galdós todavía mantiene viva
la esperanza fruto del entendimiento de los tres pueblos. El autor apuesta por la convivencia
pacífica o lo que es lo mismo, la “integración convivencial”.23 Este término lo emplea Laín
Entralgo para conciliar las dos Españas –siempre polarizadas en extremos opuestos– la
tradicionalista y la liberal, la inmovilista y la progresista, la partidaria de la fe de sus mayores
o la defensora de la revolución científica y tecnológica.
Salvando las circunstancias especiales de la guerra de la Independencia, a partir de
entonces, en el siglo XIX, de alguna manera, se prosigue con la guerra movida por el motor de
la religión pero en este caso la guerra es psicológica y no en el nombre de Dios como en
tiempos de la Reconquista, la Contrarreforma o la propia guerra de la Independencia, sino
contra Dios. Y esto es así, desde el momento en que se procede a la desamortización de los
bienes raíces de la iglesia.24 Desde ese instante la otra España se declara en guerra abierta
contra Dios y su comunidad ministerial. En esta ocasión, Galdós afronta la liberalización de la
803
tierra desde el episodio nacional de Mendizábal25 y la serie de novelas dedicadas a
Torquemada.
La iglesia resentida por la desamortización, ya que sus bienes están en manos de la nueva
clase: la pujante burguesía financiera o capitalista, que hace sus negocios durante la
Restauración, sin riesgo alguno –pues invierte en contratas del Estado y el trazado del
ferrocarril, principalmente– sermonea al protagonista de la narración proponiéndole la
salvación de su alma a cambio de su dinero.
Torquemada, que pasa de vil usurero a ser un digno representante de esta nueva clase,
convirtiéndose en opulento capitalista y aristócrata, por matrimonio, está dispuesto a dejar
parte de su fortuna a la jerarquía eclesiástica, al igual que su cuñada, Doña Crucita, a cambio
de su entrada en el cielo.
En Torquemada y San Pedro, Galdós pone de manifiesto el amplio esfuerzo llevado a cabo
por el sacerdocio, desde el confesionario para recuperar lo que le ha sido arrancado. Sus
sermones son tan efectivos que Doña Crucita, hábilmente catequizada por el padre
Gamborena, está convencida de que la acción de dejar todo su dinero a la iglesia no es una
donación, sino una devolución de los bienes que un día le fueron expropiados o substraídos al
clero vía desamortización. Claramente, en todas estas novelas, se evidencia cómo la moral
católica de la época condenaba los negocios por considerarlos un modo ilícito de hacer
dinero.26
La propuesta política de Jaime Balmes para resolver el problema de España.
La oferta política de Jaime Balmes se produce durante la etapa conservadora del reinado de
Isabel II, cuando en 1844 el partido moderado se hace cargo del poder bajo la dirección de
Narváez.
Los absolutistas, que son partidarios del Antiguo Régimen, y que están fuera del juego
político al perder la primera guerra carlista (1833-1839), son recogidos por Balmes y
aglutinados a la derecha más extrema del partido moderado.
Las cosas sucedieron de esta manera: en primer lugar, Narváez, el nuevo hombre fuerte del
gobierno, le ofrece la cartera de Estado al marqués de Viluma, lugarteniente de Balmes; y en
segundo lugar, al proclamarse la mayoría de edad de la reina unos meses antes de lo
estipulado por la constitución, muy pronto los partidos políticos comenzarán a deliberar sobre
el pretendiente más adecuado para asumir el trono de España junto a la jovencísima Isabel. Y
es aquí donde la propuesta de Balmes toma forma al sugerir la conveniencia del enlace de la
reina con un hijo de Don Carlos, zanjando, de este modo, el problema dinástico de España y
evitando, a la vez, el temor de la previsible guerra civil entre liberales y carlistas.27
La voluntad política de los tradicionalistas no llegó a buen término porque los progresistas,
recelosos de que volvieran a repetirse los excesos del pasado, desconfiaban de ellos. Además,
su idea de conciliación iba más allá, puesto que pretendían volver al Estatuto Real de 1834,
saltándose la vigencia de la Constitución revolucionaria de 1837; en la que se ponderaba la
soberanía nacional y los derechos individuales de los ciudadanos, por encima de la corona.
Lógicamente, los carlistas, con una concepción totalmente legitimista del trono, basaron su
acción política en el retorno al Estatuto, porque con esta fórmula legal lograban su máxima
aspiración, la restauración de la soberanía real. Pero, cuando se convencieron de que era
804
imposible llevar a cabo su ideal político desistieron persuadidos de que la única manera de
restablecer el Antiguo Régimen era la guerra.
Acto seguido, y de acuerdo con las convicciones de sus correligionarios, el marqués de
Viluma dimite de su cargo, siendo sustituido por Martínez de la Rosa. Con esta postura, los
absolutistas más recalcitrantes vuelven a situarse al margen de la vida política del país,
amparándose en la conspiración y en el enfrentamiento armado, como único medio posible
para hacerse oír; desaprovechando, con este posicionamiento extremo, una posibilidad de paz
y de entendimiento. Malogradamente, se obstinaron en alentar la ignominia de la guerra civil,
provocando una segunda y una tercera guerra carlista y como el problema de España no se
resolvió, tiempo después, sobrevino la cruenta guerra civil de 1936.
805
BIBLIOGRAFÍA
BALMES. J., El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.
(Según la edición crítica preparada por el R. P, Ignacio Casanovas, S.J.), Balmesiana, Barcelona, 1949, T.
I, III, IV; Escritos políticos, (En Obras Completas), Edición de la B.A.C., Madrid, dirigida por la fundación
balmesiana de Barcelona, según la ordenada y anotada por el P. Casanovas, S. I., 1950, T. VI, VII;
Estudios apologéticos, cartas a un escéptico, estudios sociales del clero católico en Cataluña, B.A.C.,
Madrid, 1949, T.V.
CARANDE, R., Siete estudios de historia de España, Ariel, Barcelona, 1969.
CASTRO, A., España en su historia. Cristianos, moros y judíos, Grijalbo – Mondadori, Barcelona, 1966;
La realidad histórica de España, Purrua, México, 1973; Sobre el nombre y el quién de los españoles,
Taurus, Barcelona, 1973.
JUTGLAR, A., La España que no pudo ser, Anthropos, Barcelona, 1983.
MENÉNDEZ PIDAL, R., Los españoles en la historia, Espasa – Calpe, S.A., Buenos Aires, 1959.
LAÍN ENTRALGO, P., España como problema, Aguilar, Madrid, 1957.
ORTEGA Y GASSET, J., “España Invertebrada”, Revista de Occidente, Madrid, 1975.
PÉREZ GALDÓS, B., Cánovas, Perlado, Páez y Compañía (Sucesores de Hernando), Madrid, 1912; Gloria,
Librería de los Sucesores de Hernándo, Madrid, 1920; Nazarín, Imprenta la Guirnalda, Madrid, 1895;
Mendizábal, Obras de Pérez Galdós, Madrid, 1898; Torquemada y San Pedro, Imprenta la Guirnalda,
Madrid, 1895.
SÁNCHEZ ALBORNOZ, C., España un enigma histórico, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1973.
VICENS VIVES, J., Historia social y económica de España y América, Libros Vicens – bolsillo, Barcelona,
1985, T. V.
VILAR, P., Historia de España. (Traducción de Manuel Tuñón de Lara), Librairie Espagnole, Barcelona,
1971.
806
NOTAS
1 Sánchez Albornoz, C., España un enigma histórico. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1973, T. II,
p. 498. Carande, R., Siete estudios de historia de España. Barcelona, Ariel, 1969, p. 37. Referente a la
naturaleza religiosa de las guerras españolas a través de los siglos Carande utiliza la expresión de “...
carácter religioso de las contiendas pluriseculares,...”.
2 Castro, Américo, España en su historia. Cristianos, moros y judíos. Barcelona, Grijalbo - Mondadori, 1996,
p. 28; La realidad histórica de España. México, Purrua, 1973, pp. 85, 299, 441 (en notas adicionales);
Sobre el nombre y el quién de los españoles. Barcelona, Taurus, 1973, p. 216.
3 Carande, R., op. cit., nota (1), p. 52.
4 Carande, R., op. cit., nota (1), p. 42.
5 Carande, R., op. cit., nota (1), pp, 50-52; Castro, Américo, La realidad histórica de España. Op. cit., nota
(2), p. 299.
6 Castro, Américo, España en su historia. Cristianos, moros y judíos. Op. cit., nota (2), pp. 103, 127, 135;
Sánchez Albornoz, C., op. cit., nota (1), p. 286.
7 Sánchez Albornoz, C., op. cit., nota (1), p. 310.
8 Sánchez Albornoz, C., op. cit., nota (1), pp. 302, 309.
9 P. Vilar sostiene que el Estado español, “... desde Carlos III, no cuenta con ningún éxito en su activo, ...” y
habla de dos estructuras, de dos psicologías. La propiciada por Cataluña donde existe una burguesía activa
que cultiva el trabajo y el ahorro. Y la del resto de España dominada por los viejos modos de vida, la cual
produce para vivir y no para vender. No hay acumulación, ni inversión. Vilar, P., “Historia de España”.
(Traducción de Manuel Tuñón de Lara). Barcelona, Librairie Espagnole, 1971, p. 101. En la misma línea
de Vilar están las aportaciones de Vicens Vives, J., “Historia social y económica de España y América”.
Barcelona, Libros Vicens - bolsillo, T. V., pp. 127-129 y Jutglar, Antoni, “La España que no pudo ser”.
Barcelona, Anthropos, 1983, pp. 59-71.
10 Menéndez Pidal, R., Los españoles en la historia. Buenos Aires, Espasa - Calpe, S.A., 1959, pp. 42-43.
11 Menéndez Pidal, R., op. cit., nota (10), pp. 58-59.
12 Castro, Américo, La realidad histórica de España. Op. cit., nota (2), pp. 152, 441; Unamuno, M. (de), En
torno al casticismo. Madrid, Alianza Editorial, 1986, pp. 93-96. Balmes, J., El protestantismo comparado
con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.(Según la edición crítica preparada por el
R. P. Ignacio Casanovas, S.J.). Barcelona, Balmesiana, 1949, T. I, cp., XII, pp. 117-118; T. III, cp., XL,
p. 418 y cp. LII, pp. 557-558; T. IV, cp., LV, pp. 593-594; “Escritos políticos”. (En Obras Completas).
Madrid, Edición de la B.A.C., dirigida por la fundación balmesiana de Barcelona, según la ordenada y
anotada por el P Casanovas, S. I., 1950, T. VI, cp., XIV, pp. 73-74; Estudios apologéticos, cartas a un
escéptico, estudios sociales del clero católico de Cataluña. Madrid, B.A.C., 1949, T. V, p. 981.
13 Pérez Galdós, B., Cánovas. Madrid, Perlado, Páez y Compañía (Sucesores de Hernando), 1912,
cp. XXVIII, pp. 276-277.
14 Laín Entralgo, P., España como problema. Madrid, Aguilar, 1957, pp. 16, 403-406.
15 Balmes, J., El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.
Op. cit., nota (12), T.I, cp., XII, p. 118.
16 Ortega y Gasset, J., España Invertebrada. Madrid, Revista de Occidente, 1975, pp. 97-101, 130-131,
133-156.
807
17 Menéndez Pidal, R., op. cit., nota (10), pp. 80-97.
18 Vilar, P., op. cit., nota (9), p. 65; Vicens Vives, J., op. cit., nota (9), pp. 111-114, 127-134; Jutglar, Antoni,
op. cit., nota (9), pp. 59-67, 107-108, 110-115.
19 Castro, Américo, Sobre el nombre y el quién de los españoles. Op. cit., nota (2), p. 24.
20 Castro, Américo, La realidad histórica de España. Op. cit., nota (2), pp. 5, 66, 265, 301-302.
21 Pérez Galdós, B., Gloria. Madrid, Librería de los Sucesores de Hernándo, 1920, primera parte: cp. XXIII,
p. 171; cp. XXXI, p. 248; cp. XXXIII, pp. 267, 269-274.
22 Pérez Galdós, B., Nazarín. Madrid, Imprenta la Guirnalda, 1895, cp. VII, pp. 250-257.
23 Laín Entralgo, P., op. cit., nota (14), pp. 16-17.
24 Castro, Américo, op. cit., nota (2), p. 149.
25 Pérez Galdós, B., Mendizábal. Madrid, Obras de Pérez Galdós, 1898, cp. XXV, p. 267; cp. XXVIII, p, 298;
cp. XXX, pp. 321-323; cp. XXXI, pp. 326, 332-333.
26 Pérez Galdós, B., Torquemada y San Pedro. Madrid, Imprenta la Guirnalda, 1895, pp. 250-251, 253-258 de
la tercera parte.
27 Balmes, Jaime, Escritos políticos. Op. cit., nota (12), T. VI, pp. 94-107, 138-139; T. VII, p. 134.
808