INTERPRETACIÓN DE LA HISTORIA POLÍTICA DEL

SIGLO XIX ESPAÑOL

Mª Lourdes Acosta González

“La multisecular guerra divinal” 1

El carácter español, o debiera decir el carácter castellano se forja defendiendo una creencia

y combatiendo otra. Durante los largos siglos de la Reconquista –XII-XV–, España, no sólo

impone una única y sólida conciencia religiosa a toda la Península –la cristiana– sino que se

consolida territorialmente, surgiendo como nacionalidad bajo la égida de la nueva monarquía

hispánica de los Reyes Católicos. Ambos monarcas, partiendo de una concepción altamente

centralizada del Estado y tras conquistar el último bastión árabe: el reino de Granada (1492),

decretan la expulsión de judíos y musulmanes tratando de asegurar el trono en torno a la

iglesia católica.

La situación de guerra continuada hace al prototipo de hombre castellano, cuya vida diaria

se reduce a la lucha armada, no es labriego ni comerciante; o es caballero o es fraile, y una

cosa y la otra la hace en el nombre de Dios. Por lo tanto, acabada la Reconquista se lanza a

América en calidad de soldado o de misionero. Y como ya hizo en la Península, no produce

nada: guerrea, conquista, arrasa y expolia. A América va a evangelizar, a salvar almas

despreocupándose de posibles fines mercantilistas. Precisamente, a esta mentalidad

depredadora es a la que, alternativamente, Américo Castro llama “guerra divinal”2 y Ramón

Carande denomina “economía de lo divino”.3 Observación esta última recogida y comentada

también por Castro en su obra La realidad histórica de España, que es una edición renovada

y mejorada de su libro, España en su historia. Cristianos, moros y judíos.

Carande define la idiosincrasia castellana a través del establecimiento de una dualidad, que

viene determinada por la configuración del terreno, en sí mismo, y la guerra de fronteras

sostenida por la población contra el moro invasor, que no sólo ocupa su tierra sino, que es

contrario a la fe de Cristo y su Iglesia. Geográficamente, Castilla es una meseta; una llanura

extensa que se eleva sobre la periferia y se halla separada de la misma debido al sistema de

cordilleras que la rodea donde la práctica intensiva y extensiva de la ganadería mantiene a sus

hombres habitualmente en el camino. Los reinos castellanos, desde bien temprano, favorecen

el pastoreo trashumante en detrimento de la agricultura, la industria y los hábitos sedentarios.

No hay costumbre de asentamiento junto a las propias tierras de labor o factorías. Las

continuas incursiones de un lado y de otro potencian el carácter nómada del castellano, ha de

estar preparado para huir en cualquier momento y, en la huida, la movilidad del ganado se

superpone a las ataduras de la tierra. Así que debido a esta situación, podríamos decir que la

personalidad del hombre castellano se reafirma en torno a dos quehaceres: la guerra y el

pastoreo.4 De la misma manera que su mente se ordena también, y nunca mejor dicho,

alrededor de dos fortificaciones: el castillo y el monasterio, ambas construcciones marcan el

desarrollo de dos economías y de dos estilos de vida propias del medievo español, la del

guerrero y la del eclesiástico.

La primera, en consonancia con la vida del pastor, será considerada por Carande como una

economía predatoria o de botín y a la segunda, la calificará de economía trascendente o bien

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de economía a lo divino, ya que no prevee el incremento de los bienes materiales, es decir la

capitalización de la riqueza, sino el bien común traducido en la máxima cristiana de redimir

almas.5

Por último añadir que Carande no sólo aplica esta dualidad económica a la Península, sino

que la traslada a las colonias, sencillamente porque los españoles llevarán consigo su modo de

vida a las Indias. De forma que en la conciencia castellana, el descubrimiento de América se

concibe como una prolongación de la marca hispánica.

Por otro lado, Américo Castro, en completo acuerdo con la tesis de Carande, introduce por

su parte el concepto de “guerra divinal” para definir y comprender la historia de España. En

primer lugar, parte de la afirmación de que nuestra historia “descansa sobre fundamentos

divinales”, puesto que, desde el siglo IX al XVII, lo único que tuvo de original fue la defensa

heroica de una creencia, y en segundo lugar reivindicará la relevancia de la figura de Santiago

dado que, durante la Reconquista, solo su nombre se convertirá en grito nacional de guerra y

bajo su protección se ganarán las batallas.6

Conviene destacar también la polémica abierta por Claudio Sánchez Albornoz al matizar

las afirmaciones de Castro en torno a la cuestión de la “guerra divinal”. Simplemente dirá al

respecto: “El calificativo me parece preciso y exacto. Ni guerra santa como la entienden

todavía los muslines, ni cruzada como la entendió la cristiandad occidental durante los siglos

XI al XIII”....7 Pero, a pesar de estar de acuerdo en la definición de “guerra divinal”, le discutirá

a Castro la idea de que la lucha contra el moro, en nombre de una creencia, fuera recibida por

los cristianos como asimilación de la noción de fe y a imagen del concepto de guerra santa

musulmana. Pues sostiene que, al principio de la Reconquista, los cristianos peninsulares no

tuvieron conciencia de la santidad de la guerra contra el mahometano, sino que más bien

luchaban por la recuperación del solar nacional. Lo que ocurre es que la reintegración de la

totalidad del territorio implicaba la guerra contra el infiel y esto le daba un matiz religioso a la

contienda.8

Con este lastre histórico-vivencial, apoyado en una creencia firme, España se levanta sobre

Europa asumiendo el papel de defensora de la cristiandad, compromiso que no abandonará

nunca más, salvo en los lapsus liberales del siglo XIX. Efectivamente, tanto los Austrias como

los Borbones fueron fieles seguidores de la política exterior desarrollada por la monarquía

triunfante de los Reyes Católicos.

De hecho, a partir del siglo XVI, su nieto, Carlos V comenzará un reinado hegemónico de

carácter universalista, cuya máxima será la unificación europea bajo el prisma de la

cristiandad. Obviamente, la puesta en práctica de este planteamiento, no sólo hipotecará el

porvenir de España, sino que condicionará la acción de los venideros gobiernos reinantes;

además de abrir una fuerte crisis religiosa que provocará la división de Europa en dos bloques

–el católico y el protestante– desembocando en las intestinas e inacabables guerras de religión

(1556-1648). España, convertida en el paladín de la Contrarreforma, prosigue la trayectoria

que se ha marcado desde los tiempos de la Reconquista. Y aunque las propias guerras de

religión evidenciarán, a largo plazo, el rotundo fracaso de su política exterior. Su obstinada

pretensión hegemónica le llevará a mantener un largo, triste y penoso siglo de luchas contra el

bloque protestante, que terminará en el tratado de Westfalia (1648). El acuerdo relegará a

España a potencia de segundo orden y supondrá el desmembramiento del imperio español en

Europa.

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Carlos V utilizará a España y el imperio colonial de ésta en América para sufragar las

guerras de religión e imponer el espíritu de Contrarreforma en Europa. Esta actitud,

lógicamente, propiciará la ruina del país debido a la carencia de un sistema político que

permitiese el desarrollo económico del mismo, es más, la derrota de España en Westfalia,

junto con la importante deuda exterior contraída por el gobierno del monarca, significarán el

fracaso del proyecto castellano porque en Europa se imponía una nueva concepción de Estado

nacional, independiente y secularizado frente al ideal tradicional de imperio supranacional de

la cristiandad, que naturalmente había entrado en una profunda e irreversible decadencia.

Europa, a la vez que se volvía pragmática, se capitalizaba y en consecuencia la razón le ganó

la partida a la religión.

A finales del siglo XVII, cuando Castilla debilitada agonizaba, la periferia peninsular se

recuperaba incorporándose al carro europeo a partir de su propio desarrollo económico:

Cataluña y el País Vasco son la excepción, así como la gran mayoría de las ciudades del

litoral.9

Conceptualmente hablando, mientras Europa se secularizaba, España se “divinizaba”, se

tornaba asfixiante, beata y santurrona. Si tuviéramos que definir las próximas centurias –

siglos XVIII y XIX– en una sola palabra, ninguna mejor ni más acertada que la de ostracismo.

España, aislada, se alejaba cada vez más de Europa para venir a encerrarse en sí misma.

Menéndez Pidal, consciente del pacto de España con el tradicionalismo de la Edad Media,

considera la guerra de la Independencia como una contribución más a ese inveterado ideal

religioso.10 De modo que se reafirma en la idea de que “... España continua aferrada a su

propósito de juntar la tierra y el cielo, con inquebrantable fidelidad al ideal religioso que se ha

forjado.”11

J. Balmes, Unamuno y A. Castro son de la misma opinión que Menéndez Pidal, pero desde

ideologías opuestas.12 Todos los autores citados mantienen que la guerra de la Independencia,

como señala Castro, estuvo inspirada tanto por motivos políticos como religiosos y que la

consigna de la sublevación seguía siendo, en palabras de Unamuno: “Dios, Patria y Rey”.

Además este autor habla también de la simbiosis entre el sacerdote y el guerrillero, dando

lugar al cura guerrillero en la francesada.

Ahora bien desde ideologías opuestas ¿por qué? Porque mientras Castro y Unamuno ven

en la guerra de la Independencia una prolongación del espíritu bélico-religioso de la

Reconquista y de la Contrarreforma, sin más, señalando que a la larga tal comportamiento

será pernicioso para el país, Balmes y Menéndez Pidal manifestarán que el pueblo español se

engrandece y se fortalece, en la lucha contra el ejército invasor de Napoleón, gracias a la

tradición secular de la que es heredero.

Del problema irresuelto de 1812 a “los tiempos bobos”.13

Todos aquellos que han estudiado y comprendido la historia del siglo XIX español, han

llegado a la conclusión de que el dilema de la España decimonónica radica en que no se ha

sabido resolver el problema idelógico-cultural habido desde las Cortes de Cádiz a 1936.14

Tras la obra constitucional surge la disyuntiva de un pueblo que supo luchar, en opinión de

Balmes, como “un solo hombre”15 contra Napoleón, pero que se despierta con dos

conciencias, con dos sentimientos en eterna discusión. Tradicionalistas y liberales se

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enfrentan por espacio de un siglo, cometiendo siempre el mismo error político: afirmar que la

otra España no existe a medida que un bando u otro detenta el poder.

Galdós, conocedor de las confrontaciones intelectuales y armadas de las dos facciones

encontradas, en el conjunto de su obra, se ocupará, principalmente, de abordar la cuestión de

las dos Españas: de la España mortecina e impávida y de la España vital; además denunciará

al igual que Ortega y Gasset “la ausencia de los mejores”.16 A menudo en sus novelas se

critica el hecho de que los cargos públicos de responsabilidad se concentren en manos de

gente “pequeña y soez”. Asimismo, R. Menéndez Pidal también le dedica un amplio capítulo

a esta problemática y se remontará a los Reyes Católicos para decir que con la finalización de

esta monarquía se perdió la costumbre de seleccionar a los más aptos para el desempeño de

cargos públicos; iniciándose, en consecuencia, una larga carrera en picado hacia la indecisión

y la invidencia, que llevará a España a servirse de hombres mediocres e ínfimos en la

dirección de la nave del Estado. Esta práctica junto con su política de aislamiento la conducirá

al desastre.17

A pesar de la acertada visión economicista defendida por Vicens Vives, P. Vilar y A.

Jutglar,18 donde se admite que la decadencia de la España del siglo XIX se debió, en general, a

excepción del eje catalán, a que en la Península no hubo feudalismo, ni revolución agrícola ni

industrial, además de la inexistencia de una burguesía fuerte capaz de capitalizar la riqueza

nacional; existe otra perspectiva apuntada por A. Castro y registrada también por Galdós en

su obra. Estos dos últimos autores, sin desestimar el punto de vista economicista, que también

recogen, desarrollan el aspecto psicológico del tema; basado, esencialmente, en una de las

fisonomías más características del país y que Castro plantea en una frase al entender que “... la

subordinación de la cultura secular a la religiosa impidió a los españoles incorporarse a la

civilización europea”,19 más aún, afirmará que el problema de España es un problema de

castas y no de razas, potenciando en este sentido el cariz religioso del conflicto; cosa que

Galdós hará también desde sus novelas, Gloria y Nazarín,20 reabriendo viejas herencias

ancestrales al recordar las discordias pluriseculares de las tres confesiones de fe –judía,

musulmana y cristiana– que, con anterioridad a la uniformidad religiosa implantada por la

monarquía de los Reyes Católicos, convivieron pacíficamente. En Gloria, que es un drama

trágico, se plantean las relaciones desafortunadas de un judío y una católica21 y en Nazarín se

narra el enfrentamiento entre la manera de hacer y proceder de un clérigo árabe manchego y

el doctrinarismo cristiano-católico imperante en la época, que lo desaprueba por hereje. En

esta novela, además, se contraponen los adelantos técnicos del siglo XIX contra el fanatismo

religioso de la sociedad de entonces.22 En realidad, el verdadero protagonista de ambas

novelas es el monstruo de la discordia y la intolerancia, aunque Galdós todavía mantiene viva

la esperanza fruto del entendimiento de los tres pueblos. El autor apuesta por la convivencia

pacífica o lo que es lo mismo, la “integración convivencial”.23 Este término lo emplea Laín

Entralgo para conciliar las dos Españas –siempre polarizadas en extremos opuestos– la

tradicionalista y la liberal, la inmovilista y la progresista, la partidaria de la fe de sus mayores

o la defensora de la revolución científica y tecnológica.

Salvando las circunstancias especiales de la guerra de la Independencia, a partir de

entonces, en el siglo XIX, de alguna manera, se prosigue con la guerra movida por el motor de

la religión pero en este caso la guerra es psicológica y no en el nombre de Dios como en

tiempos de la Reconquista, la Contrarreforma o la propia guerra de la Independencia, sino

contra Dios. Y esto es así, desde el momento en que se procede a la desamortización de los

bienes raíces de la iglesia.24 Desde ese instante la otra España se declara en guerra abierta

contra Dios y su comunidad ministerial. En esta ocasión, Galdós afronta la liberalización de la

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tierra desde el episodio nacional de Mendizábal25 y la serie de novelas dedicadas a

Torquemada.

La iglesia resentida por la desamortización, ya que sus bienes están en manos de la nueva

clase: la pujante burguesía financiera o capitalista, que hace sus negocios durante la

Restauración, sin riesgo alguno –pues invierte en contratas del Estado y el trazado del

ferrocarril, principalmente– sermonea al protagonista de la narración proponiéndole la

salvación de su alma a cambio de su dinero.

Torquemada, que pasa de vil usurero a ser un digno representante de esta nueva clase,

convirtiéndose en opulento capitalista y aristócrata, por matrimonio, está dispuesto a dejar

parte de su fortuna a la jerarquía eclesiástica, al igual que su cuñada, Doña Crucita, a cambio

de su entrada en el cielo.

En Torquemada y San Pedro, Galdós pone de manifiesto el amplio esfuerzo llevado a cabo

por el sacerdocio, desde el confesionario para recuperar lo que le ha sido arrancado. Sus

sermones son tan efectivos que Doña Crucita, hábilmente catequizada por el padre

Gamborena, está convencida de que la acción de dejar todo su dinero a la iglesia no es una

donación, sino una devolución de los bienes que un día le fueron expropiados o substraídos al

clero vía desamortización. Claramente, en todas estas novelas, se evidencia cómo la moral

católica de la época condenaba los negocios por considerarlos un modo ilícito de hacer

dinero.26

La propuesta política de Jaime Balmes para resolver el problema de España.

La oferta política de Jaime Balmes se produce durante la etapa conservadora del reinado de

Isabel II, cuando en 1844 el partido moderado se hace cargo del poder bajo la dirección de

Narváez.

Los absolutistas, que son partidarios del Antiguo Régimen, y que están fuera del juego

político al perder la primera guerra carlista (1833-1839), son recogidos por Balmes y

aglutinados a la derecha más extrema del partido moderado.

Las cosas sucedieron de esta manera: en primer lugar, Narváez, el nuevo hombre fuerte del

gobierno, le ofrece la cartera de Estado al marqués de Viluma, lugarteniente de Balmes; y en

segundo lugar, al proclamarse la mayoría de edad de la reina unos meses antes de lo

estipulado por la constitución, muy pronto los partidos políticos comenzarán a deliberar sobre

el pretendiente más adecuado para asumir el trono de España junto a la jovencísima Isabel. Y

es aquí donde la propuesta de Balmes toma forma al sugerir la conveniencia del enlace de la

reina con un hijo de Don Carlos, zanjando, de este modo, el problema dinástico de España y

evitando, a la vez, el temor de la previsible guerra civil entre liberales y carlistas.27

La voluntad política de los tradicionalistas no llegó a buen término porque los progresistas,

recelosos de que volvieran a repetirse los excesos del pasado, desconfiaban de ellos. Además,

su idea de conciliación iba más allá, puesto que pretendían volver al Estatuto Real de 1834,

saltándose la vigencia de la Constitución revolucionaria de 1837; en la que se ponderaba la

soberanía nacional y los derechos individuales de los ciudadanos, por encima de la corona.

Lógicamente, los carlistas, con una concepción totalmente legitimista del trono, basaron su

acción política en el retorno al Estatuto, porque con esta fórmula legal lograban su máxima

aspiración, la restauración de la soberanía real. Pero, cuando se convencieron de que era

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imposible llevar a cabo su ideal político desistieron persuadidos de que la única manera de

restablecer el Antiguo Régimen era la guerra.

Acto seguido, y de acuerdo con las convicciones de sus correligionarios, el marqués de

Viluma dimite de su cargo, siendo sustituido por Martínez de la Rosa. Con esta postura, los

absolutistas más recalcitrantes vuelven a situarse al margen de la vida política del país,

amparándose en la conspiración y en el enfrentamiento armado, como único medio posible

para hacerse oír; desaprovechando, con este posicionamiento extremo, una posibilidad de paz

y de entendimiento. Malogradamente, se obstinaron en alentar la ignominia de la guerra civil,

provocando una segunda y una tercera guerra carlista y como el problema de España no se

resolvió, tiempo después, sobrevino la cruenta guerra civil de 1936.

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BIBLIOGRAFÍA

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VILAR, P., Historia de España. (Traducción de Manuel Tuñón de Lara), Librairie Espagnole, Barcelona,

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NOTAS

1 Sánchez Albornoz, C., España un enigma histórico. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1973, T. II,

p. 498. Carande, R., Siete estudios de historia de España. Barcelona, Ariel, 1969, p. 37. Referente a la

naturaleza religiosa de las guerras españolas a través de los siglos Carande utiliza la expresión de “...

carácter religioso de las contiendas pluriseculares,...”.

2 Castro, Américo, España en su historia. Cristianos, moros y judíos. Barcelona, Grijalbo - Mondadori, 1996,

p. 28; La realidad histórica de España. México, Purrua, 1973, pp. 85, 299, 441 (en notas adicionales);

Sobre el nombre y el quién de los españoles. Barcelona, Taurus, 1973, p. 216.

3 Carande, R., op. cit., nota (1), p. 52.

4 Carande, R., op. cit., nota (1), p. 42.

5 Carande, R., op. cit., nota (1), pp, 50-52; Castro, Américo, La realidad histórica de España. Op. cit., nota

(2), p. 299.

6 Castro, Américo, España en su historia. Cristianos, moros y judíos. Op. cit., nota (2), pp. 103, 127, 135;

Sánchez Albornoz, C., op. cit., nota (1), p. 286.

7 Sánchez Albornoz, C., op. cit., nota (1), p. 310.

8 Sánchez Albornoz, C., op. cit., nota (1), pp. 302, 309.

9 P. Vilar sostiene que el Estado español, “... desde Carlos III, no cuenta con ningún éxito en su activo, ...” y

habla de dos estructuras, de dos psicologías. La propiciada por Cataluña donde existe una burguesía activa

que cultiva el trabajo y el ahorro. Y la del resto de España dominada por los viejos modos de vida, la cual

produce para vivir y no para vender. No hay acumulación, ni inversión. Vilar, P., “Historia de España”.

(Traducción de Manuel Tuñón de Lara). Barcelona, Librairie Espagnole, 1971, p. 101. En la misma línea

de Vilar están las aportaciones de Vicens Vives, J., “Historia social y económica de España y América”.

Barcelona, Libros Vicens - bolsillo, T. V., pp. 127-129 y Jutglar, Antoni, “La España que no pudo ser”.

Barcelona, Anthropos, 1983, pp. 59-71.

10 Menéndez Pidal, R., Los españoles en la historia. Buenos Aires, Espasa - Calpe, S.A., 1959, pp. 42-43.

11 Menéndez Pidal, R., op. cit., nota (10), pp. 58-59.

12 Castro, Américo, La realidad histórica de España. Op. cit., nota (2), pp. 152, 441; Unamuno, M. (de), En

torno al casticismo. Madrid, Alianza Editorial, 1986, pp. 93-96. Balmes, J., El protestantismo comparado

con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.(Según la edición crítica preparada por el

R. P. Ignacio Casanovas, S.J.). Barcelona, Balmesiana, 1949, T. I, cp., XII, pp. 117-118; T. III, cp., XL,

p. 418 y cp. LII, pp. 557-558; T. IV, cp., LV, pp. 593-594; “Escritos políticos”. (En Obras Completas).

Madrid, Edición de la B.A.C., dirigida por la fundación balmesiana de Barcelona, según la ordenada y

anotada por el P Casanovas, S. I., 1950, T. VI, cp., XIV, pp. 73-74; Estudios apologéticos, cartas a un

escéptico, estudios sociales del clero católico de Cataluña. Madrid, B.A.C., 1949, T. V, p. 981.

13 Pérez Galdós, B., Cánovas. Madrid, Perlado, Páez y Compañía (Sucesores de Hernando), 1912,

cp. XXVIII, pp. 276-277.

14 Laín Entralgo, P., España como problema. Madrid, Aguilar, 1957, pp. 16, 403-406.

15 Balmes, J., El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.

Op. cit., nota (12), T.I, cp., XII, p. 118.

16 Ortega y Gasset, J., España Invertebrada. Madrid, Revista de Occidente, 1975, pp. 97-101, 130-131,

133-156.

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17 Menéndez Pidal, R., op. cit., nota (10), pp. 80-97.

18 Vilar, P., op. cit., nota (9), p. 65; Vicens Vives, J., op. cit., nota (9), pp. 111-114, 127-134; Jutglar, Antoni,

op. cit., nota (9), pp. 59-67, 107-108, 110-115.

19 Castro, Américo, Sobre el nombre y el quién de los españoles. Op. cit., nota (2), p. 24.

20 Castro, Américo, La realidad histórica de España. Op. cit., nota (2), pp. 5, 66, 265, 301-302.

21 Pérez Galdós, B., Gloria. Madrid, Librería de los Sucesores de Hernándo, 1920, primera parte: cp. XXIII,

p. 171; cp. XXXI, p. 248; cp. XXXIII, pp. 267, 269-274.

22 Pérez Galdós, B., Nazarín. Madrid, Imprenta la Guirnalda, 1895, cp. VII, pp. 250-257.

23 Laín Entralgo, P., op. cit., nota (14), pp. 16-17.

24 Castro, Américo, op. cit., nota (2), p. 149.

25 Pérez Galdós, B., Mendizábal. Madrid, Obras de Pérez Galdós, 1898, cp. XXV, p. 267; cp. XXVIII, p, 298;

cp. XXX, pp. 321-323; cp. XXXI, pp. 326, 332-333.

26 Pérez Galdós, B., Torquemada y San Pedro. Madrid, Imprenta la Guirnalda, 1895, pp. 250-251, 253-258 de

la tercera parte.

27 Balmes, Jaime, Escritos políticos. Op. cit., nota (12), T. VI, pp. 94-107, 138-139; T. VII, p. 134.

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