MITRAS, ROQUETES Y OTROS CAPISAYOS

UNA VISIÓN DEL CLERO GALDOSIANO

Federico del Alcázar y Moris

Se ha venido adjetivando a D. Benito Pérez Galdós de descreído, irreligioso, agnóstico, e

incluso impío; pero sobre todo de furibundo anticlerical.

Esas y otras muchas lindezas han sido las monedas de cambio con que el piismo ortodoxo

patrio ha pagado a la mejor pluma de la literatura hispana, desde que Cervantes entregara su

alma, arrepentido de la cordura final de D. Quijote.

Sí, ciertamente esa estela de “enfant terrible” con que se envuelve al inmortal isleño no era

de extrañar se diera, como autodefensa del ultraconservadurismo hispano.

No hay que olvidar que la influencia de la Iglesia ha sido fundamental en nuestra historia

moderna. Su posición siempre, salvo raras excepciones, ha estado adherida al poder y este, de

una forma y otra, ha pretendido controlar, manipular y volcar en su interés, el influjo de

aquella en la sociedad española.

Así vemos al clero del brazo de quienes constituyen las élites; aunque situaciones

singulares hacen reaccionar a sectores minoritarios, de alto nivel cultural, impregnados de

ideas de racionalidad y progreso.

Pues bien, conscientes de que la realidad clerical de nuestro país, en la época que

analizamos, presenta un compromiso histórico con las estructuras sociales dominantes.

Conscientes de que la jerarquía eclesiástica ha estado, por regla general, asentada en un

moderantismo involucionista, en el ámbito de la sociedad burguesa, que en los verdaderos

problemas sociales que afectaron al pueblo; nos negamos a aceptar, por simplista, el

encuadramiento que de Galdós se ha hecho.

Por eso nos proponemos en nuestro estudio hacer un recorrido por su obra, principalmente

por los Episodios Nacionales, por cuanto que los mismos son el acta notarial del momento

histórico, en que España se fragua y moldea como Estado Europeo moderno; bien que entre

convulsiones, tropiezos y esperanzas, pero siempre portal y antesala de nuestra modernidad

presente.

Analizaremos todos y cada uno de los referentes eclesiásticos que nos presenta el autor. El

Clero en sus distintos encuadramientos.

Un clero que se evidencia indiscutiblemente incardinado en la más elemental insolidaridad,

intransigencia y, en cierto modo, ausencia de caridad.

En los vaivenes de un siglo que en su agitación ha ido moldeando nuestro presente, tuvo

mucho impacto la iglesia nacional y su protagonismo reaccionario que la haría objetivo de

críticas, de quienes como Galdós sentían la realidad dolorida de un pueblo abandonado.

809

Ante esa inevitable crítica, surge el anatema. Nosotros nos proponemos poner de

manifiesto el error, valorando de forma descriptiva la realidad auténtica de ese apasionante

momento histórico.

El estudio fenomenológico de la clerecía decimonónica en el marco propuesto en nuestro

trabajo, nos permite constatar que la imputación de anticlericalismo citada, no es sino la

lógica reacción de un espíritu cultivado, culto y socialmente crítico frente a la realidad gris

que le rodeaba. Una realidad donde el péndulo ambiental del estamento religioso oscila de la

simplicidad más burda, al ultraísmo inmovilista, negador de todo cuanto suponga avance,

desarrollo y progreso.

En los vaivenes de un siglo que en su agitación ha ido moldeando nuestro presente, tuvo

mucho impacto la iglesia nacional y su protagonismo hondamente conservador y

acomodaticio.

Ante su inevitable crítica, surgió inevitablemente el anatema. Nos proponemos poner de

manifiesto el error, valorando de forma descriptiva la realidad auténtica de su momento

histórico.

El anticlericalismo es, sin duda, hijo de su contrario, o, al menos, reflejo invertido de

aquel.

No es un ente autónomo, que de forma espontánea surge en el entorno social sin más. Sus

causas, múltiples y variadas, van desde la popular constatación de una conducta de los

miembros de la Iglesia no acorde con lo que ella significa, hasta los ataques contra el dogma,

el culto y el clero dentro de un mal llamado anticlericalismo ateo, que en suma es

irreligiosidad lisa y llana.

Pero “no era ni había sido mera pasión de zapateros, como pretendía don Marcelino

Meléndez Pelayo. Como la religiosidad, tenía varios estadios o círculos, del más bajo desde el

punto de vista mental al más alto y especulativo. La base de él hay que buscarla, en gran

parte, y según lo que alcanzo a ver, en una real insuficiencia del clero”.

No vamos a entrar en un estudio pormenorizado del anticlericalismo, ni en sus métodos de

actuación, bástenos decir que si bien es evidente la desmesura, en muchas ocasiones, al hacer

crítica del cuerpo clerical y de la Iglesia en general, no es menos cierto que “la

compenetración de la Iglesia con los sectores burgueses, alentará un anticlericalismo de

inspiración social, que verá en el clericalismo un aliado del capitalismo”.

Cierto que el Cádiz de las Cortes gozó de un amplio plantel de eclesiásticos ilustrados,

cultos y liberales que anhelaban la búsqueda de una reforma y purificación de la Iglesia, pues

creían que ello solo podía darse si alcanzaba España una atmósfera de libertad, independencia

y desarrollo cultural. Pero corto fue el tiempo de la esperanza y de los sueños redentores, con

la liberación patria vino su mordaza y en ese nuevo marco social “el clero proporcionó la

principal base de apoyo de ese neoabsolutismo reaccionario que resultó mucho más despótico

que la monarquía española del siglo XVIII y sin ninguna ilustración”.

Pereza, avaricia, murmuración, lujuria y sobre todo su vuelta de espaldas al pueblo

sencillo, sino es para trazarle las sendas de su particular modo de ver las cosas; son los

reproches que ese pueblo le imputa y que se evidencia en la galería de personajes galdosianos.

810

Haciendo un breve recorrido por esa galería hemos de ver tipos de un signo u otro.

Ese egoísmo lo vemos en la frase de Fray José Salmón que no tiene reparos en tachar a

Godoy de enemigo de la Religión y bribón pues, según él, “¿Qué nombre tiene el proyecto de

suprimir las ordenes mendicantes... obligando a los buenos religiosos a servir hospitales?” [La

Corte de Carlos IV] y censura el proyecto, sin duda ilustrado, de convertir las huertas

monacales en granjas escuelas.

Porque el tal fraile todo lo que buscaba era saciar su glotonería y bienestar natural; por eso

su filosofía se limita en propugnar el aumento de frailes, pues “así los españoles vivirían

gordos y contentos y no veríamos tanto vagabundo y mendigos por esas calles”. Ese era su

único horizonte, pues hacer solo hacía “jaulas de grillos” [La Corte de Carlos IV].

Gran parte de ese clero es evidentemente reaccionario, enfocando sus prédicas hacia la

violencia, en un escalofriante olvido del mandato nazareno; de ellos son típicos ejemplos, el

Padre Rubio: “Yo estoy determinado a salir de Madrid e irme por esas provincias a predicar la

guerra” [Napoleón en Chamartín].

D. Ramón Argote, presbítero y capitán de escopetero, de quien se decía que hubiera estado

mejor diciendo Misa. [Bailén]. D. Aparicio Respaldiza: “- ¡ a matar franceses! Para gloria de

la Nación y triunfo de la fe” [El Equipaje del Rey José]. Monse Antón Trijueque: “Toda esta

tierra está llena de espías. No hay más que un medio para manejar a esa vil canalla. ¿Se coge a

un pastor de cabras? Fusilado.....”. D. Santiago Sas. D. Manuel Lasartesa, beneficiado de San

Pablo. D. Antonio de la Casas. D. José Martín y el teólogo D. Vicente Casanova, son otros

tantos ejemplos de un belicismo absurdo e incoherente con la condición de los sujetos; lo que

lleva a otro personaje a afirmar: “Yo siempre he dicho que a la gente de iglesia no le cae bien

el gatillo” [Zaragoza].

El egoísmo también se pone de manifiesto en frailes como el Padre Luceño Frías, que no

duda en clamar: “¡Que nos quiten lo nuestro para dárselo a los curas! ¿Quiénes son los curas y

que hacen esos zanguangos en bien de la cristiandad?” [Napoleón en Chamartín].

“Y los víveres por las nubes, y las puertas de Madrid cerradas al buen vino, al rico aceite, a

los huevos, a las coles, al extremeño tocino y a los jamones de candelario.” [Napoleón en

Chamartín]. Gran preocupación de Fray Salmón ante las represalias por no rendir pleitesía a

Napoleón.

En sus visitas a los barrios pobres hace temblar a las buenas mujeres, que han de echar las

llaves a la despensa, “porque para saqueos bastante tenemos con los franceses” y sin embargo,

su pastoral de caridad se limita, a arrojar en ocasiones frutos secos a los niños mientras les

dice:

Tomad piojosos, tomad almendras fallidas, que para vosotros será bocado de ángel.

[Napoleón en Chamartín].

Y es que tal religioso carecía de esa doble capacidad que había que tener para ir a las casas

de los miserables. “Caridad y estómago” [Fortunata y Jacinta], pues es más fácil regalarse

con unos cigarritos del Padre Luceño que “merecen ser chupados por los ángeles” a “curar

heridas y encaminar moribundos al cielo” [Zaragoza] como el Padre Mateo Bustos, o el

hermano Juan de Dios dedicado a “recoger mendigos en los caminos y visitar las casas de los

pobres para cuidar enfermos” [Juan Martín El Empecinado].

811

Junto a estos dos ejemplos de abnegación hay algún otro caso excepcional que contrasta

con la tónica general, como es el caso del Padre Castillo, moderado, tolerante, algo liberal y

con un indiscutible calado cultural que pone de relieve en el escrutinio que se hace en la

biblioteca de la Condesa, destacando, de entre un cúmulo de farragosos y chocarreros

engendros literarios, las poesías patrióticas de D. Manuel José Quintana.

Por otra parte hace denuncia de los desafueros clericales so pretexto de un falso

patriotismo, cuando declara: “¿Le parece digna y meritoria de un cristiano y de un sacerdote

la conducta de ese dominico, que no quiero nombrar, y que se ha señalado por sus

sanguinarias excitaciones a la matanza de franceses?” [Napoleón en Chamartín].

Si todo se limitara a esa explosión de patriotismo circunstancial, bastante ramplón y muy

sanguíneo, hubiera habido voces que asumirían su justificación invocando la gravedad del

momento histórico, la opresión extranjera que sufría España. Pero nunca podría aceptarse tal

argumentación pues esa tendencia exterminadora siguió su senda por todo el dolorido siglo, y

a fuer de ser tachado, como no, de enemigo de la fe, Martín de Olías pone de manifiesto las

vergüenzas de las luchas carlistas y los testimonios que en ellas dan sus bates tonsurados:

“Obispos que enmudecían evangélicamente para gritar exterminio de los revolucionarios;

curas que abandonaban los altares donde había celebrado las glorias de Jesucristo por el

campo de batalla, donde mancharon sus manos con sangres de liberales”.

Y es que la realidad española vive más por explosiones temperamentales, que por el

raciocinio con que debe regirse una sociedad civilizada; por eso no es de extrañar que Pío

Baroja pusiera de relieve que en nuestro país lo de menos son las ideas y lo de más las

pasiones, y si no véase con lupa las fluctuaciones de sus ciudadanos y las incongruencias de

sus actitudes. Bástenos recordar que una ciudad del sur alcanzó el título de “muy denodada”

por su enfrentamiento y ruptura con quien representaba el progresismo en el poder.

La cuestión es que ante esa forma, tan nuestra, de proceder, se hacían cruces cuantos

viajeros foráneos llegaban a enfrentarse con la realidad española.

Es testimonio de lo que decimos, el relato del Vizconde de Martignac, que en el Madrid

de1923 encuentra un siniestro personaje, epígono del cura guerrillero, Fray Antonio Marañón

“el trapense”; “hombre de alrededor de 45 años, sin nada digno de señalar en su rostro, pero

tenía el aspecto sombrío, la mirada segura y los ojos vivos. Vestido con un hábito de Monje,

el crucifijo al pecho, un sable y dos pistolas al cinto...”

En el elenco galdosiano nos encontramos con un variopinto abanico de personajes,

sumidos en un mundo de hipocresía religiosa y pesimismo social, apegándose a las instancias

de poder, donde es mejor el acomodo y más llevadera la existencia.

La clerecía del siglo presenta como acierta a decir el Nuncio, “una falta de vitalidad que

impedía cualquier actividad creadora”, por su “ignorancia, pereza, avaricia y falta de interés”.

He ahí precisamente el vértice de la crítica del novelista, pues en un país supuestamente

católico y formalmente religioso no era oro todo lo que relucía. Y es que esa oficialidad

cultural revierte en clara degradación de las esencias originarias; por eso hay que reconocer

que no andaba descaminado D. Benito cuando declaraba: “Creo que muchas cosas

establecidas por la Iglesia, lejos de acrecentar la fe, la disminuyen, y que en todas las

religiones, y principalmente en la nuestra, sobran reglas, disposiciones, prácticas. Creo que

los cultos susistirán mejor si volvieran a la sencillez primitiva”. [Gloria].

812

La sencillez de nuevo, algo que tan ausente está, por regla general, en el clero de la época,

por eso se recrea con deleitación en un Nazarín, o en un Padre Chávez, que hacen del

mandato evangélico de la caridad su norte.

Pero todo no era así, y lo veremos en el recorrido por esa sociedad donde los infelices y su

utilización artera, contrasta con las ambiciones a honores y prebendas que generen pingües

beneficios, sin más mérito que la osadía y la contumaz postulación. Es el siglo del dinero, que

por su escasez se hace meta soñada, y del cocido, pero eso es otra cuestión.

El Abate Caldera, típico ejemplo del fatuo eclesiástico neoclásico, navega en la pedantería

como su mejor mar; o, el Abate Lino Paniagua que se afanaba de sus conocimientos que le

venía de sus buenas relaciones: “yo que frecuento la sociedad de etiqueta” [La Corte de

Carlos IV]. D. Juan Escoizqui, canónigo intrigante y genial consejero del Príncipe Fernando.

Mas no hay que olvidar al Cardenal de Escala, D. Luis de Borbón, “jovenzuelo que no había

llegado a los treinta años...”. Mozo coloradillo, subiendo, de mirada inexpresiva, de nariz

abultada y colgante, parecida a los demás de la familia... con tan insignificante aspecto que

nadie se fijaría en él sino fuera vestido con el traje cardenalicio” [La Corte de Carlos IV].

Pues su mérito era el apellido y su ciencia tan escasa que “si lo examinaran creo que ni aun

para monaguillo lo darían el exequatur”, dice el autor por boca de un personaje.

Y a su vera un retrato feroz de una época de oportunistas. El Capellán de las Monjas de

Pinto, para quien se pedía una mitra por ser tío de la hermana de leche del Infante D.

Francisco de Paula, aunque fuera antes contrabandista y un ignorante.

¿Y la caridad? Poca o nada brilla en el ambiente, como se refleja en el juicio que el Padre

Luengo hace de una joven bondadosa, aunque hija de un avaro que se niega a cooperar con su

hacienda a la defensa de la ciudad, y es precisamente el interés del clérigo por hacer buenas

migas con el poder lo que no le recata decir de aquella: “su carilla graciosa está diciendo que

allí no hay una pizca de vergüenza” [Zaragoza].

En este recorrido no podemos dejar de encontrarnos con los más característicos personajes

talares, que formaban el elenco oficial de la época, y donde el Obispo de Orense que si bien se

asentaba en la Regencia, abominaba de la libertad, negándose a jurar la Constitución, con un

evidente talante reaccionario; pasamos por un Cura Tenreyro, algecireño diputado

ultraconservador, dábaselas de gracioso, gracias que acaso solo reían sus amistades de la

nobleza absolutista. Don Blas de Ostolaza, confesor del Infante D. Carlos, que rociaba su

lecho de agua bendita todas las noches, y acrecentaba su influjo en aquella corte obscura y

pacata [Memorias de un cortesano de 1815] y el Obispo de Almería, inquisidor General, que

no tenía empacho en pordiosear beneficios para amigos y allegados, por el turbio conducto

del procaz miembro de la regia camarilla, el sin par Chamorro. De este prelado lo más que se

decía era que “corre por esos barrios la noticia de que el cocinero del Inquisidor General es

uno de los mejores de Madrid”. ¡Cuántas cruces hubieron de guisarse en sus cazuelas!

[Memorias de un cortesano de 1815].

Y es que el momento histórico nos presenta una sociedad que busca el medro propio en los

sótanos de una administración corrupta, cuyos miembros están ansiosos por ser corrompidos,

día a día, para el medro personal, sirviendo las bajezas de los poderosos.

En suma se evidencia que desde el vértice a la base un velo de hipocresía y absoluto

egoísmo lo envuelve todo.

813

Dentro de este marco encontramos personas de buena fe, aunque entreveradas de la idea de

que el dinero, la posición desahogada es meta a lograr. Acaso no hubo un siglo donde tal

ambición no fluyese hasta en los buenos, sin duda porque el proceloso mar de la miseria

bañaba a la generalidad de los ciudadanos.

Entre este tipo de eclesiásticos vemos al Padre Celestino Santos Maravar “Varón

simplísimo y benévolo, pero el más desgraciado de su clase, pues no tenía rentas ni

capellanía, ni beneficio alguno” su amargo existir, remitiendo memoriales al Príncipe de la

Paz en súplica de empleo, le hacía supervalorar los bienes materiales y en su bondad se

cegaba de querer alabar a un par de egoístas y usureros, tan solo por la apariencia de

comodidad económica que presentaban, cuando decía de ellos que eran “dos personas

respetables que habían sabido labrar pingües fortunas con su trabajo” [La Corte de Carlos

IV].

Pero esta bondad que indiscutiblemente hubo, no es menos cierto que se asfixiaba ante

tanta pasión egoísta y nada ejemplarizante, no en vano, como decíamos, el terror a la miseria,

el miedo a la desestabilización llega a alcanzar al clero, y es precisamente ese miedo lo que le

hace virar más hacia los estamentos de poder, hacia tertulias nobles y burguesas, donde el

ambiente pueda ser más cálido, que cargar velas en proa hacía las zahurdas de los

desafortunados.

Pese a ello no pueden evitar el testimonio vivo de una realidad lacerante que se agolpaba

en las puertas de los templos. Eran los pobres de solemnidad “... la cuadrilla de la miseria que

acecha el paso de la caridad que cobra humanamente la contribución impuesta a las

conciencias impuras que van a donde lavan” [Misericordia]

Ni aun con la evidencia de los dolores que llagan al país, se quiere abrir puertas al aire

nuevo, permaneciendo en la ciénaga de la adulación oportunista y si el P. Vargas llama

Trajano y Constantino a Fernando VII, elogiando sus sabios dictámenes para dirigir la nave

del estado, en un inverosímil disparate de senil adoración; otro clérigo, el P. Castro, no

escatima apóstrofes a quienes, con mayor o menor acierto, buscaban el cambio, y lanza sus

dicterios contra los liberales desde su Atalaya de Madrid, soñando con el fin de aquellos

“mamones, caparrotas, cuácaros, lameplatos, cepósquedos” [Memoria de un cortesano de

1815].

En la confesión de D. Fernando Garrote en el último momento de su vida, el cura

Respaldiza sólo se limita a decirle “tratándose de los más humildes feligreses de mi parroquia,

sí me atrevería yo a reprenderles sus vicios, pero a un señorón como usted” [El Equipaje del

Rey José] y no es que desconociera la escandalosa vida del confesante, incluso antes de

declararse este como gran pecador, vicioso y disoluto; pero era tal el influjo de las clases

acomodadas que se daban varas de medir conductas de tamaño distintos y circunstanciales. El

asustado sacerdote, que sólo temía su propia muerte, reconoce que “nunca me atreví a

reprenderle por ser usted un excelente sujeto y haber tenido conmigo delicadas deferencias”

[El equipaje del Rey José].

La lista sería interminable, concluyamos citando al efímero Ministro de Gracia y Justicia,

Obispo de Michoacán [La segunda casaca]; o al canónigo D. Juan Ferragut [Gerona] cuyo

miedo en el cerco de Gerona supera a su basta colección de antigüedades y piezas

arqueológicas, nada más cabe decir de este personaje. Al Padre Boggiero [Zaragoza],

colaborador de Palafox, conservador, autor de escritos y proclamas en un afán de atar honor y

814

religiosidad, hacia fines de pervivencia. Muy considerado por las clases acomodadas de la

ciudad.

Podemos destacar también la figura del Cura D. Carmelo, de quien se decía que “se comía

una langosta entera y verdadera, detrás de un arroz con pescado y mariscos... y delante de

docena y media de torrijas” [El Abuelo]. Era “pastor curiambro” conforme le llamaba D.

Rodrigo y muy aficionado al mangoneo y al manejo de las empresas dificultosas.

Añadamos la figura del Padre Baldomero Maroto, que en su convento de Zaratán forma

parte de la conspiración para encerrar al viejo D. Rodrigo, después de haberlo invitado con un

vino de su tierra malagueña. Todo es el producto de una conspiración para robarle su libertad,

e imponiéndose frente a tanta cobardía, frente al afán de silenciar y ocultar la verdad, sale

orgulloso de la trampa no sin decir “el león recobra su libertad... ¡Ay del que quiera

sujetarle!” [El Abuelo].

Hasta aquí un repaso a algunos ejemplos del mundo clerical masculino, al que no iba muy

a la zaga el orden religioso de las mujeres.

No nos queda sino mirar a las Monjas de San Salomó, en cuyo convento imperaba “el

bienestar y la abundancia. Siempre fueron las dominicas poco inclinadas a la pobreza

absoluta”... pues “algunas monjas gozaban de rentillas y señalamientos privados que les

otorgará el padre, el tío o el abuelo, y esto se lo comían en la sagrada paz de su celda sin dar

participación a las demás” [Un voluntario realista]. Es claro que no reinara la paz por la

relajación, y por faltar el elemento de fraternidad que debe imperar en cualquiera de estas

comunidades.

Ni están, ni pueden estar todos lo que son, ni son todos lo que están, pues se haría el

trabajo interminable. Lo que ciertamente se evidencia es el inhumano carácter reinante en un

país católico como el nuestro, pero tan poco cristiano.

Los hombres buenos y cristianos pueden salvarse. Galdós aquí plantea una premisa de

universalidad ecuménica, que si bien choca con su tiempo es, sin lugar a duda, visión pionera

de futuro. En su continuo deambular por aquel Madrid del quiero y no puedo, de la

maledicencia, donde existe un amplio submundo de pobreza, su intuición capta que el pueblo

pone las grandes verdades y una de ellas, por no decir la primera, es el amor.

Encuentra así a Benina que se presenta cual evangelio en acción, procurando aliviar las

penas del leproso y las del pobre señor.

No se muerde la lengua cuando intenta dar cobijo al desvalido moro y se le niega, pues

“¿es la caridad una para el caballero de levita y otra para el pobre desnudo? Yo no lo entiendo

así, yo no distingo”[Misericordia]. Y desde luego que no distingue, pues a aquel lo amparó

con igual caridad y celo, ya que bien sabía que “estos que juntan las vergüenzas con las ganas

de comer y son delicados y medrosicos para pedir; estos que tuvieron posibles y educación y

no quieren rebajarse... ¡Dios mío, que desgraciados son!” [Misericordia].

Son estos personajes: Halma, Benina, Nazarín y la inolvidable Guillermina Pacheco los

muy queridos del autor. Son lo que sin renegar de la cotidianeidad practican el amor, porque

sólo “en plena actividad, es donde se debe luchar por el bien. Nada de asceticismo; los que se

van a un páramo no tienen ningún mérito en ser puros” [La Familia de León Roch].

815

En el Madrid de la injusticia, donde unos tanto y otros tan poco, no puede extrañar que

salten voces críticas como la de Galdós, contra la institución clerical y la burguesía dominante

y no por espíritu de revolución, incredulidad o falta de fe, sino porque avanzado a su tiempo

se siente atenazado de angustia estructural y ve que es en mendigos, marginados y pobres

gentes de la ciudad que recorre, donde habita el evangelio más directo y aunque ni siquiera lo

sospechara tuvo una visión cristiana real, que chocaba con la falsedad de su época.

No podemos cerrar nuestro estudio sin pararnos en los que Galdós llama “curas sueltos” y

si bien considera hay que aplicar cierta disciplina eclesiástica, es curioso advertir su especial

delectación por esa especie particularísima.

Primero Nazarín, que no pordioseaba misas de aquí para allá. Que rompe con la sociedad

urbana yendo por los caminos envuelto en pobreza y mansedumbre.

Es un cura atípico, tachado de loco y sin embargo el novelista lo utiliza para poner en su

boca lo que no hablan otros de su gremio: “amad a Dios vuestro Padre y al hombre que es

vuestro hermano... si queréis ser buenos, basta que digáis: quiero” [Nazarín].

Y es que la fuerza de Dios penetra en la voluntad, y la voluntad del hombre es el

instrumento por el que actúa su fe.

No menos interesante resultan ser los capellanes de Fortunata y Jacinta. Aunque de buenas

piezas los retrata el autor, ninguno dejaba de polemizar con la liberalidad que los cafés de la

época ofrecían.

Uno, el Pater, narraba historias, ejerciendo un cierto predicamento sobre sus compañeros.

Otro, ex capellán castrense, Quevedo, tenía lenguaje cuartelero y afición por el aguardiente.

Finalmente, Pedernero, joven y más preparado, y con recuerdos teológicos. Todos echados de

iglesias y sin acomodo alguno.

En ese estado pasaban las horas de tertulia en aquel café de Levante, en la Puerta del Sol,

en complicadas discusiones, aunque nunca con un especial ahínco en defender sus tesis,

aunque el tema tratado fuera el poder temporal del Papa.

Sin embargo, cuando Rubin, el polemista por excelencia, se atrevió a plantear ciertas

reticencias sobre la reputación de la Virgen, Pedernero como un dardo de ardor profético,

saltó en viva indignación clamando: “yo reconozco que soy un mal sacerdote; pero delante de

mí no hay un sinvergüenza que se atreva a hablar mal de la Virgen. O se traga usted esta

infamia o le rompo el alma... ahora mismo” [Fortunata y Jacinta].

Es curioso que D. Benito recurra a poner a estos curas como adalides de las virtudes

incontestables, del alma del pueblo. Clérigos desclerigados eran, como el curita La Hoz, [La

Primera República] faltos de licencias y abandonados de quienes, en caridad fraterna, habrían

de ampararlos; pero es en la independencia de ataduras sociales donde hallan su regeneración

y su energía para ser dignos de su estado, y aunque no a los ojos de los hombres, si ante Dios

habría de ser curas ejemplares, por su opción de libertad.

Fracasa así la tentación contumaz de tachar a Galdós de anticlerical. Fue un cristiano de

calado hondo y de repulsa a las formas.

816

No gustaba de triduos, novenas, ni otras ritualidades, pero salta su corazón por boca de

Benina, que embriagada de amor y serena confianza no duda en decir: “pues yo que la señora

tendría confianza en Dios y estaría contenta. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más

grande de nuestro cuerpo: el hambre santísima! [Misericordia].

Si esto no nace de un alma religiosa, ¿Qué es religiosidad? Porque como decía el pobre y

andrajoso Pulido “el rezo de los ricos, con la barriga bien llena y las carnes bien abrigadas, no

vale..., por Dios vivo que no vale” [Misericordia].

Y es que Galdós tiene sensibilidad cristiana, viendo en la acción del amor la verdadera

opción evangélica, considerando esa acción muy superior a las palabras, pues algunos creen

que hablando mucho, han hecho mucho y tan solo han producido, a lo sumo, estupor por su

convencionalismo.

Si nuestro personaje hubiera alcanzado a conocer el texto que invita a los sacerdotes a

alcanzar la pobreza, diciéndoles: “eviten los presbíteros y también los Obispos, todo aquello

que de algún modo pudiera alejar a los pobres” [Presbyterorum Ordinis. Vaticano II]. Si a sus

manos hubiera llegado el pronunciamiento conciliar que afirma “cada hombre tiene derecho a

los bienes necesarios y en situaciones de extrema necesidad puede procurarse lo indispensable

incluso tomándolo de las riquezas de los demás” [Constitución Gaudium et Spes. Vaticano II].

Se hubiera encontrado con la Iglesia que en su fuero interno ansiaba, y no aquella frente a la

que hubo de ejercer una suerte de denuncia profética, difícilmente comprendida y de

consecuencias incalculables.

No hay nadie que pueda negar la religiosidad de Galdós, ni tacharlo de anticlerical en el

sentido peyorativamente usado por nuestros mayores. Él ve al hombre como ser necesario

para el amor. Como realidad transcendida en el tiempo y desde esa perspectiva hay que

contemplarlo alejándonos de conceptuaciones torticeramente estereotipadas, en las que el

resentimiento tiene un notable peso; porque “en verdad –el mismo dijo– ni D. José María

Pereda es tan clerical como alguien cree, ni yo tan furibundo librepensador como suponen

otros”.

817

BIBLIOGRAFÍA

CASTELLS, I. y MOLINER, A., Crisis del Antiguo Régimen y Revolución Liberal en España, Barcelona, Ed.

Ariel, 2000.

LAMET, P. M., La Santa de Galdós, Ed. Totra, S.A., Madrid, 2000.

MESONERO ROMANOS, R., Memorias de un setentón, Ed. La Librería, Madrid, 1995.

MIRET MAGDALENA, E., Luces y Sombras de una Larga, en Vida Memorias, Ed. Planeta, Barcelona,

2000.

PAYNE STANLEY G., El catolicismo español, Ed. Planeta, Barcelona, 1984.

PÉREZ GALDÓS, B., El Abuelo, Alianza Editorial, Madrid, 1999.

PÉREZ GALDÓS, B., Episodios Nacionales, Tip. De la Viuda e Hijos de Tello, Madrid, 1904.

PÉREZ GALDÓS, B., Fortunata y Jacinta, Ed. Cátedra, Madrid, 1999.

PÉREZ GALDÓS, B., Gloria, Alianza Editorial, Madrid, 1999.

PÉREZ GALDÓS, B., La Familia de León Roch, Imprenta y Litografia de la Guirnalda, Madrid, 1878.

PÉREZ GALDÓS, B., Misericordia, Alianza Editorial, Madrid, 1998.

PÉREZ GALDÓS, B., Nazarín, Ed. Aguilar, Crisol, Madrid, 1960.

PÉREZ GALDÓS, B., Recuerdos y Memorias, Ed. Tebas, Madrid, 1975.

REVUELTA GONZÁLEZ, M., El Anticlericalismo Español en sus Documentos, Ed. Ariel, S.A., Barcelona,

1999.

Vaticano II, Documento, Biblioteca Doctores Cristianos, Madrid, 1982.

818