GALDÓS Y LA HISTORIA DE ESPAÑA
José Manuel Cuenca Toribio
Según una de las muchas definiciones que ha suscitado el vocablo, “clásico” es aquello que
depara constantemente sorpresas en su inagotable contenido. Desde este punto de vista,
Galdós “el garbancero”, el de estilo tan poco ático y aseado, es plenamente un clásico. La
mayor parte del censo de sus innumerables personajes, de sus descripciones de España y de
las visiones de su paso por la historia siguen descubriendo, como ha más de un siglo, ángulos
llenos de enjundia y acuidad.
Ello es particularmente exacto en el terreno de la historiografía contemporaneísta.
Sometido a intensa roturación desde hace varias décadas, objeto preferente de la aplicación de
métodos y técnicas novedosos, la esteva galdosiana pone incesablemente al descubierto en él
matices desconocidos, horizontes inéditos, formulaciones innovadoras. Historiográficamente,
el autor de Fortunata y Jacinta es, por entero, nuestro contemporáneo. Cuando, proveniente
de los cuadrantes más alertados al progreso de su disciplina, el contemporaneísta llega al
mundo galdosiano, una bocanada de humanidad palpitante remece su ánimo, enfrentándolo
con el verdadero sujeto de su estudio. La España del siglo XIX está ahí, en las páginas de la
inmensa enciclopedia –geografía, polemología, antropología, estasiología...– que de ella
escribiera D. Benito. Todas las conquistas de Clío en el escudriñamiento de sus zonas más
obscuras y en el análisis de algunas de sus claves interpretativas –patriotismo constitucional,
revolución burguesa, pretorianismo, emergencia capitalista, urbanización– se refractan en el
cuadro, lleno de plasticidad, que de ella pintara el escritor gran canario.
Todo, en efecto, está en los Episodios Nacionales, en las seis novelas de la primera serie,
en las Novelas Contemporáneas –i 24– y en los incontables artículos que, “pro panem
lucrando” la mayor parte de las ocasiones, salieran de su pluma de galeote. El burgués y el
menestral, el arribista y el “laudator temporis acti”, el tren y la diligencia, “los cruzados de la
causa” y los milicianos de morrión, el canónigo inquisitorial y el cura progresista, el vate
romántico y el periodista politizado, los heraldos del tiempo nuevo –ingenieros, proletarios,
profesores– y los náufragos del tiempo ido –beatas, cortesanos, rancios dómines de palmeta y
bonete–, gentes de la España “eterna” –arrieros, pordioseros, Maritornes de ventas y posadas,
místicos de alcurnia intelectual y alucinadas de extracción humilde y popular– y de la “nueva
España –institucionistas, científicos, inventores–, ortodoxos y heterodoxos, encopetados y
míseros, aristócratas y mendigos, se entremezclan y dan la mano en ese “melting pot” con el
que Galdós tanto gustara –y, a las veces, abusase– de pintar la sociedad española de su
tiempo.1
Y todo ello, también, en imagen dinámica y móvil, alejada por igual del fijismo y del
convencionalismo, de la oquedad de cartón piedra y del chafarrinón impresionista.
Protagonistas y segundones, grandes y pequeños actores de la inacabable comedia humana en
su representación española decimonónica, en su singularidad irrepetible, pero a la vez
inmersos en las olas dialécticas de restauración-revolución, de cambio y arcaísmo, que
envolvieron el siglo. Eso es, vida personal y colectiva, biográfica individual y proceso
comunitario: tradición y cambio, continuidad y evolución: el universo por antonomasia del
estudioso del pasado.
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Percepción por excelencia histórica, reconstrucción de una sociedad sacudida en sus
profundidades por fuerzas transformadoras y ebullentes, evocación comprehensiva y
comprensiva de una época crucial en los anales de la contemporaneidad hispana. En toda la
literatura ochocentista no existe ejemplo comparable, con la salvedad, acaso, de la obra
balzaquiana. El paralaje inventivo de Tolstoi es socialmente más reducido; el dickensiano,
cronológicamente más corto. Como tantas veces se ha afirmado para sus respectivos países de
la epopeya literaria de esta triada privilegiada de los dioses de la escritura ochocentista,
igualmente la obra de Galdós constituye a la fecha, conforme hemos ya reiterado, la mejor
introducción a la historia española de la centuria pasada, si no es –como pensamos– su
historia más verdadera y desnuda.2
Pues, por privilegio dionisíaco, el autor de Nazarín poseyó infusamente los dones para
ejercer, en grado de excelencia, el oficio de Clío. Éste es, bien sabido resulta, menester de
documentación y análisis, recolección informativa y meditación interpretativa, rebusca
archivística y pauta hermenéutica. Pero todo ello –indispensable e insoslayablemente– al
servicio de la reviviscencia de un pasado que puede y debe ser hoy investigado con las
técnicas depuradas de la informática más vanguardista.
Tras una larga, inacabable dictadura de prosaísmo descarnado, de reconstrucción del
pasado ramplona y chata, el paradigma historiográfico ha vuelto a ser el de los mejores
contemporáneos del joven D. Benito: Macaulay, Michelet, Momsem... Una pasión
atemperada por la ciencia más alquitarada. ¿Qué otra cosa, si no, son las obras de Braudel,
Duby, Elliot? La historia como tarea taumatúrgica de dar vera y nueva vida, según quería el
buen monje de El Escorial y escritor admirable, Fray José de Sigüenza, a los huesos y polvo
de la humanidad desaparecida. Fórmula ésta infalible para acertar siempre en la diana del
trabajo historiográfico por encima de modos y modas pasajeras, si bien, claro es, de saldo y
balance por lo común positivo, más allá de frivolidades pronto caídas en el olvido. La historia
entendida como disciplina social, entreverada de préstamos, relaciones y colindancias con
otras del mismo tenor y no exenta de intención y voluntad artísticas. Concepto y definición,
como se observa, complejos, que resumen el esfuerzo de numerosas generaciones de
estudiosos hasta situarla en su estatuto actual, de preferente posición en las ramas del saber
intelectual –no siempre igual al científico–, y en el que es difícil imaginar que un pura sangre
literario como el narrador gran canario, pueda ocupar algún puesto.3
Y, sin embargo –reiteramos–, así es. Su obra es río amazónico por el que discurren los
principales procesos económicos y sociales junto a los más importantes ciclos de la política y
los aspectos más salientes de las estructuras mentales e ideológicas de un pueblo que, como
intuyera Larra, estaba pasando de una a otra orilla de la evolución histórica. ¿Qué tratado, así,
más completo y, en especial, más agudo de sociología religiosa que el que puede encontrarse
en novelas tales como Gloria, Ángel Guerra o Nazarín? ¿Y en qué eruditos estudios de
antropología social de o sobre la época cabe hallar una descripción más acabada del comercio
madrileño de las postrimerías isabelinas que en la filiación familiar de Juanito Santa Cruz?
¿Hay algún lugar de la literatura española, y aún extranjera, de la época en que las relaciones
de la pareja posean un contenido más actual que las que se apuntan en La familia de León
Roch, miembro éste de la burguesía en ascenso, y Pepa Fúcar? ¿La burguesía de negocios
tiene prototipos mejor caracterizados que los del marqués de Fúcar o Sánchez Botín? ¿Se
halla en parte alguna una tipificación de la mesocracia igual o superior a la trazada en
Tormento o en Fortunata y Jacinta? ¿Existe en la literatura española una sociología del
urbanismo más lograda que en La desheredada? ¿Y otra más fina de la de las clases
marginadas que en Misericordia? ¿Y una pintura más afiligranada de un microcosmos
privilegiado como la descripción de la colmena del Palacio real isabelino en La de Bringas?
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¿Dónde buscar, en fin, un cuadro más completo, una viñeta más exacta de la Bolsa madrileña,
que en Lo prohibido?
De proseguir la enumeración, sería, sin duda, el cuento de nunca acabar. Y de nada –es
obligado repetir– dará el escritor canario una imagen fija, estática, arqueológica. Mujeres y
hombres, paisaje humano y paisaje social, en continuo movimiento y transformación. El caos
de la vida encuentra sentido proyectado en corrientes y tendencias nacidas de las entrañas de
la historia, que la razón intenta encauzar a un fin. En Galdós, la historia tiene tanto de magma
como de sólida decantación, de enfermedad como de salud. En pos de metas primordialmente
artísticas, de crear un universo ficcional cargado de simbolismo y trascendido de mensajes,
Galdós llevará a cabo, por medio de la literatura, la historia de su siglo como aporte propio al
proyecto progresista al que se entregara tan ardidamente, incluso en sus hondoneras de
abatimiento. Aunque su planteamiento no sea irenista y sus filias y fobias aparezcan de
ordinario nítidas, su grandioso tapiz estará enmarcado por coordenadas suprapartidistas y
animado por una idea de futuro, en el que los cruentos antagonismos en que se forjará el
sistema liberal, quedarán superados en la reconciliación del país consigo mismo.
Tal concepción del acontecer humano puede asumirse íntegramente por el historiador más
“vanguardista” por mucho que sea su espíritu corporativo y orgullo gremial. Los grandes
creadores de universos artísticos y literarios destruyen las aduanas de los géneros y
preceptivas. Pero si este enfoque suscita prevenciones invencibles, no se tendría mayor
inconveniente –pensamos– en admitir, sin sombra de reserva que, al menos como materia
prima de superior calidad, el “corpus novelístico” galdosiano resulta de subido valor para
desventrar las principales líneas de fuerza del ayer ochocentista. Tras haber allegado y
contrastado las fuentes de sus diferentes capítulos y episodios con arreglo a la más flamante o
acrisolada metodología, el especialista hará bien en recurrir, como última fase de su labor, a la
obra galdosiana en el extremo objeto de su interés, sin que tampoco una previa impregnación
de sus postulados y visiones sea camino o procedimiento desaconsejables. Los estudiosos de
la formación de la sociedad hispana contemporánea y, en especial, los investigadores de la
primera etapa de la llamada Revolución española por los adalides de la “Gloriosa”, que
anduvieron por dicha senda, no lo lamentaron en ningún instante.
Cuando ya se aprestan los primeros estudios cara a la conmemoración bicentario de la
guerra de la Independencia, resulta ocioso ponderarlo. Sin posible equiparación, Galdós es el
novelista y acaso el escritor cuyo bisturí desvenó con mayor propiedad y empatía los muchos
procesos gestados en etapa tan grávida y climatérica. Tal vez sin demasiada exageración quizá
cupiera afirmar que su niñez y adolescencia no fueron más que una larga preparación para
enfrentarse, cargado de conocimientos y atravesado de emoción patriótica, con el gran desafío
de evocar literariamente el nacimiento y despliegue del primer ciclo de España
contemporánea.
Su parto, difícil y muy prolongado, y su tránsito, repentino y brusco, atesoraron, en efecto,
algunos de sus momentos de inspiración artística más felices y, singularmente, más
caudalosos, como expresión de un compromiso vital con su trayectoria. Apenas rebasada la
treintena –umbral de los grandes edificios novelísticos–, las series iniciales de los Episodios y
sus primeras obras narrativas –La Fontana de Oro, El Audaz– tuvieron como meta la
repristinización, con trémolo generacional, del estadio inaugural del liberalismo hispano, el
más asistido a sus ojos por el impulso y la acción populares. La concepción mística que del
pueblo poseyó siempre Galdós nunca encontraría más concordancia entre pluma e imagen que
en dichas obras. Un Galdós en juventud sazonada y ancha vena creadora evocaba el tramo del
pasado nacional más permeado de sus ideales y de mayor brío y ardor. Todo había sido
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posible en él, como todo volvía a ser posible en el proyecto personal de convivencia española
del autor de los Episodios cuando, como de ordinario, redactaba febrilmente tales trabajos, al
alba de los decisivos años setenta.
Se ha hablado “ex abundantia” de la perfecta sinfonía de este rumbo del Galdós juvenil con
el de la burguesía que semejara dar un paso al frente en la gobernación del país durante los
años del Sexenio democrático. Sin duda es así; pero el optimismo histórico del escritor en la
etapa que viviera con mayor esperanza individual y colectiva, deriva fundamentalmente del
total acompasamiento que encontraba entre las fuerzas destinadas, en su visión de la historia,
a protagonizarla en sus capítulos actuales. En el pretérito reconstruido en las obras acabadas
de mencionar –ayeres de prerrevolución y del Trienio– se asistió igualmente al acuerdo y
alianza entre ambos actores de la contemporaneidad; pero los tiempos en España no estaban
todavía maduros para lograr su plena y fecunda conjunción, y los elementos de la reacción
acabarían por desbaratarla. Ahora –vértice de la “Gloriosa”–, sin embargo, cuando, a su
mirada, el reloj de la historia marcaba el momento supremo de la Revolución española, nada
sería igual, lográndose la sintonía entre un pueblo que encarnaba, doblemente, las mejores
energías nacionales e históricas y una burguesía en la que éstas hallaban coetáneamente su
expresión más completa.4
La gran puja que hiciera el escritor gran canario por el feliz final de esta historia a la vez
personal y colectiva, las ilusiones que depositase en su marcha inmediata ayudan a justificar
su errónea visión de los acontecimientos de la “Septembrina”, desenfoque, por otra parte,
normal en los protagonistas de cualquier etapa histórica. Apuesta y compromiso que, a su vez,
contribuyen a explicar su renuencia a abandonar la imagen encantada que de ella le
acompañara hasta muy adentrados sus días. Antes de arribar a ellos, sufrió, no obstante, varias
tentaciones, rechazadas algunas in extremis. Una de las más poderosas llegó a experimentarla
en fecha aún temprana de la Monarquía de Sagunto. En el primer gran punto de inflexión del
canovismo, en pleno usufructo de su flamante diputación por uno de los distritos electorales
de Puerto Rico e intacta su simpatía por el quehacer gobernante de Sagasta– el “quinquenio
glorioso”, de los apologetas del gobernante riojano–, una gran parte de su ensueño histórico
semejara haberse disipado. En su novela acaso más emblemática –Fortunata y Jacinta–
podrán espigarse aquí y allá más de un testimonio del lento y reluctante desenganche de la
visión y apuesta progresistas de Galdós por la España de los inicios de su gran carrera
literaria. Con todo, tales desfallecimientos tardarían en cristalizar, como decimos, en un
estado de ánimo consolidado. El deseo de creer, la voluntad de esperanza se sobrepusieron a
vislumbres e intuiciones.5
Era, pues, la concepción progresista-burguesa una imagen entrañada con la que D. Benito
identificaba sin duda el periodo áureo de su existencia y el postrero verdaderamente decisivo
para la forja de un país moderno por el que tan ardorosamente luchara. Al ver por última vez
sobre dicho segmento, a la altura de los años inaugurales del siglo XX, Galdós gozaba de la
perspectiva y experiencia suficientes para conocer bien que, en lugar de ser el reencuentro del
liberalismo doceañista y el comienzo definitivo de la Revolución española –anhelo de los
espíritus más tremantes de la época–, dicho periodo se descubría como el final de todo un
ciclo en la evolución del país, que enterró para siempre los sueños y utopías salidos del mejor
troquel del progresismo ochocentista.
La antorcha no llegó, sin embargo, a apagarse al coger el testigo el cuarto estado,
protagonista máximo de la denominada, convencional y manualísticamente, baja edad
contemporánea. El proletariado en su doble proyección agraria y urbana nutrirá con su
despliegue el mundo surgido de la segunda revolución industrial y del asentamiento de los
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regímenes liberales en vía más o menos lenta de democratización. Las virtualidades y virtudes
del buen pueblo doceañista y progresista estarían ahora encarnadas en un obrerismo transido
de ilusiones adánicas y genesíacas en algunas de sus militancias.6
Pero Galdós, narrador omnipresente en su técnica novelística, no podía ser al mismo
tiempo historiador “omnicomprensivo”. Bien que estuviera muy al tanto de la evolución
general de los pueblos europeos –principalmente de la de las naciones-locomotora– tanto por
actualizadas lecturas como por conocimiento directo a través de repetidos viajes e incursiones,
y a que manifestase una invariable catalanofilia, la geografía industrial no le era demasiado
familiar ni por deseo ni contacto, como tampoco aquella del mundo rural recorrido por el
mesianismo agrario. No hay que atribuir, empero, como de ordinario se hace, a este relativo
apartamiento de los escenarios preferentes de la emergencia del obrero moderno la llamativa
ausencia del proletariado de las páginas escritas por Galdós.7 Quizá tampoco a falta de
sensibilidad ante la justicia de su causa y lo terebrante de su destino.8 Probablemente el
motivo resida en la absorbente identificación del ideario y mentalidad de D. Benito con una
ideología –la liberal– cuya asunción juvenil fue en su caso especialmente completa y sin
fisuras, al presentársele, en el Madrid del tardoisabelismo, como la meca de unos sueños
nacidos al contraste con un medio familiar asfíctico, bloqueado a todo pacto con el espíritu
del tiempo.
Comediados los años ochenta, cuando Galdós es más Galdós, en la plenitud de sus dotes,
prestigio y equilibrio psicosomático, reflexionará algo por extenso sobre el espectacular
desarrollo del socialismo europeo y, de modo muy singular, acerca del germano, entonces
objeto de admiración universal. En nuestro país se estaba a punto de asistir a la fundación en
Barcelona de la UGT, y, no obstante, la cercanía de su nacimiento, tanto el PSOE como su
creador, Pablo Iglesias, formaban parte del censo doctrinal y personal de los cenáculos
políticos e intelectuales. Con total serenidad, D. Benito desgranaría entonces para los lectores
argentinos del diario bonaerense La Prensa los argumentos por los que, a su juicio, el credo
socialista no lograría nunca implantarse en una nación como España, cuyo perfil sociológico
más subrayado viene dado, según una idea ya vieja en su pensamiento, por la armónica
conjunción de estratos y la pacífica convivencia de clases y situaciones. En el auge del Estado
de la Restauración, ni la lucha de clase ni un poderoso movimiento socialista se atalayan en el
horizonte, según el diagnóstico hecho por un Galdós que por aquellas fechas da los últimos
toques a su obra cumbre, Fortunata y Jacinta.9
En cuyo, ciertamente, abultado catálogo de los oficios y profesiones que en sus páginas
aparecen, no figurarán ninguno de los del proletariado industrial inexistente en el Madrid del
Diecinueve, aunque sí lo hagan –sin mayor relieve– algunos representantes del “arte de
imprimir”, célula matriz del socialismo hispano. Pero, insistamos, el determinismo geográfico
no es la razón específica del exiguo hueco abierto en la producción galdosiana al movimiento
obrero finisecular. Marianela, editada en 1878, se portica con un cuadro veraz de la minería
norteña, bastión ya del incipiente socialismo.10 El tema, empero, no retornará al mundo
ficcional galdosiano. Cuando éste vuelva a topar con un argumento muy ocasionado a la
introducción y análisis de la vertiente anarquista del proletariado en su versión campesina, tan
hispana, en Nazarín (1895), su autor no le concederá entrada en sus intenciones u objetivos,
centrados a menudo en la introspección individual de personajes integrados en ambientes
mesocráticos y populares de raigambre urbano y artesanal.
Un autor tan dado a los símbolos como Galdós podía, pese a todo, haber dado paso en su
inmenso corpus narrativo a figuras y protagonistas procedentes del mundo obrero, como las
muchas que compendian en sus obras la reacción, el liberalismo de temple doceañista o
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moderado, el carlismo montaraz, la beatería intransigente, el espíritu inquisitorial o la
“España eterna”. Los estudiosos que pretendieron ver en algunos de los actantes del orbe
literario galdosiano arquetipos y símbolos de las ideas y corrientes proletarias tuvieron que
recurrir a volatinerías e ingeniosidades analíticas para otorgar a D. Benito credenciales de
escritor comprometido con la causa del obrerismo militante. Su bandera sólo tremolaría en las
últimas páginas de su copiosa producción, pero de forma muy espaciada y sin verdadero
ardimiento, al no haber cobijado ilusiones y pensamientos de la mocedad y la adultez. La
proclividad demagógica con que se enarbolara en discursos y manifiestos de la etapa
republicana del autor de El caballero encantado (1909), no redundaría, ciertamente, en
acrisolar los valores del obrerismo hispano y el renombre y autoridad moral de un hombre
muy tornasolado en sus actitudes públicas.11
No hubo, pues, jamás un Galdós escritor del proletariado español. Lo cual, por supuesto,
anda muy lejos de descalificarlo en ningún sentido, y menos que en ninguno en grado de
compromiso con los destinos de su país y de la porción que, en su sentir y escritura,
encarnaría su plasmación más generosa y altruista: el pueblo; un pueblo representado por las
innumerables gentes que acompañaron su vida de honradez e idealidad al servicio de una
España más habitable, doloridas y frustradas también en su mayor parte por la inutilidad de
sus sueños y afanes.12 La intrahistoria unamuniana, la España profunda de los
regeneracionistas se detectarán en numerosos pasajes de los escritos galdosianos, pero
amputadas de mensajes coyunturales o políticos de alicorto vuelo. La creación literaria, los
derechos de vida propia de personajes y protagonistas, quedarán por entero a salvo en el
planteamiento de su mundo ficcional. Lecturas reduccionistas y bastardas manipulaciones
permanecerán en una esfera bien distinta de la habitada por sus incontables y a menudo
inclasificables criaturas.
Tiempo adelante, cuando por la antaño caudalosa vena literaria de D. Benito sólo circule
savia teatral y episódica, habrá llegado, sí, la hora del ajuste de cuentas y del juicio
inmisericorde contra los culpables del aciago destino de la España alumbrada, tan
prometedoramente, en Cádiz.
Ésta quedaba ya muy atrás en la reviviscencia galdosiana de los Episodios, cuando éstos se
adentraban en su cuarta serie –Las Tormentas del 48 (1902)–, justamente en el instante en que
la España oficial se disponía a preparar, sin mucho entusiasmo, el centenario de su nacimiento
en la ciudad andaluza. La relación de Galdós con los hombres y mujeres con realidad histórica
de dicha serie era ya “personal” y, en algunos casos, estrecha o próxima. Metamorfoseado en
Catón por el Desastre y sus secuelas, el último Galdós, literariamente hablando, abrirá la
espita de una veta censoria implacable contra el tablado de Arlequín que la España
“canovista” y, en general, toda la de la segunda mitad del siglo acabado de pasar a la historia,
representaba a sus ojos, en esta hora de adioses y balances. A punto de convertirse en hombre
de partido –la cuarta serie la acabará en 1907, La de los tristes destinos, en el instante en que
su autor es ya militante de primera fila de la facción republicana salmeroniana–, Galdós se
despoja de la clámide de varón ciceroniano y un tanto senequista que le ha revestido en su
evocación y reconstrucción de la España de la forja y consolidamiento del sistema liberal,
para cubrirse a menudo con el gorro frigio en señal de solidaridad con un pueblo merecedor
de mejor suerte y de gobernantes más honrados y diestros.
Encarnado en un periodista de vuelta de todos los caminos, Tito, el héroe avulgarado de la
postrera serie de los Episodios, guardará el rincón más íntimo de su alma para seguir
fidelizando los ideales de la primera generación del 68, igualmente a la búsqueda de un
“hombre nuevo”. A muy pocos de sus coetáneos, por no decir ninguno, les fue dado, como a
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nuestro autor, volver casi medio siglo después –toda una vida para los cómputos cronológicos
de la época– a recrear literaria o historiográficamente un pasado que fue ya evocado de igual
manera apenas transcurrido –en Fortunata y Jacinta, por ejemplo, enmarcada en el
quinquenio 1869-74. El Prim de los Episodios no es ya el personaje incondicionalmente
admirado por Galdós durante los días hervorosos de la revolución de setiembre y la
Constitución de 1869, más conservara lo esencial de su halo y magnetismo. La noble
personalidad de D. Amadeo de Saboya, por el contrario, mantendrá intacto el atractivo perfil
con que apareciese con frecuencia en los artículos de la gubernamental Correspondencia,
dirigida sin oficialidad ni oficialismos pero sí con sincero monarquismo por D. Benito.
Empero, progresismo y democratismo se ofrecerán ciertamente aguados en De Cartago a
Sagunto (1911), pues las pruebas a las que los sometieran cantonalistas y “petroleros” fueron
demasiado rudas –“Lepanto a la inversa”– para no salir gravemente quebrantados. Aun así,
no obstante, el “pueblo” que sostuvo y alentó la primera República encerrará en la pluma, ya
cansada y elísiaca, de D. Benito las virtudes y virtualidades del actor y protagonista del dos de
mayo y los momentos cruciales de la revolución liberal. Si algún apoyo o ayuda necesitara
para conservar todos sus fueros con sujeto histórico principal, el retorno de “la reacción”
rememorado –o imaginado...– por el último de los Episodios volverá, nostálgicamente, a
devolverle su cetro.
Aunque escritos en su mayor parte durante la Restauración, los Episodios, según es harto
sabido, sólo reconstruyen su pórtico en el acabado de citar, Cánovas (1912), que hace el
quinto de la quinta serie. Fue otro el medio de analizarla D. Benito. En efecto, el reinado de
Alfonso XII y la regencia de su segunda esposa concentrarían así de facto toda su obra
novelística y gran parte de la teatral, nada desdeñable en calidad y cantidad. Tan anchuroso
caudal, unido, desde luego, al de los restantes narradores de la generación de 1868 hace de la
etapa finisecular decimonónica la más enriquecida de todo el pasado inmediato español para
su reconstrucción historiográfica por el aporte novelístico coetáneo. Comparada con ella, el
primer tercio del siglo XX –por no hablar de la fase isabelina en la que “el nuevo arte de
escribir novelas” contempla sus primeros balbuceos– será una época indigente, tanto coetánea
como ulteriormente, al haberse publicado algunos de sus principales testimonios en los días
de la República –Imán, El cura de Monleón– y aún más tarde –La vida nueva de Pedrito de
Andía, ad exemplum–.13
Conforme se sabe, fue dicho periodo finisecular la coyuntura en la que de forma más
decisiva se ventiló la modernización del país, resuelta de manera en conjunto positiva para la
mayor y más influyente porción de la reciente historiografía contemporaneísta. Igualmente es
conocido que, en términos globales, la obra galdosiana no depone a su favor o, quizá más
exactamente, no refrendará siempre tal visión. Seguramente, se aducirá para amortiguar tan
chocante contraste que dicha producción literaria –la última– apenas o nada se ocupó de los
factores y elementos primordiales que configuraron el progreso material, social y
administrativo de la España de los decenios postreros del Diecinueve. La aseveración es por
entero aceptable, aunque algo menos quizás en el segundo extremo. En el supuesto de la
validez de las tesis historiográficas acabadas de mencionar, la modernización y puesta a punto
de sus élites no debieron pasar sólo por el terreno económico, empresarial y educativo, sino
también, y de forma destacada, por el burocrático y político, y en ello, Galdós resulta
imbatible. Queremos, claro, decir que no existe en la bibliografía hispana fuente tal vez de
mayor trascendencia y acaso más completa para el ya por entonces vasto e inabarcable
universo de la burocracia y la cosa pública que la narrativa galdosiana, así por la finura del
análisis como por la abundancia de materiales e información sobre cesantes, aspirantes y
colocados en el mar sin orillas de la administración española.
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La Corte habría de ser “a fortiori” el crisol y el espejo principales de los actores y
figurantes de la vida pública durante el acusado proceso centralizador entrañado por el avance
de las estructuras políticas y sociales. Y en ella estuvo el escritor gran canario tomando buena
cuenta y razón con su buida y acezante pluma de la andadura de este personal y, por contera,
de la formación de ese Estado moderno que describe parte muy autorizada y nutrida de la
historiografía actual. Es más: sin peligro de violentas distorsiones cabría sostener que el
escalpelo crítico de D. Benito quedó imantado por las andanzas de los componentes de las
clases dirigentes madrileñas, no sólo, desde luego, de las políticas, sino igualmente de las que
daban el tono e imprimían los modos y modas sociales y mentales de la época: burguesía en
meteórico ascenso, nobleza acomodaticia.14
Y su pintura, en verdad, en poco avala la consistencia de las tesis antedichas. La atmósfera
asfíctica con que Unamuno describiera a la muerte de Galdós su universo narrativo por
antonomasia –el de unas clases medias héticas– es, en sustancia, la misma que envuelve a la
de los parlamentarios, rentistas, autores de éxito, duquesas, abogados, periodistas, grandes
negociantes, altos funcionarios y canónigos del Madrid de los años ochenta –1885: erección
de la sede matritense– y noventa del XIX. Nada comparable, obviamente, a las esferas
dirigentes inglesas o francesas, con su “Civil Service”, sus soldados coloniales y un Londres y
un París convertidos en faros y mecas del planeta.
La antinomia entre imagen historiográfica e imagen novelística puede obedecer, en última
instancia, al carácter ficcional de la segunda: pero el “realismo” de la literatura galdosiana y la
amplitud y meticulosidad de su censo madrileño no son discutidos por nadie. Una solución
irenista al tiempo que plausible a la aparente contradicción acaso podría hallarse en que las
energías de los centros vitales de la nación radicaban en otros sitios y fue tanta su fortaleza
que pudieron sobreponerse al “parasitarismo madrileño...”.
En todo caso, a favor o en contra, la capital de la nación representó un papel de primera
magnitud en el desarrollo frustración del Estado contemporáneo. En general y, a las veces, un
tanto paradójicamente, buen número de los estudiosos referidos denuestan, en línea con una
tradición de indudable abolengo intelectual –Azaña, Cela, Umbral–, las insuficiencias y
manquedades de Madrid en el desempeño de sus funciones capitalinas, no sólo en la calidad
de sus servicios, sino –y muy singularmente– en su misma prestancia material. La ubicación
de entrambas Cámaras, carente de una mínima grandiosidad, resumiría, en un extremo tan
significativo y emblemático como la arquitectura, tal ausencia de dignidad urbana.
Aquí también –a los efectos que interesan a estas páginas– el testimonio galdosiano, si no
dirimente, se descubre como capital. En pos de su admirado Mesoneros Romanos, D. Benito
aspiró a ser el cronista que continuase su labor en el último tercio del XIX. Pues, extraña y
verdaderamente, el Madrid de “El Curioso Parlante” fue también el Madrid de su curioso
oyente.15 La Villa coronada de los Austrias y de los Borbones absolutistas englobó el
escenario de sus novelas madrileñas que, en rigor, lo fueron casi todas, con notas de ciudades
levíticas como Secóbriga y la Imperial Toledo. La más joven de todas las capitales de los
Estados de nuestro entorno europeo tuvo en su geografía más antigua en la galdosiana una
pluma detallista y amorosa como ninguna. La mayor parte del enjambre de seres a los que dio
vida pasó la suya en los palacios, casas y zamizaquis de las calles del “viejo Madrid”, sin
mezcla casi alguna con el de Salamanca y el urbanismo posterior, desconocido para casi todos
ellos. Plazas y calles, galerías y callejuelas de un espacio biografiado por D. Benito con
pormenor de un arte, el fotográfico, cuyos avances siguiera con especial atención.16
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Muchas veces se han estudiado en su rica variedad las relaciones entre Galdós y la ciudad
en que residiera durante cincuenta y siete de los setenta y seis años que abarcara su vida.17 De
nuestro lado, nos valdremos de algunos de dichos trabajos para abundar en lo ya sabido, esto
es, en la imagen apocada con que el novelista la presenta. Apocamiento en todas las funciones
esenciales de la capital del mayor imperio de la historia moderna y contemporánea y, cuando
éste despareciera. La primera ciudad de un país relevante en términos territoriales y culturales.
Entre sus muchas y grades limitantes, el poderoso sentido artístico y la tremenda sensibilidad
estética de D. Benito resaltaban, obvio es decirlo, la arquitectónica, así en los días cenitales de
la presencia mundial de España como en los crepusculares. La orfandad en la construcción de
la España contemporánea de una capital que cumpliese adecuadamente con su misión, nota
tan destacada del proceso de modernización hispana, quedó registrada por Galdós, por más
que tal vez no lo bastante.18
Si lo hizo, por el contrario, en otro de los extremos en torno al modelo de modernización
española crecientemente más abordado por los historiadores actuales: la secularización. Desde
el inicio de su obra narradora y hasta el final, la Iglesia se evidenció como el principal de sus
referentes y acaso también como el protagonista descollante. El omnipresente mundo
eclesiástico del antiguo régimen y el algo más reducido de la sociedad liberal, Iglesia docente
e Iglesia discente, obispos cortesanos y curas de misa y olla, monjas milagreras y sacristanes
avinagrados, nada dejó de ser revistado, con taraceada minuciosidad y envidiable
conocimiento, por un Galdós que, claro, no marginaría tampoco de su orbe novelístico ni a la
gazmoña beata ni a las almas escindidas entre la fe y la duda o atormentadas por la vivencia
del pecado y la culpa.19
A que las últimas quedasen liberadas del peso inerte y no pocas veces aplastante de una
atmósfera social que favorecía el masoquismo como expresión de la fuerte presencia en la
cultura nacional del legado veterotestamentario, dedicó al autor de Gloria muchos de sus
afanes literarios. El comienzo y final de este combate son los más conocidos por la relevancia
de sus episodios y las estridencias que los envolvieron, que hallarían perfecto paralelismo
entre la obra galdosiana y los acontecimientos de su respectiva actualidad– polémicas en
torno al artículo 12 de la Constitución de 1876 y el ciclo de las primeras novelas, Electra y los
últimos Episodios con el recrudecimiento de la controversia anticlerical.
Pero en manera alguna debe ello hacernos olvidar la persistente atención que el narrador
canario prestara a la temática religiosa en la dimensión de la que ahora hablamos. Pocas o
ninguna de sus novelas ulteriores a 1878 –fecha de la aparición de Marianela y de La familia
de León Roch– se sustrae a la preocupación galdosiana por encontrar un adecuado marco de
convivencia entre realización personal y vida colectiva. Sin la primera, la segunda nunca
podrá alcanzar verdadera tonicidad, con una justa y racional distribución de planos y
cometidos. En el extremo de sus concesiones a la sociedad aún imperante en el país, Galdós
llegará a admitir que su cohesión –a la espera de la madurez de una modernidad cuyas
semillas no acaban de granar en España– necesita del elemento religioso. La aspiración de
muchos espíritus de la época no estribará en la ruina del catolicismo, sino en su flexibilidad y
prudente apertura a un escenario social en el que las libertades –y muy en primer término la
de conciencia– sustenten de forma efectiva su marco.20
Este combate particular, mantenido sin alharacas y sin desfallecimiento a lo largo de las
dos últimas décadas del XIX, esto es, por un Galdós inmerso por entero en su postrera y más
elevada tarea novelística –1881: La desheredada; 1897; Misericordia, El abuelo–, coincidente
con la etapa anímicamente más sosegada de su existencia adulta y en la que su producción y
figura tendrán una aceptación más universal entre sus compatriotas, constituye una página
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muy destacada del proceso de secularización español en su vertiente intelectual y literaria.
Desde un respeto reverencial al hecho religioso, el novelista, cuya biografía se incardinara
hasta casi el término de sus días en vivencias y experiencias adscritas a dicha esfera –niñez en
un hogar ultramontano, educación juvenil en establecimientos confesionales, vida familiar en
una casa rectorada por hermanas de desapoderado clericalismo, amistad con “neos” e
integristas–, se mostrara insobornable en la lucha por una sociedad civil, en que las creencias
espirituales tuvieran el ámbito y dimensión adecuadas a su auténtica naturaleza y funciones.
Sin secularización una España si no postrada, sí renqueante por el peso muerto de un
anacrónico y atrofiado legado, no podía encontrar los caminos de la modernidad, estimulantes
incluso para su misma fe tradicional.21
La acomodación de las fuerzas armadas a sus estrictas funciones constitucionales y su
indiscutida subordinación al poder civil es un indicador fiable de la modernidad de las
estructuras político-sociales de un país. La Restauración pasa por ser un período en el que el
ejército, tras largos años de mando político, regresó a los cuarteles y dejó en manos civiles la
gobernación de un régimen surgido de un pronunciamiento más. Pero, según resulta obvio, la
influencia sino la caución castrense gravitó sobre todo el itinerario de la Monarquía de
Sagunto. Muy descompensadamente con relación al interés mostrado en punto a la dialéctica
religiosidad-secularización, Galdós no gastó muchas expensas en el tratamiento del tema. Al
igual que sucediera con la religiosa y, en parte, por las mismas razones familiares, la cuestión
castrense, las vicisitudes del ejército durante el sistema canovista, tuvieron mucha incidencia
en el mundo íntimo del novelista, hijo, hermano y pariente de militares. Estos lazos junto con
su admiración –a veces, arrobada– por el papel que jugaran las fuerzas armadas en el
nacimiento y afianzamiento del liberalismo, motivaron con cierta probabilidad que D. Benito
no se ocupase de la tensión civilidad-militarismo manifestada en más de un tramo del
recorrido de la restauración. Con todo, es muy significativo que ni en su obra narrativa ni aún
menos en la periodística, revelara interés alguno por la enorme transformación que,
coetáneamente, experimentaban las fuerzas armadas bajo la III República francesa, cuyo
encarnizado combate modernizador equiparó en sus objetivos fundamentales la institución
militar con la eclesiástica. Apoyándose en ciertos pasajes de su historia reciente –desde luego,
muy destacados–, Galdós, hombre de progreso enraizado familiarmente en un humus
tradicional y conservador, albergaba la firme convicción de un ejército vinculado por instinto
con el avance de las libertades, de las que en trances cruciales se manifestara como adalid y
protector. Su idea del ejército como reserva última de la España constitucional permanecería
así fija en su pensamiento hasta el término de su existencia. La “infame reacción”, torcedor
tozudo de los destinos más venturosos del país, no tenía, a la postre, un debelador más
implacable y efectivo.22
Se observa, pues, que el enfrentamiento de Galdós con un aspecto destacado de la temática
en torno al triunfo o fracaso de la modernización del Estado y sociedad españoles durante el
canovismo, se descubre elusivo sino escamoteador, justamente en una pluma que disponía de
todas las bazas para un análisis profundo y completo. Pese a ello ninguno de sus lectores
desconoce el rico y enjundioso material que acerca de la milicia decimonónica encierra su
obra. Dejado su estudio –acaso con exceso– al cuidado de profesionales castrenses, quizás
haya llegado el momento de que las jóvenes hornadas de profesionales de Clío roturen,
conforme sus preocupaciones y técnicas, una vertiente de la obra galdosiana que, a buen
seguro, no defraudará sus expectativas de hallazgos muy estimables en la búsqueda de los
elementos decisivos de nuestra contemporaneidad.
Como vemos, es muy amplio el elenco de los temas historiográficos en el candelero de la
actualidad para los que el universo galdosiano se ofrece como una fuente de sumo interés. Sus
909
conocedores no vacilarán un instante en manifestarse contextos en que en pocos asuntos ello
es más patente que en los estudios del género. Lo hemos resaltado ya, pero se impone ahora
volverlo a peraltar. Ni siquiera el llamado novelista de las clases medias, su contemporáneo y
admirador Armando Palacio Valdés con haber dado robusta vida a no pocas semblanzas de
mujeres, puede compararse con D. Benito en punto a número y, sobre todo, vigor de sus
personajes femeninos, sin duda, los más logrados, con algunos secundarios, de su poblado
planeta. Recordar heroínas, personajes lances y tramas en que la historia de las relaciones de
género se enriquece y adquiere a menudo ángulos inéditos y enfoques inimitables es labor
ociosa por lo extensa y sabida.23
Con todo y como muy leve escorzo apuntaremos que el mensaje o doctrina feminista del
autor de Misericordia será no pocas veces ambiguo, ambivalente, indefinido y contradictorio.
Existía, por lo demás y conforme resulta harto sabido pero menos explicitado, mucha
distancia entre su pensamiento y conducta concreta y habitual con la mujer para que no
hubiere sido así. ¿Vendría a ser la actitud postrera del bueno de Máximo Manso ante su
idealizada Irene, prototipo en su sentir de la “fémina” nueva, trasunto de la de su propio
creador, desconcertado siempre, pese a sus vastos conocimientos en la materia, por la
prometeica versatilidad de las mujeres?...
Otro de los campos más afanosamente roturados por la historiografía de nuestros días, el
estudio de la muerte, tiene en Galdós un autor insustituible. Por desgracia, el investigador más
profundo del tema, Ph. Ariés, no leyó, como tantos de sus coetáneos, a Galdós. De haberlo
hecho, hubiera comprobado que ninguna otra gran pluma de la novela europea ilustra mejor
los ritmos y fases, que, con análisis muy cercanos a los galdosianos, marcó al oficio de la
Parca el gran “historiador de domingo”.24 Investigado parcialmente el tema por diversos
historiadores conforme registrase Soledad Miranda García en su ya citada tesis, dicha autora
tiene encetado ha tiempo una monografía acerca de la materia, de cuyas conclusiones estamos
al tanto, pero que, obviamente, no vamos a adelantar, bastando al propósito de las presentes
líneas dar cuenta de ello.
Todos los factores que desde la actualidad propician una lectura historiográficamente
enriquecida de la obra galdosiana, encuentran no obstante una aporía, sin cuya superación
todo puede distorsionarse. Pese a que la mayor parte de su existencia transcurriera en un
régimen de libertades, Galdós ansió un sistema político que, global y formalmente, podría
acaso identificarse con el actual, pese a que algunas dimensiones de éste no semejen
conformarse en exceso con sus ideales y preferencias, como, por ejemplo, la vivencia de lo
español, el modelo de la enseñanza o la misión de los intelectuales. D. Benito no quiso ni
aspiró a vivir en una España “trágica”; pero es palmario que su quehacer intelectual y la
porción más importante de su obra se concibieron y realizaron, con breves paréntesis, de
acuerdo con sus parámetros. Bien que insistamos en que la convivencia nacional no respondió
afortunadamente a dichas coordenadas durante la mayor parte de la existencia del novelista,
éste la vivió literalmente así. A modo de ascesis personal y colectiva, de pedagogía y
adoctrinamiento de igual tenor, Galdós si no se recreó en la evocación de la España “negra”,
desde luego no ahorró los colores más crudos y la paleta más tremendista para contar y
describir el oceánico caudal de energías esterilizadas y, a las veces, la inmensa sangre y dolor
derramados en el parto de la España contemporánea. Sólo corticalmente fue ésta liberal y
moderna en su sentir más íntimo, al que en tantas ocasiones Galdós quiso, noblemente,
reprimir para no sembrar el desaliento.25
Artística y doctrinariamente, idéntica posición se halla hodierno por entero legitimada,
pues, entre otras cosas, también la España democrática arranca de la superación de otra
910
tragedia inmensa como la guerra civil de 1936; pero habrá de convenirse en que, como
procedimiento para alinear plenamente al país entre los de su entorno civilizador, se ofrecería
inexplicable e incluso rechazable. De ahí que, sin asumir ningún discurso “panglosista” o
pánfilo a la moda del día –y no sólo en las esferas gubernamentales–, la imagen de la España
decimonónica galdosiana posea un “pathos” que debiera rebajarse para servir de espejo o de
guía segura en un pasado sin duda laberíntico y singular.
Numerosas son, pues, las cuestiones historiográficas de envergadura y trascendencia para
las generaciones actuales a las que un revisitado Galdós proporciona luces y materiales
abundantes. Dentro de unos años, cuando sean otros los paradigmas y los asuntos
investigados manando como surtidor incesable de ideas e interpretaciones.
“Es, claro, el secreto de los genios”.
911
NOTAS
1 “... en su conjunto suponen algo así como una sistematización de las experiencias sociales del siglo XIX, en
cuanto aún planean, o palpitan como ingredientes vivos, en el complejo presente desde el que el autor
escribe. De aquí que los Episodios resulten, con frecuencia, mucho más históricos cuando se apartan o
olvidan del entramado político en que se teje la historia que pudiéramos llamar convencional [...] De aquí
también que se haya especulado mucho sobre las fuentes históricas de la obra de Galdós, y no sobre la obra
de Galdós como fuente histórica; y que la comprensión y el desvío para lo que el gran novelista quiso hacer
-lo que realmente hizo- en sus Episodios culmine al atribuir a aquéllos una información de carácter
estrictamente libresco”. C. SECO SERRANO, Sociedad, literatura y política en la España del siglo XIX.
Madrid, 1973, pp. 279-80.
2 “Hablando con rigor, Galdós no es un historiador, ni se lo propuso, pero si impensable (es) el siglo XI sin el
Poema del Mío Cid, otro tanto sucede con la España del siglo XIX sin Galdós. Una de sus metas, desde el
punto de vista histórico, consistió en enseñar a los españoles a leer su Historia, con yerros y aciertos, y las
causas que los originaron”. L. NOS MURO, “Aproximación a la persona y obra de don Benito Pérez
Galdós”. Letras de Deusto, 88, (2000), p. 165.
3 M. TUÑÓN DE LARA acertó a penetrar en el sentido último de la visión histórica galdosiana: “Testigo
excepcional que no sólo narra los hechos, sino que reflexiona sobre ellos y sus interrelaciones y capta la
vida social. Galdós nos ha legado una inestimable visión de la sociedad española del siglo XIX con un
agudo sentido de lo que podríamos llamar su historicidad”. “Don Benito Pérez Galdós y la Historia”, en
Historia y Novela. Superación de un conflicto. Las Palmas, 1991.
4 Cf. J. M. CUENCA TORIBIO; S. MIRANDA GARCÍA, “Las Cortes de Galdós”. Cuadernos
Hispanoamericanos, 460, (1989), pp. 129-38.
5 Un sobresaliente galdosista, llevado de una deficiente formación historiográfica, extrema quizá los
caracteres de esta ruptura: “Los “elementos” que de la realidad toma Galdós son utilizados para ofrecer un
panorama socio-histórico en el que –tanto en la historia como en la novela (la trasposición literaria en vez
de hacer opaca hace más transparente la realidad histórica)- la burguesía y el pueblo, tras unos breves
periodos de acercamiento, habían roto, bajo el pretexto burgués de defender unos principios de orden y
moralidad, toda posibilidad de convivencia.
Galdós entendió –lo cual queda translúcido en Fortunata y Jacinta- que la Restauración borbónica fue
instrumentalizada por la burguesía para restaurar el “orden”. F. CAUDET. Introducción a Fortunata y
Jacinta. Dos historias de casadas. Madrid. 1983. p. 63.
6 Creemos que la argumentación de un sobresaliente galdosiano no resulta aquí muy convincente. “¿Qué no
hay proletariado en Galdós, y en Fortunata y Jacinta? Ciertamente no hay masa obrera –que no existía
entonces en aquella ciudad de 350.000 habitantes, con muy incipiente industria-, pero artesanado, comercio
modesto, asalariados del Estado o de los particulares, profesionales ocasionales o indefinidos, marginados
y clases mendicantes, pululan en el crecido índice de personajes, en proporción que debe no andar muy
lejos de la realidad [...] En la sociedad preindustrial de hacia 1875 la presencia en esa nómina de albañiles,
aguadores, obreros, carreteros, campesinos, criadas, limpiabotas, polleros, etc., rechaza la posibilidad de
decir que no hay proletariado en las novelas de Galdós”. P. ORTIZ ARMENGOL, Apuntaciones para
Fortunata y Jacinta. Madrid, 1987, pp. 42-3.
7 “Tenía dos géneros de fanatismo: el del trabajo, pues no podía estar inactivo nunca, y el de la política.
Deliraba por los derechos del pueblo, las preeminencias del pueblo y el pan del pueblo, fundando sobre
esta palabra, ¡pueblo!, una serie de teorías a cuál más extravagante. Realmente estas teorías no eran suyas.
Una generación se había embobado en ellas, mirándolas como pan bendito. Pero Juan Bou las había
sublimado en su mente indocta, convirtiéndolas en una fórmula de brutal egoísmo. Según él, muchos
miembros importantes del organismo social no tenían derecho a ser comprendidos dentro de esta
designación sublime y redentora: ¡el pueblo! Nosotros, los que no tenemos las manos llenas de callos, no
éramos pueblo; vosotros, los propietarios, los abogados, los comerciantes, tampoco erais pueblo.... De toda
idea exclusiva nace una tiranía, y de aquella idea exclusiva nació el obrero-sol: Juan Bou, que decía: “El
pueblo soy yo” [...] Bou no quería galas, ni lujo, ni vicios caros, ni palacios; lo que quería era que todos
fueran pueblo; que todo el que tuviera boca tuviera una herramienta en la mano; que no hubiera más que
talleres y se cerraran los palacios; que se suprimieran las rentas y no hubiera más que jornales; que cada
912
cual no fuera propietario más que de la cuchara con que había de comer la sopa nacional”. La desheredada.
O.C. Madrid, 1975, I, pp. 1098 y 1101.
Como se recordará, también relacionado con Cataluña –(bien que Bou fuera un catalán avecindado en la
capital de las Españas, como se sabe)- tendrá lugar el “descubrimiento” del valor y sentido del trabajo por
uno de los personajes más conocidos nacidos de la pluma del novelista, Jacinta, la mujer de Juanito Santa
Cruz. Será durante su viaje de boda, en su estancia barcelonesa “visitando las soberbias fábricas de Batlló y
de Sert, y admirando sin cesar, de taller en taller, las maravillosas armas que ha discurrido el hombre para
someter a la Naturaleza”; contemplando el afanar rutinario y duro de operarios y operarias la burguesa
madrileña intuirá la alienación... Madrid, II, 1975, pp. 487-8.
8 “Estáis viendo delante de vosotros, al pie mismo de vuestras cómodas casas, a una multitud de fieles
abandonados, faltos de todo lo que es necesario a la niñez, desde los padres hasta los juguetes...; los estáis
viendo, sí..., nunca se os ocurre infundirles un poco de dignidad, haciéndoles saber que son seres humanos,
dándoles las ideas de que carecen; no se os ocurre ennoblecerlos, haciéndoles pasar del bestial trabajo
mecánico al trabajo de la inteligencia; los veis viviendo en habitaciones inmundas, mal alimentados,
perfeccionándose cada día en su salvaje rusticidad, y no se os ocurre extender un poco hasta ellos las
comodidades de que estáis rodeados... ¡Toda la energía la guardáis luego para declamar contra los
homicidios, los robos y el suicidio, sin reparar que sostenéis escuela permanente de estos tres crímenes!”.
Marianela O.C: Novelas, I, 1975, p.733.
9 El excelente crítico y biógrafo de D. Benito, J. CASALDUERO se mostrará ambiguo al punto de decidirse
por un Galdós “social”: “... no supera el socialismo sentimental hasta el momento en que escribe la quinta
serie de los Episodios (1907-1912) y las novelas El caballero encantado, cuento real...inverosímil (1909) y
La razón de la sinrazón, fábula teatral absolutamente increíble (1915) y las obras dramáticas Pedro Minio
(1908), Casandra (1910), Celia en los infiernos (1913), El tacaño Salomón (1916), Santa Juana de
Castilla (1918). Todavía se deben añadir Alceste (1914) y Sor Simona (1915). En todas estas obras ya no
hay una sátira sino un acercamiento al pueblo y una visión de la cruel injusticia social. En este periodo
último aparece el ataque a la política y charlatanería de la Restauración, ataque a la explotación del obrero
y del campesino, ataque directo a las clases dirigentes.... Galdós nunca se planteó de una manera profunda
el problema.... En 1878 no había logrado superar el socialismo sentimental de la primera mitad del siglo
XIX, superación alcanzada en su última época con la íntima evolución de su mundo que le llevó a la
misericordia y sobre todo a la justicia social.” Ed. Crítica de Marianela. Madrid, 1983, pp. 18-9 y 37.
10 Cf. la vívida descripción de las minas y siderurgia de Socartes en Marianela.. O.C. Novelas, I..., pp. 716-8.
11 “Yo diría también que, de alguna suerte, Galdós es un “mediador” de clases y sectores sociales básicos para
comprender la sociedad española de la segunda mitad del XIX. Su ilusión por aquella burguesía liberal con
la que se identifica el joven de 1870 y su desencanto, un cuarto de siglo después, al comprender el pacto
que hizo con la nobleza agraria durante el reinado de Isabel II, para llegar -tras el Sexenio- a la formación
del bloque de poder de la Restauración, encontraron en Galdós su interlocutor crítico, un entusiasta de la
“otra burguesía”, la que todavía, según él y otros muchos, podía cumplir una función de progreso”. M.
TUÑÓN DE LARA, “Ideología y sociedad en las novelas contemporáneas de Galdós”, Historia
Contemporánea, 3, (1990), p. 183.
12 “Galdós fue el maestro de la sensibilidad del pueblo español en el siglo XIX; el mago que presenta España a
España, que barre los prejuicios, las añoranzas, toda la esperanza y mala yerba que ocultan el ser del país, y
hace posible que el pueblo español, no sólo se mire sino que se vea a sí mismo tal y como es. Y por eso ha
venido a ser como el poeta épico de España en el siglo XX.” S. DE MADARIAGA, Españoles de mi
tiempo. Barcelona, 1974, p.35
13 Uno de los más sobresaliente críticos literarios de la hora actual, J.C. MAINER, muy atraído siempre por el
trasfondo histórico de la obra novelística, no repara sorprendentemente en ello en su sugestiva La Edad de
Plata (1902-1939). Ensayo de interpretación de un proceso cultural. Barcelona, 1986.
14 Muy atinadamente, J. M. PÉREZ GARCÍA pondera el valor que, para el conocimiento de la res pública,
tuvo la propia experiencia política de D. Benito, tanto en su época de diputado sagastino como en la de su
etapa republicana; “con la finalidad –concluye– de situar adecuadamente toda la riqueza que encierra la
obra galdosiana”. Cf. “Manuel Tuñón de Lara y la historicidad de la obra galdosiana”, en Tuñón de Lara y
913
la historiografía española. Madrid, 1999, p. 84. De nuestro lado, hemos abordado el tema en el capítulo
dedicado a Galdós como cronista de las Cortes en Parlamentarismo y antiparlamentarismo en la España
contemporánea. Madrid, 1995.
15 Acerca de la relación entre ambos vid. C. SECO SERRANO, Sociedad, literatura y..., pp. 225-7.
16 El que fuera durante muchos años cronista de la Villa y Corte, el eximio galdosista F. C. Saínz de Robles,
consagró gran parte de sus escritos sobre el novelista grancanario al estudio de esta faceta de su obra. Otro
galdosista justamente renombrado, el embajador P. ORTIZ ARMENGOL, madrileño acendrado, ha
seguido el mismo camino, pero, al igual que el erudito susomentado, sin previligiar este costado del tema,
esencial, repetiremos, en la historiografía más reciente. Cf. del último el enciclopédico y benedictino libro
Apuntaciones para..., sólo afeado por no infrecuentes errores cronológicos en la datación y glosa de
acontecimientos y personajes decimonónicos.
17 Uno de los últimos biógrafos de D. Benito, el ya mencionado diplomático P. ORTIZ ARMENGOL,
subraya el infantil –y legítimo- orgullo de Galdós en ponderar su meticuloso conocimiento del viejo
Madrid. Cf. Vida de Galdós. Barcelona, 2000, p. 59 y passim.
18 “Mis primeras impresiones fueron de grata sorpresa en lo referente al aspecto de Madrid, donde yo no había
estado desde los tiempos de González Bravo. Causabanme asombro la hermosura y amplitud de las nuevas
barriadas, los expeditivos medios de comunicación, la evidente mejora en el cariz de los edificios, de las
calles y aun de las personas, los bonitísimos jardines plantados en las antes polvorosas plazuelas, las
gallardas construcciones de los ricos, las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores, por lo que desde la
calle se ve, a las de París o Londres, y, por fin, los muchos y elegantes teatros para todas las clases, gustos
y fortunas. Esto y otras cosas que observé en sociedad, hicieronme comprender los bruscos adelantos que
nuestra capital había realizado desde el 68, adelantos más parecidos a saltos caprichosos que al andar
progresivo y firme de los que saben adónde van; mas no eran por eso menos reales. En una palabra, me
daba en la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienestar y aun de riqueza y trabajo”. Lo prohibido.
Madrid, 1971, p. 48.
19 “Como en la Inglaterra victoriana, el toque está en hacer y no decir –y sobre todo, en hacer sin dejarse
atrapar los dedos, pues ¡ay del que haga un mal movimiento! Esta hipocresía se complicaba aún en España
con todas las cuestiones suscitadas por los debates sobre la unidad religiosa, y por el hecho, creo que único
en la Europa de aquellos días, de que los mismos que procuraban una liberalización de la vida civil y una
modernización de la vida religiosa fuesen más puritanos que nadie, por sentirse moralmente superiores al
clero o porque le tomaran gusto a aquello del imperativo categórico –que, por lo visto, en España coincidía
en todo con el sexto mandamiento. El que haya leído de Clarín o de Revilla pasajes en que anatemizan la
“inmoralidad” de alguien [...], sabe a que atenerse respecto a aquel medio malsano, y cómo estos
izquierdistas perdieron una gran ocasión de airearlo y hacer respirable su atmósfera” J.F. FERNÁNDEZ
MONTESINOS, Introducción a Lo prohibido. Madrid, 1971, p.29.
20 “...en algún pequeño grupo hacían crónica personal algo escandalosa, y en otro se hablaba de las cuestiones
más hondas, de religión, por ejemplo, que es un tema planteado en todas partes donde quiera que hay tres o
cuatro hombres, y que tiene el don de interesar mas que otra cosa alguna. Este tema, constantemente
tratado en las familias, en los corrillos de estudiantes, en las más altas cátedras, en los confesionarios, en
los palacios, en las cabañas, entre amigos, entre enemigos, con la palabra casi siempre, con el cañón
algunas veces, en todos los idiomas humanos, en los duelos de los partidos, con el lenguaje de la frivolidad,
con el de la razón, a escondidas y a las claras, con tinta, con saliva, y también con sangre, es como un
hondo murmullo que llena los aires de región a región y que jamás tiene pausa ni silencio. Basta tener un
poco de oído para percibir este incesante y angustioso soliloquio del siglo”. O. C. Novelas I, Madrid, 1975,
p.814.
21 “Es mi caso con “Nazarín”. Un cura que cree en Dios, pero que se encuentra solo, sin respetos humanos,
vestido como un peón, mezclado con pecadores y con criminales, tratado él también como el último de los
hombres, que no tiene virtudes cardinales, porque únicamente tiene las teologales. Pero esto era, más o
menos, lo que veníamos pidiendo. La revelación fue caer súbitamente en la cuenta de que el que lo pedía
era GALDÓS; y que aquello por lo que GALDÓS escandalizaba a los católicos de su tiempo era aquello
que la Iglesia de nuestro tiempo está empezando a ser; que, en definitiva, era él quien había tenido razón”.
914
J. M. GARCÍA ESCUDERO, El escándalo del cristianismo, Madrid, 1976, p. 34. “Pero ¿frente a qué fue
Galdós “sectario”? ¿Frente al catolicismo en cuanto tal o frente a lo que él, con razón o sin ella,
consideraba una politización excesiva del catolicismo, una desmedida contaminación de éste por la sed de
preeminencia social y política, en definitiva, de poder? He aquí la pregunta que –para darle la respuesta que
sea- debe hoy hacerse todo crítico honesto y sensible” P. LAÍN ENTRALGO, Más de cien españoles.
Barcelona, 1981, p. 11.
22 Acaso en ningún otro pasaje de la obra galdosiana, tan atravesada de elán castrense, llegue a alcanzar dicho
pathos la vibración y fuerza que al término de una de las escenas de la obra teatral Doña Perfecta, (1896),
cuando se identificaba absolutamente la patria con la institución militar: “Es la patria armada –dirá el
ingeniero Pepe Rey al escuchar los lejanos clarines del destacamento que se aproxima a Orbajosa para
defenderla de la guerrilla carlista-, nuestra madre, a quien adoramos, defectuosa, imperfecta, como quiera
que sea. Por ella vivimos, por ella morimos”. O.C., IV, 1976, p. 421.
23 No obstante su extensión, transcribiremos tanto el climax del ensueño como el del desencuentro: “Me
agradó mucho saber que Irene había entrado en la escuela Normal de Maestras, no por sugestión de su tía,
sino por idea propia, llevada del deseo de labrarse una posición y de no depender de nadie. Había hecho
exámenes brillantes y obtenido premios....- Pues mire Vd. cuando yo era chiquita, cuando yo iba a la
escuela, ¿sabe Vd. Lo que pensaba y cuáles eran mis ilusiones?... Pues bien: mis ilusiones eran instruirme
mucho, aprender de todas las cosas, saber lo que saben los hombres..., ¡qué tontería!.... Lo que yo aseguro a
Vd –me dijo (Irene)- es que mis deseos han sido siempre los deseos más nobles del mundo. Yo quiero ser
feliz como lo son otras.... ¿Hay alguien que no desee ser feliz? No. Pues yo he visto a otras que se han
casado con jóvenes de mérito y de buena posición. ¿Por qué no he de ser yo lo mismo? Yo se lo he pedido
a Dios, Manso. Para que me concediera esto, ¡he rezado tanto a Dios, a la Virgen...!
¡También santurrona!... Era lo que me faltaba ya para el completo desengaño... Horror del estudio;
ambición de figurar en la numerosa clase de la aristocracia ordinaria; secreto entusiasmo por cosas
triviales; devoción insana que consiste en pedir a Dios carretelas, un hotelito y saneadas rentas; pasión
exaltada, debilidad de espíritu y elasticidad de conciencia: he aquí lo que iba saliendo a medida que
dominándolas y al mismo tiempo protegiéndolas de la curiosidad, un arte incomparable para el disimulo,
arte con el cual supo mi amiga presentárseme con caracteres absolutamente contrarios a los que tenía.”.
El amigo Manso. O.C., I..., pp. 1200, 1291, 1293.
24 Un adelanto de ello en Pluma y altar en el XIX. De Galdós al cura Sta Cruz. Madrid. 1983.
25 Tras lamentar que no haya aún un estudio condigno de la importancia que la conflictividad ideológica tuvo
en el ochocientos hispano, se reparará en que uno de los grandes aciertos de Galdós descansó precisamente
en conocer que era de la contraposición de las ideas y no en la de los intereses donde nacían las tensiones y
pugnas doctrinales. Para que el lector acribioso pueda fácilmente evacuar la cita, no abandonaremos, a
modo de pequeña comprobación, el texto precedente: “... Abismo tan hondo, que no veo que se pueda
llenar con nada de este mundo. ¡No, Pepe; entre tus ideas y las mías –(Doña Perfecta)-, entre mis creencias
y tu manera de ver la vida, la muerte, el mundo, el más allá, hay, no digo distancia, sino la inmensidad
infinita! La discordia, la repulsión, la antipatía entre tú y yo son irreductibles. Conciliar el Cielo con el
Infierno, ¡quién lo puede soñar!... (Pepe Rey) ¡Lucharemos! Tras de mí, tras de nosotros, hay una
contienda espantosa, principios contra principios. Es nuestra misma guerra en proporciones colosales. En
medio de esa lucha, pisando charcos de sangre, nos batiremos usted y yo.” Íbid, pp. 420-1. En otra obra
teatral y coetánea de la anterior, La Fiera, la crispación y antagonismo de las dos principales corrientes
ideológicas del XIX español –anverso y reverso de una misma moneda para D. Benito- no serán menores:
“Berenguer-Les detesto también, porque son tan tiranos como los de vuestro bando. Entre unos y otros
asolarán la tierra y la llenarán de sangre y ruina.
Marqués.- Ya... Cree Vd. que nuestro bando realista es una fiera, y el bando contrario otra.
Berenguer.- Creo que es una sola fiera, señor; una sola con dos cabezas. La idea exaltada y el orgullo
despótico la engendraron....
Susana.- Todos sois lo mismo, jueces y víctimas. En la conciencia de ésos, como en la vuestra, existen las
mismas negruras; en la conducta, las mismas atrocidades. Sois un solo monstruo, aunque parezcan
muchos....
Juan.- ¿Y San Valerio?
Berenguer.- ¡Muerto!... ¡Ahora tú!...
Juan.- (Desenvainando) ¡Entrégame tu vida, miserable!
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Berenguer.- La tuya quiero. (Se baten. Pausa)
Juan.- (Herido) ¡Ah!...Perro jacobino. (Se desploma. Muere)
Susana.- (Despavorida por la derecha) ¡Ah! ¡Vives! (Abraza a Berenguer)
Berenguer.- (Delirante, mirando a uno y otro cadáver) Sí; he matado a la fiera. ¡Muertos los dos!
Susana.- Huyamos a regiones de paz.
Berenguer.- (Con desvarío) Huyamos, sí; que éstos... éstos resucitan...” Oc. IV, Madrid, 1975, pp. 466-7.
Una reflexión menos terebrante, pero no menos crítica vendrá bien para concluir de esbozar un asunto muy
recurrente en Galdós: “...procedían (los caciques y despóticos aristócratas lojeños) según la conducta y
hábitos de sus tatarabuelos, en tiempos en que no había Constituciones encuadernadas en pasta para
decorar las bibliotecas de los “centros políticos”.... Los perifollos eran códigos, leyes, reglamentos,
programas y discursos que no alteraban la condición arbitraria, inquisitorial y frailuna del hispano
temperamento” “La vuelta al mundo en la “Numancia”. O.C., III, Madrid, 1971, p.1275
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