TEORÍA DE LA PRÁCTICA, PRÁCTICA DE LA TEORÍA,
O PRÁCTICA TEÓRICA. METAFICCIONES
GALDOSIANAS
Joan Oleza
En un artículo que ahora cumplirá diez años, recogido en una de esas misceláneas críticas
que ahora fabricamos todos, aunque ésta con un excelente título, Galdós' House of Fiction,
observaba Anthony Percival desde su atalaya bibliográfica, lo que yo he escuchado más de
una vez en estos congresos de Las Palmas, que Galdós es más estudiado en Estados Unidos
que en España, que aquí, en España, no sólo hay ambigüedades y resentimientos que todavía
pesan sobre el estudio de su obra, sino que además “not many contemporary Spanish writers
bother to read him and, sad to say, he counts for little in the living literary culture”.1 Percival
se refería al período comprendido entre la mitad de los setenta y los primeros ochenta, y es
más que posible que tuviera razón. En España Galdós fue quien pagó el precio más caro por
aquel “resentimiento fundamental contra el siglo XIX burgués”, del que hablaba Hinterhäuser
(1963) comentando una declaración de Guillermo de Torre, un resentimiento que venía del
Fin de Siglo y que a través del discurso modernista de la Modernidad se prolongó hasta bien
entrados los setenta.
¿Qué se le reprochaba a Galdós? Contestaré primero con una anécdota personal. En una
entrevista para Televisión que se me hizo en la Fundación March allá por mitad de los setenta,
no recuerdo con motivo de qué exposición, el periodista me sorprendió con una pregunta que
yo no esperaba: ¿Por qué le dedica usted más atención a Clarín que a Galdós? – después me
confesaría que acababa de leer, fascinado, La Regenta. Yo le contesté a bote pronto, como
pude: por el lenguaje, dije, Clarín es escritura, Galdós resulta demasiado coloquial, tiene un
tono de tertulia que ha envejecido mal.
Probablemente no era ésta la única respuesta, aunque formaba parte. Algunos de nosotros,
pocos en relación a los que en aquellos años escogieron especialidades de Edad Media o
Siglos de Oro, y muy pocos si se comparan con los que se dedicaron al siglo XX, nos sentimos
muy poderosamente atraídos por la novela del XIX, pero entre estos pocos predominó el interés
por Clarín, la gran recuperación histórica de aquellos años. A Galdós no había que
recuperarlo, siempre había estado ahí, y sin embargo entre los que se acercaron a él primó en
buena medida el enfoque ideológico: para el régimen que fenecía Galdós sólo había podido
ser asimilado a base de desfigurar la imagen de los Episodios Nacionales; para los que
luchaban contra ese régimen, sobre todo desde fuera, Galdós se convirtió en el abanderado de
una España progresista y republicana, mientras que finalmente para otros Galdós si por un
lado era el creador de una literatura capaz de captar la realidad social de toda una época, por
el otro lo hacía, al menos durante una buena parte de su obra, de una manera tan identificada
con la mentalidad de las clases medias, que resultaba corto para las necesidades ideológicas
del momento.
Es obvio que las cosas han cambiado. Días antes de venir a Las Palmas una joven discípula
me entregó la última versión de su tesis de doctorado, ya lista para sentencia, sobre mujeres y
novelas de vanguardia. Al advertir que sobre mi mesa había papeles galdosianos me dijo,
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sonriendo: vaya, cómo te envidio, a mí lo que en realidad me gusta son las novelas de Galdós,
y no estas aburridas novelas de vanguardia.
Y comienza a aspirarse un cierto aroma galdosiano en la atmósfera literaria española, cosa
que hacía mucho tiempo que no sucedía. Ya escribí algo sobre el clima y los afanes
galdosianos de una novela como Los juegos de la edad tardía, de Luís Landero, y he sido
testigo de la pasión con que Antonio Muñoz Molina, sin duda uno de los más grandes
novelistas de la segunda mitad del siglo, reivindica a Galdós entre sus maestros. Es la voz más
clara, desde las de Max Aub, María Zambrano o Francisco Ayala, miembros de la generación
del 27, que se ha atrevido a romper el tabú.
Pero se trata de un fenómeno incipiente, que apenas ha echado a andar. Galdós sigue
siendo, predominantemente, un escritor para las aulas, un escritor cuya obra perfila más la
investigación que el mercado. Y en la investigación galdosiana desarrollada en el interior de
España los perfiles parecen bastante netos. No han faltado estudios sobre la significación de
Galdós en la historia social, política o cultural española, sobre todo entre los historiadores de
generaciones anteriores (J.Mª Jover, C.Seco Serrano, P.Faus), como no han faltado
reflexiones sobre los aspectos políticos e ideológicos de su obra, en línea con las de los años
setenta (J.L.Rodríguez Puértolas, J.A.Ferrer Benimeli, J.L.Mora García, D. Estébanez
Calderón). Incluso han asomado, aunque yo diría que sólo asomado, los estudios de género o
de imágenes de mujer (M.Mayoral, I.Fuentes...), que en los Estados Unidos han jugado un
papel tan decisivo. Tampoco han faltado estudios interesados por los Episodios Nacionales,
bien en bloque (G.Triviños) bien en estudios particularizados (Y.Arencibia, C.García Barrón,
I.García Bolta, D.Troncoso) y se han prodigado los estudios sobre el teatro a lo largo de las
diversas generaciones de estudiosos (F.Ruiz Ramón, L.García Lorenzo, A.Berenguer, J.Avila
Arellano, C. Menéndez Honrubia, J.Navarro Zubillaga, J.Rubio, I.Rubio), hasta el punto de
cambiar el estado de conocimientos en este campo. No obstante tengo la impresión de que han
sido muy escasos los esfuerzos dedicados a renovar el estudio de la narratología o de los
aspectos formales de la novela galdosiana (las dos Isabeles Román serían una excepción), y
poco relevante la aplicación de metodologías procedentes de la teoría semiótica o
postsemiótica. Si algunas corrientes teóricas se han asomado a la literatura de la restauración
con una mayor insistencia son el dialogismo bajtiniano, la historia de las mentalidades, y
sobre todo los estudios de historia de la crítica entendida como recepción, que tienen un
núcleo importante en Barcelona (A.Vilanova, A. y Mª L.Sotelo, L.Bonet).
A mi modo de ver lo que ha dominado el panorama ha sido una especie de consigna de
ceñirse a los hechos, y que se ha expresado, aparte de los estudios de recepción, por la
renovación de los estudios biográficos (P.Ortiz Armengol) y particularmente de los suscitados
por el epistolario (P.Ortiz, S.de la Nuez, C.Alonso, B.Madariaga, Varela Hervías,
A.Rodríguez), y sobre todo por la muy relevante oleada de ediciones de estudiosos que han
renovado una parte del corpus galdosiano. Éste sigue siendo uno de los campos más
productivos de la investigación galdosiana, y no sólo española, ni mucho menos, pues es
mucho lo que queda por hacer, tanto en soporte de libro como en soportes multimedia, y
puesto que incentiva una rama muy renovada de la filología, especialmente apta para la
ecdótica contemporánea, la de la llamada crítica genética, que apoyándose en materiales
previos a las ediciones de autor, como manuscritos, cartas, diarios, artículos coetáneos, etc. se
interesa menos por fijar la edición óptima, que generalmente ha sido establecida por el propio
autor, y más por el proceso de creación y los procedimientos de taller del escritor. Las
ediciones de novelas, ensayos críticos, Episodios, han concentrado lo mejor del galdosismo de
interior, desde los más veteranos a los más noveles (P.Ortiz Armengol, J.Rodríguez Puértolas,
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L.Bonet, F.Caudet, L.García Lorenzo, Y.Arencibia, A.y MªL.Sotelo, C.García Barrón,
E.Miralles, D.Troncoso, C.E.Cabrera...).
¿Por qué esta tendencia a ceñirse al texto? Una parte de la respuesta habrá que buscarla en
el cansancio de la teoría que se hace perceptible en España a mediados de los años 80.
Aquella crisis de superproducción de la que hablaba García Berrio (1989) para explicar lo que
otros preferían analizar como la crisis de la literaturidad o el agotamiento del paradigma
formalista-estructuralista-semiótico. Los años 70 fueron la década dorada de la teoría literaria
y la capitalizaron estructuralistas y semióticos, pero a mitad de los años 80, y sobre todo en
los 90, ya no había paciencia para la febril pasión de un G.Genette de bautizar procedimientos
narrativos. La reacción se canalizó, de un lado, en esta vuelta a las presencias reales de la que
hablaba G.Steiner, por esas mismas fechas (1989): el texto, pero también el autor y el lector
empíricos; del otro se decantó por una metodología histórica, que se hiciera cargo de la
pluralidad de los contextos en que se inscribe el texto, tanto intertextuales como
interdiscursivos, pero también de su gestualidad, es decir, de su enunciación y sus
pronunciamientos, muy en la línea por otra parte de una Lingüística General que viraba desde
la primacía de la fonología o de la sintaxis a la de la semántica, de la Lingüística del fonema o
de la frase a la del texto, y que desarrollaba la teoría de los speech acts, de las gramáticas
cognitivas, de la semántica intencional y pragmática, o del análisis conversacional.
Pero el giro no se debió únicamente a impulsos epistemológicos. Hubo también un factor
institucional importante, pues las transformaciones de la teoría siempre se amalgaman y
entrecruzan con las prácticas institucionales y su gestión social. En España, la Teoría literaria,
que en los 60 y en los 70, había sido competencia compartida en muchos de los
departamentos de Literatura española, pasó a emanciparse en un área de conocimiento
específica y, en bastantes casos, a requerir departamentos independientes. El principio de
división del trabajo, las ansias de crecer y los intereses particulares nos jugaron en conjunto
una mala pasada, pues el resultado fue el de unos departamentos de historia literaria
desvinculados de la teoría y otros de teoría desvinculados de la historia.
No debería olvidarse tampoco la presión del propio mercado cultural, menos interesado en
la publicación de ensayos de crítica, de escasa demanda, que en la de ediciones de clásicos,
que tienen un consumo asegurado por el sistema educativo, no pagan derechos de autor y
disponen de una mano de obra barata en el hispanismo internacional.
En Europa las situaciones son muy dispares: Francia e Italia se acercan más a la española
que Alemania o Inglaterra, con una historia muy particular de las relaciones entre teoría e
historia literarias. En Estados Unidos tengo la impresión de que la situación es exactamente
inversa a la española, me refiero siempre a los estudios de hispanística, no a los de inglés. La
expansión teórica no se detiene en la frontera de mitad de los ochenta, sino que continúa,
produciendo oleadas sucesivas y en ocasiones simultáneas, con conflictos frontales pero
también con amalgamas y complicidades a veces sorprendentes, de postestructuralismo
francés y de deconstruccionismo reteorizado, de Reader-Response Criticism, de feminismo,
de New Historicism o de Cultural Studies.
Por otra parte, el tipo de enseñanza de postgrado que predomina en las universidades
norteamericanas quizás tienda a primar el estudio del texto sobre el de la historia literaria,
propiciando ese interés prevalente por los métodos de análisis o de crítica sincrónica, que
pueden reflejarse directamente en clase. El mercado del libro tampoco presiona tanto en
beneficio de las ediciones de clásicos, como no sea en traducción, y en cambio aporta una
envidiable tradición anglosajona de libro académico y a la vez comercial que hace incluso
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más fácil publicar un libro de crítica literaria sobre Galdós en Estados Unidos que en España.
Un factor que debe influir necesariamente en los modos de enfrentar la enseñanza de la
literatura a uno y otro lado del Atlántico es la presión de otro gran mercado, el mercado
profesional. El sistema de acceso a la Universidad, en España, con sus oposiciones y su
vinculación casi familiar entre profesor y universidad de formación, tiende a asegurar una
reproducción del conocimiento más acumulativa y estable, aunque también más conservadora.
El mercado profesional en Estados Unidos, con sus formas muy libres y competitivas de
contratación, propicia un consumo mucho más activo, y por tanto volátil, de métodos y teorías
que imagino que permitirán competir mejor cuanto más se adaptan a la cambiante demanda
del mercado.
No despreciaría yo otro factor de diferenciación, de índole histórica. Desde finales de la
guerra civil la Universidad ha jugado en España un papel de agente en el conjunto social, que
todavía no ha concluido, sino que se renueva constantemente en el estado de las autonomías.
El profesor puede ser un especialista, y únicamente un especialista, pero entre sus
posibilidades se da también la de intervenir activamente en la actualidad a través de la
política, el periodismo, la creación, la crítica literaria de actualidad, o en general el activismo
cultural. Desde fuera, y como profesor visitante, a menudo he tenido la impresión de que en
Estados Unidos, con una tradición de especialización mucho más asentada, con unas
universidades arcádicas y autosuficientes, apartadas en muchos casos del gran entorno
urbano, dotadas de formidables bibliotecas y de condiciones de trabajo privilegiadas, el
profesor se convierte fundamentalmente, y salvo excepciones, en un scholar, un académico,
diríamos aquí. Y esta condición social del profesor tiene por fuerza que dejar su huella en sus
actitudes teóricas. Es más difícil asumir una práctica teórica autónoma en quien se identifica a
sí mismo como intelectual y participa activamente de conflictos sociales no literarios o no
teóricos que en quien percibe muy lejos de sus propias experiencias toda forma de activismo
social. Es curioso observar que las nuevas condiciones sociales de los años noventa, con la
entrada en contacto, a menudo conflictivo, de comunidades de identidad nacional, cultural o
étnica muy diferente, tanto en Europa como en Estados Unidos, así como la extensión a la
teoría y a la historia de la lucha de las mujeres por una plena igualdad, ha aportado causas
para la implicación de los universitarios en la dinámica social, y ha provocado giros
consecuentes en el pensamiento teórico.
En todo caso, no querría acabar sin abordar un tema que, ya sin distinción de países, afecta
a la relación entre conocimiento literario y teoría. Hay una “teoría de la práctica analítica” que
raramente se da en territorios como el del galdosismo, que generalmente adopta y adapta la
teoría nacida en otros lugares. No tendría por qué ser así, pero ocurre que lo es. Prevalece en
cambio en los estudios galdosianos todo lo contrario, una “práctica de la teoría” que en
demasiadas ocasiones tiene una base teórica extremadamente pobre. Tómese a un célebre
teórico, que uno elige en función de lo que más se cita, léase una recopilación de su
pensamiento o de sus artículos si se tiene a mano, y si no alguno de sus libros, subráyese bien
y después aplíquese. Convertido así en un nuevo Dante, llevado de la mano del
correspondiente Virgilio, uno lleva a cabo la exploración de una obra concreta, al menos de
una detrás de otra, no vaya a amontonarse el trabajo. El resultado es que se invierte el
recorrido: Dante comienza en el infierno y acaba en el paraíso, nuestro estudioso comienza en
el cielo de la teoría y acaba en el limbo de la práctica. En unos años, además, se puede
recorrer un buen camino, no les quepa duda. Por ejemplo, y si uno es bastante mayor,
empezar de la mano de Northorp Frye y sus arquetipos, continuar de la de Lévi-Strauss, pasar
luego a Julia Kristeva, a Michael Riffaterre o a Humberto Eco, después tocan Jacques Lacan,
Paul de Man o el último Barthes, para acabar con Foucault, con Edward Said o con Gayatri
Chakravorty Spivak, haciendo una paradita en Bajtin. Es comprensible que nadie haga todo el
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recorrido y que escoja cuidadosamente su trayecto, pero no es menos cierto que el resultado
es muchas veces aquél que comenta Raman Selden a propósito de Sarrasine, de Balzac,
analizada por Barthes, que no parece un relato de Balzac sino de Apollinaire. En estos
ensayos se escucha una y otra vez un vocabulario de escuela, que llega a aburrir de puro
repetido, y tan pronto todo son subversiones y transgresiones del sentido y de la referencia
como diseminaciones, deconstrucciones, metaficciones, imaginario, orden simbólico, género,
polifonía, especularizaciones, o juegos de lenguaje. En general, una base teórica pobre
empuja a una práctica dócil, escolar, aquiescente –lo contrario de aquello a lo que debe aspirar
la teoría– una práctica más atenta a ilustrar lo que se ha asimilado que a observar la resistencia
del texto, su diferencia, y, sobre todo cuando no pertenece a nuestra época, como son los de
Galdós, su otredad.
El derecho del lector-crítico a apropiarse del texto sólo se convierte en ilimitado cuando se
desprecia la historia y sus discontinuidades, o lo real y sus diferencias, en un ejercicio
autocomplaciente de onanismo literario. Alan Sokal y Jean Bricmont (1998), dos físicos, se
burlaron en páginas brillantemente paródicas de las “imposturas intelectuales” de lo que ellos
llamaron “el relativismo epistémico”, según el cual el conocimiento científico de lo real no
existe más que como narración o construcción del sujeto. No todo vale ni todo puede ser
dicho tomando como coartada a Galdós: la riqueza de perspectivas a la que la teoría empuja
encuentra un límite, a mi modo de ver infranqueable, en el reconocimiento de que Galdós no
es uno de nosotros, y que convertirlo en uno de nosotros es un ejercicio de dominación. Por
eso, yo prefiero a la práctica de la teoría la práctica teórica, aquélla que hace de la teoría una
parte substancial de la práctica, pero que no la desliga de ella ni de la presencia material,
desafiante e incitadora, del territorio concreto, de los textos y discursos sobre los que trabaja.
Unas y otras, “teoría de la práctica, práctica de la teoría, o práctica teórica”, son
metaficciones, discursos sobre la ficción, pero unas son más ficciones que otras.
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NOTAS
1 Percival, Anthony (1991), Recent Currents in Galdós' Studies, en Clarke, A.H. y Rodgers E, eds. (1991).
Galdós' House of Fiction. Llangrannog. Dolphin Books. Dado el carácter de debate entre especialistas que
tiene esta ocasión no explicitaré las referencias bibliográficas, que se supone bien conocidas por los
oyentes.
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