LA TEORÍA LITERARIA
EN EL HISPANISMO INTERNACIONAL
José María Pozuelo Yvancos
Celebro la iniciativa de los organizadores de este Congreso galdosiano, cuya hospitalidad
agradezco, de dedicar una sesión a las relaciones entre teoría e historia. Ciertamente esa
iniciativa es más importante en el momento actual, en que se ha producido el que he definido
en otro lugar como principal cambio de paradigma en los estudios literarios de Occidente,
toda vez que los dos anteriores cambios producidos en el siglo XX, el del formalismo y el de la
estética de la recepción, se dieron en el seno del mismo circuito y ámbito epistemológico:
quiero decir que la teoría formalista-estructuralista (que hizo recaer su énfasis en las retóricas
textuales) y la estética de la recepción supusieron pivotes ofrecidos en la relación
hermenéutica con un objeto ya definido, el texto literario, de cuya administración,
constitución histórica y relación con las comunidades interpretativas apenas se hablaba.
Como he intentado mostrar en mi reciente libro sobre ese asunto (J.M.Pozuelo-
J.M.Aradra:Teoría del canon y literatura española) la centralidad obtenida hoy por los
debates en torno al canon literario tiene una doble virtualidad: primeramente la de comunicar
necesariamente la teoría y la historia literaria. Frente a quienes han definido la canonicidad
desde posiciones esencialistas, universalizadoras y a-históricas, basadas en una extensión del
principio romántico de originalidad creadora, defendí una descripción polisistémica de la
canonicidad al realizarse en estructuras históricas y movedizas donde la mirada, esto es el
saber y sus condiciones epistemológicas, formaba parte indispensable del cuadro, de modo
que los “estados de cosas” no eran ya solo y principlamente textos, sino corpus seleccionados
de ellos desde una comunidad científica y social con sus propias necesidades y supuestos. De
esa manera la textualidad forma parte del campo interpretativo y eso otorga la dimensión
histórica e ideológica de la constitución del campo una dimensión privilegiada. Y obliga
ciertamente a concebir la teoría y sus estrategias interpretativas en el seno de su propia
historia y en relación con la Historia misma, que ayuda a constituir y consagrar.
He elegido conscientemente un término, el de campo, que está marcado, y que prefiero al
de “comunidad interpretativa” o el de “institución lectora”, que son sinécdoques de él.
Veamos el modo que lo define por ejemplo Wlad Godzich en su libro Teoría literaria y
crítica de la cultura (Madrid, Cátedra, 1998) quien dice:
Lo que acontece en el juicio estético no es un evento singular sino la demarcación de
un campo en cuyo interior los sujetos se constituyen como entidades que habitan un
determinado conjunto de condiciones espacio-temporales, de tal modo que éstas
definen su comunidad, o como lo denominaría Heiddegger , su destino... Definida de
esta manera la noción de campo se vuelve prioritaria con respecto a las nociones de
objeto y sujeto cognitivos, para no mencionar la teoría. Es una condición de
posibilidad para la elaboración de estas nociones, que, de este modo se
interrelacionan para constituir la dimensión cognitiva de la cultura delimitada por el
campo. Dentro de esta cultura se construye el aparato de conocimiento y se le
asignan los papeles a las disciplinas.
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La teoría de hoy vive plegada fundamentalmente a las condiciones de constitución de este
campo como espacio de conocimiento literario. La Teoría es el campo en el que una obra
literaria opera y actúa, y delimita las condiciones del sujeto cognitivo y al mimo tiempo de la
propia obra como objeto, en la esfera de la actividad de esa comunidad histórica. Es en este
contexto de definición del campo donde deben integrarse la mayor parte de los debates
actuales en teoría literaria y Literatura Comparada.
Este nuevo objeto de estudio ha provocado un desplazamiento de la Teoría Literaria y de
la Literatura Comparada hacia las esferas político institucionales de su propia constitución.
Elegir una Teoría no es solamente elegir un instrumental metodológico para un objeto
definido e incuestionado, sino elegir sobre todo un lugar desde el que definir ese objeto. La
evidencia de que el objeto literario es una consecuencia de un lugar teórico previo ha
provocado que el campo de la Teoría como lugar epistemológico y político sea el principal
punto del debate actual.
Pero si es importante esta actual definición del campo interpretativo como nuevo sujeto de
la teoría y de la Historia literaria es porque todavía permanece siendo flagrante un déficit que
los estudios literarios arrastran desde el triunfo del positivismo y es oportuno decirlo en el
contexto de un Congreso dedicado a Galdós. Me refiero a un déficit por el que la Teoría y la
Historia literaria están todavía administrando las consecuencias del profundo divorcio que las
llegó a definir como dos ámbitos disciplinarios no sólo incomunicados sino incluso, en los
menos inteligentes de sus adminstradores en una y otra orilla, enfrentados. No tengo
necesidad de recordarles cómo en los inicios programáticos de los tres movimientos que
contituyeron el acta de nacimiento de la moderna teoría literaria, el Formalismo ruso, la
Estilística y el “new criticism”, se encontraba el divorcio para con los supuestos de una
historia literaria que comenzó a caminar su propio camino solitario, imponiendo tal divorcio a
las comunidades científicas casos de flagrante anacronismo.
Pondré un ejemplo pertinente al contexto de un congreso galdosiano, en la medida en que
podamos extraer de él algunas consecuencias que nos ayuden a revisar los lugares
interpretativos comunes de teóricos e historiadores en relación con la literatura del siglo XIX en
general y de Galdós en particular. Me refiero a la controvertida noción y categoría histórica de
realismo. Es categoría que en sí misma implica una convergencia necesaria de teoría e
historia, que sin embargo se ha evitado. Porque no cabe duda de que las relaciones de la
literatura y la realidad impregnaron desde la constitución misma del concepto de mímesis
toda la estética, pero al mismo tiempo una cosa fue la tradición poética y retórica de las
poéticas y preceptivas escolares que en el siglo XIX fueron muy autistas y plegadas a una
repetición de tópicos aristotélicos y otra muy distinta el profundo debate histórico que los
autores del XIX, principalmente los novelistas, tuvieron que librar en el quicio mismo de un
cambio fundamental de los modelos epistemológicos, puesto que ese quicio es una frontera
donde convivían el positivismo, el krausismo, y el movimiento espiritualista finisecular que
removió la literatura de Tolstoi, y que de modo tan perspicaz ha estudiado mi compañero de
mesa Joan Oleza.
Para comprobar las consecuencias de ese divorcio y referido a la categoría del realismo
basta con revisar por un lado los tratados generales de teoría de la literatura publicados en los
últimos años en el ámbito del hispanismo. Salvo excepciones, que puedo desconocer, suelen
limitarse o bien a repetir la consabida consagración de las teorías miméticas del aristotelismo
o bien a poner énfasis en los clásicos componentes de un realismo genético, bien en la versión
de Auerbach o en la de Luckács. Pero todavía éstas dos últimas versiones, en la medida en
que se articularon teniendo en cuenta parcialmente en el caso de Auerbach textos en que la
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novela del XIX obtenía protagonismo, son menos flagrantes que el divorcio acentuado en la
teoría literaria posterior, ya en dimensiones escandalosas, a partir del interés que la
Pragmática de la Literatura tuvo por dirimir la cuestión de la Ficcionalidad. La importante
bibliografía que hube de recorrer para configurar un estado de la cuestión de la ficcionalidad
en la teoría literaria contemporánea, cuando escribí mi Poética de la ficción (1993) pivotaba
sus pricipales diagnósticos en el escenario de dos alternativas principalmente: a) las teorías
fenomenológicas de las representaciones que nutrieron, siguiendo la estela de Ingarden, las
propuestas primero de Kate Hamburger, y después de una Bárbara Hernstein Smith o de un
Félix Martínez Bonati y b) las teorías provenientes de la Filosofía analítica que cuajaron en
las propuestas de los filósofos del lenguaje que dirimieron la cuestión ficcional en los
términos del debate en torno a los speech acts.
Pese a la intervención crítica de Derrida respecto de Searle, el estatuto de la ficcionalidad
se planteó como una cuestión en el seno del circuito semiótico, aquejado de un profundo
inmanentismo de la comunicación semiótica como propuesta intencional de un sujeto en una
situación dada, y de un acusado logocentrismo. El Genette de Fiction y dicción, el Umberto
Eco de Seis paseos por los bosques narrativos, el Lubomir Dolezel de los mundos posibles,
alcanzaron ciertamente estadios sofisticados del debate de la relación entre signo y realidad,
pero acentuaron el divorcio para con la gran discusión que las poéticas de la novela de
mediados del siglo XIX habían puesto sobre la mesa en el caso del realismo y el naturalismo.
Y el caso es que los hoy denostados teóricos de la Literatura Comparada como son Harry
Levin y Rene Wellek en 1954, habían advertido al reseñar el libro de Auerbach, sobre el
anacronismo que suponía edificar un concepto de Mímesis como “no problemático”
precisamente por haberse edificado sobre una textualidad al margen de las definiciones
históricas de la categoría del realismo en relación con los movimientos sociales del siglo XIX,
y el carácter emancipatorio de la tradición aristocrática y la alianza con el progreso de la
burguesía, que había tenido esa categoría. Por fortuna un libro posterior como el de
Cristtopher Prendergast de 1986 (The order of Mimesis. Balzac, Stendhal, Nerval Flaubert)
no incurrió en igual anacronismo, en tanto se edificó sobre las poéticas de los propios
novelistas.
De haberse tenido en cuenta, por acabar con un ejemplo muy concreto, los materiales de
discusión que pusieron sobre la mesa nuestros novelistas, que decían no tener ninguna
pretensión teórica, como Galdós reconocía tanto en su juvenil ensayo “Observaciones sobre la
novela contemporánea en España” como en su contrapunto maduro del discurso académico
“La sociedad presente como materia novelable”, de haberse tenido en cuenta, insisto, los
matices riquísimos que tuvo el debate en torno al realismo que aportaron los escritores
españoles en el final del XIX, quizá podríamos los teóricos saber leer de otro modo cuando
estudiamos las propuestas metodológicas de Gombrich, o la extensión que Nelson Goodman
ha hecho de ellas al terreno literario. Si Nelson Goodman proclama que la naturaleza es un
producto del arte y del discurso determinado por el sistema de representación normal de una
cultura dada o de una persona en un tiempo dado (N. Goodman: Los lenguajes del arte,
p. 52), si Benjamin Harsaw no ha dicho otra cosa en su propuesta de los “Internal Fields of
Reference” y nos han parecido esas dos teorías construcciones importantes e hitos sucesivos
en las discusiones sobre teoría, deberíamos haber conocido que tales apuestas pueden verse
ilustradas y ampliamente debatidas un siglo antes, con la apuesta de Zola sobre la obra de arte
como “trozo de creación visto a través de un temperamento”, del concepto de Clarín, aplicado
precisamente a Galdós de “realismo tendencioso” contrapuesto a una llamada “regla de la
impersonalidad” promovida por Flaubert, o de que la profunda relación habida entre las
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propuestas del realismo y la pintura estudiadas por Lyssorgues hicieron nacer un énfasis sobre
la perspectiva.
Concluyo: el envite que más importante me parece es recuperar la problematicidad que el
campo de estudio tuvo en sus propios orígenes y que las categorizaciones generalistas que
edificó la Historiografía y que los manuales han perpetuado, como una sucesión histórica en
la que al “Realismo” sigue el “Naturalismo” y contrapuestas a ellas y situado casi en sus
antípodas, el Modernismo. Las necesidades pedagógicas que categorizan periodos adaptados a
sus condiciones de clarificación están situando la realidad literaria donde nunca estuvo,
simplificando tanto la Historia, alejándola tanto de las poéticas y de las condiciones de su
ideología, que puede llevar a cualquier alumno nuestro a sentirse satisfecho, y reconfortado
con la sola adscripción de Galdós al realismo, sin advertir que el autor que nos ha convocado
recorrió problemáticamente todos los escenarios y desafíos teóricos de su tiempo. Aunque lo
remitió a una virtud de su ingenio y debía haberlo hecho a las condiciones de un discurso
proteico, permeable al conflicto y a las encrucijadas ideológicas de la modernidad, sigue
siendo un desafío estudiar esta frase de Clarín referida a Galdós: “Galdós, por impulsos
espontáneos de su ingenio ha recorrido en su larga historia poética etapas distintas, que
corresponden a los grandes movimientos de la literatura moderna”.
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