CLAUSURA EXPOSICIÓN “ELECTRA DE PÉREZ

GALDÓS. CIEN AÑOS DE SU ESTRENO”

CIEN AÑOS DESPUÉS: SOBRE ELECTRA

José Carlos Mainer

No es fácil decir algo nuevo sobre Electra. La historia de su agitado estreno la han relatado

Inman Fox, Josette Blanquat y Elena Catena,1 entre otros, y ocupa lugar relevante tanto en el

libro de Benito Madariaga que reseña los años santanderinos de Galdós, como en las

biografías de Chonon H. Berkowitz y Pedro Ortiz Armengol y en la monografía de Fernando

Hidalgo, “Electra” en Sevilla, que tiene el mérito de darnos bastante más de lo que ofrece su

título2... Alan Sacket y Ángel Berenguer han revisado la recepción del teatro galdosiano y, por

supuesto, han dedicado especial atención a nuestro drama que tampoco está ausente, ni mucho

menos, de la renovada atención a los estudios del teatro galdosiano.3

Quienes me hicieron el alto honor de solicitar mi intervención en el VII Congreso

Galdosiano, buscaban otra cosa: la conmemoración de un acontecimiento que fue

trascendental en la vida y la obra del escritor, pero que también lo fue en la España de su

tiempo. Conmemorar no es, o no debe ser, cuando menos, un acto protocolario más:

recordamos en común –esto es, con-memoramos– lo que tácitamente se considera que aún

está vivo. Y lo hacemos, en este caso, porque creemos que todavía tiene sentido la emoción

que hace un siglo sintieron los asistentes al estreno de Electra. Sabemos que abrió un capítulo

en la biografía del autor que, más que nunca, supo del peso de su condición de “escritor

nacional”. A la vista de algún ejemplar de la edición de Electra (el primero que yo descubrí y

leí estaba en la biblioteca de mi abuelo, un almacenista de aceites de horizontes intelectuales

bastante limitados), podemos todavía conjeturar la pasión que hizo agotarse, uno tras otro, los

muchos millares que fueron editados. Inevitablemente, nos viene a la memoria la efímera

revista que se llamó Electra y en la que escribieron aquellos que empezaban a llamarse

intelectuales y de quienes Joan Maragall, en febrero de aquel año, diría que formaban una

nueva “generación”, bien ajeno a que los manuales iban a llamarla “generación del 98”.4 Y

podemos recordar, por ejemplo, el empecinamiento de aquel buen ciudadano de Valencia,

votante blasquista sin duda, de quien el periódico El Pueblo contaba que no había podido

inscribir a su hija recién nacida con el nombre de Electra. Ni siquiera sabía aquel enternecedor

partidario que podía haber sido más fiel a su pasión galdosiana llamando Eleuteria a su

retoño. Ignoramos si por fin logró su propósito... Y, por ende, tampoco sabemos si aquella

posible Electra –que cumpliría sus treinta y ocho en 1939, seguramente ya madre de familia–

hubo de afrontar los riesgos ciertos que, a la fecha, entrañaba llamarse Germinal, Libertad... o

Electra.

Galdós y el Teatro

La relación de Galdós con el teatro es un objeto de estudio fascinante, más allá del valor y

de la huella de la veintena larga de obras que llevó a las tablas. Aparentemente, en su

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insistencia en la dramaturgia había algo de masoquismo... Tras el escocedor fracaso de Los

condenados, le escribía a María Guerrero, actriz muy joven, no poco coqueta y bastante

calculadora, para la que pensaba crear el personaje central de Voluntad: “No voy al estreno de

Los condenados, ni a ningún estreno, porque sepa V. que odio el teatro, y el público, y el

cráter, y los cómicos, y cuanto con el teatro y ese arte se relaciona”.5 La afirmación es del 22

de junio de 1895 pero apenas un mes después, el 25 de julio, insiste en su inquina mientras da

los últimos toques a la comedia prometida: “Los dichosos peligros del teatro y los exagerados

miramientos y trasacciones con el público casi siempre compuesto de imbéciles, ya me van

cargando a mí y ello será causa de que yo abandone definitivamente un arte de mentiras y

tontería en que todo es convencional y fuera de la realidad de la vida. En todo el mundo hay

progreso, y progreso educativo. En el arte dramático no, y parece que el público es cada día

más tonto y más infantil”.6

Es obvio recordar, sin embargo, que Galdós no dejó el teatro y que su último estreno,

Santa Juana de Castilla, apenas antecede en dos años la fecha de su muerte. Pero también es

cierto que Electra llegó a las tablas tras un larga ausencia de ellas. El 28 de enero de 1896

había llevado a la escena una adaptación de Doña Perfecta, que tuvo un éxito halagador.

Galdós reavivaba los rescoldos de aquella hoguera anticarlista, anticaciquil y laicista que

había alumbrado la novela de 1876, cuando –veinte años después– le parecía que volvían

amenazadores los fantasmas de los inicios de la Restauración: la guerra abierta del Norte, la

ambigua actitud de buena parte del clero español y la inclinación de los neocatólicos por el

canovismo. Y el 23 de diciembre del mismo año estrenó La fiera, una obra que abordaba

directamente el primer conflicto carlista pero que tuvo muy mala acogida, según recoge el

puntual Sackett. Galdós se había sentido profundamente agraviado por el fracaso de Los

condenados, en 1894, y respiró por la herida en forma de un prólogo que dice algo sobre los

vagos propósitos de su teatro pero que es muy elocuente con respecto a lo que exige del

público y de la crítica. Lo que no logró el desastre del 94, lo produjo el descalabro menor de

1896. Cinco años después, sin embargo, Galdós volvería a la escena con otra obra, renunciaba

al tono de comedia ligera de Voluntad y rescataba el tono político de los dos estrenos de 1896.

¿Cómo fueron posibles esas muestras de aversión por un género al que dedicó tanto tiempo

y esfuerzos? Las razones son variadas y siempre de peso. Hay una de naturaleza mercantil (el

teatro daba dinero o traía expectativas razonables de ganarlo) a la que no podía ser indiferente

un escritor siempre metido en gastos y más pródigo y mal administrador de lo que debiera.

Pero hay otros motivos mucho menos interesados. El teatro fue, en primer lugar, el género de

su juventud, el que consagraba con rapidez vertiginosa, el que se vivía intensamente como

institución en los ensayos, los estrenos, las redacciones de los periódicos y las tertulias. Era la

expresión privilegiada de muchas formas de la sociabilidad decimonónica y, en cierto modo,

la carrera literaria por antonomasia. Lo que quiere ser el Alejandro Miquis de El doctor

Centeno es dramaturgo: “Tenía tres dramas, ya desechados por su propio criterio, y uno

flamante, nuevecito, que era su sueño, su gloria, su ambición, sus amores”. El grande Osuna,

que es su título, es un engendro que convierte al famoso amigo de Quevedo en precursor de la

unidad italiana y que, de paso, “iba a reformar el teatro; a resucitar, con el estro de Calderón,

las energías poderosas del arte nacional”.7 No lo ha de lograr, como tampoco lo consigue el

astrónomo Ruiz, otro dramaturgo frustrado. Y cuando en el entierro de Miquis, don José Ido

del Sagrario desgrana su último epitafio (“ser hombre-poema en esta edad prosaica),

aprovecha también para notificar a sus amigos que va a convertirse en folletinista, “literatura

harto fácil de componer y más fácil de colocar”.8

A Galdós todavía le escocía, sin duda, la resistencia de los públicos hacia una literatura

hondamente realista y su debilidad por aquélla en que la pluma del escritor “se ha de mojar en

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la ambrosía de la mentira hermosa, y no en el caldo de la horrible verdad”. En la novela o en

el teatro, la pasión de su vida fue aclimatar un realismo crítico en España y ser fiel al triple

lema “Ars. Natura. Veritas” que rodeaba la figura de una esfinge en su conocido emblema

personal: lo logró en la narrativa pero, sin duda, echó de menos en el relato la verdad de la

voz humana. Y con el tiempo, sus reflexiones acerca del punto de vista narrativo y su

búsqueda de la veracidad psicológica de los personajes le llevaron a la progresiva inserción de

diálogos exentos y a un uso intenso de estilo indirecto libre en sus novelas y, al cabo, a la

novela dialogada, singular híbrido en el que pesó no poco su admiración por Shakespeare. En

el cuarto de los sagaces artículos que Pardo Bazán dedicó al estreno de Realidad, publicados

en el número 16 del Nuevo Teatro Crítico, abordó el problema de acuerdo con su conocida

profesión de fe “nominalista y darwinista” en estética: “A principios (de siglo) cuando la

lírica era la gran forma expresiva del sentimiento general en el arte, la lírica dominó en la

escena, y a su predominio se debe el teatro romántico. Desde mediados del siglo, la savia

artística y la electricidad intelectual se han acumulado en la novela; llegó el momento en que

el teatro le rinda parias y sufra su influjo también” y debe llegar el día en que “se fundan dos

personalidades al parecer inconciliables, el lector y el espectador, y se pongan de acuerdo la

sensibilidad y la inteligencia”.9 En eso estaba Galdós, como debía saber muy bien la Pardo, y

esa fue la segunda de sus razones de acercamiento a lo teatral. Pero todavía hay una tercera:

su progresiva fascinación por los personajes femeninos, entendidos como motores de

renovación social y reveladores de nuevos rumbos de la vida colectiva. Aquellas heroínas

–desde Victoria Moncada en La loca de la casa y Rosario de San Quintín en La de San

Quintín a la Mariucha de 1903 y Casandra de 1910– se concibieron, sin duda, de forma muy

plástica, encarnadas en las más atractivas actrices que conocía y moviéndose en un escenario

adecuado donde se consumara el hundimiento del mundo antiguo y se alumbrara el nuevo. La

tendencia de Galdós a la simbolización tuvo como innere form la escenificación y como

horizonte referencial –sobre eso volveré luego– la armonía musical.

Para un escritor consagrado, como lo era Galdós en el primer año del siglo pasado, la

angustia de la página en blanco significaba mucho más que para un principante. Había una

expectativa previa en torno a su obra y cada decisión que tomaba estaba inevitablemente

determinada por un público potencial, o por el recuerdo de la repercusión de una obra

anterior. No era una sensación desagradable, sin duda, pero debió generar momentos de

inseguridad. Y por eso un montón de amigos y parientes se convierten en confidentes y en

jueces más o menos benévolos, si no en portadores oficiosos de la noticia que, de ese modo,

llegará a las redacciones de los periódicos: “El autor ha empezado nueva obra...”.

Al respecto, es inevitable recordar las circunstancias vitales en que Galdós escribió

Electra. Lo hizo en lugar y tiempo propicios: en el verano de 1900 y en la finca santanderina

“La de San Quintín”, cuyo nombre le recordaba sus buenos ingresos como dramaturgo y que

además había arreglado y decorado con la esplendidez que correspondía a un gran escritor

europeo de su tiempo. La escribe a la vez que remata Bodas reales –el “Episodio Nacional”

de turno– y es muy consciente de que la nueva pieza teatral va a traer cola: como escribe a su

amigo Tolosa Latour el 30 de agosto de 1901, tiene “mucha miga; más miga quizá de la que

conviene”.10 Por lo demás, su horizonte familiar se presenta más tranquilo ya que ha roto con

Concha (o Ruth) Morell, la desparpajada amante que puso su granito de arena en el fracaso de

Gerona, y a la ruptura han contribuído de modo decisivo las gestiones encargadas al joven

José de Cubas por el poco galante y un tanto cobarde Galdós. El drama nuevo es, por otro

lado, un encargo de Federico Balart, para el Teatro Español; rompe así su lealtad a la

compañía del Teatro de la Comedia, pero no ha conseguido que la obra complazca al

matrimonio Fernando Díaz de Mendoza-María Guerrero. Pero tiene a su servicio una troupe

igualmente experimentada: la estrenó la compañía de Francisco Fuentes y Ricardo Valero

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(que hicieron, respectivamente, los papeles de Máximo y Pantoja) y la muy joven Matilde

Moreno fue una eficaz y alabada Electra.

Trabajando en Electra

El otoño en Madrid debió ser momento de lecturas, relecturas, ajustes... Y de ver con los

ojos de la imaginación una Electra puesta en pie. La hemos leído muchas veces pero no es

fácil que nadie haya visto representar esa obra que hoy resultaría demasiado prolija,

excesivamente poblada de situaciones verbales (relaciones entre personajes, anécdotas de los

mismos, comentarios...) que carecen de correlato escénico, parlamentos de retórica muy poco

realista y movimientos escénicos de excesivo convencionalismo. Pero así la vieron nuestros

abuelos y así la debió imaginar Galdós. Para ponerse en su lugar, quizá convenga dejar el

texto literario por un momento y leer la obra a través de sus didascalias: ellas nos ayudarán a

entender los porqués de una teatralidad singular y a precisar los propósitos y las esperanzas de

Galdós.

Muchos elementos escénicos los tenía ya muy ensayados y debieron ser familiares a sus

espectadores: por ejemplo, las reminiscencias operísticas que tuvieron siempre sus

concepciones dramáticas. A Galdós le gustaba la ópera pero, cuando lo repetimos, no sé si

alcanzamos a expresar todo lo que aquella devoción significaba para un hombre del siglo XIX

que tenía además algunos conocimientos de música. La ópera era la fusión de la música

(cualquier sensibilidad decimonónica hubiera repetido, con Kant o Schopenhauer, que aquella

era la forma suprema de expresión artística) con el texto y la escenografía: una fascinación

múltiple en la que siguió vivo, por mucho tiempo, el ensueño romántico. Como en ninguna

otra práctica artística... Sólo a un entusiasta de la ópera se le pudo ocurrir que el triste

apelativo de los “Miau” viniera del remoquete que la crueldad ajena dio al trío de Pura,

Milagros y Abelarda que acudían al paraíso del Teatro Real. Y hacer que Milagros hubiera

cantado: con su “voz aguda de soprano” había subido a aquel mismo escenario que ahora

contemplaba tan lejos para interpretar una Adalgissa (que es el segundo papel femenino de

Norma, de Bellini), aunque se ajustaba mejor a la “Gilda, de La traviatta” (curioso error de

Galdós: Gilda es la hija del jorobado, personaje femenino principal de Rigoletto; La Traviatta

se llama Violeta).

De todas las reminiscencias operísticas de la mise en scène soñada por Galdós hay dos muy

relevantes: la presencia de “escenas de la locura” (scene di follia) en los momentos más

dramáticos del papel de las actrices y la asociación de la música a los ápices de la trama

dramática. Como a todo entusiasta de la ópera le interesaron aquellas exhibiciones vocales, a

medias entre el recitativo y lo arioso, que fueron parte fundamental del prestigio mítico de las

grandes sopranos. En su artículo “La Patti en Madrid” (que forma parte de las “Revistas de la

Semana”, escritas en 1865 para La Nación), ya le llamó la atención el andante de La

sonnambula, de Bellini, en el tercer acto (“¡qué candor, qué modestia, que castidad respira

aquel canto imperceptible envuelto en las sombras del sueño! Aquello es la virginidad

cantada”).11 Pero, tras la semana santa de ese año, la Patti cantó la Luzia de Lammemoor y al

joven escritor le fascinó, como no podía ser menos, la “escena de la locura”. Es la más

ejemplar de todas las que registra el repertorio (aunque hay otras muy hermosas: en el acto II

de I puritani, de Vincenzo Bellini, cuando Elvira, abandonada por Arturo, canta con su

vestido de novia puesto; en el II acto de Dinorah, de Meyerbeer, cuando la muchacha se cree

abandonada por su novio Hoël; en el IV acto del Hamlet, de Ambroise Thomas, cuando

Ofelia conoce el desvío de su amado) y la Patti era la mejor cantante del momento: “Se

necesita oirle el andante del tercer acto para formarse idea de lo que puede una organización

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humana interpretando esa divina página, quizá la mejor que salió de mano del ilustre

Donnizetti”.12

No es difícil hallar escenas galdosianas inspiradas por ese paradigma escénico, de efecto

seguro: en la escena IX, del acto III de Gerona, Josefina aparece buscando a su marido y

caminando como una sonámbula sobre un parapeto. En la escena anterior se ha interpretado la

famosa sardana que Felipe Pedrell compuso para la obra de su amigo y la actriz –señala la

acotación correspondiente– se presenta con el “vestido desgarrado, el cabello en desorden,

macilento el rostro”. Y mientras dura su parlamento incoherente y dramático, se llena de

defensores el adarve. En la escena VIII del acto III de Los condenados, que tiene lugar en el

convento de Berdún donde ha sido recluída Salomé, la muchacha ve por última vez a su

amado José León que, como un nuevo Hernani, ha de ser entregado a la justicia que le espera.

Se oye un órgano lejano y la actriz lleva flores en el pecho, sobre el hábito que profesa. En

nuestra Electra, hay que buscar la escena XII, del acto IV, cuando la protagonista ha sabido

de labios de Pantoja que es, en realidad, la hermana de Máximo: nuevamente, Galdós la hace

llevar flores en desorden entre los cabellos y sobre el seno, mientras desvaría.

Tampoco faltaron en las obras de Galdós los efectos musicales. He aludido de pasada a la

sardana de Gerona, quizá lo más perdurable del desastrado estreno de 1893, pero el más

hermoso de los raptos filarmónicos galdosianos aún se haría esperar: el acto IV y último de

Amor y ciencia (1905) se abre con una didascalia raramente extensa que obliga a convertir el

escenario en un jardín y a que, a telón corrido, “el coro, con voces de hombres, mujeres y

niños, canta en la escena, alejándose el Himno a la alegría (allegro de la Novena Sinfonía de

Beethoven)”, que volverá a sonar antes de caer el telón, cuando se produce la reconciliación

de Guillermo y Paulina. En Electra, la protagonista, que es excelente pintora, sabe también

tocar el piano. Pantoja le recomienda –acto I– que toque “el gran Bach”, mientras el Marqués

de Ronda le espera oir “el gran Beethoven” (y especifica: la Patética, la “Clair de lune”...). Y

en el acto IV, cuando se enfrentan Electra y Pantoja, se han de oir cantos de niños, que se

apagarán cuando el hombre esgrima el monstruoso engaño que hace de Electra y Máximo

hermanos por línea paterna. Y los mismos coros suenan al final del acto, cuando la

desconcertada muchacha queda sola en escena.

Pero hay otra deuda mayor de Galdós y esta vez con respecto a su propia concepción de lo

teatral: la repetición de un recurso que había llamado poderosamente la atención en el lejano

estreno de Realidad y que, diez años después, repristinaba indudablemente convencido de su

eficacia. Me refiero, por supuesto, a la aparición post-mortem de la madre de Electra. Ya se

sabe que el padre de todos los espectros trágicos es el Fantasma paterno de Hamlet, y que la

aparición que cualquier dramaturgo realista pretende esquivar, por excesivamente

convencional, es la del Comendador de Don Juan Tenorio. No cuesta imaginar que el público

madrileño recordaba muy bien la escena última del acto V, de Realidad. Tomás Orozco

conoce ya bien las circunstancias del adulterio de Augusta y la irrestañable fractura de su

matrimonio; monologa sólo, en penumbra, y de repente se ilumina la sala de billar (un

segundo plano escénico que Galdós ha usado muy bien desde el primer acto) y aparece la

“imagen subjetiva” (sic) de Federico Viera, a la que intenta abrazar. Al espectador atento no

debió extrañarle del todo. Recordaría que en la escena III, acto IV, cuando Orozco visita a

Federico, gravemente enfermo, éste le dice que ya lo ha visto otras dos veces en sus delirios.

La misma preparación justificatoria del recurso escénico de la aparición se encuentra en

Electra. También aquí la joven ha visto a su madre, y en varias ocasiones, cuando era niña, tal

como le ha contado a Evarista, su tía, en la escena V, del acto II. Por eso resultaría menos

sorprendente la presencia del espectro materno –potenciada, como se recordó en la prensa,

con un efecto de “luz Drummond” (un chorro de oxígeno e hidrógeno proyectados sobre una

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bola de cal viva)– que tiene lugar en el acto V, cuando la muchacha está ingresada en el

convento de San José de la Penitencia. Obsérvese, al paso, que un inevitable coro de novicias,

al igual que en Los condenados, hubo de subrayar el dramatismo de las escenas VIII y IX.

Pero hay todavía algún otro recurso que los espectadores reconocerían... Galdós quiso que

sus obras tuvieran siempre lo que dio en llamar “efectos de cosas”. Sus habituales no

olvidaban, sin duda, la masa de rosquillas amasada por Rosario en La de San Quintín, que

viene a ser –en palabras del personaje– ejemplo metafórico de la fusión de aristocracia y clase

obrera. Aquí, en Electra, el acto III, desarrollado en el laboratorio de Máximo, acumula

nuevos ejemplos. El autor quiere representar la armoniosa convivencia de la ciencia positiva y

la alegría vital de los enamorados y hace que Electra hable mientras trasiega con los tubos y

matraces de Máximo, o le busca una tabla de resistencias, o tararea una sonata. Sin olvidar

que, como fondo de todo el acto, se produce la fusión de elementos en el crisol que, al final,

llegará al “blanco resplandeciente”: el puntual ayudante notifica ese resultado cuando se

produzca –tras la expulsión de Salvador Pantoja– la declaración de amor y promesa de

matrimonio entre los jóvenes. Incluso, la fuente de apetitoso arroz y el buen Burdeos que

Electra trae a su amado como refrigerio debieron llamar la atención hacia esta escena de

naturalidad casi bohemia; no se olvide que el viejo amigo de Galdós, el actor y director de la

Comedia, Emilio Mario, fue el primero en observar cuidadosamente estos detalles y decíase

incluso que, al propósito, hacía traer las comidas escénicas de las cercanas cocinas de

Lhardy.13 Algo parecido debió pedir el escritor a su nueva compañía...

Pero conviene revisar toda la obra que es muy pródiga en efectismos que, a menudo, nos

pueden parecer inocentones. Repasemos, por ejemplo, las acotaciones que actúan en función

del realce otorgado al personaje femenino principal. De Electra se habla al poco de levantado

el telón pero sólo aparece ante los espectadores en la escena VII: el autor le atribuye

“dieciocho años” y la presenta “corriendo y siendo perseguida por Máximo. Su risa es de

miedo infantil”. De añadidura, Máximo lleva en la mano una vara con la que pretende pegarle

mientras en la otra exhibe los destrozos que la muchacha ha hecho en su laboratorio; la

persecución acaba cuando Electra se refugia “en las faldas de Evarista”. Más adelante, en la

escena XIV, del acto II, la joven protagonista tiene otra entrada espectacular, cuando los

personajes acuden a la inauguración del beaterio: “por la derecha, vestida con elegantísima

sencillez y discreción”. Es indudable que la actriz y el figurinista hubieron de lucirse en esta

aparición que subrayan los piropos de Cuesta y el Marqués, antes los que la muchacha

reacciona “satisfecha, volviéndose para que la vean por todos lados” (en las dos escenas

siguientes se descubre que Electra ha “raptado” al hijo pequeño de Máximo: las acotaciones

se complacen en puntualizar todos sus movimientos: cómo toma al niño en sus brazos, cómo

arroja de su cabeza el sombrero que estorba a la criatura, como huye de sus perseguidores

hacia el jardín “mientras todos la miran suspensos, sin atreverse a dar un paso hacia ella”).

Panorama de un Campo de Batalla

Si en los recursos escenográficos se puede reconocer una verdadera rapsodia de motivos

galdosianos, los principios vertebradores de la trama tampoco dejaban llamarse a engaño

sobre la autoría y la intención de Electra: allí estaba la importancia decisiva de la mujer –más

allá de su debilidad aparente– como fermento de nueva y más abierta sociabilidad (como en

La loca de la casa y en Alma y vida, como en Casandra y en Santa Juana de Castilla), una

oscura historia de ilegitimidad y vergüenza gravitando como una losa sobre los destinos

(como en La de San Quintín y como en El abuelo), una ciega hostilidad del fanatismo contra

la luz (como Doña Perfecta y La fiera). Esto último era lo que esperaban todos con particular

fruición: la “miga” que Galdós auguraba, entre medroso y complacido. Al poco del estreno

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madrileño (el 30 de enero de 1901), Vicente Blasco Ibáñez escribió a Galdós, en carta con su

membrete de Diputado por Valencia: tanto él como su correligionario Rodrigo Soriano están

indignados porque la obra ha levantado el telón en la provincia pero todavía no ha llegado a la

capital. Se estrenó, al fin, un sábado que precedía a un domingo electoral y Blasco previene lo

que ha de ocurrir: “Conviene que la gente se acueste pronto para la lucha del día siguiente; y

el domingo por la noche, después del triunfo, tras la segunda de Electra, no queda un jesuíta

con el testuz entero”.14 Pocos días después, en una nueva epístola, el fogoso autor de Cañas y

barro confirma que no le ha gustado nada el actor que encarna a Máximo pero sí le ha

complacido Matilde Moreno, aunque “no subraya nada, condición necesaria en un drama

popular”. Y apunta que “yo he visto Electra en Burjasot a unos pobres diablos y me

parecieron mejor los intérpretes que estos del Principal. Yo mismo me entusiasmé más”. Para

concluir, invita a Galdós a su casa de Valencia, donde “haríamos la vida bohemia en plena

naturaleza, más veces en la huerta entre flores”.15

Galdós debió confirmar, a la vista de reacciones tan elementales, sus peores sospechas:

Electra no era más que un banderín de enganche, una suerte de falla preparada para el

incendio, mucho más que un intencionado, pero sutil, artificio de persuasión. Aunque no

todas las reacciones fueron tan elementales como las de Blasco. Pío Baroja repasó en sus

memorias los recuerdos de aquellos días en que se preparaba la recepción del drama como si

de un nuevo Hernani se tratara. A la salida del teatro, él mismo y sus amigos José Martínez

Ruiz (aún no era Azorín) y Ramiro de Maeztu acordaron escribir sus impresiones del estreno

en El País, de forma que salieran en el número del día 31 de enero. El artículo de Baroja,

“Galdós vidente”, es mucho más matizado de lo que podría pensarse y mucho más idealista de

lo que se esperaría de un radical. Afirma que Galdós, escritor que pecaba de “frío, reflexivo,

calculador, viejo”, con Electra “ha saltado de las cimas de Dickens a las infinitas alturas de

Shakespeare” y que su obra recién estrenada “es grande, de lo más grande que se ha hecho en

teatro”. Y lo ha llegado a ser porque presenta una lucha –la rebeldía intelectual frente al

dogmatismo– que es grandiosa de suyo, pero en la que el dramaturgo no ha querido apurar su

victoria: “El rebelde vence al creyente, pero no lo aniquila, no lo mata”. Baroja piensa que

todavía es posible un catolicismo español “que debe elevarse y elevarse cada vez más y servir

de aureola a nuestra vida”, porque, a la vista de la historia reciente, España es un mero estado

pontificio. Frente a tal panorama, la poderosa obra de Galdós “es una esperanza de

purificación, es la visión vaga de la “Jerusalén nueva” que aparece envuelta en brumas”.16

Maeztu prefirió contar en su artículo, “El público. Desde dentro”, una evocación del

ensayo general del día 29. Acudió lo más granado del mundo intelectual y, con viveza

inimitable, el reportero fijó las reacciones de los presentes: Ricardo Fuente exclamó “¡qué

epopeya!”; Manuel Bueno encarecía que “cuanto hemos pensado, soñado y anhelado los

jóvenes, aquí encuentra su cristalización gloriosa”; Amadeo Vives casi estranguló a Arimón

que se había manifestado tibio. Pío Baroja ha decretado, por su parte, que “aquí se ha

revelado todo el sentido de la tierra” y José Martínez Ruiz ha decretado escuetamente

“Enorme de hermosura”, “mientras Valle-Inclán, el enemigo de la emoción en la obra de arte,

llora por detrás de sus quevedos”. Luis Bello ha exclamado: “¡Ya tenemos un hombre en el

que creer!”. “¡Hay mucho simbolismo!, repite no sé quién en los pasillos, y Joaquín Sorolla le

increpa de este modo: ¡No sea usted animal!”.17

El artículo del futuro Azorín, “Instantánea”, es el más convencional y flojo. La obra de

Galdós le ha parecido “el símbolo de la España rediviva y moderna. Ved como poco a poco la

patria retorna de su ensueño místico y va abriéndose a las grandes iniciativas del trabajo y de

la ciencia, y ved como poco a poco va del convento a la fábrica y del altar al yunque”.18 La

acumulación de clichés envejecidos nos hace sospechar que su verdadero artículo sobre

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Electra fue “Ciencia y fe”, dedicado significativamente a Clarín, y que apareció en El País del

9 de febrero. Empezaba polémicamente: “Desconsuela el ruidoso y triunfador éxito de

Electra”. Y es que –le parece al crítico– “Galdós se reirá por dentro de esa pobre España tan

inculta, tan grosera, tan fanática, donde para que el arte llegue al corazón del público hay que

prostituirlo y hacerlo servidor de programas religiosos y políticos. Nadie ha entendido su

obra: todos se han ido tras del señuelo de un anticlericalismo superficial y postizo”. Porque

las grandes preguntas de Electra son muy otras: “¿Dónde está la verdad? ¿Cuál es el fin de la

vida? ¿Cuál es el sentido de la vida? La ciencia calla y el hombre ignora por qué y para qué

vive”.19 ¿Eran esas las preguntas de la obra, o eran más bien un brindis a las preocupaciones

del destinatario de la dedicatoria que vivía el último de los años de su doliente existencia?

Maeztu no tuvo en cuenta su vieja amistad con Martínez Ruiz y le replicó airadamente una

semana después. Pero la sangre no llegó al río... Entre el 16 de marzo y el 27 de abril salieron

los nueve números de Electra, que convirtió en efímera revista el entusiasmo de un febrero

triunfal. Y la publicación contó con la colaboración de Martínez Ruiz, desde luego...

La reacción de Miguel de Unamuno –que también anduvo en las páginas de Electra– fue

más compleja. ¿Pensó hallarse ante aquel ideal de teatro popular que soñó en “La

regeneración del teatro español”, su artículo de 1897 en La España Moderna? Unos años

antes, la respuesta de un Unamuno socialista al estreno de Juan José, de Dicenta, había ido

por ese camino. Y, a la altura de 1901, en el escritor vasco quedaban algo más que los

rescoldos de un espíritu disconforme y de una marcada sensibilidad hacia el problema social

de la religión. En todo caso, recordaría el estreno de Electra –al que no asistió– al escribir

unas emotivas páginas en la velada del Ateneo salmantino, con ocasión de la muerte de

Galdós en noviembre de 1920. Fue un amigo portugués, el poeta Abílio Guerra Junqueiro,

quien le contó los incidentes de la première madrileña. Y Unamuno no duda en confesar que

prefiere Casandra que fue “golpe más recio, que ahondaba en la llaga” (recuérdese que la

obra de 1910 vino a ser un potente manifiesto de la Conjunción Republicano-Socialista que

Galdós copresidía con Pablo Iglesias). Y don Miguel, que en 1920 tenía vivo su pleito

personal –y judicial– con el rey Alfonso XIII, confesaba: “No, no han pasado aquellas

cuestiones del clericalismo”. ¿Era todo aquello una querella de familia, un choque de inquinas

en el seno de una pequeña burguesía estrecha de horizontes? Quizá... Galdós, escribe

Unamuno, había sido el poeta de la clase media española y de sus batallas ideológicas, porque

supo fundirse con sus personajes y con el objeto mismo de su estudio. Pero también el autor

de Amor y pedagogía o de La tía Tula, que al cabo son novelas de la pequeña burguesía de

provincias, sabía mucho de eso. Y a la postre, Unamuno se preguntaba con acentos que

parecen anticipar el tono entre la indignación y el desistimiento, entre la virulencia y el

nihilismo, de Cómo se hace una novela, el libro de 1926: “Si la vida es sueño, es acaso lo más

grave despertar: ¿Habrá despertado Galdós? (...) A los jóvenes compete decir lo que de

Galdós queda encarnado en el alma de la raza”.20

Electra en la Tradición Liberal

La batalla de Electra conmovió toda la prensa nacional. Mientras las pastorales de los

obispos y los periódicos vinculados al catolicismo militante se empeñaban en su condena, el

resto de la prensa –desde la tibiamente liberal a la radical– asociaba la obra de Galdós a la

veterana tradición decimonónica de literatura comprometida. No deja de ser significativa esa

clara conciencia de que todo el siglo que acababa de pasar había sido vertebrado por una clara

línea de literatura de combate. A Arturo Perera, de El Correo, el éxito le traía a la memoria

aquellos otros “en los tiempos de Fernando VII, el Deseado, o en los más próximos cuando

García Gutiérrez estrenó su famoso drama Juan Lorenzo”.21 “Caramanchel”, en La

Correspondencia de España, era más explícito y daba la lista de aquellos hitos recientes que

964

juntaban a Echegaray y Enrique Gaspar, a Adelardo López de Ayala y Joaquín Dicenta: “Tan

genial como Un crítico incipiente, tan sencillo como Las personas decentes y como Consuelo,

con tanto brío y pasión como Juan José”. Y, poco más abajo, el mismo crítico escribía que

Electra era el “j'accuse de Galdós”.22 Luis López Ballesteros en Heraldo hablaba del “poder

del arte” y de su compromiso con la libertad: “¿Qué ha sido Goethe, qué ha sido Víctor Hugo,

que son, modernamente, los Zola y los Tolstoi? Son luchadores, brazos de la revolución

artística que prepara la revolución política”.23

Todos, sin embargo, ponían sobre su cabeza la recta intención de Galdós. “Caramanchel”

escribía que el j'accuse “sólo alcanza a agudos zurcidores de voluntades, cegados por el

fanatismo religioso como podrían serlo por el fanatismo político, o por otro cualquiera”. La

nota anónima de El Imparcial resulta muy sabia y ponderada al respecto. Por un lado, se da

cuenta de que en España el clericalismo es cosa montaraz y peculiar: “Vive ajeno a toda

autoridad, la misma del Pontífice, sacrosanta y augusta, es escarnecida cuando del Vaticano

llegan instrucciones de concordia y de paz”. Galdós lo sabe pero conviene que se defienda de

quienes, desde el extremo opuesto, pretenden embarcarlo en un desafío de dos fanatismos: “El

estruendoso triunfo de Electra va a poner frente a frente dos opiniones igualmente exaltadas.

Una y otra tienen por único precepto de su retórica la exageración. No hay sino oir los

comentarios del vulgo y al hablar del vulgo no nos referimos al de la blusa, sino a otro más

peligroso, el de los semicultos. Hay quien supone que Galdós pide en Electra que sean

quemados los conventos, que sean degollados los frailes y que se cometan los más inicuos

crímenes y las violencias más odiosas”.24 El Galdós de Electra es también, nos recuerda, el

Galdós evangélico que acaba de publicar Nazarín...

¿Y el autor? ¿Qué pensaba Galdós de todo aquel estruendo? Su opinión no andaba lejana

de la de aquel suelto de El Imparcial. En 1904 declara a José León Pagano que “creo a España

el país más irreligioso de la tierra”. Y es que, entre nosotros, “no significan nada para mí las

manifestaciones teatrales de devoción, que son más bien políticas que religiosas. Yo me río de

la piedad de un pueblo que, como Madrid, habla mucho de religión, y sin embargo, jamás

supo levantar un solo templo digno, no digo ya de Dios, pero ni aun de los hombres que

entran en el (...). El sentimiento católico, que en este siglo no ha levantado un solo edificio

religioso de mediano valor, es tan tibio, que no se manifiesta en cosa alguna de gran valía y

lucimiento. El país más piadoso ha venido a ser el más incrédulo (...). ¡Hablan de

revoluciones! Si en España no ha habido nada que merezca tal nombre. Si en España todos los

transtornos políticos han sido tempestades en un vaso de agua. Por Dios, ¿qué idea hemos de

formar del espíritu religioso de un país si este es tal que lo echan por tierra esos quince o

veinte movimientos políticos que se han sucedido desde 1812?”.25

Uno de los mejores amigos de Galdós, José María de Pereda, carlista, lo vio con claridad

que le honra. En carta del 5 de febrero de 1901, expone su conflicto personal entre “ser de los

primeros en aplaudir ese nuevo testimonio del talento y del ingenio con que tan pródigamente

fue dotado V. por Dios” y la aprensión de que “se sumen mis aplausos con el frenesí de las

gentes que abrazan la bandera de muerte y exterminio contra ciertas cosas”. Lo que sucede es

que, a su entender, tales cosas no tienen que ver con el drama: el propio Pereda ve como

“presidiable el caso de Pantoja y votaría con gusto el grillete para él”.26 Con mayor sosiego,

repite en carta del 15 de marzo que, bien leída Electra, “no hay en ninguna de sus situaciones

motivo racional para que se la festeje con el Himno de Riego (...) aunque no falte, entre

renglones, una buena ración de carne de cura”.27

Tampoco Menéndez Pelayo, el otro amigo de los veranos santanderinos y asistente al

estreno madrileño, objetó nada. Y no porque le faltaran incitaciones. Ricardo Spottorno, de la

965

embajada española en el Vaticano, le escribía el 3 de mayo de 1901 quejándose del

“progresismo” que nos amenazaba con una “ola de mal gusto”. Y añadía en postdata: “Aquí,

Electra, estrenada en un teatro de 3º, no tuvo éxito y la prensa la trató con poco cariño”.28

Anticlericalismo, anticaciquismo, antimilitarismo

La habitual nobleza de Pereda en lo que tocaba a los juicios literarios y las distancias que

Menéndez Pelayo mantenía respecto a los pidalianos explican la ecuanimidad de uno y otro.

Pero no todo el monte era orégano... En la España que se asomaba al nuevo siglo había un

clericalismo rampante y un anticlericalismo contumaz que, sin duda, eran mucho más que la

imagen distorsionada que se formaban uno de otro. Respondía el clericalismo, de hecho, a

hondas resistencias del viejo régimen que estaban enquistadas en las clases propietarias

agrarias, en el pequeño campesinado de las regiones más tradicionales y más recelosas ante la

voracidad fiscal del Estado liberal y en un sector de la clase media más arcaica, empavorecido

por los cambios. Y al servicio de todos estos ingredientes estaba un amplio sector de la

organización eclesial (en la que no faltaban los elementos carlistas). Obedecía el

anticlericalismo a las prisas por renovar el país mediante fórmulas que, en más de un caso,

eran utopías de escaso fundamento in re: comulgaban en ellas los añorantes de los tiempos

gloriosos de la Milicia Nacional, los republicanos casi intrauterinos, las clases medias urbanas

afiliadas a logias masónicas, los universitarios y docentes de enseñanza media cuya ideología

era una confusa mezcla de krausismo, positivismo y republicanismo (Adolfo González Posada

habló con mucha razón del “krausopositivismo”).

Conviene recordar que el carlismo era todavía el gran espantajo que permitía agrupar a su

comodidad los intereses de los gobiernos de la Restauración y la opinión radical. Los cálculos

gubernamentales en los aciagos primavera y verano de 1898 contaron con la posibilidad de

una sublevación carlista, si no se iba a la guerra, y de una sublevación republicana, si se

perdía. El error de cálculo fue evidente pero quizá determinante en aquella triste guerra que

perdieron la incompetencia política y militar, de consuno. En enero de 1900, al capturarse una

partida en Guipúzcoa, el gabinete dio a conocer los primeros indicios de un levantamiento

general carlista previsto para noviembre y del que la prensa se hizo amplio eco. En ese mismo

mes, se anunció en las Cortes el matrimonio de la princesa de Asturias, María de las

Mercedes, con Carlos de Borbón Dos Sicilias, hijo del Conde de Caserta, que había sido

general de Carlos VII. Las protestas callejeras supusieron la suspensión temporal de las

garantías constitucionales y promovieron, los días 11 y 17, resonantes intervenciones

parlamentarias de José Canalejas. En enero de 1901, poco antes del estreno de Electra, el

confesor del rey, Padre Fernández Montaña, atacó a Canalejas en El Siglo Futuro y la reina

regente lo relevó de su cargo palatino.29

En marzo de 1901 se salió, al final, de un periodo de gabinetes conservadores que había

iniciado en 1899 el presidido por Francisco Silvela (que contó entre sus filas con el “general

cristiano”, Camilo Polavieja) y al que siguió el de Raimundo Fernández Villaverde, que como

Ministro de Hacienda había sido autor de aquellos presupuestos de ajuste postbélico que

encendieron la mecha de las protestas: desde los comerciantes de Barcelona que procedieron

al famoso tancament de caixes hasta las verduleras del mercado zaragozano que se habían

rebelado contra el concejo en Gigantes y cabezudos, todo el mundo protestó contra los

“presupuestos de Villapierde”. Con Sagasta volvió al poder un viejo conocido y la promesa de

reformas liberales: fue el “ministerio Electra”, como reconocía el moderado y siempre

inteligente comentarista Salvador Canals en el artículo de fondo, “De Electra a Sagasta”, en el

primer número de la nueva revista Nuestro Tiempo.30 Y lógicamente, sus primeras medidas

tuvieron que ver con los caballos de batalla de la cuestión religiosa. En abril, el Conde de

966

Romanones –que estrenó el Ministerio de Instrucción Pública, desgajado al fin de Fomento–

hizo reformas en el bachillerato que rectificaban las muy recientes de Pedro José Pidal en

1900 y anunciaba el propósito de modificar las comisiones examinadoras de bachillerato: no

se limitarían éstas a mantener las calificaciones que llegaban de los colegios privados sino que

restituirían con claridad la autoridad preferente de la enseñanza pública. Ángel Urzáiz, a cargo

del Ministerio de Hacienda, anunció durante el verano su pretensión de cobrar impuestos

industriales a los centros educativos de titularidad eclesial. Y el 26 de octubre, los salarios de

los maestros pasaron a cargo del Estado: se dignificaba de ese modo una profesión y

paralelamente se emancipaba al maestro de las tutelas ominosas de caciques, párrocos,

alcaldes y concejales que lo habían convertido en un peón de sus intereses y que además

habían hecho buena la siniestra frase de “pasa más hambre que un maestro de escuela”. Un

modesto salario anual de mil pesetas fue el precio de la manumisión.

La reforma alteró muchas conciencias y, sobre todo, quebrantó muchos intereses. La

situación era la que sigue, a la fecha de 1902: había en España 372 congregaciones e institutos

religiosos ya inscritos en el registro de asociaciones correspondiente y otros 2.611 que tenían

en trámite su solicitud. Había un total de 54.738 clérigos seculares, 12.142 religiosos

regulares y 42.596 monjas (a los que había de añadirse 2.200 religiosos y 1.360 religiosas de

nacionalidad extranjera: muchos eran franceses, llegados a España en virtud de la política

laicista de la III República: bastantes generaciones de españoles de clase media aprenderían su

florido francés escolar de los labios de frailes y monjas que todavía conservaban su acento

originario). Según los datos del periodista republicano Luis Morote (en un libro capital y muy

difundido, Los frailes en España, 1904), 910 órdenes femeninas y 294 masculinas se

dedicaban a la enseñanza.

Es necesario recordar que tal es el contexto de la obra galdosiana: el del autor que, desde la

atalaya de su indiscutible piedad cristiana y de sus compromisos políticos progresistas, miraba

aquello, y de su público potencial que participaba tan activamente del conflicto. El

anticlericalismo fue uno de los tres antis que conformaron la conciencia política española de

fin de siglo, junto con el anticaciquismo y el antimilitarismo. Fueron, sin duda, movimientos

prepolíticos que tuvieron mucho de ingenuo milenarismo y no poco de utopía de fraternidad;

ideologías (en el sentido marxista del término) que, a despecho de su formulación negativa de

antis, albergaron sentimientos de iluminada buena fe. Muchos anticlericales eran fervorosos

partidarios del Evangelio y, si despreciaban a los frailes que educaban en los imponentes

colegios edificados en el decenio de los noventa, admiraban a las monjas que atendían los

enfermos pobres en los hospitales. Y si aborrecían al párroco –con barragana conocida– que

esquilmaba los cepillos de su parroquia, estaban dispuestos a admirar personajes como los

protagonistas de Nazarín, de Galdós, El santo, de Antonio Fogazzaro, o El vicario, de Manuel

Ciges Aparicio. Aquellos lectores de El Motín eran los que se referían a Jesucristo como “el

dulce Rabbí de Galilea” y ensalzaban a quien había arrojado a los mercaderes del templo de

Jerusalén o que había perdonado a la mujer adúltera.

Por su lado, los anticaciquistas eran demócratas sinceros y algo atolondrados, a quienes no

era fácil explicar que el caciquismo era una enfermedad de crecimiento del propio sufragio

universal y que su utopía de gobiernos austeros, incorruptibles y duros revestía más de una

vez rasgos de dictadura. Los antimilitaristas eran, por lo común, pacifistas y patriotas, a la

vez, que creían en el hermoso ideal de acabar con las guerras y aceptaban, en todo caso, las

contiendas de liberación nacional contra un enemigo opresor (por ejemplo, la de los colonos

boers contra los prepotentes británicos, o las de los pueblos cristianos que pugnaban por

desprenderse del Imperio Otomano). Decía más arriba que todos tres fueron movimientos

prepolíticos y es que la resistencia al clima de la Restauración y la Regencia nunca llegó a

967

cuajar una organización fuerte y moderna, un partido con programa y objetivos definidos más

allá de los entusiasmos fugaces y de la inflamada retórica de casino, ateneo o taberna: el

republicanismo –pensemos en sus formas más novedosas, como el “lerrouxismo” barcelonés

o el “blasquismo” valenciano– tuvo unos horizontes de alicorto municipalismo y la seria

hipoteca de su marcada vinculación a líderes individuales. Y, sin embargo, nuestros tres antis

lo impregnaron todo y crearon una cultura política que es inseparable de la modernización del

país: en tal sentido, la historiografía reciente ha sido injusta con ellos. No se ha escrito la

crónica puntual de ninguno, ni siquiera tenemos una historia de los intelectuales en España, de

la que los tres antis han de ser capítulos fundamentales.

Es cierto que, como Moisés, estaban destinados a morir a alguna distancia de la tierra

prometida. No fue así, sin embargo, porque sobrevivieron muchos años y Josué llegó muy

tarde, en 1931 y en mal momento. En puridad, conocieron su mejor momento en estas fechas

que ahora recordamos, cien años después. Electra se estrenó el penúltimo día de enero de

1901, pero el 23 de marzo del mismo año la Sección de Ciencias Históricas del Ateneo

madrileño abrió, por el impulso personal de Joaquín Costa, el debate Oligarquía y caciquismo

como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, que concluyó

en junio y se editó al año siguiente (que fue, no se olvide, el de Camino de perfección, La

voluntad y la edición en volumen de En torno al casticismo). El caciquismo se convirtió en un

mito político esgrimido por la derecha y la izquierda y en un fértil tema literario. Lo mismo

sucedió con el antimilitarismo. En 1901 todavía sonaban los ecos de la campaña del Conde de

las Almenas que había propuesto la petición de responsabilidades a los jefes del 98 (sólo

Montojo, el almirante derrotado en Cavite, fue juzgado y absuelto; los otros –Cervera

incluído– fueron librados por tribunales de honor). Y estaba reciente el fenómeno del

“polaviejismo” que encandiló a los regeneracionistas más reaccionarios e incluso a algún

catalanista despistado. Las cifras militares no eran menos insolentes que las clericales que se

transcribían más arriba. A 1 de septiembre de 1898, había en España 499 generales, 578

coroneles y 23.000 oficiales en tierra, mientras que la armada tenía 123 almirantes. Y la

llegada al poder de Alfonso XIII no logró sino incrementar el militarismo y la consiguiente

suspicacia de la ciudadanía liberal. En noviembre de 1905 se produjo el asalto de la redacción

del Cu-Cut y de La Veu de Catalunya, por mor de un chiste gráfico de Junceda ¡que aludía,

por cierto, a los hechos de 1898!; la consecuencia fue, como es sabido, la aprobación de la

Ley de Jurisdicciones de 1906 que generó un movimiento de opinión tan importante o más

que el de nuestra Electra.31

Hoy, nuestra obra duerme el sueño del olvido (en 1934 todavía la interpretaba en Madrid

un “teatro de arte” y los periódicos se hacían eco del estreno, según recuerda Berkowitz).

Tiene merecido el descanso pero no el olvido. Los azares de Electra nos deben recordar

todavía el difícil camino de la emancipación de la sociedad civil española de las tutelas que la

han asfixiado tanto tiempo. Un siglo después, el público mejor dispuesto de nuestras actuales

plateas sonreiría ante el actor que –representando a Máximo– cierra la obra, replicando al

perverso Pantoja: “No huye, no... Resucita”. (Es curioso que La fiera, el anterior estreno del

autor, acababa con una “resurrección” a la inversa; Berenguer ha matado a los carlistas Juan y

Valerio y se dispone a huir con su amada Susana: “-Huyamos, sí; que estos... estos

resucitan”). Pero nuestro hipotético público también torcería el gesto ante un final como el de

Alma y vida, en boca del “intelectual” Juan Pablo (“llorad, vidas sin alma, llorad, llorad”), o el

de El abuelo, en boca del cascarrabias Conde de Albrit (“Niña mía..., amor..., la verdad

eterna”), o el de Sor Simona, otra pieza sobre el carlismo, en labios de la monja que

parafrasea el final de la Divina Comedia (“Quiero ser libre, como el soplo divino que mueve

los mundos”). Galdós tiene, en efecto y muy a menudo, la torpeza y el candor del convencido,

que se suma a las limitaciones de unas concepciones escénicas más ambiciosas y potentes que

968

bien servidas por una adecuada preparación estética y dramatúrgica. Ése es el problema de su

teatro y quizá el de su novela también... Pero hoy venimos a recordar un capítulo inmarcesible

en la historia española de la libertad. Y, por una vez, no tiene toda la razón Jaime Gil de

Biedma en su hermosa sextina “Apología y petición”:

De todas las historias de la Historia

sin duda la más triste es la de España

porque termina mal.

“Por una vez, la batalla de Electra ha terminado bien”.

969

NOTAS

1 Inman Fox, “Galdós” Electra: A Detailed Study of its Historical Significance and Polemic between

Martínez Ruiz and Maeztu”, Anales Galdosianos, I (1966), pp. 131-141; Josette Blanquat, “Au temps

d'Electra (documents galdosiens)”, Bulletin Hispanique, LXVIII (1966), pp. 253-308; Elena Catena,

“Circunstancias temporales de la Electra de Galdós”, Estudios Escénicos, 18 (1974), pp. 79-112; Luis

López Jiménez, “El estreno de Electra en París”, Actas del tercer Congreso Internacional de estudios

galdosianos, Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas, 1989, II, pp. 405-415; J. López Nieto, “Electra o la

victoria liberal (una nueva interpretación a la luz de la situación histórica española de hacia 1900), Actas

del Cuarto Congreso Internacional de estudios galdosianos, Cabildo de Gran Canaria, Las Palmas, 1993, I,

pp. 711-730.

2 Chonon Berkowitz, Pérez Galdós. Spanish Liberal Crusader, University of Wisconsin Press, Madison, 1948

(Cap. XVI, “Apotheosis”, pp. 346-382); Pedro Ortiz Armengol, Vida de Galdós, Crítica, Barcelona, 1996

(pp. 571-587); Benito Madariaga de la Campa, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Institución Cultural

de Cantabria, Santander, 1979 (“La electrización de Electra”, pp. 193-204); id., Galdós en la hoguera,

Tantin, Santander, 1994 (pp. 69-87); Fernando Hidalgo, El estreno de “Electra”, de Pérez Galdós, en

Sevilla. Un estudio de socio-literatura, Publicaciones del Ayuntamiento de Sevilla, 1985.

3 Theodore Alan Sacket, Galdós y las máscaras. Historia teatral y bibliografía anotada, Universidad de

Padova, Verona, 1982; Ángel Berenguer, Los estrenos teatrales de Galdós en la crítica de su tiempo,

Comunidad de Madrid, 1988.

4 Me refiero al artículo de Joan Maragall, “La joven escuela castellana” (Diario de Barcelona, 2 de febrero de

1901) que, en rigor, es paráfrasis de la carta que dirigió a J. Martínez Ruiz con fecha de 22 de enero: en

uno y otra contrapone la “sinceridad” de la nueva “generación” al engolamiento de los viejos,

“exceptuando tal vez a Pérez Galdós” (en Obras completas. Obra castellana, Selecta, Barcelona, 1960,

p. 149 y p. 917, respectivamente.

5 Carmen Menéndez Onrubia, El dramaturgo y los actores. Epistolario de Benito Pérez Galdós, María

Guerrero y Fernando Díaz del Mendoza, CSIC, Madrid, 1984, p. 118.

6 ibídem, p. 121.

7 (El doctor Centeno, en Novelas contemporáneas, Turner, Madrid, 1994, IV, p. 457.

8 ibidem, pp. 613-614.

9 “Realidad”, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1973, pp. 1.114-1.115. Reitera algo muy parecido en la

reseña de La loca de la casa, indicando la inspiración zolesca de sus ideas, pp. 1.126-1.127).

10 Ruth Schmidt, Cartas entre dos amigos del teatro: Manuel Tolosa Latour y Benito Pérez Galdós, Cabildo

Insular de Gran Canaria, Las Palmas, 1969, p. 142.

11 Cito por la edición de William Shoemaker, Los artículos de Galdós en “La Nación”, Ínsula, Madrid, 1972,

p. 50.

12 ibídem, p. 58.

13 Lo observó José Deleito y Piñuela en su notable libro Estampas del Madrid teatral de fin de siglo, I.

Teatros de declamación, Calleja, Madrid, s.a.; cf. también, Roberto G. Sánchez, “Emilio Mario, Galdós y

la reforma escénica del siglo XIX”, Hispanic Rewiew, 52 (1984), pp. 263-279.

14 Sebastián de la Nuez y José Schraibman, Cartas del archivo de Galdós, Taurus, Madrid, 1967, pp. 128-129.

15 ibídem, pp. 130-131.

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16 “Galdós vidente”, Obras completas. XVI, Obra dispersa y epistolario, ed. Juan Carlos Ara, Círculo de

Lectores, Barcelona, 1999, pp. 927-929. En el mismo periódico, su artículo “Los neos” carga un poco más

la mano: “Ya no es Juan José, que arrastraba a la clase media, no es el nebuloso loco Dios, que no ha

conmovido ni incomodado a nadie, no es el Carlos II el Hechizado, es mucho, muchísimo más, algo que

arrastrará a las masas, que quedará, que recorrerá toda España, pese a los obispos” (ibídem, p. 937).

17 “El público. Desde dentro”, Obra literaria olvidada, ed. Emilio Palacios Fernández, Biblioteca Nueva,

Madrid, 2000, pp. 481-484.

18 “Instantánea”, El País, 31 de enero de 1901.

19 “Ciencia y fe” (Madrid Cómico, 2 de febrero de 1901), en Artículos anarquistas, ed. José María Valverde,

Lumen, Barcelona, 1992, pp. 11-114. La respuesta de Maeztu es reproducida y comentada por Sergio

Beser, “Un artículo de Maeztu contra Azorín”, Bulletin Hispanique, LXV (1963), pp. 329-332.

20 “Discurso en el Ateneo de Salamanca en la velada en honor de D. Benito Pérez Galdós con ocasión de su

muerte”, Obras completas, Afrodisio Aguado, Madrid, 1958, VII, pp. 958-971. Unamuno escribió otros

tres trabajos en la muerte de Galdós: en “La sociedad galdosiana” (El Liberal, 5 de enero de 1920) criticó

la representatividad de sus personajes dramáticos y afirmó que “su Pepet, el de La loca de la casa, es casi

un personaje cómico y en cuanto al Máximo de Electra, Dios nos libre de ingenieros así” (Obras

completas, ed. cit., V, p. 362); en “Galdós en 1901” (España, 8 de enero de 1920) volvió sobre el recuerdo

del estreno y escribe que “el grito de “¡Viva Galdós!” proferido estentóreamente en la calle -¿verdad,

amigo Maeztu?- parecía el santo y seña de una rebelión, ya que no de una guerra civil” (ibídem, p. 365); en

“Nuestra impresión de Galdós” (El Mercantil Valenciano, 8 de enero de 1920) retomó su idea de las

limitaciones del escritor y propuso que, al modo del reciente libro de Georges Le Gentil sobre Bretón “y la

sociedad española”, alguien escribiera otro titulado “El novelista Pérez Galdós y la masa de la clase media

española de 1868 a 1898. De una clase media que ni fue clase, ni fue media” (ibídem, p. 368). Pero

Unamuno perseveró en el tema, lo que seguramente quiere decir que le importaba grandemente la

significación de Galdós como albacea espiritual de la clase media española (que, a la postre, era la de

Unamuno mismo) y la adecuación de su lengua literaria a ese tema: un tono más crítico -pero en el marco

de una profunda lectura, hecha en su destierro de Fuerteventura- aparece en los artículos “El estilo de

Galdós” y “El amigo Galdós sobre el estilo”, de la serie Alrededor del estilo, publicada en El Imparcial a lo

largo de 1924 (cf. su meticulosa edición por Laureano Robles, Alrededor del estilo, Universidad de

Salamanca, 1998, pp. 97-100 y 109-112, respectivamente).

21 Apud Ángel Berenguer, Los estrenos teatrales de Galdós en la crítica de su tiempo, ed. cit., p. 205.

22 ibídem, p. 206.

23 ibídem, p. 217.

24 ibídem, pp. 231-233.

25 A través de la España literaria, Maucci, Barcelona, 1904 ?, II, pp. 104-105.

26 Cartas a Galdós, ed. Soledad Ortega, Revista de Occidente, Madrid, 1964, pp. 196-197.

27 ibídem, pp. 198-199.

28 Epistolario, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1987, XVI, p. 70. En carta a su hermano Enrique

(agosto de 1901) comenta la inminencia del estreno que ha de ser la “salvación” de la temporada contratada

por Federico Balart (Epistolario, XV, p. 519).

29 Cf. el excelente resumen de Joan Connelly Ullman, La Semana Trágica. Estudio sobre las causas socioeconómicas

del anticlericalismo en España (1898-1912), Ariel, Barcelona, 1972, especialmente pp. 33-66.

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30 “De Electra a Sagasta”, Nuestro Tiempo, 1 (1901), pp. 299-303; el mismo Canals es autor de la crónica del

estreno y reseña de la obra en pp. 210-218.

31 Cf. la monografía de Stanley G. Payne, Los militares y la política en la España contemporánea, Ruedo

Ibérico, París, 1968, especialmente pp. 59-88.

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