LA HERENCIA DE GALDÓS EN UN NARRADOR

ACTUAL. LA EXPERIENCIA DE LOS PERSONAJES

Luis Mateo Díez Rodríguez

Galdós o la intensidad del personaje

Para un escritor actual, con la herencia acumulada en sus lecturas e intereses literarios de la

evolución de la novela desde el realismo del siglo XIX hasta las innovaciones de la voz narrativa

del XX, Galdós continúa vigente como emblema de algo que no tiene nada que ver ni con aquel

realismo ni con estas innovaciones. Ese algo al que me refiero no puedo expresarlo sino a

partir de mi condición de lector entusiasta y entregado a su obra. Yo lo llamaría simplemente

intensidad, la de un creador cuyos personajes tienden a volverse locos de tan intensos como

los concibe, y en esa intensidad estriba la ejemplaridad que ata una parte sustancial de su

herencia, ya que los personajes galdosianos van más allá de cualquier previsión narrativa

establecida.

Son muchas las razones por las que Galdós perdura como uno de nuestros clásicos

fundamentales y estoy seguro de que en este Congreso se pondrán una vez más de relieve,

precisamente desde esa perspectiva tan enriquecedora de analizar, lo que Galdós irradia más

allá del siglo que le corresponde. No ya de la eternidad del clásico que, como tal, tiene bien

ganada, sino como dueño de un legado que remite desde su tiempo al que le sobreviene,

precisamente un siglo como el XX en el que la novela, como bien sabemos, asume la herencia

decimonónica a veces para desmentirla, buscando los caminos de la experimentación y la

vanguardia.

Y como suele suceder con frecuencia, el atisbo de muchos de esos caminos ya se produjo

antes, y las sendas transitadas desde la novedad tienen antecedentes muy pronunciados. Son

muchas las técnicas narrativas que Galdós experimenta. En realidad Galdós, como narrador

absoluto, como creador sin fronteras, extrema la naturalidad de su relato, asume la necesidad

de la voz en todas las variantes, inventa y recurre a todo aquello que precisa.

Normalmente los grandes narradores, los de obra tan cuantiosa como insondable, se ven

arrastrados por esa necesidad en la que la eficacia narrativa prima sobre cualquier previsión.

No tuvo que llegar la moda de la ruptura vanguardista, ni siquiera el cambio de tiempo y

necesidades de la sociedad que se miraba en el espejo de la ficción, para que los grandes

narradores conquistaran las técnicas que necesitaban, o infundieran a sus universos imaginarios

las tonalidades simbólicas o metafóricas que daban mayor complejidad al espejo de sus relatos.

En compaginación con los grandes novelistas del XIX, quienes llevaron la ficción al extremo

de su compromiso con la vida, en la multiplicidad de aquel sthendeliano “espejo a lo largo del

camino”, Galdós establece un compromiso con la realidad, con el tiempo histórico que vive,

que, a la vez, supone una conquista imaginaria que los transciende.

La ficción obtiene en sus manos un crédito absoluto, y es esa conquista y ese crédito

quienes promueven la universalidad y la significación de unas aventuras humanas que se

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fortalecen en su sentido y en su destino. Aventuras que rozan lo arquetípico y que se narran

desde la ambición de una intensidad también extrema.

Voy a ceñirme en la herencia de Galdós, ya que es imposible el reconocimiento completo de

la misma, la deuda contraída, a lo que son y suponen sus personajes, a la modernidad de una

invención que desde siempre me subyugó de tal manera que en ellos, en su creación, encontré

el ejemplo más enriquecedor y definitivo, el modelo que más enseñanzas me ofreció en lo que

es el aprendizaje de un escritor que cifra en sus personajes toda la intermediación hacia el

universo imaginario que construye, que en ellos vive y de ellos extrae las significaciones con

las que le gustaría alcanzar el destino y el sentido de las historias que cuenta, de las fábulas que

crea.

Cuando las criaturas de ficción viven su propia vida según sus propias leyes, la lógica del

relato impuesta inicialmente por el novelista salta por los aires y asistimos al descubrimiento de

un espacio imaginario autónomo de absoluta plenitud. Sólo entonces, el yo del artista

disminuye hasta el punto de conseguir que su nombre no sea necesario para mantener con vida

el mundo que ha inventado. Este mundo se transforma en una realidad inscrita con letras de

molde en lo universal, en una aparición de la que el autor del texto no es más que su

afortunado mediador.

Potencias muy misteriosas debían haberse apoderado del espíritu de don Benito para que

éste vislumbrara en una novela como Fortunata y Jacinta un paisaje de mentes tan perturbadas

y psicológicamente violentas como las de los personajes que pueblan sus páginas. Con ello,

quiero decir que, para mí, Galdós no representa un género concreto de novela, ni un estilo

literario definido, sino el estado de gracia del creador genial que hace, en este caso, del

realismo una puerta de entrada a los misterios de la ficción.

El estremecimiento de la espina dorsal, “la forma más elevada de emoción que la humanidad

experimenta cuando alcanza el arte puro”, según Nabokov, causada por la lectura de las

grandes novelas galdosianas quizás sea la manera más afortunada de referirnos a la intensidad

con que están escritas.

El capital literario imperecedero de Galdós reside precisamente en sus personajes, que son

los que dotan con un colorido específico a los escenarios y ambientes del Madrid isabelino y de

la Restauración. Si de este Madrid nos queda una imagen memorable, la razón de ello no sería

muy diferente a la que hace perdurar en nuestro recuerdo el París de Balzac, el Londres de

Dickens y el San Petersburgo de Dostoievski.

Todos estos novelistas supieron hacer de sus ciudades la expresión del alma de sus

habitantes, fuesen los burgueses animados por pasiones diabólicas de Balzac, los héroes

sencillos y bondadosos de Dickens que se enfrentan con valor e ingenuidad a los demonios

modernos y los soñadores, asesinos, visionarios y habitantes del subsuelo de Dostoievski.

Madrid, desde la perspectiva galdosiana, expresaría la energía psíquica de un personaje cuya

extracción social termina siendo menos significativa que su propensión al extravío emocional,

el deseo metafísico o la cólera homicida. ¡Cuántos de sus personajes nos conmueven debido a

su exceso de sentimentalismo, sus anhelos demasiado fuertes para ser soportados y la ira de su

resentimiento hacia una sociedad que les causa un hondo malestar!

La herencia de Galdós en un narrador actual…

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La locura que se atisba en ellos como una posibilidad a punto de realizarse o como un

hecho consumado hace que la ficción histórica en que se ensambla el realismo literario nos abra

las puertas de una dimensión secreta sujeta a las leyes que dicta el apasionamiento del

personaje, el rapto que lo envuelve en el ruido y la furia de sus afanes, prejuicios o deseos de

gloria.

En este punto del relato, tocamos el suelo intemporal del sueño galdosiano, aquello que

permanece intacto para el lector moderno, el universo de la intensidad y la plenitud que

desborda cualquier planteamiento extraliterario del hecho novelístico y convierte al mismo en

un reino autónomo suspendido en un aire denso y, al fin, impenetrable.

Como dice la vieja Nina en Misericordia:

Los sueños, los sueños digan lo que quieran (...) son también de Dios; ¿y quién va a

saber lo que es verdad y lo que es mentira? (...) No sé si me explico, digo que no hay

justicia, y para que la haiga soñaremos todo lo que acá nos dé la gana, y soñando, un

suponer, traeremos acá la justicia.

La modernidad de Galdós también puede constatarse en los sólidos vínculos de su obra con

la narrativa europea contemporánea. Mucho más que un autor español, y sin perder nunca este

perfil, es un autor europeo que conecta con un tipo de sensibilidad hacia lo popular

identificable en novelistas como Dickens, con una visión de los traumas causados en la vida de

los individuos por el cambio histórico que precede las historias del fin de una raza de Joseph

Roth o Giuseppe Tomasi di Lampedusa y con una espiritualidad que, al margen de su

fundamento religioso o puramente estético, cabe reconocer en la poesía de Rilke.

No hay mejor expresión narrativa de los versos del poeta checo “Porque pobreza es fulgor,

muy grande, desde dentro” que Misericordia, donde la luz irradiada por Nina desde su sabia

tosquedad confirma que lo “desconocido y misterioso busca sus prosélitos en el reino de la

desesperación, habitado por las almas que en ninguna parte hallan consuelo”.

La espiritualidad del último Galdós no hace sino prolongar sus vínculos con la tradición

literaria europea, con lo que deberíamos acostumbrarnos a leer su obra como contemplamos la

pintura de Goya. Es decir, como una manifestación de lo universal volcada en formas

españolas que trascienden cualquier tipo de frontera y nos sitúan en el ámbito de la emoción

artística pura.

Con la imagen presente del creador al que los personajes se le volvían locos, voy a centrar

el resto de mi intervención en ese Galdós europeo que hoy quiero reivindicar aquí para dejar

constancia del valor de su obra para mi formación como escritor.

Galdós y Dickens: Sueños plebeyos

Los sueños de una época pueden transformarse en pesadillas que anulan la personalidad

individual e impiden la realización de una vida plena. Dickens y Galdós poseían, como todos

los grandes novelistas del XIX, una veta visionaria que les llevó a distinguir en su tiempo un

conflicto trágico entre los fantasmas de la alienación y la dignidad humana, entre fuerzas que

despojaban a los hombres de su naturaleza e individuos cuya bondad y sencillez los

preservaban en su integridad moral.

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Uno de los temas fundamentales de la novela del XIX gira en torno a la figura del hijo del

pobre, del plebeyo seducido por la fantasía de la libertad, por el afán de emulación

desencadenado por la repentina visibilidad y accesibilidad de la riqueza, por la posibilidad de

ascender en la escala social y salir del anonimato de los oficios.

El callejón sin salida al que le conducirá esta oscura tendencia se vincula con aquello que

Dostoievski denominó la vida del subsuelo. Es decir, con esa contraimagen de la modernidad

representada por un hombre cuyos deseos vienen determinados por lo que otros desean y que

se engaña pensando que sus apetitos son fruto de una decisión libre y soberana.

El hijo del pobre, no satisfecho con su condición social y arrastrado por un deseo irresistible

de emulación y riquezas, termina perdiendo el sentido de la realidad y penetrando en el reino

de la utilidad fantástica, en un mundo de esperanzas quiméricas que dejan tras de sí un rastro

de locura o melancolía. Galdós y Dickens abordaron dicha figura en La desheredada y

Grandes esperanzas, respectivamente, aunque ese asunto fluye de forma intermitente en otras

muchas novelas. Bien podríamos decir que es un asunto que pertenece a la identidad moral de

sus universos narrativos.

Los embrujados constituyen una categoría central en la obra del novelista inglés, que

designa, por medio de ella, a todos aquellos que han sido ganados por grandes e infaustas

esperanzas. Estos seres deambulan como sonámbulos por las novelas de Dickens, ávidos por

conquistar la quimera del oro o disfrutar placeres sustitutivos. Frente a ellos, como espejo de

su caída, avanzan con paso discreto los héroes que han logrado eludir la luz cegadora de los

paraísos artificiales.

Galdós sigue en La desheredada la estela de Dickens para retratar el caso de una muchacha

del pueblo que, tras ser persuadida por un pariente cercano de que es la hija secreta de una

dama noble, se forma una imagen alucinada de sí misma que la lleva a la autodestrucción.

Isidora y Pip, los protagonistas de ambas novelas, son dos jóvenes plebeyos que, por la

mediación de falsas imágenes oportunamente puestas ante sus ojos, caen en un sueño que los

convertirá en autómatas, en seres consumidos por la fantasía de llegar a ser una rica heredera

de una familia noble o un caballero respetado y admirado por todos. La identidad de ambos

saldrá malparada de ese trance al perder su anclaje en la realidad a la que pertenecen, ese

mundo popular que constituye una fuente de inspiración de primer orden dentro de la obra

narrativa del novelista español y del inglés.

El deseo por salir del círculo del trabajo y la vida anónima, de unas costumbres donde la

sencillez se une a la falta de finura, de unas actividades tediosas que fatigan el cuerpo y el

espíritu, no refleja de una manera transparente el anhelo de libertad de Isidora y Pip pues no

remite a su libre voluntad, a sus sinceras aspiraciones de mejora y perfeccionamiento. El

malestar que sienten por ser lo que son proviene de una mediación, del hecho de desear a

través de otro, lo que pone de manifiesto la mentira romántica en la que viven.

En el caso de Isidora, será su tío el canónigo, al que Galdós, con ironía, pone el nombre de

Santiago Quijano-Quijada, el que le llene la cabeza de pájaros asegurándole que ella y su

hermano son los hijos no reconocidos de una dama noble.

La herencia de Galdós en un narrador actual…

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En el caso de Pip, será la visita que haga a la mansión de la señorita Havisham y su

deslumbramiento ante la protegida de ésta, la fría y distante Estella, la causa de que, a partir de

ese momento, no contemple otro destino que el de ser un caballero cuya fortuna y finos

modales le pongan en disposición de merecer a la bella joven.

La pesadilla de Pip, como la de Isidora, consiste en una alienación del deseo provocada, en

el caso del muchacho inglés, por las malas artes de la señorita Havisham. Al penetrar en la casa

de ésta, será embrujado por el lujo de sus habitaciones y objetos y por la belleza de Estella. La

casa en sí misma, “que era de ladrillo viejo, de aspecto muy triste, con muchas rejas de hierro”,

constituye un espacio simbólico que compendia el artificio de la modernidad.

La visión de la riqueza, unida a la sorprendente herencia que recibe Pip de un anónimo

benefactor, el forzado Magwitch, es la misma que tiene Isidora cuando su quijotesco tío le

pone ante los ojos un destino muy diferente al que por su condición plebeya le corresponde.

Un destino tan falso como deslumbrante que se apoderará del alma de la muchacha con la

intensidad de lo que un sensible cineasta contemporáneo ha denominado la vida soñada de los

ángeles.

Ni el sentido común, inteligente y jocoso al mismo tiempo, del “célebre Miquis”, ni la

constancia afectiva y desinteresada del buen Joe y la discreta Biddy servirán para deshacer el

embrujo y devolver a Isidora y a Pip su estado normal. Si algo han perdido al sucumbir a la

fantasía de la libertad es, precisamente, la normalidad del hombre común, de un individuo

capaz de contentarse con la vida que lleva pese al carácter modesto y laborioso de la misma y

que no está expuesto a la tentación de menospreciarse a sí mismo ni a sus allegados por su

condición plebeya.

Pérdida debida a que el deseo metafísico que los domina ha hecho de ellos dos seres

alienados que se comportan como marionetas. Los hilos que mueven a ambos son manejados

por demiurgos que pretenden realizar sus propios delirios: desde la venganza contra el género

masculino promovida por la despechada señorita Havisham hasta los sueños de grandeza del

canónigo Quijano-Quijada o el forzado Magwitch.

La contrapartida de estos demonios que inflaman la mente de Isidora y Pip hasta hacerles

perder todo rastro de cordura se encuentra en los Joe y Biddy de Grandes esperanzas y en el

admirador de la desheredada, el sensato Miquis, afanados en mantener a salvo el sentido

común necesario para resistir los cantos de sirena de una época que alumbra, tras muchos de

sus sueños, el paisaje incierto de la melancolía o la locura. En el esfuerzo desesperado por

salvar a los embrujados y devolverles a su estado natural, a la comunidad de los hombres

sencillos y bondadosos, los héroes de Dickens y Galdós alcanzan toda su grandeza.

El destino del plebeyo alienado es, como decíamos, la melancolía o la locura, el

descubrimiento de la ficción en que ha estado viviendo y de los costes inherentes a la misma o

la insistencia en perseguir la imagen del deseo contra todo y contra todos.

Pip logra recobrar su estado normal, pero no puede desprenderse de la melancólica

conciencia de que una buena parte de su vida le ha sido hurtada, de que el embrujo de la

utilidad fantástica le ha privado de ser él mismo durante demasiado tiempo.

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Isidora, por el contrario, persistirá en su alienación hasta el final. Su locura, la renuncia a

terminar asumiendo la melancolía de un Pip, tiene algo de heroica. Esa resistencia a la prueba

en contra de la dura e inflexible realidad, ese ascetismo del deseo metafísico, confieren a

Isidora la apariencia de un ser casi sagrado, de una mater dolorosa que, pese a su desvarío,

causa en el sensato Miquis una admiración honda e inexplicable.

Dickens y Galdós pergeñan en Grandes esperanzas y La desheredada dos fábulas trágicas

sobre los demonios de la modernidad que, pese a su carácter sombrío, dejan una puerta abierta

al triunfo de la dignidad humana: Joe, Biddy y Miquis permanecen inmunes al veneno que

devora a Pip y a Isidora.

Esas islas solitarias que preservan las fuentes de la felicidad, la sensatez y la bondad en

medio de un océano negro y profundo quizás constituyan la línea divisoria entre el novelista

inglés y el español, por un lado, y Kafka, por otro. En El proceso, La metamorfosis y El

castillo, la puerta parece definitivamente cerrada y, cuando se abre, las aguas del gran océano

burocrático engullen a una víctima perpleja y sin capacidad de resistencia.

Torquemada y Rafael del Águila: Víctimas del cambio histórico

Si hay una línea de la novela del siglo XX que ha dejado una profunda huella en la narrativa

contemporánea es la que aborda el impacto del cambio histórico en la vida de los individuos

con acentos trágicos y elegíacos. No olvidemos que el siglo que acaba de concluir enterró

muchos pasados y convirtió en experiencias casi medievales los recuerdos de alguien que,

como es mi caso, conoció, por ejemplo, la vida rural en un pueblo leonés.

Las pérdidas y las desapariciones se suman al cambio y al progreso, y la conciencia del

tiempo se subvierte de modo mucho más traumático, ya que el veinte es un siglo de extremas

contradicciones que se reconduce, desde algunos de los avatares más trágicos de la historia de

la humanidad —recordemos, por ejemplo, el Holocausto— un camino irreversible hacia lo que

ya llamamos revolución tecnológica. Un camino también de contrastes no menos dramáticos

entre las llamadas sociedades del bienestar y el Tercer Mundo.

Desde una experiencia personal, tan modesta y poco significativa como la mía, comparable

a tantas otras generacionalmente paralelas, se puede afirmar que yo viví mi infancia allá por los

años cuarenta, como un niño de la posguerra, en un mundo que estaba mucho más cerca, en la

realidades materiales que a un niño pudieran rodear, de un niño de la Edad Media

que de uno que esté viviendo en el bienestar de nuestra sociedad tecnológica. El cambio

histórico, social, de usos y costumbres deja una huella de la que los escritores no podemos salir

indemnes y que pudiera llegar a conformar la materia de nuestra propia experiencia imaginaria.

El aceleramiento de la historia y las convulsiones que produce fue retratado magistralmente

por autores tan variopintos como Joseph Roth en La marcha Radetzky, Giuseppe Tomasi di

Lampedusa en El Gatopardo y Mijail Bulgákov en La guardia blanca. Las historias del fin de

una raza, de una estirpe o clase de hombres que aparecen como los últimos vestigios de un

mundo en plena decadencia adquieren una presencia original y, por decirlo así, típicamente

española en el ciclo galdosiano de las novelas de Torquemada.

La historia como un malestar del espíritu sometido a su poderoso influjo gravita en torno a

unas naturalezas contrariadas por el cambio, por la necesidad del mismo y las obligaciones que

La herencia de Galdós en un narrador actual…

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impone. Lo nuevo suprime de un plumazo las antiguas costumbres, manías y prejuicios y no

puede ser mirado más que con resquemor por sus víctimas. Sufrir el cambio del mundo en uno

mismo genera un sentimiento de indefensión frente al expolio de la propia identidad.

Este tema, como decíamos, tan característico de la novela europea del siglo XX encuentra, a

mi juicio, uno de sus precedentes en la obra galdosiana, siempre tan abierta a las complejas

realidades políticas, sociales y psicológicas de un presente que actuaba como impulso de su

pasión literaria.

El carácter del individuo recibe el golpe devastador de las nuevas circunstancias, que

desbaratan los planes de supervivencia del miserable usurero y del noble intransigente. Miseria

e intransigencia, cuando se tienen posibles o se carece de ellos, respectivamente, son

singularidades idiosincrásicas inasumibles en la sociedad burguesa, donde el dinero abre todas

las puertas y los enlaces interclasistas están a la orden del día porque benefician a unos con el

prestigio de un apellido y a otros, con la abundancia de la industria y el comercio (o de la

usura).

Las novelas de Torquemada, dedicadas a la vida y milagros de un usurero tacaño y

despiadado, fueron escritas por Benito Pérez Galdós entre 1889 y 1895, el periodo de su

plenitud creadora.

El Madrid isabelino y de los primeros años de la Restauración sirve de marco a las andanzas

de un personaje memorable, de esos que, como Don Quijote o el Lazarillo de Tormes, han

dejado una huella profunda en nuestra literatura. Torquemada posee una serie de rasgos típicos

(tacañería, pragmatismo, tosquedad) que lo sitúan en la estela del tipo de avaro tradicional que

hace su fortuna a costa de los pobres.

Galdós no renuncia a caricaturizar las obsesiones y manías de aquél, a pintarlo con los

colores propios de la imaginación popular, destacando su carácter híbrido, terrible y cómico al

mismo tiempo. Pero el principal descubrimiento literario del escritor canario, lo que le permitió

convertir a Torquemada de tipo en personaje, radica en el potencial narrativo que tiene el

argumento histórico para la novela realista.

El usurero “no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo XIX” pues

“viviendo en una época que arranca de la desamortización, sufrió, sin comprenderlo, la

metamorfosis que ha desnaturalizado la usura metafísica”. La faceta fundamental de esta

“metamorfosis” que separa al Peor de los “avaros de antiguo cuño” se descubre en uno de los

hechos históricos más definitorios del mundo contemporáneo: el enlace de una nobleza

arruinada y una burguesía pujante.

El matrimonio entre Torquemada y Fidela, que con sus hermanos Cruz y Rafael ha

sobrevivido en la miseria muchos años tras el declive de su aristocrático linaje, arroja a don

Francisco en las manos de la dulce e inexorable Cruz del Águila, cuyo mayor empeño es

devolver una posición desahogada y honorable a la familia y transformar al tacaño en un

prohombre con título nobiliario, cargo público y prestigio social.

Los instintos, las costumbres y el habla de Torquemada, su segunda naturaleza, más real

que la biológica, chocarán una y otra vez contra la sensatez espartana de Cruz, conciencia viva

de las obligaciones que demanda la nueva situación tanto a nobles como a plebeyos.

VIII Congreso Galdosiano

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En la tercera de las novelas del ciclo (Torquemada en el purgatorio), la necesidad histórica

que mueve los hilos de la narración enfrenta a su mediadora, Cruz, con dos naturalezas

contrariadas por el cambio que se está operando en la sociedad. Aparte del avaro, Rafael del

Águila, el hermano ciego que siempre se opuso al matrimonio de Fidela por considerarlo una

indignidad, representa la voz de un pasado extinto, el “fin de una raza” sobre la que se eleva

“la dinastía de los Torquemada, vulgos prestamistas enriquecidos”.

La visión de este hecho, de que “la nobleza esquilmada” busque “el estiércol plebeyo para

fecundarse y poder vivir un poquito más”, desencadena “una batalla formidable” entre él y su

hermana mayor en la que el ciego combate en nombre de “la dignidad de la familia, el lustre de

nuestro nombre, la tradición, el ideal”, mientras que Cruz lo hace en nombre de “la existencia

positiva, el comer después de tantas hambres, lo tangible, lo material, lo transitorio”.

La ciega resistencia de Rafael a traicionarse a sí mismo, a su clase, a los recuerdos y

tradiciones que cimentan su identidad, termina derivando en un instinto homicida y resentido

que se dirige contra la plebe de los “burgueses groseros y viciosos”. Conviene citar las palabras

que Galdós pone en boca de Rafael para constatar la agudeza del novelista español a la hora de

pintar la figura del noble airado:

Cándido —le dice Rafael— tú, que eres joven y tienes ojos, has de ver cosas

estupendas en esta sociedad envilecida por los negocios y el positivismo. Hoy por

hoy, lo que sucede, por ser muy extraño, permite vaticinar lo que sucederá. ¿Qué pasa

hoy? Que la plebe indigente, envidiosa de los ricos, los amenaza, los aterra y quiere

destruirlos con bombas y diabólicos aparatos de muerte. Tras esto, vendrá otra cosa,

que podrás ver cuando se disipe el humo de estas luchas. En los tiempos que vienen,

los aristócratas arruinados, desposeídos de su propiedad por los usureros y traficantes

de la clase media, se sentirán impulsados a la venganza..., querrán destruir esa raza

egoísta, esos burgueses groseros y viciosos, que después de absorber los bienes de la

Iglesia, se han hecho dueños del Estado, monopolizan el poder, la riqueza, y quieren

para sus arcas todo el dinero de pobres y ricos, y para sus tálamos las mujeres de la

aristocracia...Tú lo has de ver, Cándido; nosotros, los señoritos, los que, siendo como

yo, tengan ojos y vean dónde hieren, arrojaremos máquinas explosivas contra toda esa

turba de mercachifles soeces, irreligiosos, comidos de vicios, hartos de goces infames.

Tú lo has de ver, tú lo has de ver.

El carácter desapacible y huraño de Rafael, especie de Edipo en Colono exiliado en un

mundo que aborrece, complementa en clave trágica los cómicos desafueros que sufre el Peor al

verse obligado a asumir un papel totalmente opuesto a sus inclinaciones: el de un hombre de

mundo manirroto y espléndido capaz de encender al auditorio con un discurso plagado de

frases huecas y rimbombantes.

El viento de la historia barre “los despojos de la nobleza hereditaria” y los usos de aquellos

“avaros de antiguo cuño que afanaban riquezas y vivían como mendigos”. Rafael y

Torquemada son las víctimas, trágica y cómica, del cambio histórico.

El primero pertenece a una estirpe de personajes de gran calado en la novela europea, la de

los aristócratas que experimentan el declive de sus linajes y mundo con un sentimiento que

oscila entre el estoicismo de un Don Fabrizio y la abulia de un teniente Trotta. Rafael, sin

embargo, representaría una tercera actitud, la del noble airado que, antes que resignarse o

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dejarse morir, opta por rebelarse contra la historia con “máquinas explosivas” aunque ello

implique su transformación en un loco desesperado.

Torquemada, por su parte, personifica una variación típicamente española dentro del género

de los advenedizos pues, en vez de disfrutar, padece hasta cierto punto su promoción a las

alturas sociales. Galdós hizo posible esta paradoja tomando como modelo de arribista no a un

burgués típico de la España del XIX, sino a un tipo consagrado en el arte español desde muchos

siglos antes.

El Peor no procede de la sociedad burguesa que tan bien describió Galdós, sino de una

dilatada tradición popular y artística que, con igual intensidad que la visión histórica

galdosiana, reverdece y se prolonga en sus novelas.

Final

Voy terminando, y espero que este repaso de mis intereses galdosianos, muy polarizado en

la fascinación y el ejemplo de un auténtico creador de personajes, sea ilustrativo de mi

admiración por él.

Hablaba al comienzo del enorme crédito que para Galdós tuvo la ficción, de la convicción

con que construyó su universo imaginario. Polarizar mi interés en sus personajes, en la

significación de los mismos, me parecía también una cierta respuesta al descrédito de la ficción

que actualmente padece la novela, lo que no deja de ser el colmo de la contradicción.

Hay quien dice que el exceso de realidad en que vivimos, acosados por los medios de

comunicación, contribuye al descrédito de la ficción, ya que son muchos los escritores que

involucran su yo, los avatares autobiográficos, como materia de sus narraciones,

convirtiéndolas en una continuidad de sus vivencias. La realidad de sus vidas; no la conquista

en lo ajeno en que siempre estuvieron comprometidos los grandes narradores, ese más allá de

la realidad que con frecuencia concierne al lado oscuro de lo que somos y que expresan tantos

personajes del patrimonio imaginario. La realidad mirada desde ese otro lado, desde el espejo

que la refleja o contiene, con los cambios o variantes que el propio espejo ha podido ofrecer en

la narrativa del XX, en un camino de complejidad que acuñó miradas simbólicas o metafóricas.

Galdós ahora mismo no sólo sigue vivo como fuente de vida en la eternidad de sus

personajes, también sigue siendo esa luz que remite a un modo de inventar la vida para hacerla

más perenne y verdadera.