LA SOMBRA ALARGADA DEL QUIJOTE EN LAS

NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS

María del Prado Escobar Bonilla

Introducción

Antes de que nos adentremos en el asunto específico de esta ponencia y a fin de evitar que

se hagan ustedes demasiadas ilusiones acerca del alcance y de la profundidad de la misma, he

de confesarles que no estoy ni mucho menos especializada en la investigación cervantina; en

cambio, sí creo ser una lectora asidua, recalcitrante podría decirse, de la obra narrativa de

Cervantes y especialmente del Quijote, esa novela que Javier Cercas recientemente ha

calificado como la “más divertida, más sabia, más noble, más insumisa, más emocionante y más

limpia de que hay noticia”.1

No debe extrañar, pues, que los críticos contemporáneos del novelista así como los de las

generaciones inmediatas procuraran explicar primordialmente tanto la dimensión histórica de la

producción galdosiana, como la fidelidad al natural de la descripción de ambientes y

costumbres incluidas en su narrativa, o la precisión psicológica con que hubiera sido diseñada

la personalidad de sus criaturas ficcionales. Sin embargo, a partir de los años sesenta del siglo

pasado, conforme se fueron divulgando las posiciones teóricas de Bajtin, Kristeva o Genette

entre otros, el análisis de la novela empezó a enfocarse desde perspectivas más cercanas a los

propios textos, a fin de que se hicieran patentes no sólo los materiales lingüísticos empleados

Declaradas pues, mis carencias en lo que a los estudios cervantinos

se refiere, no extrañará que la indagación que este trabajo propone no sea el resultado de

minuciosas erudiciones sino que se base tan sólo en la lectura atenta del Quijote, así como en

la de unos cuantos relatos galdosianos, porque pretende únicamente analizar las relaciones

entre los textos respectivos de ambos autores, a fin de revelar cómo el más moderno de ellos

se ha sentido concernido por la obra del anterior y ha sabido extraer de la misma consecuencias

muy provechosas para su propia escritura.

La ingente producción narrativa de Benito Pérez Galdós proporciona a sus lectores ante

todo un cuadro amplio y complejo de la sociedad española del siglo antepasado

minuciosamente descrita, a tenor del designio al que parece ajustarse la labor creadora de un

autor que ya desde sus primeras novelas, daba la impresión de haberse propuesto responder a

la pregunta “¿cómo es España?”.2 Por eso no parece exagerado en absoluto comparar su obra

de madurez con “una gran ventana sobre la vida española”, de suerte que cuando el lector se

asome a ella, tenga la seguridad de que en el vasto panorama divisado “nada se escamotea o

disimula”.3 Incluso la opinión del propio Galdós, formulada a la altura de 1897, cuando ya era

un escritor plenamente consagrado, apuntaba en esta dirección, según se advierte en aquellas

palabras tantas veces repetidas de su discurso de ingreso en la Real Academia:

Imagen de la vida es la novela y el arte de componerla estriba en reproducir los

caracteres humanos [...] y el lenguaje que es la marca de la raza, y las viviendas que

son el signo de la familia y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la

personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de la balanza entre la

exactitud y la belleza de la reproducción.4

VIII Congreso Galdosiano

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en su construcción, sino también la naturaleza y la disposición de los hilos narrativos que se

hubieran empleado para ir entretejiendo su trama. En consonancia con estas tendencias los

estudios de los galdosistas ha venido reflejando un interés creciente por la escritura del autor y

por las estrategias, notablemente sutiles y complicadas a veces, con arreglo a las cuales han

sido organizados los diversos aspectos de su novelística a lo largo de los títulos que componen

su copiosa producción, tal como puede advertirse en tantos trabajos de Francisco Ayala,

Stephen Gilman o Ricardo Gullón, por no citar sino algunos nombres fundamentales entre

aquellos que han contribuido a demostrar cuán importante era, en orden al mejor conocimiento

de la obra literaria de Galdós, la consideración de tales cuestiones.

Lógicamente, al centrar su atención en el estudio del texto en sí mismo, muchos

investigadores actuales y hasta los propios creadores, si se les ocurre reflexionar acerca de su

quehacer, subrayan la importancia que reviste la averiguación de cuantas referencias a la

literatura anterior se hayan incorporado al discurso narrativo y hayan llegado a formar parte

indisoluble del mismo; en consecuencia resulta bien pertinente la constatación de que el

novelista está tomando sustancia para su cuento de otro perenne y subterráneo manantial en el

que todos bebemos desde temprana edad: el de la literatura existente antes de que él se pusiera

a contar y a cuyas resonancias jamás escapa.5

Mientras se mantuvo el apogeo de la tendencia realista/naturalista, sin embargo, no

abundaban las reflexiones de esta índole, porque las técnicas utilizadas en la elaboración de la

novela apenas merecían consideración o análisis, según he apuntado al principio; es más, ni

siquiera los novelistas de entonces se detenían demasiado en la aclaración de tal tipo de

cuestiones cuando teorizaban sobre su propia labor creadora. Ello se debía entre otras razones

a que el empleo frecuente de procedimientos de carácter transtextual en una novela —al poner

de manifiesto la ficcionalidad de la misma— tenía la virtud de enturbiar, por así decirlo, su

transparencia en cuanto espejo de la sociedad en que se insertaba y, precisamente proporcionar

un reflejo fiel de aquélla era —no lo olvidemos— la finalidad principal a que debía tender

cualquier relato para los seguidores de la mencionada escuela. Estos planteamientos críticos

continuaron en la práctica sustentando la investigación sobre la novela decimonónica hasta

bastante después de que pasara la moda naturalista; pues, aunque ya resultara habitual afrontar

el estudio de las obras del siglo XX desde los nuevos enfoques más formalistas, persistía una

cierta renuencia a aplicar idénticos criterios al análisis de la producción narrativa

inmediatamente anterior. Por todo ello es relativamente reciente la pretensión de explicar de

manera sistemática la importancia que los recursos técnicos propios de la literatura en segundo

grado alcanzan en la obra galdosiana, aunque también puede constatarse cómo los

planteamientos de esta naturaleza parecen atraer a un cada vez mayor número de estudiosos.

Entre los muy abundantes textos de variados autores cuya presencia resulta posible

documentar en la escritura del novelista canario, probablemente sea la voz de Cervantes la que

resuene con mayor frecuencia a través de sus páginas, como advertirá sin duda cualquier

desocupado lector a poco familiarizado que esté con la gran novela del manco;6 en

consecuencia, podemos suscribir la apreciación de Francisco Ayala, cuando afirma:

Literalmente Galdós aprendió a novelar leyendo el Quijote. Por mucho que en su obra

cuenten los estímulos de los grandes novelistas europeos [...] tuvo que regresar a la

fuente común para llegar a ser “novelista moderno”.7

La sombra alargada del Quijote…

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Desde luego, la admiración de Galdós por Cervantes resulta incontestable a la vista de las

innumerables referencias a la historia del héroe manchego como salpican su producción entera,

aunque no todas ostenten idéntica relevancia pues, según el mismo crítico, en ella se encuentra

tanto “la más superficial y obvia imitación” como pasajes en los cuales salta a la vista que el

canario ha sabido aprovechar para su propia invención “los más sutiles secretos de la

refinadísima técnica desplegada en la elaboración del Quijote”; ahora bien, fueron sin duda las

novelas de la etapa iniciada a partir de 1881 englobadas por el mismo Pérez Galdós en el

apartado que correspondía a la por él llamada “segunda manera”, las que muestran un

desarrollo mayor y más original de las consecuencias narrativas a que conduce su devoción por

Cervantes y hasta tal punto ésta resulta patente que “su obra mengua o crece en la medida en

que él se niega o se abre al quijotismo”.8 Pues bien, en esta ponencia procuraré documentar la

presencia del Quijote en la escritura galdosiana mediante el estudio de unos cuantos ejemplos

que me han parecido muy significativos.

Efectivamente, cualquiera que frecuente la narrativa galdosiana puede comprobar que las

referencias a don Quijote constituyen una constante a lo largo de la producción entera de

Galdós, si bien tales reminiscencias no sólo son de diversa entidad artística según advertía

Ayala, sino que, además, el sentido al que apunta con ellas el escritor canario varía a lo largo

del tiempo, pues, como indica Alan Smith “su concepto del héroe cervantino cambia y crece a

lo largo de su carrera [...] desde una apreciación alegórica a otra mítica”.9 Por eso las

abundantes alusiones al ingenioso hidalgo que pueden encontrarse en las novelas publicadas

entre 1881 y 1889 esconden una intencionalidad muy distinta a la que subyace en las

evocaciones quijotescas de obras escritas a lo largo de la década siguiente. Así pues, si la

locura de Tomás Rufete y los desarreglos mentales de sus hijos (La desheredada), o las

fabulaciones de Alejandro Miquis y los desvaríos de su tía Isabel Godoy (El doctor Centeno),

todos los cuales encierran transparentes alusiones al caballero de la Mancha sustentadas en una

visión negativa de éste y de sus desbocadas fantasías, pueden interpretarse como alegoría del

trastorno colectivo que aquejaba por entonces a la sociedad española, las alteraciones psíquicas

de personajes como Nazarín, Benina, o el moro Almudena apuntan ya en una dirección por

completo diferente. Y es que el autor ha pasado de considerar la imaginación como rémora

para la acción y, por ello, fuente principal de la decadencia española, a pensar que tal vez no

haya que descartar del todo a “la loca de la casa” a la hora de buscar remedio para “los males

de la patria”.

Ahora bien, este trabajo se mueve en un nivel más descriptivo que interpretativo y en

consecuencia procurará dar cuenta de las relaciones transtextuales entre Galdós y Cervantes,

así como de la rentabilidad narrativa obtenida del empleo de la literatura en segundo grado

mediante el análisis de los pasajes concretos en que se haya utilizado tal procedimiento, pero

no va a profundizar en sus implicaciones ideológicas.

Referencias quijotescas de carácter general

Parece necesario —antes de explicar las reminiscencias concretas y precisas del Quijote

en determinados fragmentos de la novelística galdosiana— señalar cierta afinidad

temperamental, por decirlo así, muy abarcadora y general entre Cervantes y Galdós, la cual se

advierte fundamentalmente gracias a una similitud bastante perceptible en el tono adoptado

casi siempre por cada instancia narrativa ante las respectivas historias relatadas; se trata de ese

peculiar sesgo humorístico en la presentación tanto de los asuntos cuanto de los personajes que

sin duda aproxima la escritura galdosiana a la cervantina, o de esa afición por los juegos

VIII Congreso Galdosiano

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metaficcionales, tan característica de las voces narrativas presentes en el Quijote, que Galdós

también prodiga generosamente, pese a que su empleo pudiera restar objetividad naturalista a

la novela.

Los pasajes donde mejor se advierte la afición galdosiana por los referidos artificios suelen

aparecer en el comienzo y en la terminación de las novelas; recuérdese a este respecto el

sorprendente arranque de El amigo Manso, encabezado por una paradójica frase del yo

narrador: “Yo no existo”, así como el final del relato en que el personaje, “después de muerto

continúa hablando desde las nubes”.10 No se olvide tampoco que, a mayor abundamiento, el

pago por el relato de su historia acordado entre el protagonista y el escritor consiste en una

divertida amplificación de aquel texto donde el autodenominado “segundo autor” del Quijote

ajusta al traductor morisco prometiéndole “dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo” (I, 9,

109). La impronta cervantina aparece asimismo en el comienzo de Torquemada en el

Purgatorio, pues las referencias de la voz que asume el relato a los supuestos autores que se

han ocupado de referir la biografía de don Francisco Torquemada, remiten sin duda al juego de

las múltiples fuentes consultadas por el narrador, para ofrecer a los lectores la materia

novelesca según se lee en los primeros capítulos del Quijote. Ahora bien, entre todos estos

autores descuella enseguida uno llamado “el licenciado Juan de Madrid”, que se convierte en el

informante principal y pasa a desempeñar a lo largo de toda la ficción un papel análogo al

adjudicado a Cide Hamete Benengeli a partir del capítulo noveno del Ingenioso hidalgo.

Mayor importancia aún adquieren tales procedimientos en el comienzo de Nazarín, cuya

primera parte, integrada por cinco capítulos, constituye un marco metaficcional, en que el

narrador explica cómo topó con el personaje y decidió contar su historia; es decir, traslada el

interés del lector desde el cuento relatado a los problemas planteados por el propio hecho de

contarlo. Todo ello encierra, me parece, una reelaboración muy libre de lo que ocurre a lo

largo de la mayor parte del capítulo noveno del Ingenioso hidalgo, tantas veces recreado por

Galdós, donde se refieren las peripecias del narrador principal hasta que encontró el manuscrito

arábigo y decidió hacérselo traducir.

Las últimas páginas de muchas novelas galdosianas pueden relacionarse con el final del

Quijote porque el novelista canario ha sabido aprovechar de muy variadas maneras ese colofón

metaliterario con que, después de haber referido la muerte de su héroe, Cide Hamete Benegeli,

dirigiéndose a su pluma, se extiende en consideraciones acerca de la falsificación de Avellaneda

y reitera en fin la intención “de poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y

disparatadas historias de los libros de caballerías” (II, 74, 1223) que le ha guiado al escribir su

obra. Pues bien, en bastantes ocasiones, Galdós aprovecha la narración de los momentos

posteriores a la muerte de alguno de sus protagonistas para introducir reflexiones que incidan

en el dominio de la metaficción; así ocurre en el final de El doctor Centeno, cuando Felipe y

don José Ido del Sagrario fueron conversando sobre la novela por entregas mientras

acompañaban el entierro de Alejandro Miquis; algo parecido encuentra el lector en el pasaje en

que Segismundo Ballester y el crítico Ponce exponen sus opiniones respectivas acerca de la

novela y de la forma en que debería contarse en el último capítulo de Fortunata y Jacinta,

durante “el largo trayecto de la Cava al cementerio, que era uno de los del Sur”11 en donde

Fortunata iba a recibir sepultura.

También se me antoja indudable la filiación quijotesca de la sistemática parodia de un

determinado tipo de literatura y de los procedimientos con que tal parodia se realiza.

Efectivamente, así como Cervantes manifestó, desde el prólogo de la Primera Parte hasta la

última página de la Segunda, su propósito de “deshacer la autoridad y cabida que en el mundo

La sombra alargada del Quijote…

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y en el vulgo tienen los libros de caballerías” (I, 18), Pérez Galdós se propuso de manera muy

deliberada educar estéticamente a los lectores de su tiempo para que rechazasen las

complicaciones y truculencias de la narrativa folletinesca y de los dramones postrománticos tan

en boga por entonces. Ya en 1870, al redactar su artículo Observaciones sobre la novela

contemporánea en España, el joven escritor mostraba su preocupación por estas cuestiones,

cuando señalaba la hipertrofia de la que llamaba “novela de impresiones y movimiento”, que, a

su juicio, puede fabricar con extrema facilidad “cualquiera que haya leído una novela de Dumas

y otra de Soulié” y contraponía este subgénero a “las admirables obras de arte que produjo

Cervantes y hoy hace Carlos Dickens”.12

Las consecuencias prácticas de tales planteamientos teórico-críticos se plasmaron

principalmente y de muy diversas maneras en las novelas que fueron publicándose a lo largo de

la década de los ochenta, en las cuales —mediante la libre aplicación de la fórmula cervantina

consistente en emplear las estrategias narrativas de los libros de caballerías para hacer más

eficaz la censura de los mismos— se apropia de los recursos característicos de la narrativa

popular para mejor lograr sus propósitos satíricos. Por eso el enfrentamiento entre el folletín y

la novela realista constituye una constante de la peculiar disposición de la materia narrativa en

casi todos los títulos del periodo mencionado. Resulta bien significativo a tal respecto que la

mayoría de los personajes desequilibrados que desfilan por estas novelas, además de haber

nacido en la Mancha, se hayan dado a la lectura de los folletines con el mismo fervor con que

don Quijote devoraba las historias de los caballeros andantes y, al igual que el hidalgo,

procuren interpretar sus respectivas existencias en clave literaria. Así la protagonista de La

desheredada está convencida de sus derechos a la casa de Aransis no sólo en virtud de los

documentos que su tío el Canónigo había falsificado, sino también porque las novelas

populares presentaban frecuentemente casos portentosos de niños abandonados que al final

solían ser reconocidos como hijos de algún prócer.

Sin embargo, tal vez sea Tormento, publicada en 1884 el mejor ejemplo de la gran

rentabilidad narrativa que puede alcanzarse mediante la traslación de la estructura paródica

propia del Quijote, a las expectativas de los lectores decimonónicos. En efecto, la historia

referida por Galdós puede leerse como un folletín irónico, de suerte que, al haberse

establecido, como ha estudiado Alicia Andreu, una relación dialógica entre la novela realista y

el relato folletinesco, aquélla se organiza de acuerdo con las convenciones literarias propias de

éste; de ahí que su asunto gire en torno a dos huerfanitas pobres y bellas, cuya virtud, sin

embargo, contraviniendo el tópico de la literatura popular, resulta más que dudosa13 y de ahí

también las sorpresas que depara el desarrollo de la trama, como por ejemplo el aparente

suicidio de la heroína (T. II, 116).

La cruzada que Galdós libró contra la narrativa popular, claro trasunto de la crítica

sistemática de los libros de caballerías que se hace en el Quijote, le llevó a crear a un

enloquecido escribidor de folletines disparatados que reaparece en varias novelas de este

periodo, para hacerle portavoz de los convencionalismos propios del subgénero objeto de sus

censuras. En efecto, después de su presentación como maestro en la terrible escuela regentada

por don Pedro Polo, dentro del universo ficcional de El doctor Centeno, las distintas

comparecencias de don José Ido del Sagrario ofrecen al lector ocasión de visualizar el

contraste entre la narración realista y la novela por entregas. Al final de la obra mencionada

declara don José su intención de escribir “una de esas máquinas de atropellados sucesos que no

tienen término, y salen enredados unos en otros, como los hilos de una madeja” (DC, I, 1468),

pues bien, a partir de este pasaje cada vez que reaparece la figura del folletinista estamos

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autorizados a suponer que surgirá la dialéctica entre ambos subgéneros, traída a colación de

mil maneras diferentes y siempre plausibles; así ocurre muy por extenso en el primer capítulo

de Tormento, cuando se presenta el reencuentro de Felipe con Ido; también en el capítulo final

de Lo prohibido el narrador protagonista a quien el ex educador sirve de amanuense debe

impedirle que añada “algunos perfiles y toques de maestro” (LP, II, 439), vale decir rasgos

folletinescos, al relato autobiográfico que aquél estaba redactando; por último, la presencia del

citado personaje recurrente en Fortunata y Jacinta sirve para introducir en el seno de la ficción

realista toda la supuesta historia del Pituso condimentada al gusto de la novela popular, tal y

como se refiere de forma discontinua desde el capítulo octavo al décimo de su primera parte.

La recreación galdosiana de la muerte de don Quijote

Ahora bien, tras estas consideraciones de carácter general, permítanme que dirijamos

nuestra atención a un par de textos concretos del autor canario, para indagar de qué diferente

modo un mismo pasaje del Quijote ha sido reelaborado en cada uno de ellos. Procuraremos a

partir de ahora analizar las referencias hipertextuales a la muerte de don Quijote tal como se

presentan en dos novelas: Ángel Guerra, publicada en 1892 y Halma, que apareció en 1895.

Si queremos proceder con cierto orden en el mencionado análisis será menester iniciarlo con

una observación detenida del hipotexto común al que remiten los dos fragmentos galdosianos,

a fin de deslindar sus principales rasgos narrativos, pues aquél constituye el primer término de

la comparación que habrá de establecerse. Recuérdese por tanto, cómo antes de encararse con

el relato de la enfermedad y muerte de don Quijote, el lector ha encontrado en diversos lugares

del texto cervantino episodios que parecen prefigurar algunas de las circunstancias que

rodearán este decisivo acontecimiento. A tal respecto, cabe señalar un pasaje mínimo, pero

significativo a mi juicio; en efecto, apenas empezada la novela, durante el escrutinio de la

biblioteca del protagonista, el cura elogia calurosamente la Historia del famoso caballero

Tirante el Blanco, entre otras cosas porque en ella los caballeros “mueren en sus camas y

hacen testamento” (I, 103). El lector atento que recuerde estas palabras, percibirá un eco de las

mismas cuando, transcurridos sesenta y siete capítulos se le informe de que don Quijote, a

pesar de haber estado expuestos a innumerables peligros, ha acabado sus días tan sosegada y

cristianamente como los héroes de Martorell. Sin embargo, la preparación narrativa no remota

sino próxima de la muerte del hidalgo manchego hay que buscarla en una serie de pasajes

discontinuos que la van anunciando a lo largo de los diez últimos capítulos de la obra, a partir

de la derrota que le infligió el Caballero de la Blanca Luna en la playa de Barcelona, según se

cuenta en el capítulo sesenta y cuatro, donde se indica entre otras cosas que don Quijote

aceptó la orden de su vencedor prometiendo volver a casa y renunciar a sus caballerías por

espacio de un año (II, 1157-1161). De este punto arranca el paulatino declive físico y

psicológico del personaje desde que le llevaron a casa de don Antonio Moreno, donde

permaneció seis días “marrido, triste, pensativo y mal acondicionado” (1163) hasta que, al final

del capítulo penúltimo llega a su casa y les dice a la sobrina y al ama: “Llevadme al lecho, que

me parece que no estoy muy bueno” (1215).

Ahora bien, una vez expuesto este dilatado proceso anunciador de la muerte del héroe

cervantino, llega el capítulo setenta y cuatro (1215-1223) titulado De cómo don Quijote cayó

malo, del testamento que hizo y su muerte en el cual se refieren unos cuantos sucesos y se

describen las circunstancias que los rodearon, todo lo cual constituye la falsilla hipotextual

sobre la que se erigen los pasajes galdosianos objeto de nuestro estudio. Menciona en primer

lugar el narrador el origen no demasiado claro de la enfermedad de don Quijote, debida tal vez

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a “la melancolía que le causaba el verse vencido”, o achacable quizás a una tan imprecisa como

socorrida “disposición del cielo”; en cualquier caso la consecuencia fue que “se le arraigó una

calentura” (1215) maligna y pertinaz que en poco tiempo le llevó a la muerte. Circunstancias

relevantes consignadas en este pasaje y que también aparecerán en las recreaciones galdosianas

del mismo, son la mención de los amigos y familiares en torno al lecho del enfermo, así como

la referencia a la visita del médico que, tras un somero reconocimiento, le desahució (216). El

relato de los últimos días de don Quijote hace hincapié además en un detalle muy significativo

—recogido también por el autor canario— efectivamente, se informa al lector de la engañosa

mejoría que experimentó el moribundo, el cual despertó, después de haber dormido

tranquilamente durante varias horas, y ante todos sus deudos rechazó el error en que había

vivido (1216-1217) ; a continuación el hidalgo recibió los auxilios espirituales, otorgó

testamento y por fin, “entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron dio su espíritu,

quiero decir que se murió” (1221), indica el narrador.

Las dos novelas cuyos textos ofrecen otras tantas reelaboraciones de la muerte de don

Quijote, al relatar la de alguna de las criaturas ficcionales que en cada una de ellas interviene,

no aprovechan todos los elementos narrativos anteriormente enumerados en igual medida, ni

tampoco se sirven de ellos para aplicarlos a objetivos idénticos; sin embargo en ambas resulta

esencial la presentación de un personaje a las puertas de la muerte ante quien se abre la

posibilidad de arrepentirse de sus yerros, o, tal vez convendría decir mejor, del equivocado

planteamiento a que se ha ajustado su existencia.

Ángel Guerra, contiene el primero de los pasajes a que me voy a referir. Se trata de una

ficción muy extensa dividida en tres partes, a lo largo de las cuales el narrador omnisciente va

dando cuenta de los sucesos protagonizados por el personaje epónimo, del proceso de sus

amores así como de la compleja evolución espiritual que experimenta; todo lo cual culmina en

el relato de su muerte. Con la pormenorizada presentación de este acontecimiento se cierra la

línea circular que ha descrito la peripecia vital de Ángel Guerra, a cuya apertura había

procedido el narrador, cuando en el primer capítulo —que lleva el título “Desengañado”,

premonitorio en cierto sentido— presentaba al personaje llegando a su casa herido y hacía

saber al lector que durante el tiempo de su forzada inactividad, atendido abnegadamente por su

amante Dulcenombre Babel, reconoció el engaño encubierto en sus convicciones

revolucionarias, las cuales le habían acarreado aquel percance:

—Paréceme que despierto de un sueño de presunción, credulidad y tontería y que me

reconozco haber sido en ese sueño persona distinta de lo que soy ahora... en fin, el

error duele pero instruye [...] en la edad peligrosa cogiome un vértigo político,

enfermedad de fanatismo, ansia instintiva de mejorar la suerte de los pueblos, de

aminorar el mal humano... resabio quijotesco que todos llevamos en la masa de la

sangre [...] No me atrevo ya a decir que es glorioso dar la vida por esa idea; no me

atrevo a clamar venganza. La idea está tan derrengada como sus partidarios y no

puede tenerse en pie. (AG, III, 16-17)

La evolución psicológica de Ángel puntualmente relatada a lo largo del primer capítulo que

culmina en su desencantado rechazo de la acción política, tiene lugar durante los días de

reposo a que le obligó su brazo herido en la fallida intentona revolucionaria y puede

considerarse una prefiguración de su última enfermedad originada también en la grave herida

que le han infligido sus asesinos. Así pues el temprano desengaño de sus ideales cívicos deberá

ser interpretado como un ensayo del definitivo reconocimiento de otra equivocación mucho

VIII Congreso Galdosiano

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más profunda y difícil de aceptar, la cual, una vez asumida, no le deja más escape que la

muerte; paralelamente, y ya en el nivel del discurso, al narrador sólo le restará concluir la

novela en cuanto se acabe la vida de su criatura ficcional. Por esto había hablado hace un

momento de que la existencia de este personaje describe una línea circular claramente reflejada

en la disposición de la novela.

De otro lado, las repetidas referencias al Quijote van preparando la reelaboración

hipertextual de la muerte del caballero bastante antes de que se relate el final de Ángel Guerra.

Así se pondera la fascinación que el protagonista de la obra siente por Leré diciendo que “ante

ella rendía la voluntad y el alma toda, como el caballero andante ante la señora ideal de sus

pensamientos” (AG, III, 194) y en otra ocasión indica el narrador: “Jamás caballero de los que

iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho soñó en su dama ideal

atributos de belleza y virtud tan peregrinos como Ángel en su monja soñaba” (AG, III, 225).

Igualmente significativas de este paralelismo entre ambos personajes son las menciones de los

desarreglos psíquicos que aquejan a Ángel desde los delirios de la fiebre (AG, III, 23), o la

prolija relación de sus pesadillas recurrentes (AG, III, 51) hasta las alucinaciones referidas en

diversos pasajes de la tercera parte (AG, III, 251, 252, 263), todo lo cual sin duda debe leerse

como un atemperado recuerdo en clave realista de la locura de don Quijote.

Bien anclado, pues, el personaje galdosiano en tales coordenadas quijotescas, en el último

capítulo el narrador explica las circunstancias en que se produjo su muerte, sobrevenida no a

causa de enfermedad alguna que hubiera ido minando su organismo, pues en esto se aparta

Galdós del relato cervantino, sino como resultado de los navajazos de Policarpo Babel (AG,

III, 338). Sin embargo, dado que la muerte no se produjo inmediatamente después del ataque

del asesino, las páginas finales de la obra refieren el lento declinar del herido y llevan la

atención del lector a los mismos elementos destacados en el capítulo 74 del Quijote, es decir, la

presencia de los amigos y parientes, el diagnóstico pesimista del médico, las disposiciones

testamentarias y la confesión del moribundo. Sin embargo, la reminiscencia cervantina más

evidente se encuentra en el explícito reconocimiento por parte del protagonista del error en

que ha transcurrido la etapa final de su vida; en efecto, así como don Quijote recupera la razón

poco antes de morir y abomina de su locura caballeresca, Ángel confiesa que su fervor místico

y sus anhelos de fundador no eran sino la sublimación del amor bien humano que sentía por sor

Lorenza:

—Declaro alegrarme de que la muerte venga a destruir mi quimera del dominismo, y a

convertir en humo mis ensueños de vida eclesiástica, pues todo ha sido una manera de

adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo

cautivaba y lo cautiva ahora y siempre. Declaro que la única forma de aproximación

que [...] me satisface no es la mística, sino la humana, santificada por el sacramento, y

que no siendo esto posible, desbarato el espejismo de mi vocación religiosa... (AG,

III, 340)

Es decir, que si el hidalgo a punto de expirar reconoció la falsedad de los ideales

caballerescos, que habían impulsado sus tres salidas en busca de aventuras, este caballero a lo

divino de la novela galdosiana, confiesa en análogo trance y también ante testigos, el engaño

que encerraban sus aspiraciones eclesiásticas.

Todavía más rentable a efectos narrativos me parece el aprovechamiento del pasaje

cervantino que presenta la muerte de don Quijote en las páginas de Halma, publicada pocos

La sombra alargada del Quijote…

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meses después de Nazarín, a la que complementa en más de un aspecto. A lo largo de esta

historia protagonizada por doña Catalina de Artal, condesa de Halma, interviene de manera

bastante destacada un personaje, el cura don Manuel Flórez, la narración de cuyo fallecimiento,

ocurrido tras una breve enfermedad, constituye el segundo de los textos que se analizan en este

trabajo. La muerte del padre Flórez, que no es el protagonista de la novela, se cuenta hacia la

mitad de ésta, concretamente al finalizar la tercera de las cinco partes de que consta. Tal vez se

deba a la relativamente escasa relevancia del personaje dentro del numerosísimo censo de

criaturas novelescas creadas por Galdós, el hecho de que esta figura no haya atraído demasiado

la atención de la crítica especializada, la cual, tampoco ha señalado, que yo sepa, la evidente y

muy pormenorizada recreación hipertextual de los pasajes donde se cuentan los últimos

momentos de don Quijote, que encierra la descripción minuciosa de los síntomas reveladores

de la decadencia física y espiritual que precedió a la muerte de don Manuel.

Así como el deterioro experimentado por don Quijote había empezado a raíz de su derrota

en la playa barcelonesa, el de don Manuel Flórez tiene su origen en otro tipo de claudicación

no externa, sino íntima y sólo perceptible por el propio personaje, que se siente disminuido

ante los audaces proyectos fundadores de doña Catalina, pero que, sobre todo reconoce en su

fuero interno la inanidad de su virtud mundana y de buen tono en comparación con la auténtica

imitatio Christi representada por la peripecia del curita manchego recluido en el hospital

penitenciario, según se desprende de las siguientes palabras:

Si don Manuel Flórez inició sus visitas al místico vagabundo don Nazario Zaharín por

complacer a su señora y soberana, la condesa de Halma-Lautemberg, pronto hubo de

repetirlas por cuenta y satisfacción de sí mismo [...] Y cada vez salía el buen

presbítero social más confuso, porque la persona del asendereado clérigo se iba

creciendo a sus ojos, y al fin en tales proporciones le veía, que no acertaba a formular

un juicio terminante. (H, III, 616-617)

A partir de este momento asiste el lector al desarrollo del proceso psicológico

experimentado por el distinguido sacerdote cortesano, que iba dejándose ganar por la

desoladora insatisfacción que le producía su cómoda existencia pequeño burguesa a medida

que profundizaba en el conocimiento de Nazarín y de los planteamientos radicalmente

evangélicos a que había obedecido la conducta de éste, por la cual estaba siendo sometido a

juicio. Al presentar las angustiosas cuestiones de conciencia en que se debatía don Manuel el

narrador no olvida señalar los diferentes hitos que en esta interior vía dolorosa iban surgiendo:

En mala hora se metió don Manuel Flórez en conferencias de exploración espiritual

con el apóstol andante, porque siempre salía de la celda medio trastornado, ya

creyendo ver en Nazarín la mayor perfección a que puede llegar alma de cristiano, ya

viéndole y juzgándole como un ser dislocado, completamente fuera del ambiente

social en que vivía. (H, III, 622)

Pronto advertimos cómo gracias a la intencionada adjetivación empleada para calificar a

Nazarín —“asendereado clérigo”, “apóstol andante”— se consigue mantener activa la

analogía, procedente de la novela anterior, entre este personaje y el hidalgo de la Mancha, pero

tal vez se nos pase por alto que las indicaciones acerca del creciente malestar que embargaba a

don Manuel Flórez conforme menudeaban sus visitas al cura vagabundo, remiten también a un

texto quijotesco, a aquél en que se presenta el melancólico declinar de don Quijote, después de

su derrota ante el Caballero de la Blanca Luna. En efecto, tras indicar que el sacerdote

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cortesano “llegó a perder el apetito, cosa de extraordinaria novedad en él; dormía mal y se le

desmejoró el rostro” (H, III, 622) explica el narrador que todo ello debería atribuirse a causas

psicológicas, concretamente a reconocerse vencido por la superior virtud de don Nazario:

Quizás su bondad se resintió de haber encontrado una bondad superior [...] el

repentino encuentro de un ser ante el cual alguna de las energías de su alma tenía que

hacer reverencia le puso quizás de mal talante [...] Sin duda Flórez empezó a conocer

que se había tasado en algo más de lo que realmente valía. Como era recto y noble

acababa por conformarse diciéndose: “Bueno, Señor, bueno. Yo creí ser de lo

mejorcito y ahora resulta que hay quien me da quince y raya”. (H, III, 622-623)

El declive de la salud del personaje galdosiano, que también muestra su analogía con el

texto cervantino respecto de esta circunstancia, avanzaba con bastante rapidez, según notaban

sus amigos. Sin embargo la escueta concisión del hipotexto ha sido sustituida en el caso de

Halma por una amplia descripción de los síntomas con que iba revelándose el mal que

atenazaba a don Manuel, según parece lógico esperar en una novela compuesta con arreglo a

las normas de verosimilitud y precisión exigidas por la poética del naturalismo.

Ahora bien, creo que donde la referencia cervantina salta a la vista de forma más clara es en

el relato bastante pormenorizado de los últimos momentos de la vida del personaje, el cual tras

una discusión muy acalorada que había mantenido con el marqués de Feramor, hermano de la

protagonista, se sintió muy mal, logró a duras penas llegar al portal de su casa y allí cayó al

suelo presa de un terrible ataque. Precisa el narrador que en aquel trance el ama y la sobrina

—que vivían con el anciano sacerdote y cuidaban de su casa, circunstancia esta nada casual por

cierto, sino recordatorio bastante explícito con el que situar a los lectores en un ámbito

quijotesco— fueron quienes le recogieron y se encargaron de acostarle a lo largo de una

escena que supone la reconstrucción more realista del sucinto pasaje con que termina el

capítulo penúltimo del Quijote. En tal sentido se pueden interpretar asimismo algunos otros

detalles del texto que estamos considerando, como por ejemplo, la indicación de que, tras un

sueño reparador, don Manuel Flórez despertó lleno de conformidad con la voluntad divina y

consoló “al ama y la sobrina, que una a cada lado del lecho le contemplaban atribuladas”.

(H, III, 628)

Tampoco falta para subrayar el parentesco con el Quijote la descripción de la escena en que

don Manuel recibió los auxilios espirituales, así como la referencia a sus disposiciones

testamentarias; pero me interesa mucho más destacar otra similitud con el hipotexto

cervantino; me refiero a la explícita abjuración de sus errores que realizó el moribundo, como

hiciera don Quijote, al despertar de un sueño reparador. También el personaje galdosiano

confesó ante sus familiares y amigos el error radical de su vida, pero —a diferencia de Alonso

Quijano que rechazó los disparates cometidos a impulsos de sus ideales caballerescos— se

arrepintió precisamente de la excesiva cordura a que había ajustado su existencia: “He visto

que no sirvo, que he llegado a la vejez sin hacer en el mundo nada grande” (H, III, 628) decía

amargamente el enfermo y un poco después se dolía por lo tibio de su caridad a la que

comparaba con “un fuego pintado con llamaradas de almazarrón como las de los cuadros de

ánimas”. (H, III, 629); por último, muy poco antes de morir resumía así don Manuel la

mediocridad de su vida:

Nada hice de gran provecho: entrar, salir, saludar, consejos vanos... charla, etiqueta,

buena vida, sonrisas... bondad pálida... ¿Sufrir? Nada... ¿Sacrificios? Ninguno...

La sombra alargada del Quijote…

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¿Trabajos? Pocos. [...] Yo no he inspirado nada, nada grande... Todo pequeñito,

todo vulgar... No fui bueno, ni fui santo; fui...simpático, ¡ay de mí!, simpático.

(H, III, 638)

Como no se trata del protagonista, la desaparición del padre Flórez no lleva aparejado el

final de la novela la cual se completa con otras dos partes que centran el interés del lector en la

realización de los proyectos fundadores de doña Catalina, en las dificultades con que ésta fue

tropezando hasta llegar a la feliz solución a sus problemas propuesta por Nazarín, que

paradójicamente demuestra mucho más sentido común que los demás.

Quiero pensar que no han sido inútiles estas observaciones acerca del aprovechamiento

hipertextual del final del Quijote, pues han servido para que comprobemos cómo de la

referencia al mismo pasaje cervantino pueden extraerse dos conclusiones distintas y aun

contrapuestas; porque si la muerte de Ángel Guerra evoca la de don Quijote mediante un

paralelismo bastante directo —ambos personajes se arrepienten de sus respectivos ideales— la

de don Manuel Flórez pone de relieve una abjuración inversa, podríamos decir, ya que éste se

duele amargamente de haber evitado cualquier compromiso demasiado radical y rechaza la

cordura acomodaticia a que siempre había ajustado su conducta.

Basten estos ejemplos un tanto desordenadamente aducidos para justificar el título de mi

trabajo; parece evidente, en efecto, que la sombra del Quijote se proyecta en las novelas de

Galdós, a veces muy perceptible e intensa, tenue y como diluida en otras ocasiones. Me

interesaba sobre todo subrayar que la narrativa madura del canario, además de constituir un

reflejo fiel de la sociedad española, casi nunca deja de proporcionar una colección muy

considerable de referencias a la gran novela de Cervantes, así como una sostenida reflexión

acerca del arte de narrar, circunstancias ambas que reclaman de continuo la atención del lector

recordándole a cada paso muy cervantinamente, por cierto, la ficcionalidad del texto que tiene

ante sus ojos.

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NOTAS

1 El País Semanal, 7, 11, 2004, p. 10.

2 J. Casalduero, Vida y obra de Galdós, 1961, Madrid, Gredos, p. 45.

3 J. F. Montesinos, Galdós II, 1968, Madrid, Castalia, p. XIII.

4 “Discurso del Sr. D. Benito Pérez Galdós” en Discursos leídos ante la Real Academia Española, 1897,

Madrid, Estudios y Tipografía de la viuda e hijos de Tello, p. 9.

5 C. Martín Gaite, El cuento de nunca acabar, 1994, Barcelona, Círculo de lectores, p.50.

6 Las citas del Quijote proceden de la edición preparada por Francisco Rico, Barcelona, Crítica, 1999. En

cuanto a las de las novelas galdosianas están tomadas de los tres volúmenes de Obras completas, Madrid,

Aguilar, 1981, 1990 y 1982 respectivamente. Entre paréntesis se indicará en romanos el número del

volumen y en arábigos el de la página, precedidos de las iniciales del título de la novela en cuestión.

7 F. Ayala, Galdós y Unamuno, 1973, Barcelona, Seix Barral, p. 72.

8 J. F. Montesinos, Galdós II, 1968, Madrid, Castalia, p. XI.

9 “La imaginación galdosiana y al cervantina” en Textos y contextos de Galdós, 1884, edición de J. W.

Kronik y H. S. Turner, Madrid, Castalia, p. 164.

10 L. Alas, “Clarín”, Galdós novelista, 1991, Barcelona, PPU, p.100.

11 B. Pérez Galdós, Obras completas. Novelas, vol. II, 1990, Madrid, Aguilar, p. 977.

12 B. Pérez Galdós, Prosa crítica, 2004, Madrid, Espasa, p.13.

13 A. Andreu, Modelos dialógicos en Galdós, 1989, Ámsterdam / Philadelphia, John Benjamins Publishings

Company, se ha ocupado sagazmente de tales cuestiones.