RAZÓN FUNDAMENTAL E IRRACIONALISMO
EXPRESIVO EN LAS ÚLTIMAS OBRAS DE
PÉREZ GALDÓS
Yvan Lissorgues
Es este un título muy frío, muy académico, que en un primer momento no parece
corresponderse con la tonalidad general de las obras que son aquí objeto de atención,
Casandra, El caballero encantado, La razón de la sinrazón y a las que debería añadirse
algunos Episodios nacionales de la quinta serie, La Segunda República particularmente. El
lector de cualquier época acostumbrado a la transparencia mimética de las novelas del gran
realismo del siglo XIX, y sin picar tan alto el mero lector ingenuo, expresarán, su sorpresa,
después de una primera lectura, acudiendo a calificativos como truculento, fantástico,
extravagante, cuando no delirio de abuelo. Y así fue el caso, incluso, como se sabe, de parte de
estudiosos serios e ilustrados. Por cierto, si Casandra, novela dialogada en cinco jornadas,
puede ser tildada de truculenta, en el sentido etimológico de que asusta por la crueldad y el
dramatismo, ni más ni menos en suma que Doña Perfecta, no puede calificarse de estrafalaria,
a pesar del ínsólito episodio final, el que podría titularse: “Doña Juana rediviva” y que es un
caso interesante para ilustrar un debate en torno a lo fantástico, lo maravilloso o lo
sobrenatural. En cambio, El caballero encantado y La razón de la sinrazón dejan
transparentar a cada paso la bondadosa sonrisa de un Galdós que se deleita en contar cuentos
fantasiosos a sus racionales lectores-niños, para que éstos se deleiten y aprendan. Casi podría
decirse que estas novelas son obras de un autor parecido al franciscano cronista de la historia
de Tarsis, como lo fue Cide Hamete de la de don Quijote, un franciscano descalzo de quien
dice el narrador del “Cuento real... inverosímil” titulado El caballero encantado que “si el tal
dejó fama de trolista, inventor de cuentos para la infancia, también la tuvo de gran teólogo y
comentador de los sagrados libros”.1 Estas últimas novelas muestran que también Galdós sabe
inventar troles, gigantes y monstruos, bien castizos si no escandinavos, y diablos y brujas de
todas layas y si no tiene fama de teólogo la tiene de experto en Historia, de gran amigo de los
libros, sagrados a su modo algunos como El Quijote, el Persiles, etc, de la literatura española
y europea y de buen conocedor de la sociedad de su tiempo como de las más recientes teorías
científicas, que cunden por la Europa de aquellos tiempos.
Por todo lo cual y a pesar del buen humor, algo rabelaisiano, de estas obras, es obligación
“científica” atenerse a la frialdad del título elegido. Está claro, en efecto, que a Galdós le
impulsa la voluntad racional de dar una visión totalizadora de la sociedad española de
principios del siglo xx, en la que obra, según su visión, una desatada sinrazón maléfica que
trastorna el mundo social y político y también le empuja el deseo ideológico de proponer
soluciones. A tanto llega la sinrazón que una representación humana, social e histórica de la
realidad, que sólo fuera fruto de la razón fundamental no podría ser sintética, sino sólo
metonímica y aún en el caso más logrado. Para el autor, parece que lo mejor, o por lo menos lo
más eficaz, es situar la representación en el terreno mismo de la sinrazón; es decir que hay que
romper el “stendhaliano” espejo de la mímesis y acudir a formas literarias irracionales. Prueba
de que así fue, es la confesión que don Benito le hizo a Teodora Gandarias antes redactar El
caballero encantado, diciendo que ha hecho una selección de textos castellanos con el fin de
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encontrar para su novela “una forma fantástica, extravagante, algo por el estilo de los libros de
caballería, que desterró Cervantes, y que a mí en guasa, se me ha ocurrido rematar”.2
Lo que me propongo estudiar es esa forma que el mismo Galdós califica de “fantástica,
extravagante”, rozando previamente para aclarar las cosas el debate en torno a la insuperada y
tal vez insuperable cuestión de lo fantástico.
No volveré sobre lo principal, es decir, el resultado de la intencionalidad de representar la
“sociedad presente”, ya conocido por bien estudiado; sobre este punto remito a los valiosos
trabajos de Gustavo Correa,3 de Julio Rodríguez Puértolas,4 de Yolanda Arencibia,5 y a otros
estudios publicados en las Actas de los últimos Congresos Galdosianos de las Palmas de Gran
Canaria.6 Es que desde el momento en que Lieve Behiels, al clausurar su sugestivo trabajo
sobre el proceso iniciático del héroe en las últimas novelas galdosianas, manifestó el deseo de
ver estudiadas esta obras “a partir de lo que efectivamente se puede leer en ellas y no a partir
de lo que los críticos quisieran que fuesen”, se ha superado el descrédito en que rotundos
juicios de eminentes críticos habían envuelto la producción novelesca del último Galdós.7
Incluso los sorprendentes aspectos formales de esas novelas, después del pionero estudio de
1977 de Francisco Ynduráin sobre El caballero encantado,8 empiezan a sucitar interés. Los
estudios historicistas citados atrás, tan justificados y tan aclaradores, no se han focalizado
realmente en ellos; pero nunca debe olvidarse que “la forma por ser forma es fondo”, según la
fórmula aforística de Gonzalo Sobejano. Varios trabajos relativamente recientes han
alimentado mi reflexión sobre el irracionalismo como modo de expresión en estas novelas.
Citaré: “El mito de la aventura del héroe...”, antes citado de Lieve Behiels, la “metaparodia”
estudiada por Assunta Polizzi,9 “el componente fantástico” profundizado por Rosa Eugenia
Montes Doncel a partir de la presencia intertextual del Quijote y sobre todo, y es lo nuevo, del
Persiles y de la novela bizantina.10
El primer problema que plantea la forma literaria de estas novelas, particularmente El
caballero encantado y La razón de la sinrazón, atañe al vocabulario ¿Es lícito calificarlas de
fantásticas o de maravillosas como hacen algunos estudiosos? Lo fantástico, que no debe
confundirse con lo maravilloso, es, en efecto, una “categoría” muy controvertida, a la que no
han conseguido poner el punto final las reflexiones de quienes han intentado teorizarla. De fácil
aplicación es, en cambio, la rotunda definición de Todorov, según la cual lo fantástico es el
momento de vacilación de una conciencia que sólo conoce las leyes naturales al encontrarse
frente a un fenómeno sorprendente y no explicable de inmediato. Si hay una explicación
racional, es decir, si se impone la conciencia de que se trata de una ilusión, de un producto de
la imaginación, de un sueño, se disuelve la angustia ante lo desconocido, se reconoce que las
leyes del mundo siguen iguales, y, desde luego, no puede hablarse de fantástico. Pero si el
fenómeno ínsólito se impone como una realidad, debe admitirse que ésta va regida por leyes
desconocidas, y entramos en un mundo nuevo, sobrenatural, maravilloso; entonces deberíamos
dejarnos llevar , como Alicia, a un país de las mil maravillas, que por ser maravilloso no es
fantástico.11 Ante el mundo de El caballero encantado y de La razón de la sinrazón, no
vacilamos ni un momento, porque el tejido de las inverosimilitudes nos aparece como mero
juego literario al servicio de la evidente intencionalidad de representar la sociedad presente; es
lo que dice, en cierto modo, el subtítulo de El caballero encantado, “Cuento real...
inverosímil”. Estas obras, pues, no son fantásticas y si se califica tal cual episodio de fantástico
sólo será en el sentido de fantasioso. Igual puede decirse de lo maravilloso; aun cuando
encontremos en una obra todos los ingredientes de lo maravilloso, en el sentido de
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sobrenatural, faltará siempre la fe, la creencia de que es verdad lo que se da por maravilloso.
Por su parte Antonio Risco, que no acepta la recortada definición de Todorov anteriormente
evocada, hace un minucioso análisis de la literatura fantástica de lengua española,
particularmente de las Leyendas de Bécquer, y ofrece un precioso aparato metodológico para
el estudio de este tipo de relato, pero como las novelas que estudiamos no entran globalmente
en ninguno de los marcos delimitados, no encontramos en este valioso trabajo solución al
esencial problema terminológico planteado.12 Tampoco la encontramos en el mejor trabajo,
tanto erudito como teórico, sobre la literaturas fantásticas y maravillosas, el de Irène Bessière:
Le récit fantastique. La poétique de l'incertain, aunque abre aclaradores perspectivas de
reflexión sumamente útiles.13
Lo mejor, pues, será atenernos a las denominaciones que el mismo Galdós da como claves
en los subtítulos de las dos últimas obras: “cuento” es El caballero encantado y “fábula” La
razón de la sinrazón; fingidos cuentos para la infancia con peso de real enseñanza para lectores
racionales o fábulas estrafalarias con intención didáctica y moraleja (o moralejas). Pero era
necesario el corto rodeo por el bosque teórico de lo fantástico para no perderse en las ramas
de unas ficciones extraordinarias, que remiten más o menos a lo onírico.
Señalaré sin insistir que la enunciación es un indicio para situar al narrador con respecto a lo
contado y por tanto medir su grado de implicación en la narración, sin olvidar que puede
colocarse en el campo ficcional de la ironía. Por ejemplo, el mero hecho de calificar los
acontecimientos en los epígrafes de los capítulos dice que el que cuenta se otorga cierta
superioridad y desde luego que está fuera de lo contado. El narrador de El caballero
encantado, imitando ostensiblemente el del Quijote, desgrana en los títulos el vocabulario de lo
maravilloso: “sucesos increíbles”, “prodigiosos y disparatados fenómenos”, “inauditos
sucesos”, “extraordinarias visiones”, etc., como suele hacerlo un pregonero en calle o plaza o
mejor como un Maese Pedro erguido cerca del tablado. Lo contado es un espéctaculo
montado por quien cuenta. No puede haber fantástico ni maravilloso, sino sólo tal vez como
imitación o pastiche, es decir como espectáculo, como juego, como fábula.
Antes de examinar algunos aspectos de las dos últimas novelas galdosianas consideradas
como fábulas, o como cuentos, cuentos de hadas, puede ser interesante fijarnos en algunos
casos particulares de ambigüedades literarias presentes en estas mismas obras, así como en
algunos episodios de Casandra, Misericordia y en el cuento Celín. Pueden tomarse como
reducidos ejemplos ilustrativos de lo que Irène Bessière llama “la poética de lo incierto” para
definir de manera esencial el relato fantástico. Si lo incierto, lo indeterminado, lo misterioso es
consubstancial a la literatura fanástica o fabulística, es ínsolito cuando surge en un relato de
tonalidad realista como lo son, más o menos, Casandra y Misericordia.
La poética de lo incierto
Uno de los últimos episodios de Casandra, el que he titulado “Doña Juana rediviva”, es la
representación de cómo reaccionan varios personajes de distintos niveles culturales y,
podríamos decir, racionales, ante un acontecimiento extraordinario y permite reanudar el
debate entreabierto atrás sobre lo fantástico y lo maravilloso. De concocer a Casandra,
Todorov podía acudir al episodio para ilustrar su teoría.
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Casandra mató a doña Juana, una déspota más odiosa aún que doña Perfecta y que
enquistada en un catolicismo cerrado y ciego compensa sus frustraciones tiranizando con
crueldad a sus familiares.
Un día, aparece en el atrio de la iglesia de Santa Eironeia (Santa Ironía, todo un programa
en una palabra disfrazada de griego), una mendiga muda que es imagen viva de la difunta doña
Juana. Ante tal aparición, el estupor es general y en todos los que han conocido a doña Juana
hay este momento de vacilación de la razón de que habla Todorov. El recelo es general, pero
cada personaje reacciona a su manera. Clementina, sobrina de doña Juana, vacila, se cree presa
de “su flaca imaginación”, pregunta a los que son más ilustrados que ella si “vuelven los
muertos”; va de nuevo a la iglesia para sacarse de la duda pero el parecido es tan perfecto que
queda sumida en el terror; aunque buena católica, lo sobrenatural no le es familiar, y debe de
sentir la aparición como un presagio, una amenaza, un castigo, el horror absoluto por
inexplicable; no puede conciliar Clementina “su devoción farisaica y sus terrores
supersticiosos”. En cambio, Pepa, la asistenta, “nacida y criada en el pueblo bajo, angosta de
criterio y ancha de superstición, cree, como en Dios, que la vieja mendiga es doña Juana, y que
por su grande influencia en el Purgatorio ha obtenido esta señora difunta permiso para venirse
de paseo a nuestro mundo y asustar gravemente a su familia y herederos.” Pepa no tiene
miedo, hasta, según cuenta su compañero Insúa, trata de echar un parrafito con su ama y le
trae golosinas.14 Para Rogelio, hijo ilegítimo del marido de doña Juana, especialista en
demonios y en ciencias ocultas (como veremos en otro apartado), la vuelta de Juana es natural,
según, entre otras explicaciones, el dogma budista: “La figura que has visto es 'Sucot-Bérith',
la envidia, los celos, la avaricia...”.15
La voz de la razón, el autor la pone, no sin humor, en boca de Insúa, ex-administrador de
doña Juana; el mortal, dice, no ve las almas, “como no sea por sutileza especial del aparato
óptico, excitado por la imaginación y ésta por la conciencia.16
La reacción más rica de enseñanza es la de Ismael, marido de Rosaura, un ingeniero, un
científico... Se las hecha de hombre fuerte, afirma que no cree en brujas, pero en presencia de
la “aparecida” siente pavor. Como científico observa a la mendiga, y cree ver que ésta actúa en
su indigencia como doña Juana en su riqueza, que camina con su palo como su tía con su
bastón... No sale de su confusión e intenta dejar el problema tal como está, declarando “la
imposibilidad de trazar las fronteras entre el mundo visible y el de ultratumba”. Como los
buenos positivistas, decide que “lo mejor será no pensar en ello”. “Deja en paz —se dice a sí
mismo— a tu magín, criado y robustecido en los problemas de la cantidad y la exactitud. Los
vivos a la vida...”.17
Como se ve, el episodio de “doña Juana rediviva”, tomado en su aspecto metaliterario, es
una contribución ilustrativa al debate sobre lo fantástico y lo sobrenatural.
Ni decir tiene que para el narrador no se trata de un fenómeno sobrenatural, sin embargo
ante el insólito acontecimiento no deja transparentar su opinión; en las didascalias se limita a
subrayar lo extraordinario del caso, hablando de la “misteriosa vieja”, de la “espantable figura”
o llamándo “visión” a la mendiga. Indecisa queda, pues la conclusión: cada personaje ve y
piensa lo que puede y punto final.
De paso, debe señalarse el sentido simbólico del episodio, sugerido en sentido figurado por
un personaje, Zenón, antes de que aparezca la mendiga: “Doña Juana vuelve del Purgatorio
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—dice— para quitarnos lo que, contra su voluntad, poseemos legalmente”18 y reforzado por
el juicio general expresado por el autor en un artículo a propósito de las ideas y de las formas
de la España vieja. “Las disputamos muertas, y vemos que no acaban de morir. Las enterramos
y se escapan de sus mal cerradas tumbas. Cuando menos se piensa, salen por ahí cadáveres”.19
Más insólito y turbador, desde el punto de vista literario, es el episodio de don Romualdo en
Misericordia por la total indeterminación del caso. El autor deja totalmente abierto el misterio
entre la ficción, la mentira, inventada por Benina y la realidad de la historia contada por el
narrador. En plena novela realista, estamos aquí delante de un caso deliberado de “poética de
lo incierto”. El don Romualdo que aparece realmente en la novela, no es el don Romualdo
imaginado, por necesidad, pero con muchos elementos individualizadores que hacen de él un
verdadero personaje de ficción, que a Benina se le hace familiar. Si para el lector queda entero
un misterio imputable al autor, para Misericordia la situación es una poética incertidumbre,
“hechura del demonio”, pues este Romualdo que le da comida “no es el don Romualdo que yo
inventé, sino otro que se parece a él como se parecen dos gotas de agua. Inventa una cosas que
luego salen verdad, o las verdades antes de ser verdades, un suponer, han sido mentiras muy
gordas.”
Hasta en El caballero encantado, parece que casi de igual manera está jugando Galdós con
la poética de lo incierto, pues al final de la novela se desliza la idea de que todas las aventuras
vividas por el héroe mientras está encantado podrían ser un sueño. Como han notado Paloma
Andrés Ferrer y Miguel Jiménez Molina, Tarsis se duerme en un banco cubierto de terciopelo
en casa de Becerro y al salir de la pecera, al final de la aventura, le dice el caballero Alzor:
“Vayamos a Madrid penetrándonos de que esto no es más que un despertar, un abrir y cerrar
de ojos, que nos pone delante el mundo que desapareció al cerrarlos por cansancio... o del
sueño”.20 Es una eventualidad sólo sugerida por el personaje; el narrador no se atreve a
corroborarla, pues el peso de las aventuras quitaría credibilidad a tal explicación, pero queda la
duda, la indecisión.
Otro caso de indeterminación estructural, de poesía de lo incierto, es el cuento Celín. Al
terminar el cuento, después de extraordinarias y vertiginosas aventuras, que encuentran su
punto final cuando los cuerpos de los dos jóvenes se estrellan rebotando en cincuenta mil
pedazos, Diana se despierta en su lecho, en su alcoba del palacio de Pioz. El cuento es, pues, la
narración de un sueño, a pesar de haber empezado, como El caballero encantado, por un
relato situado en un espacio supuestamente real aunque en un tiempo impreciso, que por el
ambiente y algunas alusiones parece remontarse a la época de la Nanita; ambiente en el que
desafinan una serie de anacronismos chillones puesto ahí como en guasa. Diana y su mágico
guía, que de niño crece hasta llegar a ser atractivo mozo, como crece el deseo discreta y
poéticamente sugerido, revolotean en su vuelo iniciatico por la selva de las mil maravillas de un
lenguaje desbocado con fuición pero controlado por el freno de una razón disimulada que sabe
adónde va. La meta de la razón fundamental, en este cuento, es la exaltación de la vida en la
línea del carpe diem: “Vive, ¡oh Diana!, y el amor honesto y fecundo te deparará la felicidad
que aún no conoces”. Es de subrayar que Galdós escribe Celín en 1887 cuando termina
Fortunata y Jacinta... Recordarlo excusa comentario.
¿Fantástico este cuento? Sí, pero sólo en la medida en que lo son los de Charles Perrault.
Igual pregunta e igual respuesta merece El Caballero encantado y también forzando un poco
La razón de la sinrazón, aunque ni por un momento se nos ocurre reducir estas densas y
frondosas novelas a ningún cuento, por más rico que sea. Lo que sí hay que decir es que
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estamos, en unos y otros casos, en la forma poética de lo incierto. Pero no hay forma sin
fondo, y si aquí la forma vagabundea es para ampliar el campo en que obra la razón
fundamental.
El caballero encantado y La razón de la sinrazón como cuentos alegóricos o como fábulas
Sin pretender colocar en el mismo nivel, desde el punto de vista artístico, las dos últimas
obras de Pérez Galdós, es lícito situarlas en la categoría de una forma libre, desconectada de la
obligación de transparencia que la estética realista asigna a una mímesis limitada por el
necesario efecto de realidad. Pero no se debe perder de vista que lo real no se disuelve, al
contrario. Al paso de los protagonistas, Gil y Pascuala en El caballero encantado o Atenaida y
Alejandro en La razón de la sinrazón, se dibujan los campos de Castilla con la misma
intensidad poética que en los poemas de Antonio Machado, en los cuadros de Ignacio Zuloaga
o de José Gutiérrez Solana, o en las descripciones de Camino de perfección de Baroja. Con
igual fuerza sobresalen tanto los mecanismos de explotación de los humildes por los Gaitines y
Gaitones, es decir caciques y cacicones, como las madejas de corrupciones de los Dióscoros y
Pánfilos, financieros y políticos chanchulleros y sin escrúpulos. Toda la España de la época
accede al escenario como han mostrado los estudios evocados atrás.
¿Cómo? Poniendo en el crisol de la imaginación todos los recursos intertextuales oportunos.
Dejaré de lado, por estudiados, los que proceden de cierta tradición literaria hispánica a la que
Galdós estuvo siempre muy apegado, la que se ha formado en torno al romancero, a Juan de la
Encina, al Quijote, al Persiles, etc. Me limito a poner de relieve algunas líneas de fuerza, en
torno a las cuales se organizan las imágenes-ideas que brotan de una imaginación creadora
caleidoscópica.
La primera es tal vez la que traza el viaje iniciático de las dos parejas protagonistas, Gil y
Pascuala, Atenaida y Alejandro. Y sobre este aspecto remito al trabajo, iniciático a su modo,
de Lieve Behiels. Sólo cabe recordar que el tortuoso viaje de dos amantes que se buscan es el
argumento predilecto de la novela bizantina, revivificado en varias obras, entre las cuales la
más notable es El Persiles, y sobre todo subrayar que en El caballero encantado y por cierto
en otras novelas, incluso modernas, este argumento es el vector del tema del deseo, del deseo
amoroso, y por ende de la vida. En esta novela y con menos vigor en La razón de la sinrazón
la persecución amorosa es el motor novelesco, por decirlo así, del relato y, aunque tradicional
puede dar lugar, como vemos, a una lectura muy moderna del deseo en la época en que se
escribe la novela.
Por encima de todo, en las dos obras funciona una instancia superior, de forma
sobrenatural, una especie de dios de la máquina literaria, que en un caso no es dios sino diablo
y en el otro una entidad en cuerpo de mujer, que obra como hada y hasta de hada tutelar de los
dos protagonistas.
En El caballero encantado, la Madre es sólo eso, la Madre con mayúscula, no se llama Clío
ni Mariclío como en los Episodios Nacionales, lo que formalmente atenúa su carácter míticoalegórico;
todo tiende, en efecto, a humanizarla. Es una figura de gran plasticidad que pasa,
según las circunstancias, de noble señora, a quien llaman doña María, a mendiga harrapienta,
llamada doña Sancha o doña Berenguela, hasta tomar forma de la “real” duquesa de Mio Cid,
como creen Tarsis y Azlor, a no ser que esta última encarnación sea otro caso de lo poético
indeciso. Pero no es nunca esa Mariclío, de quien se burla un poco el narrador de los
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Episodios, viéndola calzada con vulgares pantuflas o con empingorrotados coturnos. La Madre
es cariñosa con todos, solícita, bondadosa como las buenas hadas de los cuentos y si castiga es
siempre con mano suave y para bien del sujeto y para bien de la colectividad. Su poder es
mágico; puede volar por los aires con su hijo Gil-Tarsis para aleccionar al profano,
enseñándole la geografía de la patria, espejo de la historia; puede multiplicar para los
hambrientos los panes y las perdices, como encantar a los que merecen encantamiento
regenerador. Todo lo tiene preparado, incluso la pecera, especie de esclusa de descompresión
para encantados restituidos a la vida normal, espacio superrealista de la narración lleno de
poéticas intuiciones y sobre el cual habrá que volver.
En La razón de la sinrazón la finalidad es la misma: mostrar que la razón no rige el mundo,
sino que reina, tanto en Ursaria21 como en el campo, la sinrazón, es decir, el afán ciego y sin
freno de poder, de riqueza; lo cual engendra corrupción, engaño, injusticia. En principio, el
demonio debería ser quien condujera el baile de los malos para precipitar la caída, como en la
novela panfletaria de 1921 de Georges Anquetil titulada Satan conduit le bal.22 Es todo lo
contrario.
Arimán y sus dos traviesos acólitos, son demonios, ellos tienen el poder mágico,
sobrenatural, propio de la instancia suprema de este mundo literario, producto de la
imaginación creadora. Son demonios modernos, van vestidos de paisano como cualquier
ciudadano, cortejan a las mozas, comen y beben en tabernas, se divierten haciendo travesuras.
El único rasgo que tienen en común con Satán, según La historia del diablo de Daniel Defoe23
es que no tienen domicilio; surgen de improviso de la nada, precedidos por un viento más o
menos fuerte, para actuar en los sitios donde domina la sinrazón. En esta fábula teatral, donde
una línea de fuerza del relato es, algo así como en El Caballero encantdo, el acercamiento
amoroso de Atenaida y Alejandro, los demonios, Arimán, Nadir y Zafranio son los magos
capaces, ayudados por las brujas, de hacer milagros para engañar a los poderosos del banco y
del ministerio, de montar el episodio grotesco en sumo grado de la aparición de Helena, mujer
que fue de Alejandro, de producir el terremoto que sacude Ursaria y permite que la pareja
Atenaida-Alejandro emprenda su viaje, verdaderamente iniciático a partir de este momento,
por el campo. En cierto modo, son demonios tutelares, que favorecen a los únicos buenos que
hay en el mundo corrompido de Ursaria. De aquí arranca uno de los sentidos simbólicos de la
obra: hay mal peor que el de los demonios y de las brujas de mala catadura, es la sinrazón, que
no es obra de Satán, sino de Dióscoro y de sus cómplices. El mal es el hombre preso de la
codicia y que para satisfacerla es capaz de los peores engaños, de las peores fechorías. El mal
es el hombre que no se guía por la ética, por la razón. Debe añadirse que Atenaida, si no tiene
poderes sobrenaturales, es, como la diosa de la razón Atena que reinaba en Atica, dotada de un
extraordinario don de videncia, que le permite captar las intenciones, tanto de los hombres
como de los diablos. Es la alegoría discreta de la razón humana, cuyo papel en la fábula parece
simbólicamente limitado por el peso de la sinrazón. Pero la razón triunfa al final, en una arcadia
campestre donde Atenaida, si no planta el olivo símbolo de paz y de prosperidad como hace
según el mito la diosa Atena, ayuda a cultivar el trigo, símbolo también de prosperidad y
de paz.
En El caballero encantado, está claro que la Madre es una alegoría de la Historia de
España, una historia presente en el paisaje y presente en el espacio temporal de un momento
preñado de futuro. Gracias a ella, a la alegoría, y a la perspicacia del narrador todos los
problemas de la época en torno a la regeneración, a la crisis social afloran de cara al futuro.
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Todo eso se sabe ya, pero no creo que se haya dicho con suficiente claridad que es gracias a
una forma original, maravillosa, fabulística, una forma de cuento de hada, capaz de decir
mucho y de sugerir más que cualquier mímesis analítica, una forma que, por su sincretismo,
permite alzar cualquier “realidad” al plano simbólico, como los vestigios de Numancia, el león
o el perrazo de Becerra, o autoriza la pintura de recortadas estampas simbólicas, como la del
labrador, la del musculoso obrero de la cantera o el cuadro final de La razón de la sinrazón,
que prefiguran carteles de lo que se suele denominar realismo socialista cuando debería
llamarse idealismo socialista.
La fábula favorece, más que la novela supuestamente realista, la integración en el tejido
literario de la onomástica mitológica y de la demonología. Al respecto, es de interés comparar
a Casandra con La razón de la sinrazón. De paso habrá que notar que si Galdós es experto en
historia, menos lo es en demonios. También podemos interrogarnos sobre la elección de
Casandra como nombre de la protagonista de la novela epónima, pues ésta no se precia de
vidente; apuñala a doña Juana y libera la colectividad de un tirano, como Judit degolló a
Holofernes para salvar la ciudad de Betulia. Casandra debía llamarse Judit, pues como se dice
en la novela “es la Judit de la edad moderna”. En cambio en La razón de la sinrazón el
personaje de Atenaida es pertinente refejo de Atena, diosa de la razón. En la novela Casandra,
el demoniógrafo es Rogelio; él es quien “estudia las diferentes especies de diablos que se alojan
en las personas dañinas” y da a éstas el nombre del diablo que les corresponde. Cebrián, el
administrador de doña Juana, es Baalbérith, uno de los más poderosos príncipes del infierno; el
marqués de Yébenes, encarnizado defensor de lo intereses de la Iglesia, es Thamuz, dios
sumerio demonizado; Insúa es Moloc, nombre que no figura en el diccionario de los demonios,
pero de quien dice Rogelio que es” el mejor y más servicial de los diablos”, “conocedor y
guardián de los tesoros ocultos”, pero Moloc era un dios de los fenicios y de los cartaginenes.
Doña Juana es Decaberia y Sucot-Bérith, según Rogelio, que precisa que Decaberia, “es
maestra en la magia y en todas las sutilezas y perfidias que cabe imaginar”, pero no explica qué
representa Sucot-Bérith. Bérith es un demonio mentiroso de voz persuasiva, pero Sucot, es
sólo una festividad bíblica. En La razón de la sinrazón, el jefe de las fuerzas infernales se llama
Arimán; pero Arimán no es diablo; en el Libro Sagrado de los Persas era el señor de la mentira
y de la sombra, opuesto a Ormuz, señor de la luz. Sorprende también que se haga de Astarté la
“diosa de los infiernos”, cuando se sabe que en la mitología griega es la diosa del amor y de la
prosperidad.
Todo eso suena en estas novelas a demonología vacilante y sobre todo añadida. Lejos
estamos de la artística escenificación del diablo en Fausto, en obras de Gérard de Nerval y etc.,
y sin ir tan lejos en “El diablo en Semana Santa” de Clarín, muy lejos también del satanismo,
más o menos relacionado con el ocultismo de ciertos sectores del movimiento de los
decadentes franceses de la época, tanto los reaccionarios como Jean Lorrain para quien Satán
es el espíritu de las hordas proletarias, como los refinados... Sin embargo, en El caballero
encantado hay, en torno al erudito Becerro, como un eco del satanismo, pero tan atenuado que
no se sabe si es antiguo o moderno.
Es que en esta novela, de modo más significativo que en otras, afloran aspectos de la
modernidad cultural y científica, evocados a veces por el narrador; en otros casos, parece que
el mismo autor es quien toma la palabra para hacer el oportuno comentario.
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Elementos de modernidad en las últimas obras galdosianas
El predomio de la tradición cultural y literaria hispánica en la materia intertextual novelada,
no cierra el paso a los modernos vientos del Norte que, si bien no se derraman, vivifican
situaciones, reactivan viejos debates o sugieren explicaciones derivadas de las más modernas
teorías psicológicas y aun psicoanalíticas. En cuanto a novedad literaria, hay un episodio, el de
la pecera, que puede prefigurar el arte superrealista. Y todo dentro de la tonalidad general de
la novela, es decir, en guasa y como quien no quiere la cosa. Como ejemplos, pues mi
propósito no quiere ni puede ser exhaustivo, agrupo esas tendencias modernas que afloran en
las últimas obras de Galdós, particularmente en El caballero encantado, en tres capítulos, que
pueden titularse escuetamente: razón e irracionalismo, problemas de la identidad individual y
del deseo y, para terminar, un caso de irracionalismo artístico absoluto: el episodio de la
pecera.
Decir que el final del siglo XIX y las primeras décadas del XX son el momento de una
inflexión en el pensamiento europeo entre un positivismo ayer dominante y ahora subvertido
por tendencias idealistas e espiritualistas es mucho decir en pocas palabras. La ciencia en su
extraordinario auge debido al experimentalismo sigue su camino proporcionando notables
descubrimientos en todos los ramos de la actividad humana; lo que se pone en tela de juicio es
el cientificismo, una filosofía que estriba en la fe en la ciencia y que puede verse como la
excrecencia metafísica del positivismo. Se sigue pensando que la ciencia es buena, pero que no
lo es todo; la razón práctica es muy útil, pero no basta, hay otras fuerzas, mil potencialidades
humanas que están fuera del dominio racional. Bergson, Nietzsche y una pléyade de filósofos
sintetizan el debate entre razón e irracionalismo. La intuición es un modo de conocimiento que
permite captar mucho de lo que está fuera del campo racional. El movimiento simbolista, que
postula el misterio más allá de lo sensible, relegado un tiempo por la hegemonía realista y
naturalista, sale a la luz del escenario artístico, en todas partes. Estas líneas de fuerzas
encontradas del ilustrado pensamiento burgués, están reforzadas, no debería nunca olvidarse,
por el recelo suscitado por el dinámico idealismo socialista. Todo lo cual crea un ambiente
nuevo, como de transición.
Surge una interrogación, vaga pero esencial: ¿si Pérez Galdós no hubiera vivido ese
ambiente, hubiera podido escribir sus tan insólitas últimas obras? La pregunta no puede recibir
respuesta, pero merece plantearse.
Pero hay más; elementos más precisos. Por la pendiente del irracionalismo, nacen o se
reactivan orientaciones esotéricas que cuajan en movimientos a veces estructurados en
asociaciones. En Francia, las Sociedades de ocultistas y de espiritistas están regidas por un
presidente elegido por un buró, tienen revistas, publican y su influencia cunde por provincias y
países extranjeros. Los más destacados representantes de esas orientaciones, después de
Eliphas Lévi, padre del ocultismo moderno y autor de Dogma y rito de alta magia (1854), son
Estanislao Guaita, amigo de Maurice Barrés, y sobre todo Joséphin Peladan (1859-1918),
fundador del movimiento del Templo del Graal y de la Orden de la Rosa-Cruz. Pues bien,
Guaita y Peladan son conocidos en España; sin buscar más huellas, Clarín evoca dos o tres
veces sus actividades.24
Por cierto que a Galdós, no le eran ajenos esos movimientos en torno a lo suprasensible; en
broma, le hace decir a Cintia: “Nos hemos puesto a estudiar eso que llaman ciencias ocultas.
[...] Tenemos una profesora que se llama Madame de Circe, y un adjunto chiquitín, Monsieur
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de Tiresias, que adivina cuanto hay que adivinar. Por las noches nos dan sesiones deliciosas en
que oímos ruido de platos por el techo, y roce de manos que pasan arrebatando los objetos”.25
Tarsis, antes de caer en el encantamiento, está en la misma situación anímca que un futuro
adepto, desbrujulado y de agotada voluntad, de las teorías ocultistas; el narrador dice de él que
“anhelaba lo extraordinario y maravilloso [...]; llevó la conversación al terreno de las mágica
artes, que a su parecer, opinando como el vulgo, están relacionadas con la malicia y sutileza de
Lucifer”.26 Efectivamente, una de las derivaciones monstruosas del ocultismo a que llega “el
sueño de la razón” es el satanismo que en Europa llega a formar secta, por cierto que muy
marginal y rechazada en la sombra del mundo civilizado.
En El caballero encantado, el agente de las fuerzas ocultas es el sabio, el erudito Becerro,
personaje fantasmagórico, dibujado a lo grotesco, que al principio de la novela busca en el
polvo de los documentos las leyes del universo suprasensible que casi descubrió el marqués de
Villena. Ha leído todos los libros que tratan de magia y de artes hechiceras de todos los
autores tanto españoles como extranjeros, desde Andrés Cesalpino a Sebastián de Covarrubias
y a Gonzalo Fernández de Oviedo; sin olvidar los relatos de las leyendas de Merlín y de su
mujer, el hada Viviana. Se ve que Galdós ha consultado amplia bibliografía sobre el tema.27 Al
final de la novela, Becerro aparece sin relación de continuidad como experto arqueólogo en los
vestigios de Numancia y se revela extraordinario historiador, pero sin dejar de ser figura de
esperpento, que favorece el surgimiento de símbolos de fuerte sentido en figuras estrafalarias,
como el león viejo y deslucido.
El personaje de José Augusto Becerro merece atención como representación humorística
del sabio trastornado, hermano de varios semejantes suyos que andan por las obras de
escritores europeos. “El erudito, devorador de archivos —afirma el narrador— se embriaga del
zumo espiritual contenido en los códices y acaba por poseer el don de suprema alucinación”.28
Esta afirmación parece eco de la conclusión a la que ha llegado el doctor Esquirol, uno de los
mejores psicólogos de la época, después de la observación experimental de unos sabios que
han caído en el delirio o la locura: “C'est après des veilles prolongées, des études opiniâtres,
des excés de travail d'esprit, que l'aliénation éclate”.29 Becerro es personaje de un cuento de
hadas, y para dibujarlo Galdós puede echar al trasto la verosimilitud y recortarlo siguiendo su
fantasía. Basta decretar que “entre la magia y la erudición existe un entrañable parentesco”,30
para explicar, por ejemplo, que las nunca visibles hermanas de José Augusto, figuras
emblemáticas de las épocas históricas, son “seres engendrados por el espíritu de erudición”.31
Becerro no es un personaje, es una alegoría de gran densidad cultural del erudito, movida y
moldeada según las caprichos de una imaginación fantasiosa, pero que está al servicio de una
intención racional. Lo maravilloso permite decir mucho ahorrando explicaciones y lo festivo
ameniza lo serio; muy seria es en efecto la cuestión del papel de la erudición en la Historia que
se plantea en las relaciones de Becerro con la Madre, dos alegorías.
El caballero encantado, más que otras obras, repercute aspectos de los modernos adelantos
de la psicología y hasta de la nueva ciencia psicoanalítica. No son más que ecos y aun
contaminados por el tono algo socarrón de un narrador aficionado a las bromas como confiesa;
pero así y todo, esos ecos ensanchan notablemente el alcance de la realidad del “cuento real...
inverosímil”.
Una de las aportaciones revolucionarias de la época en el campo de la ciencia del hombre,
es el descubrimiento del ser profundo, del subconsciente, del inconsciente. Los grandes
psicólogos experimentalistas, Charcot, Pinel, Esquirol, etc. y luego Freud, han observado,
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analizado, estudiado los fenómenos psicológicos y les han dado nombres. Sin embargo, es
justicia recordar que los novelistas realistas y más especialmente los que, como Galdós y
Clarín, Flaubert y Zola, han seguido la orientación naturalista, se han asomado, gracias a la
introspección, a los “interiores ahumados” de sus personajes y han sabido dar forma de vida a
lo mismo que la ciencia estudia y denomina. Díganlo Emma Bovary, Isidora Rufete, Fortunata,
Ana Ozores, Fermín de Pas...
En 1907, Freud publica Delirio y sueños en la “Gradiva” de Jensen, que es la primera
aplicación del método analítico a los textos literarios para leer en la obra los fantasmas, las
pulsiones y los deseos inconscientes del autor. La Gradiva de Wilhem Jensen, es la narración
de una obsesión, nacida probablemente de una pulsión, de un deseo inconsciente, que ofusca al
personaje, Norbert Harrold, hasta hacerle creer que encuentra en las ruinas de Pompeia a la
Gradiva que vivió ahí hace dos mil años.
Es casi seguro que Galdós no conocía la novela de Jensen y muy probable que tampoco el
tratado de Freud, pero esas cuestiones estaban en el ambiente de la época. Prueba de que el
autor de El caballero encantado sabe algo al respecto y tal vez mucho más de lo que dice es
que cuando Tarsis abandona, por efecto del encantamiento, el concepto de lo real para
volverse al de lo maravilloso y cuando “se ha borrado en él la memoria de la condición
anterior”, el autor interviene por encima del narrador para hacer el comentario siguiente: “La
subconciencia o conciencia elemental estaba en él como escondida y agazapada en lo recóndito
del ser, hasta que el curso de la vida la descubriera. Así lo dicen los estudiosos que examinan
estas cosas enrevesadas de la física y la psiquis, y así lo reproduce el narrador sin meterse a
discernir lo cierto de lo dudo so”.32
A partir de cierto momento, intuye Gil que en el gañán que es hay otro ser que fue o pudo
ser; esa vacilación es vivida por el personaje como intuición vaga y fugaz de un mundo
suprasensorial que recuerda la teoría platónica de las correspondencias. Pero pronto, se aclara
progresivamente en su alma la conciencia de su anterior naturaleza. Más allá de lo maravilloso
del encantamiento, que puede tomarse racionalmente por un procedimiento literario, un truco,
estamos en presencia de lo que los expertos llaman un caso de desdoblamiento de la
personalidad. El personaje es dos en uno, un aristócrata y un jornalero, lo cual dicho así es un
símbolo social, pero que radica en una forma de ilusión psicológica, que hace que el personaje
(el paciente para el analista) oscile intuitivamente entre una y otra identidad. En cierto modo,
prescindiendo de lo maravilloso, el desdoblamiento, el Tarsis/Gil y el de Cintia/Pascuala,
informa todo el relato.
Cuando Tarsis en lugar de verse a sí mismo en el espejo de la casa de Becerro ve a su
amada Cintia que le habla desde su casa de París, estamos en lo maravilloso, en lo irracional.
Podríamos decir que se trata de una alucinación, o de un sueño, pero sin pretender explicar el
fenómeno, es lícito encontrarle una significación: la visión de Tarsis es una proyección del
deseo merced al espejo, real o soñado, que funciona como interfaz entre interior y exterior,
entre realidad e imaginación y como revelador de una aspiración inconsciente. Y así es como
confirma el narrador cuando ante el espejo de la pecera, Gil se halla en presencia del mismo
fenómeno: “el espejo no reflejaba lo externo, sino que a su cristal traía luces e imágenes de su
propia interioridad mágica [...] y mirando, mirando, toda el alma en los ojos, llegó a ver tan
claro como en la misma realidad el rostro de Cintia”.33 El espejo es una mediación como puede
serlo la hipnosis de que se vale el doctor Freud, para que sus enfermos confiesen sus delirios y
sus deseos inconscientes.
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Bartolo Cívico es un tipo costumbrista de buhonero bien integrado en la trama del relato y
también, por su ínsolito y absoluto afecto por una comadreja o una ardilla y por las
desesperadas búsquedas a que se ve impulsado cuando la pierde, podría ser un personaje de
cuento para niños. Pero lo no dicho, tal vez sugerido, es que es un caso de transferencia
freudiana, o sea, el de un enfermo que vierte en otro, en algo (aquí un animalito) los
sentimientos experimentados o los deseos inconscientes. En cierto modo le pasa algo parecido
al protagonista de la Gradiva que se enamora hasta la obsesión y sin saberlo, de un pie de
mujer esculpido en un bajorrelieve roto.
Estos aspectos, estos casos, brevemente evocados como ejemplos, no son objeto de mucha
atención por parte del autor, pues muy otro es su propósito, incluso artístico, pero aludidos o
sugeridos añaden un viso de moderna realidad a la fábula, y desde luego otra dimensión y otro
alcance que un minucioso análisis del lenguaje permitiría tal vez profundizar.
El episodio llamado de la redoma de peces o de la pecera es un espacio literario de
maravilloso puro, o de maravilloso homogéneo como lo denomina Antonio Risco, quiero
decir, que no hay en él ninguna referencia al mundo de la realidad, geográfica o histórica. Sin
embargo, o puede en su conjunto calificarse de superrealista, porque sigue regido por una
lógica narrativa sin ruptura que en su dinámica descriptiva delimita un extraordinario espacio
preciso y dibuja un paisaje irisado tan fantasioso que algunas fulguraciones cromáticas pueden
verse como prefiguraciones de la estética superrealista.
Recuerdo que la pecera es un compartimiento estanco, una especie de purgatorio, por
donde deben pasar los encantados antes recobrar su identidad primera. Parece situado en el
fondo del Tajo y los huéspedes vistos a través de las esmeriladas paredes son como peces en
acuarios. Es un espacio sin olores y de absoluto silencio, pero que recuerda el que visitó don
Quijote al bajar en la Cueva de Montesinos.
De la fantasmagórica representación, producto de la fantasiosa y burlona imaginación del
autor, que se recrea con gusto en la invención, sobresalen algunas intuiciones poéticas, dos de
las cuales solicitan atención, una acerca del tiempo y otra sobre el lenguaje.
Cuando empieza el encantamiento, para el reloj de la casa de Becerro. Durante todo el
recorrido por Castilla no hay ninguna referencia al tiempo matemático; el tiempo es sólo el del
movimiento de los personajes por el amplio espacio que va de Garray a Alcolea del Pinar y de
Sigüenza a Calatayud. El tiempo es duración, casi diríamos duración bergsoniana, pues es la
época en que el filósofo francés ha profundizado y popularizado la idea de la relatividad del
tiempo. Pues bien en la pecera se plantea, de pasada, este mismo problema. El tiempo del
sueño y del ensueño puede ser el espacio de duración que separa un cerrar y un abrir de ojos.
El tiempo de espera se le hace interminable al deseo de quien quiere salir de esa cárcel de agua;
para él, un día o un mes lunario es lo mismo. Así pues, lo maravilloso es propicio a la
integración en su propio mundo de la idea de la relatividad del tiempo y tal vez de la novedosa
intuición de la duración, aunque la tonalidad festiva privativa del autor en esta narración le
quita cualquier dimensión metafísica.
Otra intuición, poética en el fondo y cómica en su representación, es la de una posible
comunicación entre los hombres fuera del lenguaje racional. La pecera es el purgatorio de los
charlatanes, de los oradores hueros que están sometidos a una cura de silencio para que las
entendederas se abran a la razón; no pueden salir hasta haber aprobado la asignatura del buen
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callar. Pero los hombres peces de la pecera no pueden escapar a la necesidad natural de
comunicar y tienen que inventarse un nuevo lenguaje, que no sea el que estriba en el alfabeto
digital de los sordomudos, pues al entrar en la redoma desconocen absolutamente las letras. El
lenguaje redomil es “el sin igual prodigio de que con signos o pucheros de la boca, guiños de
los ojos y algún meneo de las manos, se expresen hechos y abstracciones que aun con todos los
recursos del lenguaje oral no habrían de exteriorizarse fácilmente”33 ¿Intuición de lo que pudo
ser la comunicación en los tiempos prehistóricos o de lo que es el lenguaje de las ballenas o de
cualquier especie irracional, objeto de estudio científico? En todo caso intuición poética de que
hay otras posibilidades de comunicación que el lenguaje convencional y limitado que es
producto de la razón. Pero este poema serio se declina en son de burla, cerrando los ojos sin
reparar que pasa por el gaznate alguna ruedecilla de molino.34
Volviendo al terminar sobre las últimas obras de Pérez Galdós hay que decir que desde el
ángulo de la intencionalidad forman un todo, producto de una razón fundamental orientada
hacia la representación total de una realidad social y cultural en todas sus dimensiones
históricas y en proyección de futuro. Sobre este punto hay continuidad entre Casandra, El
caballero encantado y La razón de la sinrazón. En todas estas obras lo real está reorganizado
en función de los elementos proporcionados por la tradición cultural universal para construir
una realidad literaria de atrevida autonomía, pero bien enraizada en el terruño hispánico. Desde
el punto de vista artístico, sobresale la penúltima, el “cuento... real inverosímil”, redoma
encantada del arte, que deja escapar la esencia más pura de la Historia y la quintaesencia de las
nuevas ciencias, fábula poética perfectamente controlada por la mano bondadosa de un estilo
risueño, de amor y pasión.
Finalmente lo que se ha querido mostrar es que, como dijo Gonzalo Sobejano, “la forma por
ser forma es fondo”, o en palabras de Víctor Hugo: “La forma es el fondo que sube a la
superficie”.
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NOTAS
1 Edición de Julio Rodríguez Puértolas, 1999, Madrid, Cátedra, pp. 336-337.
2 Citado por Benito Madariaga de la Campa, Benito Pérez Galdós. Biografía santanderina, 1979, Santander,
Institución Cultural de Cantabria, p. 354
3 “El sentido de lo hispánico en El caballero encantado de Pérez Galdós y la generación del 98”, en Boletín
del Instituto Caro y Cuervo, 18, pp. 14-18.
4 “Galdós y El caballero encantado”, en Galdós. Burguesía y revolución, 1975, Madrid, Turner, pp. 93-173
e Introducción a la edición crítica, de El caballero encantado, 1999, Madrid, Cátedra.
5 “Las últimas novelas” en Historia de la literatura española- Siglo XIX (II), 1998, coord. Leonardo Romero
Tobar, Madrid, Espasa, pp. 582-591.
6 En el VI Congreso: Paloma Andrés Ferrer y Miguel Jiménez Molina, “Galdós y El caballero encantado, o
el filtro del 98”, pp. 180-201; en el VII: María Teresa Hernández Sánchez, “Elementos noventayochistas
en El caballero encantado, pp. 388-391; Benito Madariaga de la Campa, “Anticlericalismo y compromiso
político en los textos galdosianos del siglo XIX”, pp. 420-426; Fermín Ezpeleta Aguilar, “Sobre maestras
en la novela del último Galdós, pp. 241-250; María del Pilar García Pinacho”, Galdós en 1904: 'Contra
paciencia, acción; contra miseria, bienestar', pp. 278-291.
7 Lieve Behiels, “El mito de la aventura del héroe en la obra tardía de Galdós”, Actas del IX Congreso de la
Sociedad Internacional de Hispanistas, vol. II, 1989, Frankfurt, pp. 7-15.
8 Francisco Ynduráin, “Sobre El caballero encantado”, Actas del Primer Congreso Galdosiano, 1997,
Edición del Cabildo de Las Palmas de Gran Canaria.
9 “El caballero encantado como 'metaparodia': la propuesta galdosiana al 98”, Actas de Séptimo Congreso,
2004, pp. 559-569.
10 “Galdós y el componente fantástico: análisis comparado”, Actas del Sexto Congreso, 1997, pp. 489-503.
11 Tzvetan Todorov, Introduction à la littérature fantastique, 1970, Paris, Le Seuil.
12 Antonio Risco, Literatura fantástica de lengua española, 1984, Madrid, Taurus.
13 Irène Bessière, Le récit fantastique. La poétique de l'incertain, 1974, Paris, Larousse.
14 Casandra, 1951, tomo VI, Madrid, Aguilar, p. 216.
15 Ibíd., p. 215.
16 Ibíd., p. 216.
17 Ibíd., p. 214.
18 Ibíd., p. 205.
19 “Soñemos, alma, soñemos”, en Alma Española, 8 de noviembre de 1903.
20 Edición de Julio Rodríguez Puértolas, 1999, Madrid, Cátedra, pp. 337-338.
21 Así la llamaron los romanos por ser tierra abundante en osos. También se dice que Ursaria proviene de Ur,
que en hebreo significa “fuego”, por ser rica en pedernal. A partir de la frase antigua “Madrid la osaria”,
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López de Hoyos da la explicación:” de manera que de los osos y fieras que en esta comarca se criaban y de
su destrucción se llamó ursaria”.
22 Subtitulada: “Roman pamphlétaire et philosophique des moeurs du temps”.
23 Daniel Defoe, L'histoire du diable: “ Satan, ainsi réduit à l'état de vagabondage et d'errance chaotique, est
sans abri sûr: bien qu'il ait, d'après sa nature angélique, una sorte d'empire dans le flux liquide ou l'air,
una part de son châtiment est qu'il reste sans domicile ni lieu fixe, où il puisse poser le pied”.
24 Por ejemplo, en Madrid Cómico, n° 470, 20 de febrero de 1892; Obras completas, Oviedo, Ediciones
Nobel, tomo VIII, nota 45, p. 292.
25 Op. cit., p. 108.
26 Op. cit., p. 105.
27 Véase, op. cit., pp. 105-110.
28 Op. cit., p. 144.
29 Citado por Jean Le Guennec, Raison et déraison dans le récit fantastique au XIXe siècle, 2003, Paris,
L'Harmattan, p. 114.
30 El Caballero encantado, op. cit., p. 144.
31 Ibíd., p. 115.
32 Ibíd., p. 117.
33 Ibíd., p. 328.
34 Ibíd., p. 332.
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ENSAYOS Y ESTUDIOS CRITICOS SOBRE LA LITERATURA FANTÁSTICA
(SELECCIÓN)
BAYARD, P., Maupassant juste avant Freud, 1994, Paris, Minuit.
BEGUIN, A., L'Ame romantique et le rêve, 1991, Paris, José Corti.
BESSIERE, I., La Récit fantastique. La poétique de l'incertain, 1973, Paris, Larousse.
CASTEX, P. G., Le Conte fantastique en France, 1951, Paris, José Corti.
FREUD, S., L'Interpétation des Rêves, 1967, Paris, P.U.F.
— Le Délire et les rêves dans la “Gradiva” de W. Jensen (précédé de) Gradiva, fantaisie pompéienne, de
Wilhem Jensen, traduit de l'allemand par Arehex, Paule, Zeitlin, Rose-Marie, Bellemin-Noël, Jean, 1991,
Paris, Gallimard.
MILNER, M., La Fantasmagorie, essai sur l'optique fantastique, 1982, Paris, P.U.F.
RISCO, A., Literatura fantástica de lengua española, 1987, Madrid, Taurus.
SEBOLD, R. P., Bécquer en sus narraciones fantásticas, 1984, Madrid.
TODOROV, T., Introduction à la littérature fantastique, 1976, Paris, Seuil.