GÉNERO Y FEMINISMO EN LAS OBRAS

GALDOSIANAS DE LOS AÑOS ’90: PARA UNA NUEVA

CONTEXTUALIZACIÓN DEL DEBATE

Akiko Tsuchiya

En memoria de Lisa Condé

Al recibir la invitación para hablar sobre “Galdós y el feminismo,” el tema de esta sección, el

primer reto fue el de encontrar una manera de acercarme a esta cuestión. ¿Cómo establecer un

vínculo entre un autor masculino del siglo XIX y un movimiento de reivindicación de la mujer

que apenas existía en España en el momento de la publicación de la mayoría de sus obras más

conocidas? Como es sabido, se ha debatido bastante la cuestión de si Galdós fue o no fue

feminista. Creo que plantear la pregunta en esos términos es, en sí mismo, problemático:

¿Cuáles son los criterios según los cuales se llega a una determinación sobre el feminismo o

anti-feminismo de un/a autor/a o de su obra? Dejando de lado cuestiones biográficas, o sea, la

actitud personal de Galdós hacia las mujeres y el feminismo en su vida privada, ¿sería legítimo

presumir que la ideología personal del autor, suponiendo que pudiera ser inequívocamente

identificable, se manifiesta de un modo transparente en sus textos literarios? Y siguen otras

preguntas más fundamentales: ¿Qué es el feminismo? ¿Cómo se manifiesta en un texto

literario? ¿Existe una necesaria relación entre el género del autor/autora y su posicionamiento

ideológico respecto a cuestiones de género? ¿Nuestro conocimiento del género del autor debe

afectar nuestro acercamiento a sus textos? ¿Y cuál es la labor de la crítica feminista frente a los

textos escritos por un hombre de otro momento histórico? ¿Cómo se puede negociar la

distancia entre nuestro propio posicionamiento crítico, basado en la teoría feminista moderna, y

una consideración del texto como producto de otro lugar y momento?

En primer lugar, me parece fundamental reconocer que han existido y seguirán existiendo

múltiples y hasta contradictorias versiones del feminismo, cuya definición dependerá de los

criterios, siempre históricamente contingentes, a partir de los cuales nos acerquemos a la

cuestión. Por ejemplo, intelectuales españolas del siglo XIX como Concepción Arenal o María

Concepción Gimeno de Flaquer, consideradas pioneras de los estudios teóricos y sociológicos

de la mujer, no cuestionaban abiertamente el discurso doméstico y el ideal femenino del “ángel

del hogar.” De hecho, la mayoría de las mujeres intelectuales de aquella época, con la notable

excepción de Pardo Bazán, sustentaban una perspectiva que privilegiaba e incluso celebraba la

diferencia del género femenino del masculino, y de la mujer como ser relacional respecto al

hombre. En palabras de Alda Blanco, “la teorización sobre la emancipación de la mujer no

necesariamente requería postular la autonomía de la mujer” (453) ni la igualdad de derechos, lo

cual se contrastaba con el feminismo igualitario e individualista aceptado generalmente por las

feministas del mundo anglosajón de la misma época. Por lo tanto, no son sorprendentes los

lamentos de los intelectuales progresistas de la época, cuyo examen del problema de la mujer

española partía de las normas de los otros países que disfrutaban ya de un movimiento

feminista con un programa social y político bien articulado. Adolfo Posada, en su libro

Feminismo (1899) publicado a finales del siglo XIX, se hacía la siguiente pregunta: “¿Puede

hablarse propiamente con relación a España de un movimiento feminista?” (523), a la cual

VIII Congreso Galdosiano

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contestó rotundamente de una manera negativa, siendo su punto de comparación los

feminismos de Estados Unidos y de Francia. Casi una década más tarde, en 1907, Emilia Pardo

Bazán, la protofeminista quien veía en la mujer la clave de la regeneración nacional, lamentaba

que “no existe en España movimiento feminista en ningún sentido” (“La mujer” 325) ,

basándose en su conocimiento del feminismo norteamericano.

Es natural y hasta lógico que mujeres como Pardo Bazán quisieran ver en España el mismo

movimiento político y social para la emancipación de la mujer que estaba ganando terreno en

Estados Unidos, Inglaterra y Francia a finales del siglo XIX y principios del XX. Sin embargo,

me parece importante que nosotras, como teóricas y críticas feministas modernas, abordemos

la cuestión del feminismo, localizando sus orígenes y su evolución, en palabras de la

historiadora Karen Offen, “en el ámbito de las diferentes tradiciones culturales, en lugar de

postular un modelo hegemónico que sirva para valorar dicha evolución partiendo de la

experiencia de una sola tradición nacional o sociolingüística” (130). O, sea, enfatizando que el

feminismo no puede considerarse una ideología monolítica o establecida a priori, sino que es

una construcción discursiva estratégica que “incorpora un amplio espectro de ideas” (Offen

129) y que incluso conlleva sus propias contradicciones internas.

Asimismo, el feminismo no puede ser separado de la cuestión del poder y de la resistencia.

Para el teórico francés Michel Foucault, donde hay poder, también hay resistencia; los puntos

de resistencia, los cuales son múltiples, se originan desde dentro del mismo entramado del

poder (95). Según el modelo foucauldiano, el mismo sujeto puede participar simultáneamente

en el poder y la resistencia; el hecho de que no haya movimiento de revolución social o política

organizado, como el del sufragismo femenino, por ejemplo, no significa que no haya actos de

resistencia en varios terrenos locales, ya sea en el ámbito cultural, educativo o doméstico.

Entonces, la definición del “feminismo,” para nuestros propósitos, debe ampliarse para abarcar

estos actos de resistencia al nivel local; dichos actos llevan, en palabras de la historiadora Mary

Nash, a un “proceso de concienciación,” dadas “las diferentes modalidades de consensus o de

resistencia de las mujeres” ante una compleja y cambiante dinámica del poder respecto a las

relaciones de género (153).

Ahora bien, ¿cómo vincular esta definición del feminismo con nuestro acercamiento al texto

literario desde una óptica feminista? En primer lugar, sirve para problematizar la idea del texto

literario como receptáculo de una ideología de género, establecida a priori, del autor o de su

sociedad. El texto, desde mi perspectiva, no deja de representar un espacio de disputa donde

entran en negociación discursos contradictorios de poder y de resistencia; en efecto, el análisis

de la naturaleza y la dinámica de esta negociación es un proyecto fundamental de la crítica

feminista. Ya se han estudiado ejemplos de un discurso contestatario que se ha abierto terreno

dentro de los discursos dominantes de género. Por ejemplo, escritoras como Concepción

Arenal en la década de los’80, se iban apropiando de los discursos dominantes de género para

ir ampliando, poco a poco, la influencia femenina en la esfera pública (Charnon-Deutsch). En

ese sentido, la denominación de “feminista” o “anti-feminista” para etiquetar un texto literario

o su autor me parece insuficiente desde una perspectiva metodológica, ya que suele estar

fundamentada en nociones esencialistas de género, obligándonos a descartar de antemano las

contradicciones ideológicas que se encuentran en el discurso literario.

El término “feminismo” fue puesto en circulación en la década de los 1890 (Blanco 450),

coincidiendo con el momento en que la “cuestión femenina” llegó a ser un tema candente en

los discursos de la Europa occidental de finales del siglo XIX. Me gustaría, entonces, centrar

Género y feminismo en las obras galdosianas...

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mis análisis en las obras de Galdós publicadas en esta década, por marcar ésta no sólo un

momento de preocupación social por la cuestión femenina, sino por constituir también un

momento clave y transicional en la propia evolución galdosiana hacia estas cuestiones. De

hecho, la crítica suele tender a trazar una progresión en la trayectoria literaria de Galdós hacia

un mayor progresismo o, por el contrario, hacia un mayor conservadurismo en su ideología de

género, pero a veces sin distinguir demasiado bien entre la ideología personal del autor y la de

sus textos. Por un lado, algunas críticas feministas han celebrado la nueva conciencia

“feminista” que adquirió Galdós presuntamente a partir de 1890, lo cual, según ellas, queda

reflejado en el papel central de las figuras femeninas independientes y fuertes en las novelas de

esta época (por ejemplo, Condé, Stages). Por otro lado, Catherine Jagoe, en su estudio

Ambiguous Angels (1994) propuso una postura contraria, afirmando que Galdós se hacía cada

vez más conservador respecto a cuestiones de género, convalidando en sus obras publicadas

después de 1890 la victoria del discurso patriarcal sobre el “feminista”. Aunque parezca difícil

reconciliar estas perspectivas contrarias, lo cierto es que la actitud de Galdós hacia las

cuestiones de género, especialmente en sus textos literarios, es mucho más compleja y menos

monolítica de lo que parece a primera vista. Centrándome en el análisis de sus obras

protagonizadas por personajes femeninos escritas alrededor de la fecha clave de 1892, mi

propósito es demostrar cómo el texto galdosiano representa un espacio de constante disputa y

de negociación, entre el discurso dominante de género y un discurso contestatario de

resistencia a la norma genérico-sexual.

A partir de la idea del texto como un espacio de negociación, me propongo analizar la

problemática relación entre “género” y “lo real” en la España de finales del siglo XIX, una

época de gran inestabilidad y confusión social, política y cultural. Galdós mismo, en los

años’90, era consciente de tal confusión y así declaraba en 1893 que “el siglo acaba en medio

de una confusión semejante a la de la torre de Babel” (“Confusiones y paradojas” 186). Como

ha indicado acertadamente Jo Labanyi en su estudio de La de Bringas, la nueva movilidad

social y económica impulsada por la Revolución del’68 y que culminaría en la crisis del’98,

resultó en la disolución de las fronteras socio-simbólicas antes claramente establecidas y dio

lugar a una ansiedad colectiva ante la llegada de una modernidad caótica y amenazadora. En

términos simbólicos, la relación centro/margen quedaba desplazada. De ahí que los topoi

predominantes de los discursos culturales y literarios de finales del siglo XIX fueran los de la

confusión, el desorden, el hibridismo y el derrumbamiento de límites y fronteras, incluyendo los

genérico-sexuales.

El feminismo se ocupa, en gran parte, de una nueva elaboración de los parámetros sociales y

discursivos que delimitan el concepto de la identidad genérica, fundamentada en la premisa de

que la identidad es siempre fluida y contingente social e históricamente. Es significativo en este

sentido que la novela realista surgiera a finales del siglo XIX en un momento de caos y de

desplazamientos, dentro de un discurso dominante que buscaba reestablecer la diferenciación

entre los sujetos normativos y los “desviados”. (Por cierto, uso este término no sólo por su

connotación fuertemente sexual, sino también para poder vincularlo con la metáfora espacial

que quiero ir desarrollando más adelante en el trabajo.) En este contexto, no es nada

sorprendente que la novela realista se convirtiera en otro discurso más cuya función era el

contenimiento y el control de los sujetos “desviados”.

Al mismo tiempo, en las novelas de Galdós, abundan los sujetos marginales, especialmente

femeninos, que ponen a prueba los límites de las normas genéricas. Lo interesante es el uso

recurrente de los tropos genérico-sexuales en el discurso realista, para representar el sujeto

VIII Congreso Galdosiano

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desplazado del centro del orden social. Si la masculinidad normativa se identifica

discursivamente con el orden/el centro, y la “feminidad” es una metáfora de la crisis del orden

y de la representación, como se manifiesta en muchas de las novelas de Galdós; el género,

como ha sugerido Rita Felski, puede llegar a representar un terreno privilegiado para el

cuestionamiento de la autoridad de las definiciones dominantes de “lo real” (Gender 101). En

las palabras de la teórica feminista norteamericana Judith Butler, la cuestión de quién o qué se

considera “real” es cuestión del conocimiento, pero también es cuestión del poder. Cuando “lo

irreal,” o sea, en términos genérico-sexuales, un sujeto que está localizado fuera de los límites

de “lo posible” consigue entrar en el dominio de “lo real”, esta transgresión no sólo permite la

asimilación del sujeto marginal dentro de la normatividad, sino que podría conducir a la

transformación de las normas mismas (Undoing 27). Una de las metas del feminismo es

conseguir identificar intersticios y rupturas dentro del discurso dominante de género, que

presenten la posibilidad de abrir nuevos espacios discursivos para el sujeto femenino. Como

diría Foucault, estas rupturas, sin ser ni radicales ni revolucionarias, tienen la capacidad de

producir resistencias locales y de llevar a una nueva significación de las normas (95-96).

Dado el tema de esta sección del Congreso, “Galdós y el feminismo,” parece casi inevitable

partir de un análisis de Tristana, publicada en 1892, que además de centrarse explícitamente en

el tema de la emancipación de la mujer, es la novela de Galdós que mejor ejemplifica el papel

crucial del género —y aquí me refiero a la categoría discursiva— como espacio de resistencia a

las normas sociales. Como bien se sabe, la novela traza el despertar de la conciencia

“feminista” de la protagonista, cuya aspiración a la independencia queda truncada por su

enfermedad y la pérdida de su pierna. En particular, el desenlace de la novela, o sea, el

matrimonio de la protagonista con don Lope y su retirada a la vida doméstica ha sido tema de

gran controversia entre los críticos, quienes han quedado divididos en su interpretación del

significado del destino final de la protagonista femenina. Por un lado, algunos han interpretado

el desenlace de la novela como una condena a la mujer que se ha atrevido a salir de su lugar, o

sea, estos críticos no han vacilado en identificar la posición del autor con las normas de la

sociedad patriarcal (por ejemplo, Aldaraca y Jagoe). Otros, sin embargo, han querido ver en

Galdós un defensor de un incipiente feminismo, simbolizado por la lucha de Tristana por su

autonomía como mujer, a pesar del desenlace de la novela (por ejemplo, Feal Deibe). Dada la

naturaleza irónica del discurso del narrador, que imposibilita la interpretación inequívoca de su

posición, me parece necesario alejarse de lecturas estrictamente temáticas, o miméticas, de la

novela; estas lecturas prescribirían en primer lugar cómo debe ser un personaje “feminista” y,

en segundo lugar, establecerían una identificación poco problematizada entre el personaje

literario y la presunta ideología de género de su autor. Lo que a mí me interesa aquí es

esquivar ambas posibilidades para subrayar el papel crucial del género, como una categoría

discursiva fluida y potencialmente abierta a nuevas significaciones, lo cual nos llevaría a un

cuestionamiento de los límites del discurso realista.

La incursión de Tristana (la novela) en el espacio fuera de “lo real” se hace evidente no sólo

en la transgresión social de la protagonista, sino también en su desafío a las normas de la

estética realista. Según Farris Anderson, la ausencia del centro y la naturaleza elíptica que

caracterizan la estética de Tristana, la vinculan mucho más estrechamente con las formas

novelísticas del siglo XX que con las del XIX (61). Lo cierto es que, en contraste con sus

Novelas Contemporáneas anteriores, esta obra se caracteriza por la falta de una

contextualización social y política específica; la acción de la novela ni siquiera parece

transcurrir dentro de una cronología histórica (Anderson 61). Además, la naturaleza irreal de la

protagonista se resalta desde las primeras páginas de la novela, cuando ella surge de la hoja en

Género y feminismo en las obras galdosianas...

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blanco como un retrato artístico, trazado “con la punta de finísimo pincel” del artista (40). La

identidad que adquiere la protagonista con el desarrollo de su conciencia feminista depende

completamente de su imaginación literaria; el mundo de fantasía que va forjando Tristana en su

intercambio epistolar con Horacio es un pastiche intertextual. No obstante, a pesar de la

parodia que hace el narrador del romanticismo de la protagonista, su fantasía no representa una

mera antítesis de la realidad, sea ésta definida social u ontológicamente. Al ir forjándose una

identidad social que no sea conforme con las construcciones del discurso dominante de género,

Tristana va creando un espacio de resistencia que posibilita la creación de un nuevo modelo de

identidad femenina. Otra vez, en palabras de Judith Butler: “la promesa crítica de la fantasía

consiste en desafiar los límites de lo que será o no será llamado la realidad. La fantasía es lo

que nos permite imaginarnos a nosotros mismos y a los demás de una forma diferente; [la

fantasía] establece lo posible más allá de lo real” (Undoing 29, traducción mía). En Tristana, el

narrador galdosiano no deja de percatarse de lo insaciable que es su protagonista en su “deseo

de un más allá” (91), quien sueña con un espacio social y discursivo fuera de los límites

impuestos por “lo real”. O, sea, la fantasía de Tristana le permite crear un nuevo espacio

identitario, transportándola más allá del espacio de lo socialmente posible.

Si una de las funciones del discurso realista es establecer una diferenciación entre “realidad”

y “fantasía”, entre lo legítimo y no legítimo, basada en las normas sociales, Tristana consigue

cuestionar tal diferenciación, desafiando los límites tanto físicos como discursivos que confinan

a la mujer en el lugar que le corresponde. De hecho, el lugar de Tristana en relación con el

orden social es mucho más ambiguo de lo que parece a primera vista. A partir de la primera

descripción que hace el narrador de su protagonista existen una confusión y una falta de

claridad respecto al lugar y la identidad sociales de esta última; en las palabras del narrador,

“no era hija, ni sobrina, ni esposa, ni nada del gran don Lope; no era nada y lo era todo” (41).

A pesar de las imágenes empleadas por el narrador, sugerentes de la pureza, la inocencia y la

idealidad de un ángel doméstico, esta primera visión de Tristana queda ironizada al

reconocerse su situación social como amante de don Lope, una “mujer deshonrada” que hace

una burla de la institución burguesa del matrimonio. La localización siempre periférica de

Tristana en relación con las normas sociales queda reflejada en sus desplazamientos, tanto

físicos como simbólicos, hacia fuera del centro del orden burgués patriarcal.

Elena Delgado ha señalado acertadamente que, en la narrativa decimonónica, “la identidad

de los personajes está inextricablemente ligada a su localización espacial y discursiva: espacios

externos e internos se representan imbricados, siendo los tropos geográficos los que traducen

las desviaciones de la subjetividad” (110). Según el crítico francés Michel de Certeau, existe un

vínculo estrecho entre las prácticas espaciales y las de la significación, o sea, la narrativa misma

es una práctica espacial (The Practice 105). Por un lado, el proyecto realista consiste en poner

en práctica un régimen disciplinario, imponiendo límites y estableciendo fronteras entre centro

y margen, orden y desorden, lo socialmente legítimo y lo que queda fuera de lo legítimo. Por

otro lado, las fronteras establecidas son siempre ambiguas y pueden ser sometidas a prueba a

través de los actos simbólicos de la transgresión espacial, a través de los actos de “desviación,”

en los dos sentidos de la palabra (De Certeau 128). El itinerario de Tristana, caracterizado por

sus desviaciones, tanto sociales como narrativas, representa un intento de transformar el

espacio de la subjetividad desde las fronteras, atravesando los límites identitarios impuestos

por las normas sociales.

Desde el principio de la novela, Tristana ocupa una posición de exterioridad en relación con

el centro y con la norma; su posición socialmente marginal queda reflejada en su localización

VIII Congreso Galdosiano

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física en Chamberí, en las afueras de Madrid, un “lugar excéntrico” (39) en las palabras del

mismo narrador. El despertar de sus deseos y sus ambiciones feministas, de su aspiración a la

independencia personal y económica, coincide con sus desplazamientos fuera de la casa de don

Lope, no hacia el centro urbano, sino hacia las periferias de la ciudad. Sus paseos con Saturna

la llevan hacia un espacio abierto cada vez más alejado del centro tanto geográfico como

social. Luego de conocer a Horacio, los paseos de los amantes los llevan a zonas aún más

periféricas, en las palabras del narrador, los dos empleaban todo el tiempo “en divagar por las

verdes márgenes de la acequia del Oeste o por los cerros áridos de Amaniel, costeando el canal

de Lozoya” (82). Estas “divagaciones” topográficas constituyen desviaciones del centro de

poder patriarcal, representado por la casa y la persona de don Lope. También es notable la

relación establecida por la protagonista misma entre su desorden en la esfera doméstica y su

falta de sentido topográfico: dice que no tiene el menor sentido topográfico y que no sabe

andar sola sin perderse (135, Anderson 65).

De todas formas, los desplazamientos de Tristana hacia un espacio social más abierto

coincide con la apertura de un espacio del deseo y de una fantasía más allá de los límites de la

realidad. Entre el momento de su primer encuentro con Horacio y el de su enfermedad, se hace

cada vez mayor la distancia entre el espacio infinitamente abierto de sus fantasías (“más,

siempre más,” dicen los amantes [91]) y la realidad de su esclavitud dentro del espacio

reducido de la casa de Lope y, por extensión, de las normas patriarcales. Obviamente, ni Lope

ni la sociedad patriarcal están listos para aceptar los deseos de Tristana; sus propias ideas y

aspiraciones feministas ni siquiera “le caben en la cabeza” (155). Lo que desea la protagonista,

además de la libertad, es el conocimiento, pero la realización de su deseo le es vedada por la

sociedad patriarcal, ya que conocimiento es poder. Después de alcanzar el momento de la

máxima afirmación de los deseos feministas de Tristana, lo cual queda reflejado en el

predominio de su voz durante varios capítulos, el narrador empieza a distanciarse de la

protagonista, imponiendo cada vez más las perspectivas masculinas (de Horacio y de Lope),

como voces de la “realidad”. A partir de este momento empiezan a predominar imágenes de la

enfermedad del cuerpo para simbolizar la enfermedad tanto social como psíquica de la

protagonista, cuyos deseos revolucionarios, según Catherine Jagoe, se presentan como

perjudiciales al orden social (Ambiguous 132). Recurriendo a una metáfora médica muy común

de finales del siglo XIX, el cáncer, el feminismo en este caso, representaba una amenaza a la

salud del cuerpo social burgués y patriarcal. Y por supuesto el significado de la pierna, como

símbolo de la movilidad física y social, es demasiado obvio para comentar.

Como ya hemos señalado, el desenlace de la novela ha suscitado bastante polémica crítica,

especialmente en relación con la cuestión de la ideología de género del autor y su texto.

¿Cómo interpretar el aparente fracaso del “feminismo” de Tristana? ¿Es en verdad un fracaso?

Si una obra no ofrece una resolución positiva para su protagonista femenina a nivel mimético

¿representa un fracaso, desde una perspectiva feminista? ¿Es cierto, como ha sugerido Emilia

Pardo Bazán, que la novela nos ha defraudado, prometiendo algo que finalmente no cumple?

(Tristana 1122) ¿o era inevitable el destino de Tristana dentro del contexto realista, como ha

afirmado un crítico (Friedman 223), dado el hecho de que en el mundo real de finales del siglo

XIX la sociedad patriarcal todavía no estaba lista para acomodar a la “mujer nueva” ni las ideas

feministas? Finalmente, ¿podemos decir que la aparente incorporación de la protagonista al

orden burgués patriarcal al final de la novela acabe anulando todos sus actos de resistencia

hasta este momento?

Género y feminismo en las obras galdosianas...

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Para intentar contestar estas preguntas, volvamos a considerar la relación entre género y “lo

real” en el discurso realista. Nuestro entendimiento del final de la trayectoria del sujeto

femenino que protagoniza la novela de Galdós depende del significado que damos a las

fronteras tanto físicas como simbólicas que marcan los límites de lo real. Si concebimos las

fronteras como fijas e inamovibles, ¿no está destinado al fracaso de antemano cualquier sujeto

que se atreva a aventurarse fuera del espacio permisible de “lo real”? Por otro lado, si en la

novela de Galdós, para citar a Pardo Bazán, se ha dejado “entrever un horizonte nuevo y

amplio” (Tristana 1122), ¿no sugiere que pueda existir el “más allá” de las normas que fijan los

límites del género? El realismo galdosiano no se limita a representar y, mucho menos, a

prescribir los límites de “lo real” en lo que concierne a la subjetividad genérica. De hecho, el

texto galdosiano presenta una autocrítica de sus propios límites, desnaturalizando sus propias

ilusiones miméticas y abriendo espacios para la producción de nuevas significaciones

(genéricas) más allá de lo meramente mimético, de lo posible dentro de los límites de “lo real”.

Muchos críticos han comentado ya que la aparente restauración del orden y la victoria del

patriarcado al final de la novela quedan ironizadas por la inestabilidad del narrador; esto es, su

posicionamiento ambiguo respecto al destino de la protagonista desnaturaliza la ilusión

mimética y desestabiliza la ideología dominante de género que parece predominar al final de la

novela. A pesar de la frustración de los deseos y fantasías de Tristana, el orden social

responsable de su derrota tampoco queda convalidado por el narrador galdosiano al final.

Criticar a Tristana por sus fantasías feministas poco realistas, como han hecho algunos

críticos (por ejemplo, Feal Deibe, Miró, Livingstone) o, inversamente, al autor realista por la

destrucción de los ideales feministas de la protagonista (por ejemplo, Miller), son las caras

opuestas de la misma moneda, ya que implica la necesidad de que la idea de “lo real”

circunscriba los límites de la subjetividad. Tristana, a través de sus divagaciones fuera del

espacio de la subjetividad, consigue desplazar y trascender estos límites en el terreno

discursivo. Como diría De Certeau, la narrativa se ha convertido en un “acto culturalmente

creativo,” que tiene una fuerza performativa y la capacidad de fundar nuevos espacios

identitarios (123, traducción mía). El discurso galdosiano, en ese sentido, no sólo es un acto

transgresor, sino fundacional: si Tristana como ilusión mimética falla, en cuanto signo de

resistencia, consigue sin embargo abrir paso a la construcción de nuevos espacios discursivos

de la subjetividad fuera de la norma.

El mismo año en que se publicó Tristana, se estrenó la adaptación teatral de la novela

dialogada Realidad, no sólo la primera obra de teatro de Galdós, sino la que se considera su

obra teatral más compleja y ambiciosa. La crítica ha señalado un vínculo entre Tristana y la

versión teatral de Realidad, sugiriendo que los últimos capítulos de la novela fueron escritos

mientras Galdós revisaba la obra de teatro. La recepción de la obra teatral fue mixta, no sólo

por razones estéticas, sino por la naturaleza de su tema, el adulterio femenino, que escandalizó

a algunos de sus espectadores y críticos. Especialmente porque se trataba de un acto de

trasgresión femenina, que quedaba “sin castigar”. El crítico Pedro Bofill censuró la obra por su

“desprecio al pudor público,” añadiendo la advertencia: “¡Madres que tenéis hijas, no las llevéis

al teatro!”; José Yxart también la condenó con la declaración: “Orozco es… el primer marido

que perdona a la adúltera en el teatro español” (Pardo Bazán, Realidad 1112; Condé, Adultery

20). Como bien se sabe, la mujer, especialmente la mujer caída, siempre cifra las ansiedades

culturales colectivas en los momentos de inestabilidad social y política, y la figura de la

adúltera en la novela realista decimonónica es particularmente representativa en este sentido.

VIII Congreso Galdosiano

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Tony Tanner ha escrito en su libro, El adulterio: contrato y transgresión, que el adulterio

simboliza el acto de cruzar una frontera prohibida, desde la definición social hacia un estado de

indefinición identificada con la naturaleza (313). Si el orden social depende del establecimiento

de límites, el adulterio representa una disolución de los límites al mezclar lo que debería

permanecer aparte. Y en efecto la definición de “adulterar” es “hacer impura una cosa (por la

mezcla)” (Tanner 367, traducción mía). En contraste con Tristana quien, desde el principio de

la novela, ocupa un lugar marginal y poco claro en el orden social, y especialmente en relación

con la institución del matrimonio y de la familia burguesa, Augusta tiene un rol legítimo de

esposa burguesa dentro de la institución matrimonial. Sin embargo, tanto en la adaptación

teatral como en la novela original, ella llega a representar un potencial espacio de ruptura y de

resistencia ante el orden social, al atravesar la frontera que separa orden y desorden, lo

legítimo de lo ilegítimo, lo normal y lo irregular. Augusta se ve propensa al desorden, a la

confusión y a la falta de claridad, afirmando: “Estoy cansada de la regularidad. Me ilusiona el

desorden” (136). En la novela, también, decía que se enamoraba de Federico, porque era “una

realidad no muy clara” (1258). En la obra teatral, su definición del amor mismo no reconoce

las fronteras sociales, y lamenta que el amor verdadero y puro no pueda existir en su clase

social. De todos modos, el adulterio de Augusta y la confusión que representa convierten a la

mujer en una proyección de las ansiedades colectivas de una época caracterizada por la

confusión de estructuras y categorías sociales conocidas. Al entrar en una relación

extramatrimonial, ella sale de la esfera privada que es el lugar que le corresponde socialmente,

sin que sea, exactamente, una mujer pública. Siguiendo la idea de Tanner, la mujer adúltera es

“una esposa que no es una esposa, y una prostituta que no es una prostituta” (375, traducción

mía); la transgresión de Augusta, no siendo ni esposa ni prostituta en un sentido absoluto,

consiste no sólo en atravesar la frontera entre la esfera privada y la pública, sino en borrar la

línea entre los dos espacios.

Como Tristana, quien, a través de sus fantasías, buscaba nuevos espacios de subjetividad

para la mujer, desafiando las normas del orden burgués patriarcal, Augusta, también, de

“inteligencia vaporosa, imaginación ardiente” (119), se inclina hacia “lo extraordinario” para

interpretar mejor la realidad, o sea, para reinventarla con su fantasía (122). “Tan alta idea

tengo de la realidad,” dice “como artista” (123). “Lo real” se contrapone a la imaginación

artística, identificada aquí, como en muchas otras obras galdosianas, con el desorden y la

irregularidad, pero también con la libertad de las normas. El amante de Augusta, Federico

Viera, le dirige la amonestación: “¿Necesitaré traerte a la realidad?” (136). La “desviación” de

Augusta, entonces, consiste no sólo en su desafío a las normas sociales, y la confusión de las

mismas, sino también en su cuestionamiento de las definiciones dominantes de “lo real”. Por lo

tanto, la crisis del contrato social que resulta del adulterio femenino representa nada menos que

una crisis en el sistema de significación en que participa el discurso realista, como reflejo de las

tensiones en torno a los roles genérico-sexuales, el matrimonio burgués, la familia y la

transmisión de la propiedad.

Obviamente, el adulterio masculino sería un caso completamente distinto. Puesto que según

la ley y las costumbres de finales del siglo XIX, el marido tenía derecho de propiedad y

autoridad exclusivo sobre su mujer y su cuerpo (Scanlon 133), la infidelidad de la mujer era

una infracción del derecho de propiedad de su marido. En contraste, el hombre era dueño de su

propio cuerpo, por lo cual podía disponer de él libremente, y su infidelidad no representaba

ninguna crisis al orden social. Además, me parece interesante que un personaje masculino que

se mete en una relación extramatrimonial (sea él soltero o casado) se niegue a cruzar las

fronteras entre la definición y la indefinición social, en contraste con la mujer, cuyo adulterio

Género y feminismo en las obras galdosianas...

61

suele resultar en la confusión de categorías. En ningún momento se olvida Federico de quién es

el “dueño” de su amante, de hecho, le preocupa mucho más el deshonor que le ha causado al

marido de Augusta que a ella misma. En sus momentos de desesperación económica, Federico

se niega a aceptar dinero de Augusta, por pertenecer a su marido, a quien le ha robado su

“propiedad” privada; al mismo tiempo no le importa aceptar dinero de una prostituta, Leonor,

quien no es propiedad de ningún hombre. Además, el lugar que le corresponde a esta última en

el orden social, como mujer pública de origen humilde, está completamente claro. Lo cual

explica por qué el público ha visto en la figura de Leonor un “simpático carácter español, la

chula, la barbiana franca y dadivosa, contra quien nadie levanta el dedo,” mientras “Augusta,

tipo heterodoxo, esposa culpable y no arrepentida, concita la animosidad” (Pardo Bazán,

Realidad 1119).

He propuesto en otra ocasión que el sujeto femenino en Realidad (la novela) no es más que

un objeto de intercambio dentro de un sistema homosocial (Tsuchiya). La mujer no representa

más que un pretexto para la afirmación de deseo homosocial que une al marido de Augusta con

su amante, simbolizado por el abrazo final de Orozco con la Imagen de Federico Viera. Lo

interesante de la versión teatral es que la imagen de Federico no tiene voz ni conciencia, y el

abrazo final de los dos hombres no ocurre, ya que la imagen se desvanece. ¿Se ha mermado la

fuerza del contrato homosocial que unía a los dos hombres en la novela original?

La falta de claridad que caracteriza la versión teatral de Realidad resulta del ambiguo papel

de la protagonista femenina en relación con la estructura del deseo homosocial, tan

fundamental para el mantenimiento del orden patriarcal. Desde mi punto de vista, Augusta, con

su falta de conformidad y claridad, representa un espacio de resistencia ante el poder

estabilizador de los contratos y de las instituciones sociales: no es ni madre ni esposa fiel.

Además de su propio acto de transgresión sexual, defiende, contra la oposición de su propio

amante, la huida de su hermana Clotilde con un hombre de posición social más humilde. Para

Augusta, este acto de rebelión en la esfera doméstica anticipa la llegada de una revolución

social, heraldo de una nueva democracia y una nueva moralidad, que conducirá al

mejoramiento de la raza y de la nación (143). (De hecho, sus palabras anticipan el tono más

abiertamente regeneracionista de las obras teatrales posteriores de Galdós). Al final de la obra,

Augusta se niega a admitir su “error” a Orozco, dejándole en un estado de duda y desequilibrio

que socavan el fundamento del orden patriarcal que sustenta el marido. Como símbolo de la

indeterminación, la figura de la mujer adúltera señala no sólo las posibles fisuras del contrato

social, sino también de un contrato que define y delimita los espacios posibles de la

subjetividad.

La última obra que me gustaría analizar brevemente, La loca de la casa, también fue

publicada en 1892, algunos meses después de la publicación de Tristana; la versión teatral fue

estrenada al año siguiente. Maryellen Bieder, en su excelente estudio sobre la mujer en el

teatro de Galdós, demuestra cómo el autor, en La loca de la casa, “se sirve de la dicotomía

‘loca de la casa’/‘el ángel de la casa’ contrastando la mujer frívola, fatanseadora, caprichosa

con la mujer sacrificadora, abnegada, ordenada,” luego para invertir el valor de esta oposición

(384). O, sea, no es Gabriela, el “ángel” doméstico, sino Victoria, “la loca,” la que se sacrifica

para salvar a su familia de la ruina económica, casándose con Pepet Cruz, el antiguo sirviente

de la familia Moncada quien se hizo rico en las Américas. Luego de casarse Victoria se dedica

al proyecto de reformar a Pepet, “hombre de baja extracción, alma sórdida y cruel” (26)

grosero y repugnante, transformándolo en un miembro respetable de la burguesía. Mientras

algunas críticas feministas han visto en la figura de Victoria una precursora de la “mujer

VIII Congreso Galdosiano

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nueva,” clave de la regeneración nacional (Condé, Stages 247), otras ven en su acto de

sacrificio una “nueva conversión a la domesticidad” y a la ideología patriarcal (Jagoe 163).

Aunque las dos perspectivas son defendibles, ni la una ni la otra parece explicar de un modo

completamente satisfactorio la complejidad del texto galdosiano.

Según Catherine Jagoe, las normas de género, puestas en cuestión en las obras galdosianas

de la década anterior, vuelven a ser naturalizadas en La loca de la casa y otras obras de los’90

(162). Discrepo de esta interpretación, ya que, a pesar del acto de sacrificio de Victoria, hay

una clara ironía y desnaturalización del ideal femenino del ángel doméstico debido al rol

genérico adoptado por la protagonista de la novela. De hecho, el sujeto femenino representa un

eje de contradictorios discursos, tanto patriarcales como regeneradores: su relación con el

orden social patriarcal es tan inestable como ambivalente. Lo que parece, a primera vista, un

simple acto de sacrificio y de renunciación por parte de la protagonista femenina es, en

realidad, un acto de capacidad agencial que, en palabras de Bieder, “subraya el control que

ejerce Victoria sobre su destino y la gama de opciones que la vida le ofrece” (386). El hecho

de que la sociedad de finales del XIX no ofreciera una opción que permitiera a la mujer liberarse

de las normas y roles sociales, en términos absolutos, no significa que dentro de estos límites el

sujeto femenino no pudiera abrir nuevos espacios de subjetividad.

La oposición ángel/loca establecida por los discursos de la época queda ironizada, no sólo

por su inversión, como ha indicado Bieder (383), sino porque la aparente transformación de la

“loca” en “ángel” no se completa en ningún momento de la novela. De hecho, el acto de

sacrificio, tradicionalmente identificado con la figura del ángel doméstico, resulta de la

“imaginación arrebatada” de la loca de la casa (70). Como en los casos de Tristana y de

Augusta, la imaginación y la fantasía del sujeto femenino se convierten en potenciales espacios

de ruptura de las normas tanto sociales como discursivas. El matrimonio de Victoria y Pepet

no representa una vuelta del ángel doméstico a la norma, sino una apertura hacia una

posibilidad de regeneración personal y social, desde dentro de la esfera privada. Si bien es

cierto que el matrimonio en que entra Victoria es un contrato estrictamente económico, es la

protagonista misma la que dicta los términos del contrato, desde el principio, negociando las

condiciones para su “venta” física, espiritual y simbólica. Una de estas condiciones es el

derecho a separarse de su marido, en el caso de que surgiera una desavenencia grave, lo cual

por supuesto es una proposición bastante radical para la época.

Una vez casada, Victoria es la que lleva las riendas, haciéndose no sólo la administradora

del orden doméstico, sino del capital de su marido. Sin embargo, en los ojos de su marido,

lejos de ser un “ángel doméstico”, Victoria ocasiona el trastorno del orden y la armonía social,

quitándole autoridad sobre su propio capital (141). De hecho, “por mediación de la loca de la

casa” (143), se empeña en llevar a cabo un acto de justicia repartiendo el dinero a los

necesitados, aunque sea cometiendo un acto de desobediencia a su marido. Para Pepet, éste es

un acto de “complot infame contra mi propiedad y mi honor” (150). Al final del tercer acto

cuando surge una desavenencia entre la pareja en torno a la cuestión de dinero, Victoria

abandona la casa conyugal, en un acto radical que se hace eco de la protagonista de la Casa de

muñecas (1879) de Ibsen, y amenaza a su marido con la separación.

El acto cuarto es el momento culminante de la novela dialogada, donde se dramatiza el

conflicto final entre Cruz, representante del orden patriarcal y capitalista, quien quiere recobrar

su patrimonio y autoridad masculina, y Victoria, quien resiste las exigencias de este orden.

Para que ella vuelva al sitio que le corresponde en el matrimonio burgués, devolviéndole a su

Género y feminismo en las obras galdosianas...

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marido tanto su capital como el hijo que va a heredar su patrimonio, no le ofrece a su marido

otra alternativa que volver a entrar en negociación con ella. De hecho, Victoria se convierte a

sí misma en mercancía, en un objeto de intercambio, para poder abrir un espacio de

negociación y de resistencia dentro del orden social. Le dice a su marido que no podrá evitar la

separación “sino cotizándome también a mí” (188). O, sea, al insistir en negociar su propio

valor en el mercado, esta protagonista sacude los cimientos de la institución matrimonial,

según la cual la mujer no es más que propiedad del hombre; la respuesta de Cruz, cuando ésta

ofrece cotizarse es, efectivamente: “No compro mercancía que me pertenece” (188). Además,

como una madre que es consciente de llevar en su seno al futuro heredero de la familia —y de

la nación—, es evidente que la función social de Victoria va más allá de su rol en la esfera

doméstica. En este contexto, su afirmación final de que “Soy tu ángel bueno” (197) queda

profundamente ironizada, ya que el ángel del hogar que nunca fue ha conseguido trastornar “la

armonía del mundo” (194) no sólo patriarcal, sino capitalista. Lo interesante es ver cómo la

resistencia femenina surge precisamente de la esfera de acción tradicional de la mujer, no

obstante, esta resistencia local es precisamente lo que hace posible que se produzcan rupturas,

o mejor dicho, aperturas, en el orden social dominante.

Para concluir, espero haber demostrado, a través de mis análisis de estos textos galdosianos,

que la crítica feminista podría ser más productiva cuando trata de identificar espacios de

negociación y de resistencia que esbocen nuevas configuraciones más fluidas y dinámicas de

género. Ni el sujeto femenino, ni si se quiere, el “feminista” puede considerarse una

representación monolítica o inamovible, determinada a priori y basada en un entendimiento del

“feminismo” como ideología inequívoca. Dentro del mismo discurso realista, se dramatiza

constantemente el conflicto entre los discursos dominantes de género que buscan contener,

social y discursivamente, a los sujetos “desviados,” y la resistencia que surge de aquellos

sujetos marginales que ponen a prueba los límites de las normas genérico-sexuales. Aunque

este conflicto quede solucionado de forma distinta en contextos diferentes, lo cierto es que el

texto galdosiano desnaturaliza cualquier concepto esencialista o prescriptivo de género para

abrir nuevos espacios posibles para la discursividad y la subjetividad más allá de la norma de

“lo real”. Y como es sabido, sin transformaciones en el terreno de la representación tampoco

habrá transformaciones en el terreno político.

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