VISIÓN BUCÓLICA Y REGENERACIONISMO DE

GALDÓS

Ángel Ruiz Pérez

En esta comunicación pretendo analizar la visión que tiene Galdós de la vida del campo

—sobre todo en la recepción y crítica que hace del género bucólico— y su reelaboración por

medio de la influencia cervantina y la de sus contemporáneos.

Sobre el componente bucólico quizá sea interesante comenzar recordando su posible

conocimiento de los autores bucólicos grecolatinos; en su formación inicial en Las Palmas

había estudiado latín y griego;1 allí había ejercido su influencia Graciliano Afonso, sacerdote

amante del latín y traductor del Ars poetica de Horacio, la Eneida y las Églogas de Virgilio. La

influencia de este ambiente fue clave en su manera de enfocar la vida y la literatura, como ya

señaló atinadamente Blanquat (1971) y estudió después Beyrie a fondo (1980: 129).2 Además

son interesantes los datos que aporta su biblioteca (Nuez 1990):3 hay traducciones de obras

clásicas (en español o francés), algunas de ellas de la época en la que estudiaba bachillerato, y

entre ellas las de Virgilio. Tenemos constancia también de su conocimiento de la poesía

bucólica hispana por un comentario de La Arcadia moderna, de Ventura Pérez Aguilera,

donde recuerda sus clases de retórica y el fastidio de un aprendizaje literario basado en el

estudio de reglas; sólo se salvaba la antología de textos que ilustraba al final todo aquel

fárrago, que —reconoce— le entusiasmaba entonces:

¡Qué infantil entusiasmo! ¡Qué adhesión flemática e irreflexiva! Penetrados de

profundo misticismo literario, fanáticos con inocencia, prosélitos con fervor, nos

identificamos con aquella poesía, volamos con las tórtolas de Francisco de Torre,

aspiramos los deliciosos tomillos de Meléndez, bebemos en las claras fuentes de

Villegas, enarbolamos el bien cincelado tirso de Boscán, bebemos en la copa de

Anacreonte, triscamos con la ternerilla y la mansa cordera de Jaúregui, y a cada son

de la terrible campana reglamentaria del colegio, nos parece oír el clásico cencerro de

las cabras de Melampo o de las ovejuelas de Batilo (Galdós 1972: 371).

Pero viene luego el estudio de las ciencias naturales y la lógica; cuando se vuelve a la

literatura “el arte bucólico, del que antes fuimos sinceros apasionados, se nos presenta con

toda la falsedad y extraños oropeles. Adquirimos exacta noción de lo bello y desterramos lo

convencional: se despierta en nosotros el puro sentimiento de la naturaleza, ajeno ya a toda

sistemática falsificación” (372). A continuación rechaza el género bucólico español, porque “el

sentimiento de la naturaleza en que se funda es extraviado y falso” (372). Los poetas del

presente que quieran ver ahora la naturaleza se encontrarán a:

los hijos inseparables y pegados siempre a la fecunda madre, sencillos como ella,

rústicos, primitivos, esencialmente naturales, unidos a ella por la tierra, por el barro,

por el musgo, que parece ser la sustancia elemental de la madre y el hijo; verá al

labriego y al pastor, rústicos, brutales, incultos de cuerpo y espíritu. Su lenguaje es

bárbaro, su razonar torpe, sus apetitos ciegos y sin freno, su sentimiento sencillo; pero

nunca expresado en claros ni graciosos términos (373).

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Sin embargo, el efecto que le produjeron las explicaciones del curso de literatura latina de

Camus (del que conservó los apuntes)4 sobre Virgilio es de entusiasmo:

Oigamos las exclamaciones entusiastas que saludan la entrada de Virgilio. ¡Magnífico!

¡Divino! ¡Sublime! Ya el señor Camús, rebosando alegría, presa de un vértigo de

entusiasmo virgiliano, trisca como un cabritillo por los mantuanos campos; escucha

enajenado las lamentaciones de Títiro y Melibeo, víctimas de los feroces soldados

vencedores en Farsalia; corre tras Galatea y preside el certamen de amoroso discreteo

en que dos inocentes pastores manifiestan alternativamente su ingenio. En cuanto a las

Geórgicas, no es necesario decir que Camús se vuelve loco en presencia de aquellas

atinadas experiencias agrícolas; empuña el arado, cata la colmena, apacienta las

ovejas, ordeña las cabras, siembra el trigo, y hasta parece que saborea aquel duro y

sabroso queso y aquellos dulces poemas de que nos habla el gran bucólico al fin de su

primera égloga (Pérez Galdós 1972: 119-120).

Del autor romano hay mención también en la descripción de la biblioteca del canónigo de

Orbajosa en Doña Perfecta (Galdós 1993, II: 165), aunque de significado ambiguo: el

canónigo que posee libros de Virgilio (y es muy competente en latín) es dibujado con negras

tintas por Galdós como uno de los principales antagonistas de Pepe Rey, ingeniero, hombre

moderno, que parece no saber mucho de lenguas clásicas. El canónigo será quien le cite un

pasaje de Las geórgicas de Virgilio (20-21):

—¡Oh!, sí; un gran agrónomo —añadió el Penitenciario—; pero en asuntos de

agronomía no me citen tratados novísimos. Para mí toda esa ciencia, Sr. de Rey, está

condensada en lo que yo llamo la Biblia del campo, en las Geórgicas del inmortal

latino. Todo es admirable, desde aquella gran sentencia Nec vero terrae ferre omnes

omnia possunt, es decir, que no todas las tierras sirven para todos los árboles, Sr. D.

José, hasta el minucioso tratado de las abejas, en que el poeta explana lo concerniente

a estos doctos animalillos, y define al zángano diciendo:

Ille horridus alter

desidia, lactamque trahens inglorius alvum,

de figura horrible y perezosa, arrastrando el innoble vientre pesado, Sr. D. José...

—Hace Vd. bien en traducírmelo —dijo Pepe riendo—, porque entiendo muy poco el

latín.

—¡Oh!, los hombres del día ¿para qué habían de entretenerse en estudiar antiguallas?

—añadió el canónigo con ironía—. Además, en latín sólo han escrito los calzonazos

como Virgilio, Cicerón y Tito Livio. Yo, sin embargo, estoy por lo contrario, y sea

testigo mi sobrino, a quien he enseñado la sublime lengua.

Es una situación compleja, en la que por una parte el personaje más negativo tiene

sensibilidad para Virgilio pero por otra lo utiliza como arma arrojadiza contra el protagonista,

que no ha estudiado latín pero que tampoco está en contra de él (Galdós 1993, II: 58):

—El empeño de Vds. de considerarme como el hombre más sabio de la tierra, me

mortifica bastante —dijo Pepe, recobrando la dureza de su acento—. Ténganme por

tonto; que prefiero la fama de necio a poseer esa ciencia de Satanás que aquí me

atribuyen.

Rosarito se echó a reír, y Jacinto creyó llegado el momento más oportuno para hacer

ostentación de su erudita personalidad.

Visión bucólica y regeneracionismo de Galdós

125

—El panteísmo o panenteísmo están condenados por la Iglesia, así como las doctrinas

de Schopenhauer y del moderno Hartmann.

—Señores y señora —manifestó gravemente el canónigo—, los hombres que

consagran culto tan fervoroso al arte, aunque sólo sea atendiendo a la forma, merecen

el mayor respeto. Más vale ser artista y deleitarse ante la belleza, aunque sólo esté

representada en las ninfas desnudas, que ser indiferente y descreído en todo. El

espíritu que se consagra a la contemplación de la belleza no entrará completamente el

mal. Est Deus in nobis... Deus, entiéndase bien.

La cosa llega al extremo de que Pepe Rey se ve forzado a una crítica que no siente, con una

defensa de la ciencia positiva que horroriza a su prima (38):

La fábula, llámese paganismo o idealismo cristiano, ya no existe, y la imaginación está

de cuerpo presente. Todos los milagros posibles se reducen a los que yo hago en mi

gabinete cuando se me antoja con una pila de Bunsen, un hilo inductor y una aguja

imantada. Ya no hay más multiplicaciones de panes y peces que las que hace la

industria con sus moldes y máquinas y las de la imprenta, que imita a la Naturaleza

sacando de un solo tipo millones de ejemplares. En suma, señor canónigo del alma, se

han corrido las órdenes para dejar cesantes a todos los absurdos, falsedades, ilusiones,

ensueños, sensiblerías y preocupaciones que ofuscan el entendimiento del hombre.

(...).

Rosarito contemplaba llena de estupor a su primo. Este se inclinó hacia ella y al oído

le dijo disimuladamente en voz muy baja:

—No me hagas caso, primita. Digo estos disparates para sulfurar al señor canónigo.

Esta cerrazón del supuesto elemento erudito es otra de las decepciones del protagonista,

que esperaba encontrar en la ciudad provinciana una suerte de idilio rural (21) como el que le

describe su tío:

—Por cierto —decía don Juan— que en esa remota Orbajosa, donde, entre

paréntesis, tienes fincas que puedes examinar ahora, se pasa la vida con la tranquilidad

y dulzura de los idilios. ¡Qué patriarcales costumbres! ¡Qué nobleza en aquella

sencillez! ¡Qué rústica paz virgiliana! Si en vez de ser matemático fueras latinista,

repetirías al entrar allí el ergo tua rura manebunt. ¡Qué admirable lugar para dedicarse

a la contemplación de nuestra propia alma y prepararse a las buenas obras! Allí todo

es bondad, honradez; allí no se conocen la mentira y la farsa como en nuestras

grandes ciudades; allí renacen las santas inclinaciones que el bullicio de la moderna

vida ahoga; allí despierta la dormida fe, y se siente vivo impulso indefinible dentro del

pecho, al modo de pueril impaciencia que en el fondo de nuestra alma grita: “quiero

vivir”.

De hecho, la primera mención de un encuentro directo con el campo será también

decepcionante (8):

—¡Mis tierras! —exclamó con júbilo el caballero, tendiendo la vista por el triste

campo que alumbraban las primeras luces de la mañana—. Es la primera vez que veo

el patrimonio que heredé de mi madre. La pobre hacía tales ponderaciones de este

país, y me contaba tantas maravillas de él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí

era estar en la gloria. Frutas, flores, caza mayor y menor, montes, lagos, ríos, poéticos

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arroyos, oteros pastoriles, todo lo había en los Alamillos de Bustamante, en esta tierra

bendita, la mejor y más hermosa de todas las tierras... ¡Qué demonio! La gente de este

país vive con la imaginación. Si en mi niñez, y cuando vivía con las ideas y con el

entusiasmo de mi buena madre, me hubieran traído aquí, también me habrían parecido

encantadores estos desnudos cerros, estos llanos polvorientos o encharcados, estas

vetustas casas de labor, estas norias desvencijadas, cuyos canjilones lagrimean lo

bastante para regar media docena de coles, esta desolación miserable y perezosa que

estoy mirando.

El paisaje de Orbajosa no tiene nada de admirable. Algo similar ocurre con el campo

manchego (Bailén, Episodios Nacionales 4):

Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país donde el sol está en su reino, y el

hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo; país entre todos famoso desde que

el mundo entero se ha acostumbrado a suponer la inmensidad de sus llanuras recorrida

por el caballo de D. Quijote. Es opinión general que la Mancha es la más fea y la

menos pintoresca de todas las tierras conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa

de Levante o de Andalucía, se aburre junto al ventanillo del vagón, anhelando que se

acabe pronto aquella desnuda estepa, que como inmóvil y estancado mar de tierra, no

ofrece a sus ojos accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno. Esto es lo

cierto: la Mancha, si alguna belleza tiene, es la belleza de su conjunto, es su propia

desnudez y monotonía, que si no distraen ni suspenden la imaginación, la dejan libre,

dándole espacio y luz donde se precipite sin tropiezo alguno. La grandeza del

pensamiento de don Quijote, no se comprende sino en la grandeza de la Mancha. En

un país montuoso, fresco, verde, poblado de agradables sombras, con lindas casas,

huertos floridos, luz templada y ambiente espeso, D. Quijote no hubiera podido

existir, y habría muerto en flor, tras la primera salida, sin asombrar al mundo con las

grandes hazañas de la segunda.

No hay espacio para mundos bucólicos en la España provinciana, ni es posible una literatura

‘escapista’; el paisaje no llega a la altura ni sus habitantes, salvo los ascetas o los quijotes;5 no

tiene tampoco sentido la poesía pastoril de origen francés, sobre todo en sus epígonos

españoles, que hizo furor en el XVIII y seguía practicándose en el XIX. Una declaración

programática está en La Fontana de Oro (Galdós 1993, I: 265):

En el siglo XVII, cuando nuestra nacionalidad vigorosa, original y profundamente

característica, no había recibido influjo extranjero, los españoles se componían de otro

modo: iban a su objeto por medios más violentos, más decididos, más románticos, que

indicaban antes la pasión que la intriga; más bien la resuelta actitud del valor que el

ingenioso intento de la astucia. Aquel fue el siglo de los raptos del convento, de las

escaladas por el jardín, de las fugas, de los atropellos, de los sublimes atrevimientos.

Entonces hubo un galán, según dicen (el Conde de Villamediana), que quemó su casa

por el placer de sacar en brazos a una dama.

La irrupción de costumbres francesas, verificada con la venida de la dinastía nueva a

principios del siglo XVIII, modificó esta como otras cosas. La sociedad que se imponía

a la nuestra era menos grande, menos valerosa, menos apasionada; pero más culta,

más refinada, más hipócrita. Con ella vinieron los abates, y vino la literatura clásica,

fría, ceremoniosa, falsa, hipócrita también. La poesía pastoril, último grado de la

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hipocresía literaria, tuvo un renacimiento funesto en el siglo pasado. Al compás de los

madrigales, los abates hacían el amor callandito en los salones. Los amantes, que

componían versos de casto e insípido pastorileo, no podían entrar en las casas como

aquellos a quienes encubría su dignidad, y entraban disfrazados o empleando los más

extravagantes y rebuscados medios.

También en El audaz se critica (Galdós 1993, I: 491) a un fraile que había estudiado en

Salamanca,6 que

Fue uno de los más afamados poetas de aquella insulsa escuela, donde se le conocía

con el pastoril nombre de Liseno. Como fray Diego González y el padre Fernández,

no se desdeñaba de cultivar la poesía amatoria, fingiéndose pastor y creando un tipo

de mujer a quien dirigía sus versos. Esto era costumbre y nadie se escandalizaba por

ello.

Todo ello se ejemplifica en una historia desarrollada en esta novela: Pepita Sanahuja, de

noble linaje, quiere revivir el ideal bucólico (Galdós 1993, I: 543) :

Pepita Sanahuja, poetisa fanática por Meléndez, (...) deliraba por la literatura pastoril

(...)

—¿Puede nada compararse a la hermosura del campo? —decía doña Pepita cuando,

elegido el sitio de reposo, se sentaron todos sobre la hierba—. Y eso que aquí no

vemos más que un mal remedo de los prados frescos y alegres de que hablan

Garcilaso y Villegas. Aquí ni ovejas con sus corderos saltones y tímidos, ni pastores

engalanados y discretos, aquí ni arroyos que van besando los pies de las flores, ni

dulce son de los caramillos repetidos por la selva, ni... (...)

—¡Jesús! —exclamó Engracia, interrumpiéndola.

—Esto no se puede soportar. Ya tenemos el pastoreo en campaña. ¡Pepa, por Dios,

no nos aburras ahora con tus zagalas y caramillos!

—No puedo prescindir de mi inclinación. El prosaísmo no ha entrado todavía en mi

cabeza —contestó la apasionada de Meléndez con un mohín desdeñoso—. La verdad

es que no hay tormento mayor que la superioridad de cultura y de gusto.

—Yo no sé —observó la de Cerezuelo— de dónde han sacado los poetas esas

pastoras que pintan tan finas, con tales vestidos y modales. Yo he vivido en el campo

y no he visto en medio de los rebaños más que hombres zafios, tal vez menos

racionales que las reses que cuidaban.

—¡Ah!, es mucho cuento la tal poesía pastoril —dijo Engracia, complaciéndose en

mortificar a su discreta amiga—. ¿Y cuando se dicen aquellas ternuras y se ponen a

llorar junto al tronco de una encina, diciendo tales tonterías que no se les puede

aguantar?...

—¡Qué prosaísmo, qué deplorable gusto! —dijo la poetisa en tono despreciativo—.

¡No comprender la sutileza de la ficción! Pero a bien que estamos acostumbrados a

oír disparates.

—Pluma, ¿le gusta a usted la poesía pastoril? —preguntó la de Porreño al atontado

petimetre, que después del acarreo de doña Bernarda había cogido el suelo con mucha

gana.

—¿Qué pienso? —contestó, perplejo entre aparecer prosaico, renegando de la poesía,

o incurrir en el desagrado de la viuda, emitiendo una opinión contraria—. Pienso... Es

cuestión delicada. El buen gusto de nuestra época —añadió, tratando de pasar por

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erudito y agradar a todos los presentes—, el buen gusto de nuestra época exige que

esa cuestión sea estudiada con detenimiento. Yo he leído a Longo, Anacreonte,

Teócrito, Gesner, Garcilaso, Villegas, y es fuerza confesar que hicieron églogas muy

buenas. Estos de hoy no les llegan a la suela del zapato; y así, puedo decir que la

poesía pastoril me gusta y no me gusta, según y cómo, pues... ya ustedes me

entienden.

—Nos ha dejado enteradas —dijo Engracia—, y es lástima que no recuerde lo que

decían esos señores Hongo, Acronte, Pancracio, para que se lo cuente ce por be a

Pepita.

La pobre Sanahuja llega al extremo de locura de querer practicar un modo de vida pastoril

en la práctica (Galdós 1993, I: 711-12); explícitamente es comparada con el Quijote:

Figúrese usted que Pepita está maniática, no puede vivir sino en el campo. Ya usted

recordará. Aquella que en la Florida recitaba versos pastoriles y jugaba a los corderos.

Yo me figuro que aquella cabeza no está buena. Está tan enfrascada en su manía, que

no hay quien la convenza de que todo eso de lo pastoril es pura invención de los

poetas, y que en el mundo no han existido jamás Melampos, ni Lisenos, ni Dalmiros,

ni Galateas. Pero ni por esas; ella, con la lectura de Meléndez y de Cadalso, se figura

que todo aquello es verdad, y quiere ser pastora y hacer la misma vida que los

personajes imaginarios que pintan los escritores. ¿Pues qué cree usted? Si ha tenido su

padre que quemarle los libros, como hicieron con los de D. Quijote... Es mucha niña

aquella. Pues hoy se van para Aranjuez, donde tienen una hermosa finca con su soto y

muchos viñedos. La familia, viendo que Pepita no comía ni dormía a causa de su

preocupación pastoril, ha resuelto al fin hacerle el gusto y se la llevan esta tarde.

Esto se pone en práctica más adelante (Galdós 1993, I: 780-82), cuando Pepita se va a

Aranjuez y lleva a la realidad su ideal de vida bucólica; pero le falta un pastor y lo encuentra en

un muchacho que se había perdido (que curiosamente era el hermano del protagonista):

Y el Cielo, propicio siempre con los locos, le deparó lo que buscaba. Aquella tarde,

en el momento en que los rayos del sol trasponían por el horizonte, dejando en las

copas de los árboles, en los techos de las casas y en la superficie del Jarama

resplandecientes rastros de luz y perfiles y destellos de mil colores; en el momento en

que las ovejas se aproximaban unas a otras, buscando cada una abrigo en las calientes

lanas de las demás; cuando salía el humo de los techos y empezaban a pedir la palabra

las ranas para su discusión nocturna; cuando la Naturaleza se adormía, impresionando

los sentidos con recuerdos virgilianos, Pepita encontró lo que deseaba, encontró su

pasto en un chico que, habiéndose presentado unos días antes en la puerta de la casa

hambriento, cubierto de harapos y pidiendo limosna, fue recogido por los colonos,

que eran gente compasiva. Este chico le pareció desde el primer momento tan propio

para el caso, tan interesante por su color tostado, sus grandes y expresivos ojos y su

expresión inteligente, que no vaciló en poner en ejecución su pensamiento. A pesar de

la repugnancia de sus padres, el chico fue arrancado al pastoreo de los cerdos en que

le tenían ocupado; se le dio de comer y de beber a cuerpo de rey, se le arregló una

cama en la casa, y al día siguiente las ovejas, los criados y los labradores le vieron en

la huerta coronado de flores y de cintas, y muy satisfecho del papel que estaba

desempeñando. Se le puso el nombre de Fileno, y los cerdos se quedaron sin su

guardián.

Visión bucólica y regeneracionismo de Galdós

129

En el fondo late una crítica a toda la poética neoclásica, como se ve también en La Fontana

de Oro, donde aparece un escritor de tragedias (Galdós 1993, I: 189-90):

Ramón tenía talento y facultades de poeta; pero había nacido en una época funesta

para las letras. El frío clasicismo agostaba en flor los ingenios que, educados en la

retórica francesa, y siguiendo los principios del prosaico Montiano, del rígido Luzán,

del insoportable Hermosilla, no atinaban a utilizar los elementos poéticos que en aquel

tiempo nuestra sociedad les ofrecía.

Así, en las primeras obras de Galdós el acercamiento al campo es imposible cuando se

intenta encontrarlo en las pequeñas ciudades de provincia o en la propia vida rural. Mucho

peor es crear un campo literario o jugar a pastores cuando lo hace la clase alta por pura abulia

o alambicamiento. El campo real es de hecho lo contrario de cualquier planteamiento idílico,

como ocurre en Marianela, donde el campo es en realidad un lugar que con las minas se ha

convertido en un infierno.7 El intento de crear una literatura de idealización del campo es por

ello absurdo y las referencias bucólicas están contrahechas: así en un pasaje (Galdós 1993, II:

670) describe así a las mujeres: ocupadas en lavar parecían una pléyade de equívocas ninfas

de barro ferruginoso crudo.8 O poco antes (665):

Las dos hembras, Mariuca y Pepina no carecían de encantos, siendo los principales su

juventud y su robustez. Una de ellas leía de corrido; la otra no, y en cuanto a

conocimientos del mundo, fácilmente se comprende que no carecería de algunos

rudimentos quien vivía entre risueño coro de ninfas de distintas edades y

procedencias, ocupadas en un trabajo mecánico y con boca libre. Mariuca y Pepina

eran muy apechugadas, muy derechas, fuertes y erguidas como amazonas. Vestían

falda corta, mostrando media pantorrilla y el carnoso pie descalzo, y sus rudas

cabezas habrían lucido mucho sosteniendo un arquitrabe como las mujeres de la Caria.

El polvillo de la calamina que las teñía de pies a cabeza, como a los demás

trabajadores de las minas, dábales aire de colosales figuras de barro crudo.

Aparecen así irónicamente como esculturas clásicas, igual que la protagonista de La familia

de León Roch. En esta novela el amor ‘à la bucólica’ es en realidad un puro engaño, con una

recreación a la inversa del mito de Pigmalión (Galdós 1994, III: 50; Cf. Smith 1993):

Con esta belleza tan acabada que parecía sobrehumana, con esta mujer divina en cuya

cara y cuerpo se reproducían, como en cifra estética, los primores de la estatuaria

antigua, se casó León Roch después de diez meses de relaciones platónicas. Fue

ocasión de su esclavitud un súbito enamoramiento que le sobrecogió al verla por

primera vez y tratarla en una reunión de la Corte, cuando María, recién salida al

mundo, se hallaba en aquel peregrino estado de pimpollo en que la belleza de la mujer

se marca con un sello de inocencia y aparece matizada aún con el rocío de esa

encantadora mañana que se llama infancia. Se enamoró como un pastor, vergüenza da

decirlo, y él mismo se asombraba de ver que el teodolito de topógrafo y el soplete de

mineralogista trocábanse en sus manos en caramillo o flauta de bucólico vagabundo.

Esto encontrará su réplica posteriormente en obras de finales de siglo y de su última época.

En Ángel Guerra el protagonista huye a Toledo, donde se encuentra a un sacerdote (Galdós

1970: 499) que prefiere la agricultura a la dedicación a su misión pastoral: “Su pasión era la

más noble que existir puede, la más útil, y a boca llena repetía, apropiándose un texto del

VIII Congreso Galdosiano

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amigo Cicerón: Nihil est agricultura melius, nihil uberius, nihil dulcius, nihil homine libero

dignius”.

Es un anuncio de la progresiva inclinación de Galdós a ver la vuelta al campo como un

remedio para los males de España (cf. Benítez 1990 212-16, con más ejemplos). En Nazarín el

protagonista, nuevo Quijote, sale al campo, como un nuevo loco cristiano. En Halma la huida

al campo se plantea como intento utópico de crear una sociedad ideal; el choque con los

intereses creados se consigue reconducir con una vuelta a las fuentes: la sociedad pseudosmonástica

que la protagonista intentaba crear en el campo se reconduce al final a su

matrimonio y a la creación de una hacienda en la que prima la preocupación social, algo que

entronca con planteamientos de autores como Pereda o Eça de Queiroz.9 La condesa de Halma

plantea primero una sociedad caritativa, con una economía de subsistencia (363), en la que

todos se someten a una regla monacal, también Urrea, enamorado de ella, hasta el punto de

que va pasando por los trabajos más humildes (373-4), en una suerte de penitencia impuesta

por la condesa por su anterior vida disoluta en Madrid (373). Será Nazarín quien primero le

saque del pajar donde duerme junto a dos gañanes; ambos son hombres jóvenes, pero con

personalidad, que con educación hubieran sido muy distintos, aunque Galdós no desarrolla la

cuestión de si en ellos está la posibilidad de unos campesinos mejores (383) ; simplemente los

deja de lado. Mientras, ante los ataques procedentes del exterior y los intentos de controlar la

casa por parte de los poderes establecidos, se precipita el desenlace; es Nazarín quien aclara a

la condesa su destino: se tiene que casar con Urrea, que “es un buen hombre, y será un

excelente señor de Pedralba!” (408) y convertir el pseudos-monasterio, la 'ínsula' (así es

llamada repetidas veces), en la casa de familia de dos personajes nobles, que así estarán libres

de presiones y podrán realizar una caridad efectiva. Lo certifica otra vez Nazarín: “Los señores

de Pedralba no fundan nada; viven en su casa y hacen todo el bien que pueden”. Las clases

altas redimen la vida en el campo con su preocupación por los más necesitados.

Un esquema similar tiene una curiosa —y tediosa— novela tardía, El caballero encantado,

en la que el protagonista, noble derrochador, es transformado en gañán por una figura a medio

camino entre la alegoría y la fantasía, la madre España, que le ayudará con ello a replantearse

su función social; al final vuelve a la ciudad como aristócrata, cambiando no exteriormente ni

con proyectos de revolución social, sino en la perspectiva vital.

Paralelamente hay varios trabajos críticos de Galdós donde reflexiona sobre el campo en

general y sobre Castilla en particular. En el Prólogo a Vieja España, libro de José María

Salaverría de 1907 (en Mainer-Ara 2004: 227),10 realiza, una “conversación o cambio de

apreciaciones entre compañeros de oficio que se encuentran en tierras castellanas, y de pueblo

en pueblo, de ruina en ruina, de soledad en soledad, no se cansan en examinar el duro suelo de

donde extrajo su juego toda la energía hispánica. Nutrida ésta de aquel terruño en un ambiente

seco y extremoso, forjó los caracteres tenaces que paralelamente produjeron grandes hechos en

este hemisferio y en el otro, y al compás de los hechos el lenguaje viril que había de referirlos”.

Va describiendo una Castilla pobre (más pobre que Canarias o Vasconia), por la que sin

embargo (228): “sentimos la misma devoción filial ante el desolado taller de nuestra Historia,

ante el solar ingente de tantas noblezas desvanecidas, hoy mal poblado de españoles que

trabajosamente se adaptan al vivir moderno; y nos apena el ver a Castilla desnuda de su

grandeza heroica, sin magnates, sin repúblicos eminentes, sin Corte”.

Es una Castilla pobre, de pasado glorioso y núcleo de España, poblada por personas de

'hábitos austeros' (228), una “región esteparia, barrida por los vientos, harta del sol en verano y

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de nieblas y frialdades en invierno, harta también de sublimes o desvariadas abstracciones”

(233). Más adelante vuelve a esa descripción negativa de su paisaje (236):

perfecta planimetría sin accidentes, como un mar convertido en tierra. (...) El campo

era en aquellos días, de primavera lluviosa, verdegueante y encharcado a trechos, con

grajeas de amapolas como gotas de sangre. Casas lejanas, escasos árboles,

supervivientes de los que se plantaron al construir la carretera, no logran romper la

uniformidad plana de aquel suelo que se rebela contra todo lo que pretende alterar su

quietud, su horizontalidad lacustre y su tristeza reconcentrada, ensoñadora. Es el

paisaje elemental, descanso de los ojos y el suplicio de la imaginación.” (...) “En algún

árbol petiseco, la abubilla, coronada de plumas y con sus faldones casaquiles, da los

tres golpes de su canto, y vuela hacia otro árbol, tomándonos la delantera. El ti-ti-ti

de la abubilla es la suma sencillez musical, como el campo, el camino y el suelo son la

suma sencillez topográfica. El alma del viajero se adormece en dulce pereza. Por un

camino psicológico, igualmente rectilíneo, se va al ascetismo y al desprecio de todos

los goces.

Ya en 1904, en O'Donnell se encuentra una descripción similar:

Atravesando en la diligencia las estepas de Castilla, no se cansaba Teresa de

contemplar las tierras pardas, sin vegetación, a trechos labradas para la próxima

siembra; entreteníase mirando y distinguiendo los tonos diferentes de aquella tierra

esquilmada, madre generosa que viene dando de comer a la raza desde los tiempos

más remotos, sin que un eficaz cultivo reconstituya su savia o su sangre. Miraba los

pueblos pardos como el suelo, las mezquinas casas formando corrillo en torno a un

petulante campanario... Ni amenidad, ni frescura, ni risueños prados veía, y, no

obstante, todo le interesaba por ser suyo, y en todo ponía su cariño, como si hubiera

nacido en aquellas casuchas tristes y jugado de niña en los ejidos polvorosos. Las

mujeres vestidas con justillo, y con verdes o negros refajos, atraían su atención. Sentía

piedad de verlas desmedradas, consumidas prematuramente por las inclemencias de la

naturaleza en suelo tan duro y trabajoso. Las que aún eran jóvenes tenían rugosa la

piel. Bajo las huecas sayas asomaban negras piernas enflaquecidas. Los hombres,

avellanados, zancudos, con su seriedad de hidalgos venidos a menos, parecían llorar

grandezas perdidas. Todo lo vio y admiró Teresa, ardiendo en piedad de aquella

desdichada gente que tan mal vivía, esclava del terruño, y juguete de la desdeñosa

autoridad de los poderosos de las ciudades. Por todo el camino, al través de las

llanadas melancólicas, de las sierras calvas, de los montes graníticos, iba empapando

su mente en esta compasión de la España pobre, a solas, muy a solas, pues la persona

que la acompañaba esparcía sus pensamientos por otras esferas (Episodios

Nacionales, 4ª serie, cap. XXII: 511).

En el artículo de 1907 sigue una descripción detallada de Madrigal de las Altas Torres, en

su recorrido por los lugares ligados a Isabel la Católica (antes se ha detenido en hablar de

Medina del Campo)11 (237-249); alaba a la Reina por el conjunto de su reinado (salvo 248 por

la expulsión de los judíos y la Inquisición). Sólo ahí el paisaje se convierte en deleitoso (241) :

Salimos al campo, que en aquellos días de abril de aguas mil se hallaba en plena

magnificencia primaveral. Los trigales lozanos, recamados de amapolas, encantaban la

vista. La vegetación arbórea se manifestaba viciosa y exuberante, prodigando al sol el

VIII Congreso Galdosiano

132

lujo de sus yemas; en los senderos, reblandecidos por lluvia de la pasada noche, se

hundían suavemente los pies del caminante; el polvo desaparecía sojuzgado por la

benéfica humedad; arroyuelos humildes corrían con presteza y cháchara de una parte a

otra, ignorantes de las menciones que de ellos han hecho los poetas, [cuenta la idea

que tienen algunos de que la palabra madrigal viene de esa zona de Madrigal de las

Altas Torres].

Esta descripción del paisaje ideal es una llamada a Castilla para que resurja, como lo dirá

explícitamente después: (249) “Sigamos enalteciendo a la madre Castilla; gritemos, en su oído,

un poco tardo hoy, para infundirle aliento y obligarla a sacudir su pesimismo perezoso y a

escalar los altos escaños de la vida moderna”. El modo es conseguir que

saque Castilla su abolengo agrícola, la extensión de sus tierras y consagre a éstas todo

el buen sentido de la raza y toda su aplicación y perseverancia. Hable y grite pidiendo

al Estado las mejoras agrarias que no alcanza la iniciativa regional; reclame la

irrigación y el auxilio de la ciencia agronómica; aspire a que sean vergeles los Campos

Góeticos, la cuenca del Duero, desde Almazán a Zamora, las estepas de aquende y

allende al Tajo, y a que cese el oprobio de un Guadiana sumido en tierra. Verdad que

de esta y otras afrentas es culpable el centralismo, que no da al pueblo facultades ni

medios para luchar eficazmente con la Naturaleza (249).

Ya en 1901 había publicado Rura, un artículo de alabanza de la tierra, que propone las

labores agrícolas como medio de regeneración de España. Juan Carlos Ara Torralba (en

Mainer-Ara 2004: 934) comenta que es un artículo 'regeneracionista de marcado matiz

fisiocrático', que compartía planteamientos con los de Costa, Altamira o Queral. Es llamativa la

importancia que se concede a la agricultura:

si[n] renunciar a las luchas de la inteligencia, a las investigaciones científicas y a los

afanes gloriosos de la industria y el arte, pongámonos en mejor terreno, en el terreno

inicial, fecundo y primitivo, que es la sacra tierra, de donde todo sale y adonde todo

ha de volver. La humanidad ha venido a ser excesivamente cerebral; la civilización no

acaba de sentirse satisfecha de sí propia ni orgullosa de sus conquistas: amarga sus

horas el reverdecimiento de luchas que parecían extinguidas y de problemas que

parecían resueltos; amárgala también la nostalgia de la tierra como elemental materia

de trabajo. Un poderoso estímulo de atavismo despierta en ella el sentimiento de la

labranza; con pena y alegría combinadas, recuerda que el labrador es el primer

civilizado, y reconoce que el mejor remedio del cansancio presente es volver al origen

de las humanas tareas, buscando el reposo en las fatigas elementales para constituir

sociedad y fundar la riqueza.

Seamos todos un poco destripaterrones y conciliemos la vida urbana con la vida

agrícola, aspirando a la suprema síntesis, que ha de alegrar nuestra existencia,

restaurando la higiene cerebral, atenuando nuestro neurosismo, y haciéndonos más

fuertes y al propio tiempo más religiosos, más dueños de la naturaleza y menos

accesibles a la duda y al escepticismo.

En este artículo se ve la influencia de sus sobrinos José María y José Hermenegildo Hurtado

de Mendoza Pérez Galdós, que estudiaron agronomía.12 José Hermenegildo tuvo mucho que

ver en que este artículo se publicase por primera vez en la revista El progreso Agrícola y

Visión bucólica y regeneracionismo de Galdós

133

Pecuario. Poco más adelante (863) Galdós comenta que en el siglo XIX la población rural

había perdido su nobleza (“el creciente desmedro social de la clase labradora”):

Vamos a la perdición si no impulsamos en el siglo que empieza la magna obra de

ennoblecer al labrador, de armarle caballero, de hacerle rico y sabio para que

constituya la primera y más poderosa de las clases sociales. Señales hay en estos

tiempos de que los venideros marcarán esa dirección en los destinos de España; y si

así fuere, los que empalmen el siglo XX con el XXI verán entre otras maravillas el

prodigio de la Civilización Bucólica, la agricultura presidiendo sobre las artes, el

villano engrandecido, las ciudades estacionadas a las orillas de los campos, los

palacios entre mieses, la humanidad menos triste que ahora, la tierra, engalanada,

cubierta de toda hermosura, más joven cuanto más arada, mas linda cuanto menos

virgen.

No se puede decir que Galdós haya sido muy profético, y también creo que eso contribuye a

la perplejidad y gran silencio en torno a su novela El caballero encantado, donde se pone en

práctica este planteamiento, que a la vez es en cierto modo cervantino, algo que ya ha

estudiado Benítez (1990).13 El caballero encantado ha sido mal valorado por la crítica14 (con

las excepciones de Rodríguez Puértolas o Benítez) y yo pienso también que es una novela muy

fallida. En ella se plantea un viaje por Castilla, en el que describe su postración y se plantean

vías de mejora, en la línea regeneracionista, como explicó bien el propio Rodríguez-Puértolas

(1977: 32-3).

Castilla encuentra su centro vital en Numancia y en ello pudo tener un papel importante una

obra de Adolf Schulten, Numantia, de 1905 (la conexión sugerida ya en Rodríguez-Puértolas

1977: 37),15 que creo sirve también para situar las perspectivas de Galdós sobre Castilla. Lo

que sí que estaba en su biblioteca era Excavaciones de Numancia (1908) de José Ramón

Mélida. En realidad, la apropiación de Numancia y Sagunto como hitos tenía antecedentes

lejanos, que en el siglo XIX se fundamentaban en los textos clásicos, aunque maquillándolos

(cf. Álvarez Junco 2001: 209-11), especialmente por parte del Romanticismo, quedándose sólo

con lo que se ve como resistencia de la nación española a los invasores, como un doblete y a la

vez precedente de la Guerra de la Independencia. Pero la revalorización definitiva de Numancia

tiene lugar con las excavaciones de finales del XIX y especialmente de principios del siglo XX.

En ellas intervinieron tanto Mélida, que junto con sus dos hermanos artistas era amigo de

Galdós, como Schulten, cuya visión ideológica de Numancia y de España describe muy bien

Wulff (2004 y 2004b). Mélida, en su obra de 1908, habla de Numancia como “la heroica

ciudad” (3), menciona a Schulten y resume sus ideas (5-6), describe a los numantinos como

'gente indomable' (8) y llega al punto de que llama a Numancia 'solar glorioso del heroísmo

ibero' y habla de la 'memorable página que con su sangre escribió en Numancia nuestra raza' y

del 'hecho histórico de que está orgullosa nuestra patria' (9-10). Su interpretación de los restos

cerámicos es la de que hay continuidad entre las poblaciones neolíticas y las posteriores:

No deben ser considerados aquellos y estos como gentes distintas, sino una sola que,

por evolución natural de sus aptitudes, y por contacto e influencia de gentes extrañas

(tal vez los invasores celtas) se fueron perfeccionando, pasando del prehistorismo a la

civilización, a lo cual no fueron ajenos ciertamente los pueblos colonizadores, fenicios

y griegos, que tanta influencia ejercieron en la Península (21).

VIII Congreso Galdosiano

134

Tenemos así un pueblo originario que mejora por la influencia de celtas, griegos y fenicios.

También identifica unos restos como templos.16 En todo ello estaba siguiendo en buena medida

los postulados de Schulten, que ve en Numancia el núcleo del ser español, influido a su vez por

la idealización que del episodio habían hecho los románticos alemanes y por las visiones

exoticistas que tanto habían difundido algunos viajeros franceses y anglosajones

(cf. Wulff 2004b: CII-CIII). Entre fines del XIX y principios del XX cristaliza una visión de

España como realidad específica, distinta y distante de Europa, una España eterna, inmóvil,

visión fundada en dos principios, el esencialismo (una nación española a lo largo de la historia)

y el invasionismo (las divisiones internas que llevan a que sea repetidamente invadida). En el

pasado hispánico esto se concretaría en una raza, la íbera, que sufre/se beneficia de invasiones

de griegos, fenicios y romanos (estos últimos vistos de modo ambiguo); es una raza de

cualidades limitadas, que perdura hasta hoy (esto en el contexto más general sobre la discusión

de la decadencia de la raza latina, discusión sobre todo francesa después de la guerra francoprusiana),

que además carga con siglos de leyenda negra. Los iberos tienen un origen africano

y se caracterizan por su orgullo, su incapacidad política para salir del aislamiento (siempre han

sido anarquistas y temerosos de lo foráneo), su indolencia y negligencia (con pocas cualidades

para la industria y el comercio) y su incapacidad para prever el futuro. La nobleza castellana,

heredera de la visigoda, se salva de la mediocridad general. Esto es el resumen de lo que

Schulten propondrá más adelante; sin poder confirmar que haya influido directamente en

Galdós, comparten puntos de vista: cierto desprecio de la clase baja unido a su deseo de una

regeneración dirigida por una nobleza renovada.

La solución que parece proponer Galdós es una vuelta a las esencias, en una España

centrada en la agricultura, y con el sueño de una Castilla patriarcal, que el protagonista

de El caballero encantado describe así ante la Madre, un personaje que simboliza España

(1977: 153):

—¡Qué dulce paz! He dormido en tu regazo como un niño, y he soñado que vivimos

en un mundo patriarcal, habitado por seres inocentes que no viven más que para

compartir con amorosa equidad los frutos de la tierra...

La Madre (Graciosa) —Hijo, te has anticipado a la Historia dando un brinco de cien

años o más, para caer en un porvenir que yo misma no sé cómo ha de ser.

Así, el propio protagonista, noble terrateniente que dilapida las rentas de sus arrendatarios

explotados, es castigado a convertirse en un gañán, un proceso de purificación para su

regeneración social. La vuelta al campo se marca además por el referente literario bucólico, en

este caso la poesía de Juan del Encina (Rodríguez-Puértolas 1977: 31), pero sin dejar de

mencionar la situación real, muy poco bucólica (Galdós 1977: 158).

La Madre “es nuestro ser castizo, el genio de la tierra, las glorias pasadas y desdichas

presentes, la lengua que hablamos” (173). Cuando el protagonista va a Numancia, donde

empieza a trabajar en las excavaciones de la ciudad, observa los restos romanos, la ciudad

indígena y otra anterior: “y allá en lo más hondo, yacían los huesos de otra ciudad enterrada

por los numantinos al construir la suya; de una ciudad, en cuyo suelo el Tarsis del siglo XX

sentía las pisadas del Tarsis prístino, desvanecida imagen de los tiempos” (206). También se

menciona el Museo (212).17 Al final del libro, el hijo que tiene se llama Héspero (343) , como

un personaje mencionado antes (203), epónimo de Hesperia, nombre antiguo de España.

Visión bucólica y regeneracionismo de Galdós

135

Así, la vuelta al campo no parece que sea muy progresista, aunque Numancia se la había

apropiado también el patriotismo liberal en el siglo XIX (Mainer 2004b: 190), a partir de una

interpretación de patriotismo cívico en lucha por la libertad. También es posible entroncar la

valoración de la vida agrícola con el pensamiento contemporáneo de socialismo no marxista,

tal como lo exponía Durkheim y como lo defiende Benítez (1990: 209).

Sea como fuere, lo que hace Galdós es plantear una vuelta a la vida bucólica, tal como lo

había sugerido Cervantes en el final de El Quijote —bien que como última locura del

hidalgo— antes de volver definitivamente a casa.

VIII Congreso Galdosiano

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VIII Congreso Galdosiano

138

NOTAS

1 En el colegio de San Agustín de Las Palmas (de 1857 a 1862) estudió latín todos los años menos el último

y griego dos años, con buenas notas; de la reválida se examinó en 1862 (también de latín y griego) y

también con buenas calificaciones (Ortiz Armengol 1995: 98 y 125).

2 Se ha visto un trasfondo autobiográfico del Galdós joven en Vicente Halconero, protagonista de la cuarta

serie de los Episodios Nacionales; en España trágica aparece como un devorador de libros, entre otros de

clásicos como Homero, Virgilio y Esquilo, los mismos que compraba Galdós entre 1865 y 1867 (cf. Beyrie

1980: 148-9 y Ortiz Armengol 1995: 162-3).

3 n. 2120 Oeuvres de Virgile, Tr. française par M. Felix Lemaistre, Paris, Garnier, 1863 (con acotaciones de

Galdós). n. 2121 Virgilio. La Eneida, Tr. de Graciliano Alfonso, Las Palmas de Gran Canaria, Impr. M.

Collina, 1854, vol. I. (incompleto); n. 2122 Virgilio, Las Bucólicas, tr. por Joaquín Casasús, México,

1903 (dedicado: no lo abrió).

4 Nuez (1990: nº 184): Camús, Alfredo Adolfo, Apuntes de literatura latina según las explicaciones del Dr.

D... catedrático de esa asignatura en la Universidad Central, por B. P. G. Cf. García Jurado 2002.

5 Continuidad con estas ideas se encuentra en La incógnita, de 1889 (Benítez 1990: 206-7).

6 Paralela es la crítica al canónigo Ripamilán en La Regenta de Clarín.

7 Recuérdese el planteamiento similar de La aldea perdida de Palacio Valdés y las escenas de la vida de la

madre del Magistral en La Regenta de Clarín. Benítez (1990: 203-5) recuerda la relación de Marianela

con obras de Pereda.

8 Benítez (1990: 207) documenta la continuidad del tema en La incógnita, de 1889, con menciones a las

'Galateas de refajo amarillo'.

9 Eça de Queiroz en A cidade e as serras (cf. García Jurado 1999) y Pereda en ese ruralismo patriarcal que

se defiende en Peñas Arriba.

10 Cf. el comentario de Mainer p. LXXIV.

11 En Santa Juana de Castilla (1918), la protagonista de la obra de teatro es Juana la Loca, presentada como

la que podría haber sido una reina-santa para Castilla, preocupada por los pobres y con una religiosidad

cristiana erasmista.

12 Ara Torralba remite a Ortiz Armengol (1995: 602-5).

13 Ya había comentado esas características cervantinas Rodríguez-Puértolas (1977: 29).

14 Rodríguez-Puértolas (1977: 28) recoge varios comentarios negativos.

15 El libro de Schulten (1905) está en alemán, por lo que en todo caso la influencia podría haber venido del

resumen en español que hizo José Pijoán en la revista Cultura española, nº 6 (1906) (non vidi).

16 Galdós en El caballero encantado (138-9 y en 203) señala una elevación del terreno donde había cultos

primitivos. Podría ser también interesante relacionarlo con el Dios ibero de Antonio Machado y su

caracterización.

17 Mélida en su obra de 1908 todavía tuvo tiempo de mencionar en una nota final que el Museo se acababa

de trasladar a Soria, porque había estado primero al lado del yacimiento, en Garray. El libro de Galdós es

de 1909, por lo que reflejaría una estancia suya allí o el relato que de ello habría hecho Mélida.