GALDÓS Y LO CONTINGENTE FICTICIO
Nicholas G. Round
Fortunata y Jacinta se desarrolla entre dos afirmaciones claves del criterio novelístico
galdosiano. La primera asume, algo inesperadamente, la forma de un comentario directo de la
parte del narrador. Ocurre al inicio de la acción propiamente dicha, luego de la visita de
Juanito Santa Cruz al viejo Estupiñá, enfermo en su casa de la Cava de San Miguel:
Y sale a relucir aquí la visita del Delfín al anciano servidor y amigo de su casa, porque
si Juanito Santa Cruz no hubiera hecho aquella visita, esta historia no se habría
escrito. Se hubiera escrito otra, eso sí, porque por do quiera que el hombre vaya, lleva
consigo su novela; pero ésta no. (1887: I, 3. iii; 1983 I: 181)
La segunda afirmación, puesta en boca de doña Guillermina Pacheco, figura en las páginas
finales de la novela:
Vea usted por qué yo profeso el principio de que no debemos reírnos de nada, y que
todo lo que pasa, por el hecho de pasar, ya merece algo de respeto. ¿Se va usted
enterando? (1887: IV, 6, XV; 1983 II: 531)
En el texto anterior Galdós reclama para sí, incluso con cierta urgencia testimonial (véanse
Ribbans 1997: 37; Whiston 2004: 37), un elemento de libertad artística dentro de su práctica
realista; en cambio, el segundo texto parece atestiguar una orientación fundamental para
aquella práctica.
Verdad es que el juicio representa algo que doña Guillermina ha tenido que aprender muy
recientemente. El respeto que ahora profesa como principio tenía poca parte antes en la
superioridad filantrópica que le permitía rechazar a Fortunata como “una salvaje”,
perteneciente “de lleno a los pueblos primitivos” (1887: III, 7, ii; 1983 II: 251; véase Brooks
1961; Sinnigen 1987). Sólo retrospectivamente lo internaliza como elemento integral de su
propia autoridad. Con la presunción didáctica de siempre, recomienda esta lección nuevamente
asimilada a quien menos la necesita —al afligido Ballester—, consciente como pocos del
respeto debido a Fortunata y a su historia. Es un ejemplo más de cómo Galdós logra integrar
juicios evaluativos y absolutos en la relatividad de una ficción y un carácter específicos. Lo
cual equivale a decir, paradójicamente, que es un ejemplo del auténtico respeto que Galdós
profesa y practica hacia “lo que pasa” en aquel mundo ficticio, y en el mundo de la relatividad
histórica y humana al que aquél se refiere.
Porque también es evidente que las palabras de Guillermina tienen su resonancia para cada
lector, corroborando la experiencia de leer en estas mil y tantas páginas la historia que allá
leímos. La tienen más aún como testimonio de lo que a Galdós le orientaba en su elaboración
de ésta y otras historias suyas. Ningún realismo novelístico se puede ceñir en la práctica a una
referencia exclusiva a “lo que pasa”, ni —de ser aquello siquiera posible— a su fiel
representación. En cambio, el respeto hacia lo que pasa “por el hecho de pasar”: esto sí que se
puede tomar como esencial al implícito convenio entre el autor realista y sus lectores.
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“Respeto” en este sentido no implica ninguna atenuación de posibles críticas a lo que pasa;
tampoco excluye la priorización autorial de aspectos y elementos relevantes para el propósito
creativo. Ni siquiera exige lo que algunas versiones del naturalismo de aquella época parecían
exigir: la subordinación de todo lo narrable a modelos causales ya comprobados, científica o
sociológicamente. A tales modelos se les debe también su respeto, en cuanto a manifestaciones
de cómo las cosas están dispuestas, masivamente, a ser lo que son. Y en este sentido, claro
está, operan poderosamente en la trama narrativa de Fortunata y Jacinta. Pero aún en el caso
más inequívoco de Zola, la fuerza trágica y experimental de lo narrado no consiste en una
reducción teórica de toda otra forma de causalidad a aquel mecanismo universal. Se deriva más
bien de la inmolación en la práctica, bajo el ímpetu arrollador de tal mecanismo, de otras
causas potenciales y las posibilidades humanas que parecen ofrecer. El conflicto, la tensión, el
dramatismo en estas novelas depende de la presencia en ellas, por provisional y precaria que
sea, de formas alternativas de causalidad. Es el caso también de la novela galdosiana, y más
aún porque en ella se intenta no sólo conmemorar la derrota de posibilidades así adumbradas,
sino también discriminar las todavía inciertas formas en las que podrían quizás sobrevivir.
Gran parte de la crítica galdosiana, desde su propia época acá, ha preferido atribuir esta
causalidad alternativa al libre albedrío humano o, en una perspectiva relacionada, a una
dimensión que, a veces con escasa exactitud, se suele llamar “espiritual”. Pero la primera de
nuestras dos citas nos llama la atención a otra forma de causalidad, inherente en las prácticas
narrativas desde muy temprana fecha. Claro está que en el juicio citado entran en juego varios
elementos. El respeto del realista hacia “lo que pasa” está patente en la afirmación de que toda
trayectoria humana es, en principio, materia de novela. Tampoco falta la lección cervantina, tan
bien asimilada por Galdós: que entre las cosas de que puede y debe tratar cualquier historia
figuran el hecho y el modo de ser historia. Pero el pasaje evoca ante todo la idea de lo
contingente como factor indispensable en la causalidad ficticia.1
De hecho, como observa Whiston (2004: 12; 17), el contraste entre causalidad y
casualidad está presente en Fortunata y Jacinta ya desde el propio título: el nombre de
Fortunata, inventado y casi alegórico, de asociaciones obscuras cuando no advenedizas, y el
nombre convencional, elegante de Jacinta, de raigambre dinástica y fundacional —de jacinto
era el undécimo fundamento de la Ciudad Celestial (Apocalipsis, 21, vv. 19-20; Valera 1909:
290)—. Es más: el mismo crítico demuestra (17-45) cómo la novela entera se elabora y se
enriquece a base de aquel juego de contrastes. En términos más generales, y acercándonos un
poco más al concepto formulado por el propio Galdós, podríamos afirmar que en la lucha épica
que el naturalismo propone entre determinismo y libre albedrío entra este tercer elemento —la
contingencia, el azar—. El efecto que produce es decisivo: en el sentido, sobre todo, de
concretizar aquella bipolaridad, por cierto algo abstracta, en la “novela” específica de este o
aquel protagonista. (Quizás cabría mejor decir “de éstos o aquéllos”, ya que la novela así
iniciada es menos la de Juanito Santa Cruz que la de Jacinta o de Fortunata o del malogrado
Maxi Rubín).
Dando cabida así a las operaciones del azar en un mundo naturalísticamente imaginado,
Galdós se abría unas posibilidades ficcionales más amplias y una mayor discreción autorial para
revelar u ocultar las cosas, para explicarlas o dejarlas sin explicación. Tales ventajas tácticas,
juntamente con la presencia de lo contingente como tal, le adelantaron en el camino hacia una
ficción en algún sentido más allá del realismo. Al mismo tiempo, reanudaba tradiciones
narrativas mucho más antiguas.
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Ya hacía siglos que don Quijote había alentado a su escudero, insistiendo en que “cosas y
casos acontecen a los […] caballeros por modos tan nunca vistos ni pensados, que con
facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo.” (I, vii; 1960: 56); Pero aquellas “cosas y
casos” remontaban mucho más allá del Quijote, y mucho más allá del género caballeresco cuya
lectura le informaba. Ya eran algo constitutivo en una de las formas más básicas de narrativa
imaginada. Me refiero a lo que en la literatura antigua irlandesa se llama el imram: la historia
de un viaje, cuyo protagonista pasa por una serie de encuentros, de aventuras —es decir,
literalmente, azares, cosas y casos que le avienen por el camino—. Lo cual, como nos haría
recordar Diane Urey (2003), es la forma también de la Odisea.
Deja su sello estructural en un sinfín de géneros: narraciones clásicas, bizantinas y
medievales; ficción caballeresca y pastoril; la trayectoria del pícaro que va de amo a amo; los
derivados de éste en Fielding y en Dickens. Va cobrando densidad temática y riqueza
imaginativa a medida que los azares añaden más funciones a la de ensartar aventuras,
adquiriendo significaciones ya estructurales, ya alegóricas, morales, ejemplares. Lo que Galdós
aprovechó en todo esto, más aún que la libertad de invención que le ofrecía la contingencia,
fue su potencialidad como causa significativa. Basta el precedente homérico para
convencernos de que esto no es nada exclusivo de los siglos más recientes: como observa su
traductor inglés, “la Odisea, con su trama bien organizada, su interés psicológico, y su juego de
caracteres es el verdadero progenitor del largo linaje de las novelas” (Rieu 1946: 10).
Tampoco es preciso ceñirnos al modelo de los linajes literarios, ni siquiera al de las
tradiciones (aunque éstas en algún caso se puedan documentar con relativa seguridad). Se trata
más bien de una potencialidad narrativa, aprovechable así dentro del encadenamiento de
episodios que caracteriza la Odisea, el primitivo imram y sus derivados, pero también fuera de
él. Lo demuestra muy bien un famoso incidente en la compleja intriga de la saga islándica de
Njal el quemado, compuesta en las últimas décadas del siglo trece. El heroico Gunnar de
Hlidarend, guerrero y granjero, está embrollado en una serie de enemistades y venganzas. Su
gran amigo, el presciente Njal le ha amonestado que se conforme a cualquier sentencia
impuesta por la ley: si no, le amenaza fatalmente la catástrofe. (Y no sólo a él, porque
implícitamente aquella fatalidad también amenaza los destinos del propio Njal y de toda su
familia). Condenado al exilio, Gunnar cabalga hacia la embarcación cuando su caballo tropieza:
Por casualidad, levantó la vista hacia su casa y las laderas de Hlidarend. “¡Qué
hermosas son las laderas!” dijo, “más hermosas de lo que me han parecido nunca,
trigales dorados y heno recién segado. Vuelvo a mi casa, y no me voy de aquí.” (trad.
Magnusson & Pálsson 1960: 166)
El caballo que tropieza pertenece, sin duda, a la contingencia folklórica, típica del imram,
pero en los otros aspectos, es un momento bastante galdosiano. El destino que cobra fuerzas
en las acumuladas interacciones de la historia de venganzas tiene aquí un papel impersonal,
como el del determinismo naturalista. Contra él se afirma en la visión profética y pacífica de
Njal una posible libertad de elección humana. Pero este momento crítico está determinado por
un incidente del más puro azar, y por la reacción instintiva de un hombre preocupado no tanto
por su destino, ni su albedrío racional, ni su papel heróico entre los dos, sino por cosas a la vez
muy suyas y muy contingentes: sus tierras, y el sol de verano en las laderas. Sin lo cual, tendría
todavía su historia; pero sería otra.
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Es uno de los momentos en que este género islándico parece anticipar la novela europea en
su modernidad. No es que la reacción de Gunnar se escape a la fatalidad global: al contrario,
ésta puede ejercerse tanto en las expresiones del carácter individual como a niveles más
universales, y la misma palabra, wyrd, se aplica igualmente en ambos contextos. Pero es como
si al destino, sin restarle nada de su fuerza, se le vaciara momentáneamente de todo contenido
sobrenatural. Para el autor islándico que desde una época ya cristianizada narraba tradiciones
de un reciente pasado pagano, no era posible atribuir las operaciones del wyrd a dioses o
hadas. El espacio que antes ocupaban tenía que llenarse de otra forma: con el inexorable
proceso de la fatalidad en sí misma, con las adaptaciones e inadaptaciones de los caracteres, y
como inflexionando todo aquello, la siempre caprichosa causalidad de los azares. En suma, un
mundo muy poco épico, pero bastante novelístico —y no tan alejado de la visión que, siglos
después, la elaboración científica del proceso determinista, con la quiebra simultánea de las
interpretaciones providenciales, pondría al alcance de la imaginación galdosiana—.2
Claro está que para su realización no bastaba la mera coyuntura histórica. Njal el quemado
es un caso único entre las sagas. Y el juego sutil y enigmático de causalidad y casualidad con
los posibles y los límites del carácter humano, tal como nos lo ofrece el maduro Galdós, es
algo que ninguno de sus maestros y modelos —ni Balzac ni Dickens ni Zola— supo anticipar.
Tampoco lo anticipó Cervantes, aunque por razones algo distintas. La relación parodística del
Quijote con el género caballeresco le mantiene todavía en la tradición formal derivada del
imram. Con todo, nos ofrece un despliegue de la contingencia que resulta desde varios
aspectos marcadamente original.
En primer lugar, los azares que determinan las andanzas de don Quijote difieren
manifiestamente de los de la ficción caballeresca. Son los de la vida manchega contemporánea,
aunque el protagonista los refiere constantemente a las contingencias (que, obstinadamente, no
se dan en su propia historia) de aquel mundo caballeresco. Contribuyen a la estructura
narrativa, no para imponerle la forma de una demanda lograda por sus etapas sucesivas, sino
dándole un contorno característicamente “interrumpido” (Gilman 1989, 49-70). Ya no sirven
—o no sirven precisamente— para comprobar las ejemplares virtudes del héroe; antes, los
caracteres de don Quijote y Sancho, en su reacción frente a los azares que les salen al
encuentro, se definen y se realizan; es decir, se hacen reales. Claro está que el paso gigantesco
hacia la novela moderna lograda por Cervantes no proviene de ninguno de estos aspectos por
sí solo, sino del hecho de su coincidencia.
Y fue este ejemplo cervantino lo que a Galdós le demostró la posibilidad de ampliar,
mediante el papel que tiene el azar en su novela, no sólo el contenido de su realismo sino sus
aspiraciones. Ya la narrativa tradicional le ofrecía alternativas a una simple reflexividad ante “lo
que pasa”; ya el enfrentamiento naturalista entre determinismo y libre albedrío estaba pidiendo
intervenciones de lo contingente, que le restaran transcendencia épica y lo transformaran en
materia de novela. Pero la vocación novelística de Galdós le comprometía a más: a hacer
novelas en que el azar fuera eficaz en una pluralidad de funciones y niveles; lo que le brindaba
el ejemplo de Cervantes era su articulación ficticia en profundidad.
Fortunata y Jacinta con su denso tejido de causalidad y contingencia ha de parecer a
muchos lectores la definitiva realización de aquello. Eminentes galdosistas —el más reciente,
James Whiston— han sabido trazar su elaboración interna. También hay que situarla en la
trayectoria que le lleva al novelista desde la imágen de una causalidad concreta y explícita (a
veces demasiado explícita) a tramas de intriga muy reducidas, marcadas por una causalidad
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mínima, difusa y azarosa. Las dos polaridades se ilustran respectivamente en Doña Perfecta y
en Misericordia.
Gran parte de la acción en la primera está determinada por una serie de siete
enfrentamientos personales, cada uno con su correspondiente capítulo (o capítulos).3 Aquello,
en una novela que no pasa de treinta y tres capítulos, ya podría parecer excesivo. Hacia el final,
esta densidad explicativa se multiplica. El catastrófico fin tiene por causa la tensión entre los
esfuerzos de Pepe para ganar a su amada Rosario y las obsesivas sospechas de doña Perfecta
—tensión que se funde con la lucha política—, siendo exacerbados ambos conflictos por las
intrigas de María Remedios en contra de Pepe y en beneficio de su propio hijo. Pero el actual
asesinato de Pepe obedece también a factores adicionales. Se encuentra en la huerta a la hora
fatal gracias a un cambio de última hora en sus planes, sugerido por su correspondencia con su
padre, pero desde otros puntos de vista bastante impreciso (1876: Cap. 27; 1995: 276-77).4
Allí Perfecta le descubre porque ha logrado sacar el secreto de su presencia a Rosario, cuya
delicada compostura mental está prostrada por las ansiedades de los últimos días
—también por una nueva intervención de María Remedios—. Simultáneamente, todo esto se
nos ofrece como consecuencia del carácter de doña Perfecta y su formación social. Estos
capítulos, con toda su innegable fuerza dramática, apenas pueden eximirse de cierta nota de
sobredeterminación.
En Misericordia el contexto —la condición de los mendigos— está determinada
enteramente por causas socioeconómicas, pero la acción obedece a factores muy distintos.
Mejor dicho, en la vida mendicante apenas hay acción, porque faltan recursos para iniciarla. En
aquella vida, literalmente azarosa, lo que hay son azares.
Muchos de ellos son los encuentros rutinarios de una vida callejera. Algunos, que prometían
dar lugar a más (la caridad de don Carlos Moreno Trujillo; la historia fantástica de Almudena),
no llevan a ninguna parte. De otros, en cambio, surgen al fin auténticas coyunturas narrativas,
pero en tales casos —la detención de Benina en San Bernardino (1897: Cap. 31); los temores
de Juliana por la salud de sus hijos (Final), y casi todo lo referente a las intervenciones de don
Romualdo Cedrón— la contingencia está muy lejos de mitigarse. Arbitrariedades,
corazonadas, coincidencias que podrían parecer algo más: así son los momentos decisivos en el
mundo imaginado del maduro Galdós.
Allí la maquinaria naturalista sigue moldeando los contextos, pero dentro de ellos es la
contingencia la que determina las coyunturas de la narración. Frente a éstas, la voluntad y la
inteligencia humanas —inadecuadas y aún defectuosas en muchos casos; no siempre en
concierto; no siempre con éxito— bregan para alcanzar alguna coherencia: así es la condición
del personaje galdosiano. Tal condición, reconociblemente la nuestra, se afirma en otros
niveles en la labor estructurante de novelista y lectores hacia formas de comprensión y
conocimiento siempre experimentales. Aunque la variedad de realizaciones estructurales es
inmensa, el modelo me parece válido a través de la serie de Novelas españolas
contemporáneas.
El contraste entre Doña Perfecta y Misericordia sugiere además una reflexión final sobre el
protagonismo de estos dos tipos de novela. El desgraciado Pepe Rey, acosado por aquella
plétora de factores causales, no tiene más remedio que lanzarse a la acción —a ser lo que
Palacio Valdés (1889: Cap. 14), en el contexto cómico-irónico de una ficción muy distinta,
llamaría “héroe de novela”—. Benina, en cambio, indómitamente activa en su mendicidad y su
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caridad callejera, va en gran medida irreflexiva y casi sin quererlo, hacia su transfiguración.
Historias del primer tipo, podríamos recordar, eran las que don Quijote se complacía en leer; al
segundo pertenece la historia que llegó a protagonizar.
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BIBLIOGRAFÍA
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NOTAS
1 En otros contextos (la historiografía, por ejemplo) su importancia no llega a tanto. Para el historiador, el
famoso aforismo de Pascal —“Si la nariz de Cleopatra hubiera sido algo más corta, la faz del mundo sería
distinta”— apenas pasa de ser un irritante (Pascal 1951: no. 162; véase Carr 1961: 98-108).
2 Parece improbable que Galdós conociera directamente la saga de Njal el quemado, aunque el montañés
Ángel de los Ríos y Ríos (1823-99), amigo de Pereda y de Menéndez y Pelayo, había traducido las Eddas
islándicas en 1856 (véase Pereda 1895; 1984: 235).
3 Son los siguientes: Pepe Rey y don Inocencio (Caps 5-6; Cap. 9); Pepe Rey y doña Perfecta (Cap. 11;
Cap, 19); Doña Perfecta y Caballuco (Caps 21-22); María Remedios y don Inocencio (Caps 26-27); doña
Perfecta y Rosario (Cap. 31). Los cuatro primeros marcan etapas en la creciente animosidad entre Pepe y
la gente de Orbajosa; los otros tres son ejercicios de persuasión y dominación que contribuyen al
desenlace violento.
4 Sólo sabemos que don Juan Rey le ha sugerido un modo de “conseguir mi objeto, usando tan sólo los
recursos de la Ley” (1995: 276), que Pepe está dispuesto a aceptarlo, renunciando su “colaboración un
tanto incorrecta” con los militares (1995: 277), y que se cita con Rosario en la huerta para enterarle de su
nuevo plan: “Te diré lo que he resuelto y lo que debes hacer. […] he abandonado todo recurso imprudente
y brutal. Ya te contaré.” (Cap. 29; 1995: 278). Todo esto parece introducido simplemente para recalcar su
categoría de víctima inocente.