LA DESHEREDADA Y LA TRADICIÓN DEL QUIJOTE
CON FALDAS
Leonardo Romero Tobar
Cervantes y Galdós, Galdós y Cervantes: dos caras de la misma moneda que es la más
valiosa en la proyección universal de la narrativa española. Solamente en La Desheredada
—la novela de 1881 de la que voy a ocuparme en esta comunicación— son tan abundantes las
huellas cervantinas que su resumen daría materia para una extensa monografía. Mucho han
escrito los galdosistas sobre este punto: Rodolfo Cardona, Frank Durand, José F. Montesinos,
James Hodie, Alfred Rodríguez y Linda Hidalgo, Rubén Benítez...; en este prolongado laboreo
se han señalado muchas huellas cervantinas en La Desheredada, huellas que van desde las citas
literales1 hasta la configuración de los nombres de personajes —el tío Santiago Quijano-
Quijada, los granujas Zarapicos y Gonzalete...—, desde la topografía manchega que cobija el
origen familiar de Rufetes y Miquis hasta el modelo de personajes cervantinos configuradores
de otros galdosianos —Micomicona prefigurando a Isidora, Sancho a don José Relimpio, el
cura y el barbero al notario Muñoz y Nones...— y, en última instancia, la dialéctica
ilusión/realidad que genera la protagonista de la novela en su asunción femenina del papel del
héroe cervantino.
Isidora Rufete es un Quijote con faldas, pese al lamento de Soren Kierkegaard en una nota
suya de 1843 en la que consideraba “notable que en toda la literatura europea no existiera el
equivalente femenino de don Quijote”. La intuición del filósofo romántico es elocuente pero no
acertada, puesto que, como ha recordado Harry Levin, desde la novela de la
anglonorteamericana Charlotte Lennox The Female Quixote (de 1752) una estirpe de heroínas
ficticias de la narrativa inglesa habían desplegado el modelo cervantino travestido en mujer.2
Bernardo María Calzada, el traductor español de la obra de la Lennox, editada en Madrid el
aciago año de 1808, explicaba en una página preliminar de su trabajo cómo Arabella había
perdido el juicio por su apasionada lectura de las novelas de Mlle. Scudéry, “cuyas ideas
gigantescas e impracticables se propuso adoptar a imitación de nuestro Don Quixote
famosísimo”, teniendo en cuenta lo cual, el título de la versión hispana “no parece que le siente
mal llamarle Don Quixote con faldas, título con que se anuncia al público esta obra”.3
Hasta llegar a Madame Bovary (1856) podríamos catalogar otros Quijotes con faldas de los
que se olvidó Harry Levin. Según don Juan Valera, para un periodista inglés que escribía sobre
España en The Edinbourgh Review de 1861, los españoles “somos para ellos un don Quijotehembra
y lleno de arrugas que se ha vuelto loco de una insolación y que vive miserablemente
entre ruinas”.4 Y unos años antes, el poeta Friedrich Heine había evocado en su prólogo a la
traducción alemana de 1837 del Quijote cómo él mismo había encontrado en la realidad tipos
quijotescos entre mujeres reales:
Y no es solamente entre los hombres, sino también entre las mujeres, donde yo he
encontrado a menudo los tipos de don Quijote y de su escudero. Me acuerdo muy
bien de una encantadora inglesa, una rubia entusiasta que se había escapado con su
amiga de un colegio de niñas de Londres y quería recorrer el mundo entero en busca
de un corazón de hombre tan noble como ella lo había visto en sueños en las suaves
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noches de nítida luna. Su amiga, una pequeña morena algo fuerte, esperaba en aquella
ocasión, si no conquistar algo verdaderamente ideal, al menos a un marido buen
mozo. La veo todavía en la plaza de Brighton, a aquella figura delgada, con los ojos
en busca de amor, lanzando lánguidas miradas sobre el mar agitado hacia las costas de
Francia. Su amiga, entretanto, cascaba avellanas y encontraba la almendra excelente,
mientras arrojaba las cáscaras al mar.5
En las novelas de Galdós los Quijotes con faldas cruzan por sus escenarios narrativos desde
los primeros textos. Recordemos a Miss Athenais Fly, la byroniana inglesa que interviene en La
batalla de los Arapiles (1875) y, por supuesto, los héroes de la “trilogía” de la espiritualidad,
tres Quijotes haldudos —dos mujeres y un varón que en su uniforme de clérigo ha de vestirse
por la cabeza— dedicados a la gran aventura de la transformación del mundo, pero esta vez
con un destacado distanciamiento de la letra impresa.
Pero, antes de llegar al estadio del rechazo de los libros, muchos personajes galdosianos
habían sido lectores y, en muchas ocasiones, lectores compulsivos.6 Y, entre las lecturas
frecuentadas por ellos, como no podía ser menos en españoles de la época, está la novela
cervantina. Aluden explícitamente a haberla leído el padre de Bueno de Guzmán, el amigo
Manso, Torquemada, Tilín, Monsalud, Fernando Calpena, Santiago Ibero, Benigno Cordero,
Miedes, don Ramón, Wifredo, Leoncio, Cánovas...7 Personajes históricos y personajes
inventados que reproducen lo que estaba siendo el gran culto lector al Quijote entre los
españoles del siglo XIX. No recuerdo a ningún personaje femenino de las novelas galdosianas
que entretenga sus ocios con las aventuras del hidalgo manchego.
Las lecturas de Isidora
Isidora Rufete también es lectora; Isidora es un personaje bibliófago que se construye una
identidad imaginativa a partir de las novelas que ha frecuentado: “¡Yo he leído mi historia
tantas veces!” (ed. cit. p. 171). Con todo, el lector recibe escasa información sobre los libros
que Isidora lee puesto que el único que se cita expresamente es la historia de los Girondinos de
Lamartine, aunque la muchacha manchega ha leído y lee incansablemente novelas, novelas de
folletín hemos de suponer —y supuso acertadamente Alicia G. Andreu— cuando su tía la
Sanguijuelera le espeta “Tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas” (p. 110) y
algún universitario, como el médico Miquis, le recete lecturas tan educativas y terapéuticas
como el Bertoldo, el Año Cristiano o las Páginas de la infancia (p. 398).
Efectivamente, cuando tiene ocasión, en Navidad, Isidora planea la adquisición de cinco
novelas,8 guarda una novela como un tesoro en el arca de sus papeles9 y, habitualmente, se ve
a sí misma como personaje novelesco: “Y diciendo esto se le representaron en la imaginación
figuras y tipos interesantísimos que en las novelas había leído” (p. 312); “en varias novelas de
buenos y malos autores había visto Isidora caprichos semejantes. Todo, como sabemos, y
afirma el narrador en varios momentos es el resultado de sus lecturas pasadas por el “horno”
de su imaginación.10
En el discurso narrativo no consta que Isidora haya dedicado su tiempo a la lectura de las
novelas cervantinas ni del Quijote, pero nuestra modesta Bovary hispana ha aprendido a
distinguir los “bibelots”que representan figuras de la literatura universal y, sobre todo, su
olfato para la estética del ornamento doméstico le lleva a valorarlas justamente como lo que
son: objetos Kitchs. Corresponde esta situación a la visita que efectúa a la casa del marqués
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viudo de Saldeoro y la estimación íntima que le merece la biblioteca del caballero: “Pero ¿qué
harán en los rincones aquellos dos señores flacos? ¡Ah! Esa pareja se ve mucho por ahí. Son
Mefistófeles y Don Quijote, según me ha dicho Miquis. Yo no haré nunca la tontería de tener
en mi casa nada que se vea mucho por ahí” (ed. cit., p. 233).
Así es que Isidora, bien porque ha leído el Quijote durante sus atardeceres manchegos bien
porque las citas de la inmortal novela formaban parte del tejido de la vida cotidiana para los
españoles del XIX, ha asimilado asertos inolvidables de la inmortal novela si prestamos
confianza al artificio constructivo con el que ella se identifica lingüísticamente al principio de la
obra y que sirve para enunciar su propia desconstrucción con la ayuda de ese mecanismo de
conocimiento profundo de la realidad que otorgan las palabras.
Mi interpretación sobre la presencia del Quijote en la novela que ahora me ocupa se basa en
una consideración microtextual pero, a mi entender, determinante para entender la
estructuración de la novela y la del personaje que le da título. La cita de partida es la rotunda
afirmación formulada por don Quijote, cuando, al responder al buen vecino de su lugar que se
presta a ayudarle después del encuentro con los mercaderes toledanos, evoca a los héroes de la
gran literatura caballeresca medieval para concluir su discurso con un epifonema que tanto
impresionaba a Unamuno y que nos sitúa en el ámbito de la definición identitaria de la persona
“Yo sé quien soy y sé que puedo ser no sólo los que he dicho sino todos los doce Pares de
Francia y aun todos los nueve de la Fama” (Quijote, Primera parte, cap. V). Tal afirmación de
conocimiento personal es la fórmula germinativa sobre la que Isidora Rufete se inventa a sí
misma como heroína imaginada. En cualquier caso, recordemos la función mostrenca que esta
fórmula cervantina ha podido tener para los lectores modernos y, singularmente, para los
personajes de Galdós, de los que —y no apuro el examen de todos los homenajes—
encontramos a algunos que la emplean también en sus parlamentos; la podemos leer, por
ejemplo, como afirmación de la identidad personal, en algunos Episodios Nacionales: “Yo soy
quien soy y sé lo que me digo” enuncia con solemnidad Patricio Sarmiento en El terror de
1824 (cap. XXVI) o el “Soy quien soy” que mantiene Maríclío en varios momentos de
Amadeo I.
Construcción y desconstrucción de un personaje
La construcción de la identidad imaginada que efectúa Isidora se va graduando con un ritmo
que añade verosimilitud psicológica a la invención de la personalidad inventada. En el arranque
de la novela y cuando la muchacha ha llegado al manicomio de Leganés y está aguardando
noticias sobre la salud de su padre, el demente Canencia la interroga acerca del parentesco que
la une a Tomás Rufete. En su respuesta, Isidora despliega una prudente estrategia de
ocultación que dilata la enunciación de la fórmula quijotesca “yo sé quien soy”: puesto que
responde: “...y no porque sea verdaderamente su hija. Yo soy... Se detuvo bruscamente por
temor de que su natural franco y expansivo la llevase sin pensarlo a una revelación indiscreta”
(p. 86).
La que ha sido fórmula de distracción se transforma en aserto rotundo para la definición
propia en la intensa entrevista que mantienen la joven pretendiente al título de Aransis y la vieja
marquesa que legítimamente lo posee: “Por Dios que nos oye, juro que soy quien soy y que mi
hermano y yo nacimos de doña Virgina de Aransis” (p. 266). El eco quijotesco es aquí total, el
único trueque es el de los nombres propios cuando se sustituyen a los héroes de la narrativa
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caballeresca por el de la supuesta madre que Isidora se adjudica en el arrebato de su furor
imaginativo.
La parábola novelesca es muy sencilla en su trama superficial; Isidora no puede ganar el
pleito porque su pretensión es una superchería y la abandonan tanto los medios económicos
como los hombres en los que ha confiado. El proceso degradador de la porfiada criatura y el
camino que la conduce desde la alucinación de las lecturas hacia la abyecta prostitución de las
calles madrileñas es la traducción alegórica de su caída. Galdós dosificó con habilidad los pasos
hacia el desastre que ha de vivir nuestra protagonista a la que encontramos, primero, en la
cárcel del Saladero, coima a la par de un personaje que procede de los más bajos fondos y, en
los capítulos finales, como la desolada hermana de un regicida.
En la secuencia final de La Desheredada vuelve a repetirse la fórmula quijotesca, pero
ahora transformada en una aserción dubitativa (casi un homenaje al personaje shakespeariano
que Turgueniev acababa de emparejar con don Quijote). Se trata del pasaje en el que Isidora
recibe las explicaciones legales del notario Muñoz y Nones por las que se ponen en duda sus
pretensiones de reconocimiento de identidad aristocrática: el capítulo XV de la segunda parte
titulado significativamente “¿Es o no es?”. En el colmo de la atribulación, la Rufete espeta al
notario: “De modo que, según usted, según usted, señor Nones, yo soy, yo soy... una
cualquiera” (p. 458). No le sirven, claro está, las razonables argumentaciones del hombre de
leyes y la fracasada pleiteante se pregunta: “¿Soy o no soy? Esta pregunta fue para Isidora,
después de aquella entrevista, el eje de todos sus pensamientos, de todo el sentir y el obrar de
su vida” (p. 462).
La duda, la puesta en cuestión de la afirmación asertiva “soy quien soy”, va a correr en
paralelo con el deterioro de su propia imagen ante los demás y ante ella misma. Las estrategias
de representación realista despliegan varios recursos para traducir ante el lector el curso del
proceso: cambios de domicilios, angustias dinerarias y, lo que es fundamental para el que había
constituido excipiente social del personaje, transformaciones de sus hábitos de expresión
lingüística que trasladan a Isidora desde un remilgado empleo del castellano hacia una
expresión desgarrada y plebeya. El deterioro lingüístico es el signo verbal de su descenso a los
infiernos, un descenso del que no habrá retorno puesto que cuando su fiel escudero don José
Relimpio le reclama un punto de compostura y le propone para ello un matrimonio blanco, la
Rufete replicará desgarradamente: “Ya no soy Isidora. No vuelva usted a pronunciar ese
nombre” (p. 498). La desconstrucción ha sido completa; Isidora ya no posee ni el nombre
Aransis que había pretendido en su locura quijotesca ni su nombre real, el que la identificaba en
las tierras de La Mancha y entre la pequeña sociedad madrileña con la que se había
relacionado.
La aniquilación de Isidora —recordemos que en la versión manuscrita de la novela nuestro
personaje planeaba el suicidio desde el Viaducto y que la huella de ese acontecimiento es el
título del último capítulo “Muerte de Isidora”— nos lleva otra vez al héroe cervantino en el
momento de la conclusión de su vida. A diferencia del personaje galdosiano, el de Cervantes
recupera su razón y su nombre civil, una conclusión con la que el escritor de Alcalá cerraba el
paso a otras continuaciones falsificadas y dejaba a su pluma —sinécdoque de él mismo como
autor— la gloria de enterrar a la criatura que él había inventado. Este cierre sin otras
posibilidades no lo reproduce La Desheredada; el final queda abierto, en un esguince narrativo
muy frecuente en las novelas del XIX, posiblemente por razones de economía del sistema
novelesco que ahora no vienen al caso.
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Ignacio Javier López cree que el lector de La Desheredada, como el lector del Quijote, “se
siente atraído por Isidora en el desenlace porque aquella se salva en él. Se salva en su derrota,
con ese tipo de salvación que Ortega define en Meditaciones como el momento en que algo, en
este caso la protagonista, llega a la plenitud de su significado”.11 No parece que sea necesario
buscar el argumento orteguiano para establecer una paridad de salvaciones entre el personaje
de Cervantes y el nuevo Quijote con faldas que es Isidora Rufete.
Por el contrario, creo que Galdós homenajea a Cervantes y salva a su personaje de otra
manera: planteando el caso moderno del discurso de la identidad personal. En el conmovedor
pasaje en que la vieja marquesa niega a Isidora el imposible reconocimiento de parentesco, el
narrador formula una consideración clave que sitúa a Isidora en la galería de los personajes
inexistentes del inextinguible universo galdosiano:
Quedó convertida en estatua, y sus lágrimas se secaron, evaporadas por el vivo calor
interno que le salió a los ojos. ¡Completamente equivocada! Decirle esto a ella
era lo mismo que decirle: “Tú no existes, tú eres una sombra; menos aún, un
ente convencional”. ¡Tan profundas raíces tenía en su alma aquella creencia!
(pp. 265-266).
¿No resultan estas palabras un armónico de las que se aplicará a sí mismo el también
inexistente Máximo Manso en el capítulo primero de su biografía escrita en una mancha de
tinta?: “Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad”.
Desde donde llegaríamos a Niebla y el continente de la novela del siglo XX en que la identidad
del yo es el asunto nuclear.
No pretendo llegar tan lejos en mi conclusión. Simplemente quiero recordar que, en
La Desheredada, la construcción “soy quien soy” pasa a ser un “ya no soy”, todo un juego de
desconstrucción lingüística e identitaria que remite a don Quijote, sí, pero a un don Quijote con
faldas que se abre a otro tipo de aventuras distintas a las que vivió el hidalgo manchego. El
final de La Desheredada viene a ser el principio de otra vida novelesca a la que sólo aludió don
Benito en Torquemada en la hoguera; un final que no corresponde a los cierres de las muertes
de personajes galdosianos que en su encuentro con la razón hacen de ello y de su generosidad
el símbolo de otra clase de muerte. Me refiero a las muertes de Gloria y de Fortunata, tan
diversas en su gozosa entrega de los frutos de su vientre a la muerte en soledad de la Nana de
Zola o a la simbólica muerte de este final abierto que nos regala La Desheredada.
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NOTAS
1 Las citas de La Desheredada están hechas sobre la ed. de Germán Gullón (2000, Madrid, Cátedra).
Algunas citas literales: “las ocho serían” (p. 95) o “la hora del alba. Al matutino albore” (p. 412);
“...insomnios, que a veces la hacían pasar de claro en claro la noche” (p. 114); “los documentos de que se
ha formado esta historia (...)” (p. 115); “(...) ocurrieran ciertas cosas..., ciertas barbaridades, Mariano, de
que no quiero acordarme” (p. 245); “así como el soldado muestra sus heridas, él (Bou) mostraba la huella
de las esposas en sus manos...” (p. 324).
2 Harry Levin, The Gates of Horn. A Study of five French Realists, 1963, New York, Oxford University
Press, pp. 41-50 (trad. española: El realismo francés, 1974, Barcelona, Laia, pp. 59-69 y 303-310).
3 Charlotte Lennox, Don Quixote con faldas; o prejuicios morales de las disparatads novelas. Escrito en
inglés sin nombre de autor y en castellano por don Bernardo María Calzada, (Madrid), Fuentenebro y
Cia, 1808, 3 vols. La cita de arriba en el vol. I. Por supuesto que las novelas leídas por Arabela son las
que inventaron el imaginario “pays du tendre”, como son la Clelia y El gran Ciro.
4 El artículo es un trabajo anónimo dedicado a las novelas de “Fernán Caballero”y apareció en el vol. CXIV
(1861), pp. 99-129 de la revista inglesa. El texto de Valera puede verse en Obras Completas, 1949 II,
Madrid, Aguilar, p. 233 a.
5 Cito por la traducción de Augusto Ferrán en la Revista Contemporánea, (Madrid), XI, 1877, p. 191.
6 El asunto bien merece mayor atención de la que se le ha prestado hasta el momento; yo me he ocupado de
ello en estos escritos: “Lectores y lecturas en las Novelas Contemporáneas (1881-1887)”, AA. VV.,
Estrategias narrativas y construcción de una “realidad”, H. Stenzel y F. Wolfzettel eds., 2003, Las
Palmas de Gran Canaria, Publicaciones del Cabildo de Gran Canaria, pp. 17-38. “Las lecturas de Pepe
García Fajardo”, Actas del VII Congreso Internacional de Estudios Galdosianos; 2004, Las Palmas de
Gran Canaria, pp. 524-531.
7 Ténganse en cuenta las observaciones que a este respecto hace Rubén Benítez, Cervantes en Galdós, 1990,
Murcia, Universidad.
8 “Más necesario era, sin duda, el librito de memorias, el plano de Madrid, las cinco novelas y la jaula,
aunque todavía le faltaba el pájaro” (ed. cit., p. 243).
9 “Luego que la anciana estuvo fuera, Isidora sacó de la cómoda un cofrecillo y del cofrecillo un libro. Era
una novela entre cuyas hojas había varios papeles o cédulas guardadas con cierto orden y clasificación”
(ed. cit., pp. 305-306).
10 “Se acostó, no para dormir, sino para seguir dando vida ficticia en el horno encendido de su imaginación
a la visita del día siguiente” (ed. cit., p. 141).
11 Realismo y ficción. “La Desheredada” de Galdós y la novela de su tiempo, 1989, Barcelona, PPU,
pp. 167-168.