LA ESPAÑA ENCANTADA DE BENITO PÉREZ GALDÓS

Julián Ávila Arellano

Entre los seis factores y funciones con que definió hace ya medio siglo Roman Jakobson la

molécula semiótica básica del lenguaje y, en especial, del lenguaje verbal, la referencia es la

ventana por la que el ser humano se asoma a la realidad cultural para refrescarla y refrescarse

con ella.1

Son las palabras y su funcionamiento inductivo-deductivo respecto de la realidad que filtran

y moldean, las que estimulan esta higiénica aireación ideológica al tiempo que su tejido

semántico se va tiñendo con el polvo existencial que trasiegan hasta alcanzar el mimetismo que

las convierte en auténticas postales testimoniales de la vida.

Siendo este el mecanismo básico de la configuración del lenguaje como instrumento

semiótico, la filología no solo debería fijarse en los motivos más o menos aleatorios e

imprevisibles de su nacimiento, sino también en los procesos de maduración y de

envejecimiento que son más duraderos, mejor mensurables y más en la línea cultural de las

Humanidades.

Y es en esta orientación referencial refrescante respecto de los dos creadores cimeros de

nuestra cultura, Cervantes y Galdós, donde pretendo reconstruir el espacio vital y testimonial

que parece haber quedado plasmado en los términos citados del título, “encanto” y

“desencanto”, con especial atención a cómo se reflejan en su obra, lógicamente en su obra

final, que es donde naturalmente se acumula el mayor peso y espesor existencial.

Si esta contaminación existencial de los componentes formales y discursivos de cualquier

tipo de lenguaje es algo natural y previo a cualquier tratamiento poéticamente más específico,

mucho más lo es en el caso de la familia léxica citada, pues su nacimiento y supervivencia está

adherida a la propia inseguridad de la existencia, de tal manera que su evolución ha quedado

indeleblemente marcada por el grado de confianza en el futuro que se ha tenido en cada

momento.

Pues, como se sabe, no siempre “encanto” ha tenido el significado actual positivo de ilusión,

embeleso, fascinación de los sentidos, frente a la desilusión que expresa su contrario. A poco

que se repasen los diccionarios de la R.A.E. se puede comprobar que estos son significados

que se van imponiendo con las transformaciones estéticas y de calidad de vida que comienzan a

crecer en el siglo XVIII en la Cultura Occidental a la que pertenecemos. Antes, en la época de

Cervantes, “encanto” era “el efecto y obra executada por el encantador”. Y “encantador” era

“el hombre o muger que hace encantos valiéndose de medios y artificios prohibidos y

mágicos”. “Encatamiento”, “el objeto o apariencia que por arte mágico se pone a la vista o se

hace para fingir y manifestar como real y existente lo que en sí no lo es” (Diccionario de

Autoridades, 1732, p. 430 a-b). Son los significados que siempre utiliza Cervantes en su obra

con absoluta exclusión del significado contrario.

La España encantada de Benito Pérez Galdós

175

Trescientos años después, su discípulo Galdós acude a este que se ha llamado con razón el

mitologema2 cervantino de la Edad Contemporánea, no solo como esquema artístico de

personajes y actitudes; también como esquema mental para interpretar aquella actualidad

española que le tocó vivir tantas veces descontrolada.

Lo mismo que Cervantes, pero avanzando sobre el tramo de maduración individualista ya

recorrido desde entonces, también Galdós pasa de lo inmediato a la utopía. Cervantes había

pasado del humor por el contraste grotesco entre los sueños de don Quijote y la realidad, a

convertir esos sueños, la visión distorsionada, en la respuesta utópica obligada para sobrevivir

en un escenario humano tan miserable.

A Galdós, siguiendo al maestro, le viene a ocurrir lo mismo, aunque no en el espacio de 10

años, sino a lo largo del medio siglo que dedica al estudio de la realidad española y a su

traducción artístico-literaria.

Ocupado intensamente en investigar las expectativas de futuro democrático en cada una de

las sucesivas crisis del Sexenio Revolucionario, sus preliminares y sus consecuencias durante la

Restauración canovista, utilizando para ello y de modo especialmente constante y sistemático

la lupa de la experiencia histórica más afín, Galdós se pasa los primeros treinta años de su

producción renegando de los excesos quijotiles de los fanáticos tradicionalistas, de los

exaltados revolucionarios y de los primeros capitalistas que practicaban la usura metafísica,

que es la más inútil, la que está más allá de la propia fisicidad e interés concreto de los dineros,

como dice al principio de Torquemada en la hoguera (1889), que es el primer momento en

que se detiene a realizar un retrato pausado de este personaje.

Al leer y reescribir la actualidad utilizando el guión histórico ya configurado de otros

periodos más o menos cercanos y consonantes, se le puede llamar ucronía, y ucrónica la

orientación principal, referencial historicista e ideológica, de su producción en estas primeras

tres décadas.

Terminado en profundo desencanto este estudio tan minucioso e inmediato, como

Cervantes, también Galdós se encuentra con la disyuntiva de que, si, cuando hay posibilidades

políticas, lo razonable resulta preferible al exacerbado idealismo, este exacerbado idealismo es

la única salida cuando el cúmulo de atrocidades cierra el paso a cualquier tipo de racionalidad.

Y esto es lo que ocurre desde 1890 con los desastres del 98, el despotismo ideológico y

político renovado cuando la proclamación de Alfonso XIII como monarca en 1902, las

represiones policiales violentas, la inestabilidad crónica de los gobiernos, la perversión de los

propios republicanos, la Primera Guerra Mundial, la propia ceguera y decrepitud, en fin.

Desde 1890 Galdós abandona la inmediatez de lo histórico y se adentra en el juego

cervantino de los encatamientos que es la utopía. Como decía el escritor en el cierre de la

segunda serie de sus episodios nacionales, del continuado análisis histórico y de actualidad

realizado en esas décadas al escritor le quedan unos prototipos novelescos que conserva “para

casta de tipos contemporáneos” (Un faccioso más... y algunos frailes menos, cap. XXXI). De

ellos los tres prototipos que van a seguir poblando la extensa obra galdosiana son el anciano

déspota cargado de poder moral, político o económico, el joven o la joven irresponsable,

revolucionaria, y la madre o el/la protectora que se dedica a celestinear con sus hijos o

protegidos aprovechando sus virtudes revolucionarias o físicas para trocarlas a cambio de

poder económico o político.

VIII Congreso Galdosiano

176

La diferencia en su nuevo tratamiento va a estar en que ya no serán raíces históricas que

maduran en formas humanas, sino formas humanas que levantan sus conciencias hasta conectar

con estratos de espiritualidad titánicos, sobrehumanos, por encima y a salvo de la vulgaridad y

pequeñez de la vida cotidiana, como los magos Frestón, Merlín o Montesinos del texto

cervantino. Y, así, no puede resultar extraño que sea ahora cuando este escritor se dedique de

modo tan intenso a las creaciones teatrales.

Galdós recurre a su manera al juego cervantino de los encantamientos para seguir buscando

en los valores utópicos las soluciones que la Historia detenida de la Restauración canovista ya

no le da. Es un recurso este de moverse entre el mundo verosímil y el fantástico que, además,

le resulta muy familiar desde por lo menos sus ancestros guanches, si recordamos la

naturalidad con que en su adolescencia de 1861 hacía convivir al bachiller Sansón Carrasco

con el demonio que le viene a pedir unos versos de homenaje para la boda de una cuñada en El

viaje redondo del bachiller Sansón Carrasco; o con la que se desprende del cuadro el

demonio de los celos Paris, el raptor de Helena del mito clásico, para entretener a otra

torturada Helena de 1867 y castigar con celos insufribles a su marido el viejo Anselmo en La

sombra.

Termino esta introducción insistiendo en la importancia que tiene la conocida y no siempre

debidamente apreciada predisposición galdosiana hacia lo fantástico como expresión y

realización de las utopías cuando falla el referente histórico, sobre todo por la importancia que

tiene, como se verá al final, en la interpretación y valoración de toda su producción última y,

de un modo muy especial, en ese relato conductista tan despreciado por todos los grandes

estudiosos galdosianos, como es La razón de la sinrazón, obra a la que volveremos al final.

En dos partes, pues, voy a desarrollar esta exposición. La que sigue es un breve recorrido

lexicográfico sobre el uso que hace Cervantes de los términos de la familia léxica propuesta

como punto de partida, para caracterizar así las diferencias más relevantes entre una y otra

parte de su obra maestra.

La última parte está dedicada a caracterizar la esquelética linealidad episódica de las últimas

creaciones galdosianas (con atención especial a El caballero encantado (1909) y a La razón de

la sinrazón (1915)) tratándolas como palimsestos en los que la musculatura ideológica,

socioeconómica e histórica que sustentaba las ucronías anteriores, en gran medida ya se ha

desprendido dejando al descubierto el puro hueso diabólico del fanatismo y de la corrupción

enfrentados, como siempre, con divinidades intrahistóricas celtíberas positivas (los Ansúrez,

los Ibero, Mariclío, la Madre Celtíbera o Mariana, Alcestes, Sor Simona, Santa Juana de

Castilla) por el dominio del futuro.

La familia léxica

Como ya he adelantado, en esta familia léxica más que conceptos abstractos se refleja una

actitud persistente en el ser humano de todos los tiempos ante las mejores o peores

expectativas de viabilidad que se le ofrecen a su existencia. Cuando esta es especialmente

penosa y angustiada, en las situaciones desgraciadas, el ser humano tiende a sentir su escenario

de modo negativamente trascendentalista, “encantado”, embrujado, atravesado por presencias

siniestras de fatalismo.

La España encantada de Benito Pérez Galdós

177

Del mismo modo erróneo, por el contrario, cuando el camino está abierto y expedito a la

realización plena, cuando la realidad nos deslumbra en cualquiera de sus facetas físicas o

morales, entonces también se llama “encanto”, “encantador”, “encantamiento” al efecto

contrario de embeleso, fascinación, transposición y el embargo musical de los sentidos que se

mantiene en estos términos desde sus raíces filológicas.

Como es evidente, Cervantes no pudo disfrutar de los beneficios liberadores de la

revolución industrial y a poco que se mire en su obra maestra se puede percibir la agobiante

presencia que tienen estos términos y su percepción del mundo en las motivaciones más

importantes y en la organización de su relato.3

Una demostración sencilla de esto se puede tener revisando su distribución en el texto

cervantino. Disponemos hoy día de la mejor edición que se haya realizado de esta novela, la de

Francisco Rico del año 2001 en Editorial Crítica, y su versión digitalizada permite hacer

investigaciones más precisas y rápidas. Tan solo consultando la frecuencia de las ocurrencias

de los 28 términos que vienen a integrar este campo semántico de los encantamientos, se puede

descubrir que de los 126 capítulos que tienen las dos Partes de la obra, solo un tercio, 40

prescinden de su uso. Diecinueve en la primera parte y 21 en la segunda. Investigados estos

capítulos libres de presencias mágicas, se aprecia que todos ellos tienen como rasgo común el

no ser momentos importantes de la trama viajeril. Son relatos sentimentales insertados (12),

comentarios y discursos (15), preámbulos o motivaciones inmediatas de la acción (8) y otros 3

de poca importancia.

Fuera de estos, las intervenciones preternaturales malignas persiguen constantemente a la

pareja caminante. En la Segunda Parte (la media es de 2’7 ocurrencias por capítulo) de un

modo mucho más explícito, premeditado y acuciante que en la Primera (2’1 por capítulo).

De la frecuencia y acumulación de estos términos se puede inducir la importancia de los

encantos y desencantos desarrollados en ellos. Y, así, se descubre que en la primera parte esas

presencias de “encantadores” se acumulan, como cabía esperar, en los capítulos finales donde

se produce la conducción del protagonista, encantado, dentro de una jaula subida sobre una

carreta de bueyes (capítulos 46 (8), 47 (15), 48 (10) y 49 (13)). Y diecinueve veces aparecen

en la desternillante peripecia de los capítulos 17 (10) y 18 (9) sobre los sucesos ocurridos en la

venta de Juan Palomeque (la maritornes asturiana, Don Quijote, el arriero, el ventero Juan

Palomeque y el cuadrillero de la Santa Hermandad).

El Quijote más socializado, responsable y concienzudo de la Segunda Parte, que ya se siente

popular y que, además de actuar, necesita defender legitimidad y convicciones frente al Quijote

espúreo de Avellaneda y al cinismo de su entorno, discute continuamente sus valores con todo

el mundo, se inventa consciente o inconscientemente la Dulcinea encantada de la cueva de

Montesinos (II, 23, con 24 ocurrencias) y entra en el juego de la sucesión de encantos y

desencantos que se inventan los duques aragoneses, Antonio Moreno su huésped barcelonés y,

al fin, las condiciones caballerescas de su derrota con el Caballero de la Blanca Luna.

En general, todo el largo episodio de caballerías fingidas que se desenvuelve en el palacio de

los Duques, ocupa algo más de una sexta parte de esta Segunda, pero las referencias maléficas

ascienden a 77, casi la mitad de las 200 que hay en ella. En este escenario histriónicamente

cortesano, el capítulo 35, donde Merlín condena a Sancho con los 3.300 azotes del desencanto

de Dulcinea, tiene 13 ocurrencias. Del resto de la obra hay que señalar las 6 que utiliza Sancho

VIII Congreso Galdosiano

178

para explicar el encantamiento de Dulcinea en el capítulo 10, las 5 del carro de las Cortes de la

Muerte (cap. 11), las 6 del encantamiento de Sansón Carrasco en el Caballero del Bosque

derrotado (cap. 15), la compañía de don Diego de Miranda (caps. 16-18), 8, el barco

encantado del Ebro (cap. 29), 7, la aventura de los leones (cap. 17), 6 ocurrencias, y las bodas

de Camacho (cap. 20), 5.

Para terminar, en fin, este recuento hay que señalar también que no es solo la cantidad de

los términos repetidos lo que diferencia a una y otra Parte. También varía significativamente su

calidad. En la Segunda, por ejemplo, es muy abundante la presencia de “desencantar” y

“desencantado” (11 y 30) que en la Primera solo aparece una vez. También es significativo que

en la Primera sean las formas de participio las más abundantes (“encantado” 56 veces, con

“encantador” 21 y “encantamentos” 24), mientras que en la segunda es el sustantivo de actor el

más abundante (“encantador” con 66, “encantado” 40, “encantamento” 28, “encantar” 10,

“encanto” 8 y “encantorio” 6).

Con esto ya se pueden presentar algunas conclusiones interesantes para los propósitos de

esta exposición. La primera es que, como es lógico según lo que se lleva dicho sobre el uso de

estos términos, no existe en el texto cervantino ningún uso optimista de ninguno de estos

vocablos. Es decir, que tanto Cervantes como sus personajes parecen encontrarse encerrados

en ese agobiante espacio hostil en el que todo lo que existe está actuando para contravenir sus

criterios y valores idealistas. Exceptuando los ambientes pastoriles, sentimentales y cortesanos

en que a veces descansan de sus fatigas, todo el caminar de la Primera Parte se realiza por unos

senderos inhumanos infestados de miseria física y moral, tanto que el protagonista tiene que

interpretarlos como apariencias embrujadas, es decir, transformaciones que hacen sus

enemigos los encantadores para humillarle y no permitirle la culminación de las hazañas que

han de enaltecerle.

En la Segunda Parte, una década después, el peregrinaje caballeresco se ha convertido en

espectáculo social y la cercanía expectante del público malicioso, además de establecer una

dinámica nueva en las peripecias, modifica el sentido narrativo desde lo espectacular y cómico

de la Primera hacia la interiorización y la controversia de la Segunda. Todo el mundo, en

especial los duques y don Antonio Moreno de Barcelona, trata de armar situaciones arcaicas

para ver cómo desenvuelve el caballero sus ridículas aptitudes. Son situaciones crueles. Todo

el mundo contiene el aliento hasta que, al fin, los personajes terminan redimidos por su porfía

en un ideal que, en el fondo, es el de todos.

Los dispersos encantamientos de la Primera terminan condensándose y concentrándose,

después, en la figura femenina de Dulcinea del Toboso, figura que, junto a la presencia

amenazante de Sansón Carrasco, es lo que da unidad, densidad de suspense y circularidad a

este relato frente a la linealidad episódica de la Parte anterior. Tanto para don Quijote como

para sus diversos espectadores, resolver el problema de la existencia de Dulcinea va a ser la

prueba definitiva de su legitimidad como protagonista. El relato apremia. Todo queda

pendiente de las “valientes” posaderas de Sancho, el cual, después de mucho rehuir, termina

delegando los azotes desencantadores de Dulcinea en los troncos de las hayas de los bosques

por donde pasan de vuelta a su lugar. La derrota de don Quijote y, después, su lucidez última

dan solución implícita a todo sin que el protagonista, acosado ya por la evidencia, termine de

sucumbir a las inclemencias de la estepa miserable que ha conseguido transformar en eterno

territorio moral.

La España encantada de Benito Pérez Galdós

179

Encanto y desencanto histórico-biográfico

Se puede decir, pues, que el idealista Miguel de Cervantes expresa y resuelve su conflicto

existencial ante el definitivo derrumbamiento de su percepción idealista del Imperio Español a

principios del siglo XVII con este terrible concepto que le dice que todo el desastre de los

últimos años de su vida, desastre colosal e increíble, no puede ser más que efecto engañoso de

terrible encantamiento.

Para Cervantes, don Quijote cabalga sobre un discurso caballeresco de la Alta Edad Media

que la Humanitas renacentista española acaba de reactivar en las hazañas del Descubrimiento y

colonización de América, la derrota de los moros de Granada, y las guerras de religión del

emperador Carlos I de España y V de Alemania, entre ellas la victoria de Lepanto de 1571 en

que participó gloriosa y caballerescamente.

Ocho siglos de Reconquista medieval contra los moros han terminado, sin embargo,

dejando el curso de la Historia española en el callejón sin salida de este militarismo imperialista

de anacrónico idealismo en que ha participado con ilusión Cervantes, como después hará

Galdós en la Revolución Gloriosa de 1868.

Y nadie mejor que este su discípulo y mentor para reconsiderar la incómoda posición del

maestro el 24 de abril de 1868 en el artículo que dedica al aniversario de su muerte en La

Nación.

Nueve años antes —dice el joven Galdós— de la época en que nos hemos fijado

[1607], llevaba a cabo Felipe III la más ignominiosa, absurda e inhumana medida que

ha podido adoptar monarca alguno, la expulsión de los moriscos. Esto solo hubiera

bastado para hundirnos; en el primer año en que principió la expulsión, se ajustó la

tregua de diez años con Holanda; esta tregua era una confesión tácita de debilidad,

una prueba muy clara del quebrantamiento de nuestras fuerzas militares; y con la

tregua, las naciones empezaron a perdernos el miedo, y las provincias de Flandes

comprendieron la posibilidad de su emancipación. No faltaban héroes todavía; porque

esta tierra, aun después de extinguido su vigor, conservaba los gérmenes de aquella

raza vencedora, que tuvo descendientes por muchos años después. Había grandes

generales aun y soldados valerosos, pero el ejército se moría de hambre y desnudez en

las tierras de Holanda y de Milán. Todo indicaba la proximidad de aquellas

desventuras horribles, de aquellos encantamentos que se llamaron Rocroy, la

insurrección de Nápoles, el levantamiento de Cataluña, la autonomía de Portugal y la

emancipación de los Países Bajos.4

El caballero encantado y La razón de la sinrazón

La obra literaria de Galdós es tan extensa y el tiempo de exposición de esta comunicación

tan breve que no es posible hacer un seguimiento obra a obra de cómo se van desmantelando

con el tiempo las construcciones diegéticas hasta terminar en los esqueletos finales.5

Que esto ocurre ya se puede apreciar a simple vista en la disminución del volumen verbal

editado comparando el predominio de los relatos largos en el primer periodo frente al

predominio de obras de teatro y relatos conductistas en el segundo, incluyendo la reducción al

formato teatral de media docena de relatos de formato más amplio.

VIII Congreso Galdosiano

180

Lo importante, sin embargo, no está en la cantidad sino en la calidad de esa transformación

que va desde la horizontalidad historicista hacia la verticalidad de la utopía en el tratamiento de

las construcciones ucrónicas que se continúan de un periodo al otro, junto con el

adelgazamiento de la extraordinaria locuacidad y versatilidad enunciativa que el escritor había

exhibido en el primer periodo, como muy bien ha estudiado el profesor John W. Kronik en

varias ocasiones.6

En este sentido ascensional hacia las soluciones ucrónicas y utópicas conseguidas mediante

la participación de instancias sobrehumanas se pueden citar del modo resumido que permite la

exposición las presencias inaccesibles e inalterables de personajes sublimados que van desde el

Tomás Orozco de Realidad hasta el marqués de Beramendi, los Ansúrez y Juan Santiuste

“Confusio”, pasando por seres tan entrañables como Santiago Paternoy y Santa Mona, Cruz

del Águila, Nazarín, Halma, don Rodrigo Arista Potestad, Benina, Adrián y Saloma Ulibarri,

Juan Álvarez Mendizábal, Pedro Hillo, Pilar de Loaysa, Valvanera, Beltrán de Urdaneta,

Demetria de Castro Amézaga, el erudito Ventura Miedes predecesor del similar José Augusto

del Becerro de El caballero encantado, Wifredo de Romarate, hasta culminar con los

personajes ya claramente míticos de Mariclío, la Madre Celtíbera, Celia, Alceste, Sor Simona,

Atenaida y Santa Juana de Castilla.

Tampoco faltan los representantes del bando demoníaco como el propio Torquemada y sus

continuaciones en Jacoba Zahón, los Idíaquez, renovada versión de los Tinieblas de Doña

Perfecta, los Arratia, las Euménides o pájaros del mal agüero, Domiciana Paredes, Rafaela del

Milagro y la Donata del arcipreste don Juan Hondón, Eufrasia de Villajos, los Emparanes, los

Socobio, Manolita del Pez, Bartolomé Gracían “Tomín”, Juan de Urríes, el duque de

Montpensier, Paúl y Angulo, hasta culminar, igualmente, en la Celestina (en la línea de

Manolita del Pez) y las sucesivas mujeres de Proteo Liviano, exceptuando las dos últimas, los

Gaitanes, Gaitines y Gaitones de El caballero y los demonios Arimán, Nadir, Zafranio,

Celestina y Rebeca de La razón de la sinrazón.

Y es esta la posición, por terminar, en que hay que enfrentar la lectura de este último relato

tan extraño como mal comprendido y valorado sin excepciones por los más prestigiosos

investigadores de su obra. Un relato en el que la mayor parte de lo que se cuenta solo está

ocurriendo en el estrato olímpico, sobrehumano, el de las fuentes míticas de los

comportamientos terrenales, el mundo que se pone en contacto con las conciencias de los

hombres, el mundo de los encantadores cervantinos, de los encantadores y de los

desencantadores, la parte visible del iceberg en que se encuentran las motivaciones últimas de

las acciones humanas sumergidas en el revuelto mundo submarino de la materialidad.

El argumento del relato, recomponiendo lo implícito y lo explícito, es este: En la ciudad de

Ursaria se produce un cataclismo apocalíptico cuando la avaricia, la estupidez y la prepotencia

se percatan de que sus instituciones y rutinas están funcionando en el más pavoroso de los

vacíos imaginables. El colapso se produce cuando los que viven en esta locura o sinrazón,

pierden su última y suculenta presa quien para sobrevivir se ve obligado a pasarse al mismo

equipo de la irracionalidad en que militan los carroñeros que le amenazan.

Frente a un gobierno que es puro caciquismo bananero, una economía que no hace más que

especular y atracar a los incautos y una cultura de memeces y beaterías, el desprevenido

Alejandro que está a punto de ser devorado por dos caciques idiotizados, Pánfilo y Dióscoro,

acude al demonio Ariman (se supone) para que le ayude con las armas de la sinrazón.

La España encantada de Benito Pérez Galdós

181

Así, en el último momento, este demonio finge una herencia de Ultramar que deja turulatos

a los desaprensivos y desprevenidos prestamistas, los cuales, una vez asegurado el falso dinero

en sus arcas, deciden, además, poner el gobierno en las manos de este nuevo y poderoso rico,

que parecen dócil, y, para redondear el negocio, pretenden casarle con su hija más tonta,

Protasia.

Otros diablos, más díscolos y maleantes, se dedican a añadir dificultades al proceso y

hacerlo más grotesco e irracional todavía. Resucitan a una supuesta esposa de Alejandro que

con sus ademanes histéricos de pasmarote deja estupefactos a todos por un tiempo, además de

sembrar la duda y la preocupación en los caciques.

Finalmente, el dócil Alejandro se rebela y, sin dar tiempo a la reacción, publica, como

ministro que es, una reforma agraria que da al traste con todo el armatoste de los usureros. Se

produce el cataclismo se supone que sumando a esto la desaparición de los miles de pesos

argentinos fingidos en que parece que se sostenía todo el embrollo, y Atenaida y Alejandro

escapan a una arcadia agrícola en la región de La Vera extremeña.

Si vamos, sin embargo, a la lectura literal del texto, sin diferenciar entre conciencia y acción,

entre motivaciones y hechos, entre encantadores y resultados, lo que se ve en el texto es solo

una joven maestra, Atenaida, que habla con otros personajes que serán los demonios mientras

viene en tren a Ursaria. Después aparece realizando diversas actividades en la casa de los

usureros, tiene algunas conversaciones confianzudas con Alejandro y, al fin, se marcha con él

al campo en plena armonía y hermandad.

De Alejandro sabemos que está a punto de ser desahuciado cuando aparece Arimán con el

dinero de la herencia que le hace subir en la estimación de sus verdugos, los cuales le van a

hacer ministro y candidato a la mano de Protasia. Alejandro se defiende diciendo que está

casado y los demonios le gastan la broma de traer a su mujer en forma de tarasca que sale de la

isla desierta en que salvó su vida después de un imaginado naufragio. Después de la escena

grotesca y despampanante de la aparición de esta tarasca, que termina desapareciendo del

mismo modo imprevisto y demoníaco en que había aparecido, continúa el acoso de los dos

viejos sobre Atenaida hasta que, con la publicación de la reforma agraria, todo parece que se

desploma con el cataclismo.

Y ese es, en resumen, el sentido del título La razón de la sinrazón sacado del laberinto

verbal, semántico y cultural de Cervantes y racionalizado por Galdós. La razón o el motivo por

el que Alejandro se comporta irracionalmente, que es que, además de salvarle del embargo

general de sus bienes (bienes que nunca se sabe cuáles son, aunque hay antecedentes como el

del propio Carlos de Tarsis de El caballero, o Pepe García Fajardo de Las tormentas del 48,

para suponerlos), el hacerse militante de la sinrazón le sirve para introducirse con Atenaida (su

conciencia) dentro del mundo irracional que se ha montado el inhumano capitalismo de 1915

(Primera Guerra Mundial) para hacerlo estallar desde dentro, llevando sus propias tendencias

corrosivas hasta lo insostenible y provocando con ello el cataclismo.

Concluyendo, la razón de la sinrazón, el motivo de que exista esa locura en Ursaria, no es

otro o no puede ser otro, según el anciano Galdós de 72 años, que su propia autodestrucción y

debacle final que solo precisa de alguien que dé el último empujón. Al menos esta es la

propuesta que hacen la divinidades tutelares que hablan a nuestras conciencias desde las altas

VIII Congreso Galdosiano

182

esferas de esta creación galdosiana tan críptica y desorientadora como todas las bromas que

dicta desde su último desencanto republicano en la primavera de 1910.

La España encantada de Benito Pérez Galdós

183

NOTAS

1 “La lingüística y la poética” 1960, en T. A. Sebeok (ed.), Estilo en el lenguaje, 1974, Madrid, Cátedra,

pp. 123-173.

2 Véase Ángeles Varela Olea, Don Quijote, mitologema nacional, 2003, Alcalá de Henares, Centro de

Estudios Cervantinos, y Rubén Benítez, Cervantes en Galdós, 1990, Murcia, Universidad de Murcia.

3 Desde luego que no se está tratando de proponer que creyera Cervantes en los encantamientos en que creía

su personaje. Sí creo que se puede defender que Cervantes sentía gran melancolía ante la reacción

miserable que la sociedad española, campesinos, comerciantes, profesionales y aristócratas, tenía ante la

honorabilidad caballeresca.

4 Peter B. Goldman, “Galdós and Cervantes: Two Articles and a Fragment”, Anales Galdosianos, VI. 1971,

pp. 99-106.

5 He estudiado este fenómeno de la reducción diegética en la producción final de Galdós en Julián Ávila

Arellano, “Pérez Galdós o el realismo como percepción del discurrir de la realidad histórica española”, en

Towards a Poetics of Realism /Hacia una poética del Realismo, ed. Harriet S. Turner, Nebraska Lincoln,

Letras Perninsulares, 2000, pp. 118-143, y — “La ironía de la decepción histórica en la obra de Benito

Pérez Galdós”, en Anales Galdosianos. Homenaje a John W. Kronik, XXXVI, 2001, pp. 35-48.

6 John W. Kronik, “Lector y narrador”, en AA.VV., Creación de una realidad ficticia: Las novelas de

Torquemada de Pérez Galdós, 1997, Madrid. Castalia, pp. 79-114.