“¿QUÉ ES EL HOMBRE SIN IDEAL?”: CERVANTES,

GALDÓS Y LA LUCHA DE SER

Diane F. Urey

Cervantes y Galdós, los autores cumbres de la literatura española, retratan al individuo que

acepta el reto de la vida, que busca una razón suprema de ser, sea el honor, el amor, la fe o la

libertad, entre otros valores soberanos. Alaban a la vez que cuestionan esa “fuerza irresistible”

que impulsa a los que aspiran a lo ideal a las luchas desesperadas donde juegan la vida y la

muerte; también retratan el lastimero estado de los que rechazan este camino, o que lo

abandonan. Entre las batallas legendarias que han dejado sus huellas por historias levantadas

sobre ruinas, sepulcros, polvo y ceniza resaltan muchas que se lidiaban en tierra ibérica, como

Numancia, enaltecida en el drama épico de Cervantes, o La Guerra de Independencia cuyos

combates feroces estallan por la primera serie de los Episodios nacionales. Estas guerras tan

glorificadas como fatídicas entrañan las paradojas que se personifican en don Quijote, para

quien pelear por el honor del individuo y la Patria es la causa más elevada y la razón más

profunda del ser. Sin luchar no hay vida; escoger ese atrevido camino suele concluir en una

temprana muerte. Aquí se examina unos de los muchos vínculos que existen entre El cerco de

Numancia, Don Quijote de la Mancha, Napoleón en Chamartín y Zaragoza, con el fin de

mejor entender cómo confrontan a sus lectores con los arquetípicos conflictos psicológicos e

interminables contiendas físicas del camino épico. Es una senda que no sólo recorren los héroes

del pasado o de la leyenda, sino los individuos “comunes” igual que los “grandes,” del “día

presente” y de “los venideros tiempos”.

Como “sabios historiadores,” Galdós y Cervantes retratan los trayectos de los que siguen, o

declinan, su sino. Las formas en que se manifiestan y las obligaciones que imponen estas

cruzadas personales o patrióticas varían, pero todas piden tremendos sacrificios a cambio de

“infinitos bienes”.1 El camino épico es áspero y lleno de obstáculos, de barreras al parecer

infranqueables que sin embargo hay que superar, sabiendo que montañas y precipicios más

formidables esperan, amenazando, al otro lado. Como su discípulo más ilustre, Galdós

continúa el rumbo de Cervantes, y muchos siguen los pasos marcados por Galdós. Desde sus

obras más tempranas podemos ver lo cervantino y lo quijotesco llevados a alturas desmedidas

y con laberintos textuales más complejos todavía que los cervantinos. Las innovaciones

estilísticas y estructurales de las novelas de Galdós, su enredada metaficción, ironía y parodia,

la plétora de intertextos, historias dentro de historias y de heterogéneas voces narrativas tanto

o más intrincadamente entretejidas que las de Cervantes, los juegos de palabras y nombres

(hasta una hiperbólica alusión paródica al “verdadero” apellido de don Quijote con “el

bautismo” de Gabriel “Araceli,” junto con su imprescindible ejecutoria de nobleza),2 las

insólitas caracterizaciones, temas trágicos y burlescos, y la dinámica del propio texto

lingüístico son prodigiosos. La resonancia innaccesible de ambos genios de la literatura

española se funda sobre todo en unas cuestiones trascendentes al fondo de su obra y los

sentimientos que éstas suscitan en sus lectores, desocupados o discretos: “¿Qué es el hombre

sin ideal?”, y, “¿Qué es el hombre con ideal?”

Cervantes inmortalizó a don Quijote, “un héroe no menos grande que los de la antigüedad,”

como se declara de Santiago Fernández, el Gran Capitán, en Napoleón en Chamartín.3 Este

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

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viejo soldado quijotesco, que muere como un numantino en su “singular defensa” de Madrid,

sirve de ejemplo al joven protagonista Gabriel en 1808 igual que en su vejez cuando el anciano

narrador autobiógrafo recuerda y refiere su pasado desde el momento en que Galdós escribe la

primera serie. Aun con una distancia de 65 años, Gabriel tiene la esperanza, como parece tener

Galdós, de reanimar el dormido espíritu español, pese a que el país haya “llegado al último

grado del envilecimiento” (Zaragoza p. 749; 30). De la misma manera en que “estos nuestros

detestables siglos” en que vivía don Quijote le incitaron a resucitar la caballería andante (p.

106; I; 11), Galdós cogió la antorcha de su maestro para motivar a sus compatriotas a

emprender de nuevo el camino épico y de llevar adelante el viaje de España, en vez de

sepultarse en el desengaño y la apatía vergonzosos. Por medio de sus “verdaderas historias”

Galdós, como Cervantes, cambió el curso de la historia literaria, haciendo renacer, para

perdurar, la novela española moderna. Con ella, ofreció a sus contemporáneos modelos de los

que se enfrentan a la vida y buscan su razón de ser.

La tragedia épica dramatizada por Cervantes anticipa los asedios épicos novelados por

Galdós, a la vez que Napoleón en Chamartín y Zaragoza recuerdan La Numancia. Hay

paralelos sorprendentes tanto en las circunstancias y detalles retratados como en las feroces

batallas físicas y psicológicas de los personajes. El arrebato valiente del individuo y del

colectivo revela un quijotismo tan admirable como “temerario,” palabra cuyo repetido y

equívoco uso en estas obras realza los poderosos impulsos contradictorios que operan en los

personajes. Es uno de muchos signos indeterminados que enlazan estos textos y que nos

mueven a considerar si esas luchas personales o patrióticas son intrínsecas a la raza humana o,

irónicamente, convenios hechos con el devenir de la cultura y cuyas raíces están tan hondas

que no se las puede arrancar. Quizás los hombres se han olvidado que estos tratos tan terribles

son de su propia hechura, y que lo que han levantado también pueden derribar. Don Quijote no

cree que el orden social sea natural, sino que todo era “paz y concordia” antes de que se

conocieran “estas dos palabras de tuyo y mío”. Su anhelo de restaurar ese estado original de

honor, paz y justicia es la fuerza irresistible que le impele a emprender su camino épico (“Edad

de Oro,” pp. 103-06; I; 11).

La aspiración a lo ideal se manifiesta ambos en la sublimidad y el horror de La Numancia,

donde el enmarcar físico inscribe y refleja la situación imposible de los numantinos. Con todas

sus fuerzas y armamento, Cipión no puede vencer a los “indómitos”. Pone sitio a la ciudad

hambrienta pero todavía no se rinde, como no se rinde Zaragoza dos mil años después. Francia

la conquistó “sin domarla”, como vencieron los romanos a Numancia. Zaragoza, esa “ciudad

de la desolación, de la epopeya digna de que… la cantara Homero” (p. 750; 31), recuerda en

muchos respectos el “lamentable fin” y “la triste historia / de la ciudad invicta de Numancia,”

que “merece ser eterna la memoria”.4

Desde la primera jornada, La Numancia exalta el sacrificio de la ciudad por “la amada

libertad,” asegurando que su espíritu perdura después de su aniquilación:

… el término cumplido,

Y llegada la hora postrimera

do acabará su vida y no su fama

cual Fénix renovándose en la llama. (I. 2. pp. 389-92)5

Aquí la voz de “España” evoca la imagen del Ave Fénix cuyo anciano simbolismo resalta

ambos la muerte voluntaria de la ciudad consumida por la hoguera y su inmortalidad.

VIII Congreso Galdosiano

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Arquetipo hallado en la mitología desde tiempos inmemoriales, el Fénix tiene que morir antes

de resucitar. Singular y única, renace de sus propias cenizas. Con la figura del Fénix Cervantes

expresa con perfecto y preciso poder el ciclo inacabable donde el fin no es sino el comienzo de

nueva vida. Igual que la difusión casi universal del mito del ave maravillosa, la historia de

Numancia no se queda dentro de su remota ciudad amurallada; toma vuelo para esparcir por el

mundo los destellos de su ardiente belleza. De las cenizas de Numancia brota gente de la

misma casta, dispuesta a defender a cualquier precio la soberana libertad. Como augura

“España,” la memoria de Numancia se perpetúa tanto en los que andan en sus huellas como en

los que cantan su gloria. Su fama se remonta a las esferas lejanas, como sale a relucir en

Zaragoza. Gabriel relata que antes del segundo sitio de la ciudad, no sólo en España sino en

países distantes,

Zaragoza y los zaragozanos habían adquirido un renombre fabuloso;… sus hazañas

enardecían las imaginaciones y… todo lo referente al sitio famoso de la inmortal

ciudad, tomaba en boca de los narradores las proporciones… de una leyenda de los

tiempos heroicos… les consideraban como los numantinos de los tiempos modernos.

(p. 664; 4)

Si Zaragoza tiene tanta resonancia antes de su destrucción, después, como Teógenes predijo

de Numancia (III. 3. p. 311), se cantará por “mil siglos” la memoria de la ciudad aragonesa que

tampoco se rindió.

Todos los numantinos se sacrifican, incluso el muchacho Viriato, que exclama “con

temerario desvarío” (IV. 4. p. 609) antes de saltar a su muerte: “el amor perfecto y puro / que

yo tuve a mi patria tan querida, / asegúrelo luego esta caída” (IV. 4. pp. 658-60). Cipión,

avergonzado y admirado del “niño de valeroso pecho anciano” que alcanzó la fama y la gloria

“no sólo a Numancia, mas a España” con su “viva virtud y heroica”, elogia su muerte

victoriosa: “Tú con esta caída levantaste / tu fama y mis victorias derribaste” (IV. 4. pp. 667-

68). El uso de la antítesis y el oxímoron por Cipión subraya el heroísmo fatal de este terrible

triunfo numantino.

“La Fama” concluye el drama, declarando que su voz llenará

… las almas de un deseo ardiente

de eternizar un hecho tan subido.

Indicio ha dado esta no vista hazaña

del valor que en los siglos venideros

tendrán los hijos de la fuerte España,

hijos de tales padres herederos.

la fuerza no vencida, el valor tanto,

dino de en prosa y verso celebrarse;

mas, pues de esto se encarga mi memoria,

dése feliz remate a nuestra historia. (IV. 4. pp. 635-708)

Los versos de La Numancia proclaman los ideales que resucitan por las edades, como

muestra la prosa de Don Quijote y los Episodios nacionales, así como incontables obras

escritas y vividas. Las figuras retóricas de Cipión y otros personajes de La Numancia, como las

subidas y caídas de hombres y pueblos, reinscriben el ciclo inacabable de la vida que renace de

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

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la muerte, cuyo emblema es el Ave Fénix. En cualquier cultura que se encuentra, el Fénix

encarna la constancia y el triunfo sobre la adversidad, la esperanza o la fe, la resurrección y la

regeneración, la pureza y la inmortalidad, la luz y el fuego cuya llama nunca se apaga. Esta

llama, el arranque de desafiar la muerte en defensa de la libertad, todavía arde dentro de los

individuos, como don Quijote, y los pueblos, como Zaragoza.

En el episodio por ese nombre, Gabriel, uno de los pocos soldados vivos después del sitio

que convirtió la ciudad en un “montón de polvo y ceniza,” dice que el “sacrificio” de los

53.000 “heroicos habitantes no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea”:

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra

el derecho de la conquista y la usurpación.… El resultado es que España… no ha

visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y

aún hoy mismo, cuando parece hemos llegado al último grado del envilecimiento,…

nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos.

Hombres de poco seso, los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando

y levantándose…. Grandes subidas y bajadas…, aparentes muertes y resurrecciones

prodigiosas, reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en

la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y

estará siempre asegurada. (pp. 748-49; 30)

La salamandra es otra imagen, como el Fénix, del ánimo inmortal de la Patria. Figura

mitológica de remotos y diversos orígenes también, su esencia es la dualidad. Simboliza la

valentía o la fe que no se puede destruir a la vez que trae la destrucción transformadora. Se

asocia sobre todo con el fuego, a que se cree invulnerable. En unas tradiciones la salamandra

es el espíritu elemental del fuego; así pues, da calor y quema; arde y se consume; destruye para

que la vida resurja regenerada. Ambos animales fabulosos representan ese aliento inagotable

que se personifica en los que se atreven a caminar por el fuego, a vivir o morir por “una idea y

un sentimiento puro,” como dice el Gran Capitán (p. 618; 20).6

Pese a la gloria imperecedera de las hazañas contadas por Cervantes y Galdós, el precio es

siempre enorme. Los que responden al reto de la vida saben que se van a caer, frecuentemente

sin poder levantarse más, pero ni esto les desvía de su curso. Por su entereza inalterable ante la

muerte como ante las adversidades de la vida, los que mueren sin llegar a su destino todavía

sirven con su muerte de ejemplo a otros “hijos de tales padres”. Mucho más temible que las

descomedidas amenazas a la vida temporal es el abismo en que se puede hundir el alma si

pierde el ideal, o si deja de buscarlo.

En Napoleón en Chamartín el Gran Capitán se determina a defender la ciudad contra “los

usurpadores del país”. Con la rendición cierta, Gabriel trata de disuadirle, diciendo “cuando no

se puede triunfar… es una temeridad seguir peleando”. Don Santiago rechaza este juicio:

“¿Que vienen fuerzas superiores? ¡pues vengan!... El honor mandaba a los madrileños morir

antes que rendirse… mi conciencia, que es la voz de Dios, me lo manda… el jardín de Bringas

está bajo mi mando, y el que quiera entrar en él pasará por mi cadáver”. Cuando Gabriel

exclama que tal empeño es una “temeridad loca, hasta ridícula,” el Gran Capitán le amonesta:

“Así será para los que no tienen idea de la honra de la patria, y para los que no ven… nada

más allá del pan que comen todos los días.” Dice que “Madrid no es Madrid si se rinde. Y no

me vengan acá con que es imposible defenderse. Si no es posible defenderse, deber de los

madrileños es dejarse morir todos en estas fuertes tapias, y quemar la ciudad entera, como

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hicieron los numantinos”. Luego su elocuente soflama sobre el honor de la Patria, que vale

más que el honor personal, como una segunda religión para la cual es un deber sacrificar su

amor y su vida, deja a Gabriel anonadado ante “tanta grandeza” (p. 618; 20).

El Gran Capitán cumple su palabra. Deja con tristeza a su amada esposa de cincuenta años

y, rehusando rendirse, combate a los franceses desde su improvisada fortaleza de leña, aun

cuando ésta se prende fuego. El oficial querría “sacar a aquel desgraciado, que, sin duda,

excitaba su admiración,” como Viriato a Cipión, pero él se queda adentro, disparando y

gritando que no se rinde, “hasta que cesó la voz, y las llamas, extendiéndose vorazmente,

destruyéronlo todo” (p. 656; 30). Como los numantinos, el Gran Capitán prefiere morir por

una idea que vivir sin ideal. En las últimas frases del episodio, mientras Gabriel y otros

“prisioneros por patriotismo” marchan hacia Francia, su compañero don Roque le cuenta la

heroica muerte de Fernández en “la inmensa hoguera” cuyas cenizas son los únicos vestigios de

él y sus hazañas. Después de ver pasar en su coche a Napoleón, añade: “Ya no queda nada…,

sino que con toda su grandeza y poder el hombre que acaba de pasar no llega ni con mucho a

la inmensa altura del Gran Capitán. Algunos han dicho que nuestro amigo estaba loco; pero

ese que ahí va, ¿está en su sano juicio?” (p. 657; 30). Esto es lo que se pregunta de don

Quijote, y de cualquiera que intenta traspasar los términos demarcados por la sociedad. Locos

o cuerdos, los que no se ponen a prueba tampoco se enteran de la trascendencia de

consagrarse a un ideal que vale más que la vida.

Con todo, Cervantes y Galdós confrontan a los personajes y los lectores con los dilemas

inevitables a toda acción extraordinaria, por valerosa y noble que sea, entre los cuales no es el

de menos importancia lo que pregunta don Roque. Su comparación entre Santiago Fernández

y Napoleón Bonaparte ahonda en incógnitas más insondables que la locura o la cordura. Al

fondo, don Roque y Gabriel, como Cervantes y Galdós, cuestionan si los motivos de seguir el

camino épico, llegue o no al fin anhelado, justifican los sacrificios exigidos por una jornada en

que tan pocos realizan sus esperanzas y la mayoría se rinde o a la muerte o al desengaño bajo

el peso de su sino. Las obras sugieren que la diferencia principal entre el Gran Capitán y

Napoleón no se basa en la fama o la cordura, ni menos en la inmensa disparidad de su estado y

fortuna, sino en el carácter de sus propósitos y los medios que emplean para conseguirlos.

El Gran Capitán lucha y muere “no por conquistar un pedazo de tierra, ni por un cacho de

pan, ni por una baja ambición,” sino por lo que trasciende todo lo personal y lo material, la

libertad de la Patria (p. 618; 20). Esta dedicación abnegada a “la idea de la nacionalidad,”

según Gabriel en Zaragoza, es lo que asegura la independencia de España. Dista mucho de los

que pretenden que la idea sirva al individuo. La derrota final del Imperio francés en España y

en Europa se debe al engreimiento y el exceso de confianza basados “en la movible fortuna, en

la audacia, en el genio militar que siempre es secundario, cuando abandonando el servicio de la

idea sólo existe en obsequio de sí propio” (p. 748; 30). El contraste entre el Napoleón y el

Gran Capitán, entonces, es precisamente lo que distingue a los franceses de los españoles:

éstos son “hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo” (p. 671; 6).

Como se ve, hay una reciprocidad sorprendente entre los sentidos y valores vinculados a

figuras en apariencia muy distintas en estas obras, verbigracia el Gran Capitán y Napoleón, o

entre elementos tan heterogéneos como Numancia, el Ave Fénix, Zaragoza y la salamandra.

Resulta que entre las líneas literales existe un tejido intricado de concordancias insospechadas.

El lenguaje con que Galdós y Cervantes elaboran sus textos laberínticos en cuyos ocultos

pasajes los personajes y lectores se pueden perder, también esconde pistas que señalan enlaces

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

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encubiertas entre sus signos equívocos, enlaces que inscriben algunos de sus más profundos, y

paradójicos, fines. Los discursos de don Quijote, en particular, engendran conexiones entre las

obras que nos permiten leerlas todas con más penetración y alcance. Muchas palabras y

expresiones que emplea para describir su condición y los designios y deberes de la caballería

andante son equivalentes a las que destacan en La Numancia, Napoleón en Chamartín y

Zaragoza. Efectivamente, hay una consonancia singular no sólo entre unos de los motivos más

problemáticos de las obras, sino entre el léxico que cada una emplea para marcarlos. Lo que

dice don Quijote abarca cuestiones propuestas de una manera u otra por todos los textos, a

menudo aclarando términos ambiguos y, además, apuntando sabios juicios que desenredan

unos de los dilemas que presentan.

Antes de emprender sus aventuras otra vez en Parte II, don Quijote responde a los

argumentos de su ama y sobrina contra sus intenciones. La sobrina impugna sobre todo su

aserto “que es caballero, no lo siendo, porque aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los

pobres”.7 Don Quijote reconoce que si bien no “todos los que se llaman caballeros lo son de

todo en todo”, advierte que lo que distingue los unos de los otros no es la categoría que les

otorga la sociedad ni los bienes materiales que poseen, sino la riqueza moral demostrada en la

rectitud de sus acciones:

solos aquéllos parecen grandes e ilustres que lo muestran en la virtud, y en la riqueza

y en la liberalidad de sus dueños. Dije virtudes, riquezas y liberalidades, porque el

grande que fuere vicioso será vicioso grande, y el rico no liberal será avaro

mendigo. (p. 581; II; 6)

Al contrario de lo que prescribe la sociedad, don Quijote sostiene que la diferencia entre el

carácter aparente y el verdadero reside en la disposición y los hechos, no en los dichos o el

abolengo. Expone con gran lucidez las “cuatro suertes de linajes” en que se funda el orden

social, orden “en que es grande la confusión”. Rechaza las barreras y “las artificiosas leyes de

la sociedad” (Napoleón en Chamartín p. 651; 28), y enseña que hay una manera en que los

“que tuvieron principios humildes” pueden llegar “a la suma grandeza”:

Al caballero pobre no le queda otro camino para mostrar que es caballero sino el de

la virtud, siendo afable, bien criado, cortés, y comedido, y oficioso; no soberbio, no

arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo;… y no habrá quien le vea

adornado de las referidas virtudes que, aunque no le conozca, deje de juzgarle y

tenerle por de buena casta, y el no serlo sería milagro; y siempre la alabanza fue

premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados. (pp. 580-81;

II; 6)

Don Quijote exhibe estas virtudes en sus acciones y palabras, las más absurdas o temerarias

inclusive. Gabriel también manifiesta estas cualidades desde las primeras páginas de la serie. Su

búsqueda de lo ideal y viaje por la historia son tan ásperos y maravillosos a su manera, con

tantas subidas y caídas, como las jornadas de don Quijote. Pero también cuando Gabriel cree

haber perdido toda posibilidad de realizar sus aspiraciones, revela hasta que punto la

desesperación puede invadir el espíritu de los que renuncian la lucha de la vida.

Aunque su estado humilde en Napoleón en Chamartín casi no ha cambiado desde

Trafalgar, es en este quinto episodio donde Gabriel se determina a tomar las riendas de su

destino. Anhelando lo que trasciende la vida que “acaba en muerte,” poco a poco realiza la

VIII Congreso Galdosiano

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verdadera grandeza de su alma. En la conclusión de la serie logra el honor, el amor, la riqueza

y los “infinitos bienes” que no le puede quitar el orden social, y que no acaban en la “vida que

se acaba, sino en la que no tendrá fin” (p. 581; Don Quijote II; 6). Pero como todos los que

aceptan el reto de la vida, Gabriel tiene que enfrentarse primero con el obstáculo más grande:

su propia imagen. En Napoleón en Chamartín, desciende al pozo del auto desprecio, bajada

que precede una transformación que cambia el curso de su vida y el discurso de la primera

serie. Su transformación, sin embargo, no ocurre antes de que se hunda en la melancolía,

renuncie su ideal y hasta pierda el deseo de vivir.

La nueva familia noble de Inés le tiene enjaulada en “un asilo infranqueable” para Gabriel,

separación social, física y psíquica cuyos días transcurren como “capas de tierra en el hoyo de

mi existencia,… sepultando ilusiones, alegrías, sueños, porvenir… la diferencia de jerarquía

social había puesto entre Inés y yo murallas inexpugnables, y para romper su jaula no bastaban

mis fuerzas”. Convencido de su impotencia, llega a creer “que yo no era nada,… y… me

infundía el mayor desprecio hacia mí mismo… Las dificultades insuperables, la imposibilidad

evidente de destruir… aquella montaña que Dios había puesto en mi camino, me rendían…

incapaz para todo”. Encontrando bloqueada por poderosas fuerzas sociales cada vía de

cambiar su deplorable condición, pierde toda voluntad y con ella, lo que le queda de

la dignidad:

El espesor y fortaleza de estas paredes es tal, que si toda mi vida la empleara en

hacerme más sabio que Séneca, más valiente que el Cid y más rico que los Fúcares,

aun así no podría romperlas… Pero vamos a ver, ¿cómo me las compondré para

llegar a ser rico? ¡Oh, miserable de mí! ¡Rico quien nada tiene!...

…Entretanto la idea de la imposibilidad de mi dicha, de lo inútil de mis esfuerzos, y de

la inconmensurable pequeñez a que estaba reducido iba labrando en mi alma con

tanta tenacidad, que bien pronto aquel gusanito me minó de parte a parte, me

socavó, llenó de agujeros los fundamentos de mi… fe poderosa y, ¡misericordia! todo

yo caí al suelo.

…Pero, pues Dios ha dispuesto mi caída, renuncio por ahora a estar cerca de ti, y me

arrastraré por estos obscuros fondajes, buscando un pedazo de pan que comer, sin

más objeto ni aspiración que dar a la bestia de mi despreciable persona el forraje

que diariamente necesita. (p. 563; 5)

En su hiperbólico auto vilipendio, se reduce a un “ser vegetal,” “mendigo cojo,” “bestia,”

“gusano”; es una “cosa” sin razón de existir, ni de haber nacido (pp. 563-64; 5). Pero hay una

salida de ese abismo, una que don Quijote conoce hace mucho tiempo. Aunque Gabriel no lo

puede imaginar ahora, tomará las armas y seguirá la senda de la virtud.

Don Quijote explica a su sobrina cómo es la carrera caballeresca y por qué la tiene que

seguir. Aunque sus premios son inmensos en esta vida, e infinitos en la verdadera, también son

sus montes y vallas. Entre las interminables dificultades que esperan a los que escogen este

camino, siempre existe el atractivo de la vía más fácil. Pero esa senda sólo conduce a la

muerte, más que física, espiritual:

Dos caminos hay… por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados:

el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo mas armas que letras, y…

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

217

casi me es forzoso seguir por su camino, y por el tengo de ir a pesar de todo el

mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos

quieren, la fortuna ordena y la razón pide y, sobre todo, mi voluntad desea. Pues con

saber, como sé, los innumerables trabajos que son anexos a la andante caballería, sé

también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de la virtud es

muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y

paraderos son diferentes; porque el del vicio,… acaba en muerte, y el de la virtud,

angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no

tendrá fin, y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que

Por estas asperezas se camina

la inmortalidad al alto asiento,

do nunca arriba, quien de allí declina. (p. 581; II; 6)

Don Quijote sube las asperezas elogiadas por Garcilaso (Elegía I, pp. 202-04), alcanzando

al alto asiento desde el cual deja “eterna la memoria”. Como los numantinos o el Gran

Capitán, don Quijote es paradigma del valor y la intrepidez inmutables de pelear por un ideal

que, por imposible que parezca, a veces se hace real. Las obras de Galdós y Cervantes nos

enseñan como Gabriel y don Quijote, dos “humildes,” se hacen “grandes” por medio de su

honradez, liberalidad y entereza.

El angustiado estado de ánimo de Gabriel muestra que los trances más siniestros son los que

embisten al espíritu. En esta profunda crisis de identidad, se encuentra en un laberinto sin fin ni

salida. Ha llegado a un desengaño tal que se queda parado “en medio del camino”. Le hace

falta lo que tienen don Quijote, Numancia, el Gran Capitán y Zaragoza. Le hace falta un ideal:

¿Qué es el hombre sin ideal? Nada, absolutamente: cosa viva…, sin iniciativa, sin

movimiento, sin deseo ni temor de ir a alguna parte; ser ignorante de todos los

caminos que llevan a mejor paraje y para quien son iguales todos los días... El

hombre sin ideal es como el mendigo cojo… puesto en medio del camino… Todos

van y vienen…, y él se queda siempre… Es, pues, la vida un camino por donde

mucha y diversa gente transita, y… [donde] se encuentran también muchos que no

andan: estos, según mi entender, son los que no tienen ideal alguno en la tierra, así

como aquéllos son los que lo tienen, y van tras él aprisa o con calma. (p. 564; 5)

Pero Gabriel resucita y, liberándose de su desmoronamiento ensimismado, renueva su

marcha. Su transformación comienza cuando se enoja por la vergonzosa rendición de Madrid,

la “maja de España,” según el Gran Capitán. Recobra el empuje cuando siente como suya la

afrenta al honor de la Patria. Exclama que “si en Madrid no podemos vivir,… combatamos allí

donde sepan morir antes que rendirse a los franceses” (p. 616; 19). Pensando haber perdido su

razón de ser, se conceptuaba una bestia arrastrándose por los suelos “buscando un pedazo de

pan,” como los que condena el Gran Capitán por no reparar más que en el “pan que comen”

(p. 618; 20). Sin embargo Gabriel sólo se olvidó de sus verdaderos valores mientras

engrandecía su pequeñez. Cuando se despierta a la enorme catástrofe de Madrid y del inmenso

peligro que corre la libertad de España toda, se reanima a pelear por lo que siempre ha sido su

norte, como se lee en el primer capítulo de Trafalgar: “Sobre todos mis sentimientos domina

uno, el que dirigió siempre mis acciones… [el] amor santo a la Patria... A este sentimiento

consagré mi edad viril y a él consagro esta faena de mis últimos años, poniéndole por genio

tutelar o ángel custodio de mi existencia escrita, ya que lo fue de mi existencia real” (Trafalgar

p. 184; 1). Como don Quijote y Santiago Fernández, Gabriel se consagra al honor de la Patria,

VIII Congreso Galdosiano

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sin lo cual no puede tener honor propio. En Zaragoza y las otras campañas en que toma parte,

así como en su batalla para Inés, Gabriel desafía la muerte y “todo el mundo” para alcanzar el

honor y el amor. Aunque encuentra tremendas contrariedades que le cortarían el paso, ya sabe

que sin ideal y sin camino no tiene nada, ni siquiera el deseo de vivir. Es lo que sabe y expresa

don Quijote con su vida, y quizás con su muerte.

Libre de su abatimiento paralizante, Gabriel se dedica otra vez a la defensa de España, como

hacía en episodios anteriores. Y como ese deber supremo, su amor por Inés es una fuerza

imposible de resistir. Adquiere la valentía, o la temeridad, de seguir el camino oscuro,

laberíntico y prohibido que conduce a Inés. Con su inspiración sobre todo se convierte en

hombre a quien nada ni nadie sino la muerte misma puede quitársele la determinación y el

arrojo de ir en busca del amor de su vida.

Antes de poder salir de Madrid para reunirse con el ejército, Gabriel aprende del riesgo

inminente al honor de Inés, alojada con su familia en El Pardo donde se acuartela Napoleón.

Va allí para prevenirle a su tío del complot, sin intención de romper su palabra a Amaranta y

ver a Inés. Pero después de una espera agobiadora, se ve “arrastrado por una fuerza

irresistible” hacia su amor (p. 648; 27). Cuando se ven, Inés le jura no casarse sino con él,

“cualquiera que sea tu suerte, cualquiera que sea tu posición”:

tú eres para mí más caballero que todos los demás, y… ninguna fuerza humana me

obligará a dejarte de querer, porque Dios lo ha ordenado así… Yo sé, sin que nadie

me lo haya enseñado, que cuando las cosas deben pasar, pasan, y que la voluntad de

los pequeños suele a veces triunfar de la de los grandes. (p. 650; 27)

Inés también muestra ese ánimo impertérrito que se atreve a lo imposible. Sus palabras

enseñan a Gabriel la senda del honor descrita por don Quijote y resumen los valores tan

centrales a estas obras: el brío de enfrentarse con cualquier obstáculo para alcanzar el ideal, y

la fe inquebrantable que a veces puede mover montañas. Lo que Inés presiente se hace una

realidad para ellos, a diferencia de lo que pasa a la mayoría de los que andan tras lo ideal.

Cualquiera que sea su fin en este mundo, todos —los jóvenes amantes, los numantinos, don

Quijote o los zaragozanos— ejemplifican el espíritu que no se muere de “los hijos de la fuerte

España”.

Viendo el corazón y la constancia de Inés, Gabriel se da cuenta de “la superioridad de su

alma, bastante fuerte para poner las leyes inmortales del corazón sobre todas las

conveniencias, preocupaciones y artificiosas leyes de la sociedad”: “Tú… me señalas el

camino que debo seguir, y lo seguiré… Y que venga ahora toda la sociedad,… y toda la

Historia del mundo todo, a decirme que no podrás ser mía. Que vengan, y yo les diré que… no

necesitamos de ellos para nada” (pp. 650-51; 28). Las palabras de Gabriel hacen eco de las del

Gran Capitán en su arenga contra la rendición de Madrid, incluso en la estructura de las

oraciones y el uso de la anáfora. También evocan lo que explica don Quijote de por qué tiene

que seguir su carrera “a pesar de todo el mundo”. Estas correspondencias semánticas, retóricas

y sintácticas acentúan las semejanzas fundamentales entre las aspiraciones y la determinación

de realizarlas de don Quijote y el Gran Capitán, de Gabriel e Inés, y de los numantinos y los

zaragozanos. Además, para Gabriel como para don Quijote, el honor y el amor son

inextricables; de ellos no sólo proviene su valor sino el mismo aliento de la vida.

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

219

Cuando Amaranta sorprende la amorosa reunión entre Inés y Gabriel su rabia no tiene

límites, pero Gabriel no puede desmentir lo que está en su corazón y fuera de su voluntad:

de ningún modo me pida que deje de amar a Inés, porque es pedirme lo imposible…

una fuerza irresistible, una fiebre… lleváronme a su cuarto… ¡Oh! ¿Me pide usía que

deje de amarla? No puede ser… Pues haga Su Grandeza de modo que me den la

muerte, porque mientras tenga un solo aliento de vida y mientras me quede fuerza

para arrastrarme, correré tras ella, la buscaré, penetraré en lo más escondido y

subiré a lo más alto, sin ceder en esta persecución. (p. 653; 29)

Lo que Gabriel dice a Amaranta recuerda la invectiva de don Quijote contra Sancho cuando

éste quiere que renuncie a Dulcinea para casarse con la rica y hermosa Dorotea:

Bellaco descomulgado,… has puesto lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis vos,

gañán,… que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría

yo para matar una pulga?... y ¿quién pensáis que ha ganado ese reino…, si no es el

valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea

en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. (p. 307; I; 30)

No carece de interés que este apasionado homenaje a Dulcinea viene inmediatamente

después de la sola referencia en Don Quijote de la Mancha al “ave fénix” invocada por su

condición de ser “única en el mundo” (pp. 306 y 306n11; I; 30). Y como Dulcinea para don

Quijote, Inés es única y todo para Gabriel: su norte, su ánimo, su vida. También como

don Quijote, su ideal es el honor y su deber, la Patria.

Así como existen paralelos anchos y profundos entre lo que son para don Quijote y Gabriel

el amor, el honor y la vida, hay correlaciones notables entre elementos constitutivos de todas

las obras. A medida que desarrollan las epopeyas, estas relaciones ponen de relieve los

significados cardinales trazados por cada una. La alternancia entre las subidas y caídas, lo

sublime y lo mundano, o las imprevistas vacilaciones del ánimo y las repentinas vicisitudes de

fortuna a que son expuestos los individuos y los pueblos en estas obras acentúa los vaivenes

anejos a camino tan arduo. Estos avances y reveces de los argumentos reinscriben el proceso

textual, donde el significado ostensible casi siempre disimula otros sentidos recónditos,

frecuentemente contrapuestos, siempre ambiguos y que pueden pasar inadvertidos por el lector

desocupado. Estas múltiples dimensiones conceptuales y estilísticas complican más la ya

enmarañada red de relaciones intertextuales urdida entre las obras a la vez que este tejido,

precisamente a causa de tantas bifurcaciones, deja vislumbrar las sutiles y sagaces lecciones

que cada obra ofrece de la vida, la escritura y la lectura. El propio acto de lectura que requiere

perseverancia inquebrantable para descifrar las veladas razones de estos textos, se refleja en

sus recatadas advertencias acerca de la imprudencia de formar juicios precipitados, la tenue

línea que separa la ficción de la realidad y lo arriesgado que es aceptar como verdad lo que

aparece en la superficie. Los incontables enigmas y revelaciones que componen estas obras

extienden sus hilos visibles e invisibles hacia el lector, ofreciéndole claves a su comprensión.

Sólo los que buscan la razón tras cada palabra, que se atreven a penetrar “en lo más

escondido” y subir “a lo más alto” de estos textos, “sin ceder en esta persecución” pueden

alcanzar los profundos valores metidos entre sus líneas.

Del mismo modo que hay relaciones especulares entre los mensajes y los recursos

estilísticos de las obras, se encuentran muchas coincidencias léxicas. Como ya se ha visto, hay

VIII Congreso Galdosiano

220

una abundancia de palabras y expresiones que se distinguen por su uso peregrino o repetido.

Estos términos indeterminados llaman atención a las vacilaciones y contrasentidos del camino

épico y las dualidades encerradas en los personajes que lo recorren. Cada obra retrata figuras y

hazañas “temerarias,” por ejemplo. Con el Gran Capitán, Gabriel usa el vocablo primero como

censura; luego comprende que don Santiago personifica los valores más altos. Un caso

semejante ocurre en el episodio de los leones en la segunda parte de Don Quijote. Lo que don

Quijote dice al Caballero del Verde Gabán acerca de su “temeridad” en retar al rey de las

bestias explica con una lógica difícil de combatir la razón de sus acciones. Esta lógica, a su vez,

despeja bastantes dudas acerca de los motivos de otras acciones suyas al parecer insensatas.

Don Quijote sabe lo que hace aquí, y en muchas partes de su historia. Sólo hay que recordar

sus inolvidables palabras a su vecino Pedro Alonso al regresar de su primera salida:

Yo sé quién soy…, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce

Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos

todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías (pp. 63-64;

I; 5).

A causa de tantas analogías entre Don Quijote, La Numancia y los Episodios nacionales,

reforzadas por las semejanzas del lenguaje, su lógica sirve también para explicar los motivos y

hechos de otros personajes que parecen incomprensibles cuando juzgados desde dentro de los

términos impuestos por las conveniencias sociales.

Cuando don Diego de Miranda ve que don Quijote de veras va a acometer al león, le dice

en palabras parecidas a las de Gabriel al Gran Capitán que “la valentía que se entra en la

jurisdicción de la temeridad, mas tiene de locura que de fortaleza” (pp. 654-55; II; 17).

Después de su contienda con el león (que, “generoso,” no condesciende a salir de su jaula),

don Diego trata de descifrar, o categorizar, al caballero andante, pero es incapaz de resolver su

contradicción: “ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado,

elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto”. Don Quijote entiende su

confusión, y con tanta mesura que el Gran Capitán emplea para describir lo que es su deber,

don Quijote explica lo suyo:

—¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su

opinión por un hombre disparatado y loco?… porque mis obras no pueden dar

testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que

no soy tan loco… como debo de haberle parecido… Todos los caballeros tienen sus

particulares ejercicios… el andante caballero busque los rincones del mundo;

éntrese en los más intricados laberintos; acometa a cada paso lo imposible…. como

me cupo en suerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de

acometer todo aquello… que cae debajo de la jurisdicción de mis ejercicios; y, así,

el acometer los leones… derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad

exorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta

entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad: pero menos mal

será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y

toque en el punto de cobarde, que así… es más fácil dar el temerario en verdadero

valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía…(pp. 660-61; II; 17)

Si sus motivaciones no caben dentro de las expectaciones convencionales, no por eso dejan

de tener razón. Don Quijote sabe mejor que nadie sus obligaciones como caballero andante,

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

221

como el Gran Capitán sabe sus deberes como patriota; si mueren por sus ideales, sólo habrán

cumplido con el deber que les ha dado razón de ser. Por eso don Santiago no teme la muerte a

mano de los franceses, ni don Quijote en las garras del león. Don Diego reconoce la verdad

paradójica de los dichos y, por lo tanto, los hechos de don Quijote, y responde que “todo lo

que vuestra merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón” (pp. 660-61;

II; 17). La diferencia entre su primera reacción a don Quijote y la última prefigura el cambio de

actitud en Gabriel respecto al Gran Capitán. Los dos presagian la mudanza sorprendente,

progresiva y total en los sentimientos de Amaranta, y el orden social, por Gabriel.

Lo que sucede a la Condesa Amaranta, “Grande” de España se insinúa, con respecto a

Gabriel le transforma. Ella aprende lo que son el honor auténtico y la genuina virtud, y que

valen más que “todas las conveniencias, preocupaciones y artificiosas leyes de la sociedad” que

le han señalado a ella un linaje tan alto. A medida que su desdén por Gabriel cambia en

aprobación y afecto, ella se convierte de “viciosa grande” en “grande e ilustre que lo muestra

en la virtud, y en la riqueza y en la liberalidad” (p. 581; Don Quijote II; 6). El cambio radical

verificado en Amaranta entre La corte de Carlos IV, donde su inmenso poder le hace “la

intriga misma,” “el demonio de los palacios,” y La batalla de los Arapiles corre paralelo a las

vicisitudes de Gabriel que sube peldaño por peldaño de “humilde” a “rico y honrado” al final

de la serie. Los dos, madre y novio, buscan a su querida Inés. Amaranta, como Gabriel, tiene

que enfrentarse con “murallas inexpugnables,” que incluyen su familia y la alta sociedad, su

orgullo y, más que nada, su gran sentimiento de culpa. Su viaje personal es largo y penoso; su

victoria sobre las convenciones sociales, las seducciones del poder y sobre su propio ser se

premia con las virtudes de la humildad confortante, el amor de su hija y yerno, y un carácter

benévolo y liberal. Como Viriato, Amaranta baja para subir.

Gabriel hereda, o reencarna, cualidades de los héroes de La Numancia y Don Quijote de la

Mancha. Como ellos, o el Ave Fénix, su fin engendra nueva vida en muchas maneras. Sabio

encantador de sí mismo desde el primer capítulo de Trafalgar, el narrador, “cercano al

sepulcro,” se rejuvenece como “Lázaro llamado por voz divina” mediante una “maravillosa

superchería de la imaginación” (p. 184; 1). Este desdoblamiento embaucador de Gabriel en

anciano y joven subraya las dualidades y los vaivenes de su trayectoria. El intercambio entre

estas y otras oposiciones aparentes manifestado en la alternancia de las relaciones de

reciprocidad y antítesis, junto con la dinámica de los actos interdependientes de la escritura y la

lectura, produce el texto. Con estos iniciales juegos metaficticios, como en mucho más, la

primera serie revela innumerables similitudes con los textos cervantinos, y los dos autores

retratan situaciones y circunstancias al parecer universales a la condición humana.

La determinación de Gabriel de levantarse de la nada social, como su intrepidez en la

guerra, ambas batallas contra fuerzas que parecen imposibles de conquistar, culmina en un

triunfo tanto individual como nacional y emblemático. Lleva trazas del ánimo numantino junto

con la voluntad quijotesca. Las subidas y caídas, los trabajos y triunfos de su odisea espejan la

epopeya española en la Guerra de Independencia y la de cada persona, “humilde” o “grande”,

que busque su razón de ser fuera de los caminos andados por “todo el mundo”. Pero su

trayecto le somete a pruebas increíblemente duras, no sólo del cuerpo sino del alma. Aun

durante los lances más valientes en defensa de la Patria, las batallas interiores son al menos tan

brutales como las que toman lugar en la tierra. En el sitio de Zaragoza Gabriel pelea, recuerda

y narra unas de las más feroces y sangrientas contiendas de la guerra. Describe el estado del

ánimo de sus camaradas y el suyo a la vez que representa las luchas corporales, empleando

VIII Congreso Galdosiano

222

terminología que se aplica indistintamente a los dos. De este modo recalca los hondos paralelos

entre el combate dentro y fuera de los hombres.

En uno de sus relatos más detallados Gabriel dice de su compañía que “estábamos

delirantes, ebrios; nos creíamos ultrajados si no vencíamos, y nos impulsaba a las luchas

desesperadas una fuerza secreta, irresistible, que no me puedo explicar sino por la fuerte

tensión erectiva del espíritu y una aspiración poderosa hacia lo ideal” (p. 720; 22). Pero ni

esta fuerza secreta ni el ideal a que se aspira son del todo ejemplares, como se revela a

continuación de la escena:

Día horrendo, cuyo rumor pavoroso retumba sin cesar en los oídos del que lo

presenció, cuyo recuerdo le persigue, pesadilla indeleble de toda la vida. Quien no

vio sus excesos… ignora… el ideal del horror. Y no me digáis que habéis visto el

cráter de un volcán en lo más recio de sus erupciones, o una furiosa tempestad en

medio del Océano, cuando la embarcación… cae después al abismo vertiginoso;…

pues nada de eso se parece a los volcanes y a las tempestades que hacen estallar los

hombres, cuando sus pasiones les llevan a eclipsar los desórdenes de la naturaleza.

Era difícil contenernos. El combate tenía sobre todos una atracción irresistible, y nos

llamaba como llama el abismo al que le mira desde el vértice de elevada cima…

(…)

(…) la acción trabada en la bohardilla descendía peldaño por peldaño hasta

el sótano… Las voces de mando con que unos y otros dirigían los movimientos

dentro de aquellos laberintos, retumbaban de pieza en pieza con ecos espantosos.

(pp. 720-21; 23)

El combate parece cobrar vida propia, trocándose en una potencia avasalladora. En vez de

levantar el espíritu, el combate les arrastra al abismo, transformándoles en hombres capaces de

inventar las formas más terribles de la destrucción. “El ideal del horror” vuelve al revés todo lo

que se asocia con el concepto de lo ideal, y socava la gloria de las hazañas de los patriotas.

El descenso físico del campo de batalla se refleja en la bajada moral de los soldados que

atropellan cuerpos muertos, o vivos todavía, para seguir matándose en los sótanos de la

ciudad, y del alma que, endurecida, sólo alienta la pasión de matar. Gabriel dice, “recordando

una frase del mendigo cojo,” que “nuestra alma era toda balas” (p. 720; 23). Como explica en

otra escena,

Llegó un día en que cierta impasibilidad, más bien espantosa y cruel indiferencia se

apoderó de los defensores, y nos acostumbramos a ver un montón de muertos, cual si fuera un

montón de sacas de lana… La familiaridad con el peligro había transfigurado nuestra

naturaleza, infundiéndole… el desprecio absoluto de la materia y total indiferencia de la

vida. Cada uno esperaba morir dentro de un rato, sin que esta idea le conturbara.

Recuerdo que oí contar el ataque dado al convento de Trinitarios para arrebatarlo a los

franceses; y las hazañas fabulosas, la inconcebible temeridad de esta empresa, me parecieron

un hecho natural y ordinario. (pp. 716-17; 21)

Los sentimientos que Gabriel expresa sin duda no exageran la crueldad de una contienda tan

prolongada y sanguinaria. Aun así, aumenta su horror con lenguaje que antes empleaba en

escenas bien distintas para describir la valentía y las proezas heroicas. A medida que esboza la

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

223

fuerza inefable que empuja el espíritu hacia lo ideal, retrata su antítesis: los instintos salvajes de

seres insensibles para quienes la vida humana, incluso la suya, no vale nada. Lo que no sienten

Gabriel y sus camaradas no es natural; es una deformación despiadada de todo lo que distingue

a los humanos de los brutos. La “Historia” suele destacar lo admirable, declinando descender al

abismo de las almas desalmadas de hombres convertidos en bestias. Gabriel nos descubre

ambas caras, las dos inseparables del áspero y amenazante camino épico, aunque éste tenga

objeto tan loable como la defensa patriótica de la libertad nacional. Al contrario de las

emociones elevadas motivadas por las luchas conscientemente consagradas a valores más

grandes que un solo individuo, su viva representación de estas inconscientes, sañudas y casi

maquinales batallas armadas en circunstancias tan bárbaras agarra los sentidos, llenándolos con

un ardiente deseo de negar tan monstruosa realidad, como trata de hacer Gabriel, sin poderlo

conseguir.

Cuando el combate se desplaza a las regiones subterráneas de la ciudad, los soldados se

rebajan más aún. Gabriel cuenta que cuando los franceses empiezan a “minar el terreno,” los

españoles, “para impedirlo contraminamos, con objeto de volarles a ellos antes que nos volaran

a nosotros”. Usando piquetas, azadas y los propios cuerpos, los soldados de ambos lados,

rabiosos de perseguir al enemigo, penetran el laberinto de paredes y aposentos destrozados

debajo de las ruinas de la ciudad. Gabriel dice que “este trabajo ardoroso en las entrañas de la

tierra a nada del mundo puede compararse”. Su labrar obsesivo en condiciones tan inmundas

refleja la condición a que se reducen los soldados:

Parecíamos haber dejado de ser hombres, para convertirnos en otra especie de seres,

insensibles y fríos habitantes de las cavernas, lejos del sol… y de la hermosa luz. Sin

cesar labrábamos largas galerías, como el gusano que se fabrica la casa en lo oscuro

de la tierra y con el molde de su propio cuerpo…. y después de habernos batido y

destrozado en la superficie, nos buscábamos en la horrible noche de aquellos

sepulcros para acabar de exterminarnos.

…Todo aquello parecía una pesadilla, una de esas luchas angustiosas que a veces

trabamos contra seres aborrecidos en las profundas concavidades del sueño: pero

era cierto y se repetía a cada instante en diversos puntos. (p. 731; 27)

Lo que hacen contradice el orden natural, así como sus pasiones destructivas sobre la tierra

eclipsan cualquier desorden que pudiera crear la naturaleza. Pero es su deber como soldados y

patriotas. Para cumplirlo, llegan al borde de sacrificar más que la vida mortal.

Muchas de las palabras e imágenes de estas bárbaras escenas corresponden a las que

destacan de las descripciones en las otras obras de individuos y hechos, si no siempre elevados,

tampoco tan gráficamente repelentes como los pasajes de Zaragoza. Esta repetición con una

gran diferencia remacha de manera asombrosa la espeluznante ferocidad del combate de “los

numantinos de los tiempos modernos”. En esta oscura guerra en las profundidades de la tierra

y del sueño, los hombres se precipitan literalmente al nivel subhumano. Sin poder siquiera

ponerse en pie mientras abren nuevos pasajes a la muerte, se arrastran por las concavidades de

la tierra que moldean con los cuerpos, como si fabricaran sus propios sepulcros. Incapaces de

distinguir la noche del día, lo soñado de lo verdadero, esta guerra abismal mina su percepción

de la realidad exterior e interior, y quizás también lo que les queda de la conciencia.8

VIII Congreso Galdosiano

224

Gabriel sobrevive al sitio, en cuerpo y alma, pero su memoria conserva siempre el terrible

recuerdo como “pesadilla indeleble de toda la vida”. Zaragoza demuestra que la búsqueda de

lo ideal puede transfigurar al individuo en espejo de los valores más nobles, o en un ser sin otro

fin que la destrucción. Gabriel se aproxima al abismo en Zaragoza por otro camino que su

melancolía y auto desprecio en Napoleón en Chamartín, aunque en muchos respectos las

consecuencias son similares. Por cualquier vía que uno llegue a este “hoyo de la existencia”,

donde todo le es indiferente y no quiere o no puede “ir a ninguna parte”, “el hombre sin ideal”,

como Gabriel se describe desde ese otro abismo, no es “nada, absolutamente” (Napoleón en

Chamartín p. 565; 5). Las obras de Cervantes y Galdós parecen reconocer que a pesar de los

enormes peligros a la vida temporal y espiritual, el hombre que acepta el reto de la vida, que

busca lo ideal por temerario que sea, tiene razón de ser, quizás lo único a que se puede aspirar

en esta vida. Hasta con su muerte deja huellas de donde le han llevado sus pasos; deja huellas

de haber sido hombre, al fin, y no gusano.

Cuando concluye la primera serie, Gabriel ha subido a caballero en los ojos de la sociedad y

en los suyos, por su comportamiento sumamente honrado en la guerra como en todas sus

acciones personales. Ha seguido el único camino por lo cual los humildes pueden llegar a ser

grandes y, “adornado de las virtudes” descritas por don Quijote, recibe la alabanza que

“siempre fue premio de la virtud” (p. 581; II; 6). En su vida y andanzas don Quijote ejemplifica

las virtudes que pone por encima de todos los artificiosos de la sociedad. Sigue su ideal por el

camino que “le dicta su conciencia” (v.g. p. 295; I; 29), desafiando “el mundo entero”. Muere

dejando eterna memoria no sólo de uno que seguía el camino épico sin desviarse, sino de un

hombre “común” digno de imitar: “en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a

secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de

agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos

le conocían” (p. 1067; II, 84). En el último capítulo de La batalla de los Arapiles, Gabriel se

despide de nosotros, habiendo llegado

a la más alta ocasión de mi vida, cual fue el suceso de mis bodas, primer fundamento

de los sesenta años de tranquilidad que he disfrutado, haciendo todo el bien posible,

amado de los míos y bienquisto de los extraños. Dios me ha dado lo que da a todos

cuando lo piden buscándolo, y lo buscan sin dejar de pedirlo. Soy hombre práctico

en la vida y religioso en mi conciencia. La vida fue mi escuela, y la desgracia mi

maestra. Todo lo aprendí y todo lo tuve.

El parecido entre los dos caballeros tan bienquistos dentro y fuera de sus novelas se ve

desde el principio de sus novelas hasta sus conclusiones, sobre todo en las virtudes que

mantienen mientras andan por los caminos ásperos y estrechos que conducen al ideal, lleguen o

no a su destino en esta vida que se acaba. Don Quijote resucitó los ideales que dan

trascendencia a la vida, demostrando con la suya lo que puede ser un hombre, pequeño o

grande. Gabriel ha seguido en sus pasos, alcanzando “infinitos bienes”, según indica con las

bien conocidas palabras con que termina su humilde epopeya:

…viví y vivo con holgura, casi fui y soy rico, tuve y tengo un ejército brillante de

descendientes entre hijos, nietos y biznietos.

… si os halláis postergados por la fortuna, si encontráis ante vuestros ojos montañas

escarpadas, inaccesibles alturas…; si os halláis imposibilitados para realizar en el

mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes del corazón, acordaos

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

225

de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo. (La batalla de los Arapiles

p. 1185; 43)

Entre dichos discretos y hechos disparatados que todavía esconden verdades aunque sean

temerarias, don Quijote, hijo del entendimiento de Cervantes, da lugar a incalculables

descendientes como Gabriel que, con sus hijos, nietos y biznietos, sigue obrando según los

“hijos de tales padres”.

La Numancia evoca el Ave Fénix, espíritu inmortal de la independencia y la libertad.

Zaragoza culmina con la salamandra, imagen de la permanencia de España que ni el fuego

puede extinguir. Con simbolismo parecido por sus largas tradiciones mitológicas, estas figuras

arquetípicas son emblemáticas del ánimo y la tenacidad de perseguir a toda costa lo ideal, de

dar significación imperecedera a la vida y a la muerte, de los primeros “hijos de la fuerte

España” cuyos herederos incluyen don Quijote, el Gran Capitán, Gabriel Araceli, Zaragoza y,

sin lugar de duda, Cervantes y Galdós que, con sus letras por armas han forjado estas obras

únicas en que resplandece el indomable espíritu español.

Cuando don Quijote emprende su camino, guiado por el azar, o sea Rocinante, se reinscribe

dentro de la historia desde su primer paso, consciente de que las letras son lo que sobreviven,

aun si son las armas que las hacen posibles (“Discurso de armas y letras,” pp. 391-93; I; 38).

“Hablando consigo mesmo”, decía:

—¿Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera

historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando

llegue a contar esta mi primera salida… desta manera?”:…

—Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías,

dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para

memoria en lo futuro. (p. 42; I; 2)

Y somos nosotros ahora los lectores de los venideros tiempos, como han sido los que

venían antes y los que vendrán después de nuestro siglo. Todo lo que imaginó don Quijote es

poco en comparación con la fama que consiguió, el honor que llevó a su Patria, y la inspiración

que dejó a todos los que se atreven a buscar su ideal.

VIII Congreso Galdosiano

226

NOTAS

1 Don Quijote usa esta expresión en la Segunda parte del Quijote. Todas las citas de Don Quijote de la

Mancha, Partes I y II, vienen de la edición de Martín de Riquer, Barcelona, Juventud, décimo sexta

edición, 2003; se indican normalmente dentro del texto con página, parte y capítulo: 581; II; 6.

2 Véase en Don Quijote, Parte I: pp. 36-40, Cáp. 1; 62, Cáp. 5; en Parte II: pp. 1063-65, Cáp. 74; en

Napoleón en Chamartín, véase capítulo 9, passim.

3 Todas las citas de Galdós vienen de Federico Carlos Sainz de Robles, ed., Benito Pérez Galdós, Episodios

nacionales. Vol. I, primera edición, tercera reimpresión. 1979, Madrid, Aguilar, y se indican dentro del

texto con página y capítulo: pp. 655; 30.

4 Las citas de La Numancia vienen de Miguel de Cervantes Saavedra, La Numancia. Edición de Florencio

Sevilla Arroyo. 2001, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, CDU: 821.134.2-2” 15”,

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01305008611682944755802/p0000002.htm

Se indican dentro del texto por jornada, escena y versos: IV. 4. 524-26.

5 Al menos que se indique de otro modo, el énfasis puesto en los textos citados es mío.

6 El primer compendio “moderno,” y todavía hoy el más reconocido y “popular,” de fuentes y versiones

antiguas y modernas de mitos y de símbolos míticos desde Aristóteles hasta obras “contemporáneas” es

Thomas Bulfinch, Bulfinch’s Mythologies. Modern Library Paperback Edition, tercera reimpresión. New

York: Random House, 2004. Este tomo contiene los tres grandes volúmenes de sus ensayos, el primero y

más importante siendo The Age of the Fable, publicado originalmente en 1855. Esta obra fue reimpresa y

traducida cientos de veces antes del final del siglo XIX. Sobre el Fénix y la salamandra, véase Capítulo

36, “Modern Monsters,” pp. 286-92. Bulfinch incluye en su discusión del Fénix referencias al ave en

obras modernas, por ejemplo de Milton, El paraíso perdido. En su discusión de la salamandra incluye

una viñeta autobiográfica de Benvenuto Cellini sobre “su encuentro” como niño con el bicho cuya vista

puede llevar la buena o la mala fortuna. De enorme magnitud e interés son los estudios de Carl G. Jung

sobre el Fénix y la salamandra, arquetipos manifestados en muchas culturas. Además de analizar la gran

variedad de formas en que se manifiestan y su extensivo simbolismo tan central a muchas religiones y

prácticas de ambos continentes, en ancianos cultos orientales y occidentales, en prácticas cabalísticas y

alquímicas, entre muchos otros contextos, demuestra que estas figuras y su mitología frecuentemente se

mezclan, sirviendo funciones intercambiables como símbolos de transformación, de la inmortalidad, la

reencarnación, la resurrección, el fuego, la unión de opuestos, la circularidad eterna, etc. Ambos animales

míticos tienen una presencia insistente en los procesos de la “transformación” del individuo y de la

cultura fundamentales a las teorías de Jung. Por unas discusiones representativas, véase C. G. Jung,

Archetypes of the Collective Unconscious, Part I (1959). Trans. R.F. C. Hull. The Collected works of C.

G. Jung, Vol. 9i. Primera edición rústica, décima reimpresión. Bollingen Series XX. Princeton

University Press, 1990: “Concerning Mandala Symbolism,” esp. pp. 372-82. Véase también C. G. Jung,

Mysterium Coniunctionis (1963). Trans. R. F. C. Hull. The Collected works of C. G. Jung. Vol. 14.

Segunda edición, tercera reimpresión. Bollingen Series XX. Princeton University Press, 1976: “Parte V.

Adam and Eve,” pp. 382-456 passim.

7 La objeción de su sobrina recuerda lo que dice Amaranta en muchas escenas de por qué Gabriel no merece

a Inés. Pero su comportamiento ejemplifica la verdadera caballerosidad, hecho que en el fondo Amaranta

reconoce, precisamente en Napoleón en Chamartín. En capítulo 8 le dice: “tú tienes sentimientos nobles,

tú eres un caballero, aunque no lo parezcas; tú mereces mejor suerte; Dios no es justo contigo” (p. 576; 8).

Al final de la novela, después de vituperarle, tampoco puede negar su auténtico carácter honrado (p. 654;

29).

8 El penúltimo capítulo de la novela, después de escenas más atroces que las ya contadas, con la ciudad

completamente arruinada y al punto de la rendición inevitable y a la vez impensable, Gabriel, como los

otros pocos que de milagro todavía viven, está casi exánime y sin conocimiento. Cuenta que recuerda que

la pesada e infecta atmósfera de la ciudad me ahogaba, de tal modo que apenas podía andar. Por el

“¿Qué es el hombre sin ideal?”: Cervantes, Galdós y la lucha…

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camino encontré el mismo niño que algunos días antes vi llorando y solo… y además el infeliz metía las

manos en la boca, como si se comiese los dedos. A pesar de esto nadie le hacía caso. Yo también pasé con

indiferencia por su lado; pero después una vocecilla dijo algo en mi conciencia, volví atrás y me le llevé

conmigo, dándole algunos pedazos de pan. (p. 741; 29)

La función principal de esta viñeta sin duda es mostrar que Gabriel todavía conserva “la conciencia”

durante los trances peores, que es el caso no sólo en ese episodio sino en toda la serie. Quizás la

“vocecilla” que oye, y que suele identificar con Inés, le salva de perder el alma cuando tiene que

desempeñar tantos deberes abominables, hasta inhumanos en otro contexto.