DE CIDE HAMETE BENENGELI A SIDI EL HACH
MOHAMMED BEN SUR EL NASIRY:
LECCIONES CERVANTINAS DE AITA TETTAUEN
Hazel Gold
La publicación de Aita Tettauen en 1905 coincide con la celebración ese mismo año del
tercer centenario de la primera parte del Quijote.1 Con la redacción de numerosos volúmenes
de homenaje y a través de actividades auspiciadas por las principales instituciones culturales,
como la Real Academia Española, la Real Academia de la Historia y el Ateneo madrileño, la
figura del gran escritor siglodeorista y su obra maestra fueron sometidas a interpretaciones bien
diversas en el siglo nuevo. La falta de unanimidad por parte de la crítica erudita señala una
escisión profunda entre el cervantismo oficial, “protagonizado, casi siempre, por la gente
vieja”, y el quijotismo de la joven generación de escritores para quienes el enfoque en el
personaje del hidalgo manchego representa, “junto a una nueva estética, una nueva filosofía de
la vida y un nuevo concepto —o proyecto— de España” (Blasco, p. 120). En contraste con los
que buscaron ensalzar la figura de Cervantes como símbolo glorioso de la patria en un
momento de evidente extenuación, escritores como Unamuno y Azorín dotaron a don Quijote
de un nuevo perfil: símbolo de la disidencia ante el statu quo, paladín vitalista y heterodoxo de
la regeneración del país.
Cabe preguntar, pues, cómo y dónde se posiciona Galdós en este complicado panorama
cultural en el que el cruce de distintas promociones de escritores pronto adquirió fama de
conflictivo. Para evaluar lo que la plasmación de materiales cervantinos en Aita Tettauen
aporta a este diálogo ruidoso debemos tener en cuenta dos hechos: la presencia de alusiones e
intertextos cervantinos en todo el conjunto de las obras de Galdós y el significado de la fecha
1898 en la trayectoria galdosiana profesional. Esta novela hace uso de un gran repertorio de
recursos —nombres, personajes, situaciones y estrategias narrativas— los cuales declaran sin
lugar a dudas la gran deuda del autor para con la magna obra cervantina. La comparación
explícita de Juan Santiuste con “un Don Quijote en la flor de su edad (veinticinco años),
caballero en un Rocinante desmedrado por la mala vida más que por los años” (Aita Tettauen
p. 60) y su percepción de Lucila como una dama labriega que “se le presentaba como Dulcinea
del Toboso” (AT, p. 104), así como la revista que pasa don Bruno Carrasco (nótese el calco
del apellido) a los periódicos contemporáneos (AT, p. 35) y la aparición de un narrador árabe
engañoso, plantean una clara homología con la novela cervantina.2 Compuesta pocos años
después de la aventura malograda del 98, en esta ocasión la reinscripción galdosiana de su
texto precursor adquiere un cariz fuertemente politizado. Análogamente a la exploración en los
escritos de Cervantes de las cambiantes estructuras sociales, políticas y económicas del imperio
habsburgo en el paso del siglo diecieséis al diecisiete, Aita Tettauen hace una autopsia de esa
“remesa de imperialismo casero y modestito” (AT, p. 32) que es la guerra de Marruecos de
1859-1860, una guerra cuyas semejanzas con eventos mucho más recientes para Galdós son
imposibles de perder de vista.
Ya es un tópico de la crítica decir que la sombra de Cervantes planea sobre los escritos
galdosianos desde los comienzos de su producción. Si bien el tercer centenario de 1905
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impulsó a una revalorización del papel histórico de Cervantes y el valor simbólico de su obra,
Galdós ya había emprendido semejante indagación en pleno siglo diecinueve.3 Las referencias
al Quijote como inspiración temática y modelo estructurante de su ficción pueden rastrearse
fácilmente aun en sus obras más tempranas. Pensemos, por ejemplo, en el choque entre la
imaginación desenfrenada y la realidad empírica en la novela fantástica La sombra; o la
confusión metaficticia de la vida con la lectura del folletín en el humorístico cuento “La novela
en el tranvía”; o la transformación de Santorcaz, en Bailén, en una suerte de caballero andante
que atraviesa alucinadamente los campos de la Mancha. Rodolfo Cardona ha notado que la
carrera de Galdós, desde su inicio hasta su fin, está puntuada por la publicación de ensayos
sobre Cervantes, desde su juvenil parodia “Un viaje redondo en torno al bachiller Sansón
Carrasco” (1861) al tardío artículo titulado “El Toboso” (1915), una curiosa mezcla de
recuerdos autobiográficos y una relectura de un episodio de la segunda parte del Quijote
(“Cervantes y Galdós” especialmente pp. 189, 194, 205).4 De hecho, no puede ser más
acertada la observación de Rubén Benítez que el Quijote es la metáfora intertextual más
destacada en toda la producción galdosiana (p. 132; 159n14).
Por otra parte, la fecha 1898 tiene para Galdós una relevancia a la vez histórica y literariobiográfica.
En ese año que marca la conclusión ruinosa de los esfuerzos españoles por suprimir
la insurrección cubana, España sufre la derrota de sus fuerzas armadas a manos de los Estados
Unidos en una guerra mal concebida y peor dirigida. Ante su vencimiento y la subsiguiente
pérdida de todas sus restantes colonias (salvo Ceuta y Melilla) la estructura política de la
Restauración es revelada ser una casa de naipes cuya retórica huera ya no la puede sustentar.
Pero 1898 también representa el momento cuando Galdós vuelve a la composición de los
Episodios nacionales después de un hiato de 20 años. ¿Por qué? Posiblemente, como algunos
han especulado, por razones de exigencia económica; más seguramente, creo, por la
oportunidad que le ofreció el cultivo del género de la novela histórica para reflexionar sobre
los muchos problemas subyacentes al llamado “Desastre”: una crisis de liderazgo, la endémica
corrupción política y una incipiente ruptura entre los intelectuales públicos y el poder del
Estado español (Serrano, p. 94). Semejante reflexión, claro está, no es nada nuevo en Galdós;
aun antes del fatídico año 98 Galdós había especulado imaginativamente sobre el futuro
desarrollo problemático de su país en las “Novelas españolas contemporáneas”. Por lo que
podemos decir que Galdós se ha adelantado doblemente a la intelectualidad finisecular: no sólo
encarna la mentalidad crítica de un “noventayochista desencantado antes del 98” (Bly, pp. 119-
20) sino que antecede por varias décadas el boom de estudios cervantinos fomentado por el
tercer centenario. En los umbrales del nuevo siglo, el Quijote representa para Unamuno,
Azorín, Maeztu y sus contemporáneos un auténtico descubrimiento; lo toman como punto de
partida para desenvolver una nueva aproximación filosófica al problema de la identidad
nacional. Para Galdós, este encuentro con las creaciones de Cervantes no es nada novedoso.
Aita Tettauen tiene que verse como otro hito más en ese largo proceso creativo, iniciado con
sus primeros escritos periodísticos y literarios, para entender y aplicar las lecciones de
Cervantes a la novela realista y a la historia nacional.
El Cervantes que Galdós recupera en este episodio no es sólo el novelista innovador o el
humorista festivo. Más que nada, es un observador, por turnos satírico y melancólico, que
contempla la decrepitud de un vasto imperio transatlántico.5 Las confusiones identitarias que
caracterizan los personajes cervantinos no son simplemente un reflejo estético de la
epistemología barroca (es decir, la naturaleza y el conocimiento inciertos de una realidad que
fluctúa entre el engaño y el desengaño), sino que son constitutivos de aquellos “sujetos
contradictorios,” para usar el término de George Mariscal, que pueden eludir la vigilancia de
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los poderes hegemónicos del Estado y la Inquisición. Apoyándose en disfraces y
representaciones que crean una confusión carnavalesca de géneros, razas y creencias, el sujeto
móvil retratado en las narrativas de Cervantes transgrede la Ley. Rehusando la interpelación a
conformar, social y teológicamente, a un modelo de españolidad arraigado en la ideología
católica de la Contrarreforma, los personajes cervantinos cruzan fronteras geográficas,
nacionales y religiosas. Obras como el Quijote, Los trabajos de Persiles y Sigismunda y las
Novelas ejemplares están pobladas de gitanos, indios, piratas franceses, renegados calabreses,
moros y moriscos, además de travestidos e individuos que viven y viajan bajo identidades
asumidas falsamente. Representan la otredad de figuras marginalizadas cuya hibridez cultural
refuta el mito oficial de una nación homogénea (de Armas Wilson, p. 52). Éste es el Cervantes
que Galdós recupera en Aita Tettauen cuando compone una novela que refracta a través de la
óptica del conflicto marroquí de 1859-1860 la bancarrota militar y moral puesta al descubierto
por los eventos históricos acaecidos al fin del siglo diecinueve y no tan desemejante del
desmoronamiento imperial que vemos preludiado en la novela cervantina. Analizando la
espinosa cuestión de la identidad nacional a través de personajes representativos de los hilos
judío y musulmán con los que se tejió el pasado español, Galdós complica su narrativa con una
serie de disimuladores que pasan por ser algo, o alguien, que no son en realidad. Como señala
Barbara Fuchs en su estudio de textos cervantinos, el fenómeno de “pasar” presenta un reto a
la formación de un sujeto normativo y así revela la ficción de una identidad nacional colectiva
basada en la transparencia y la homogeneidad (Fuchs, p. 20). En contraste con personajes
como Rosalía Bringas o Isidora Rufete en las “Novelas españolas contemporáneas”, cuyas
tentativas por pasar se basan en un performance imitativo de clase social, en Aita Tettauen
tanto los personajes principales como los secundarios llevan vidas dobles que, justamente
como en Cervantes, confunden su identidad étnica y religiosa. Gonzalo Ansúrez se enmascara
como el próspero marroquí, el Nasiry; Torres se presenta como un renegado muslim, el Gazel;
Juan Santiuste se transforma sucesivamente en Yahia o Juan el Pacificador. Estos casos de
hibridez —españoles que pasan por africanos, cristianos que pretenden vivir como
musulmanes—6 ejemplifican la contingencia de formas sociales, algo que Galdós ya había
señalado en las “Novelas españolas contemporáneas”, a la vez que desestabilizan la definición
de quién y cómo es el sujeto español.
Aita Tettauen, la sexta novela de la cuarta serie de Episodios, se divide en cuatro partes que
ofrecen un recuento multiperspectivista —muy a lo cervantino— de la historia de Santiuste, un
personaje extravagante cuyas acciones y palabras a la vez parecen “resplandores divinos” y
“disparates manifiestos”. La primera parte, relatada por un irónico narrador omnisciente que se
describe como “historiador”, tiene lugar en Madrid durante octubre y noviembre de 1859 en el
seno de la familia de Lucila Ansúrez y su marido Vicente Halconero. Cuenta la declaración de
hostilidades de O’Donnell contra Marruecos y el fervor patriótico del pueblo, una alusión
obvia al entusiasmo de los españoles ante los preparativos para la guerra norteamericana:
“nadie dudaba del triunfo” (AT, p. 33). Esperando ver que “España entraría en Marruecos por
una punta y saldría por otra, no dejando títere ni moro con cabeza en todo el imperio” (AT,
p. 13), muchos españoles se prestan al juvenil entusiasmo personificado por el joven Vicentito
Halconero. La demostración más exagerada de sentimiento patriótico, sin embargo, pertenece
a Juan Santiuste quien, según nos recuerda Lucila, “es loco” (AT, p. 20). Mientras Jerónimo
Ansúrez, maravillado de la sagacidad política de O’Donnell, se pregunta si será efectivo como
general en jefe del ejército español en Marruecos, Santiuste no puede ver en su campaña
militar sino el renacimiento de la grandeza histórica encarnada en los diseños imperiales
de antaño:
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¡Qué gloria ver resucitado en nuestra época el soldado de Castilla, el castellano Cid,
verle junto a nosotros y tocar con nuestra mano la suya... Vemos en manos del
valiente O’Donnell la cruz de Las Navas, y en manos de los otros caudillos la espada
de Cortés, el mandoble de Pizarro y el bastón glorioso del Gran Capitán. Las sombras
augustas del Emperador Carlos V y del gran Cisneros nos hablan desde los negros
muros de Túnez y de Orán. La epopeya, que habíamos relegado al Romancero, vuelve
a nosotros trayendo de la mano la figura de aquella excelsa y santa Reina... que nos
señaló el África como remate y complemento del solar español… (AT, p. 24)
Santiuste concluye su perorata anunciando “Del Pirineo al Atlas, todo será España”
(AT, p. 24).
El mismo narrador-cronista relata la segunda parte de la novela, que cubre el período desde
noviembre de 1859 a enero de 1860 y describe la embarcación de las tropas españolas de Cádiz
y la llegada de Santiuste a Ceuta. En su papel de reportero del conflicto marroquí acompaña a
las tropas en su marcha hacia el valle de Tetuán. Observando de primera mano las
consecuencias mortales del encuentro de los soldados españoles con los árabes, este “poeta
militar” convertido en “desengañado poeta” y “extenuado cronista” se topa con su colega
Pedro Antonio de Alarcón, autor del Diario de un testigo de la guerra de África y la
personificación de un nacionalismo belicoso e irreflexivo. Santiuste adopta una posición mucho
más moderada: “Mi misión aquí no es hacer la historia, sino contarla. Soy español de paz, por
no decir moro de paz” (AT, p. 61). De este modo comienza la transformación de Santiuste, ya
prefigurada en la primera parte de la novela. En Madrid cuando estalla la guerra, Jerónimo
Ansúrez había afirmado que “el moro y el español son más hermanos de lo que parece. Quiten
un poco de religión, quiten otro poco de lengua, y el parentesco y aire de familia saltan a los
ojos. ¿Qué es el moro más que un español mahometano? ¿Y cuántos españoles vemos que son
moros con disfraz de cristianos?” (AT, p. 13). Para don Jerónimo, “esta guerra que
emprendemos es un poquito guerra civil”; el abismo entre un vasco que lucha por el carlismo y
un andaluz que se sacrifica en la trampa colocada para los liberales Torrijos y Gonzáles
Moreno es más grande que el que existe entre “el malagueño y el berberisco que ahora van a
pelearse por una brizna de honor” (AT, p. 14). En la segunda parte de la novela, cuando
Tetuán cae en manos de los españoles, el delirante Santiuste, como ya lo había soñado antes,
se viste de ropa al estilo árabe. Llamándose ahora Juan el Pacificador, entra a la ciudad donde
se encuentra con quienes simbolizan un resto superviviente del pasado español, a saber, la
comunidad sefardita que sigue hablando la lengua judeo-española.
La parte tercera de Aita Tettauen reemplaza al narrador omnisciente con las cartas escritas
por Sidi el Hach Mohammed ben Sur el Nasiry a su mecenas Sidi el Hach Mohammed ben
Iaher el Zebdy. El Nasiry explica sus objetivos —“[esta guerra] se refiere con verdad y
estimación natural de todos los hechos presenciados por el narrador” (AT, p. 119)— aunque al
declarar que los musulmanes son victoriosos contradice todo lo referido en la parte segunda
sobre el éxito militar de los españoles. Cervantes ya había preparado a los lectores galdosianos
para este giro narrativo cuando elaboró la paradoja irresoluble de Cide Hamete Benengeli;
Benengeli insiste que su historia es verdadera pero el narrador-transcriptor, que halla su
manuscrito y lo hace traducir del árabe al castellano, mantiene que los árabes son todos
mentirosos. En Aita Tettauen Galdós complica aún más este juego cervantino: el Nasiry es en
realidad Gonzalo Ansúrez, quien ha vivido largos años en Tetuán con sus tres mujeres
dedicándose a un negocio próspero y llevando una vida pública como hombre principal de la
comunidad musulmana. La supuesta sinceridad del Nasiry cuando escribe a su protector el
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Zebdy y la aparente autenticidad estilística de sus cartas contrastan con el retrato mucho más
ambiguo pintado por Vicentito Halconero de su tío en la primera parte: “Tú sabrás si se hizo
mahometano de verdad, o de comedia, con el aquel de sonsacar los secretos de la morería y
contárselo todo al Gobierno español” (AT, p. 15). Aunque herido y delirante, Santiuste tiene
uno de esos momentos privilegiados de lucidez que gozan los cuerdo-locos; viendo más allá
del disfraz del Nasiry, proclama el aparente desatino que “Tú no quieres la guerra, ni bajarás
con arma homicida al campo de O’Donnell, porque en el campo de O’Donnell está tu
hermano” (AT, p. 132). Y es así, porque su hermano, Leoncio Ansúrez, de hecho es miembro
del ejército regular. Los capítulos finales de esta sección narran las pérdidas sufridas por las
fuerzas marroquíes, el colapso del orden civil (con repercusiones especialmente violentas en el
barrio judío de Tetuán) y los amores entre “el mentiroso profeta Yahia”, como el Nasiry le
llama a Santiuste, y Yohar la judía.
En la cuarta y última parte de la novela, situada en Tetuán durante enero y febrero de 1860,
el narrador omnisciente vuelve para completar su historia de la ocupación española de la
ciudad y continúa refiriendo la aventura de Santiuste y Yohar. La novela concluye en el
momento en que el Nasiry le confiesa a Santiuste su engaño, pidiéndole que guarde su secreto
porque está maldispuesto a renunciar la posición que ha ganado en la sociedad marroquí a
fuerza de su “cabal asimilación del islamismo por el lado religioso, por el civil y moral”
(AT, p. 203). El simulado renegado confiesa, paradójicamente, que a estas alturas “no puedo
renegar de mi estado” (AT, p. 201).
A pesar de los argumentos avanzados por algunos lectores de esta obra,7 no estoy
persuadida de que con la resolución de Aita Tettauen Galdós siga creyendo en la posibilidad de
una síntesis o reconciliación armoniosa entre los diversos sujetos religiosos, étnicos o
lingüísticos que integran la nación española, hasta si llega a reinar una paz oficial. Ningún
personaje se presenta enteramente solidario con el ideal de una confraternidad de pueblos
cuyas diferencias han sido borradas y que viven juntos bajo una sola bandera nacional. Por muy
enamorado que esté el quijotesco Santiuste de la judía Yohar, rechaza la conversión requerida
para casarse con ella. El mismo Gonzalo Ansúrez, aunque no abandona su travestismo cultural
y sigue pasando por su nombre asumido el Nasiry, no vacila en criticar las leyes de su patria
adoptiva y la barbarie fanática de su patrocinador el Zebdy. Aunque su propia casa se ha vuelto
un “refugio maternal” para moros, cristianos y judíos, se da cuenta de que no es fácil que esta
clase de coexistencia pacífica se logre en un Marruecos gobernado por España: “conquista
personal es lo que yo he realizado, y no hay otra manera de penetrar en esta salvaje familia.
Los españoles no imitarán en conjunto mi obra, y por no imitarme no serán nunca dueños de
Marruecos, a pesar de estas guerras y de estas batallitas vistosas” (AT, p. 203).
A la vez que deja que sus personajes confundan las categorizaciones rígidas de
nacionalidad, raza y religión, Galdós en Aita Tettauen arguye por el necesario reconocimiento
de la diferencia: no sólo el papel que ha desempeñado en el pasado de la nación sino también la
función que puede seguir jugando ahora y en el futuro. La visión de Galdós es a mi ver tanto
más significativa cuanto que los escritores e intelectuales de 1898, por fuerte que sea su
condena del marasmo actual, en realidad no sometieron a una revisión crítica el concepto de lo
que es la nación española. Como ha observado Eduardo Subirats:
Ninguno de los grandes nombres asociados con la crisis de 1898 cuestionó los valores
generados a partir de la expansión imperial del cristianismo de Granada a Tenoxtitlán
y Cuzco. Por el contrario,... autores tan diversos como Menéndez Pelayo, Ganivet,
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Valera, Unamuno u Ortega resucitaron, con sólo variaciones tonales, los valores
fundamentales del nacionalismo católico de 1492... El quijotismo fue elevado a mito
nacionalizador” (Subirats, p. 327).
Rodeado por un ambiente intelectual en el que se reforzaron “los usos castizos de la lengua
y los mitos de identidad nacional” (Subirats, p. 334), Galdós ofrece por el contrario una
alternativa pluralista, como otrora encontramos en las narrativas cervantinas. El narrador
principal nota que O’Donnell, imitando a Napoleón III, pensaba en su campaña militar al norte
de África como “un medio de integración de la nacionalidad” (AT, p. 32). La verdad, sin
embargo, es otra; la invasión de Marruecos puso en contacto a sefardíes, musulmanes y
católicos sin lograr jamás su amalgamación; más bien subrayó su disgregación. La expedición
africana recreada en Aita Tettauen refleja una España heterogénea cuya política extranjera e
interior sigue montándose sobre una definición exclusivista y excluyente de la identidad
nacional que, en fin de cuentas, nunca puede hacerse realidad. Seguramente Cervantes se
habría divertido muchísimo de esta tremenda ironía galdosiana.
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NOTAS
1 Galdós dedicó los meses entre octubre de 1904 y enero de 1905 a la composición de Aita Tettauen. Los
preparativos para la conmemoración del Quijote, oficialmente celebrada del 7 al 9 de mayo de 1905,
habían empezado ya en 1903, espoleados por un artículo de Mariano de Cavia en El Imparcial en que
conceptuó tal celebración como una “fiesta fraternal” que estrechara los lazos entre España y
Latinoamérica. Para una descripción de las actividades y tributos patrocinados por el gobierno, véase
Soria pp. 88-89. En una carta a Francisco Grandmontagne, publicada en La Prensa (Buenos Aires) el 9
de mayo de 1905, Galdós efectivamente celebró la universalidad del Quijote para todo el mundo
hispanohablante, elogiándolo como parte de “la evolución vital del saber y del sentir pan-hispánico”
(citado en Boo, p. 123).
2 Welsh comenta que la influencia de Cervantes sobre la literatura posterior puede manifestarse en dos
recursos manejados por los autores: el héroe quijotesco o el método cervantino de narrar. Raras veces,
dice Welsh, aparecen los dos en un solo texto: “In truth, allegiances to the method and to the hero have
generally been divided, as novelists and their critics have been engaged with the formal and philosophical
problems of realism or with justice... Only very exceptional novels, original in their own right, draw upon
both lessons from Cervantes” (p. 80). La originalidad de Aita Tettauen en parte se basa en el hecho que
Galdós incorpora ambas facetas a su texto.
3 Galdós no es el único novelista de su promoción que recurre al Quijote aunque sí el que mayor provecho
saca de sus lecturas de Cervantes. Sobre la trascendencia del Quijote para todo el siglo diecinueve, véase
los estudios de Montero Reguera y Romero Tobar.
4 En su artículo “Cervantes y Galdós” Cardona discute detenidamente el ensayo galdosiano “El aniversario
de Cervantes (1616-1868)”, publicado por primera vez el 23 de abril de 1868 en La Nación y reimpreso
con sólo unos pequeños cambios en Vida nueva en 1898. El texto completo de este ensayo y de otro más
breve, “La patria de Cervantes”, que apareció sin firma en La Nación el 24 de abril de 1868, han sido
recogidos en Goldman, “Galdós and Cervantes: Two Articles and a Fragment”. Asimismo se puede
consultar el texto íntegro de “Un viaje redondo en torno al bachiller Sansón Carrasco” en Berkowitz,
“The Youthful Writings of Pérez Galdós”. Cardona reproduce el tardío artículo “El Toboso”, junto con
relevante correspondencia personal dirigida al escritor canario,” en “Un olvidado texto de Galdós”.
5 En su artículo “El aniversario de la muerte de Cervantes (1616-1868)” Galdós recuerda: “A la muerte de
Cervantes la decadencia era ya tan notoria, que la conocían casi todos los escritores sensatos de la época,
aunque pocos la manifestaban. En 1616, todos los espíritus observadores e imparciales comprendían
nuestra ruina, ruina pronta…” (citado en Goldman, p. 101).
6 Debe señalarse que en el próximo episodio de la cuarta serie, Carlos VI en la Rápita, Santiuste se disfraza
también de judío.
7 Véase, por ejemplo, la defensa del ecumenismo utópico galdosiano en los estudios de Schraibman y Cohen.
En su análisis Cohen asevera que la lección de esta novela es que sólo se realizará una época de paz y
amor cuando se superen las lealtades fanáticas a los sistemas políticos y religiosos, cuando todos —moros,
cristianos y judíos— vivan juntos bajo una moral omnicomprensiva. La siguiente cita de Schraibman
tipifica esta posición crítica: “Galdós traza al español colonizando, al moro defendiéndose, y al judío en el
medio. Y, estos textos demuestran que Galdós opta por una paz informada. Hay varias referencias a
castas, y a la necesidad de eliminarlas por fin... Y es por ello que Galdós juega con la identidad de los
personajes disfrazándolos, y cambiándolos para eliminar las diferencias de casta y patria. La enseñanza de
Galdós es parecida a las reveladoras palabras de don Américo” (p. 68). No hay duda de que esta visión
reconciliadora atribuida a Galdós sigue muy de cerca el concepto de una convivencia ideal expuesta por
Américo Castro. Pero esto es olvidar que en Aita Tettauen no se establece un paralelo entre la guerra de
Marruecos y un lejano medioevo caracterizado por la coexistencia pacífica de sus habitantes diversos. Al
contrario, Galdós esboza un paralelo entre dos campañas imperiales —la del siglo dieciséis al diecisiete y
la de 1859-1860 (y, por extensión, la aventura colonial todavía más patética de 1898).