LA HERENCIA MÍTICA DE GALDÓS EN DIARIO DE
UNA MAESTRA DE DOLORES MEDIO: MÁXIMO SÁENZ
E IRENE GAL COMO REACTUALIZACIÓN EXPLÍCITA
DE UNA PAREJA GALDOSIANA
Mónica Mª Martínez Sariego
Se ha dicho que en Galdós la manera particular de situarse un personaje frente a la realidad
adquiere a menudo una connotación de índole simbólica que se expresa mediante
configuraciones de carácter mitológico,1 entre las que, como ha puesto de relieve Smith (1990,
2005: 89-108), desempeña un papel primordial la historia de Pigmalión, el escultor chipriota
que se enamora de su obra.2 El amigo Manso (1882), que responde a los mitemas básicos en
que ésta se desglosa, sería, en este sentido, una de las obras en las que, aunque de forma
subrepticia, se expresaría el mito. Esta lectura es legítima si seguimos la estética de la
recepción, que entiende el texto como depósito de claves que se ofrecen al lector para el juego
interpretativo; pero no debe olvidarse que en El amigo Manso el mito grecolatino, al contrario
de lo que sucede en La familia de León Roch (1878), no se hace nunca explícito, y que,
además, Máximo modela a Irene tan sólo en su fantasía. Validar la consideración de la obra
como re-escritura mítica es, con todo, una de las tareas que emprende Dolores Medio en
Diario de una maestra (1961), pues, al novelar una experiencia verídica de amor y pedagogía,
con objeto de encubrir la identidad de los protagonistas bajo nombres ficticios, recurre al texto
galdosiano para bautizarlos. Máximo Sáenz e Irene Gal, por sus nombres de pila, sus
respectivas condiciones de profesor de filosofía y maestra de enseñanza primaria, y por el
mantenimiento de una relación afectiva paternalista y protectora en exceso, constituyen una
reelaboración contemporánea de la pareja decimonónica, y, pese a su final fracaso, actualizan y
explicitan a lo largo de la obra el mito de Pigmalión, que en el texto galdosiano existía tan sólo
de manera implícita.
El amigo Manso: la empresa fracasada de un nuevo pigmalión
Perfil psicológico de Manso
En el momento de comenzar el relato de las peripecias de su existencia vemos a Máximo
Manso, protagonista de la novela, abstraído del mundo, dedicado por completo al ejercicio de
la cátedra de filosofía que acaba de alcanzar, sumido, por ende, en la esfera de las ideas
especulativas y llevando una vida celibataria, “fácil línea recta” a la que conducen su sobriedad
y su conducta ejemplar. La autodescripción del profesor en el segundo capítulo de la obra no
hace más que aclarar la filiación del personaje, que, por su apariencia y su habitual proceder,
por la querencia, además, que dice haber mostrado desde siempre “a los trabajos especulativos,
a la investigación de la verdad y al ejercicio de la razón” (147),3 bien pudiera pasar por
arquetipo del hombre krausista:
Ocupándome ahora de lo externo diré que en mi aspecto general presento, según me
han dicho, las apariencias de un hombre sedentario, de estudios y de meditación. Pero
antes que por catedrático, muchos me tienen por letrado o curial, y otros, fundándose
La herencia mítica de Galdós en Diario de una maestra…
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en que carezco de buena barba y voy siempre afeitado, me han supuesto cura liberal o
actor, dos tipos de extraordinaria semejanza. (...) La miopía ingénita y el abuso de las
lecturas nocturnas en mi niñez me obligan a usar vidrios. Por mucho tiempo gasté
quevedos, uso en que tiene más parte la presunción que la conveniencia; pero al fin he
adoptado las gafas de oro, cuya comodidad no me canso de alabar, reconociendo que
me envejecen un poco. Mi cabello es fuerte, oscuro y abundante; mas he tenido
singular empeño en no ser nunca melenudo, y me lo corto a lo quinto, sacrificando a
la sencillez un elemento decorativo que no suelen despreciar los que, como yo,
carecen de otros. Visto sin afectación (...). Ya dije que mi salud es preciosa, y añado
ahora que no recuerdo haber comido nunca sin apetito (...). No necesito añadir
que personalmente me tienen sin cuidado los progresos de la filoxera, pues mis
bodegas son los frescos manantiales de la sierra vecina. (...) Otra pincelada: no fumo
(148-150).
Se trata, en líneas esenciales, de un esbozo donde se pinta al hombre ejemplar modelado por
Sanz del Río y Giner. Austero en todo, moderado, higienista, correcto y no bohemio, sin
vicios, con la poca imaginación de quien se guía siempre por la razón y ha sabido sofocar
“pasioncillas” y “apetitos”, Manso se complace en llevar una vida de absoluta regularidad: “El
método reina en mí y ordena mis actos y movimientos con una solemnidad que tiene algo de
las leyes astronómicas” (156-157). Se congratula, pues, de su carácter templado, de la
condición subalterna de su imaginación y de su espíritu observador y práctico, que le permite
tomar las cosas como son y tener siempre tirantes las riendas de sí mismo. Que no ofrece una
imagen distorsionada de su persona nos lo confirma, ciertamente, doña Javiera, madre de su
discípulo, Manolo Peña, para quien Manso constituye un dechado de virtudes:
No conozco otro ejemplo, Sr. de Manso —me dijo—. ¡Un hombre sin trapicheos, sin
ningún vicio, metidito toda la mañana en su casa; un hombre que no sale más que dos
veces, tempranito a clase, por las tardes a paseo, y que gasta poco, se cuida la salud y
no hace tonterías...! Esto es de lo que ya se acabó, Sr. de Manso. Si a usted le debían
poner en los altares... ¡Virgen!, es la verdad, ¿para qué decir otra cosa? Yo hablo
todos los días de usted con cuantos me quieren oír y le pongo por modelo... Pero no
nacen de estos hombres todos los días (159).
Pero el catedrático, en contrapartida, aun puesto por el autor en situación de constatar que
sólo la experiencia intransferible de cobrar carne mortal puede dar sentido al mundo y que el
dolor constituye la única forma de amar y de vivir, conserva, salvo, tal vez, al final, un aire de
irrealidad que lo mantiene al margen de la corriente turbulenta de la vida y que le impide juzgar
con precisión la índole de sus circunstancias. Según su hermano José María, su alumno Peñita,
su amada Irene y doña Cándida, son precisamente las metafísicas, las costumbres y el aspecto
sacerdotal de los que tanto se enorgullece los que lo convierten en un ser insignificante e inútil,
en un “pobre hombre”,4 en un “sosón”.5 Manuel Peña, el hombre de acción, en un famosísimo
parlamento, síntesis certera de las mayores debilidades de Manso, le espeta despiadadamente:
—Usted no vive en el mundo, maestro (…). Su sombra de usted se pasea por el salón
de Manso; pero usted permanece en la grandiosa Babia del pensamiento, donde todo
es ontológico, donde el hombre es un ser incorpóreo, sin sangre ni nervios, más hijo
de la idea que de la historia y de la Naturaleza; un ser que no tiene edad, ni patria, ni
padres, ni novia (259).6
VIII Congreso Galdosiano
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El idealista, ángel que desdeña ser hombre para guardar las puertas del Paraíso mientras
otros comen el fruto, es inmisericordemente juzgado por el hombre práctico, que,
apercibiéndose de su condición espectral, le ofrece una fiel imagen de su ser desencarnado e
incorpóreo. Estas cualidades, que al final asumirá Manso con tristeza, se expresaban ya sin
reticencia alguna desde las primeras palabras de la novela, cuando Manso nos decía: “Yo no
existo”.7 Como Pigmalión, pues, Manso vive encerrado en su taller, aislado del mundo y sin
mujer.
Manso: escultor de almas
Pero la existencia de Manso, sometida al más riguroso método, planificada en
absolutamente todos los detalles, se verá alterada no ya por su mudanza a una calle donde no
faltaba “ningún desagradable ruido” (158), ni siquiera por la presencia de Peña, su discípulo,
que le decepciona al preferir la oratoria y todo aquello con aplicación actual e inmediata en vez
de las altas especulaciones intelectuales, sino por la del loco amor, que le trastorna y
desarticula su vida. Gullón condensa en un sorprendido interrogante la reacción habitual del
lector llegado este punto de la narración: “¿Cómo? ¿El razonable, el metódico Manso, el
hombre de vida regulada, el insensible a cuanto no sean ideas y creencias, se dejará arrastrar
por el sentimiento y pasará las horas muertas insinuando tímidas galanterías a una muchacha de
ojos bonitos?” (1970: 66-67). Ahora bien, para Manso, Irene, la amada, que es apenas una niña
cuando se conocen, más que un par de ojos bonitos, más, incluso, que una muchacha
silenciosa, pálida y romántica que, por su pobre vestido y su deforme sombrero, conmueve su
corazón caritativo, constituye, desde el comienzo, un ideal de inteligencia femenina:
Me parece que la estoy mirando junto a mi mesa escudriñando libros, cuartillas y
papeles, y leyendo en todo lo que encontraba. Tenía entonces doce años y en poco
más de tres había vencido las dificultades de los primeros estudios en no sé qué
colegio. Yo la mandaba leer, y me asombraba su entonación y seguridad así como lo
bien que comprendía lo que leía, no extrañando palabra rara ni frase oscura. Cuando
le rogaba que escribiese, para conocer su letra, ponía mi nombre con elegantes trazos
de caligrafía inglesa, y debajo añadía: catedrático (180).
Aunque no descarta que la influencia nociva del medio pueda llegar a echarla a perder, se
figura a Irene, ya desde entonces, como el esbozo de una mujer hermosa, honesta e
intelectualmente bien dotada. Cuando más tarde sepa que unas señoras extranjeras le han
comunicado “esos refinamientos de la educación y ese culto de la forma y del bien parecer que
son gala principal de la mujer sajona” (192-193) y que se ha convertido “en una sabia, una
filósofa, en fin, una cosa atroz” (184); en “un prodigio, el asombro de los profesores y la gloria
de la institución [Escuela Normal de Maestras]” (192), Manso pensará que sólo en esta
criatura de alma privilegiada de la que él se siente afortunado descubridor, es donde pueden
concentrarse, ya mujer, los mejores atributos:
He aquí a la mujer perfecta, a la mujer positiva, la mujer razón, contrapuesta a la
mujer frívola, a la mujer capricho. Me encontraba en la situación de aquel que después
de vagar solitario por desamparados y negros abismos, tropieza con una mina de oro,
plata o piedras preciosas y se figura que la Naturaleza ha guardado aquel tesoro para
que él lo goce, y lo coge, y a la calladita se lo lleva a su casa; primero lo disfruta y
aprecia a solas; después publica su hallazgo para que todo el mundo lo alabe y sea
motivo de general maravilla y contento (217).
La herencia mítica de Galdós en Diario de una maestra…
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Pero Irene, que “parecía una mujer del Norte, nacida y criada lejos de nuestro enervante
clima y de este dañino ambiente moral” (215-216), y que era para Manso, por tanto, “la mujer
perfecta, la mujer positiva, la mujer razón” (218),8 en fin, un alma gemela,9 presenta, desde el
principio, señales premonitorias de futuras tachas. Éstas, sin embargo, no bastan para
ensombrecer la fascinación amorosa que por ella empieza a sentir el profesor, fascinación que
es, en última instancia, la que provoca que “Manso, incorregible idealista que contra su
voluntad se verá empujado a bregar con la realidad, se invente a Irene y la convierta en hechura
suya” (Caudet en Galdós, 2001: 110). Nos hallamos, pues, ante un personaje que, como el
Pigmalión ovidiano, se nos presenta, más que como artista propiamente dicho, como “author
of his own love, creator of his own desire” (Elsner, 1991: 159). Galdós, como Ovidio, sitúa en
primer plano el deseo por parte del artista de la perfección en su obra, y se centra en cómo su
mundo de ilusión cruza la frontera que lo separa de la realidad y acaba reemplazándola. En El
amigo Manso, no en vano, el drama fundamental se desarrolla en el cerebro de Máximo, que ni
dormido interrumpe su actividad. De divagación en divagación, va el iluso profesor viviendo
mentalmente su novela, mientras alrededor suyo se desarrolla la que sin contar con él tejen los
restantes personajes, y en especial Irene, “Penélope aburguesada que teje frivolité en vez de
tapices”, y que, cual reflejo degradado del modelo clásico “elabora su novela con nudos
mientras espera al marido rico y célebre” (Turner, 1980: 392). El capítulo en que Manso, al ver
la luz encendida en la habitación de Irene, se cuestiona lo que leería la muchacha a esas horas
de la noche y otros semejantes, como el del sarao celebrado en casa de José María, “frisan —
como señala Montesinos— en lo esperpéntico” (1980: 56), pues es evidente que, pese a las
ilusiones que se hace el esperanzado filósofo, la joven maestra, como pronto percibe el lector,
es una mujer corriente a quien deslumbra el lujo de la vida mundana y que se revela
absolutamente incapaz de leer, y menos a medianoche, la Memoria sobre la psicogénesis y la
neurosis, los Comentarios a Du-Bois-Raymond, la traducción de Wundt o los artículos
refutando el Transformismo y las locuras de Hæckel.10 Las múltiples deficiencias culturales de
Irene la incapacitan no ya para la comprensión de los áridos tratados de Manso, sino para la
propia enseñanza primaria:
Para aproximarme en espíritu a Irene, tenía que ayudarle en su tarea escolástica,
facilitándole la conjugación y declinación, o compartiendo con ella las descripciones
del mundo en la Geografía. La Historia Sagrada nos consumía mucha parte del
tiempo, y la vida de José y sus hermanos, contada por mí, tenía vivísimo encanto para
las niñas, y aun para la maestra. Luego venían las lecciones de francés, y en los temas
les ayudaba un poco, así como en la analogía y sintaxis castellanas, partes del saber en
que la misma profesora, dígase con imparcialidad, solía dormitar aliquando, como el
buen Homero (235).
Poco a poco le parecerá a Manso que menudean los antojos: “Un día la Gramática de la
Academia, que apenas entiende; otro día lápices y dibujos que no usa, primero las poesías en
bable, después la canción de Tosti, y ahora la historia de los Alfonsos en un papelito...” (270).
Apreciará también que Irene, a quien le parece que todos los Alfonsos han hecho lo mismo y
en cuya cabeza se ha formado “una ensalada de Castilla con León” (269), no muestra ni la
fijeza de espíritu ni el desprecio de las frivolidades y caprichos que en principio le había
supuesto. Sin embargo, cuando más se altera y se rebaja el ideal soñado, más atraído se siente
por la realidad, cuyos contornos acaba por aceptar, pues decide, en última instancia, identificar
la imperfección con la vida y aceptar aquella para salvaguardar ésta.
VIII Congreso Galdosiano
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La inevitable decepción de Manso
Pero el protagonista, en quien Galdós quiso rehacer la calamitosa historia del geólogo León
Roch, sufre un profundo revés en sus propósitos por no comprender, justamente, que sus
ideales educativos y existenciales no tienen en cuenta la corriente tumultuosa y perturbadora
del mundo real. Montesinos, refiriéndose a su fracaso pedagógico —con Peña— y amoroso
—con Irene— comenta:
Lamentable sino el de este Manso que siempre predica en desierto. ¿Qué influencia
tendrán sus prédicas y su conducta, si sus mismos discípulos —Irene propiamente no
lo es, pero él quisiera que lo fuese—, aun estimándolo y queriéndolo entrañablemente,
cuando llega la hora tiran cada cual por su lado? (1980: 51).
Incapaz, en efecto, de abordar el tema de su amor con la joven, cuando al final ésta revela a
Manso, indirectamente, sus sentimientos por Manuel, que entretanto la ha deshonrado,
realizará junto con esta confesión la de su verdadero carácter. Al terminar la novela el
protagonista ve claramente toda la extensión de sus ambiciones burguesas, tan disconformes
con el ideal que se había forjado y, restituido a la realidad, comprende que no es la Minerva, ni
la educadora, ni la mujer del Norte que tan gratuitamente concibiera, pues la muchacha detesta
el magisterio, odia los libros, es devota de la Virgen María y se guía por sus emociones más
que por su razón. Mientras la joven le desnuda su corazón, el protagonista se recrimina:
¿dónde estaba aquel contento de la propia suerte, la serenidad y temple de ánimo, la
conciencia pura, el exacto golpe de vista para apreciar las cosas de la vida? ¿Dónde
aquel reposo y los maravillosos equilibrios de mujer del Norte que en ella vi, y por
cuyas cualidades así como por otras, se me antojó la más perfecta criatura de cuantas
había visto yo sobre la tierra? ¡Ay!, aquellas prendas estaban en mis libros, producto
fueron de mi facultad pensadora y sintetizante (...) de aquel funesto donde apreciar
arquetipos y no personas. ¡Y todo para que el muñeco fabricado por mí se rompiera
más tarde en mis propias manos, dejándome en el mayor desconsuelo! (384).
Sobreexpuesto a las contingencias de la vida real y roto el muñeco idolatrado, Manso queda
sumido en la desdicha, incapaz ya de retornar a su antiguo ser: “Cuanto menos perfecta más
humana, y cuanto más humana más divinizada por mi loco espíritu, a quien había desquiciado
para siempre de sus firmes polos aquel fanatismo idolátrico, bárbara devoción hacia un fetiche
con alma” (414-415). Son imágenes como esta las que nos remiten al mito de Pigmalión, que,
no en vano, como ha puesto de relieve Smith (1990: 318-319; 2005: 99-100), contiene buena
parte de los elementos del amor idólatra señalados por Fromm. Porque el hecho de que
Pigmalión, como subraya Ovidio, no llevara nunca una mujer a su lecho, y que solamente al
duplicarse, creando en una estatua su propia imagen, pudiera finalmente enamorarse, es signo
de que no ama a otra persona fuera de sí mismo. Y así, por haberse desgajado del amante el
material del que está hecho el ídolo, cuando esa efigie se quiebra, también se desmorona el
amante idólatra. La muerte de la muñeca “implica necesariamente la muerte de aquel que la
había formado, pues al caer la nueva casa donde el yo se había albergado sólo queda un radical
desahucio, una desnudez sin tejado bajo un tiempo destructivo” (Smith, 1990: 318; 2005: 100).
Cuando Manso descubre que su ídolo es falso, ve, en efecto, su propia falsedad, su propia
muerte, como en un espejo que se acaba de quebrar. También por ello podría situarse en el
imaginario pigmalionesco la descripción de una Irene que es estatua de tronco desbastado, una
imagen que se niega a cobrar vida y a abrir los ojos, ruborosa, ante su creador:
La herencia mítica de Galdós en Diario de una maestra…
337
La alcoba estaba casi a oscuras, pero pude ver el cuerpo de Irene modelado en esbozo
por las ropas blancas del lecho. Era como una escultura cuya cabeza estuviese
concluida y el tronco solamente desbastado. La veía de espaldas; se había vuelto hacia
la pared, y de sus brazos no asomaba nada. Su respiración era fatigosa y febril,
acompañada de un cuchicheo que más parecía rezo que delirio (350).
Se han relacionado las imágenes estatuarias en Galdós con el mito de Pigmalión, conexión
que a veces, sobre todo en ciertos pasajes de La familia de León Roch, se hace explícita;11
pero no debemos perder de vista que en El amigo Manso el novelista no hace alusión en
ningún momento al mito grecolatino. La sutil presencia del molde pigmalionesco en esta obra
es algo que corroboran los lectores, los críticos, y, eventualmente, como veremos a
continuación, los escritores posteriores. No en vano, Dolores Medio, al reutilizar la historia
galdosiana, explicita el mito que estaba implícito en el escritor canario, y contribuye a validar la
consideración de El amigo Manso como reescritura del mito antiguo.
La herencia de El amigo Manso de Galdós en Diario de una maestra de Dolores Medio12
Pese a que Dolores Medio (1911-1996), a partir de la década de los cincuenta, gozó
ampliamente del favor del público y de ciertos sectores de la crítica, su obra, hoy difícil de
conseguir, apenas se reedita. Es más, si aparece citada en estudios literarios, suele hacerlo
junto a escritores con los que se agrupa bien por meros factores generacionales, bien por el
hecho de haber sido premiados con el Nadal, que nuestra autora obtuvo en 1952 con Nosotros
los Rivero. Apuntaban ya en esta novela la preferencia por la fórmula autobiográfica, el
profundo sentimiento humanitario, y un descarnado realismo, rasgos definitorios de un estilo
que se mantendrá invariable a través del tiempo, incluso cuando el experimentalismo formal
haga su entrada en el mundo de la novela.13 Que la asturiana haya optado siempre por
“documentar la vida cotidiana de la clase media baja, para ella un micromundo de la sociedad
española” (Smoot, 1983: 95), ha motivado que su estilo se haya comparado, en alguna
ocasión, al de Galdós.14 De hecho, la autora, en una suerte de nuevo naturalismo, se complace
en sumergir a los personajes en un ambiente y unas circunstancias que ejercen una influencia
decisiva sobre ellos y que normalmente determinan que sus vidas queden marcadas por la
rutina, el sinsentido y la enajenación.15 Basándose en que la autora adopta una postura política
e ideológica para relatar, con actitud crítica, la situación que un sector de la población española
padece antes, durante y después de la Guerra Civil, sostiene Montejo Gurruchaga que Diario
de una maestra constituye, en concreto, una “novela social en el más estricto sentido del
término” (2000: 219); pero no menos importante es el componente autobiográfico de esta
obra. En un intervalo de tiempo comprendido entre 1935 y 1950, la novelista habla, por medio
de Irene, de sus primeras experiencias profesionales en el medio rural asturiano, de los
horrores de la guerra, y de una relación amorosa que, construida sobre el precedente
mitológico de Pigmalión, acabará malográndose después de pasar por dolorosas vicisitudes.
Los nombres de los protagonistas: contrato de intertextualidad
Decimos que el Diario de una maestra es esencialmente autobiográfico porque, de hecho,
opera con personajes reales a los que cambia el nombre: la propia novelista y el amor de su
vida, un discípulo de Ortega, cercano a la Institución Libre de Enseñanza, que había vivido en
Alemania y conocía las teorías de la época sobre enseñanza y nuevos métodos de didáctica.
Este personaje, no casualmente, recibe el nombre de Máximo, denotativo tanto de la grandeza
intrínseca que repetidamente le atribuye la protagonista16 como de la importancia que adquiere
VIII Congreso Galdosiano
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en el proceso de su formación. Medio, por otra parte, se atribuye el nombre de Irene,
procedente del griego eiréne, que significa `paz´ no en el sentido de sometimiento al
conquistador, sino de resolución de las rivalidades por alianzas justas en vez de por las armas,
algo que, en el marco de la Guerra Civil, resulta en extremo significativo. En cualquier caso,
independientemente de que opere más de un sentido en los poco comunes nombres de los
protagonistas, es evidente que al utilizarlos, la autora ha querido poner de relieve, mediante un
contrato de intertextualidad, su deuda para con Galdós, quien al hacer uso en El amigo Manso
de este medio narrativo, uno de los más empleados en la literatura realista para la
caracterización de los personajes, tuvo poderosas razones para bautizar de tal modo a la pareja
de su novela.17 Ha de apuntarse, con todo, que Dolores Medio emplea únicamente los nombres
de pila, pues otorga a sus personajes apellidos diferentes a los de sus modelos, elección tal vez
premeditada, pues este Máximo —que, como en Galdós, hace de pigmalión y es concebido
como un ser intrínsecamente grande— no es, sin embargo, una persona modélicamente
apacible ni lleva la vida sosegada del metafísico Manso. El apellido galdosiano, en fin, puede
haber sido reemplazado por el opaco Sáenz, no ya por el carácter del hombre —distinto, en
muchos sentidos, al de su tocayo— sino porque este Máximo, en lugar de ser abandonado por
una Irene que se entrega a otro, planta él a la chica para casarse con otra y, en consecuencia,
deja de ser “cornudo”, sentido que, junto a los ya comentados, operaba en el polisémico
apellido parlante Manso empleado por Galdós.
Los planteamientos pedagógicos de los protagonistas
Se ha apuntado como propósito más evidente de Diario de una maestra la defensa de las
corrientes pedagógicas reformistas que brotaron en los años treinta y que se vieron abortadas
con la guerra, algo que debe relacionarse con la experiencia vital de Dolores Medio. Desde el
punto de vista pedagógico, Irene Gal, como la autora, representa una ideología liberal para su
época, muy vinculada, de hecho, a la república, pues encarna los ideales normativos de la
educación libre y progresista que ésta propugnaba. La joven maestra aplica estos principios
con enorme fervor y entusiasmo, y en varias ocasiones habla de los fundamentos educativos
teóricos con Máximo Sáenz, quien, de hecho, consigue prender su atención al comienzo del
libro con una exposición sobre la revitalización de la enseñanza y la necesidad de llevar a la
escuela el nuevo concepto de la existencia. Nada tiene que ver Irene Gal con la Irene
galdosiana, que, en el fondo, detestaba el magisterio; pero las ideas de su amante sí se
relacionan con las de Máximo Manso, ferviente personificación de la filosofía krausista. Que
sus planteamientos teóricos se hallen íntimamente ligados no sorprende si consideramos que
los numerosos estudios que se han hecho sobre el krausismo en España coinciden casi
unánimemente en señalar los años que preceden a la Guerra Civil como prolongación de la
etapa krausista que, iniciada en 1875 con la Restauración, concluye en 1917.18 Lo llamativo es
que, en última instancia, Máximo Sáenz se convierte en contrarreflejo de Manso, porque,
mientras que el personaje galdosiano se nos revelaba como un profesor idealista que, no sólo
en la teoría, sino también en la práctica, sabía aunar amistad personal y enseñanza directa e
individualizada, su correlato contemporáneo no lleva a la práctica los postulados educativos
sobre los que teoriza.
De lo implícito a lo explícito: la doble herencia de Pigmalión
Presentar una relación prematrimonial en el marco de una filosofía republicana y progresista
era un propósito que no todos los novelistas se atrevían a acometer durante la dictadura de
Franco. Según ha puesto de relieve Janet Pérez (1988), Dolores Medio conseguía burlar la
La herencia mítica de Galdós en Diario de una maestra…
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censura subrayando el infantilismo de sus protagonistas femeninas, haciéndolas pasar por seres
inocuos, niñas traviesas, tanto en lo físico como en su forma de actuar y de ver la vida.
La primera vez que Máximo Sáenz se fija en Irene esta es, en efecto, “muy joven, casi una
niña” (10):19
Irene Gal parece la estampa iluminada de un libro de cuentos. Todo en ella es infantil:
su figura aniñada, su alegría un poco inconsciente, su apasionamiento por cualquier
idea, la rapidez con la que forma juicios y emite opiniones. Sobre todo son infantiles
sus ojos que miran siempre limpia y directamente a los ojos de los demás, buscando la
verdad (54).20
Dentro de esta retórica de la alusión, la evasión y el infantilismo, juega un papel primordial
la construcción de una relación de pareja sobre el modelo de Pigmalión, mito por excelencia
del patriarcado. De la joven maestra piensa Máximo Sáenz: “Irene era sólo su Tortuguita: la
muchacha infantil y dócil, apta para compañera, arcilla blanda en sus manos, dispuestas a
modelarla a su capricho, como un nuevo Pigmalión” (64). Y esta, a su vez, reflexiona:
Es curioso lo que le ocurre a Irene. Cuando está sola y tiene que actuar, cobra energía
y resuelve rápidamente. Cuando está con Máximo Sáenz —¿una jugada del
subconsciente?— se le entrega de tal modo, que hasta le da pereza pensar. La invade
como una especie de laxitud, de dejarse ir… No le hace sólo una entrega material,
sino intelectual.Como si le dijera: “Piensa tú por mí”. Le agrada abandonar su
personalidad, sentirse niña, vivir y actuar como una criatura que se sabe mimada y
protegida. Hasta eso: “Piensa tú por mí. Yo, un objeto tuyo…” (166-167).
Una lectura feminista del texto, según Pérez, encontraría a Max “paternalista y patriarcal en
extremo” (1988:39), pero hay que tener en cuenta que esas mismas cualidades servían para
investir al texto de dignidad moral frente a la censura, que, en caso contrario, no hubiera
permitido la publicación de la novela. Y es que el discurso español de posguerra sobre la
mujer, anclado en un pasado mal entendido, tergiversado, coincidía, en sus líneas esenciales,
con el paternalismo decimonónico, que buscaba hacer de la mujer una buena esposa y
excelente madre. La mujer, decía Galdós, por ser infinitamente más maleable que el hombre,
más flexible y movediza, “cede prontamente a la influencia exterior, adopta las ideas y los
sentimientos que se le imponen y concluye por no ser sino lo que el hombre quiere que sea…
un reflejo de las locuras o de las sublimidades del hombre” (1944: 36-37).
Conclusión: cambio de siglo, cambio de papeles
Ahora bien, Dolores Medio, aun conservando, y explicitando, los aspectos más patriarcales
del mito de Pigmalión, como hemos tratado de demostrar en el apartado anterior, contraviene
sutilmente el texto galdosiano. No porque su protagonista, Irene Gal, asuma, durante el
encarcelamiento de Máximo y tras su abandono, la responsabilidad de vivir sola, decisión
ciertamente rompedora para su tiempo, ni tampoco porque la relación finalmente se malogre,
sino porque en lo tocante al desengaño final se ha producido un intercambio de papeles.
Mientras que en El amigo Manso galdosiano la empresa pigmalionesca fracasaba por la
ceguera de Manso, incapaz de ver que Irene no respondía al ideal de mujer-razón, sino al tipo
de muchacha corriente cuyo ideal es el matrimonio, en Diario de una maestra la relación se
arruina porque Máximo Sáenz, el protector, es incapaz de llevar a su vida los ideales que
predica. Quien se ajusta aquí al espíritu utilitario de la sociedad no es la muchacha, sino el
VIII Congreso Galdosiano
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hombre, que, en evidente inversión de papeles, al salir de la cárcel y decidir contraer
matrimonio con una mujer adinerada a quien no ama, demuestra preferir la seguridad
económica que brinda un enlace de conveniencia a la aplicación práctica de sus novedosos
planteamientos filosóficos: “…La verdad es otra… otra mujer en su vida… Todo resuelto al
lado de esa mujer…Yo, el deber… Su obra… ¡Mi pobre y cobarde Pigmalión!..” (339-340).
Al igual que Manso constata defraudado cómo su Irene prefiere las funciones benéficas, las
rifas y las novenas al estudio y la conversación seria, Irene Gal ve naufragar sus sueños cuando
descubre que, después de quince años, su Máximo ha cambiado, que ha dejado de ser fiel a sí
mismo, que ya no cree en el poder de la justicia, de la comprensión y de la tolerancia; que
prefiere arrellanarse cómodamente en una butaca del Casino o del Club, fumando su pipa,
escuchando cuentos eróticos, hablando de negocios, especulando con el hambre del pueblo y
hablando mal del Gobierno. No es ese el hombre que la enseñó a pensar y a sentir, el que
soñaba con un mundo mejor para la Humanidad. Por eso comprende Irene que Máximo Sáenz
murió en 1937 y que lo que pierde cuando éste la abandona no es más que un fantasma, un
espejismo, una ilusión que alimentó artificialmente durante años y años. Sin embargo, si Irene
vuelve a la vida en el siglo XX no es para fracasar, como hiciera Manso, su contraparte, al
derrumbarse la imagen ideal que de su amada se había forjado, sino para luchar y vencer. “La
suerte que aguarda al ideal en un mundo sin ideales” (Caudet, 2001: 59), principal asunto de
ambas novelas, es, en ambos casos, desoladora, pero matizada de esperanza en la autora
contemporánea.21
La herencia mítica de Galdós en Diario de una maestra…
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NOTAS
1 Sobre la imaginación mitológica de Galdós, cfr. Correa (1977: 265-284), que en un capítulo de su estudio,
ya clásico, señalaba hasta tres fases de lo mitológico galdosiano. Más recientes son la monografía de Prill
(1999) y el estudio de Smith (2005), recién salido de la imprenta, que contiene una completa bibliografía
sobre el tema.
2 El mito de Pigmalión, uno de los más difundidos en las letras modernas, conoció durante la segunda mitad
del siglo XVIII y durante el siglo XIX una variante, producto de la interpretación sociopedagógica
consustancial a la época, por la que la estatua pasó a simbolizar a la mujer como criatura del hombre y
objeto de su concepción. Cfr. Coulet (1998). Sobre el mito de Pigmalión en Galdós escribieron durante los
años noventa del siglo pasado, aparte del citado Smith (1990), que realiza una sugerente panorámica,
atendiendo, sobre todo, a La familia de León Roch y a Fortunata y Jacinta; Jagoe (1992), que centra su
interés en La familia de León Roch; y Charnon-Deutsch (1997), que elabora, como Smith, un estudio de
conjunto. La herencia de Pigmalión en las literaturas modernas es abordada por Rueda (1998: 192-211),
que dedica un apartado de su monografía sobre el mito a Galdós. Reseñan este libro McCaw (2001),
Smith (2001) y Stauder (2003).
3 Las páginas de El amigo Manso, que citamos entre paréntesis, remiten a la edición de Francisco Caudet en
Pérez Galdós (2001).
4 Una reflexión sobre si Manso es un “pobre hombre” o sobre si lo son, más bien, quienes le rodean, puede
verse en Turner (1980).
5 Doña Cándida, por ejemplo, le recrimina: “Pero soso, sosón. ¿Por qué no me has avisado antes?... ¿En qué
piensas? Tú estás en Babia” (203), y, en otra ocasión, dirigiéndose a Lica, quien ha solicitado a Máximo
que le cuente “cosas”, empleará idéntico calificativo: “¿Qué cosas ha de contar este sosón? (...) Que
empiece a echar filosofías y nos dormimos todas” (227). Pese a su habitual contención, también Irene,
ante la negativa del profesor a participar en una velada, exclama: “Pero qué soso, ¡qué soso es!” (275),
palabras que corrobora Lica: “Bien dice Irene que eres un sosón” (303).
6 El propio Manso lo reconoce cuando, al final, reflexiona: “Ved en mí al estratégico de gabinete que en su
vida ha olido la pólvora y que se consagra con metódica pachorra a estudiar las paralelas de la plaza que
se propone tomar; y ved en Peñita al soldado raso que jamás ha cogido un libro de arte, y mientras el otro
calcula, se lanza él espada en mano a la plaza, y la asalta y la toma a degüello. Esto es de lo más triste”
(376).
7 A esta frase, que ha sido objeto de varias interpretaciones, le damos, en esta ocasión, un sentido que,
aunque ya reconocido, no es el preferido por los comentaristas del pasaje. Para Boudreau: “When Manso
says at the beginning of the —novel «Yo no existo», the statement quickly takes on a variety of meanings,
some real, some metaphoric. Manso does not exist because he is a literary creation of the author, not a
real person, but he is also at both beginning and end a disembodied spirit. Within the body of the work
Manso is as firmly rooted in the reality of the novel as is any other character— indeed, more so, since the
others exist only as he perceives them. There is no author but he. However, he does not exist in another
sense, as a person in a real world.” (1977: 68). Sobre este punto, cfr. también Kronik (1977) Turner
(1980), Smith (1990: 318-319; 2005: 100-101) y las palabras que dedica al asunto Caudet en su prólogo a
El amigo Manso (2001: 56-57).
8 Siempre dentro de los límites que le impone su sexo, claro está. Manso reflexiona: “Hablando con Irene
pude observar que no era mujer con pretensiones de sabia, sino que poseía la cultura apropiada a su sexo y
superior indisputablemente a toda la que pudiesen mostrar las mujeres de nuestro tiempo” (217-218).
Porque Irene manifestaba tanta antipatía por “la ignorancia, superstición y atraso” en que vivía la mayor
parte de las españolas como por la “sabiduría facultativa” de las mujeres. Este parecer, plenamente
aprobado por Manso, coincide con las ideas expresadas por Galdós en “La mujer del filósofo”, donde
subraya la incompatibilidad básica que existe entre la mujer y el cultivo riguroso de cualquier actividad
intelectual, pero destaca, al mismo tiempo, la necesidad de que la mujer no sea ajena a estas disciplinas
académicas, pues es condición sine qua non para la armonía doméstica. Sobre el problema de la
educación en El amigo Manso, cfr. Cruz Leal (1990); sobre las ideas galdosianas en torno a la educación
La herencia mítica de Galdós en Diario de una maestra…
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de la mujer, cfr. Escobar Bonilla (1990), que dedica un apartado a nuestra novela (168-175). Una visión
panorámica sobre la educación en la España galdosiana la ofrecen González Luis, Ledesma Reyes y
Belenguer Calpe (1990).
9 “Y a medida que me iba mostrando su interior riquísimo, iba yo encontrando mayor consonancia y
parentesco entre su alma y la mía. No le gustaban los toros, y aborrecía todo lo que tuviera visos de cosa
chulesca. Era profunda y elevadamente religiosa; pero no rezona, ni gustaba de pasar más de un rato en
las iglesias. Adoraba las bellas artes y se dolía de no tener aptitud para cultivarlas. Tenía afanes de
decorar bien el recinto donde viviese y de labrarse el agradable y cómodo rincón doméstico que los
ingleses llaman home. Sabía poner a raya el sentimentalismo huero que desnaturaliza las cosas y evocar el
sano criterio para juzgarlas, pesarlas y medirlas como realmente son” (218).
10 Lo que lee o escribe la muchacha, efectivamente, son las cartas de o a su futuro novio, Manolo Peña,
discípulo y rival de su maestro.
11 María Egipcíaca, la mujer que trastorna a León Roch, es descrita, en efecto, en términos esculturales:
“Con esta belleza tan acabada, que parecía sobrehumana, con esta mujer divina, en cuya cara y cuerpo se
reproducían, como en cifra estética, los primores de la estatuaria antigua (…) se casó León Roch” (2003:
186). Y el geólogo alberga, en efecto, el propósito de modelarla: “¿No comprendes que un ser tales
condiciones es el más a propósito para mí, porque así podré yo formar el carácter de mi esposa (…)
porque así podré hacerla a mi imagen y semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre y
la garantía de una paz perfecta en el matrimonio” (2003: 178). Sin embargo, el proyecto educativo de este
“marido-pedagogo” no llega a buen término: “¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era un
carácter formado y duro, no era barro flexible, pronto a tomar la forma que quieran darle las hábiles
manos, sino bronce ya fundido y frío, que lastimaba los dedos sin ceder jamás a su presión” (2003: 192).
Sobre el fracaso de León Roch a la luz de los sueños que se había forjado, determinada no sólo por la
mediocridad espiritual de María, que la aleja del intelectual refinado que es su marido, sino también por
la incapacidad de éste para abandonarse a la pasión, cfr. Leal (1976).
12 Con posterioridad a la lectura de la comunicación en el congreso recogimos, en una base de datos, una
referencia a un artículo de Penuel (1973) que versa sobre esta misma cuestión, y que, sin embargo, no
aparece citado ni en la completísima edición de El amigo Manso llevada a cabo por Caudet, ni en la de
Diario de una maestra, elaborada por Covadonga López Alonso. Tampoco lo cita Ruiz Arias (1991) en su
tesis doctoral sobre la escritora ovetense. Aunque el análisis de Penuel coincide con el nuestro en lo
esencial, el enfoque que hemos dado a este apartado, orientado sobre todo al modo en que se lleva a cabo
la explicitación del mito de Pigmalión en el texto de Dolores Medio, lo convierte en un trabajo diferente.
13 Esto precisamente, junto a su exagerado sentimentalismo, es lo que más le ha reprochado la crítica:
“Dolores Medio no consigue salir de una novela de intención social, factura realista y procedimientos
tradicionales; su registro sigue sin ninguna variación, las técnicas narrativas que utiliza en la elaboración
de la ficción son una reiteración de los recursos tradicionales del género” (Montejo Gurruchaga,
2000: 225).
14 Enrique Sordo, en una reseña publicada con ocasión de la obtención del Nadal por Dolores Medio,
considera su libro, Nosotros los Rivero, como “una etopeya de la clase media española” cuya lectura lleva
a pensar en Galdós: “Cuando vamos leyendo, experimentamos una vaga presencia de Galdós, el intérprete
máximo de la burguesía nacional, envuelto en las sombras vulgares y precisas de Doña Perfecta o de
Jacinta. Este mundo que nos desvela Dolores Medio es un poco galdosiano; un mundo de prejuicios
pequeños, de valores reales abrigados por una capa de mediocridad” (citado por Martínez Cachero, 1984-
1985: 65).
15 En La otra circunstancia, que, en opinión de Smoot (1983: 101), sería un buen título para la obra
completa de Dolores Medio, Diego Jiménez, erigido en portavoz de la autora, proclama que aunque en el
hombre no haya que desestimar la fuerza de la herencia, son el ambiente que le rodea, su situación y otros
factores nada despreciables los que suelen determinar su conducta.
VIII Congreso Galdosiano
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16 A este respecto la afirmación más significativa es, quizás, la siguiente: “Máximo Sáenz es enorme. Es, a
sus ojos, uno de esos hombres extraordinarios que surgen de vez en cuando en los pueblos para
conducirlos a su destino” (83).
17 En el universo literario del autor canario Máximo se concibe, no en vano, como nombre ideal para los
pigmaliones, ya que, además de Manso, lo porta el científico que coprotagoniza Electra. Sobre la
condición pigmalionesca de este personaje, cfr. Smith (2005: 156-161) y también, aunque sin mención
expresa de la correspondencia mítica, Hernández (1994). La función narrativa de los nombres propios en
El amigo Manso la estudia Quevedo (1989-1990), que alude a cómo el nombre de pila del protagonista se
refiere tanto a su condición de catedrático de filosofía —disciplina caracterizada por el uso de la máxima
divulgadora de un contenido moral, ético o pedagógico—, como a su ocasional vanidad, cifrada en la
obtención de dicha cátedra; y también a cómo su apellido nos lo presenta como un hombre tranquilo, poco
proclive al escándalo y las multitudes. Boudreau (1977), por su parte, partiendo de que los nombres de los
personajes de Galdós suelen tener más de un sentido, apunta que el apellido Manso, además de aplicarse
idóneamente a una persona de condición modélicamente apacible, puede hacer referencia, si tomamos en
cuenta la sexta acepción que proporciona el DRAE, a su condición de guía para los demás. La acepción
popular de “carnudo”, operativa tanto en época clásica como en la actualidad, no recogida por el DRAE
pero sí, como recuerdan Martín Rodríguez y Bellón (en prensa), por Alonso (1979), Chamorro (2002),
Luque, Pamies y Manjón (1992) y Cuervo (1992), tendría también que ser tomada en consideración, sobre
todo si reconocemos que, aparte de salir perdiendo en el triángulo amoroso Manso/Irene/Manuel, el
profesor, al presenciar la farsa El Nacimiento del Hijo de Dios, comenta lo siguiente: “Lo más repugnante
de aquella farsa increíble era un pastor zafio y bestial, pretendiente a la mano de María, y que en la
escena del Templo y en el resto de la obra se permitía atroces libertades de lenguaje a propósito de la
mansedumbre de San José” (220). Cfr. el comentario de Boudreau (1977: 63-64).
18 Un análisis detallado de este proyecto filosófico puede verse en Abellán (1979-1989: IV: 394-534), Díaz
(1973), Jiménez Landi (1971: 313-414) y López-Morillas (1956).
19 Citamos por la edición de López Alonso en Medio (1993).
20 En retrospectiva, la propia Irene también se juzga de ese modo: “Irene Gal era aún, dos años antes, una
colegiala. La vida no tenía para ella ningún matiz. Una especie de limbo, sin pena ni gloria, con la única
evasión al mundo de los alegres proyectos. Y en esto, entró en su vida Máximo Sáenz” (231).
21 Así lo ve también Ordóñez: “The “savior” is not to be found outside the heroine, but within (...) When the
heroine discovers this, she is prepared to traverse the curse of history and transform, however modestly,
her poor disjointed world” (1986: 58-59).