LA MUJER NUEVA Y LA MUJER TRADICIONAL:

APUNTES EN TORNO A LOS MODELOS FEMENINOS

EN EL AMIGO MANSO

Francisco J. Quevedo García

1882-2005 Éstas son las fechas que separan la primera edición de El amigo Manso con este

año que, además de ser eminentemente cervantino por el cuarto centenario de la publicación de

la primera parte de El Quijote, ha sido el elegido para el VIII Congreso Internacional

Galdosiano. Hemos querido especificar en el inicio los datos cronológicos porque nuestra

hipótesis de trabajo va a bascular, fundamentalmente, en observar desde las coordenadas

actuales, si ha habido cambios sustanciales en los planteamientos que sobre la mujer lleva a

cabo Galdós en una de sus novelas de la década de los ochenta, que pasa, a nuestro entender,

por ser uno de los textos más novedosos, tanto desde el punto de vista de la técnica —es

sabida por todos la importancia en la narrativa española del proceso metanovelesco ficcional

que se produce a través de la figura del protagonista Máximo Manso—, como por la

inspiración krausista que se detecta en sus páginas.

Este asunto siempre nos ha llamado la atención, puesto que creemos que es un buen

indicador de los procesos que ha llevado a cabo la sociedad española en los últimos siglos. Así,

cuando vimos que en este congreso se abría una sección temática dedicada a Galdós y al

feminismo, no dudamos en derivar nuestra investigación hacia este terreno. La literatura y sus

estudios, máxime en los tiempos que corren, se han introducido en un panorama crítico de

carácter postestructuralista, en el que cuenta mucho los contextos socioculturales en los que

las obras se encuadran; pero al tiempo también han asimilado esas corrientes de la crítica

literaria actual la necesidad de revisar una obra desde diferentes estados de lectura. El lector,

sea desde el ámbito individual o colectivo, ha cobrado un protagonismo inusitado para otras

épocas no muy lejanas, y se configuran como elementos relevantes aspectos como el

denominado horizonte de expectativas, que sintetiza lo que el público lector espera, en general,

de una creación o de un autor en un periodo concreto. Lo cual puede darse o no, de hecho ahí

está la evolución de los movimientos artísticos para demostrarlo. Todo ello debido a una visión

mucho más global del fenómeno literario, puesto que se considera que éste se inscribe en un

marco de referencias sociales, ideológicas, económicas, etc. Esa evolución artística ha sido una

suma de experiencias creativas que suponían transformaciones en los gustos estéticos

implantados, que paulatinamente se iban supeditando a esas nuevas experiencias. Montserrat

Iglesias Santos subraya al respecto: “La integración del carácter histórico y el estético de una

obra literaria, la superación de los límites del marxismo y formalismo, es llevada a cabo bajo la

incorporación del concepto horizonte de expectativas (Erwartungshorizont), aquel que permite

describir las distintas concretizaciones de una obra a lo largo de su historia” (1994: 48).

De algún modo, los escritores, sobre todo aquellos que poseen la rara habilidad de apreciar

de otra manera la realidad que los rodea, hasta el punto de darse cuenta antes de los demás de

que se está produciendo un cambio, son los notarios de los continuos vaivenes que la historia

provoca. La crítica literaria en nuestros días concede un extraordinario valor a la revisión de

los distintos horizontes de expectativas que ha generado una obra a través del tiempo; claro

VIII Congreso Galdosiano

348

está, si ha perdurado, lo que le da la condición de clásica. Verbigracia, no es idéntica la

apreciación de los lectores en 1605 que en el 2005, ya no sólo porque acercarse hoy al Quijote

representa acercarse a un mito, sino, lo que es más determinante, porque la sociedad, desde

todos los ángulos, ha cambiado extraordinariamente.

Con El amigo Manso pretendemos hacernos eco de cómo era la sociedad decimonónica,

con respecto, ya lo hemos dicho, al papel de la mujer, y cómo creemos que esta obra podría

interpretarse, desde esta óptica, en nuestros días, cuando se han producido unos interesantes

avances, aunque todavía insuficientes a todas luces, en la consideración del personaje femenino

y de la dimensión social que se le otorga. Para ello nos vamos a centrar en cuatro figuras que

pueden ser representativas de diferentes tipologías de mujer: Irene, sobre la que pesará el

análisis de este somero estudio, porque es la mujer idealizada; doña Cándida, la tía política de

Irene, una señora, viuda, por la que Máximo Manso no siente, ni mucho menos, gran simpatía;

doña Javiera, la madre de Manolito Peña, viuda también, pero de un cariz bastante distinto a la

anterior; Petra, su ama de llaves, y finalmente aparecerá en este escenario Lica, la cuñada

cubana del protagonista, que viene a instalarse a Madrid para merma de la tranquilidad de

espíritu que reinaba en la vida metódica de Máximo Manso.

Modelos de mujer

Aunque el término de modelo pueda resultar algo peyorativo, tanto en el campo de la mujer

como del hombre, puesto que conduce no a una visión personal, individual, sino colectiva,

hemos de considerarlo aquí, ya que lo que intentamos perfilar es la imagen tradicional de la

mujer decimonónica a través de la literatura. A nadie le cabe duda de que Galdós es, amén de

un escritor de raza, un gran observador. Ambas cosas son complementarias y encajan

perfectamente en el trazado de la creación galdosiana. Ya de entrada, si pretendemos

establecer comparaciones contrastivas entre el horizonte de expectativas actual y los que

atraviesa la amplia producción de Galdós, tenemos que revisar por un instante la distinta

impresión que causa estudiar el compromiso, o cuanto menos, la función o el alcance social de

la mayoría de los autores en el XIX con respecto a lo que acontece hoy en día. Si lo normal

entre los escritores decimonónicos es su participación en el debate de la vida cotidiana —ya no

digamos nada de sus compromisos políticos que asumen hasta el punto de presentarse, como

ocurre con Galdós, a elecciones—, lo que es normal aproximadamente un siglo después es que

la presencia social de los autores sea mínima. Se ha profesionalizado mucho más la escritura,

para bien o para mal —no es éste el debate ahora—, y lo que es más relevante aún, la sociedad

española, como cualquier otra occidental de parecidas estructuras sociopolíticas, acusa el

empuje de la desideologización que ha hecho mella en nuestros ámbitos más próximos. Toda

generalización encierra un margen de error que puede suscitar malinterpretaciones. No

queremos sentar una crítica, ni positiva ni negativa, ante esta situación dada. Somos

conscientes —también leemos la prensa y disfrutamos de otros, muy variados, medios de

comunicación— de que hay determinados escritores que se definen y que tienen columnas de

opinión muy valoradas; pero el grado de presencia, por denominarlo de alguna manera, que

alcanzan los escritores en el XIX es elevadísimo en relación a nuestros días. Las sociedades se

transforman y el mecanismo de la literatura como medio informativo se ha visto mermado.

Todas estas consideraciones que entran dentro de una lógica histórica, viene a corroborar un

aspecto básico en este trabajo: la implicación del entorno social en todo producto literario es

innegable, aunque la proyección social, o el impacto de éste en esa sociedad que abona

su creación, o sea, el camino contrario, es muchísimo mayor en el siglo diecinueve que en

la actualidad.

La mujer nueva y la mujer tradicional...

349

Es Galdós, además, lo conocemos, un autor, o mejor podríamos decir una persona, muy

sensible al devenir histórico de España y al debate social que se genera en un siglo tan

convulso como el XIX. En Galdós se filtran los innumerables temas de interés que, para una

nación en continuo vaivén, están a flor de piel. Con otras palabras, no solo es a raíz de la

implicación generalizada de los escritores del diecinueve en la arena pública, lo que motiva

—aunque es ciertamente determinante— la asunción por parte de la escritura galdosiana de la

agitada vida española de la época, también cabe indicarse el don natural que nuestro autor

posee para entresacar de la realidad los mecanismos, los hechos y los elementos que

caracterizan de mejor manera el mundo en el que vive, llegando a establecerse un fluido

correlato entre su biografía y sus textos. La sincronía de la producción galdosiana es ejemplo

de esta consideración, incluso los Episodios Nacionales nacen con el objetivo claro de

comprensión del convulso entorno que lo envuelve. Si Galdós, podríamos decirlo desde un

punto de vista teórico o abstracto, aparece en cualquiera de sus obras de un modo u otro

—probablemente ocurre con todos los autores, aunque no se entrevean de forma tan

notoria,— en El amigo Manso se hace tan evidente que se ha llegado a plantear esta cuestión

con amplitud en la crítica galdosiana. Se ha discutido el carácter autobiográfico de la obra y si,

efectivamente, Máximo Manso es un trasunto literario de Galdós. Sobre este particular, nos

quedamos con esta posición de Francisco Caudet, que ha llevado a cabo una excelente edición

crítica de la novela:

A través de la palabra literaria, la materia con la que labora el escritor, todo tiene, de

modo muy particular cuando se parte de una visión plural de la realidad —la visión de

la pareja de amigos Manso-Galdós—, numerosos niveles semánticos […] Es y no es

Manso quien habla de Galdós porque es y no es sin Galdós. Está la perspectiva de

quien habla pero también y sobre todo está el sello que imprime cómo se habla

—otra perspectiva más, otro mecanismo más que potencia la finalidad deíctica de la

novela. Galdós, a través de un personaje que él crea y a quien otorga la capacidad de

hablar en primera persona para potenciar la ilusión de que él y cuanto narra es “la más

verdadera verdad”, opta por una perspectiva irónica que es tanto o más determinante

que el uso de la primera persona. La instancia autobiográfica y el recurso de la ironía

acercan y distancian, nos sitúan en un privilegiado ángulo desde donde observar la

competencia que se establece entre lo que cuenta el narrador en primera persona y los

hechos contados, hechos que son ellos mismos expresión de un punto de vista que

no es necesariamente el del narrador ni ha de ser, por supuesto, el de los lectores.

(2001: 12)

Se sustrae de las palabras de Caudet que Galdós existe en El amigo Manso sobre todo por

medio de ese catedrático de filosofía, llamado Máximo Manso, que recrea una historia por

medio de la primera persona. La aparición del yo da pie al supuesto, no siempre taxativo pero

sí obvio en esta novela, de que los comentarios y las reflexiones que el protagonista se hace

tienen un recorrido más largo que el de los límites novelescos para llegar, en este caso, hasta el

propio autor. Si a esto añadimos la citada correlación de los procesos socioculturales con la

biografía galdosiana, de la que en El amigo Manso da cumplida cuenta el interés que por

entonces suscita en Galdós la filosofía krausista, podemos colegir de todo ello que, en cuanto a

la temática de este trabajo, que las consideraciones de diversa índole que hace Máximo Manso

sobre los modelos de mujer que aparecen en el relato, guardan estrecha relación con las

reflexiones que en torno a este punto lleva a efecto Galdós, en una época, como hemos citado

anteriormente, en la que se cuestiona la sociedad a la vista de los postulados krausistas.

VIII Congreso Galdosiano

350

Es necesario abordar, aunque sea de forma mínima, el acercamiento de Galdós al krausismo.

En realidad, a nuestro entender, a pesar de la más que meridiana relación que se aprecia entre

algunas obras de Galdós y el krausismo, no podemos afirmar que Galdós fuera un krausista en

el sentido de ferviente seguidor del ideario de Karl Christian Krause. No es de extrañar que

nuestro autor se sintiera atraído por las propuestas del filósofo alemán, sobre todo en cuanto a

la renovación social se refiere. Es evidente que el Ideal de la Humanidad1 supuso un

espaldarazo para la consecución de objetivos sociales que Galdós proclamó desde muy joven;

bien en la tribuna periodística, bien en su actividad política, y, por supuesto, en su obra

literaria. Ahora bien, de sentir esa inclinación y ese interés notorio por la obra de Sanz del Río

a considerarse un prosélito de ella media un largo camino. Galdós tuvo muchos contactos con

el krausismo. Alfonso Armas Ayala, en Galdós, lectura de una vida, aporta numerosos datos

acerca de esos contactos de Galdós con el mundo krausista, que provenían en gran medida

como resultado de las inquietudes del joven escritor recién llegado a Madrid que degusta como

nadie el sabor de lo que se cuenta en las calles de la capital:

[...] el “Café Universal” fue algo más que una mera tertulia. Resultó ser una segunda

escuela, mucho más fructífera que la propia Universidad; en donde Galdós aprendió

muchas cosas que le servirían años después para introducirlas dentro de su prosa

novelística. Sobre todo, en sus primeras novelas, porque en ellas, como se verá, no

sólo hay reflejo y huella canaria, sino también reflejo de las enseñanzas que de sus

amigos canarios precisamente recibió Galdós; los más destacados, Fernández Ferraz y

Benigno Carballo. Según refiere el profesor Beyrie, el krausismo de Galdós, tan

discutido por los críticos, pero al mismo tiempo tan evidente, nació en esos años de la

Tertulia, en la que sobre todo algunos contertulios canarios fueron los verdaderos

iniciadores. Precisamente la relación de Carballo con Giner de los Ríos facilitaría la

amistad de este último con Galdós y, como lo demuestra la correspondencia entre

Giner y Galdós, el ineludible krausismo galdosiano que se exteriorizaría en La familia

de León Roch y El amigo Manso de un modo especial. (1989: 80)

Como observamos, las relaciones entre Galdós y los intelectuales krausistas del momento

fueron intensas, hasta el punto de establecerse entre el novelista y Giner de los Ríos, alma

mater de la Institución Libre de Enseñanza, deudora como sabemos del espíritu krausista, una

correspondencia epistolar. Aún así, seguimos insistiendo en que Galdós no fue sensu strictu un

hombre krausista, sino un reformista social que vio a la perfección las posibilidades que ofrecía

el Ideal de la Humanidad, pero también las dificultades de sus utópicos ideales de

confraternización universal. En cierta manera, como es sabido, El amigo Manso responde a un

planteamiento de revisión ficticia de las posibilidades de una actuación de un ser muy vinculado

a los propósitos del Ideal, como es el protagonista de la novela, Máximo Manso, en una

sociedad española, como la de finales de la década de los setenta y comienzos de los ochenta,

en la que los valores no parecen correr a la par que las ideas que se preconizan como positivas

para una nueva organización social.

El realismo de Galdós, no en este caso el novelesco, sino el del observador directo de la

realidad, al cabo de los acontecimientos por su condición de periodista y de escritor, le impide

tomarse al pie de la letra lo que se propone en el Ideal de la Humanidad. Demasiado utópico,

demasiado inconcreto para poderse formular como una base sólida para actuar de manera

general en el impulso renovador que necesita España. Por eso Galdós escoge, es natural que lo

hiciera así, aquellos elementos que son más realizables a su juicio y que son afines a su posición

política, social y religiosa. Los asuntos relacionados con la educación —ampliamente

La mujer nueva y la mujer tradicional...

351

desarrollados en El amigo Manso—, con la igualdad social de clases, con la importancia

fundamental del hombre político y con la función de la mujer en la nueva sociedad,; son

revisados por Galdós a la luz del krausismo. Esa hipotética nueva función de la mujer se

encarna aparentemente a la perfección en la joven Irene, la sobrina de doña Cándida García

Grande. El capítulo VI se titula, precisamene, “Se llamaba Irene”:

Su palidez, su mirada un tanto errática y ansiosa, que parecía denotar falta de

nutrición; su actitud cohibida y pudo rosa, como si le ocasionaran vivísimo disgusto las

comisiones de su tía, me inspiraban mucha lástima. Así es que además de la limosna,

yo solía tener en mi mesa algún repuesto de golosinas. Presumiendo que rara vez

tendrían satisfacción en ella los vehementes apetitos infantiles, dábale aquellas

golosinas sin hacerla esperar, y ella las cogía con no disimulada ansia, me daba

tímidamente las gracias, bajando los ojos, y en el mismo instante empezaba a

comérselas. Sospeché que este apresuramiento en disfrutar de mi regalo, era por el

temor de que si llegaba a su casa con caramelos o dulces en el bolsillo, doña Cándida

querría participar de ellos. Más adelante supe que no me había equivocado al pensar

de este modo.

Me parece que la estoy mirando junto a mi mesa escudriñando libros, cuartillas y

papeles, y leyendo en todo lo que encontraba. Tenía entonces doce años y en poco

más de tres había vencido las dificultades de los primeros estudios en no sé qué

colegio. Yo la mandaba leer, y me asombraba su entonación y seguridad así como lo

bien que comprendía lo que leía, no extrañando palabra rara ni frase oscura. Cuando

le rogaba que escribiese, para conocer su letra, ponía mi nombre con elegantes trazos

de caligrafía inglesa, y debajo añadía: catedrático.

Hablando conmigo y respondiendo a mis preguntas sobre sus estudios, su vida y su

destino probable, me mostraba un discernimiento superior a sus años. Era el bosquejo

de una mujer bella, honesta, inteligente. ¡Lástima grande que por influencias nocivas

se torciese aquel feliz desarrollo o se malograse antes de llegar a conveniente

madurez! Pero en el espíritu de ella noté yo admirables medios de defensa y energías

embrionarias, que eran las bases de un carácter recto. Su penetración era preciosísima,

y hasta demostraba un conocimiento no superficial de las flaquezas y necedades de

doña Cándida. Solía contarme con gracioso lenguaje, en el cual el candor infantil

llevaba en sí una chispa de ironía, algunos lances de la pobre señora, sin faltar al

respeto y amor que le tenía. (2001: 180)

Como advertimos, la Irene que ve nuestro protagonista es descrita como un dechado de

virtudes. Frente a ella, su tía política, la viuda de García Grande, doña Cándida, es para nuestro

filántropo una constante pesadilla debido a su hipócrita carácter y su desmedida ambición por

el dinero, al que supedita todos sus actos, entre los que se haya el enviar como intermediaria a

la joven Irene para que el corazón de Manso se ablande aún más y la favorezca con sus ayudas

económicas. En definitiva, según el propio narrador, contagiado de la ironía galdosiana, la

citada señora “era un ser providencial, hecho de encargo y enviado por Dios sobre las

sociedades anónimas (¡designios misteriosos!) para dar en tierra con todos los capitales que se

le pusieran delante y aun con los que se le pusieran detrás; que a todas partes convertía sus

destructoras manos aquella bendita dama. Jamás vio Madrid mujer más disipadora,

más apasionada del lujo, más frenética por todas las ruinosas vanidades de la edad presente”

(2001: 171).

VIII Congreso Galdosiano

352

Si añadimos al pequeño círculo de mujeres que rodean a Máximo Manso, a su sirvienta

Petra, su ama de llaves, su vecina doña Javiera y a su cuñada Lica, pocas más son las féminas

con las que se relaciona. Así pues, ante este elenco que, con todas las virtudes que poseen y

que representan a modelos de mujer tradicional, se yergue la joven Irene como un ser

prodigioso que hay que cultivar con esmero, puesto que cree encontrar en ella algo que

va más allá de la belleza física, que además la tiene, se trata del rasgo intelectual. La niña

Irene quiere estudiar, leer —“Lo de los libros para Irene lo atendía yo con muchísimo gusto”

(2001: 181)—, pocos años más tarde recibe noticias de que esos estudios parecen llevar a buen

puerto:

A medida que el tiempo pasaba y que Irene crecía, escaseaban sus visitas, lo que no

significaba mejoramiento de fortuna en doña Cándida, sino repugnancia de Irene a

desempeñar las innobles misiones de la esquelita del petitorio. Desarrollado con la

edad su amor propio, la pequeña venía a mi casa sólo para las exacciones de cuantía, y

las menudas las hacía la criada. Por último, rodando insensiblemente el tiempo, llegó

un día en que todas las comisiones las desempeñaba la criada. Dejé de ver a la sobrina

de mi cínife, aunque siempre por este y por la muchacha tenía noticias de ella. Supe, al

fin, con injustificada sorpresa, que llevaba traje bajo, cosa muy natural, pero que a mí

me pareció extraña, por este rutinario olvido en que vivimos del crecimiento de todas

las cosas y la marcha del mundo. Me agradó mucho saber que Irene había entrado en

la Escuela Normal de Maestras, no por sugestiones de su tía, sino por idea propia,

llevada del deseo de labrarse una posición y de no depender de nadie. Había hecho

exámenes brillantes y obtenido premios. Doña Cándida me ponderaba los varios

talentos de su sobrina, que era el asombro de la escuela, una sabia, una filósofa, en fin,

una cosa atroz... (2001: 183-184)

Pese a las exageraciones de doña Cándida, el “cínife” de Máximo Manso, lo que queda

claro para éste es que Irene es una mujer diferente, un modelo nuevo afín a los tiempos de

avance que corren, frente a aquellas con las que trata de forma cotidiana y que representan

variaciones de un modelo tradicional. De doña Cándida, mejor no insistir en cuanto a la

caracterización negativa que sobre ella perpetra Galdós, aunque no deja de verse en ella un

prototipo de la mujer desprotegida al morir su esposo, que es el mantenedor económico de la

casa y en este caso concreto también bastante parecido a su cónyuge en el arte de dilapidar los

ahorros; la supeditación al hombre es total, pues difícilmente podrá trabajar, salvo en labores

de servicio, algo impensable para una persona que ha ostentado una posición social cómoda en

vida de su marido: “García Grande, cuya determinación psico-física acusaba dos formas

primordiales, linfatismo y vanidad, derrochó su fortuna, la de su mujer, y parte no chica de

varios patrimonios ajenos, porque una sociedad anónima para asegurarnos la vida, de que fue

director gerente, arrambló con las economías de media generación, y allá se fue todo al hoyo”

(2001: 171).

Doña Javiera es la vecina de Máximo Manso, madre de Manolito Peña, discípulo del

catedrático y futuro marido de Irene, también es viuda como doña Cándida, pero personifica,

también dentro del marco tradicional, la mujer de pueblo, trabajadora, que sobre la base de su

esfuerzo personal logra sacar adelante un negocio, hasta el punto de que puede darle los

estudios necesarios a su hijo, a Manolito Peña, que llegará nada menos que a ser político, para

desconsuelo de su antiguo maestro. Doña Javiera es una persona de ánimo fuerte que encaja

dentro de la pequeña burguesía, pero que es reivindicada, creemos, por Galdós como una

persona que, aun siendo mujer, regenta con buen tino una carnicería. Claro está que no

La mujer nueva y la mujer tradicional...

353

podemos sacarla tampoco del marco de la mujer tradicional, no sólo porque su oficio

pertenece a un ámbito muy honorable, pero que entra dentro de una consideración social no

demasiado prestigiosa, sino sobre todo porque ella es muy consciente, lo cual no deja de ser

admirable, de sus escasos conocimientos culturales, que le permitan aspirar a pertenecer a una

clase social más alta: “—Yo no debiera abrir la boca delante de usted —me decía—, porque

soy una ignoranta, una paleta, y usted todo lo sabe. Pero no puedo estar callada. Usted me

disimulará los disparates que suelte y hará como que no los oye. No crea usted que yo

desconozco mi ignorancia, no, señor de Manso. No tengo pretensiones de sabia ni de instruida,

porque sería ridículo, ¿está usted? Digo lo que siento, lo que me sale del corazón, que es mi

boca... Soy así, francota, natural, más clara que el agua; como que soy de tierra de Ciudad-

Rodrigo... Más vale ser así, que hablar con remilgos y plegar la boca, buscando vocablotes que

una no sabe lo que significan” (2001: 159-160).

Petra, como hemos dicho, es su sirvienta: “Una excelente mujer, asturiana, amiga de mi

madre, de inmejorables condiciones y aptitudes se prestó a ser mi ama de llaves. Poco a poco

su diligencia puso mi casa en un pie de comodidad, arreglo y limpieza que me hicieron

sumamente agradable la vida de soltero, y esta es la hora en que no tengo un motivo de queja,

ni cambiaría a mi Petra por todas las amas que han gobernado curas y servido canónigos en el

mundo” (2001: 158). Por lo menos para Máximo Manso, es necesaria la ayuda y el buen hacer

de una mujer para que su casa esté arreglada como es conveniente. La impronta tópica de la

relación indisoluble entre mujer y cuidado doméstico se presenta como una realidad palpable.

Es otro elemento de la consideración de la mujer tradicional, y es quizás una de las rémoras en

el proceso de igualdad práctica, y no teórica, entre hombres y mujeres.

Lica es el diminutivo de Manuelica, de Manuela, la cuñada cubana de Máximo Manso, que

llega a España para instalarse definitivamente con toda la parafernalia caribeña que es propia

de su alta condición económica y social. El hermano de Máximo, José María, a pesar de tan

bondadoso nombre está en las antípodas del filósofo especialmente en cuanto atañe a

condiciones morales. Es un hombre de escasa preparación cultural que, a diferencia de doña

Javiera, no le retrae para iniciar una carrera política, hablador en exceso, prototipo del indiano

fanfarrón y, para mayor escarnio, pretende los favores de la joven Irene, enamorada

idílicamente de Manolito Peña. Lica es, salvando los excesos en los que cae en materias de

moda, entre otras cosas debido en parte a sus innatas condiciones tropicales, y en parte al

desconocimiento de los usos de la capital de la metrópoli, lo que podríamos definir como

señora de clase alta, con mucho dinero, con muchos sirvientes, y dedicada por entero a su

casa. Sin embargo, su posición le permite llevar una vida social que no veíamos, por ejemplo,

en doña Javiera:

—Me parece que debemos marcharnos. Yo estoy muy cansada. ¿Y usted, mamá?

—Por mí, vámonos.

—¿Y no oímos al tenor? —indicó Mercedes con desconsuelo.

—Niña, en el Real lo oiremos.

Levantáronse. Irene estaba en el antepalco distribuyendo abrigos. Cuando todos se

abrigaron, también ella tomó el suyo. Yo atendí primero a doña Jesusa, a Lica, a

Mercedes, después a ella que, con su alfiler en la boca, desdoblaba el mantón para

ponérselo. (2001: 302)

Vayamos de nuevo con Irene, aquí la vemos junto a la familia de Lica porque, tras sus

estudios como maestra, trabaja como institutriz de los sobrinos de Máximo. Es ahí, justo en la

VIII Congreso Galdosiano

354

casa de Lica, donde recibe los mayores acosos por parte de José María Manso, que no duda en

establecer una despreciable alianza con doña Cándida para que Irene ceda a sus pretensiones.

Pero no es así, gracias a la intervención decidida de Máximo todo se pone sobre la mesa y las

cosas retornan a su cauce correcto; también Irene, que pasa de ser aquel esbozo de un modelo

nuevo de mujer, producto de la razón y de la inteligencia, no sometida a los dictados de una

sociedad en donde prevalece como salida más válida para la mujer, cuando no la única, el

matrimonio, a ser precisamente un ejemplo más de una jovencita que pretende convertirse en

una señora de, en este caso de Manuel Peña. Para Máximo Manso, probablemente también

para Galdós, el cambio de la función de la mujer en aquella sociedad todavía distaba mucho de

ser un hecho generalizado. Tal es así, que María del Prado Escobar Bonilla apunta esta

aclaratoria declaración de intenciones del autor:

En conclusión. Todo lo que se había propuesto consigue Irene, la verdadera, tan

apartada de la imaginada por Manso que la había soñado como.

Minerva contemporánea en que todo era comedimiento, aplomo, verdad, rectitud,

razón, orden, higiene.

Sin embargo, tales sublimes cualidades, de haber resultado ciertas, también deberían

haber brillado en un ámbito exclusivamente hogareño, si ella, la protagonista del

relato, hubiera preferido a Máximo. Claro que se trataría de un hogar distinto del que

ocupará junto a Manolito Peña; pero al fin y al cabo, también tendrían que haber

girado estas excelentes prendas del carácter femenino en la órbita del varón jefe de la

familia, y la mujer realzada con tan excelsas cualidades, se debería, no obstante,

limitar a un discreto papel secundario de compañera fiel del hombre, todo lo más

inspiradora suya, y madre amantísima de su descendencia, por supuesto. Así que el

papel que Irene desempeña en la sociedad al casarse con el discípulo, no difiere

cualitativamente del que hubiera interpretado si llega a preferir al maestro.

La protagonista de El amigo Manso triunfa y logra todas sus aspiraciones, quizás

porque éstas no van a contrapelo de lo que su creador entendía por “natural” en punto

a educación femenina; a saber: que la mujer se ilustre y brille, incluso que ejerza

alguna profesión “femenina” a condición de que no hay más remedio; pero que todo

lo posponga ante la perspectiva de unirse al hombre elegido y supeditarse a él. (1980:

174-175).

La búsqueda del hombre culto como vehículo de transformación de la sociedad es patente

en el Ideal de la Humanidad, de Sanz del Río. Existe un concepto del ser culto como una

persona educada, ilustrada, que va a ser el principal valedor de la armonía personal y social que

persigue Krause. Su obra está orientada hacia este individuo culto que será el ejemplo en

donde se mirarán los pueblos para su conformación conveniente como comunidades

avanzadas, que han de aunarse para formar el ideal superior de la humanidad:

¿Cuánto no han ganado en desarrollo y en cultura los pueblos, cuando se ha abierto

entre ellos alguna nueva puerta de comunicación cercana o lejana, y cuando se ha

extendido esta comunciación a mayores relaciones y objetos? ¿Qué da hoy a la cultura

europea su realce característico, y presta a nuestro comercio social aquella dignidad

de maneras junto con el tono delicado que lo distingue, sino el que nosotros rodeamos

ya libremente toda la tierra, que hasta los pueblos más extremos de Europa se

La mujer nueva y la mujer tradicional...

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comunican unos con otros, y reparten entre sí los frutos de la naturaleza y de la

inteligencia? Estos pueblos y todos deben conservar y conservará cada cual la

originalidad de su carácter y destino en la unidad del destino humano, determinarán

este carácter y lo educarán reuniéndose en sociedades gradualmente comprensivas, y

llegarán últimamente a unirse en una alianza y pueblo terreno.

Ciencia, arte, estado, religión, todas estas instituciones fundamentales miran

últimamente a la realización de toda la humanidad en la tierra como un hombre

interiormente culto, y al complementeo igual de este hombre en todas sus partes,

órganos y fuerzas. Cada cual de estas instituciones aguarda del complemento del todo

el suyo propio. Todas trabajan, con designio o sin él, para la edificación humana en el

todo y en las partes. (1992: 61)

La cultura para el krausista es fuente primordial de conocimiento, pero también de

aplicación social. No se valora tanto la adquisición de un bagaje cultural, como la proyección

de este bagaje en aras de contribuir a una mejora social en todos los órdenes. No descubrimos

nada al reparar en la inquietud de Galdós por la cultura como motor de la renovación de la

sociedad española junto al trabajo productivo. Alfonso Armas Ayala da cuenta de esa

inquietud galdosiana por la educación: “Desde 1872 (Crónica de la Quincena), Galdós se

planteaba ya esta cuestión: ‘¿Qué es preferible: el pueblo supersticioso según la escuela

antigua, o el pueblo filosófico, según la escuela de La Internacional?’. Esto es, el pueblo

ignorante o el pueblo educado. Así, en términos tan claros, ya se planteaba Galdós el concepto

de la educación del pueblo. Con el propósito de elevarlo y dignificarlo” (1989: 213).

Veía Galdós los resultados positivos que podría producir la educación en la sociedad

española en su conjunto. Por ejemplo, el compromiso político o la cuestión religiosa no

dejaban de ser asuntos que había que ser entendidos con el soporte de una educación

adecuada. El pueblo no estaba preparado para el cambio sociopolítico que hombres como

Galdós pensaban para España. En este contexto, es fácil pensar en las razones por las que el

novelista lleva adelante el proyecto de El amigo Manso, una obra en la que se pone de

manifiesto, con un tono irónico, por otra parte muy galdosiano, la educación como tema

principal del relato a través de las experiencias de un pedagogo krausista, Máximo Manso.

Insistimos en ello, Galdós se introduce en el problema de la educación en España con el ánimo

del interés social por el que se muestra tan proclive. No obstante, como hemos visto, parece

que todavía no tocaba alcanzar ese nivel educativo y cultural a la mujer. Hoy en día

—retomamos la idea del horizonte de expectativas—, aunque la función social de la mujer no

ha alcanzado los niveles de igualdad con respecto al hombre en todos los aspectos, las

condiciones del marco en el que nos hallamos nos permite pensar que existen muchas menos

Irenes y que los modelos educativos defendidos por los krausistas están abiertos a cualquier

persona, independientemente de su sexo. Por lo tanto, la lectura en estos momentos de El

amigo Manso ha de entenderse desde una posición diferente, a favor de la mujer y en contra de

los moldes tradicionales. Sin embargo, no se puede levantar el pie del acelerador en cuanto a la

consecución de la igualdad de derechos y de deberes, y la referencia de esta novedosa novela

de Galdós ha de servir para tener ello muy en cuenta.

VIII Congreso Galdosiano

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BIBLIOGRAFÍA

ARENCIBIA, Y., (dir.): Homenaje a Alfonso Armas Ayala, 2000, Cabildo de Gran Canaria, Gran Canaria.

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ESCOBAR, Mª. del P., “Galdós y la educación de la mujer”, 1980, en Actas del II Congreso Internacional

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IGLESIAS SANTOS, M. “La Estética de la Recepción y el horizonte de expectativas”, 1994, en Darío

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PÉREZ GALDÓS, B. El amigo Manso, 2001, Cátedra, Madrid.

UREÑA, E. M. El “Ideal de la Humanidad” de Sanz del Río y su original alemán, 1992, Universidad

Pontificia Comillas, Madrid.

La mujer nueva y la mujer tradicional...

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NOTAS

1 En 1860, Julián Sanz del Río publica en España el Ideal de la Humanidad, obra basada en la doctrina del

filósofo alemán Karl Christian Krause, expuesta por éste a principios de siglo, concretamente en 1911, en

su Tagblatt des Menschheitlebens, una pequeña revista editada por el propio Krause. El Ideal de la

Humanidad se convierte en España en una referencia cultural de amplia incidencia en la convulsa

sociedad de la época.