BENITO PÉREZ GALDÓS E ISADORA DUNCAN
Alan E. Smith
Relacionar a Benito Pérez Galdós e Isadora Duncan esperamos que ayude a destacar
importantes propósitos y principios artísticos, sociales y políticos compartidos por ambos: su
antipatía hacia la ropa burguesa, especialmente la femenina, que ambos consideran como librea
de sometimiento físico y moral de la mujer, su interés en la cultura clásica griega, y el concepto
del cuerpo que de ella se desprende, libre, descalzo, vestido en somera tela o desnudo; su
participación en el modernismo europeo, tan helénico, y cultivado por ambos con elegante
sencillez.
Empezaremos considerando el bello cuento de Galdós, Celín, fechado en 1887, publicado
por vez primera en 1889,1 e incluido al año siguiente en el tomo que, con el título de La
sombra, da cabida también a dos otros cuentos, Teros y Tropiquillos. Celín es esencialmente
un espacio para que —primero— se vista una señorita burguesa, con todos los aditamentos de
la moda, para salir a suicidarse, y —luego— para que se desnude de todas esas ropas y así
encuentre la vida. En este cuento Galdós culmina, pues, el motivo negativo de la ropa vista
como opresión, que llevaba cultivando en varias obras desde la década de los 70, e inicia el
motivo positivo de la mujer vestida a la griega, descalza, que culminaría en El caballero
encantado. Notamos que este segundo motivo, trayectoria ascendente, frente a aquella primera
descendente, podría haber parecido imposible en la realidad, y Galdós la cultiva por tanto en
sus obras fantásticas, expresión desnuda, precisamente, de sus ideales y sueños. Sin embargo,
Isadora Duncan —como veremos— lo llevaría a la realidad.
En Celín, Diana de Pioz, inconsolable damisela, tras la muerte de su prometido, decide
suicidarse, pero, por su puesto, bien vestida,
y no se equivocó en ningún detalle del acto de vestirse [...]. Veía con claridad todo lo
concerniente al atavío de una dama que va a salir a la calle, atavío que el decoro y
buen gusto deben inspirar, aun cuando una vaya a matarse. El espejo la aduló, como
siempre, y ambos estuvieron de consulta un ratito [...]. Por supuesto, era una ridiculez
salir sin sombrero. Como el frío no apretaba mucho, púsose chaquetilla de terciopelo
negro, muy elegante, falda de seda, sobre la cual brillaba la escarcela riquísima
bordada de oro. En el pecho se prendió un alfiler con la imagen de su amado. Zapatos
rojos (que era la moda entonces) sobre medias negras concluían su persona por abajo,
y por arriba el pelo recogido en la coronilla, con horquilla de oro y brillantes en la
cima del moño. Envolvióse toda en manto negro, el manto clásico de las comedias
[...] el cual la cubría de pies a cabeza, y ensayó al espejo el embozarse bien y taparse
como una máscara, no dejando ver más que ojo y medio, y a veces un ojo solo. ¡Qué
bien estaba y qué gallardamente manejaba el tapujito! El misterioso rebozo marcaba
en lo alto la cúspide puntiaguda del moño, y caía después, dibujando con severa línea
el busto delicado, la oprimida cintura, las caderas [...]. En aquel tiempo se usaban muy
exagerados esos aditamentos que llaman polisones, y el manto marcaba también,
como es natural, el que Diana se puso, que no era el de los más chicos, cayendo
después hasta dos dedos del suelo, donde se entreparecían los pies menuditos y rojos
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de la enamorada y espiritual niña...Vamos, era la fantasma más mona que se podría
imaginar (240).
Una de las características del arte de ficción galdosiano es la pertinencia de las descripciones
para la acción del relato, tanto con respecto a la trama, como al alcance simbólico y temático.
Esta descripción del atuendo de la protagonista, detalladísimo, podría parecer preciosista, y
hasta fetichista, en el sentido de deleitarse en el objeto mismo, pero no lo es. Entre otras cosas,
dentro de la economía del relato entero, se verá como un enjuiciamiento del fetichismo que
define la sociedad burguesa, y constriñe, configurando, desfigurando, el cuerpo y el alma.
Algunos detalles de la descripción son especialmente significativos. Enseguida se sitúa a la
protagonista dentro de la clase alta, llamándola “dama”, y el narrador deja entrever una sonrisa
irónica sobre dos imperativos sociales fundamentales para esa clase: “el decoro y el buen
gusto”, que “deben inspirar” la selección de ropas, “aun cuando una vaya a matarse”. Que este
pensamiento responde a la conciencia de la damisela es evidente en el uso del pronombre de
primera persona, “una” —y en este espacio retórico y psíquico campea por sus derechos la
simpática ironía galdosiana. Los zapatos son rojos, no sólo porque “era la moda entonces”,
como nos indica el narrador, sino porque el calzado resume en sí toda la cruel desfiguración
del atuendo impuesto por el “decoro” burgués.
Chad Wright nos recuerda la importancia en la obra galdosiana de los zapatos y las botas,
por ejemplo en el caso de Agustín Caballero, quien exclama: “Zapato de la sociedad, me
aprietas y te quito de mis pies” (cit. en Wright, 118).2 El color rojo es el más intenso de los
colores, con su necesaria asociación con la sangre; es, de hecho, el color por excelencia, al
indicarse con el vocablo “colorado”. El manto de la señorita la tapa, “como una máscara”,
indicando la falsedad que la envuelve en el color de la muerte, el luctuoso “negro”. Su cintura
es “oprimida”, por su atuendo, lo cual sugiere el otro artículo de ropa de gran importancia en
la obra galdosiana, el corsé.3 El uso de ese participio, si bien exacto simplemente como
descripción física, no deja de indicar el campo semántico político-social, especialmente si
tenemos en cuenta el resto del relato. También, como muestra de su ridiculez inherente, el
narrador menciona su polisón, “que no era el de los más chicos”, esto, en época muy próxima
al momento en que Jacinta fuera al barrio obrero de la calle de Toledo, de tabernas coloradas,
con su incongruo polisón. Si el corsé desfigura el cuerpo al achicar, esta prenda desfigura al
añadir, y es como una ostentación de la importancia personal y de clase.
Esta descripción minuciosa del atuendo que la señorita cree conveniente vestir, para morir,
no es sólo un sitio de apretada concurrencia de unos motivos de valor simbólico, como si de
una estampa estática —y por ello alegórica— se tratara. Dentro del alcance completo del
cuento se comprende que supone la preparación de un ritmo bimembre: es el primer compás de
dos acentos, vestirse para poder desvestirse. De hecho, el resto del cuento es la narración de
un desnudarse.
En este proceso Diana es acompañada, guiada sería mejor decir, por un joven que, al
principio de este cuento fantástico es un niño, y que durante el relato crece conforme se
desnuda también, hasta llegar a ser un mozo, quien en un coito perfectamente expresado en
lenguaje simbólico, la aparta del suicidio, en los brazos y el vértigo desorganizador y
reintegrador del amor. A mediados del cuento la joven le dice: “Di una cosa, ¿No tenías tú,
cuando te encontré, unos gregüescos en mal uso? ¿Cómo es que tienes ahora ese corto faldellín
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blanco con franja de picos rojos, que te asemeja a las pinturas pompeyanas que hay en el
vestíbulo de mi casa y las figuras pintadas en los vasos del Museo?” (256).
El asombro de la muchacha ante la desnudez del niño que va creciendo a ser hombre es
acompañado por una referencia culta un tanto peregrina en esa boca, a las pinturas
pompeyanas y los vasos del Museo, donde ha visto precisamente el modelo de ese faldellín
griego, por lo que notamos que a Galdós le interesa más expresar su visión cultural,
mencionando la impronta del mundo clásico, que la verosimilitud en el diálogo, uno de los
privilegios del discurso fantástico.
Diana también empieza a desnudarse, comenzando por quitarse el manto negro, para
recoger unas moras, y en seguida los zapatos emblemáticos: “Ni ella misma podía decir en qué
punto y hora lo hizo; pero ello es que zapatos y medias desaparecieron, y Dianita gozaba
extraordinariamente agitando con su blanco y lindísimo pie el agua de los charcos” [...] (264).
Después de jugar en el campo corriendo y riéndose:
De repente, notó increíble novedad en su atavío. Recordaba haberse quitado botas y
medias; pero su chaquetilla de terciopelo con pieles, ¿cuándo se la había quitado?
¿Dónde estaba?
—Celín, ¿qué has hecho de mi manto?
La señorita se vio el cuerpo ceñido con un jubón ligero, los brazos al aire, la garganta
idem per idem [...] Su falda se había acortado.
—Mira, hijo, mira: estoy como las pastoras pintadas en los abanicos. ¡Es gracioso! ¿Y
cómo me he puesto así? La verdad es que no comprendo cómo usa botas la gente
ilustrada. ¡Qué tonta es la gente ilustrada, Celín! ¡Cuán agradable es posar el pie sobre
la hierba fresca! Y allá, en Turris, usamos tanta faralá inútil, tanto trapo que sofoca,
además de desfigurar el cuerpo. Avisa cuando veas una fuente para mirarme en ella.
Quiero ver como estoy así, aunque desde luego se me figura que estaré bien, mejor
que con las disparatadas invenciones de las modistas de Turrís. (265)
Cerca del final del cuento, Celín, mozo ya, la lleva en sus brazos a la copa de un árbol, y la
mira: “El mancebo abrió sus ojos, que fulguraban como estrellas, y la contempló con cariñoso
arrobamiento. Al verse de tal modo contemplada, sintió Diana que renacía en su espíritu, no el
pudor natural, pues éste no lo había perdido, sino el social, hijo de la educación y del
superabundante uso de ropa que la cultura impone. Al notarse descalza, sin más atavío que el
rústico faldellín, desnudos hasta el hombro los torneados brazos, vergüenza indecible la
sobrecogió, y se hizo un ovillo, intentando en vano encerrar dentro de tan poca tela su cuerpo
todo” (270-71). Celín la abraza, diciéndole, “Yo soy la vida, el amor honesto, fecundo, la fe y
el deber [...]” (271). Y la joven ya no se habría de suicidar.
“Celín”, cuento en que el irse despojando de la ropa burguesa corre parejas con el autoconocimiento,
que lleva a la protagonista de la muerte al amor, es la culminación en la obra
galdosiana del motivo de la ropa burguesa vista como deformación, figuración, máscara y
mortaja, que aparece por lo menos desde La familia de León Roch, incluyendo las novelas de
Rosalía Bringas y Fortunata y Jacinta. Recordemos brevemente a María Egipcíaca, vestida
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con grotesca elegancia en su intento de recuperar a León, y vista por Monina, la pequeña hija
de Pepa Fúcar, como una monstruosa y peligrosa muñeca, o la degeneración de Rosalía, en
busca del trapo, o los comentarios salaces de Juanito Santa cruz y su amiguete Villalonga,
a propósito de la nueva elegancia con que éste ha visto vestida a Fortunata, esculpida por
el corsé.
Pero “Celín” es también el comienzo de otro motivo: ya no sólo el negativo de la ropa
burguesa, sino el positivo de la condición descalza y la ropa a la griega, que ofrece libertad de
movimiento y configura la libertad de acción moral. Este motivo, indicado de pasada en el
atuendo somero de Nazarín, quien aprende a caminar descalzo, igual que había aprendido a
pensar sin los libros que había regalado, aparecerá con creciente frecuencia a partir de este
cuento, sobre todo desde la tercera serie de Episodios Nacionales en adelante. Lo veremos en
Ansila (Lucinda) Ansúrez, en Bárbara, de la obra dramática del mismo nombre, y en la Madre
del Caballero encantado.
En Narváez, María Ignacia, esposa de Fajardo, describe a Lucinda Ansúrez. “Y a mí me
parece que como la hemos visto luce más su hermosura. Parece una estatua, un cuadro, no sé
si de la virgen o de alguna diosa, muy al fresco y a la pata la llana... es la belleza en estado
natural, lo mismo que Dios la creó. ¿No eran así las mujeres de la antigüedad, cuando nosotras
no usábamos corsé, y ustedes los hombreas no conocían los pantalones, y andábamos todos
con trajes largos, túnicas, qué sé yo qué” [...] (638). A su vez, la condición descalza y rústica
es ensalzada por Virginia Socobio, que, abandonando a su marido, ha huido al campo con
Rodrigo Ansúrez, hermano de Lucinda: “Hay aquí un prado verde por donde yo ando
descalza, Pepe, riéndome mucho de los zapateros. ¡Vaya con el negocio que harían conmigo!
El viento me despeina y me vuelve a peinar” (La revolución de julio, 867).4
La obra de teatro Bárbara (1905), manifiesta una marcada y continuada referencia al
mundo helénico, y su heroína aparece con un “peinado a la griega” (1051), y “vestida a la
griega antigua” (1054).
En El caballero encantado, novela de 1909, se pone de manifiesto el poder de estas
mujeres descalzas y vestidas en túnicas, en la descripción que el narrador hace en el momento
de aparecer este excelso personaje en la novela, con su escolta de danzantes amazónicas:
No le dejó completar su pensamiento la súbita presencia de un tropel de muchachas,
lo menos cincuenta, guapísimas, vestidas tan a la ligera, que no llevaban más que un
fresco avío de lampazos, con que cubrían lo que la honestidad quiere y ha querido que
se cubra. Piernas y brazos trazaban en el aire, con ritmo alegre, airosas curvas y
piruetas. Eran, más que ninfas, amazonas membrudas, fuertes ágiles, los rostros
hermosísimos y atezados. Traza tenían de mujeronas de raza y edad primitivas,
heroicas. Su aventajada talla y la solidez de su estructura muscular no consentían
imitación por medios teatrales. Ni con actrices ni con escogida comparsería podían los
taumaturgos de la escena representar espectáculo semejante, por lo cual Tarsis
abandonó el concepto de lo real para volverse al del maravilloso… Las ninfas
hombrunas rompieron a coro en un grito salvaje, Ijujú, que retumbó en los senos de la
selva. Y conforme gritaban se partieron en dos alas, dejando en medio un ancho
camino para que por él pasara, con porte de reina, una esbelta matrona que salió de la
espesura de las encinas.
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Tarsis quedó embelesado, y no se hartaba de mirar y admirar la excelsa figura, que
por su andar majestuoso, su nobilísimo ademán, su luengo y severo traje oscuro, sin
ningún arrequive, más parecía diosa que mujer (114).
Esta descripción, publicada en 1909, es la culminación de este motivo en la obra galdosiana,
y es también la que más referencias tiene al mundo del teatro y del espectáculo. Podría ser una
reseña periodística de una actuación de una mujer que, ya famosísima por toda Europa y las
Américas, y consagrada como artista y mujer profética, bailaba en túnica griega, descalza y
noble.
Ya en 1903, en Berlín, “nacieron leyendas del poder curativo de [la] danza [de Isadora
Duncan] hasta el punto que trajeron inválidos en literas al teatro para verla. Se la fotografiaba
y se escribía de ella tratándola como una especie de sacerdotisa, mística y transcendente, ‘tan
absorta en su concentración del arte griego que no parecía ya capaz de regresar a nuestro
mundo sofisticado,’” como rezaba un artículo de la época (cit. Kurth 102).5
La reseña descriptiva de Nicolai Georgievitch Shebuyev, publicada en la Gaceta de
Petersburgo, en 1905, nos la pinta con gran inmediatez:
Una luz rosácea brilló al fondo y a la izquierda del escenario, y pálidas luces violetas
empezaron a encenderse en el telón de fondo. El sonido de la mazurka de Chopin (en
re mayor opus 7, no. 1) hizo chispear nuestros nervios, y en el escenario entró una
sílfide. Un poco de gasa azul-rosada, como una neblina, envolvía su cintura delgada, y
velaba y descubría sus pies desnudos. No es bella, pero su cara es... exótica... y en
ella, con igual poder expresivo, nacían y morían rápidamente alegría, tristeza, una
lágrima, una sonrisa.
Apareció y nadó como una ondina, meciéndose al compás de la música, moviendo sus
manos rítmicamente —y de repente ascendió en vuelo como una ave y planeó sin
preocupación alguna, con alegría [...]. Su cuerpo está como embrujado por la música
[...] luego las manos expresivas (tan expresivas como su rostro. ¿Y las piernas?
Porque, después de todo, eran las piernas, y los pies desnudos, que se suponían eran
la sensación de la tarde. [...] Sin embargo, [...] aquí todo baila: cintura, brazos, cuello,
cabeza— y piernas. Las piernas y pies desnudos de Duncan son como los de un
rústico vagabundo: son inocentes: esto no es nudité que excita pensamientos
pecaminosos [...] (cit. Kurth 152).
Otro crítico ruso abunda en la inocencia de su cuerpo desnudo: “Sólo un miembro
totalmente corrupto de nuestra sociedad burguesa verá esta desnudez de la estatua clásica
rediviva como una violación de las leyes de la decencia o la moralidad” (cit. en Kurth 153), y
luego la describe como las figuras galdosianas que hemos visto: “En una corta túnica de gasa
roja, sus piernas desnudas, salta, brinca en círculos [...] hay atisbos ocasionales de algo
animal... Duncan no tiene técnica de Ballet; no le interesan fouettés y cabrioles. Pero hay tanta
escultura en ella, tanto color y sencillez [...] (cit. en Kurth 154).
En 1909 Isadora “se afinca definitivamente en París”, (Kurth 172), adonde regresa en enero
de ese año. ¿Pudo haber Galdós leído algunas de las muchísimas reseñas que se publicaban
desde Londres a Moscú, antes de esa fecha, especialmente en vista de sus viajes a la capital
francesa? Parece más probable que así fuera, que no lo contrario. Aunque no contamos con ese
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conocimiento para nuestro argumento, que estudia afinidades esclarecedoras y no influencias,
es, de todas maneras, interesante recordar aquí unos datos biográficos que sitúan a Galdós y
Duncan en París en 1901 y 1902. Según Berkowitz, “[e]n 1901 y 1902 [Galdós] hizo
frecuentes viajes a París, donde su amigo de la infancia, el embajador Fernando León y
Castillo, consiguió para él varias audiencias sumamente agradables con la reina exilada” (343).
Ortiz-Armengol menciona varios viajes a París “[e]n estos años de comienzos del siglo” (583).
La cronología de Celia Valbuena de Madariaga, que acompaña la biografía de Benito
Madariaga, indica que Galdós está en París en octubre y noviembre, 1901, y en septiembre,
octubre y diciembre de 1902 (403-404). Isidora Duncan va a París desde Londres en el verano
de 1900 (Kurth 67). Allí, en 1901 y 1902, realiza varias actuaciones en su propio estudio y en
salones de la aristocracia y de la élite cultural, incluyendo la embajada de Estados Unidos, y en
el “Palais de l’Elysée” para el presidente Emile Loubert (Kurth 80); baila además ante Georges
Clemenceau, en cuya actuación bailó por primera vez descalza (Kurth 83). Victor Seroff
recuerda “la conmoción que creó entre los literatos y artistas en París” en 1901-1902 (47).
Isadora volverá a París, tras una gira de enorme importancia, por Alemania, Austria y Hungría,
en 1904, y triunfa ante una enorme multitud en el Trocadero (Kurth 117). Su fama era
extensísima; Kurth nota que, “Había habido imitadores de Isadora desde por lo menos 1903;
ahora [1905] las había por toda Europa” (190). En vista de su estrecha amistad con el
embajador español en París, ¿podría haber visto Galdós a Isadora, en alguna de sus actuaciones
ante el cuerpo diplomático y los círculos de la más alta esfera cultural y política en la capital
francesa entonces, o por lo menos oído hablar de ella del mismo León y Castillo? No lo
podemos saber, pero de ser así, no cabe duda de que Galdós habría sabido apreciar con
especial reconocimiento todo el valor de esa mujer y artista.
Como para Galdós, el corsé y el calzado eran para Isadora el blanco de una irresistible
antipatía. Como dijo, “bailar en la punta de los pies los deforma; el corsé deforma el cuerpo;
nada queda por deformar sino el cerebro [...]” (cit. Terry 27). Isadora recuerda cómo bailaba
en una playa cerca de San Francisco, cuando era niña: “Y allí bailaba, desnuda [...] sentí
incluso entonces que mis zapatos y mi ropa sólo me trababan. Mis pesados zapatos eran como
cadenas; mi ropa una prisión. Así que me quité todo. Y sin que ningunos ojos me observaran,
completamente sola, bailé, desnuda al lado del mar. Y me parecía que el mar y los árboles
bailaban conmigo” (cit. Kurth 19).
Sobre este motivo, veamos un ejemplo más, entre muchos, por cierto no exento de cierto
humor. En 1924 Isadora se encontraba en Rusia, buscando dinero para fundar otra escuela
más, de las muchas que su pasión educadora realizara. En una oficina del gobierno, pregunta
a su acompañante la identidad de una mujer que, briosa y con ademán de mando, había entrado
en el recinto. Le informan que es la diputada encargada de asuntos financieros del Comisariado
Popular de Educación, e Isadora, tras un silencio, dice a su acompañante: “Vamos. Aquí
estamos perdiendo el tiempo. Esa mujer lleva puesto un corsé” (cit. Kurth 491).
Y ya que estamos en el capítulo del humor, cómo no recordar estas palabras de la Isadora
ya en más de sus cuarenta años, dignas quizás de Mae West, ante las instancias de que, un
poco menos esbelta, controlara sus apetitos: “adoro las patatas y los hombres jóvenes: ese es
mi problema” (cit. Terry 87).
La libertad en el amor, como en toda actividad humana, la consideraba en relación con la
libertad del cuerpo: “El liberar la forma de la mujer de la constricción del corsé, su
introducción de una saludable claridad en la ropa [...] se han considerado [...] como un derecho
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natural de la mujer,” comenta su historiador Walter Terry (137), y añade: “La condición
indómita de Isadora nos ha dejado [...] dos promesas luminosas: una para la mujer en sí, y otra
para la mujer que baila” (143). El reciente biógrafo, Peter Kurth, afirma: “Primero en Alemania
y luego en Francia, el nombre de Isadora vino a simbolizar la libertad de la mujer, belleza, y el
nacimiento de un nuevo mundo de arte” (95).
El ideal artístico de Isadora Duncan era el de un arte integrado en la vida —de ahí su
enorme interés pedagógico, y sus muchas escuelas, en París, Berlín y Petersburgo, para formar
seres humanos libres, antes que bailarinas, guiadas por un concepto de naturalidad,
que reflejara la armonía de la naturaleza, y en última instancia, de la creación: “¿No es el caso
—preguntaba en su autobiografía —que en todo el universo no haya más que un gran grito
único, que contiene tristeza, alegría, éxtasis, pena, el grito madre de la creación?” (8). Al
referirse a su visión de una danza con la novena sinfonía de Beethoven, exclama: “Todavía te
sigo, para encontrar esas criaturas superhumanas que en Amor Armonioso bailarán la gran
visión de belleza que el mundo espera” (Duncan 213). ¿Cómo no recordar estas palabras de
Galdós, en carta a Teodosia Gandarias, del 21 de julio de 1907?: “Yo voy creyendo que dios
es Amor y que Amor es la Atracción Universal, Amor todas las leyes que regulan la vida física
como espiritual” (De la Nuez 72).
Como Galdós hizo, por lo menos a partir de la década de los 90, Isadora busca esa armonía
en el mundo griego, que, como Galdós, estudia en el arte y los libros. En Londres, a comienzos
de su carrera, nos cuenta la vida que llevaba con sus hermanos y su madre: “Vivíamos
comiendo tortas, y, sin embargo, tal era nuestra vitalidad extraordinaria, pasamos nuestros días
en el British Museum” (Duncan 51). Allí lee una traducción al inglés de Viaje a Atenas de
Winckelman [...] (51). “Pasábamos la mayor parte del tiempo en el British Museum, —nos
cuenta en su vida— donde Raymond [su hermano] hizo dibujos de todos los vasos griegos y
bajo relieves, y yo trataba de expresarlas con cualquier música que me parecía entonces en
armonía con los ritmos de los pies y el porte dionisiaco de la cabeza, y el blandir del tirso”
(54). De su estancia en París, nos dice: “Raymond era muy hábil con el lápiz. En unos cuantos
meses había copiado todos los vasos del Louvre. Pero existen ciertas siluetas, que se
publicaron después, que no era de los vasos griegos, sino de mí, bailando desnuda,
fotografiada por Raymond, que se presentaron como unas urnas griegas” (68). Así, las figuras
de los vasos griegos que Diana de Pioz recordaba, al verse vestida en breve túnica y descalza,
han salido al mundo.
Creo que se podría ver a Isadora Duncan como la encarnación misma de la figura femenina
descalza y danzante, en túnica griega, que aparecía ante la imaginación galdosiana en sus
últimas tres décadas, emblema del gusto helénico del modernismo y el simbolismo que
informan a ambos artistas. Isadora fue mujer fuerte, de honesta desnudez, término éste
ciertamente adecuado para describir la visión de la vida y del arte tanto del maestro español
como de la magistral americana, quien, en trágica revancha de la ropa que despreciaba, muere
estrangulada por una larga bufanda cuyos flequillos se enrollan en la rueda del bólido en que se
escapaba hacia la noche de Nice, siete años después de la muerte de Galdós.
VIII Congreso Galdosiano
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BIBLIOGRAFÍA
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NOTAS
1 En Los meses, 1889, Barcelona, Heinrich y Cía., pp. 229-267.
2 Wright anota: “An entire study could be written about Galdós’ preocupation with shoes and boots. Dozens
of examples come to mind. Galdós’ use here of the tight-fitting shoe image to represent the constraints of
society suggests his later use of the same image in Fortunata y Jacinta. Whyen Maxi and Fortunata walk
out to Las Micaelas just before the latter enters it for her ‘moral education,’her fear of the regimentation
of the sisters is demonstrated physically through the painfully tight shoes” (36, n. 12).
3 Sobre el corsé en Tormento, Wright nota que es “the most intimate and telling article in Rosalía’s
wardrobe” (26). Carmen Servén, en “La mujer a la moda en la obra novelística de José María de Pereda y
Juan Valera: Dos opiniones divergentes,” estudia otras actitudes contemporáneas de la visión galdosiana
ante la moda femenina.
4 Lieve Behiels, en su artículo, “El universo campesino como espacio alternativo en la obra tardía de Benito
Pérez Galdós,” concluye: “Las fuertes figuras femeninas pretendidas por los protagonistas se acercan de
algún modo al ideal de belleza griega. Realizan o anuncian un vivir pleno, donde la libertad del cuerpo
resulta inseparable de la libertad de la mente [...]” (148).
5 Traduzco al castellano las citas en inglés dentro del texto principal.