LAS COSAS EN GALDÓS / LAS COSAS DE GALDÓS:

VALOR DE CAMBIO Y VALOR DE USO

Jo Labanyi

Las novelas contemporáneas de Galdós, desde La desheredada hasta Miau, se dedican

—como espero haber demostrado en un trabajo anterior (Labanyi 2000)— a la representación

de un mundo moderno regido por el mercado, en el cual la circulación de las cosas las

convierte en objetos de cambio. Esto supone un nuevo sistema abstracto de valores, divorciado

de la materialidad y funcionalidad de las cosas, y regido por la ley de oferta y demanda. La

importancia de las cosas en las novelas de Galdós corresponde no a la creencia positivista en la

primacía del mundo material, sino a la percepción —compartida con Marx— de que el sistema

capitalista, al convertir las cosas en fetiches por su valor abstracto de mercancía, significa la

pérdida del respeto hacia su materialidad y funcionalidad. La mercancía, según la describe

Marx en el famoso apartado de Capital titulado ‘El fetichismo de las mercancías’, es el objeto

que circula en el mercado, cuyo valor —exclusivamente monetario— se desvincula por tanto

de sus cualidades materiales y de su historia de uso (Marx 1990). Es decir, el valor de la

mercancía depende de la negación de su valor humano, al suprimir, por un lado, el recuerdo del

proceso laboral responsable de su producción y, por otro, su valor sentimental en cuanto

objeto usado en la vida cotidiana.

En esta comunicación, no pretendo contradecir mi lectura anterior de las novelas

contemporáneas. Pero si Galdós fue el gran escritor de la modernidad, es por haber sido un

crítico perspicaz de sus procesos. En este trabajo, propongo centrarme en algunos espacios

textuales donde Galdós nos ofrece una contrapartida a los valores del mercado, recordando al

lector la existencia de otra visión de las cosas, en la cual éstas son valoradas por su

materialidad y por su relación social y afectiva con las personas. Aquí hay que destacar que los

personajes galdosianos que se muestran sensibles al valor de uso y a las condiciones materiales

del trabajo son femeninos.

Esto no debe sorprendernos, dada la asociación del hombre con lo racional, lo cual supone

una capacidad para la abstracción, y la asociación de la mujer con el sentimiento y la materia

(cuerpo). Esta diferenciación sexual, desventajosa para la mujer, se impone sobre todo después

de la consolidación de la moderna división entre trabajo (mundo masculino) y casa privada

(mundo femenino) —lo cual ocurre en España a mediados del siglo XIX—. La consecuencia es

la identificación del hombre con el progreso, y de la mujer con la conservación (reproducción)

de la especie.1 Por tanto, los hombres delegan a las mujeres el mantenimiento de la memoria: a

la mujer del siglo XIX le corresponde el papel de guardián de los recuerdos familiares (mediante

los álbumes fotográficos, por ejemplo).2 Veremos más adelante la relación íntima entre valor

de uso y memoria.

Primero, quisiera comentar la relectura de la teoría marxista del fetichismo de las

mercancías llevada a cabo por Peter Stallybrass, en su artículo brillante ‘El abrigo de Marx’

(1998) . Stallybrass insiste en que Marx no estaba en contra del fetichismo (la valoración de los

objetos), sino solamente en contra del fetichismo de la mercancía (la valoración de los objetos

por su valor de cambio, cualidad abstracta que nos hace olvidar que las cosas forman parte de

Las cosas en Galdós / las cosas de Galdós...

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una dinámica social). Stallybrass describe los repetidos viajes al prestamista de Jenny Marx

para empeñar el abrigo de su marido, que de esta manera dejaba de ser prenda usada y querida,

para convertirse en valor de cambio deshumanizado —Stallybrass nos recuerda que una prenda

usada vale menos en el mercado que una prenda nueva—. Observando que, sin su abrigo,

Marx no poder ir al Museo Britanico para escribir Capital (por hacer frío, y porque no dejaban

entrar en el Museo a quien no estuviera bien vestido), Stallybrass propone que el objetivo de

Marx, en este libro, fue el de ‘devolver el abrigo a su dueño’: es decir, de devolver a las cosas

su valor humano de objetos usados.3

Según Stallybrass, Marx, al proponer que el fetichismo de las mercancías es una inversión

de la historia del fetichismo (puesto que supone, no el progreso desde la barbarie a la

civilización, sino una recaída en la barbarie), se está burlando de una sociedad burguesa que se

cree superior por rendir culto a las cosas por su inmaterialidad (valor de cambio). Para Marx,

este tipo de fetichismo es una regresión a la creencia supersticiosa en lo sobrenatural,

comparado con el fetichismo de las cosas por sus cualidades materiales —característico de los

pueblos llamados ‘primitivos’— el cual Marx valora positivamente en cuanto ‘religión del

deseo sensual’ (Pietz 1993: 133). Para Stallybrass, esto, efectivamente, es la base del

materialismo de Marx. Con esto, Marx rescata el concepto del fetiche de su valoración

negativa en el pensamiento occidental. Según ha comentado otro crítico, William Pietz, la

historia del concepto del fetiche en el pensamiento colonial europeo, desde su primer uso por

los comerciantes portugueses en el África occidental, ha supuesto que los europeos son

superiores por ser ‘sujetos’ que saben dominar las cosas al convertirlos en ‘objetos’, y que los

pueblos no europeos son inferiores por respetar el poder de las cosas y por suponer que ‘la

historia, la memoria y el deseo podrían estar materializados en objetos que se tocan, se visten y

se aman’ (Pietz citado por Stallybrass 1998: 186).

Las novelas contemporáneas de Galdós representan un sinfín de personajes dominados por

las cosas, quienes sin embargo se creen superiores por apreciar las cosas por su valor de

cambio. Por ‘valor de cambio’ entiendo no sólo el precio en el mercado, sino también lo que

Bourdieu denomina el ‘capital simbólico’ (1996) : es decir, el prestigio social otorgado por la

posesión de determinados objetos. Si el valor de cambio permite a las cosas circular en el

mercado, el capital simbólico permite la movilidad social de quien lo posea. Cuando Galdós

describe las plumas tropicales que Rosalía de Bringas incorpora al corpiño de un vestido

nuevo, hace eco del chiste de Marx al proponer la palabra ‘fetichismo’ para designar el culto

burgués al valor de cambio: Rosalía sigue acumulando los vestidos nuevos, a pesar de no

poder usarlos, puesto que para ella su valor es simbólico más que material.4 Si Rosalía

experimenta un tipo de éxstasis sexual al contemplar la manteleta en la tienda de Sobrino

Hermanos, es por imaginar su impacto social; pero en esta escena Galdós demuestra cómo

Rosalía se engaña al suponer que ella ejerce el poder. No es casual la comparación de la

manteleta con ‘una brava y corpulenta res’ (Pérez Galdós 1985: 98): un juego humorístico de

parte del narrador que confiere cualidades animistas a la prenda, evocando las prácticas

primitivas del fetichismo tan despreciadas por el burgués moderno. Noël Valis, en su libro

sobre ‘lo cursi’, sugiere en, en La de Bringas, ‘no es que las personas se hayan convertido en

mercancías, sino que las cosas se han erotizado’ (2002: 163). Con esto, Galdós nos demuestra

las contradicciones del fetichismo burgúes, que, en vez de confirmarle al hombre (o mujer) su

dominio de las cosas mediante la posesión, más bien demuestra su seducción por las cosas

supuestamente inertes.

VIII Congreso Galdosiano

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En su famoso ensayo sobre el coleccionista burgués, Walter Benjamin observó que éste, en

cierto modo, intenta despojar las cosas de su valor de mercancía al retirarlas del mercado, pero

que, con esto, no les devuelve el valor de uso sino que les confiere un valor de aficionado; es

decir, un valor simbólico (1989: 168). Esta ambigüedad se ve en la relación de Rosalía de

Bringas con ‘los trapos’, puesto que establece una intensa relación física con sus vestidos

acumulados, que sin embargo no es valor de uso. Lo mismo pasa con su marido Francisco, al

retirar del mercado los billetes de banco que guarda en su caja: confirma su posesión de ellos al

sacarlos para acariciarlos, sin por ello darles el valor humano de objetos queridos por su uso en

la vida diaria. De esta manera Galdós, anticipando a Benjamín, demuestra cómo el

coleccionista parece ofrecer la posibilidad de convertir el fetichismo de la mercancía en el

fetichismo primitivo, que valora las cosas por sus cualidades materiales; pero que no puede

hacerlo puesto que su relación táctil con las cosas sirve sólo para confirmar su posesión de

objetos que desea por su valor monetario o simbólico. Desear a los vestidos por sus cualidades

materiales y no simbólicos es difícil en una sociedad regida por la moda; desear a los billetes de

banco por sus cualidades materiales es cosa imposible. Por eso Francisco Bringas es un

capitalista más ‘puro’ que Rosalía.

Esto se demuestra en la actitud de Francisco hacia sus propios vestidos. Si Marx escribió

Capital para ‘devolver el abrigo a su dueño’, Francisco Bringas, en la novela Tormento, pierde

su abrigo al ser robado en Palacio. El abrigo de Bringas es nuevo; lo que él lamenta es el

dinero gastado en comprarlo, y no una prenda usada y querida. Su abrigo fue comprado

exclusivamente para confirmar su estatus social y no tiene función alguna, puesto que ni

siquiera tiene que salir a la calle para llegar al Palacio Real, por vivir en el mismo edificio. Más

ambiguo es el trabajo en pelo de don Francisco: si, para él, representa la compra de los favores

de la familia Pez, para Carolina Pez representa un objeto cuya materialidad —los pelos de su

hija difunta y otros miembros de la familia— lo convierte en recuerdo sentimental.

El sentimentalismo de la beata Carolina está representado de forma negativa, pero hay otros

ejemplos en la obra galdosiana de un apego positivo a las cosas por su valor sentimental. La

misma doña Bárbara, quien, en Fortunata y Jacinta, todos los días compra en el mercado

cosas que nunca va a usar, está representada, al principio de la novela, como una jovencita

enamorada de los objetos orientales en la tienda de su padre, que la cautivan no por su valor

monetario, sino por su encanto material. Estas dos etapas de la vida de Bárbara marcan el

contraste entre el fetichismo de las cosas por sus cualidades intrínsecas (que predomina en un

mundo anterior a la consolidación de la sociedad de consumo) y el fetichismo de las

mercancías (correspondiente a una nueva etapa sometida a los valores del mercado).5 La joven

Bárbara crece rodeada de los objetos del comercio asiático en la casa familiar, por no haberse

producido todavía la separación entre trabajo y casa privada. Al no existir una clara

diferenciación entre trabajo y hogar —y por tanto entre sensibilidad masculina y femenina— su

padre Bonifacio Arnaiz puede compartir este mismo amor a los encantos materiales de los

objetos orientales con los cuales comercia: amor que casi lleva a la familia a la ruina

económica, puesto que, llevado por su exagerado amor a los mantones de Manila, Bonifacio

hace cada vez más encargos, sin pensar en la ley de oferta y demanda.

Por haber crecido rodeada de los objetos del comercio asiático en la casa familiar, la joven

Bárbara trata y ama a estos objetos como a prendas que forman una parte entrañable de la vida

doméstica cotidiana, sin pensar en su valor como objetos en venta. Las miniaturas de marfil y

los abanicos la cautivan por su olor a sándalo: un ejemplo de ‘la religión del deseo sensual’

que, para Marx, constituía la base positiva del fetichismo primitivo. Incluso, Bárbara considera

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como parientes suyos a los dos maniquíes orientales en la tienda de su padre, y al retrato del

artista chino Ayún responsable del diseño de los mantones de Manila. Cuando, con la muerte

de su padre, la tienda se traspasa a su hermano Gumersindo, Bárbara no le deja deshacerse de

estas figuras orientales, ‘porque dejar de verlos allí haciendo juego con la fisonomía [sic] lela y

honrada del Sr. de Ayún, era como si enterrasen a alguno de la familia’ (Pérez Galdós 1992: I,

155-156). Bárbara recordará toda la vida a estos maniquíes ‘[c]omo se recuerda a las personas

más queridas de la familia’, como tampoco dejará de ser sensible a las miniaturas de marfil,

cuyo contacto físico, incluso ‘hoy’, nos cuenta el narrador, ‘le dan ganas de guardárse [las] en

el seno’ (Pérez Galdós 1992: I, 126-127, 136). Es evidente la identificacion de Galdós con el

apego sentimental de Bárbara hacia estos objetos obsoletos, sin valor comercial alguno, pero

que tienen el valor sentimental no enajenable otorgado por el roce diario —objetos ‘familiares’

en todos los sentidos de la palabra—. Según observa Stallybrass, la conversión de un objeto en

mercancía, al ser puesto en el mercado, ‘lo despoja de recuerdos’ (1998: 195).

Pero la representación del fetichismo de la joven Bárbara no es solamente un canto a los

objetos materiales recordados con amor. También sirve para recordar al lector la historia del

comercio imperial que está por detrás del consumismo madrileño, y recordarle también quiénes

fueron los artistas orientales responsables de la producción de los mantones de Manila (los

cuales Galdós identifica por su nombre). Para Marx, el fetichismo de las mercancías es nocivo

por relegar al olvido la mano de obra y la explotación económica que hacen posible el consumo

capitalista (Marx 1990). Fortunata y Jacinta, antes de emprender la narración del agotamiento

progresivo de las energías primarias en la nueva sociedad de consumo, no sólo empieza con un

repaso de la historia económica del siglo diecinueve, sino también nos hace acompañar a

Juanito y Jacinta al visitar, en su viaje de novios, una fábrica textil barcelonesa. Jacinta,

compadeciendo a las obreras por ser ‘como máquinas’, exclama: ‘Está uno viendo las cosas

todos los días, y no piensa en cómo se hacen, ni se le ocurre averiguarlo’ (Pérez Galdós 1992:

I, 214).

En la primera novela galdosiana dedicada a la crítica del consumismo, La desheredada,

encontramos una advertencia inicial parecida. Antes de entrar en el relato de la seducción de

Isidora por las mercancías, la acompañamos al ser llevada por su tía Encarna —mujer práctica

y trabajadora— a la fábrica de sogas donde trabaja su hermano Mariano: una de las pequeñas

industrias denunciadas por anti-higiénicas en los tratados urbanísticos de la época (Labanyi

2000: 121). La descripción del proceso industrial es notable por la deshumanización del

principal obrero —un ‘huso vivo’ que lleva los hilos enrollados en su cintura, corriendo el

peligro de destrozarse si la rueda se dispara— y la visión animista de la soga: ‘la cuerda blanca

gimiendo, sola, tiesa, vibrante’ (Pérez Galdós 1962: 982). Aquí, la soga adquiere la forma del

fetiche denunciado por Marx, que parece tener una vida independiente por ser invisibles las

relaciones de trabajo. La rueda, que hace girar la soga, y Mariano quien la maneja, están

relegados a la oscuridad, hasta que el lector avance, con Isidora y su tía, al interior del taller,

donde finalmente perciben ‘el invisible mecanismo’ (Pérez Galdós 1962: 982) que revela el

sentido de la escena descrita.

Los párrafos citados de Fortunata y Jacinta y La desheredada son breves, pero ofrecen una

contrapartida crítica a los valores consumistas que dominan la sociedad descrita en ellos. Las

novelas contemporáneas fueron escritas en una época regida por la idea del progreso, que se

suponía cosa de hombres, y donde la memoria no tenía cabida —o se delegaba a las mujeres

como guardianes del pasado. Incluso las exposiciones universales y los museos decimonónicos

fueron concebidos, no como prácticas conmemorativas, sino como una celebración del

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progreso, en la forma doble del comercio imperial y del dominio cada vez mayor del hombre

sobre las cosas (Bennett 1995: 177-208). Para Benjamin, ‘[l]a fantasmagoría de la cultura

capitalista alcanzó su realización más radiante en la Exposición Mundial de 1867’, en París

(Benjamin 1989: 166). Como todos sabemos, el joven Galdós visitó esta Exposición Mundial

justo antes de lanzarse a su empresa novelística. Volvió de París no sólo con las obras de

Balzac, sino con unos recuerdos turísticos de la Exposición que se conservan en la Casa-

Museo Pérez Galdós, en Las Palmas de Gran Canaria: unas máscaras orientales. Los recuerdos

turísticos son objetos cuyo valor no es monetario sino sentimental; su materialidad proclama

‘Estuve allí’. Quisiera terminar esta comunicación con unas breves reflexiones sobre la función

de los objetos en la Casa-Museo de Las Palmas. Si Bennett insiste en que los museos

decimonónicos organizan sus objetos no para enfrentarnos con su materialidad, sino para

comunicar una realidad invisible (el relato de la evolución humana, la historia de la nación, por

ejemplo), las Casas-Museo obedecen a otro impulso: la exhibición de objetos cuyo único valor

consiste en haber formado parte de la vida del personaje histórico que vivió allí; es decir, en

haber sido tocados y usados por él (a veces, ella). Por algo, las Casas-Museo corresponden a

un período más reciente que el de los grandes museos nacionales del siglo XIX: el de la segunda

mitad del siglo XX cuando la fe en el progreso se quiebra, dando lugar a una cultura de la

conmemoración (Huyssen 1995)— la Casa-Museo Pérez Galdós, que figura entre las primeras

en España, se inauguró en 1964. En este sentido, la Casa-Museo Pérez Galdós constituye la

contrapartida del mundo consumista descrito, desde una perspectiva crítica, en las novelas más

famosas del autor recordado en su espacio.6

Pero sólo hasta cierto punto, puesto que, inevitablemente, una de las funciones de la Casa-

Museo de Las Palmas es comunicar al público la ‘realidad invisible’ de la importancia de la

cultura, y concretamente de la obra de un escritor canónico, además de establecer la isla de

Gran Canaria como su lugar de origen.7 No obstante, lo que me interesa aquí es la importancia

de la materialidad de los objetos exhibidos: fetiches en el sentido positivo de la palabra —es

decir, objetos que cobran una vida propia, al reanimar a la persona que los usó y quiso—. Por

algo, uno de los objetos más reproducidos de la Casa-Museo es la cuna donde se mecieron

Galdós y sus nueve hermanos: materialización de la metáfora del origen que es la razón de ser

de esta casa natal convertida en museo. El guión que utilizan los guías del museo explica

puntualmente que las salas son reproducciones incompletas e imperfectas del salón, comedor y

dormitorio de la casa de Galdós en Santander, y del dormitorio de la casa en Madrid donde

murió, pero con objetos auténticos en su mayor parte. Los guías advierten al visitante que la

única sala que intenta representar la vida diaria en la casa natal —la cocina— es una

reconstrucción enteramente moderna. El guión también sugiere unas posibles respuestas a la

pregunta inevitable sobre la falta de contacto físico del autor con su ciudad natal. Porque la

historia narrada por esta casa natal convertida en museo es la de una ausencia. Al no pretender

ser otra cosa, el museo consigue reanimar al escritor muerto, encarnado en los objetos

expuestos en sus salas.

La exposición nos da la imagen de un Galdós coleccionista típicamente burgués —en el

inventorio de los objetos vendidos al Cabildo Insular de Gran Canaria por la hija de Galdós en

1959, vemos, además de su biblioteca y un sinfín de muebles y objetos de adorno, ‘Dos

espadas malayas’ y ‘Varias espadas y flechas de indios’. Estos objetos exóticos confirman a

Galdós como poseedor de cierto nivel de capital cultural; sin embargo, su función es

únicamente la de recordarnos que Galdós los tuvo en su casa. En sus artículos sobre la Casa-

Museo, la directora Rosa María Quintana insiste en el esfuerzo de Galdós por defender su vida

privada (Quintana Domínguez 2000; Quintana Domínguez y Vega Martín 1995). Al ‘recrear

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los ambientes cotidianos del entorno familiar del escritor’ (Quintana Domínguez 2000: 43), la

Casa-Museo promete revelar una intimidad secreta, encarnada en los objetos que fueron

testigos de su vida diaria. Aquí, las cosas son sujetos, y el escritor —ausente— se ha

convertido en objeto de su discurso mudo. Los muebles ocupan un lugar especial, por su

solidez material (y también por haber sido algunos diseñados por Galdós). Un ropero, del

dormitorio de la casa de Santander, contiene unas camisas, chaqueta, chaleco, levita y botas

del escritor. Especialmente llamativo es el ‘sillón del abuelo’, de terciopelo morado, que se usó

en la representación teatral de El Abuelo, siendo regalado posteriormente a Galdós por María

Guerrero, cuya compañía teatral estrenó la obra.

Efectivamente, una proporción bastante elevada de los objetos exhibidos consiste en regalos

hechos a Galdós por sus amigos del mundo literario, artístico y político (muchos de ellos son

fotografías firmadas). Esto sirve para establecer el espacio íntimo del hogar como un espacio

regido no por el mercado, sino por otro tipo de cambio basado en las relaciones personales —

los regalos son objetos cuyo valor no es monetario sino afectivo—. Los objetos personales de

Galdós expuestos en la Casa-Museo fueron, en algunos casos, donados por miembros de la

familia (sobre todo, el dormitorio de Madrid, legado al Cabildo Insular antes de existir la Casa-

Museo y expuesto originalmente en El Museo Canario). También fue donada a la Casa-Museo

la cuna. La mayoría de los objetos procedentes de la casa de Galdós en Santander (‘San

Quintín’) fueron vendidos al Cabildo Insular por la hija de Galdós en 1959. Aunque fueron

vendidos por su valor en el mercado (unas 500.000 pesetas), la escritura de compraventa

constata que el objetivo del Cabildo es formar con ellos un museo en la casa natal de Galdós.

Esto es una transacción comercial bastante especial, que confirma la venta de los objetos

personales de Galdós, para decretar su futura condición de objetos retirados del mercado; es

decir, los convierte en mercancías, para en el mismo acto devolverles su función de recuerdos

materiales de su dueño.

Con estos últimos párrafos dedicados a la Casa-Museo, he querido rendir un pequeño

homenaje a la labor de las personas dedicadas a su mantenimiento. Con esto, quiero

recordarles que los museos, como los fetiches, son la cara visible de unas relaciones de trabajo

invisibles; y que las Casas-Museo son unos espacios complicados que, si por un lado sirven

para ganar capital cultural (y a veces económico), por otro lado nos enseñan, en un mundo mil

veces más consumista que el de los personajes galdosianos, a apreciar las cosas como

recuerdos materiales; es decir, por su valor afectivo.

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BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

1 Un ejemplo paradigmático de este argumento lo constituye el artículo ‘Psicología del sexo’ de Clarín (Alas

1894) —decepcionante para quienes admiramos la sutileza de su retrato de Ana Ozores—. En este

artículo, Clarín sostiene, basándose en ‘datos’ científicos, que el hombre es, por razones biológicas,

liberal y la mujer conservadora.

2 Ver di Bello, 2000.

3 La traducción al español de las citas en inglés es mía.

4 El primer tomo de Capital se publicó en alemán en 1867. Una traducción al español de los primeros cuatro

apartados se publicó, por entregas, en 1886. La primera traducción completa al español no se publicó

hasta 1897-8. Las ideas expresadas en el libro de Marx fueron difundidas en España a través de

resumenes franceses, especialmente el de Deville publicado en 1883 y traducido al español en 1887. No

sabemos si Galdós conocía este resumen francés al escribir La de Bringas en 1883-4. Véase Labanyi

2000: 395 n. 5.

5 Le agradezco a Harriet Turner la observación, en el debate en torno a esta comunicación en el VIII

Congreso Internacional Galdosiano de junio de 2005, de que el amor de la joven Bárbara a los objetos en

la tienda de su padre puede ser leído como una anticipación de su posterior consumismo. Esto es cierto

grosso modo, con tal de tomar en cuenta el hecho de que, entre los años de la infancia de Bárbara y su

madurez, el comercio madrileño se ha transformado, al entrar de lleno en el sistema capitalista moderno.

Esta transformación económica significa la transformación de la relación de las personas con los objetos.

6 Quisiera agradecer a Rosa María Quintana y Miguel Ángel Vega su amabilidad al atenderme durante mi

visita a la Casa-Museo Pérez Galdós en abril de 2004. A pesar de estar cerrado el Museo por reformas,

Miguel Ángel supo localizar, en las cajas amontonadas, un sinfín de documentos relacionados con la

creación del Museo, además de facilitarme una copia de la escritura de compraventa en la cual la hija de

Galdós concede los objetos personales de su padre, procedientes de su finca ‘San Quintín’, al Cabildo

Insular.

7 Hazel Gold, en su excelente ensayo sobre la representación en las novelas contemporáneas galdosianas de

los museos públicos y las colecciones privadas (1993), insiste en este aspecto de la Casa-Museo. Para

Gold, los museos son necesariamente espacios negativos, que convierten a los objetos expuestos en

mercancía: fetiches en el sentido negativo de la palabra.