MEMORIA, LETRA E HISTORIA:

GABRIEL ARACELI, CAJISTA

Santiago Díaz Lage

Sans doute à force de composer la prose des autres,

beaucoup de typos versèrent dans la littérature. Ils

étaient d’ailleurs souvent au mieux avec les écrivains

qui leur confiaient de la copie, et il arrivait assez

fréquemment que ceux—ci ne dédaignaient pas de leur

consacrer quelques bonnes pages. —Paul Chauvet, Les

ouvriers du livre en France, de 1789 à la constitution

de la Fédération du Livre.1

Pretendo analizar aquí la presencia de la letra en La Corte de Carlos IV y El 19 de marzo y

el 2 de mayo, para relacionarla con la configuración ideológica del discurso histórico e

historiográfico de Benito Pérez Galdós. Mi punto de partida es la figura de Gabriel Araceli,

narrador cuya voz se presenta como memoria de una vivencia de la historia, testigo que no

quiere “ser héroe de novela”2 y cajista que, tal vez a raíz de su experiencia en el trabajo

asalariado, desarrolla un cierto recelo hacia la letra y la escritura.

He dicho recelo, pero no es la palabra adecuada porque, lejos de reducirse a un rasgo ético

en la caracterización del narrador, la primacía de la voz y la esterilidad de la letra atraviesan

tanto la vivencia del joven Gabriel como la evocación y el relato del Gabriel anciano,

situándose en una instancia ideológica que corresponde ya al autor. La impresión que tenemos

es que todo ocurre en el interior de la palabra, y sólo la ilusión de presencia que crea la

enunciación en primera persona le confiere un cierto tono de autenticidad a su representación

de los conflictos sociales de entre 1808 y 1813: la presencia, pasada y presente, suple así las

limitaciones y los vacíos de la memoria y se erige en garante de la verdad histórica.3 Quien lee

“ha de creer ciegamente” esa “palabra honrada” (La Corte de Carlos IV, III, p. 27) que, al final

de la primera serie, ya es más bien “palabra de un hombre honrado”.4

En el prólogo a la edición ilustrada de los Episodios Nacionales, fechado en Madrid en

marzo de 1881, Galdós anuncia que en el último tomo irá un “largo escrito sobre el origen e

intención de esta obra, los elementos históricos de que dispuse y los datos y anécdotas que

recogí”.5 Pero lo que acaba por hacer en el epílogo, escrito cuatro años y medio después, es

más bien una historia íntima de “cómo y cuándo se escribieron estas páginas” y de los avatares

de la edición ilustrada, en la que intervinieron numerosos “colaboradores artísticos”, “pintores

eximios los unos, dibujantes habilísimos los otros”, cuyo arte ha venido a hermosear “estas

pobres letras” (ibid., pp. 185 y 186). Estas pobres letras, les dice Galdós a unos lectores que

quizás ya hayan recorrido con la vista los quinientos veintiocho pliegos de la obra, “verdadero

museo de las artes del diseño aplicadas a la tipografía” (ibid.); y acto seguido, sin miedo al

desdoro posible, les presenta a los últimos colaboradores de la edición:

Otros colaboradores ha tenido, en esfera más modesta, la presente edición, los cuales

nadie conoce, y que, no obstante, merecen que sus nombres sean sacados de la

oscuridad. Yo lo haré como recompensa a los constantes esfuerzos, a la inteligencia y

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buena voluntad con que han coadyuvado al éxito de este difícil trabajo. Servicios tan

útiles no son los menos importantes, ni la parte de gloria que les corresponde en el

resultado total es la más pequeña. Merece, pues, una mención aquí el encargado de

los trabajos tipográficos de la edición, don Guillermo Cano, por cuyas manos han

pasado todas mis obras desde La Fontana de Oro hasta la última que he compuesto, y

todas las ediciones, grandes y chicas, buenas y malas que de ellas se han hecho. La

tirada de los Episodios Nacionales ilustrados y de sus innumerables grabados ha sido

hecha con el mayor esmero, desde el principio hasta el fin, por el maquinista don

Antonio López (ibid.).

Galdós se esfuerza por deslindar claramente la obra de la edición: quizás al final del proceso

se le hizo más evidente que la edición ilustrada de los Episodios Nacionales representaba un

cambio tan enorme respecto de todas las anteriores, que el carácter y la naturaleza de la obra,

aun entendida como serie de obras, no podían quedar intactos. No en vano cambia incluso la

figura del público, que se presenta como “el único poderoso de la tierra cuya munificencia no

tiene límites y cuyos dones se pueden admitir siempre sin ofensa del decoro, porque es el único

que sabe y puede ser Mecenas en los tiempos que corren” (ibid., p. 186): constituido en editor

de sí mismo, el escritor habla ya más de la munificencia del público que de su benevolencia o

de sus favores —o acaso le habla a un público específico, que ya no es el mismo que fue

adquiriendo y leyendo, leyendo y adquiriendo las primeras ediciones, “aquellos veinte libros

que durante ocho años han andado por ahí, feos y desnudos, sin más atavíos que la dalmática

nacional, tan venerable como abigarrada”.6

Al mencionar y reivindicar a los distintos especialistas que participaron en la elaboración de

la edición ilustrada, so pretexto de reconocimiento, Galdós también está delimitando las

distintas parcelas de actividad y las distintas formas de trabajo contenidas en el libro o en la

serie de libros, que al lector se le aparecerían tal vez como objetos autónomos, inmanentes y

concluidos; es decir, que al reconocer el trabajo ajeno está haciendo valer el suyo propio,

también en el sentido económico, y despojando al texto de los atavíos que lo acompañan para

reclamar una palabra que se quiere pura. La letra y la tipografía adquieren así un enigmático

valor simbólico, no muy alejado del que le atribuían los prospectos editoriales y los anuncios a

aquello que llamaban “la dimensión material” del libro; por decirlo de alguna manera, se

asocian mucho más directamente con la imagen y con los aspectos gráficos o bibliográficos que

con el discurso, el lenguaje o la palabra: éste es el terreno especializado y reservado del

escritor, o sea, el terreno de la obra y del acontecimiento en que interviene, y en él la letra no

es, según Galdós, una instancia central. Casi parece que teme dejar demasiado atrás en el

tiempo, o incluso relegar en la atención de los lectores, su responsabilidad sobre las palabras

del texto.

Es en ese espacio tan cuidadosamente delimitado donde Galdós sitúa, al menos a posteriori,

la especificidad de su posición histórica como escritor y de su actividad literaria, que consistió

en sacar de la letra impresa de historias, memorias y crónicas varias, la voz de un narrador que,

rememorando su vida, pudiese hablar como testigo de los principales acontecimientos de la

historia del siglo7:

Para la ensambladura histórica tuve siempre a la vista la historia anónima de Fernando

VII, que se atribuye a don Estanislao de Koska Bayo, y para Zaragoza los Sitios de

Alcaide Ibieca. Con esto, las Memorias de algunos generales del Imperio y otras

historias menos conocidas y una buena dosis de buena voluntad, que suple a veces

Memoria, letra e historia: Gabriel Araceli, cajista

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la falta de ciertas facultades, salí del paso como Dios me dio a entender (“Epílogo”,

p. 183).

Pero en las historias de batallas y estrategias, conspiraciones e intrigas, faltaban “estas

relaciones que o no son nada o son el vivir, el sentir y hasta el respirar de la gente” (“Epílogo”,

p. 183), “esos detalles vivos que pintan una cosa, una situación o un hombre”, un punto de

fuga ideológico que hiciese de Gabriel el “centro de conciencia narrativa”8 y el portavoz de una

memoria histórica colectiva. Dado que es él mismo quien habla, su tipicidad y su ejemplaridad

históricas habrán de reconocerse ya en la propia acentuación ideológica de su palabra,

esencialmente distinta de la de un general, un historiador o un simple testigo; la suya no se

centra nunca en el pasado de la historia ocurrida, sino en el hecho de estar recordando y

contando esa historia ante unos lectores, por no decir un público, a quienes el tiempo evocado

les es ajeno.9 Su presencia verbal se verá atravesada, pues, por no pocas referencias culturales

e ideológicas llegadas a manos del novelista por azares hemerográficos, que en el texto se

traducen como caprichos de una memoria ya muy trabajada por el tiempo, por las lecturas, por

las voces ajenas y, lo que no es menos importante, por el propio hecho de estar contando; esa

es la “mina inagotable para sacar noticias del vestir, del comer, de las pequeñas industrias, de

las grandes tonterías, de los placeres y diversiones, de la supina inocencia de aquella

generación” que Galdós admite haber hallado en las páginas del Diario de Avisos (“Epílogo”,

p. 182).

Quien, conociendo la primera serie de los Episodios Nacionales, leyese este epílogo no

tardaría en recordar que en La Corte de Carlos IV y en El 19 de marzo y el 2 de mayo la vida

de Gabriel Araceli se ve articulada dos veces por los anuncios del Diario de Avisos: al volver a

Madrid tras la batalla de Trafalgar, “acudió a las páginas del Diario para buscar ocupación

honrosa” (La Corte de Carlos IV I, p. 7), y al oír el nombre de don Mauro Requejo, en el

capítulo décimo cuarto de El 19 de marzo y el 2 de mayo, “vino a mi memoria un anuncio que

varias veces había compuesto en la imprenta del Diario”.10 Paradójicamente, en este último

caso la letra ya no es la fijación de su voz, “mano de santo para la desnudez, soledad, hambre y

abatimiento del pobre Gabriel” (La Corte de Carlos IV I, p. 7); es un objeto inerte que pasó

por sus manos en la imprenta, letra que reescribe otras letras ajenas, suplantación de

suplantaciones. El anuncio que le viene a la memoria en el capítulo décimo cuarto, mientras

está hablando con el guarnicionero de la calle de la Zapatería de Viejo, es el mismo que hubo

de componer, recién arrancado de su ensueño por el regente, al final del capítulo primero, y ya

entonces se había dicho: “yo he oído ese nombre [el de don Mauro Requejo] en alguna parte”

(El 19 de marzo y el 2 de mayo I, p. 12). Pero esta vez el recuerdo ya no pertenece al tiempo

cíclico y hermético del trabajo asalariado, en el que nunca ocurre nada, sino que se imbrica de

lleno en el tiempo de la vida, porque ha emanado de una conversación oral y no de un

“papelejo manuscrito que debo componer al instante” (ibid.); por eso llega a desencadenar

acontecimientos. Animado por el eco del nombre en su memoria, Gabriel corre “a la imprenta

del Diario a ver si todavía se insertaba aquel anuncio” y comprueba “que los Requejos no

habían encontrado todavía quien los sirviera” (ibid. XIV, p. 95); y entonces anuncia, como si

nada, un cambio que se revela sorprendentemente irrelevante en la trama de la novela:

“abandoné mi profesión de cajista” (ibid.).

Al descubrir las argucias y las intrigas que sustentaban la vida de la corte, Gabriel había

sustituido sus ansias de trepar socialmente por el propósito, mucho más modesto, de “aprender

un oficio”: “¿platero, ebanista, comerciante? Lo que tú quieras”, le había dicho a Inés, “todo,

menos criado” (La Corte de Carlos IV XX, p. 165). Ni en esa pequeña lista ni en posteriores

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especulaciones sobre su integración en el trabajo asalariado aparece el oficio de cajista, ni

ningún otro del arte de imprimir, quizás porque, como le había confesado a Amaranta en el

capítulo XIII, “yo no he aprendido más que a leer, y eso muy mal, en libros que tengan letras

como el puño, y apenas escribo más que mi firma y rúbrica, en la cual hago más rasgos que

todos los escribanos del gremio” (ibid. XIII, p. 108). Y sin embargo, en los primeros párrafos

de El 19 de marzo y el 2 de mayo habla ya no sólo con naturalidad, sino incluso con expresivo

hastío de su trabajo en la imprenta del Diario de Madrid, tal vez para dar la impresión de que

entre la contraportada de La Corte de Carlos IV y la portada de la novela que el lector tenía en

sus manos había seguido transcurriendo en Madrid la vida contada de Gabriel Araceli:11

En marzo de 1808, y cuando ya habían transcurrido cuatro meses desde que empecé a

trabajar en el oficio de cajista, ya componía con mediana destreza, y ganaba tres reales

por ciento de líneas en la imprenta del Diario de Madrid. No me parecía muy bien

aplicada mi laboriosidad, ni de gran porvenir la carrera tipográfica; pues aunque todo

en ella estriba en el manejo de las letras, más tiene de embrutecedora que de

instructiva. Así es que, sin dejar el trabajo ni aflojar mi persistente aplicación, buscaba

con el pensamiento horizontes más lejanos y esfera más honrosa que aquella de

nuestra limitada, oscura y sofocante imprenta.

Mi vida al principio era tan triste y tan uniforme como aquel oficio, que en sus

rudimentos esclaviza la inteligencia sin entretenerla; pero cuando había adquirido

alguna práctica en tan fastidiosa manipulación, mi espíritu aprendió a quedarse libre,

mientras las veinticinco letras, escapándose por entre mis dedos, pasaban de la caja al

molde. Bastábame, pues, aquella libertad para soportar con paciencia la esclavitud del

sótano en que trabajábamos, el fastidio de la composición y las impertinencias de

nuestro regente, un negro y tiznado cíclope, más propio de una herrería que de una

imprenta. Necesito explicarme mejor. Yo pensaba en la huérfana Inés [...]. [...]

Cuando no me ocupaba en estas alabanzas, departía mentalmente con ella. En tanto,

las letras pasaban por mi mano, trocándose de brutal y muda materia en elocuente

lenguaje escrito. ¡Cuánta animación en aquella masa caótica! En la caja, cada signo

parecía representar los elementos de la creación, arrojados aquí y allí, antes de

empezar la grande obra. Poníalos yo en movimiento, y de aquellos pedazos de plomo

surgían sílabas, voces, ideas, juicios, frases, oraciones, períodos, párrafos, capítulos,

discursos, la palabra humana en toda su majestad; y después, cuando el molde había

hecho su papel mecánico, mis dedos lo descomponían, distribuyendo las letras; cada

cual se iba a su casilla, como los simples que el químico guarda después de separados;

los caracteres perdían su sentido, es decir, su alma, y tornando a ser plomo puro,

caían mudos e insignificantes en la caja (El 19 de marzo y el 2 de mayo I, pp. 7-9).

Distraído en un recuerdo que llena el vacío de la rutina en esa “mazmorra de Gutenberg”,12

Gabriel le da voz a los plomos, “que no aguardan más que mis manos para juntarse y hablar”

(ibid., p. 11). Cada letra va disuelta en su realización oral: en manos del cajista, los mudos

pedazos de plomo se convierten en sílabas y voces, que a su vez constituirán, sin mayor

mediación, unidades gramaticales como frases, oraciones y períodos y, lo que es más

importante, unidades lógicas como ideas y juicios. De la abigarrada amalgama de esa

enumeración surge, en fin, “la palabra humana en toda su majestad”: la letra del “papelejo

manuscrito” deviene voz, siquiera interior, que a su vez queda fijada en letra impresa.

Memoria, letra e historia: Gabriel Araceli, cajista

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“Las letras pasaban por mi mano, trocándose de brutal y muda materia en elocuente

lenguaje escrito”: algo ha de significar este interés del narrador y cajista Gabriel Araceli por

hacer hablar a las letras, de modo que incluso el lenguaje escrito sea, no expresivo ni

profundo, no poderoso ni gráfico, sino elocuente. Tal vez la etimología de la palabra le jugó

una mala pasada a Galdós, o tal vez estaba en juego mucho más que un desplazamiento

semántico revelador, ya que la elocuencia es una cualidad que corresponde ante todo a la

palabra oral y, más en concreto, a la palabra oral en cuanto presencia: según la segunda

acepción del Diccionario de la Academia Española, es la “eficacia para persuadir o conmover

que tienen las palabras, los gestos, los ademanes y cualquier otra acción o cosa capaz de dar a

entender algo con viveza”. Las dos frases con que Gabriel enmarca su descripción del proceso

de composición tipográfica de un texto cobran así un significado más profundo: antes de su

intervención, “en la caja, cada signo parecía representar los elementos de la creación, arrojados

aquí y allí, antes de empezar la grande obra”; una vez descompuesto el texto, “los caracteres

perdían su sentido, es decir, su alma, y tornando a ser plomo puro, caían mudos e

insignificantes en la caja”. Como Mariano en La desheredada, Gabriel se encuentra solo ante

“las cajas, donde yacía en pedazos de plomo el caos de la palabra humana”;13 pero, lejos de

hacer existir el sentido que reproduce, se ve encerrado en el campo de la iterabilidad ilimitada

de la escritura:14 sólo traslada una y otra vez lo que el particular de turno había fijado en tal o

cual “papelejo manuscrito”, sin tocar ni al contenido ni a su disposición.

Acaso lo más interesante de este pasaje sea la identificación del sentido con el alma, que

discurre en paralelo con la identificación de la palabra con la voz. Porque a lo largo de La

Corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el 2 de mayo se reconoce una curiosa división del

trabajo entre la voz y letra, que casi llega a invertir la sentencia: lo que vale y permanece

—por no decir directamente: lo que hace historia— no es la letra, sino la voz y la palabra oral.

En el texto de Galdós, la escritura implica siempre un momento de falsedad y falsificación, si es

que no de suplantación, y nunca llega a desprenderse por completo de la voz y de la palabra

oral: dentro de las camarillas, hace historia en la medida en que trasciende el círculo de sus

destinatarios originales y cae en malas manos; fuera de ellas, sólo hace historia si, sometida a

valoraciones contradictorias en la conversación oral, entra en la voz del pueblo. Revela así una

doble dimensión ideológica, que se articula sobre la iterabilidad de la escritura: por un lado, en

la medida en que es comunicación silenciosa, que no puede ser oída por terceros curiosos, es la

voz de la insidia y de la conspiración; por otro, en virtud de su enorme capacidad de difusión,

que puede hacer cundir rápidamente cualquier mensaje, es la voz de la manipulación y del

control político: manuscrita o impresa, encierra toda la oscuridad del poder y del Estado.

La insistencia de Gabriel en recordar que todos los personajes de la corte, desde Lesbia

hasta Juan de Mañara, sellan sus cartas con lacre nos remite a esa práctica del sigilo, en los dos

sentidos del término, pues todo lo hacen “para no ser oídos ni descubiertos”:15 sus secretos no

deben franqueársele a cualquiera, ni por la vista ni por el oído. No en vano quien más escribe, a

lo largo de La Corte de Carlos IV, es Amaranta, que varias veces zanja una conversación con

Gabriel diciéndole que tiene muchas cartas urgentes que despachar (por ejemplo, al final del

capítulo XIII, p. 112, o en el XVII, p. 138): de ella dice nuestro narrador que era “no una

mujer traviesa e intrigante, sino la intriga misma; era el demonio de los palacios, ese temible

espíritu por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de enredos y doctora de

chismes [...]; era la granjería, la venalidad, el cohecho, la injusticia, la simonía, la arbitrariedad,

el libertinaje del mando” (ibid. XVIII, p. 140). Amaranta traduce en cada inflexión de su voz lo

que dice sobre el poder y el Estado en el capítulo XVII: no hay en ella sino “ciegos

instrumentos y maniquíes que se mueven a impulsos de una fuerza que el público no ve” (ibid.

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XVII, p. 138). Toda su presencia verbal presenta un rasgo que, en el código de los primeros

Episodios Nacionales, suele ser sospechoso: su palabra está vuelta hacia afuera y, cuando

habla, sólo menciona explícitamente, por su nombre, a su interlocutor inmediato; cualquier otra

referencia queda envuelta en formulaciones generales e impersonales, y la deixis se ve

constantemente obstruida por ambiguas antonomasias tácitas; incluso cuando Gabriel la espía y

oye más de lo debido, siempre tenemos la impresión de que lo esencial de su comunicación y

de su acción ya ha tenido lugar. En su trato con ella Gabriel descubre el discurso interno, pues

aprende a entretenerse “a veces oyendo lo que él mismo se dice por dentro” y monologando

“conmigo mismo como si fuera otro”, y a veces escuchando cuanto se dice a su alrededor;

pero se mantiene invariablemente ajeno a los secretos de la escritura.16

También escribe el turbio licenciado Lobo: tanto que, cuando se cruza con él en el cuerpo

de guardia de El Escorial, Gabriel tiene miedo de verse sepultado “vivo bajo una losa de papel

sellado” si descubren que ha hecho de correo entre Lesbia y “el preso” Juan de Mañara (La

Corte de Carlos IV XIX, p. 156). Aunque ese miedo evoca directamente el tipo satírico del

escribano falsario y ave de rapiña, Lobo tiene el defecto añadido de querer medrar a costa de

su posición: ya en casa de los Requejo, tras declarar que “lo que es la pluma [...] no da ni para

zapatos”, anuncia que está esperando “una de las escribanías de la Cámara, que harto lo

merece este cuerpo que se ha de comer la tierra” (El 19 de marzo y el 2 de mayo XVI, p. 103).

Tan sórdido leguleyo no desmerece de don Mauro y doña Restituta que, además de controlar y

ahorrar avaramente la palabra oral propia y ajena, reservan la escritura para sus míseros

negocios y para la usura, utilizándola como cadena y condena de sus “víctimas”: “un

mostrador negro y muy semejante a las mesillas en que piden limosna para los ajusticiados los

hermanos de la Paz y la Caridad, indicaba que allí estaba el cadalso de la miseria y el altar de la

usura. Efectivamente, un tintero de pluma de ganso, cortada de ocho meses, servía para

extender las papeletas, algunas de las cuales esperaban sobre la mesa la ansiada víctima” (ibid.

XV, p. 98). Pero el signo de mayor vileza de Lobo radica en que, no contento con levantarles

falso testimonio a los demás, no duda en levantárselo a sí mismo si le conviene:

En cuanto vi que el Generalísimo estaba ya en manos de la Paz y Caridad, he hecho

un memorial al de Asturias y escrito ocho cartas a don Juan Escóiquiz para ver si me

cae la escribanía de Cámara. Yo les perseguí por la famosa causa; pero ellos no se

acuerdan de eso, y por si se acuerdan, ya he redactado una retractación en forma,

donde digo que me obligaron a hacer aquellas actuaciones poniéndome una pistola en

el pecho (ibid. XVI, p. 103).

Más allá de la caracterización ética de cada personaje, en el planteamiento de Galdós la

escritura reviste un carácter pernicioso o, cuando menos, encierra algún misterio. Así podría

demostrarlo el caso de Juan de Dios, “hombre de pocas palabras”, que ha ido separándose de

la palabra oral hasta circunscribirla a sus diálogos imaginarios con Inés, que “no tienen fin”

(ibid. XXII, p. 147): sólo se explaya, bien entrada la novela, en descabaladas interpretaciones

de los que cree signa amoris, es decir, de supuestos síntomas que ha observado siempre en

silencio. Enfrascado durante veinte años en un trabajo que se basa en repetir día tras día los

mismos gestos y decir “siempre [...] las mismas palabras” (XV, p. 101), parece haber perdido

completamente la consciencia del contenido de sus actos; y cuando le confía a Gabriel la

rimbombante carta que le ha escrito a Inés, sólo logra exaltarse por las filigranas de la

caligrafía, o sea, por la forma visible: “¿Qué te parece este trabajo? ¿Has visto alguna vez

letra como esta? Repara bien esa M y esa H mayúsculas. ¡Qué rasgos tan finos! Y esas letras

con que pongo su nombre, ¿qué te parecen? Tres días de tarea eché en ese nombre divino”

Memoria, letra e historia: Gabriel Araceli, cajista

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(cap. XXII, p. 145, la cursiva es mía). Al igual que otros personajes asociados con la escritura,

como el propio usurero Mauro Requejo, Juan de Dios acaba reduciéndolo todo a su aspecto

cuantificable: “[la carta] no tiene más que once pliegos; pero me parece que es bastante. Como

es la primera vez que le escribo, no debo marearla mucho, ¿no te parece?”, le dice a Gabriel,

que le responde simplemente: “me parece bien. Dos palabritas bien dichas, y basta por ahora”

(ibid., pp. 145-146, la cursiva es mía).

Ni Inés ni Gabriel escriben nunca, y éste llega a burlarse cuando Juan de Dios le entrega una

carta para aquélla, como si la letra estuviese reservada a los asuntos de Estado; de entre sus

allegados y amigos, sólo don Celestino “pasaba la vida escribiendo memoriales al Príncipe de la

Paz, de quien era paisano y fue, allá en la niñez, amigo; mas ni el príncipe ni nadie le hacían

caso”: “tocando la flauta, haciendo versos latinos o consumiendo tinta y papel en larguísimos

memoriales, no ganaba más caudal que el de sus esperanzas, siempre colocadas a interés

compuesto” (La Corte de Carlos IV III, p. 29).17 Enredado en el tiempo cíclico de quien busca

una posición que cada semana se retrasa hasta la siguiente, el campanudo don Celestino es la

mejor prueba de que las letras puede llevárselas el viento tan fácilmente como el sonido de una

flauta, el tarareo de una antífona, un sermón, un discurso patriótico o una retahíla de

cuatrocientos versos latinos, “que sonaban en mi oído”, dice Gabriel, “como una serie de

modulaciones sin sentido” (El 19 de marzo y el 2 de mayo II, p. 14). Nada conseguirá del

poder con sus cartas y memoriales, porque en un Estado que ya apunta maneras burocráticas

sólo el envoi puede contener la iterabilidad total de la escritura: la letra del cura, que no

conoce a nadie en la corte, no puede dar ni un paso más allá del papel en que queda muerta.

El segundo poder de la escritura, que se identifica ante todo con la letra impresa, establece

un sorprendente paralelismo entre el Gabriel cajista y el Gabriel testigo y depositario de lo que

llama en algún momento “la opinión pública” o “el pensamiento público” (La Corte de Carlos

IV IX, p. 76). Y es que también en este estrato la letra impresa, suplantación de suplantaciones,

depende de la palabra, la voz y la memoria oral: para transcribir las cartas de confesión de

Fernando VII, en el capítulo XXI de La Corte de Carlos IV, Gabriel ni siquiera necesita “echar

mano de la Historia, donde están para in aeternum consignadas, porque las recuerdo muy bien:

tan originales y gráficos eran el lenguaje y tono en que estaban escritas” (ibid. XXI, p. 174).

La identificación de la historia con la escritura no ha de difuminar otra igual de reveladora,

aunque menos explícita, que es la identificación de la vida (en todas sus dimensiones: pasado y

presente, tiempo evocado y tiempo de la evocación, etc.) con una memoria casi inmanente, que

no necesita señuelos ni archivos para trasladar tal cual, sin variación alguna, las palabras del

ausente. Esta lógica, que funciona ante todo dentro de la enunciación del narrador, atraviesa

también los acontecimientos del pasado, pues es la clave de la técnica que ha adoptado Galdós:

cuando Gabriel asiste a las lecturas públicas de la Gaceta de Madrid, en el mismo capítulo, lo

más significativo no es el contenido de ésta, sino el hecho de que la gente de Madrid revierte

inmediatamente lo oído en dichos, de modo que su visión (o casi mejor, su audición) se

ensancha a través de la palabra ajena: “durante mi largo paseo por la Villa noté grande

agitación. La gente se detenía, formando grupos, donde se hablaba con calor, y en algunos de

éstos no faltaba quien leyese un papel, que al punto conocí era la Gaceta de Madrid” (ibid.,

p. 173).

Frente a la turbia razón que el Estado da de sí se alzan, tanto en palacio como en las calles,

la omnipresente palabra oral y la fluida, aunque no siempre informada ni articulada, voz del

rumor, que por momentos son las verdaderas protagonistas y los verdaderos testigos de los

acontecimientos. Más arriba dije que el discurso de Gabriel se centraba en la memoria, la

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evocación y el relato de su historia, que a veces intenta hacerse pasar por palabra oral y a veces

se revela claramente como escritura (por ejemplo, cuando omite un discurso de Pujitos

diciendo “haré a mis lectores el señalado favor de no copiarlo aquí”, El 19 de marzo y el 2 de

mayo XI, p. 78). Pero, leyendo entre líneas, su palabra debería interpretarse como un

palimpsesto de voces, que traduce y jerarquiza cuanto ve, cuanto oye y cuanto oye decir: baste

recordar que constantemente se hace eco de palabras anónimas o impersonales que presenta

con fórmulas como “por todas partes se decía”, “se decía en Madrid”, “algunos entraron

diciendo”, “oí decir a unos que estaban allí”, “me dijeron”, etc. Así es como Galdós le confiere

a su texto y a la historia que construye una apariencia de autenticidad y fiabilidad que se vería

fisurada y relativizada si el narrador Gabriel Araceli, que quiere y debe ser testigo y agonista

de cuanto cuenta, manejase fuentes escritas para recordar su propia vida. Porque eso, su vida,

es lo que está evocando en el aquí y el ahora de la narración: aun intentando huir de las

limitaciones de aquella historiografía “en que sólo se trata de casamientos de reyes y príncipes,

de tratados y alianzas, de las campañas de mar y tierra” (“Epílogo”, p. 183), Galdós incurre en

una de las principales antinomias de la ideología (y la historiografía) burguesa, que es la

separación esencializada entre una vida individual encerrada en la intimidad y una historia

colectiva que se manifiesta ante sus sujetos como un objeto extraño y separado de ellos. La

ambivalente figura de Gabriel pretende ser portavoz de la palabra de una colectividad ya

desaparecida, la de aquellas gentes del Madrid de 1808, ante otra que percibe sus actos y sus

gestos, sus hitos y sus hechos como episodios de una historia ya interiorizada e investida en el

presente —como la historia, heroica en tanto que pasada, de ese incierto objeto político que las

clases hegemónicas llaman el pueblo español. Pero en ella se trasluce también la posición

social que Galdós se atribuía en tanto que escritor, mediador entre esferas desgajadas de la

vida social práctica e intérprete del proceso histórico de su constitución.

Vimos antes que, en la descripción del trabajo del cajista, el sentido era simultáneo e

idéntico, quizás incluso proporcional, al proceso de composición tipográfica de la línea, que se

presentaba bajo los rasgos que la metafísica logocéntrica le ha atribuido históricamente a la

articulación de la palabra oral, es decir, como “l’unité élémentaire et indécomposable du

signifié et de la voix, du signifié et d’une substance d’expression transparente”.18 Pues bien, lo

interesante del caso es que, en El 19 de marzo y el 2 de mayo, Gabriel adopta ante las

multitudes amotinadas una posición no muy distinta de la que adoptaba ante los mudos plomos

de la imprenta, como si quisiese ejercer de tipógrafo de la Historia. Ese narrador que tantas

veces cree franquear la distancia que va del dicho al hecho, de la boca a las manos, hace aquí

mucho menos de lo que dice: ahora más que nunca, el acontecimiento no existe fuera de la

palabra que lo enuncia, en el momento y en el acto mismo de la enunciación; y entre los actos

de la multitud y los propósitos que Gabriel les atribuye para intentar explicarlos, en el sentido

etimológico del término, se interpone una cesura insalvable. Pero no se trata de intentar

cerrarla o suturarla, porque en ella se concentra el concepto de historia que subyace a los

primeros Episodios Nacionales:

Durante nuestra conversación [de Gabriel y Pacorro Chinitas] advertí que la multitud

aumentaba, apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las

clases de la sociedad, espontáneamente reunidas por uno de esos llamamientos

morales, íntimos, que no parten de ninguna voz oficial y resuenan de improviso en los

oídos de un pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración (El 19

de marzo y el 2 de mayo XXVI, p. 167).

Memoria, letra e historia: Gabriel Araceli, cajista

585

Todo esto no se le ocurrió a Gabriel en el fragor del momento, sino “ahora recordando

aquellos sucesos” (ibid. XXVI, p. 168); y es bien revelador que ahora describa la insurrección

como un lenguaje, ya que sus disquisiciones sobre el poder del patriotismo no son sino un

esfuerzo de Galdós por restablecer “le lien de la parole pleine, de la vérité et de la présence”19

allí donde el vacío de un silencio demasiado significativo amenazaba con relativizar o ahuecar

sus palabras. Lo que habla la multitud es pura vocalidad inarticulada, un confuso marasmo de

“gritos lastimeros” y discusiones “en voz baja”, de “lamentos” y “voces”, y las palabras de

Gabriel dejan bien claro que le es ajeno:

La turba chillaba; no he podido olvidar nunca aquellos gritos, que relaciono siempre

con los seres más innobles de la creación; y mientras aquel gatazo de mil voces

mayaba, extendía determinadamente su garra con la decisión irrevocable, parecida al

valor, que resulta de la superioridad física, con la fuerte entereza que da el sentirse

gato en presencia del ratón. [...] De pronto, un clamor inmenso, compuesto de

declamaciones groseras, de torpes dichos, de gritos rencorosos, resonó en la calle

(ibid XI, p. 80).

En el planteamiento implícito de Galdós aparece así una discontinuidad muy reveladora: si

el lenguaje íntimo de la insurrección, tal y como lo habían enunciado Pacorro Chinitas e incluso

Lopito, era más o menos justo y en cierto modo heroico, al pasar a la práctica colectiva ha

degenerado en apenas “voz”, “algazara”, “rumor” o “zumbido”, como si entre las palabras y

los actos existiese una cesura insalvable, la que separa el orden del desorden. A pesar de la

omnipresencia de las voces que ocupan las calles, de la ira que “estalló en la boca del pueblo”,

se trata de una “conjuración silenciosamente preparada”, armada “en las cocinas, en los

bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y las

herrerías” (ibid., p. 169); y sus protagonistas, a quienes tanto oímos hablar a través de Gabriel

en capítulos anteriores, parecen haber perdido el uso de la palabra, pues tan sólo se miran

“consultándose mudamente” (ibid., p. 172)20. No existe vínculo posible entre los discursos y

conversaciones del “pensamiento público” y “el estruendo de aquella colisión” (ibid. XXIX,

p. 186), “aquella tan grande y ruidosa reunión de gente” (ibid. XXV, p. 164), aquel “conflicto

popular que de minuto en minuto tomaba proporciones graves” (ibid. XXVI, p. 168).

En la descripción de las revueltas adquiere un espesor inesperado la voz del narrador.

Interpretando las causas del alzamiento, Gabriel empieza a llenar el espacio que hasta entonces

habían ocupado las voces y las discusiones de la gente de Madrid, y le yuxtapone a la masa

informe de sus voces la coherencia impostada, la jerarquización ideológica y la acentuación de

una palabra, la suya, que se ha quedado atrás ante los acontecimientos; “la calle Mayor y las

contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de definir por medio del

lenguaje”, dice como admitiendo una derrota: “el que no lo vio, renuncie a tener idea de

semejante levantamiento” (ibid., p. 169). A lo largo de este capítulo y del siguiente, Galdós

trata de hacer visibles los movimientos de la multitud sin comprometer la posición ideológica

de su narrador, y acaba por ofrecer una descripción exteriorizada y cosificada de ellos: la

primera persona ya sólo aparece en el discurso como marca del Gabriel anciano, no del joven,

y cuando éste llega a participar en las acciones de la multitud, en el capítulo XXVII, aquél

incluso se justifica por decir nosotros. Los amotinados se ven reducidos así a la posición de

objetos casi mudos, elementos aislados en una masa anónima e inarticulada que, pese a su

heroísmo, obra ciegamente.

VIII Congreso Galdosiano

586

En la novela de Galdós no aparece, entonces, aquello que en el proceso histórico de

constitución de la hegemonía burguesa se ha llamado el pueblo, sino “una multitud atomizada

y pobre de vida donde los elementos, substancias absolutamente contrapuestas, son, en parte,

una multitud de puntos, los seres racionales, y en parte las materias modificables por la razón

[...], elementos cuya unidad es un concepto, cuyo vínculo es una dominación sin fin”.21 En la

evocación de Gabriel, esa figura social dispersa va encajada en la impostura de un vínculo, el

“sentimiento patrio”, que trata de reconstruirla en “una unidad sin discrepancias de ningún

género”, haciendo de ella “una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden

oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos” (ibid.,

pp. 167-168). Sólo dos veces habla el narrador de la multitud como pueblo, y es

inmediatamente después de aquellas “disquisiciones” que pretenden haber descubierto en sus

actos y en su vocalidad indiferenciada la trama de una voluntad colectiva única y reconocible;

es decir, después de haber tejido y articulado aquello que el liberalismo burgués y todas las

formas de la política representativa denominan la voz del pueblo.

La intervención de Pacorro Chinitas al final del capítulo XXV y su breve parlamento

mientras agoniza, en el XXX, son dos de las instancias centrales de ese discurso patriótico, que

sitúa la soberanía nacional española por encima de la monarquía, pero también por encima del

pueblo, que cifra todas sus esperanzas en el carácter nacional de los españoles y muere, como

registra Gabriel, vaticinando que “de cada gota de sangre saldrá un hombre con su fusil hoy,

mañana y al otro día” (ibid. XXX, p. 190). Al leer las palabras de Chinitas, tenemos la

impresión de que la historia se está haciendo y escribiendo ya “con arreglo a una pauta situada

fuera de ella”, de modo que “la producción real de la vida se revela como algo pre-histórico y

lo histórico se manifiesta como algo separado de la vida usual, como algo extra y

supraterrenal”.22 El hecho de que nunca exista ni un vínculo significativo ni un discurso común

entre Gabriel y los demás personajes cuyas palabras recoge, parece indicar que los personajes

de los primeros Episodios Nacionales sólo se relacionan entre ellos en la medida en que están

sometidos a unas mismas relaciones de dominación, que nacen del choque de individuos

recíprocamente indiferentes y que subsisten independientemente de ellos: ese vacío, esa falta de

comunidad, se revela también en la tentación crítica de identificar el argumento íntimo de las

novelas exclusivamente con la historia de amor de Gabriel e Inés.

Es bien revelador que el momento de verdadera comunión con el pueblo de Gabriel vaya a

producirse justo cuando en las calles ya todo anuncia la derrota y el descalabro del pueblo de

Madrid; pero todavía lo es más el hecho de que, tras salir “a pelear por España” (XXIX,

p. 189), se limite a contemplar el desarrollo de los acontecimientos y el nacimiento del miedo

entre “los heroicos paisanos” (ibid., p. 191), hasta llegar a la grave constatación de que “ya no

hay narración posible, porque todo acabó” (ibid., p. 192):

En seguida se habló de capitulación y cesaron los fuegos. El jefe de las fuerzas

francesas acercóse a nosotros, y, en vez de tratar decorosamente de las condiciones

de rendición, habló a Daoíz de la manera más destemplada y en términos

amenazadores y groseros. Nuestro inmortal artillero pronunció entonces aquellas

célebres palabras: Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me trataríais así

(ibid.).

Las palabras que Galdós elige aquí dicen mucho: la doble antonomasia, enunciada desde la

primera persona del plural patriótico, trata de imbricar el relato de Gabriel, por un lado, en ese

estrato superficial de la memoria colectiva donde se conservan las grandes fechas y los grandes

Memoria, letra e historia: Gabriel Araceli, cajista

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señuelos que articulan la historia dictada por las clases hegemónicas, y por otro, en el propio

horizonte ideológico e histórico de sus lectores de 1873. Y lo hace, creo yo, mediante las

palabras de Daoíz: sin duda estarían recogidas en los libros que Galdós consultó al escribir

estas novelas, pero acaso constaron también, aunque sólo fuese a título de reivindicación de

una pírrica victoria moral, en el acervo de frases sentenciosas que se instalan, separadas de las

contingencias del contexto y de la situación, en esa densa esfera discursiva que acompaña casi

imperceptiblemente a la vida práctica. Insistir en que las palabras son célebres supone crear e

imponer una comunidad y una memoria, sea diciendo que aquélla ya existe y de hecho ha

conservado esas palabras hasta el momento en que Gabriel narra, sea haciéndola existir como

una realidad constitutiva a la que el lector llega tarde.

Galdós vuelve así la vista hacia el presente, hacia el sentido que cobrarían sus novelas al

publicarse en los meses centrales de ese año tan agitado que fue 1873. Las ironías del viejo

Gabriel sobre el carácter cíclico de las revoluciones, que cambian poco o nada a su paso,

indican que el mundo ficticio de los primeros Episodios podría girar en torno al

restablecimiento de un orden histórico fijado, y en esa ambivalencia ideológica estriba quizás

una de las razones de su éxito. El heroico pueblo afirma y niega simultáneamente la voluntad y

la intencionalidad políticas que la voz del autor le ha atribuido: la afirma en cuanto que

defiende, desde la posición de objeto, la soberanía nacional española; la niega en cuanto que la

defiende con acciones ajenas a la lógica de la política establecida, es decir, superando la

posición de objeto en que se había situado de entrada. Acaso en 1873 las intrigas y las insidias

de la corte de Amadeo I traían a la memoria las de la corte de Carlos IV; y acaso el llamado

pueblo amenazaba ya con trascender en la práctica la voz que le atribuía la incipiente política

parlamentaria, convertirse de nuevo en aquella turba informe y crear, esta vez sin someterse a

la ideología nacionalista española, una situación como la del 2 de mayo, marcando así sus

distancias, todavía muy difusas, con el Estado que había sido creado en su nombre. Esa era,

según avanzaba el siglo XIX, la pesadilla de las clases hegemónicas.

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NOTAS

1 1963, Paris, Marcel Rivière et Cie., p. 568.

2 Benito Pérez Galdós, La corte de Carlos IV, cap. XI; cito siempre por la edición de Madrid, Alianza

Editorial, 2002, p. 98. Para todas las citas de obras de Galdós sigo esta edición y las indicadas más abajo,

dando entre paréntesis, en el cuerpo del texto, el capítulo en números romanos y la página

correspondiente en números arábigos.

3 Véase Jacques Derrida, “La pharmacie de Platon”, en La dissémination, 1972, Paris, Les Éditions du Seuil,

pp. 79-213, especialmente 118-145.

4 Benito Pérez GaldóS, La batalla de los Arapiles, cap. XLI; cito por la edición de Madrid, Alianza Editorial,

2001, p. 284.

5 “Epílogo a la edición ilustrada de los Episodios Nacionales”, en Benito Pérez Galdós, Ensayos de crítica

literaria, ed. Laureano Bonet, 1999 (3ª ed.), Barcelona, Península, pp. 178-187.

6 “«Al lector». Prefacio a la edición ilustrada de los Episodios Nacionales”, en Ensayos de crítica literaria,

ed. cit., pp. 176-177.

7 Cfr. José F. Montesinos, Galdós, tomo I/ 3, Madrid: Castalia, 1968, pp. 78-80; y Julio Rodríguez Puértolas,

“Prólogo” a su edición de Trafalgar, Madrid: Cátedra, 2003 (6ª ed.), pp. 11-67, pp. 57-59. El análisis más

completo de este aspecto sigue siendo el de Hans Hinterhäuser, Los «Episodios Nacionales» de Benito

Pérez Galdós, trad. José Escobar, Madrid: Gredos, 1963, 55-131, especialmente pp. 55-91; más en

general, véase Geoffrey Ribbans, History and fiction in Galdós’s narratives, 1993, Oxford, Oxford

University Press.

8 La primera cita está tomada de José F. Montesinos, op. cit., p. 78, y la segunda de Dolores Troncoso,

“Prólogo” a su edición de Trafalgar. La corte de Carlos IV, 1995, Barcelona, Crítica, pp. XXVII-LXX,

p. LVIII.

9 Cfr. aquí José F. Montesinos, op. cit., pp. 84-90; Germán Gullón, “Narrativizando la historia: La Corte de

Carlos IV”, Anales Galdosianos XIX (1984), pp. 45-52; Ricardo Gullón, “Los Episodios: la primera serie”,

Philological Quarterly 51 (1972), pp. 292-312; y Akiko Tsuchiya, “History as Language in the first series

of the Episodios Nacionales: The literary self-creation of Gabriel Araceli”, Anales Galdosianos XXIII

(1988), pp. 11-25.

10 Benito Pérez Galdós, El 19 de marzo y el 2 de mayo, cap. XIV; cito por la edición de Madrid, Alianza

Editorial, 2002, p. 95.

11 Sobre este aspecto, cfr. José F. Montesinos, op. cit., p. 86.

12 Benito Pérez Galdós, La desheredada, segunda parte, cap. IV sección 2; cito por la edición de Germán

Gullón, Madrid, Cátedra, 2000, p. 326. Sobre este mismo aspecto, véase Diane Faye Urey, “Woman as

Language in the Fist Series of Galdós’s Episodios Nacionales”, en Lou Charnon-Deutsch y Jo Labanyi

(eds), Culture and Gender in Nineteenth-Century Spain, Oxford: Clarendon Press, 1995, pp. 137-160,

especialmente pp. 150-158.

13 Benito Pérez Galdós, La desheredada, segunda parte, capítulo IV sección 1, p. 326.

14 Sobre el concepto de iterabilidad, véase Jacques Derrida, “Signature événement contexte”, en Marges–De

la philosophie, Paris, Les Éditions de Minuit, 1972, pp. 365-393.

15 Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, Diccionario del Español Actual, 1999, Madrid, Aguilar,

s. v. ‘sigilo’.

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16 «Desde que usía me manifestó que el camino de la fortuna estaba en escuchar tras de los tapices y en

llevar y traer chismes de cámara en cámara, se han arreglado las cosas de tal modo, que, sin querer, estoy

descubriendo secretos, y aunque quiero taparme las orejas, las picaronas se empeñan en oír...» (La corte

de Carlos IV XX, pp. 212 y 213); cfr. también cap. XVII, p. 136. En el capítulo XXV de El 19 de marzo y el

2 de mayo, dice don Celestino: «No puedes figurarte los líos que me han armado, Gabrielillo... Y también

te acusan a ti... ¿Has visto qué pícaros?... Que si escribíamos cartas..., que si tú las llevabas» (p. 161);

cfr. XXIII, pp. 149-153.

17 Cfr. de nuevo el trabajo de Diane Faye Urey.

18 Cfr. aquí Jacques Derrida, De la Grammatologie, Paris: Les Éditions de Minuit, 1967, pp. 15-41,

especialmente pp. 31-41, la cita en la p. 34. Sobre la cuestión del discurso interno, véase Valentin N.

Voloshinov, El marxismo y la filosofía del lenguaje (Los principales problemas del método sociológico

en la ciencia del lenguaje), 1992, Madrid, Alianza Editorial, pp. 118-146.

19 Jacques Derrida, Positions, 1972, Paris, Les Éditions de Minuit, p. 114 n. 33.

20 Cfr. supra, p. 169: «Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones, y si un momento

antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos

fueron actores».

21 G. W. F. Hegel, Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling, trad. Juan Antonio

Rodríguez Tous, 1989, Madrid, Alianza Editorial, p. 65.

22 Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, cap. II sección 8; disponible en

http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/46ia/index.htm (consulta: 30 de abril de 2005).