BENITO PÉREZ GALDÓS Y LA POLÉMICA
SOBRE LA CIENCIA ESPAÑOLA
José Luis Mora García
Lejos quedan los tiempos en que se hablaba de Benito Pérez Galdós como un hombre de
corta formación, descuidado en el estilo y de escritura desaliñada. Estos tópicos, mientras
duraron, sirvieron para sacar al novelista canario de las grandes polémicas intelectuales de la
época y situarle en el terreno de la literatura popular. No habría alcanzado, de ser ciertos estos
tópicos, el nivel de los grandes críticos que fueron los catedráticos Revilla, Clarín, Urbano
González Serrano ni el nivel intelectual de Valera, polemista con Pardo Bazán acerca de la
naturaleza de la novela ni, menos aún, habría poseído la erudición del grupo que lideró
Menéndez Pelayo.
La falta, hasta fechas recientes, de una biografía intelectual, completa y detallada, ha
contribuido a generalizar una perspectiva que solamente algunos estudios, como el de Josette
Blanquat hace ya más de treinta años, nos situaban en la perspectiva adecuada. Lo mismo
debemos decir acerca de la carencia de una edición completa de su obra periodística, también a
pesar de muchos esfuerzos sectoriales de hispanistas reconocidos. Aún peor es el estado en
que se halla la difusión de su epistolario, disperso en múltiples revistas y publicaciones cuando
no incompleto pues, en ocasiones, algunas cartas se han considerado irrelevantes, precisamente
por la vigencia del tópico antes mencionado. Aún así, para un lector medianamente avezado, se
va disponiendo del material necesario para una revisión de su figura intelectual, así como para
una más correcta ubicación entre las personalidades de su tiempo y para conocer con precisión
las opiniones que mantuvo ante los grandes debates que durante ese tiempo tuvieron lugar.
Como una forma de continuar la superación de este tópico quiero referirme, en esta
intervención, a las opiniones que Galdós mantuvo en relación con los temas que se debatieron
en la conocida como polémica de la ciencia española. Ésta fue mantenida a tres bandas por los
historiadores del sector conservador, próximos al tradicionalismo, Gumersindo Laverde y
Marcelino Menéndez Pelayo; por los racionalistas Manuel de la Revilla y José del Perojo; y por
los neotomistas Joaquín Fonseca y Alejandro Pidal y Mon. Trataré de explicar por qué Galdós
representa, en mi opinión, una vía diferenciada, de las tres mantenidas por su protagonistas:
muy distante de la postura escolástica con la que no tiene nada en común y equidistante, con
matices diferenciadores, de las otras dos acerca de las cuales no duda en aproximarse o
distanciarse de manera cruzada, según cuáles sean las cuestiones que se ofrezcan para justificar
la tesis final que desea ser defendida.
Es sabido que nuestro novelista no protagonizó directamente esta polémica cuyos textos
están recogidos en las distintas ediciones de La Ciencia Española, mas no por ello quedó
ajeno, ni muchísimo menos, al fondo del asunto. Más bien lo contrario. Podemos sostener que
toda su obra de creación y, sobre todo, la que desarrolló en sus artículos y correspondencia
responde a las mismas preocupaciones que las mantenidas por los pensadores (no muy fáciles
de clasificar) que intervinieron y que, en mi opinión, son básicamente las siguientes: la primera
y que condiciona toda la polémica se refiere a la posición de España en lo que nosotros
llamamos la modernidad, es decir, lo que habríamos o no sido a lo largo de los últimos siglos
Benito Pérez Galdós y la polémica sobre la ciencia española
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como forma de justificar el presente e incluso con proyección de futuro como veremos en la
parte final de este trabajo, en una línea no siempre bien delimitada entre la grandeza y la
decadencia; y, segunda, la determinación de los saberes o formas de conocimiento que
deberían afrontar la tarea de reconstrucción. Por supuesto, en relación con ambas cuestiones el
debate sobre lo religioso tiñe todas las opiniones y, en definitiva, contribuye a clasificarlas.
La polémica, pues, tenía un trasfondo ideológico tal como lo hemos estudiado en otro
lugar1 y en su análisis deben evitarse las lecturas estereotipadas pues los discursos no siempre
han operado en la historia de España como se ha señalado. En este sentido el análisis que hace
ya unos años realizó Marata Campomar Fornieles2 me parece que sigue teniendo vigencia en
muchos de sus aspectos. Mas si Menéndez Pelayo salió perjudicado de la polémica, andando el
tiempo el propio Galdós no lo fue menos y la dificultad en la recuperación de su memoria que
ha resultado lenta y tardía así lo demuestra. Era casi imposible ocupar posiciones de mediación
no ya sólo entre la filosofía moderna y la religión católica sino, por ejemplo, entre ser
tradicional y moderno o ser europeo (extranjero) y español, cuestiones que entraron en liza
durante esta polémica que pudo haber comenzado con el discurso de Echegaray (1866) y no lo
hizo para iniciarse con virulencia en la respuesta de Gumersindo de Azcárate, diez años
después, cuando se le ocurrió plantear que “Según que, por ejemplo el Estado ampare o niegue
la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar
genialidad en este orden, y podrá darse el caso de que se ahogue casi por completo su
actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos”.3 No es casual que fuera la Revista
de España, fundada por Albareda y de la que Galdós fue director durante unos meses hacia
1872-1873, la que abriera el debate.
Sabemos que el fondo del problema se había gestado en el siglo XVIII con las opiniones
vertidas por Montesquieu en sus famosas Cartas Persas, especialmente la LXXVIII cuando se
refiere a los pueblos de la península ibérica en una línea argumental propia del naturalismo
clasicista que nos habría encuadrado entre los pueblos de naturalezas nobles pero carentes de
ilustración. La referencia concreta al libro de Cervantes (al que no nombra directamente)
ejemplificaría su juicio, próximo al emitido por Kant en su Antropología4 cuando, tras señalar
algunos de “nuestros” caracteres, concluye que el español “revela en su gusto, en parte, un
origen extraeuropeo.” Por supuesto que la emblemática y retórica pregunta “¿Qué se debe a
España?”, formulada por Masson de Morvilliers en la Enciclopedia (1782), y a la que él mismo
respondió de manera bastante mesurada pero que provocó una interpretación por las élites
españolas como un ataque a la nación, Oración Apologética de Forner incluida, contribuyó
decisivamente a crear un estado de opinión que condicionó todos los enfoques que a este
asunto se le dieron a lo largo del XIX. Por consiguiente, el llamado Siglo de las Luces iba a
requerir un análisis detallado al haberse construido la idea de que España era el fruto de un
proceso de irremediable decadencia.
El Romanticismo y sus lecturas de los personajes cervantinos en clave de estereotipos
ideales de las posiciones enfrentadas en la filosofía moderna,5 contribuyó a acrecentar esta
divisoria entre culturas y naciones. Cuando Gumersindo Laverde y Juan Miguel Sánchez de la
Campa debatieron, tras un artículo del primero titulado “De la filosofía española” publicado en
El Diario Español Político y Literario (Madrid, 1 de octubre de 1956) al que respondió el
catedrático de Matemáticas, poco después en la misma revista (18 de abril de 1957), se estaban
poniendo las bases de la polémica de 1876 a la que aquí nos referimos más directamente.6 Este
primer cruce de artículos adelantaba ya las dos cuestiones que veinte años después recibirán
una atención mayor y que antes adelantábamos: si la modernización de España debía realizarse
VIII Congreso Galdosiano
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desde modelos de carácter universal como los que representaba la matemática, tal como lo
defendía Sánchez de la Campa o si, por el contrario debía partir del conocimiento de la propia
historia nacional, lo que exigía trabajo empírico de archivo y no simples valoraciones de
carácter racional. En esta línea, y para lo que habrá de representar la literatura, ocuparía un
lugar importante el artículo de Larra, publicado con antelación (El Español, 18 de enero de
1836) titulado precisamente “Literatura”, en el que marca diferencias tanto con la literatura de
imitación extranjera como con la puramente formal y que concluía de la siguiente manera:
no queremos esa literatura reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar
sonetos y odas de circunstancias, que concede todo a la expresión y nada a la idea,
sino una literatura hija de la experiencia (y de la Historia y faro, por lo tanto, del
porvenir); estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo
todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún; apostólica y de
propaganda; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa saberlas, mostrando al
hombre, no cómo debe ser, sino cómo es, para conocerla; literatura, en fin, expresión
toda de la ciencia de la época, del progreso intelectual del siglo.
¡Cuántas de estas ideas encontramos recogidas por los escritores de la generación posterior
acerca del papel de la literatura y de su relación con la filosofía! Estuvo, pues, bien atinado
Clarín cuando en “El libre examen y nuestra literatura presente”7 reconocía el magisterio de
Larra en la renovación que de la literatura había impulsado el propio Galdós a partir de los
años sesenta.8
Durante el tiempo que duró la polémica, tras el artículo de Gumersindo de Azcárate “Las
constituciones irreformables”, ya mencionado (nota 3), hasta el artículo de José del Perojo “La
ciencia bajo la Inquisición” publicado en la Revista Contemporánea el 15 de abril de 1877 con
el cruce intermedio de artículos de Manuel de la Revilla que salió en apoyo de las tesis de
Azcárate y los de Marcelino Menéndez Pelayo, publicados entre mayo y septiembre de 1876,
contra las opiniones vertidas por el colaborador de la “Revista crítica”, Benito Pérez Galdós
andaba ocupado con Doña Perfecta, Gloria y los Episodios de la segunda serie y preparando
La familia de León Roch (1878), obras todas ellas de temática no alejada de lo que se debatía
en las revistas. Si incluimos, además, en estas consideraciones, la correspondencia con Pereda
que nos dieron a conocer, hace ya unos años, Soledad Ortega (1964) y Carmen Bravo
Villasante (1970) y las cartas enviadas por Laverde (1873) y Manuel de la Revilla justo por el
mismo tiempo, aún no publicadas,9 tendríamos un mapa de situación en el cual nuestro autor
no estaría muy lejos del centro de la polémica. Podríamos abundar, aún más, recordando un
buen número de artículos que ya había publicado por entonces, algunos de ellos relacionados
directamente con las cuestiones debatidas en la polémica, por ejemplo, “La mujer del filósofo”
y “Don Ramón de la Cruz y su época” (ambos de 1871, éste precisamente en la propia Revista
de España) y otras muchas referencias aquí y allá, por ejemplo, en las semblanzas dedicadas a
Adolfo Camus o Fernando de Castro. Quedarían para años posteriores sus reflexiones sobre
estos mismos asuntos en artículos publicados a lo largo de los ochenta que iremos
mencionando y que se prolongaron hasta “Soñemos, alma, soñemos”, el prólogo al libro de
Salaverría y los artículos publicados en La Esfera (1914) si es que no debe incluirse en esta
reflexión la propia Santa Juana de Castilla (1918), casi con seguridad concebida mucho antes
de su representación, realizada casi al final de la vida de Benito Pérez Galdós, según los
testimonios de los biógrafos de Galdós.
Benito Pérez Galdós y la polémica sobre la ciencia española
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Para comprender bien la posición que nuestro autor mantuvo a lo largo del tiempo respecto
de los asuntos planteados en la polémica deben tenerse en cuenta estos tres detalles: primero,
que él mismo confiesa haberse formado en un medio inglés durante sus años en Las Palmas.
Así lo recordaba, ya anciano, en respuestas a Enrique Gónzález Fiol, más conocido por su
seudónimo de “El Bachiller Corchuelo”:10 “En Las Palmas. Allí hice mis primeros estudios. La
primera escuela en que estudié fue de un inglés. Yo me he criado en un medio inglés…” De
aquí se deriva una consecuencia esencial que, no sólo conocemos por propia confesión sino,
sobre todo, por sus posicionamientos ante los problemas religiosos, sociales y políticos que
fueron surgiendo a lo largo de su vida. Me refiero a la eliminación en su horizonte intelectual y
moral de cualquier atisbo de fanatismo religioso. Si sus padres eran católicos lo eran sin
fanatismos pues —enfatiza— “en mi tierra no se conocen ni son posibles. Allí la influencia
inglesa hace que haya una gran tolerancia.” Esto es así aun reconociendo por su parte la
ascendencia inquisitorial de su abuelo materno como señala con cierta sorna: “Eso es muy
interesante: ¡llevo sangre de inquisidores! —Yo creo que en España todos la llevamos.” Frente
al carlismo nunca ofreció otra postura que la confrontación que alcanzó su punto de ebullición
en torno a Electra en el artículo “La España de hoy”. Conociendo la ideología de los actores
de la polémica, esta postura de Galdós es muy relevante. Y con ello estamos ya marcando las
distancias que le separaban de la posición adoptada por Menéndez Pelayo y Laverde como
puede verse en su crónica “Un congreso católico”.11
Lo mismo debe decirse a propósito de la extensión de su anglofilia al terreno de la moral
cuando afirma que los pueblos del Mediodía hemos inventado la doble moral “para de este
modo tener abierto el camino para pecar contra una y otra, y satisfacer en todos los órdenes
nuestro deseos y apetitos”.12 Pocos escritores más españoles que Galdós pero pocos, también,
más críticos con la falta de una moral social coherente aun cuando esto pudiera significar ser
tachado de antipatriota.
La otra tiene que ver con su poco aprecio por Alemania, país de procedencia de la filosofía
que había incorporado Sanz del Río y sus seguidores a partir de los años 50, tras su ya famoso
viaje al país centroeuropeo y el retiro de once años en Illescas. La corrección que Perojo
introdujo con su apuesta por el neokantismo y la aproximación racionalista de Revilla no
modificaron en Galdós su falta de aprecio por los excesos que aquella nación estaba
produciendo ni acortaron, tampoco, la distancia en su aprecio por la filosofía como saber que
pudiera contribuir a la cohesión de la sociedad española. El juicio positivo que personalmente
le merecían algunas de estas figuras como el propio Revilla “talento insigne” o Salmerón, “gran
pensador”, “célebre como pensador y como político”, repite en otra ocasión, no impedirán que
muestre una gran distancia respecto de sus posiciones. De Salmerón dirá con cierto desdén:
“El mismo filósofo que fue, si no el Cristo, el San Pablo de aquella religión, profesa hoy, según
dicen ideas Spencerianas. No lo aseguro; pero como en la actualidad se habla tan poco en
España de filosofía, como están tan decaídas las abstracciones, no parece que hay gran interés
en averiguar si el señor Salmerón no ha abandonado completamente las ideas filosóficas, que le
dieron tanto nombre allá por los años del 60 al 70”.13 Esto le distanciaba, a su vez, de las
posiciones de los racionalistas excepto la coincidencia en la apetencia de ciencia moderna que
todos coincidían en echar en falta en nuestro firmamento.
El segundo aspecto que debe tenerse en cuenta es el siguiente: “Diga usted que el latín lo
aprendí muy bien” dirá en la entrevista que antes citábamos, recordando la educación de su
adolescencia. Queremos decir que Galdós cultivó el gusto por la cultura clásica y con ella por
el Renacimiento español. A ello contribuyó de manera decisiva Camús,14 el catedrático de
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literatura latina, el “amenísimo y encantador Camús” a cuyas lecciones “no faltaba nunca”.
Nunca dejó de recordar, ni siquiera ya anciano, a aquel catedrático a quien dedicara uno de sus
artículos de la Galería de españoles célebres”,15 con quien había reforzado su aprecio por la
cultura clásica y renacentista. Bien fuera por donaciones de la propia casa Hernando, bien la
exigencia de consultar obras clásicas, Galdós reunió lo mejor de la literatura grecolatina que se
había publicado. Y este dato es muy importante pues por aquí hallamos su enorme aprecio por
la cultura renacentista que le acercaría a Laverde y Menéndez Pelayo y le distanciaba de la
religiosidad de fundamentación escolástica que sustentaban los neos pero, al tiempo, le
distancia de las filosofías extranjerizantes, como antes señalábamos.
Es sabido que la polémica adquirió incluso más virulencia por este lado que por el flanco
liberal cuando los escolásticos comprobaron que Menéndez Pelayo defendía la cultura
renacentista frente a la escolástica del XIII. Curiosamente ésta era la posición sostenida por el
carlismo, incluida la escisión de los mestizos, cuya Unión Católica lideraba Pidal y Mon y a la
que pertenecía el propio Menéndez Pelayo que en este punto se desmarcó y más de un
disgusto le trajo.
Ésta es, pues, una de las claves más importantes para determinar qué le aproximaba y qué le
distanciaba de su amigo santanderino. Una compleja relación que lo mismo hacía que Galdós
regalara a don Marcelino una biografía en inglés de Santo Tomás o las Églogas de Virgilio o
que se viera incluido por su amigo entre los Heterodoxos como “enemigo implacable y frío del
catolicismo” o bien que fuera propuesto y apadrinado por el escritor santanderino para su
entrada en la Academia de la Lengua aunque se molestara el propio Cánovas. En este sentido
el epistolario con Pereda ofrece detalles que, de no ser conocidos, nos harían caer en
simplificaciones16 y nos conducirían a clasificar a nuestros protagonistas sin los matices
precisos para entender unas posiciones que fueron complejas y matizadas en todos los casos y
que en el caso de Galdós se ven amplificadas. En todo caso, nos hacen ser cautos a la hora de
analizar cualquier debate que en su parte visible nunca está exento de la teatralización que la
vida intelectual conlleva y que debe ser observado, por consiguiente, desde otros planos menos
visibles.
El tercer punto nos conduce al aprecio por la historia. En este punto debemos referirnos a
las tempranas y elogiosas valoraciones del catedrático Fernando de Castro por quien pronto
muestra su gran aprecio en uno de aquellos artículos juveniles (16-II-1868) y a quien asocia
con la enseñanza de la historia como regida por un plan de acuerdo a la concepción idealista
que sostenía el profesor krausista y que aparentemente casaría mal con la orientación estética
del realismo y menos aún del naturalismo. Probablemente ésta sería la razón de que, “aun
admirando mucho a Zola y haciéndome sentir y pensar mucho sus novelas, no se me ocurrió
nunca hacerlas a su manera”.17 Más en esto también muestra Galdós su equidistancia de uno y
otro pues lo que realmente sucede es que “el arte no puede renunciar a “buscar el principio que
informe la realidad histórica”. Mas no debemos buscarlo en ningún lugar extraño pues “este
principio aparece siempre al liquidar los hechos y al buscar la síntesis de ellos”.18 Es decir, que
si bien no puede hacerse historia ni tampoco arte sin distancia —en lo que estaría de acuerdo
con Castro y frente a los positivistas— éstos, la historia y el arte, no nos remiten a ningún
principio extrahistórico ya que sólo puede lograrse a través de la inducción, precisamente
aquello que le separaría del idealismo. Como veremos al final, Galdós estuvo siempre lejano de
la filosofía de la historia alemana que no deja de ser una teología secularizada. Y otro dato
además: si Galdós había aprendido historia de la mano de un krausista la veía ahora utilizada
como herramienta en poder de los tradicionalistas y eso le llevaba a introducir correcciones.
Benito Pérez Galdós y la polémica sobre la ciencia española
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He aquí, pues, la curiosa paradoja que se produjo en la polémica sobre la ciencia española
donde la historia desempeñó un importante papel mas no en manos de los representantes del
racionalismo filosófico, identificado con el liberalismo progresista en el ámbito político, sino en
los del pensamiento conservador. Laverde y Menéndez Pelayo con su proyecto sobre filósofos
españoles (que no llegó a realizarse en ese momento), y con su respuesta a Revilla, elaborada
sobre investigación de archivo, vinieron a establecer las bases para una historia de la filosofía
española que superara las que se asentaban en la teoría de la decadencia o, más radicalmente,
en las que sostenían la total inexistencia de filosofía y ciencia españolas. No es casual que
Pérez Galdós mantuviera en este punto una posición que tenía un pie en las defendidas por
Menéndez Pelayo y otro en la mantenida por Revilla y Perojo.
Desde estos tres supuestos: tolerancia y moral única; aprecio por la cultura clásica tal como
fue cultivada de manera especial por los humanistas españoles del Renacimiento y su
proyección en los siglos siguientes, es decir, valoración de nuestro Siglo de Oro y del siglo
XVIII; y, finalmente, sobre la necesidad de estudiar históricamente —y no sólo racionalmente—
los procesos, estableció Benito Pérez Galdós su posición respecto de los problemas que la
famosa polémica puso en las páginas de la Revista Contemporánea y de la Revista Europea y
que él manifestó en las “cartas” que fue publicando en el periódico La Prensa de Buenos Aires
y, también, en muchos otros artículos, prólogos, cartas personales, etc. El asunto de fondo,
como señalábamos al comienzo, era la misma España y la función que debían asignarse a la
religión, la ciencia, la filosofía y el arte en su construcción. Y como señalaría Laverde, en el
prólogo a la tercera edición de La Ciencia Española, lo que estaba en juego era la tradición
que sí habrían conseguido construir los alemanes y en la que radicaría su grandeza.
Precisamente Sanz del Río no habría entendido bien el mandato del ministro Gómez de la
Serna quien no le habría encargado tanto el estudio de un determinado sistema filosófico
cuanto el orientado al conocimiento de “las causas que han dado en Alemania esta actividad y
este admirable progreso a la actividad científica, gracias a los cuales sus escuelas y
universidades han adquirido la primacía sobre todas las de Europa”.19 Por su parte Laverde, en
el prólogo mencionado decía: “La tradición es elemento auxiliar capitalísimo del progreso en
todo. La falta de ella, “solución de continuidad” entre lo viejo y lo nuevo, explica por qué en la
España moderna aparecen y mueren tan pronto los sistemas filosóficos sin llegar jamás a
aclimatarse, y la facilidad con que sus adeptos pasan de unos a otros, como si en ninguno
encontraran estabilidad y reposo”.20 Rodríguez Carracito, desde una orientación liberal, diría
años después (1908) algo muy semejante: “Ansío con impaciencia ver a España en el concierto
de las naciones directoras de la civilización impulsada por el espíritu del progreso, pero sin
desdeñar los preciosos antecedentes intelectuales de su personalidad nacional, porque nada
viable brotará de lo presente que no tenga raíces en lo pasado”.21
Los distintos estudios que se han realizado de esta polémica ya han analizado
pormenorizadamente las posiciones de unos y otros. Me atendré aquí a las sostenidas por
Galdós en relación con las cuestiones señaladas: la historia, es decir, nuestra historia, la función
de la filosofía y los filósofos, el lugar qué debe ocupar la religión y, claro, su apuesta por la
literatura no como saber propedéutico al modo de Clarín sino porque es al arte al que
corresponde la lucidez.
Ésta sería la conclusión que se deduce tras analizar sus juicios sobre cada uno de estos
puntos y lo que justifica su obra como escritor, novelista y dramaturgo principalmente,
estudioso de la historia pero a la que somete a la verdad del arte y periodista como analista de
la realidad cotidiana cuyo ejercicio incorpora, igualmente, a la misma verdad estética. Fue
VIII Congreso Galdosiano
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escritor conscientemente tras analizar el papel que las otras formas de conocimiento realizaban.
Ha sido Bajtin quien ha señalado con razón que cuando la novela es el género predominante, la
epistemología es la disciplina filosófica más cultivada.
Benito Pérez Galdós, como hemos señalado, comprendió pronto que sin un buen
conocimiento y aprecio de la propia historia, un país no es capaz de construir adecuadamente
el progreso. Se dio cuenta también de forma temprana de la debilidad del liberalismo y eso
debió llevarle a “historiar” el siglo XIX. Mas la clave estaba —y en esto coincidían bien que por
razones opuestas conservadores y liberales— en nuestro siglo XVIII. Ha sido considerado, si
bien probablemente no de manera suficiente por las razones que al comienzo señalábamos, el
artículo publicado en 1871 en la Revista de España: “Don Ramón de la Cruz y su época”22 en
el que Galdós se alinea con las posiciones conservadoras acerca de la inexistencia de
Ilustración y su valoración del siglo de las Luces como extranjerizante: perversión en las
costumbres, confusión en la política, frivolidad y amaneramiento en las letras va detallando
Galdós pormenorizadamente para concluir que “se observaba el esfuerzo subterráneo de una
revolución, de una fuerza desconocida que aspiraba a realizar considerable trastorno”… y que
buscar en ese siglo “un movimiento espontáneo, vigoroso, del espíritu nacional, sería inútil…”
Buen lector y estudioso no deja de apoyar sus opiniones en la erudición dando un severo
repaso a Jovellanos, Moratín, Cadalso, Meléndez Valdés o Forner dejando ver su poco aprecio
por el neoclasicismo que lastraría las expresiones populares con patrones de retórica erudita y
disciplinaria. Por ello señalará a “don Ramón de la Cruz como el único poeta verdaderamente
nacional del siglo XVIII”.
Sostenía así las tesis con que, hasta fechas no muy lejanas, se ha despachado el siglo XVIII.
No es que Galdós no lo conociera, más bien al contrario, pues demuestra aquí ser un precoz
lector sino porque en los momentos en que lo escribe se estimaban aspectos de tipo ideológico
que tenían que ver más con la identidad nacional y era a propósito de la cultura, representada
en esos momentos por las letras, donde se dilucidaba el problema. Hacia finales del siglo XIX
esta disputa se proyectaría en la falacia de los caracteres nacionales bien a través de la
hiperpositivación que supuso la psicología de los pueblos o bien a través de la fuerte
estetización del modernismo. Para ello sería necesario que se produjera la crisis de la razón y
de la historia que aún no había acaecido en los años setenta en los que España comienza
a debatir el paso de una filosofía idealista al positivismo científico y sus consecuencias para
la civilización.
A Galdós le preocupaba ya —y le seguirá preocupando más de quince años después—
precisamente, la tradición y las consecuencias nefastas que, a su entender, provocaban los
procesos de mimetización de corrientes extranjeras que se introducen en el cuerpo social como
cuñas que lo resquebrajan cuando no se incorporan adecuadamente. Así, se lamenta de que los
lazos religiosos se hubieran aflojado en aquella sociedad “cuya fe se apagaba, cuyo depurado
sentimiento del honor se extinguía” y que no hubiera “una irrupción de nociones morales
filosóficas que llenaran aquel vacío. La filosofía, si alguna vez vino —enfatiza Galdós— lejos
de curar el mal, lo agravaba, y no podía inyectar en el dolorido y extenuado cuerpo social la
sangre joven y fresca que éste necesitaba” (p. 1478).
Por esas fechas, Laverde andaba ocupado en dar a conocer los once artículos de Donoso
Cortés publicados en 1838 en El correo nacional: “Filosofía de la Historia. Juan Francisco
Vico” así como otros tres que llevaban el título de “Consideraciones sobre el Cristianismo”
publicados en el mismo diario. Con el deseo de conseguir su publicación en la Revista de
Benito Pérez Galdós y la polémica sobre la ciencia española
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España se dirige a Galdós quien era su director desde el año anterior.23 Sabemos, por la última
de las cartas en la que se refiere a una intermedia de Galdós, que éste habría aceptado el
proyecto con la condición de que fuera Laverde quien las introdujera. La mala salud de éste,
manifestada en la última de las cartas, lo había frenado pero el fondo del asunto me parece de
mucho interés y ha pasado desapercibido a los biógrafos de Galdós. Sería justo por ese tiempo
cuando comenzara a pensar en la necesidad de los “Episodios”, novela de la historia como
alternativa a la filosofía de la historia, si así puede decirse.
Cuando en la primavera de 1885 escribiera “El sentimiento religioso en España”, que
recogió en su momento Shoemaker24 y que ha sido recientemente vuelto a publicar por
Mainer,25 sus posiciones se habían modificado muy poco. Por cierto, que envía este artículo a
Argentina escasamente medio año después de que el gobierno de aquella república tuviera un
fuerte encontronazo con la Santa Sede a propósito del presupuesto del Estado en el
mantenimiento de los Seminarios Conciliares y porque el gobierno argentino había puesto
“maestras protestantes hiriendo en lo más vivo el sentimiento religioso de la mayoría de este
pueblo y produciendo gran perturbación en las conciencias católicas” según la comunicación
del embajador español. El problema se prolongó, pues más adelante se trasmite al gobierno
español la destitución de obispos y del catedrático de Economía Política Dr. Salamanca “muy
conocido y significado en el partido católico-liberal”.26
Lo que nos interesa ahora es subrayar el acento que pone Galdós en la historia interna, en el
desenvolvimiento que la idea tiene en el desarrollo de la vida del pueblo, y la dificultad de
integración de ideas provenientes de otras tradiciones que terminan operando como modas que
pasan con rapidez, como “las de los sombreros de señoras”. Evidentemente Galdós, al escribir
este artículo, tenía como interlocutor a Menéndez Pelayo, “joven publicista, castellano tan
notable por su talento como por su saber” [quien] ha defendido con grandísimo ingenio la
negativa, aduciendo argumentos de fuerza en pro de la ciencia española y su compatibilidad
con el sentimiento religioso”. En otro momento, con ocasión de hacer la crónica del Congreso
católico de 1889, dirá de Menéndez Pelayo que tiene “un talento prodigioso” y que posee una
erudición “que por lo extensa parece sobrenatural”.27 De él acepta “que pase todo lo del
misticismo como representación de un sistema filosófico puramente castellano”. Pero cuando
mira a su otro interlocutor, Manuel de la Revilla,28 de quien se conservan once cartas enviadas
a Galdós entre 1876 y 1880, rápidamente completa el argumento corrigiendo la posición del
cántabro: “pues no pasa lo de que nuestros matemáticos, naturalistas y físicos del periodo más
brillante de nuestra nacionalidad sostengan el parangón con sus grandes lumbreras de otros
países”. Habría, pues, un hueco en nuestra historia que no habría conseguido ser llenado ni por
la ciencia: “¿Dónde está nuestro Galileo, nuestro Leibniz, nuestro Kepler, nuestro Copérnico,
nuestro Newton?” Y se responde el propio Galdós: “He aquí una serie de santos que faltan,
¡ay!, en nuestro cielo tan bien poblado de ilustres figuras en el orden de la poesía y del arte.”
Tesis, pues, casi idéntica a la sostenida por Manuel de la Revilla y José del Perojo. Pero
tampoco por el racionalismo que representan Revilla cuando éste le hace profesión de
racionalismo29 o el propio Perojo en quienes no parece confiar suficientemente como tampoco
lo hará en la filosofía académica de los sesenta y setenta, precisamente por su falta de arraigo
histórico en España.
Es la tragedia misma del liberalismo: obligado a luchar contra la tradición que ha impedido
el progreso y a no poder llevarlo éste a cabo al no poder poner las bases filosóficas del mismo
o por haber perdido la batalla. El concepto de tradición y su apropiación o rechazo estaba en el
centro del debate al tomarlo ambas posiciones como un todo sin apenas matices. Hablar de
VIII Congreso Galdosiano
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tradición era hacerlo de historia y frente a ellas se retaron dos miradas combativas que
luchaban por imponer su interpretación. En medio estaba la visión bifronte del
periodista/novelista que tenía un ojo en cada una de ellas como el notario que da fe de la
posición de partes. Sólo abandona muy sutilmente esta posición para denunciar que las
ideologías representantes del progreso, y las filosofías que les daban cobertura, habían
introducido miméticamente autores y sistemas de otras tierras que aquí no habían cuajado. Y
que este “¡error inmenso!” debido a que se intentó solucionar el problema derribando el árbol
entero sin detenerse a distinguir cuidadosamente entre el sentimiento religioso arraigado en el
pueblo, que debería haberse cuidado, y el teocratismo eclesiástico que era lo que realmente
debería haberse erradicado. La falta de tacto hacia aquellos autores que en España habían
iniciado la secularización del lenguaje por parte de quienes incorporaron el krausismo, aunque
más tarde mostraran más sensibilidad por ellos, fue la causa de su fracaso (al menos en los
términos en que se debatía en la polémica).
Así pues, el primer aspecto que debemos enjuiciar y las primeras diferencias surgen de cómo
unos y otros miraron la historia y cómo lo hizo el propio Galdós desde esa postura
equidistante. Conocemos la polémica epistolar que casi al mismo tiempo que debatían
Menéndez Pelayo y Revilla mantenía con Pereda tras la publicación de Gloria y eso nos
permite obtener las claves necesarias para entenderla.
E inmediatamente el foco se desplaza hacia la filosofía. Y hablar de filosofía era,
simultáneamente, hacerlo de la cuestión religiosa que, en verdad, ocupaba el centro de
cualquier debate, también, como hemos visto, en la recuperación de la historia, es decir, ¿qué
historia?
Galdós cuya llegada a Madrid coincidió con los años de fervor krausista y la presencia de
éstos en los foros donde se trataban de poner las bases ideológicas del Estado liberal entró
pronto en contacto con algunos de ellos, como ya hemos mencionado. La filosofía no le fue
ajena y en realidad de filosofía se habló fundamentalmente en la polémica a propósito de si
había habido o no filosofía española. Ya hemos sugerido que nuestro autor no tuvo gran
aprecio por la filosofía académica y apenas confió en las posibilidades de que se convirtiera en
un saber que pudiera ser la base de la renovación de la sociedad española estableciendo bases
firmes. Nos queda la duda de si este juicio es solamente el del notario de la actualidad respecto
de la filosofía de su tiempo o si realmente se refiere a la filosofía misma. Además de las
conclusiones que podemos obtener de la lectura de sus novelas, especialmente La familia de
León Roch o El amigo Manso sobre las que disponemos de muchos estudios existen otros
testimonios más periodísticos que nos ha dejado a lo largo de muchos años, desde los primeros
artículos a otros ya de plena madurez. Y en todos ellos, a diferencia de lo acaecido con Clarín,
Galdós mantuvo su fuerte escepticismo respecto de la filosofía.
Señala Ghiraldo en el prólogo puesto al volumen de las obras inéditas que titula Viajes y
fantasías que “La mujer del filósofo” “revela uno de los aspectos más característicos del
espíritu galdosiano: el satírico, mordaz y, principalmente, el pintoresco e irónico…”.30
Efectivamente, se mezclan en el artículo de Galdós la mordacidad y la hiriente ironía hacia una
situación que considera antinatural y que consiste en la imposibilidad de que la mujer cuya
función consiste en ser madre se case con el filósofo cuya actividad le lleva “a las regiones de
la pura idea”. Sin duda, el referente que tiene al escribir esta semblanza es la de un filósofo
krausista, es decir, cultivador de una metafísica idealista, especulativa y de lenguaje críptico. Al
lector deja deducir la moraleja.
Benito Pérez Galdós y la polémica sobre la ciencia española
617
Podríamos pensar que se trata de un retrato de tipos y que no debe elevarse a categoría esta
posición de un Galdós casi treintañero. Mas disponemos de afirmaciones que estarían en esta
misma línea de argumentación: la especulación filosófica de carácter idealista es incompatible
con la realidad social que tiene su historia y con la propia naturaleza sostenida por sus propias
leyes, sencillamente por una cuestión de inadecuación a la historia de la primera y a las leyes de
la segunda. Podríamos, pues, señalar que Galdós, mucho antes de que lo pudieran hacer
Ortega y María Zambrano, hace una severa crítica al idealismo alemán. Así, por ejemplo, a la
magia del talento de Salmerón y a su seductora palabra, atribuye que el krausismo se pusiera
de moda entre la juventud estudiosa y tuviera entre la juventud estudiosa más prosélitos que en
la propia Alemania. Mas en cuanto el positivismo y las ciencias naturales se desarrollaron,
estos discípulos comenzaron a mermar hasta el punto de que en 1886, cuando Galdós hace este
comentario, “se podrían contar con los dedos de la mano” pues hasta el propio Salmerón
parecía haber abandonado las abstracciones”. Precisamente, a su falta de adecuación a la
realidad se une la inconsistencia pues si la religión se asienta en la inmutabilidad de sus
dogmas, “la filosofía niega hoy lo que ayer afirmaba. Si un sistema nos ofrece la verdad, otro
nos la niega. No hallamos dos filósofos que piensen de la misma manera. Los sistemas más
brillantes envejecen, y al fin y a la postre llegamos al terrorífico solo sé que no sé nada” (…)
“Los filósofos han llenado el mundo de reglas de conducta, pretendiendo que sustituyeran al
canon religioso cada día más desprestigiado. Algunos de ellos, dándose aires de redentores, las
han practicado con laudable constancia; pero no han conseguido más que discípulos teóricos.
Todo el régimen de conducta predicado por los filósofos no sale de las aulas donde se le
estudia y comenta”.31
En el artículo de 1885, ya comentado, incide en esta argumentación demostrando, por otra
parte, que estaba al día de la evolución de las ideas filosóficas. En definitiva, que la filosofía no
funda nada firme pues si primero fue Krause, luego “vino el positivismo de Comte a decir que
todo aquello de Krause era un delirio. Pasaron de moda en breves años, no sólo Krause, sino
Hegel, Fichte y demás germánicos…” Luego vendría el experimentalismo y el evolucionismo
que facilitaron la introducción de Spencer. “De todo esto resulta una inseguridad que no puede
menos de ser favorable al principio católico, siempre uno y potente en la firma base de sus
definiciones dogmáticas”.32 Pues hablando de la organización de las sociedades dirá
tajantemente Galdós “la historia es la verdadera maestra” pues “la humanidad es así y no como
los filósofos quieren que sea”.33
Galdós escribió con frecuencia sobre Alemania. Podemos recordar sus artículos sobre “El
conflicto hispano-alemán” a propósito de las islas carolinas al que dedicó cuatro artículos en
1885 y algunos otros sobre diversas cuestiones de tipo político o la crónica del viaje realizado
en 1887.34 Mas para el tema que aquí nos interesa hay tres escritos con una gran distancia
temporal (1883-1914) que por referirse a la cultura alemana y, más concretamente a su
filosofía son de especial relevancia para fijar la posición de Galdós precisamente en este punto
de la polémica de la ciencia española. Yo creo que, a pesar de lo que le separaba de Pereda y
Marcelino Menéndez Pelayo respecto del ultramontanismo de éstos, el hecho de que no
suscribiera por completo las tesis de Manuel de la Revilla y Perojo, racionalistas al modo
germánico, podemos encontrarlo en estos dos artículos. Para Galdós la filosofía alemana está
fuera de la historia y cuando se importa a España no genera sino pesimismo. El optimismo
realista de Galdós requería otras influencias: la propiamente española y, si hablamos de
Europa, la inglesa primero y la francesa después y de Italia su exuberante estética.
VIII Congreso Galdosiano
618
Precisamente éste fue el primer punto sobre el que incidió Menéndez Pelayo en la respuesta
a Manuel de la Revilla. Refiriéndose a la Revista Contemporánea le dice: “pues parece que
esta publicación profesa odio mortal a todo lo que tenga sabor de españolismo, y yo, por mi
parte, juro que desde que apareció por estas playas, ando buscando por estas playas a moco de
candil algún artículo, párrafo o línea castellanos por el pensamiento o por la frase, y muy pocas
veces he logrado la dicha de encontrarlos. Como no sé alemán, ni he estudiado en Heidelberg,
ni oído a Kuno Fischer, no me explico la razón de que en una revista (al parecer) en español,
sea extranjero todo…”.35
Pues Galdós fue mucho más allá en sus juicios sobre la filosofía y la ciencia alemanas. Es
verdad que se refugia en opiniones ajenas, “singulares” las califica, a las que dice no “añadir
nada” y así las trasmitió a sus lectores argentinos. Se titula el artículo “Visiones y profecías” y
está fechado en 1883,36 escrito en el marco de la visita del príncipe alemán Guillermo II y en el
contexto de lo que estaba significando la política de Bismarck para Europa. Así debe
entenderse esta reacción frente a Alemania luterana de la que se dice es un país “cuartel” en el
que todos los alemanes son “soldados”. “Sólo es permitida una libertad inocente: la filosofía
que, al sentir de muchos, contribuye al adormecimiento nacional y al servilismo de la raza.
Llenan las Universidades manadas de filósofos, casta insufrible, enemiga de la discreción, del
sentido común y de todo concepto claro” (…) “La filosofía germánica es la enfermedad
encefálica de una raza; pero el mundo, que de ella se contaminó, ha comprendido al fin su
ninguna sustancia, y encierra en un manicomio a los que aún existen por acá dañados de esa
ciencia funesta e incurable”. Difícil saber cuál era el juicio exacto que a Galdós merecían estas
opiniones en las que se escuda antes de relatar la visita y la estética que rodeó la presencia en
Madrid del príncipe alemán. Podríamos deducir que estarían entre la admiración por la
grandeza de Alemania y el miedo a sus consecuencias, las dos hijas de la misma filosofía.
Las consecuencias las vio en la primera guerra mundial cuando publicó dos artículos de gran
interés en La Esfera. “Pesadilla sin fin” se titula el publicado el 12 de julio de 1915.37 Una idea
nos interesa resaltar en relación con el asunto que aquí abordamos: Galdós se fija no tanto en
Alemania cuanto en los germanófilos españoles. Este párrafo que reproduzco parcialmente
sólo puede entenderse como fruto de una reflexión de décadas, casi con seguridad el eco tardío
de nuestra famosa polémica:
Lo más desagradable del germanismo español es que no se limita a la muchedumbre
gregaria, de abolengo clerical y absolutista, sino que en él figuran, descollando
luminosas en el vulgar montón, personas de elevada mentalidad, y esto se explica por
la fascinación que en todo el mundo ejerce la ciencia alemana. Sin regatear a los
países teutónicos la luz que irradian sus Universidades y sus innumerables Institutos
docentes, debemos de afirmar que también han florecido las Ciencias en Francia, en
Inglaterra, en Italia y aún en nuestra pobre España, y que los prodigiosos inventos
que han mejorado y dulcificado la existencia humana, gloria son en su mayor parte de
las tierras latinas y anglosajonas.
Aún tuvo tiempo Galdós de volver sobre el tema una semana después para afirmar: “La
tenaz idea que viene incubándose en los cerebros teutónicos, desde la victoria de 1870, es el
que Imperio regido por los Hohenzollern no cumplirá su providencial, su divina misión hasta
dominar toda la tierra. Los derechos y las tradiciones de los demás pueblos no significan nada
para estos intérpretes de una voluntad superior a los designios humanos”.38 Y con ello
descubría todas las otras cartas de su postura: si frente a Menéndez Pelayo había sostenida la
Benito Pérez Galdós y la polémica sobre la ciencia española
619
necesidad de la ciencia cuyos “santos” faltaban en nuestro cielo, el optimismo respecto de lo
hecho en España en los últimos cincuenta años del XIX, a pesar de las críticas políticas, etc., tal
como lo manifestó en “Soñemos, alma, soñemos” le lleva a sostener la existencia de ciencia
“aun en nuestra pobre España” y a defender una pluralidad que responde a la crítica de la razón
e historia únicas tal como había denunciado el modernismo.
En definitiva, Pérez Galdós rechaza cualquier filosofía de la historia basada en una
concepción providencialista excluyente que pueda servir de fundamento a cualquier nuevo
imperialismo. Él, que siempre había criticado a la filosofía por no haber sido capaz de fundar
nada estable, como sostenía en su artículo de 1885, se aterrorizaba ahora de una que pudiera
fundamentar algo tan estable como “un paternal gobierno absoluto”. Curiosamente esta crítica
al idealismo alemán está bastante en la línea de lo que Ortega y Gasset estaba publicando por
esa misma fecha en sus Meditaciones del Quijote desde una tradición diferente a la de nuestro
ilustre canario pero no tan diferente como la que otro madrileño ilustre, de cuya muerte se
cumplen ahora cincuenta años, creía. Cuando María Zambrano escriba, al final de nuestra
guerra y de la segunda europea sucesivamente, Pensamiento y poesía en la vida española
(1939) o los artículos que están recogidos en La agonía de Europa (1945), donde critica la
soberbia de una razón que olvida la vida, le es obligado volver a la Misericordia galdosiana y
plantearse el papel de la novela en la modernidad europea de la mano del propio Galdós y,
¡cómo no! de Cervantes. Ninguno de los tres pudo eludir los efectos de lo que se había
debatido hacia 1876: España al fondo. Y junto a su construcción, la creación de un nuevo
orden europeo e internacional. Es lo que se anunciaba ya entonces y nuestro autor no podía
estar ajeno a este problema pues a él dedicó su vida de escritor. Tampoco lo pudieron eludir
después Ortega o Zambrano. La apuesta de Galdós, esa cuarta vía a que me refería, fue,
sencillamente, la novela. Eligió la literatura como alternativa a las opciones de tradicionalistas y
racionalistas, esa forma de conocimiento que apuesta por acompañar los procesos y no por
conceptualizarlos.
De todas estas propuestas quedan otros efectos que ya nos corresponde administrar a
quienes hoy leemos la obra de los que protagonizaron activamente aquella polémica o la
acompañaron con menos ruido pero no con menor intensidad, caso de nuestro Pérez Galdós,
como hemos tratado de ilustrar en este breve trabajo. A veces los procesos se alargan en el
tiempo mucho más de lo que se cree y los ecos pueden perder intensidad pero tardan mucho en
desaparecer del todo. Permanecen para que no los olvidemos o para que aprendamos de ellos.
Quedamos… los lectores.
VIII Congreso Galdosiano
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NOTAS
1 Díaz Regadera, D., Hermida, F., Mora, J. L., Núñez, D. y Ribas, P., Artículos Filosóficos y Políticos de
José del Perojo (1875-1908), 2003, Madrid, UAM, pp. 20-26.
2 Campomar Fornieles, M., “Menéndez Pelayo y los problemas del intelectual católico de la restauración” en
Menéndez Pelayo. Hacia una nueva imagen, 1983, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, p. 99.
3 Revista de España, 28 de marzo de 1876.
4 Kant. E., Antropología. Tr. de José Gaos (1935), 1991, Madrid, Alianza, pp. 269-70.
5 Bertrand, J., Cervantes en el país de Fausto, Tr. de José Perdomo, Madrid, Ediciones de Cultura
Hispánica, 1950. Se trata de una traducción del francés cuya fecha exacta no he podido precisar si bien el
propio autor publicó en 1914 ya sobre Tieck y el teatro español y en 1931 sobre los viajeros franceses por
lo cual puede deducirse que trabajó sobre este tema durante largo tiempo.
6 Antonio Heredia Soriano ha estudiado con mucho detalle esta polémica de 1856 (que en realidad habría
sido la segunda frente a lo sostenido habitualmente para la de 1876). Debate sobre la filosofía española.
La polémica de 1857”, La Ciudad de Dios, vol. CCXII, 2, 1999, pp. 415-39.
7 Recogido en Solos de Clarín, 1971, Madrid, Alianza, pp. 65-78.
8 Para estos años no podríamos olvidar el discurso que “Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de
comentarle y juzgarle” pronunció Juan Valera en 1864. Madrid, Imprenta de Manuel Galiano, 1864. Me
parece que supone uno de los primeros intentos de normalización de las lecturas del libro cervantino
respecto de las realizadas por el Romanticismo que fue continuada por los novelistas del 68 y que, sin
embargo, hacia el final del siglo regeneracionistas y noventayochistas retomaron como referente de los
mitologemas nacionales.
9 No así con Perojo con quien coincidiría muchos años después en la defensa del llamado “pleito canario”.
Tenemos constancia de que Galdós asistió a su entierro. Con Menéndez Pelayo la correspondencia se
inicia años después. Agradezco muy sinceramente a la Casa-Museo y a su directora Rosa María Quintana
por su amabilidad al proporcionarme estas cartas aún no publicadas.
10 “Nuestros grandes prestigios. Benito Pérez Galdós” en Por esos mundos, Madrid, julio de 1910.
Reproducido en La Tierra de Galdós. Antológica de documentos sobre Galdós y Canarias, 2003, Cabildo
de Gran Canaria, pp. 33-62.
11 Madrid, mayo, 1889. Ghiraldo, A., Política Española, IV, 1923, Madrid, Renacimiento, pp. 155-62.
12 Pérez Galdós, B., artículo publicado en La Prensa de Buenos Aires (11-XII-1890) en Shoemaker, W., Las
cartas desconocidas de Galdós en “La Prensa” de Buenos Aires, 1973, Madrid, Ediciones Cultura
Hispánica, p. 439.
13 Pérez Galdós, B., “Los tres oradores: Salmerón, Cautelar, Cánovas” (12-VII-1886), Ghiraldo, A., Política
Española, III, 1923, Madrid, Renacimiento, p. 170.
14 García Jurado, Francisco, Alfredo Adolfo Camus, 2002, Madrid, Ed. del Orto.
15 Pérez Galdós, B., “D. Alfredo Adolfo Camus” (8-II.1866) en Shoemaker, W., Los artículos de Galdós en
“La Nación”, 1972, Madrid, Ínsula, pp. 266-70. Para un estudio más detallado ver García Jurado, F.
(comp.), La historia de la literatura greco-latina en el siglo XIX español: espacio social y literario, Anejo
a Analecta Malacitana, 2005, Universidad de Málaga.
16 Madariaga de la Campa, B., Menéndez Pelayo, Pereda y Galdós. Ejemplo de una amistad, 1984,
Santander, Librería Estudio.
Benito Pérez Galdós y la polémica sobre la ciencia española
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17 Entrevista con “El bachiller Corchuelo” ya citada (nota 8), p. 39.
18 Ib. nota 9.
19 Reproducida por Teresa Rodríguez de Lecea, “La aparición de un nuevo sistema filosófico”, Letras
Peninsulares, v. 4.1, 1991, p. 102.
20 Cito por la edición electrónica en soporte CD-ROM editado por la Sociedad Menéndez Pelayo, 1999.
21 Rodríguez Carracito, J. R., “Valor de la literatura científica hispano-americana”, Estudios históricocríticos
de la ciencia española, 1998, Barcelona, Alta-Fulla, p. 218. La cursiva es mía.
22 Recogido en O.C., Edición de Sainz de Robles, vol. VI, 1968 (5ª ed.), Madrid, Aguilar, pp. 1465-91.
23 En la Casa-Museo se conservan tres cartas de Laverde: 21 de abril, 12 de mayo y 16 de junio de 1873.
24 O.C., pp. 145-153. V. nota 15.
25 Pérez Galdós, B., Prosa crítica. Ed. de J. C. Mainer, Madrid, Espasa Calpe, 2004, pp. 515-25. Por mi
parte en algunos trabajos había subrayado la importancia de este artículo. V. Mora García, J. L.,
“Filosofía y renovación estética en la segunda mitad del siglo XIX”, García Pinacho, P. y Pérez Cuenca, I.
(eds.), Leopoldo Alas “Clarín” en su centenario (1901-2001), 2002, Madrid, Universidad San Pablo-
CEU,
pp. 53-74.
26 Con fecha 24 de julio se informa de la sanción en el Senado argentino de la enseñanza laica; las dos
noticias corresponden a cartas del 15 de octubre y 25 de noviembre de 1884 firmadas por Juan Durán
quien hacía las veces de embajador en Buenos Aires. Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Sin embargo, cuando se publica el artículo de Galdós en Buenos Aires no le suscita al embajador la
necesidad de hacer a su gobierno ningún comentario. Lo que nos indica que pudo ser leído en Argentina
en clave interna.
27 Recogido por Ghiraldo, Política Española, Obras Inéditas, v. IV, 1923, Madrid, Renacimiento, p. 161.
28 Ya hemos mencionado algunos elogios dirigidos por Galdós a la figura de Manuel de la Revilla, fallecido
tempranamente en 1881. Este autor había publicado, el mismo año de su publicación, en la Revista de
España, su reseña sobre el libro de José del Perojo: Ensayos sobre el movimiento intelectual en Alemania.
Primera serie, Madrid, Imprenta de Media y Navarro, 1875. A él se refiere en bastantes lugares y siempre
con respeto y admiración como alguien que “tan poco tiempo dio muestras tan grandes y variadas de sus
singulares dotes” (1884).
29 Así, por ejemplo, en una carta sin fecha pero que debe ser de 1876 pues hace referencia a un discurso de
Cánovas que por el tema debe referirse al que pronunció en las Cortes en defensa del artículo 11 de la
Constitución y la cuestión religiosa.
30 Ghiraldo, A., “Prólogo Viajes y fantasías, Obras Inéditas, vol. IX, 1928, Madrid, p. 8.
31 Recogido por Ghiraldo, A., “Confusiones y paradojas” en Arte y crítica, v. II, 1923, Madrid,
Renacimiento, pp. 186 y 191. En el artículo “Educación científica y artística”, recogido en el mismo
volumen sin poner la fecha, cuando se refiere a la enseñanza de la Facultad de Filosofía y Letras se limita
a enumerar los que “nombres ilustres que figuran en el profesorado de esta noble carrera” y cita a
Cautelar, Salmerón, Camús, Bardon, Castro, Menéndez Pelayo, Amador de Los Ríos, Canalejas, Revilla
sin más comentarios.
32 Ib. Ver nota 12, p. 152.
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33 Recogido por Ghiraldo, “Unión Ibero-americana” (1886). Se refiere aquí concretamente a las difíciles
relaciones entre pueblos vecinos y a la necesidad de constituir alianzas más amplias, Política Española,
v. III, 1923, Madrid, Renacimiento, p. 256.
34 Ib., pp. 39-56. También sobre “Alemania y la cuestión socialista” y “La dimisión de Bismarck” recogidos
en Cronicón, Obras Inéditas, v. VII, 1923, Madrid, Renacimiento, pp. 235-249. La crónica del viaje está
recogida en el libro de Shoemaker, O.C., v. nota 12, pp. 268-76.
35 Menéndez Pelayo, M., “Mr Masson redivivo” en García Camarero, La polémica de la ciencia española,
1972, Madrid, Alianza, p. 210.
36 Está recogido en el Cronicón v. VI, pp. 7-21.
37 Dandle, Brian, Galdós y “La Esfera”, 1990, Universidad de Murcia, pp. 34-38.
38 Ib., p. 40. Las cursivas son mías.