EL ESTILO PERIODÍSTICO GALDOSIANO Y LA
CREACIÓN LITERARIA: LAS JAULAS DE LOS LOCOS
Isabel Román Román
La incorporación del caudal literario del barroco español es sin duda uno de los cauces
inventivos de Galdós a lo largo de toda su vida, como se aprecia ya desde sus prácticas
periodísticas juveniles en La Nación.1 Concordando con las observaciones de algunos
estudiosos acerca de la importancia de las prácticas periodísticas de Galdós previas a sus
primeras incursiones narrativas,2 los escritos de la serie “Manicomio político-social” nos
servirán ahora de punto de partida para un recorrido por algunas de las numerosas “jaulas de
los locos” que Galdós dispersa en toda su narrativa. De aquí se derivarán algunas recurrencias
en cuanto a las modalidades de locura explotadas por el autor, el tipo de personajes que las
encarnan, las situaciones narrativas y escenas a que dan lugar los dementes, y la forma en que
éstos se expresan, entre otros aspectos.
Galdós parece recordar en su serie de cuatro “jaulas” publicadas semanalmente entre marzo
y abril de 1868, la fórmula barroca de los llamados “entremeses de figuras”, tan divertidos
como críticos de vicios morales, manías y profesiones en el siglo XVII, época con gran interés
(moral y literario) por el tema de la locura y el “mundo al revés”. En los entremeses de figuras,
un “examinador” o un “comisario de figuras”, ve desfilar ante él a sucesivos majaderos, a los
que va interrogando. En estas obritas, cada majadero está convencido de su cordura y hasta de
su genialidad; el interrogatorio al que se les somete da pie a sendos parlamentos de
justificación o explicación. Finalmente, de manera paralelística o en forma de estribillo, el
examinador, loquero o “comisario” condena a cada “figura” a ser enjaulado.3
Naturalmente, la lectura de las jaulas galdosianas es discontinua, pero el periodista Galdós
crea una serie con sus locos, que finalmente queda en cuatro soliloquios, tres de ellos de tipos
contemporáneos: el neo, el filósofo materialista y el espiritista, y otro intemporal, el don Juan.
La estructura es casi idéntica en los textos, salvo en el segundo de los artículos, donde un
marco muy contemporáneo se antepone a los monólogos: el periodista advierte que “un
filántropo curioso” es el copista y editor de estos pasajes, a partir de la audición de los
mismos.
El primero de los locos es “El neo”, un verdadero tipo al que Galdós no sólo critica
continuamente en la prensa, sino que hace pulular por episodios y novelas galdosianas, aunque
el escenario histórico rebase el de las guerras carlistas. El neo del artículo de La Nación se
manifiesta como un nuevo “Pablo”, iluminado súbitamente a partir de sus lecturas de prensa
ultracatólica y conservadora. Este loco adopta en su monólogo un estilo bíblico que a Galdós
le encantará imitar en otros lugares, con la genial capacidad mimética de estilos que cultivó
siempre. El latín mal utilizado (frecuente en el tipo del sacristán del teatro menor barroco)
contribuye a la ridiculización del neo de la jaula, y añade comicidad a su perorata.
El segundo loco, “El filósofo materialista”, da lugar a un texto interesantísimo tanto para el
análisis del Naturalismo posterior como para observar la imaginación galdosiana. Por una
parte, Galdós parece burlarse, ya en 1868, de los maniáticos contemporáneos de la ciencia,
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para los cuales todo el mundo psíquico y espiritual no es más que fisiología. Por otra, —y esto
informa sobre la creatividad del autor— el loco toma en sentido literal algunas frases hechas
de la lengua, tal como hicieron los dos locos de los cuentecillos que aparecen en el Prólogo de
la II parte de El Quijote: uno realizó literalmente la fórmula “hinchar el perro”, y el otro tomó
literalmente el dicho” No, que es podenco”. El loco galdosiano toma en sentido literal
fórmulas referidas al mundo de los sentimientos y del pensamiento. Por ejemplo, “devanarse el
cerebro”, así entendido por él:
Cuando yo pienso, se desarrolla lentamente en mi cerebro un hilo que va a enrollarse
en una especie de cilindro que tenemos debajo del casco en las inmediaciones del
cogote. Por eso se dice que un hombre se devana los sesos cuando piensa mucho.4
Se trata de una pauta imaginativa que luego asumirán otros locos de novelas, pero también
algunos cuerdos llenos de elocuencia y fantasía, en toda la obra de Galdós.5 El más cercano al
filósofo de la jaula es, sólo dos años después, el doctor Anselmo de La sombra. Aquí, el
narrador testigo induce y sonsaca al Doctor, que explica:
Mi imaginación (…) es una potencia frenética en continuo ejercicio, que está
produciendo sin cesar visiones y más visiones. Su trabajo semeja al del tornillo sin fin.
Lo que de ella sale es como el hilo que sale del vellón y se tuerce, en girar infinito, sin
concluir nunca. Este hilo no se acaba, y mientras yo tenga vida, llevaré esa
devanadera en la cabeza, máquina de dolor que da vueltas sin cesar.
Es verdad, dije maquinalmente, admirado de que en su locura hubiera podido
expresar tan bien y de un modo tan pintoresco el deplorable estado de su cabeza.6
Y en efecto, tanto la hiperestesia como la imaginación desbordante, vertidas con gran
elocuencia, serán rasgos definitorios de muchos locos galdosianos. En La desheredada, cuya
apertura crea un juego de engaño de las apariencias muy barroco (el texto se abre con las
palabras del que parece ser un importante político, y al que enseguida descubriremos como un
demente), el loco muestra en sus palabras igualmente la conciencia maniática de su actividad
cerebral:
Quién corretea en mi cerebro? ¡Eh! ¿Quién anda ahí arriba?…Ya, ya; es la gota de
mercurio, que se ha salido de su gaveta.
La propia Isidora expresa la misma aguda percepción de su cerebro y de su organismo,
común a tantos perturbados: “Corazón, estate quieto. No bailes tanto, que me dueles…
¡Cuidado, que te me rompes, que te me rompes!… ¡Qué cosas pienso! Cuando estoy
despabilada y paso toda la noche afinando el pensar, hasta se me figura que me entra talento”.7
Si volvemos al hilo conductor de nuestro recorrido, en la tercera jaula de La Nación
encontramos al Don Juan, cuyo monólogo nos revela cómo ha hecho suyos los tópicos
librescos de la serie a la que pertenece. El contraste entre la realidad vulgar y la idealización a
la que él somete a esa realidad es de estirpe cervantina,8 pero el texto deriva más bien hacia el
humor barroco entremesil, con la venganza que realizan sobre él el marido y una de las
mujeres por él perseguidas. Sin embargo, ciertas expresiones de este loco Don Juan muestran
de nuevo una gran imaginación, idéntica a la de tantos narradores y personajes galdosianos.
Dice así el loco, acerca del marido:
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Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro de
un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de
inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas,
voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme
gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era un bibliómano.
Es fácil reconocer aquí algo tan galdosiano como las analogías diegéticas, con las que el
texto se impregna de imágenes del mismo ámbito profesional del retratado.
En la jaula IV y última se burla Galdós de la afición al espiritismo mediante los sonidos de
una mesa, que aparecerá luego en algunas novelas, como en Fortunata y Jacinta. En esta
ocasión, el monólogo del demente enmarca un diálogo, el del espiritista con la pata de la mesa
que anuncia la presencia de los espíritus de Julio César, primero; luego del dramaturgo
Luciano Comella, y en tercer lugar del inquisidor Torquemada.
Una lectura atenta de los tipos de locos en los episodios nacionales y las novelas de Galdós
nos muestra que casi todos ellos comparten, al menos en una fase de su locura, otro aspecto
plenamente barroco: el arbitrismo, la manía de planear soluciones para los asuntos nacionales,
públicos o privados, más variopintos. El barroco español fue la gran época de arbitrios,
proyectos y memoriales escritos por personas bien informadas, pero también por majaderos
que la literatura se encargó de satirizar. Recordemos, por ejemplo, el arbitrista de El Buscón,
que imagina un sistema de esponjas gigantescas, para que sea más fácil al ejército español
llegar hasta Holanda.
Ya Cervantes presentó como una manía típicamente española la de “arreglar verbalmente el
país”, en el capítulo inicial de la Segunda parte del Quijote, pequeño “examen de ingenios” en
el que aparecen el cura y el barbero en casa de don Quijote con la función de “examinadores”,
según se dice textualmente. El capítulo trata de la ambigüedad de la locura, de lo difícil que es
a menudo distinguir al loco del cuerdo. Es aquí donde el barbero narra a modo de ejemplo el
cuento de locos que Galdós actualizará a menudo. Pero también encontramos a un narrador
que ironiza sobre cómo el cura, el barbero y don Quijote “arreglaron España” en una
conversación:
Y en el discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y
modos de gobierno, (…) reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose
cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón flamante; y
de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una
fragua y sacado otra de la que pusieron. Por un momento, los examinadores habían
creído cuerdo a don Quijote, por la discreción con que intervino en la conversación.
Merece la pena citar estas palabras, porque están en la base de muchísimas situaciones
orales que recorren la narrativa de Galdós. Cualquier lector atento podrá recordar alguna
escena de larga peroración arbitrista, en logias, en tertulias de café, en casas particulares, en
lugares públicos. Aunque los narradores atribuyen escritos interminables a los arbitristas
galdosianos, lo más llamativo es que a todos ellos se les concede amplio espacio para hacer
llegar directamente sus discursos.
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Ya en el primero de los episodios nacionales, don José María Malespina le parece a Gabriel
“un embustero lleno de vanidad”; luego “el más gracioso charlatán”,9 y por supuesto, un
arbitrista que asegura ser un mago en materia de invenciones de artillería. Como suele ocurrir
en este tipo de personajes, lo importante es verlos en acción, es decir, explayándose en
soliloquios o interviniendo con largas peroratas que directamente ponen al descubierto su
locura. Y así hace este arbitrista de la guerra, por ejemplo, en el cap. VI de Trafalgar, o en el
cap. XV, cuando diserta ante unos “examinadores” que le hacen preguntas para divertirse con
sus disparatadas respuestas.
La gesticulación que acompaña a las palabras suele estar también muy cuidada, y será una
de las causas de la deriva entremesil o sainetesca que se dará en muchas obras, en escenas que
tienen como centro al loco. En el episodio siguiente, Bailén, reaparecerá el fabulador
Malespina, pero asociado ahora a otro arbitrista, el marqués diplomático, que se cree
poseedor de altos secretos de estado que no debe revelar. El dúo provoca escenas muy
cómicas, en las que los dos personajes dialogan con cobarde charlatanería (cap. XII, por
ejemplo). Otra vez se permite amplio espacio (en el cap. XXXI) para que el nuevo arbitrista
desvele directamente sus obsesiones, en este caso, su propuesta de un cambio total de las
fronteras europeas.
Los personajes exaltados de Galdós se inclinan a la verborrea incontenible, al diálogo que
no es tal sino monólogo retórico, como indicios del enloquecimiento. Los monólogos y
peroratas, acompañados de gestos extremosos y hasta caricaturescos, crean un humor de
situación, con cierta tendencia al entremés o al sainete, según hemos indicado. Esta deriva al
entremés o, en cauces dieciochescos, al sainete, resulta natural en los casos en que el
maniático gesticula disparatadamente, grita, defiende sus planes, frente a un entorno que lo
observa con alborozo.
En Napoleón en Chamartín, don Santiago Fernández, El Gran Capitán, que había
denunciado el riesgo de que la lectura de la prensa volviese locos a muchos, es víctima de otro
tipo de textos: adopta un heroísmo pasado de moda, creyéndose un luchador que ha
de vencer a los ejércitos de Napoleón en su retiro burgués andaluz. Desde el capítulo inicial
del episodio, el desenfado y la diversión de Galdós se hacen evidentes, al desarrollarse el gusto
por la palabra y las escenas sainetescas que tan a menudo se convierten en pautas inventivas:
la familia del viejo le sigue la corriente, los niños se divierten ante las arengas del hombre, etc.
El cap. II de Angel Guerra “Los Babeles” (que mantiene un orden paródico de historia
genealógica, verdadera burla de las manías de grandeza), se dedica a desglosar las ramas de la
pintoresca familia, con las manías de algunos de sus miembros, de los que anticipa sendas
semblanzas. En cap. I, v, vemos a don Pito y a Simón Babel discutiendo desaforadamente de
política revolucionaria con su amigo el clérigo renegado Pascual Bailón: discuten de guerra
como un modo de pasar el rato, en una charla muy española, en la que cada cual recompone el
país. El capítulo siguiente se abre con un reconocimiento expreso del carácter tragicómico de
la situación. Dulce lo cuenta a Ángel, orientando de paso el enfoque del lector: “y si algunas
cosas, de puro carácter sainetesco, les movieron a risa, en general la situación de la familia sin
ventura despertaba en ambos compasión muy viva”.
La locura de Canencia, que en La batalla de los Arapiles proviene de su obsesión por la
revolución francesa y por Voltaire, lo lleva a afirmar su proyecto de publicar en Francia su
Tratado de la libertad individual y su traducción de Diderot (cap. XXIV). En El equipaje del
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rey José a Canencia se le concede el honor de abrir el primer capítulo (y la segunda serie de
episodios, en consecuencia) con un largo “discurso” —así lo llama Monsalud— que hace reir
a todos los presentes. En este discurso se victimiza (“sé que me calumnian”),10 como otros
muchos locos que muestran autocompasión, llegando incluso a las frecuentes hipérboles de
martirio y a la identificación con Cristo, lo que debe hacernos reflexionar cuando leamos obras
con locuras arbitristas, como Miau.
Pero la locura puede ser ambigua por su intersección con la lucidez genial. En Los cien mil
hijos de San Luis, el mismo Bartolomé Canencia expresa reflexiones muy lúcidas ante los
nuevos tiempos.11 La ambigüedad de la locura se advierte en su certero lamento por la pérdida
de las virtudes cívicas, unas palabras del cap. XXIX que recuerdan a las de don Quijote
cuando contrasta el pasado heroico y el “agora” antiheroico, en el ya mencionado capítulo
inicial de la Segunda parte de El Quijote.
La locura de Maxi Rubín no choca con la particular agudeza e intuición que le permite
adivinar que Fortunata espera un hijo (Parte IX, cap. III). Existe un enorme contraste entre
sus palabras y sus gestos en las crisis nerviosas, que le hacen parecer un muñeco de goma o
una criatura de comic. Y sin embargo en cierta ocasión en que participa Maxi en una tertulia,
según el narrador “tomó parte en la conversación expresándose con tanta serenidad y con
juicios tan acertados, que se maravillaban de oírle todos los presentes. Juan Pablo discurría
así: “Pues no está tan guillati como pensé, y lo que dijo antes revela más bien talento
agudísimo”.12
En la misma línea, la locura de Villamil se expresa a veces en largos párrafos que muestran
sus manías arbitristas sobre la reforma de la Hacienda, acompañados de gestos descoyuntados.
Pero también hace juicios sensatos sobre su propia casa y sobre los gandules del Ministerio; y
en el cierre de los capítulos XXXV y XXXVI es capaz de defenderse, con dignidad y
elocuencia, de las burlas de sus antiguos compañeros en Hacienda, de tal modo que lo
entreverado de sus palabras hace fluctuar a sus oyentes entre el respeto y la risa.
Igualmente, Manolo Infante en La incógnita, se refiere —en la carta que constituye el
cap. IV— a la locura de su padrino Cisneros, cuyas larguísimas y apasionadas reflexiones de
doctrina social acerca de la anarquía transcribe, para comentar luego lo ingeniosas que le
parecieron esas palabras, en contraste con los gestos grotescos del arbitrista.
La fonda en El Doctor Centeno (1883) es lugar de reunión de proyectistas disparatados,
algunos de los cuales reaparecen en Miau: don Leopoldo Montes, don Basilio Andrés de la
Caña, (con sus planes de mejora de la Hacienda), Federico Ruiz, representante de un tipo, el
del español inconstante y con afanes de notoriedad, todos ellos en frecuentes diálogos de gran
efecto cómico. En la misma fonda, pero siempre discreto y retirado, destaca la figura del
demente don Jesús Delgado, cuya vida anterior conocemos en parte por la chismografía de los
compañeros de fonda: sabemos que tras veinte años en la Dirección de Instrucción Pública,
quedó cesante. En la pensión es conocido como loco pacífico que se escribe a sí mismo cartas
sobre su plan de educación completa, un supuesto plan de renovación pedagógica krausista.
Es evidente que Galdós no se burla de los planes de educación krausista, sino de cualquier
manía obsesiva, por noble que pueda ser el objeto de la obsesión. Don Jesús Delgado sirve de
burla a los jóvenes, que le inducen a hablar de “su tema”. Sin embargo, es capaz de disertar
muy cuerdamente, dejándolos estupefactos con una aguda carta de respuesta a la de burla que
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los jóvenes le habían enviado (Parte II, cap. I, VII-VIII-XIX), uno de tantos casos de lucidez
entreverada con la manía sobre un asunto concreto.
Sin embargo, en Lo prohibido Galdós decide añadir una causa genética a la demencia de
este personaje, integrándolo así en las varias “familias de dementes” dispersas por su obra, e
introduciendo así el problema tan contemporáneo del origen fisiológico y hereditario de la
demencia. Ya en el primer capítulo de Lo prohibido, José María explica las enfermedades
nerviosas de su tío Rafael, hombre perorante que informa a su sobrino de toda una genealogía
familiar trabada por los problemas nerviosos. Uno de los miembros de la familia es este don
Jesús Delgado arbitrista que encontramos en la pensión de El Doctor Centeno, también
sobrino de don Rafael, quien explica brevemente: “Mi hermana Rosario (…) Casó con
Delgado, y en su hijo Jesús aparece pujante el mal. Tú no le has visto. Es un ser inocentísimo,
que se pasa la vida escribiéndose cartas a sí mismo”.13
En Los duendes de la camarilla el cesante Mariano de Centurión es un personaje
secundario, obsesionado con la moralidad y economía que deberá tener el nuevo gobierno.
Sus gestos enloquecidos y su estar al acecho, el “temblor de su boca famélica” en cap. XI,
recuerdan mucho el diseño de Villaamil en Miau, quince años atrás. Insiste el pobre hombre,
con extraña lucidez, en su necesidad de “ser alguien en la comparsa social; para que no me
llamen don nadie y poder comer, poder vivir” aunque sea fingiendo unas devociones que no
siente, en un momento en que en el Palacio campan las monjas. Tras su amarga disertación, el
cap. XI se cierra con la gesticulación extrema propia del caso, y con la reacción de los
presentes ante la ambigua “locura-cuerda” del personaje:
Sofocado y como delirante, sin saber ya lo que decía, terminó su arenga el
desesperado don Mariano, y girando sobre sus talones fue a desplomarse sobre
el saco. La familia del cerero le oyó al principio con regocijo; después, con lástima; al
final, con pena…Todos suspiraban.
En su nueva aparición en el cap. XIII, Centurión asume en su léxico las pautas de la
tradición costumbrista: “Señora, los cesantes no respetamos nada. Somos una plaga española;
somos una enfermedad de la Nación, una especie de sarna, señora mía, y lo menos que
podemos pedir es que se nos oiga o que se nos rasque. Ningún español se puede librar de
nuestro picor. Óigame usted y perdone”.14
Nos aventuramos a decir que, aun creado quince años después que la novela Miau, el tipo
al que pertenece Centurión mantiene las pautas creativas de otros personajes que enloquecen
por la vida pública o la política y se convierten en proyectistas, pero que Galdós decidió
desarrollar en don Ramón Villaamil, sacándolo de su oscura presencia como secundario para
elevarlo al protagonismo de su propia novela-vida.
Los procesos de locura asociados al fanatismo religioso, nos conducen a un delicado
problema interpretativo de los llamados libros “espiritualistas”. Por un lado hay que deslindar
los locos paródicos, de comicidad casi entremesil, que relajan momentos climáticos en los
Episodios y las novelas. Es el caso del Juan de Dios de La batalla de los Arapiles, o la sor
Marcela de La campaña de Maestrazgo. El primero, más tipo o caricatura que personaje, sería
digno ocupante de cualquier jaula de locos, en la modalidad “soliloquios de místico”. El
antiguo enamorado de Inés tiene, en efecto, muchos puntos en común con el artículo de “el
neo” en La Nación. Así, en los caps. V y VI cuenta a Gabriel su conversión: tras haber
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enloquecido de amor por Inés, recibió “el rayo divino de la eterna gracia, que me alumbró el
sendero de esta nueva vida” con la intención de hacerse fraile.15 El capítulo XXXIX, tras la
batalla de los Arapiles, funcionará como un interludio de comicidad sainetesca: una escena en
la que Gabriel piensa en comer, mientras que el aspirante a santo, Juan de Dios, paralelamente
sólo habla de alimentar su espíritu.
De la Sor Marcela que enloquece a causa de la campaña en Aragón sólo tenemos
referencias indirectas, y expectación sobre su fama y leyenda, hasta el cap. VIII. Pero su
aparición tardía es verbalmente espectacular, cuando la pretenciosa santa convertida en
ermitaña y don Beltrán, mantienen un muy divertido diálogo en cap. IX. El narrador se burla
de la pedantería de la santa, de su discurso de continuas citas bíblicas y de su sentido
masoquista de la religión. El cap. X deriva casi a lo teatral, con una escena muy graciosa en la
que Galdós da rienda suelta a su gusto por el pastiche bíblico, concediendo largos parlamentos
enfáticos a esta dislocada beata, que intenta convencer a don Beltrán para que se haga
ermitaño.
Indudablemente, un designio muy diferente es el de los fanáticos de las primeras novelas de
tesis, como el Daniel Morton de Gloria, tratado ya como un loco en el cap. XXVIII, titulado
“Delirio. Fanatismo”, donde su propia madre realiza un claro diagnóstico que pone el énfasis
tanto en las lecturas obsesivas del hijo como en su integrismo religioso.
Existe una clara distinción entre “religiosidad fanática” (y hasta belicosa) y “misticismo”, y
por ello las dos vertientes de locura adquieren un desarrollo distinto. Místico es, muchos años
después, el don Tomé de Ángel Guerra, que se venía expresando con “énfasis sermonario”,16
y que en momento tan poco oportuno como su agonía, se expresa en elevado tono, con
arrebato y terminología parecida a la de otros místicos como el Juan de Dios o la ermitaña
Marcela de los Episodios. De nuevo nos parece que a Galdós le encanta imitar este lenguaje
perorante y relamido de beatas y de místicos, todo lo cual se explaya en Ángel Guerra, como
lo prueban los diálogos de Ángel y don Tomé, así como otros casos de estilo gerundiano y
sermonario, que el narrador se encarga de calificar burlonamente, por si el lector no tuviera
suficiente conciencia de los excesos.
Ángel Guerra evoluciona del fanatismo político al religioso. En parte II, cap. IV, Ángel
aparece cada vez más enloquecido en su visión de Leré como una criatura mesiánica. Es
evidente que Ángel llega al culmen de su locura en la Tercera parte. El narrador expone de
una manera muy ordenada, en estilo indirecto libre, (Primera idea (…) Segunda idea (…)
Tercera idea (…) Idea total o envolvente (…) como en un jocoso tratadito, los caóticos planes
místicos de Ángel (en IV, IV). En el cap. IV, “Ensueño dominista”, vemos ya a Ángel como
exaltado arbitrista, que se propone crear un nuevo orden social, especie de utopía
revolucionaria, no sólo de carácter religioso, con lo que parece fundir las que han sido sus dos
obsesiones en la novela: la lucha revolucionaria con que se abrió el libro, y la deriva mística a
la que llega sólo por su pasión por Leré. Sin embargo, Ángel muere como caballero cristiano
en su cama, en un claro paralelismo cervantino: rodeado de lo suyos, consciente de su
“ensueño dominista” y de cómo ha llegado a él. El final muestra un narrador más serio y
respetuoso con los personajes, que matiza las asiduas burlas anteriores.
La ambigüedad en el tratamiento de Nazarín incorpora el perspectivismo cervantino. A
cada uno de los oyentes en Primera Parte, cap. I, le producen una impresión distinta las ideas
de Nazarín. En la Parte II se mantiene el perspectivismo sobre Nazarín: ¿loco, santo?, y
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persiste el problema inicial de las diferentes opiniones públicas: para unos, incluido el
narrador, es hombre extraordinario. Para otros, extravagante y loco. Este problema se
desarrolla más en Halma, donde muchos capítulos se organizan en torno a la dialéctica locurasantidad,
en conversaciones acerca de don Nazario. En esta novela, el sacerdote comparece
físicamente sólo en la penúltima de las cinco partes de la novela, pues en las anteriores
apareció evocado verbalmente, objeto de comentarios o con sus dichos transcritos por otros.
En su encuentro con el señor de Belmonte, (parte III, cap. VI) presentado como “gigante”
y como “dragón”, por seguir la pauta figurada de novelas de caballería a lo divino, se produce
una situación ambigua: Nazarín acaba por ser el cuerdo, y el señor que lo acoge, el loco. El
lector no lo sabe desde el principio del encuentro, por lo que Galdós juega una vez más al
engaño de las apariencias: poco a poco vamos conociendo, primero, que el temido y fiero
gigante no es tal. Segundo, que habla con juicio salvo en lo tocante a su manía religiosa, cuyos
antecedentes se ofrecen mediante la chismografía del pueblo, en charla de Ándara y Polonia.
En Amadeo I, el narrador personaje Tito Liviano, con plena conciencia, inventa un cínico
discurso en el que defiende ideas conservadoras y carlistas, de una religiosidad acérrima,
totalmente contrarias a sus verdaderas ideas. Sin duda hay un influjo del Fray Gerundio en su
oratoria, pero además en el cap. XVII propone, en el mismo discurso exaltado, una solución
arbitrista disparatada, que para colmo tiene éxito entre el auditorio: la creación de una
república pontificia 17. En La Primera República, adopta el estilo de los predicadores, tras
recibir la visita de un sacerdote loco en cap. VIII:
Y heme ahora, lectores amados, feligreses píos en estos divinos de la Historia (ya veis
que imito al obispo cismático y saladísimo), heme aquí, repito, aunque sean cargantes
tantos hemes, (…)
Otra vez imitará por un momento ese estilo sermonario que le encanta, cuando dice en De
Cartago a Sagunto: “Vedme otra vez en el Congreso, amados leyentes míos y hermanos en la
comunidad de la Historia; vedme en la tribuna, rasgando el papel con lápiz velocísimo (…) A
cada momento salían de los escaños voces de arbitristas proponiendo enérgicas panaceas para
curar, con rápido tratamiento, los males de la Nación”18. No es difícil asociar este estilo con el
peculiar capítulo XII de la Parte Primera de La desheredada: “Los Peces (sermón)”, en el que
el narrador adopta ese mismo molde, entrecruzado con una de las modalidades de los artículos
de costumbres: la clasificación científica propia de artículo de enciclopedia, al modo de “La
planta nueva o el faccioso”, “El hombre globo”, de Larra o “El cesante” de Gil de Zárate,
entre tantos otros.
Las locuras por emulación (Carlos Navarro y el cura militar José Fago, imitadores de
Zumalacárregui en Un faccioso más y algunos frailes menos y Zumalacárregui
respectivamente) crean también una pequeña serie creativa que nos permite enmarcar mejor la
lectura de textos concretos. Así podremos entender el sorprendente enloquecimiento y muerte
del clérigo don Manuel Flores en Halma. El narrador lo presenta (en Parte I, caps. VI, vi y vii)
de una manera muy positiva, como elocuente, amistoso y mundano. Pero cuando se acentúa el
debate sobre la locura o la santidad de Nazarín, la solidez del hombre se tambalea. En la Parte
III, sus conversaciones con Nazarín lo van trastornando por su admiración ante quien se
convierte en su modelo. La muerte del sacerdote Flores, con una lucidez extrema, vertida en
monólogos implacables acerca de la mentira social, y del contraste entre las apariencias y la
realidad, cierra la Parte III.
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Ambigua y no siempre cómica resulta la presencia de los vejetes caballerescos, como el
sacerdote don Pedro Hillo, amigo de Calpena, que en De Oñate a La Granja, pide satisfacción
por lo que considera insultos a la madre de Calpena, llegando a una cómica pelea en el campo,
donde defiende el honor de la dama, con gritos y gestos dislocados (cap. X). El erudito
Ventura Miedes, en Narváez, en su agonía se convierte en un anciano enamorado a lo quijote
que idealiza a Lucila Ansúrez, a la que llama su dama, (cap. VIII), de un modo semejante a la
locura final de Relimpio en La desheredada, o de Ponte en Misericordia.
El don Wifredo de España sin rey sufre un amago redentor semejante al de Maxi Rubín:
rescatar caballerosamente a una mujer de mala vida, Paca la Africana, de la que se ha
prendado. Vivísimamente y con capacidad alegórica, explica cómo la locura de la pasión
amorosa lo está transformando ideológicamente:
“Oigo ruidos extraños…, la demagogia patalea dentro de mí…Siento pasos…, la
incredulidad y el ateísmo llegan a la calladita y me acechan en un rincón del cerebro…”19
Posteriormente, y de regreso de un Madrid que le había trastornado, se le ocurre ser un
caballero andante para Fernanda, y más adelante, de sus lecturas de libros de viajes y
aventuras obtiene capacidad de adivinación y de trasportarse mentalmente a otro lugar.
La transformación de Relimpio en el cierre de La desheredada, sin embargo, va más allá
del efecto cómico: tanto por la información sobre su psicología como por su lúcida elocuencia
en esa situación, la escena es más tragicómica que entremesil. Don José no es ya el tipo del
“vejete enamorado” tan frecuente en el teatro menor español, sino el último interlocutor de
Isidora, a la que intenta persuadir para que no extravíe su vida. Un último giro en su
presentación es impuesto finalmente por el narrador: el de la muerte inmediata del anciano,
quien definitivamente enloquecido emite sus últimas palabras como caballero enamorado de su
donna angelicata, Isidora.
Los enloquecidos por la erudición histórica o genealógica resultan también una rama
interesante, que permite a Galdós realizar simultáneamente tres designios: introducir
información histórica —aun sesgada por la perspectiva del maniático—, encauzar la crítica a
una manía (a veces manía de grandeza, o de refugio anacrónico en otras épocas), y explayar su
gusto por inventar conversaciones en las que el loco desarrolla en estilo directo sus
conocimientos y obsesiones. Este será el caso del erudito Ventura Miedes en Narváez,
precedente del estudioso del libro de genealogía en El caballero encantado, entre otros.
Pero sin duda el enloquecimiento más importante, y de mayores consecuencias creativas, es
el que afecta al propio narrador personaje Tito Liviano en la quinta serie de Episodios, al que
me he referido en otro lugar a propósito de los cronistas en los Episodios Nacionales. Tito,
apuntando justificaciones realistas como la borrachera o el sueño, su imaginación dislocada, o
sus eventuales crisis mentales, se permite incluir fantasías, visiones distorsionadas de la
realidad, datos históricos ficticios… En alguna ocasión, sus palabras recuerdan los monólogos
de los dementes en sus jaulas, con los que comenzamos este recorrido. Por ejemplo, cuando
en cap. XIII en De Cartago a Sagunto, explica su sensación de convertirse en pompa de jabón
a punto de deshacerse, en clara reminiscencia de la manía de El Licenciado Vidriera.
Esta quinta serie desarrolla ampliamente el mundo psíquico del protagonista, sus sueños,
alucinaciones y fantasías. Pero al estar expuestas en primera persona, las explicaciones del
destornillado Tito recuerdan a las de otros muchos personajes galdosianos que expresan
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directamente, en largos parlamentos, su mundo fantástico, tomado a veces por su realidad.
Sus relatos adquieren a menudo una ambigüedad extrema, con un deslizamiento continuo
entre la realidad histórica, los sueños, las pesadillas, las visiones (muchas de ellas de
inspiración mitológica) y las fantasías de uno de los historiadores enloquecidos más
interesantes creados por Galdós. Los ocasionales delirios nerviosos de Tito enmarcan la
inmensa veta fantástica de la quinta serie de episodios, y sirven también para bromear con las
convenciones del realismo documental de series anteriores: por ejemplo, la sustitución de la
omnisciencia por unos supuestos “poderes telepáticos” que se atribuye el narrador en el
cap. XII de Cánovas, y que le permiten conocer los pensamientos del político.
Por último, cerraremos este rápido panorama con una referencia a Lo prohibido, que por
su carácter de experimento naturalista, es tal vez la novela que mejor desarrolla una historia
familiar de locuras y manías. Hacia el cap. IX de la Parte II se van recrudeciendo las manías de
cada miembro de la familia, que conocemos detalladamente en sus efectos físicos y en la
elocuencia con que los enfermos explican sus sensaciones. Pero de todos los neuróticos
familiares, tal vez el más rentable creativamente sea el primo Raimundo, personaje con gran
capacidad para el pastiche literario, para la imitación de estilos y el cambio jocoso de registros
en su conversación y en sus cartas, cuyos fragmentos transcribe el narrador autobiográfico. En
cap. IV, iv de la Parte I, Raimundo se expresa como arbitrista de la ingeniería y del urbanismo,
a lo que añade más tarde sus proyectos sobre ciencia y literatura. Más adelante (en capítulo
XI, iii, y en XIII, de la Parte I) sus pensamientos se vuelcan sobre la economía: desarrolla con
gran agudeza sus ideas sobre la propiedad y el capitalismo, que defiende del modo más
ingenioso, asombrando y divirtiendo a un tiempo a su auditorio.
En el cap. V de la parte II, al imaginativo y dilettante Raimundo se le ocurre crear un
Mapa moral gráfico de España. Recordemos que el narrador de Gloria utilizó figuradamente
el concepto abstracto de “mapa moral de España” en la apertura de la novela: “Allá lejos,
sobre verde colina a quien bañan por el Norte el Océano y por Levante una tortuosa ría, está
Ficóbriga, villa que no ha de buscarse en la Geografía sino en el mapa moral de España, donde
yo la he visto”.
Muchos años más tarde, se permite que un talentoso y desprejuiciado loco desarrolle
literalmente la idea, pintando un insólito Mapa que enseña a José María, explicándole su
código de colores:
La intensidad de los colores indica la intensidad de los vicios, y éstos los he dividido
en cinco grandes categorías: Inmoralidad matrimonial, adulterio, belenes, color
rojo. Inmoralidad política y administrativa, ilegalidad, arbitrariedad, cohechos,
color azul. Inmoralidad pecuniaria, usura, disipación, color amarillo (…) He
recogido la mar de datos de tribunales, otros de la Prensa…Ya ves que ésta es una
estadística nueva, cuyos elementos no se pueden buscar en los archivos: ello es
cuestión de perspicacia, de conocimientos generales y de mucho mundo (…).20
Tal vez no sea descabellado añadir que estos tipos, tan frecuentes en la obra galdosiana,
permitieron a su autor canalizar sus propias imaginaciones, en un contexto de creación
realista. Es indudable que algunos de los arbitristas hacen propuestas ridículas, pero no son
ridículas en su integridad. No siempre se trata de ridiculizar manías u obsesiones de locos
mecánicos o de entremés. Existe una base de iluminación, de ingenio y hasta de talento
El estilo periodístico galdosiano y la creación literaria…
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profético en la creatividad que Galdós atribuye a algunos de sus locos imaginativos, vertida
además en parrafadas de gran riqueza metafórica y lingüística.
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NOTAS
1 La crítica ha resaltado que los 131 escritos de Galdós en La Nación desde 1865 hasta 1868, son parte
destacada de la etapa “formativa” de su cultura autodidacta y sus usos literarios; e incluso se ha puesto de
relieve la importancia de las crónicas referidas en La Nación para conocer la prehistoria del novelista.
Cfr. William H. Shoemaker, The Novelistic Art of Galdós, Valencia, Albatros Hispanófila, 1980, Vol. I.
En p. 73, Shoemaker hace un inventario de lo que considera artículos costumbristas de Galdós: en Las
Cortes, 1869, la serie de artículos con el epígrafe “Los hombres del día”; en La Ilustración de Madrid, 9
artículos; en la colección costumbrista Los españoles de Hogaño, el artículo “Aquél”, sobre el tipo del
vago, etc.
2 Carmen Bravo Villasante, en Galdós visto por sí mismo, 1970, Madrid, Magisterio Español, explica cómo
las reseñas de la sección “Revista musical” tendrían su traslado en los capítulos de Miau donde Galdós
recuerda sus experiencias en el paraíso del Real, así como las escenas y tipos que conoció de cerca.
Respecto a los ensayos costumbristas realizados en prensa, Bravo juzga que Galdós se ejercita durante
cinco años trazando cuadros madrileños en La Nación, La Revista del Movimiento intelectual de Europa,
El Debate..., tras lo cual llegaría a la novela. Cfr. pp. 52 y ss.
R. J. Weber destaca cómo mientras Galdós iba escribiendo sus novelas, tenía en su mente caracteres
específicos y situaciones que asociaba con determinados complejos verbales. También en la invención de
tipos y anécdota narrativa sería preciso rastrear con frecuencia el germen periodístico. Así ocurre, según
Weber, en el caso de la visita de Villaamil al Ministerio, punto en el que es probable que el autor
recordara “haber criticado un tipo político en uno de sus artículos para La Prensa”. En Miau, ed. Robert
J. Weber, 1973, Barcelona, Labor, pp. 30-31.
S. Gilman, por su parte, insistió en cómo la gigantesca memoria de Galdós, y sus lecturas creativas,
le permitieron incorporar a su propio tejido creador los recuerdos de situaciones, personajes y
hasta diálogos de otras obras. Cfr. por ejemplo, “Galdos as reader”, Anales galdosianos, 1976, Anejo,
pp. 20-37.
3 Eugenio Asensio definió esta modalidad en un libro clásico, explicando también que “figura” hacia 1600
tenía un sentido peyorativo, para referirse a tipos ridículos, estrafalarios y ridículamente afectados. Cfr.
Itinerario del entremés, 1965, Madrid, Gredos, pp. 77-86.
4 W. H. Shoemaker, Los artículos de Galdós en La Nación, 1972, Madrid, Ínsula, p. 458.
5 En La creatividad en el estilo de Galdós, 1993, Las Palmas, Eds. del Cabildo Insular, dediqué el cap. II a
este asunto concreto
6 Pérez Galdós, Obras completas, Novelas I, 1986, Madrid, Aguilar. La sombra, cap. III, p. 200. En el
último capítulo, se procuran unos argumentos realistas para explicar la locura de don Anselmo: el
narrador, ante la información que le da el doctor, apunta que “la propensión natural a la vida de fantasía”
que ha mostrado el doctor, se trata de un mal familiar. El mismo don Anselmo diserta sobre aspectos
médicos de la locura, y el narrador intercambia con él información sobre las manías obsesivas y las ideas
fijas, que dice haber conocido en un libro de Neuropatía.
7 Benito Pérez Galdós, Obras completas, Novelas, I, 1986, Madrid, Aguilar, La desheredada, cap. XI,
p. 1051.
8 Existe una interesante bibliografía sobre la relación de Galdós con Cervantes, como recogió ya en fecha
temprana Rodolfo Cardona, en “Cervantes y Galdós”, Letras de Deusto, 1974, pp. 189-205.
9 Pérez Galdós, Obras completas, Episodios I, 1986, Madrid, Aguilar. Trafalgar, pp. 202-203.
10 Pérez Galdós, Obras completas, Episodios I, 1986, Madrid, Aguilar, p. 148.
11 En El Grande Oriente, aún en la segunda serie, Canencia reaparece en cap. VIII en la presidencia de una
reunión de la logia masónica. En De Oñate a La Granja, aparece un Canencia haciéndose el andaluz, en
conversación con Calpena. No hay que pensar que se trate del mismo Canencia de La batalla de los
Arapiles, El Grande Oriente y Los cien mil hijos de San Luis, ya que se presenta como “vástago de una
El estilo periodístico galdosiano y la creación literaria…
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dinastía de conspiradores que venía alborotando desde la francesada”. Benito Pérez Galdós, Obras
completas, Episodios III, 1986, Madrid, Aguilar. De Oñate a La Granja, caps. VI y VII, pp. 248-249.
Alfred Rodríguez y Thomas Carstens notan las semejanzas de estos Canencias con el que aparece en La
desheredada, y destacan el propósito simbólico de Galdós al dar continuidad a este personaje en la
primera de las novelas contemporáneas, que no en vano se abre con un manicomio. Cfr. “Tomás Rufete y
Canencia: los dos ancianos locos que introducen las Novelas contemporáneas”, Anales galdosianos,
XXVI, 1991. A este artículo respondió G. Ribbans, negando la identificación del Canencia de los
episodios con el de la novela, y apuntando que Rufete, aun perteneciendo a la misma familia que el de los
Episodios, de ningún modo puede ser el mismo, por razones de lógica cronológica. Cfr. “Unas apostillas
más a Rufete y Canencia”, Anales galdosianos, XXIX-XXX, 1995.
12 Benito Pérez Galdós, Obras completas, Novelas II, 1986, Madrid, Aguilar, Fortunata y Jacinta, p. 913.
13 Benito Pérez Galdós, Obras completas, Novelas I, 1986, Madrid, Aguilar, El Doctor Centeno,
p. 230.
14 En O’Donnell se dedica el cap. XX a la cesantía, ejemplificada en Mariano de Centurión. Tras un
panorama informativo en voz del narrador, el capítulo se cierra con las “furibundas declamaciones” de
Centurión, quien expone a gritos un discurso político ante un auditorio tan poco adecuado como un
sillero, un zapatero, cuatro chiquillos…
15 Benito Pérez Galdós, Obras completas, Episodios II, 1986, Madrid, Aguilar, La batalla de los Arapiles,
p. 21.
16 En parte III, I, XI y XII de Ángel Guerra.
17 Ya H. Hinterhaüser apuntó esta reminiscencia, como un ejemplo más de la habilidad galdosiana para
imitar estilos, en Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, 1963, Madrid, Gredos, p. 354.
18 Benito Pérez Galdós, Obras completas, Episodios V, 1986, Madrid, Aguilar. De Cartago a Sagunto,
cap. XII, p. 387.
19 En España sin rey, cap. XIII.
20 Benito Pérez Galdós, Obras completas, Novelas II, 1986, Madrid, Aguilar. Lo prohibido, p. 351.