LA LÁMPARA DE DIÓGENES.
EL HOMBRE DE ESTADO EN LAS OBRAS DE
BALZAC Y GALDÓS
Scheherezade Pinilla Cañadas1
Demasiado viejo. Así había nacido el régimen político alumbrado por el liberalismo.
Viejo en 1819, cuando Balzac descubre que “la política actual opone las fuerzas humanas
hasta neutralizarlas, en lugar de combinarlas para hacerlas actuar en pos de un objetivo
cualquiera”.2 Viejo en 1862, fecha en la que Galdós llega por vez primera al Madrid
isabelino. Viejo, porque de su horizonte queda excluida la epopeya, género de los
principios. Viejo, porque su espíritu apela a la transacción, a la flexibilidad; no a la energía
y al entusiasmo. En Francia y en España, la Restauración borbónica es sinónimo de
podredumbre. Balzac la encuentra en la nobleza, que carece de reacción en cuanto espíritu
de cuerpo y permite que la burguesía ostente dos de las tres superioridades del orden
social: la superioridad de pensamiento y la superioridad de fortuna.3 Galdós mira al gran
número, al país, “un país sin ideales, que no siente el estímulo de las grandes cuestiones
tocantes al bienestar y la gloria de la Nación”.4
Allí donde reinan el tedio, la mediocracia y la ignorancia no pueden surgir los diez mil
héroes anónimos de que, según Balzac, precisaría la sociedad para salvarse. Y qué decir de
los reyes. Ya no son los grandes hombres de la Historia. No en vano quien identificara
grandeza de siglo y grandes monarcas en el poder, Víctor Hugo, señalaría al XIX como un
momento de “desglorificación” radical de la soberanía.5 En el mejor de los casos, la corona
es un poder híbrido que ha cedido, a su pesar, la marca de la superioridad a la Nación; en
el peor, es el tocado de una desdichada maja de zarzuela.6 El significativo título de España
sin rey es la expresión más patética de un pueblo descabezado.
Nadie sabía a quién volver su mirada; pero se creía más sencillo dar con ese Uno que
vivificara el decrépito cuerpo social, que con una pluralidad de hombres existiendo para sí
mismos. Esta idea, fomentada por la afirmación de la originalidad del yo propia de los
románticos, cundió en los debates historiográficos e hizo del gran hombre el tópico
dominante de las polémicas de las décadas de 1820 y 1860, años clave en la formación de
Balzac (las lecciones de Guizot y Cousin en la Sorbona) y Galdós (el período de
aprendizaje en Madrid, las lecturas del Ateneo, el primer contacto con la política). En el
aire del momento se respiraba la cuestión de la influencia del individuo en la Historia. De
hecho, la voix du siècle, ya sea en la versión del inspirado, ya sea en la del intelectual, no
se conformaba con ser, él mismo, un hombre admirable; se preguntaba, como Louis
Lambert,7 por la mejor forma que pueda tener el Estado y la sociedad. Con ese
interrogante y con el convencimiento de contribuir a la felicidad de todos por medio de su
obra, nuestros dos escritores se lanzaron a buscar “un hombre”, en una de las plazas
públicas más concurridas de cuantas hayan existido: la comunidad imaginada que
conformaban los lectores de novela del siglo XIX.
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Ahí se apostaron con su lámpara, como Diógenes. Balzac, con la seguridad de quien
persigue algo que ya conoce: Napoleón. Tal vez por eso, en el universo caleidoscópico que
es La Comedia Humana sólo queda por inventar el hombre de Estado.8 Sabemos que de
Marsay alcanzará el cargo de Presidente del Consejo; pero su creador nos contará sus
triunfos en los salones del gran mundo, antes que sus actuaciones como homme politique.
Michel Chrestien muere, como las ideas que no pasan de la potencia al acto, sin llegar a
poner en marcha su República. Y Z. Marcas, el héroe de la ambición, no gobierna más allá
de los límites de su mísera buhardilla parisina. Galdós sostiene su candil con menos
firmeza, e intenta componer el concepto merced a la sucesión de personajes históricos que
recorre los Episodios: Narváez, O´Donnell, Prim, Ruiz Zorrilla, Cánovas; fichas de un
puzzle que, si se encajaran, acabarían formando la imagen “de un buen hombre de Estado a
la altura de las circunstancias”.9 Uno se lamenta de la pérdida del ejemplo que encontró en
la Historia; el otro intenta, con su escritura, convocar la anhelada aparición de aquel que
concilie el deseo (y la necesidad) de un poder fuerte con el sentido de la evolución
histórica. El gran hombre nunca vive en el presente: es un mito del pasado o una esperanza
de futuro. Balzac y Galdós no pueden sino imaginar al hombre que venga a realizar la
Historia lógico-natural de los europeos de ambos lados de los Pirineos en el siglo XIX. De
éste, del lugar que, según los dos autores, ocupa en la Historia y de las tareas que le
asignan trataremos en el presente trabajo.
El gran hombre: entre el mito y la Historia
El heroísmo es un principio interpretativo que comporta una determinada lectura de la
Historia Es decir, para que un héroe se afirme resulta imprescindible que su tiempo y el
tiempo inmediatamente posterior se estructuren de tal modo que puedan acoger una
concepción heroica de la existencia y perciban la ausencia del héroe como una falta
absolutamente intolerable.10 Así, Balzac llegó a escribir que Napoleón era un poema
comparable a Troya11 y el mismo Galdós remontaba la fundación mítica de la moderna
nación española a la gesta anti-napoleónica de 1808. Lamentablemente, dos hombres como
Bonaparte no se repiten en un siglo. El héroe moderno, al decir de Saint-Just, “no tiene
modelos”.12 Es ejemplar porque es irrepetible. Esta paradoja teñirá la tipología heroica
balzaciana, que no podrá escapar al componente mítico y hará vivir a sus grandes hombres
(Balthazar Claës, Daniel d´Arthez, Z. Marcas, Louis Lambert) en el estricto terreno de lo
imaginario. Napoleón aparece en La Comedia Humana porque, como dice Vautrin a
Lucien de Rubempré, es “el último semi-dios de Francia”,13 no un gran hombre. Galdós,
privado de la experiencia homérica en primera persona, elaborará su concepto de gran
hombre con la intención de insertarlo sólidamente en la realidad histórica; aunque sólo lo
conseguirá parcialmente, pues sus criaturas, recreadas o inventadas, transitan entre la
Historia y el imaginario. Podríamos decir que su gran hombre no es más que un hombre
que demuestra poseer la que Maquiavelo consideraba cualidad política por excelencia: el
coraje.14 Las concesiones galdosianas (en Balzac hallamos la elevación exponencial de
todas ellas) a la mitología heroica tienen que ver con la elaboración de una especie de
fisiología de la grandeur, como evidencian las abundantes descripciones de rasgos físicos
en los que se pretende detectar la excepcionalidad del personaje en cuestión;15 o con la
creencia en la existencia de un fatum que hace de la contingencia providencia tanto en el
ascenso como en la caída del gran hombre.16
Del diferente peso que el componente mítico tiene en la elaboración del concepto de
cada uno de los novelistas da razón la distancia histórica que separa a ambos. Balzac es un
La lámpara de Diógenes. El hombre de estado…
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gran hombre teorizando sobre los grandes hombres. No podemos olvidar que el autor
francés pretendía acometer en el orden del espíritu lo que Napoleón había alcanzado con su
Grande Armée en el orden de la realidad. El menos romántico de los románticos, pero
romántico al fin, escribe sobre el gran hombre como prolongación del yo. Comparte con
Carlyle17 la idea de que el ungido es tal, no sólo por la misión que ha de cumplir; sino
también por la vida que lleva. Empeñado, como los titanes, en una obra destinada al
fracaso; y, si condenado a la oscuridad por la soledad en la que le mantiene su grandeza,
siempre con la vocación de alcanzar la luz de la esfera pública. ¿Acaso no corre esa suerte
Martín Muriel, el audaz? Desde la perspectiva heroica, la más balzaciana de las criaturas de
Galdós. Errores de juventud aparte, don Benito construye su gran hombre libre de delirios
prometeicos, como un otro.
Bien es verdad que, en los dos casos, el elemento mítico se superpone al material
histórico de que dispone el escritor y acaban confluyendo en el gran hombre diferentes
sistemas de imágenes o de representaciones, que terminan por convertirlo en el depositario
de las esperanzas colectivas.18 La posición solitaria del gran hombre no es incompatible
con la afirmación de la existencia de una relación entre individuo y sociedad, que impide
apreciar la grandeza individual fuera de la realización de un movimiento colectivo. Es más,
la pregunta por la fuerza que está en el origen de los acontecimientos históricos es la clave
de todo el debate historiográfico del siglo XIX. Los historiadores respondieron apelando;
bien al uno, bien al gran número. Si se insistía en una formulación en singular de la Historia
(y aquí Carlyle se quedó prácticamente solo), el gran hombre emergía como potencia; si se
prefería la formulación en plural (podemos incluir los nombres de Comte, Guizot, Barante,
Cousin o Michelet), el gran hombre se presentaba como síntesis y símbolo de su época.
Hemos de decir que tanto Balzac como Galdós oscilan, con distinta intensidad, entre uno y
otro extremo en su definición del papel que ha de desempeñar el gran hombre en el devenir
histórico.
Prisioneros de la eminente posición que el escritor ha alcanzado en el siglo, nuestros
autores se dejan seducir por la idea de narrar los hechos de la inagotable serie de guías que
conducen a los pueblos hacia la realización de un fin concreto (sea éste el triunfo del
espíritu, la perfección, el progreso, la libertad o la gloria de la nación). “La transformación
de las cosas que entorpecen la marcha de la humanidad —sostiene Balzac— es un trabajo
esencial”.19 Para el novelista francés, el gran hombre ha de asumir esa tarea,
manifestándose como un gran caudal de energía que puede actuar en la destrucción y en la
construcción.20 El primer hombre —explica el doctor Benassis— prepara la obra; el
segundo la culmina. “El primero aparece como el genio del mal y el segundo parece ser el
genio del bien; a uno la gloria, al otro el olvido”.21 Desde esta perspectiva, el individuo
singular se convierte en la providencia del acontecimiento.22 La necesidad histórica que
rige los sucesos humanos es radicalmente ajena a toda idea de divinidad. Ya no se puede
explicar la Historia sin recurrir a los conceptos de azar y de genio. El azar crea la situación
y el genio aniquila lo existente por medio del gobierno del terror (la San Bartolomé de
Catalina de Médicis, el 93 de Robespierre), o mezcla los elementos de la realidad para
crear algo completamente nuevo. Todo gran hombre es un artista y si el autor de La
Comedia Humana admira tanto a Luis XI o a Napoleón es porque acertaron a combinar en
un sistema coherente las fuerzas que tenían que dirigir.
En Galdós, el encargado de poner en marcha a la Humanidad es menos formidable. Es
preciso tener en cuenta que el autor de los Episodios Nacionales comienza su carrera
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literaria después de que Tolstoi23 haya liquidado la teoría heroica de la Historia en su
célebre epílogo a Guerra y Paz. Si la verdadera Historia está en la base, “en el vivir lento y
casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno”,24
la potencia no puede ser más que una suerte de agente de aceleración histórica, un
modesto vicario de “Dios” o del “Cielo”25 encargado de ayudar a la nación en su dolorosa
senda. En este sentido hemos de entender al regenerador francés de los Decretos de 1808
que aparece en Napoleón, en Chamartín26 o al Ruiz Zorrilla del episodio Amadeo I. A lo
sumo, el gran hombre puede ser activador del cambio histórico; pero es incapaz de decidir
por sí mismo el curso de los acontecimientos.
Galdós participa más del concepto cousiniano de héroe recapitulativo,27 verdadera
conjunción de particularidad y generalidad; la gran figura que resume una época. “Solemos
designar las cosas históricas, o con el mote de su propia síntesis psicológica o con la divisa
de su abolengo; esto es, el nombre de quien trajo el estado social que a tales personas y
cosas dio fisonomía y color. Fue O´Donnell una época, como lo fueron antes y después
Espartero y Prim, y como éstos, sus ideas crearon diversos hechos públicos y sus actos
engendraron infinidad de manifestaciones particulares que, amasadas y conglomeradas,
adquieren en la sucesión de los días carácter de unidad histórica”.28
El hombre representativo balzaciano no es tanto el resumen de un período determinado
cuanto la manifestación cambiante que adoptan las constantes históricas que rigen el
devenir humano. La ley que preside la Historia francesa es un eterno antagonismo, un
combate que opone a francos y galos, rey y barones, absolutismo y progreso, Revolución y
Restauración. Esta es la ley oculta del progreso, que se realiza progresivamente a cada fase
de este combate. El historiador utiliza los nombres ilustres para alcanzar su verdadero
objetivo: la representación de una época. Catalina de Médicis, Coligny, Napoleón o
Metternich son “el pensamiento humano mismo, provisto de las diferentes potencias que le
proporcionan los acontecimientos de su época, concretadas por su genio”.29
La venida del salvador
La doble consideración del gran hombre como síntesis y como potencia se prolonga en
un segundo eje de análisis que se articularía en torno a dos polos: el pensamiento y la
acción. En palabras de Michelet, el gran hombre reuniría lo que podríamos “llamar los dos
sexos del espíritu, el instinto de los simples y la reflexión de los sabios”.30 Éste extremo del
eje se encontraría más próximo a la concepción de las Luces, que valoraba, ante todo, la
dimensión civilizadora del gran hombre. La fascinación romántica por los individuos
extraordinarios y por los modelos de energía inclinó la balanza por el lado de la acción, sin
que ello supusiera un sacrificio del rol que el pensamiento había de jugar. A la luz de este
difícil equilibrio han de interpretarse las palabras que escribiera Balzac en un artículo
titulado Sur les ouvriers: “He dicho y pienso que los hombres habituados a manejar las
ideas, a resumirlas, a estudiarlas, son precisamente aquellos entre los que se encontrarán
los grandes políticos modernos”.31 En el último tercio de la centuria, en el contexto de
crisis de conciencia de las razas latinas, se quebraba la tensión a favor del movimiento.
Galdós participaba del clima del momento y, con Altamira y Costa, reclamaba como
necesarias en el gran hombre las virtudes propias del caudillo militar: las entrañas, el
empuje, el arranque, la acometividad.32
La lámpara de Diógenes. El hombre de estado…
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La efectiva existencia de un personaje como Napoleón, más allá de las reelaboraciones
del mito, hacía albergar esperanzas sobre la nueva venida de “un hombre” en el que se
reconocieran los cuatros arquetipos del salvador: Cincinato (o la prudencia), Alejandro (o
la energía), Solón (o la sabiduría) y Moisés (o la clarividencia). Por supuesto, no bastaba
con que esa figura respondiera a las exigencias del imaginario colectivo, debía colocarse en
el lugar donde confluyen todos los niveles de realidad: la cabeza del Estado. Ése es el
desafío que Proteo Liviano plantea a Ruiz Zorrilla: “Don Manuel de mi alma: o sois el
salvador de España, o quedaréis perdido en el montón gregario, donde se os pondrá un
cencerro y pastaréis tranquilamente en el Presupuesto”.33
El verdadero hombre de Estado jamás se confundirá con el político, miembro de una
clase que sólo puede brillar en el momento de máxima exposición, la Revolución, cuando
puede ser un Mirabeau o un Argüelles, un padre de la Patria que construye la nación con
su palabra y sus ideas; o puede aparecer siniestro y magnífico, intuyendo el sentido
profundo de los acontecimientos, como un Talleyrand o un Fouché.34 En los tiempos
bobos, la oratoria no pasa de ser “endecha tribunicia”35 y la astucia se torna gesto vulgar
de pésimo comediante.36
Balzac y Galdós postulan el “magnífico gobierno de uno solo”37 como solución política
a los males de su siglo, como único freno posible al imparable reinado de la
Administración, otro de los síntomas de la descomposición de la sociedad de su tiempo. El
novelista francés deja bien claro que comprende el nuevo contexto: “Subordinando toda
cosa y todo hombre a su voluntad, Napoleón había retardado por un momento la influencia
de la burocracia”.38 El individuo excepcional se opone, por naturaleza, a toda
despersonalización del poder, al hecho mismo del Estado. Bajo su reinado, el menor
engranaje del aparato estatal está animado directamente por su genio personal: “El lector
no puede figurarse —escribe Balzac— el celo que una palabra del emperador imprimía a
su máquina política o administrativa. Esto es incomprensible bajo un gobierno
constitucional, en el que nadie se interesa por una cosa pública ciega y muda, ingrata y
fría”.39 Le Petit Caporal estaba en todas partes, era quien, como confesaba Gabriel
Araceli, “a los grandes y a los pequeños extendía el influjo de su invasora voluntad”.40
La concentración del poder, en opinión de Balzac, es el principio fundamental de todo
gobierno.41 El genio ha de imponer a la sociedad su voluntad, por arriba o por abajo.
Cesarismo o revolución, ésa parece ser la alternativa extrema que defiende el escritor
francés. “Si el bienestar de las masas es el pensamiento íntimo de la política, el absolutismo
o la más grande suma de poder posible, llámese como se quiera, es el mejor medio al
objeto de alcanzar ese gran fin de sociabilidad”.42 En este aserto cabe encontrar, a juicio de
Ernst Curtius,43 el núcleo central del pensamiento político del autor de La Comedia
Humana y, sólo desde aquí, se pueden comprender sus elogios a figuras tan dispares como
Catalina de Médicis y Robespierre.
Sin menospreciar la tardía conversión al socialismo, entiendo que Galdós siempre hizo
gala de corazón templado; así que no podía ser ni tan radical ni tan coherente como
Balzac, que escribía desde los márgenes del sistema. Tampoco se puede extraer de una
lectura de los Episodios una acabada teoría del poder. El escritor canario se sirve de un
concepto intuitivo de la idea de energía para referirse a la cualidad esencial del líder, sea
cual sea su filiación política. Sólo así se explica que aplauda en el terrible Cabrera44 la
grandeza que Balzac hallara en el Incorruptible.
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Para nuestros autores, el estadista no puede tener otra pasión que la del poder. La gran
diferencia estriba en que, mientras las grandes figuras balzacianas se administran a la
perfección en la dicotomía esencial que existe entre la potentia (lo que el hombre de
Estado es capaz de hacer) y la potestas (lo que le está permitido hacer); los personajes
históricos galdosianos se arredran ante las implicaciones últimas que entraña la distinción
maquiaveliana entre moral y política. El de más alto vuelo, Prim, recorre varios Episodios
de una tentativa de pronunciamiento a otra;45 pero cuando llega el momento decisivo “no
acaba de rematar”: “Hay entre los políticos actuales alguno o algunos que me dicen: “Prim,
no se devane los sesos buscando rey, y pues usted conduce el carro, llévelo por el camino
llano y hágase rey de derecho; que de hecho ya lo es…” Oigo estas cosas, y…, como
digo…, no me quemo, antes bien, enfrío el agua al meter en ella mis dedos… ¿Qué
quieren? ¿Que haga yo el Iturbide, o el tiranuelo de otra república americana? No he
nacido para eso”.46 Hay que adentrarse en el imaginario para encontrar en Martín Muriel al
español que ose acabar con el mal valido, expulsar a los Borbones de España, proclamar la
soberanía popular y hacer de una Junta revolucionaria el gobierno de la nación. Sin
embargo, la audacia de la criatura novelesca parece provocar vértigo a su creador, pues
éste le hace fracasar en su empresa y, más tarde, lo condena a la locura.47
El mefistofélico Vautrin hubiera enmendado a Galdós diciéndole “es necesario atreverse
a todo para tener todo”.48 El crimen, la traición, la violencia, la conspiración, los resortes
ocultos (la alquimia de Catalina de Médicis o el grupo de los Trece que apoya a de
Marsay) son instrumentos al servicio de un poder que se legitima en su ejercicio, en su
eficacia histórica. Un 18 de Brumario está justificado siempre que se salve a la patria.
Después de treinta años de Restauración, quien execrara de la terribilitá napoleónica49 en
su juventud se entrega a la esperanza de que rompa en la Historia de España uno de esos
“monstruos” balzacianos: “Sí, hacía falta un bárbaro que creara otro mundo hispano…
Hacía falta un mudo, que hablara con los hechos y con la piqueta, demoliendo los viejos
muros sin pedir permiso a las letras de molde; un mudo, sí, que entendiera de cirugía
política y supiera leer lo escrito con caracteres de fuego en el alma de la Nación”.50
La tarea del estadista
La verdad histórica no está en los acontecimientos, sino en la definición del sentido de
la Historia. El realismo político impone, en primer lugar, el establecimiento de un pacto
con el propio tiempo. Ése es, precisamente, el punto de partida del estadista. El gran
hombre ha de conocer perfectamente su época, estar dotado de una “maravillosa capacidad
para descubrir las relaciones últimas entre los hechos presentes y futuros”.51 Debe analizar
no sólo las principales corrientes que determinan las causas de los acontecimientos, sino
también las circunstancias, las pasiones y las ideas que contribuyen a tejer la urdimbre
general introduciendo una pluralidad de pequeñas causas.52 El que pretenda dirigir los
destinos de Francia, nos dice Balzac, ha de asumir el carácter irreversible de las conquistas
del “89”. Así, Luis XVIII hubiera salvado a su propia Casa de haber sido el continuador de
Robespierre, salvo por lo que se refiere al cadalso.53 En España, Galdós se lamenta de que
los grandes hombres confundan los tiempos y se equivoquen por mirar demasiado al
futuro: “¡La abolición de los privilegios, la negación del derecho divino, la soberanía
nacional, los derechos del hombre! He aquí los grandes problemas planteados en aquellos
días. El que conozca la sociedad de entonces disculpará la exageración. Fuerza es que se la
disculpemos al joven Muriel (…) La felicidad en las naciones, como en los individuos,
nunca es innovadora”.54
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El segundo precepto de este curso de maquiavelismo vulgarizado ordena la
re-sincronización del sistema social y el sistema político, re-sincronización que ha de ser
doble en el caso español; pues si España no se incorpora a la marcha del siglo, “no se
puede decir que vivimos en Europa”.55 Una vez más, las diferencias son muy notables a
ambos lados de los Pirineos. El Emperador mostró a Balzac y a sus contemporáneos el
camino a seguir: acabar la Revolución, inscribir sus efectos en la durabilidad, reabsorber las
fuerzas liberadas por los trastornos políticos al objeto de crear un sistema. De esta forma,
la intervención del gran hombre se caracteriza por la transformación de lo existente y por
la reconstrucción de un nuevo orden: “Organizar (…) es una palabra del Imperio que
contiene a Napoleón por entero”.56 Para el autor francés, el estadista no es el instrumento
del progreso indefinido de la nación que gobierna, sino el que conserva el equilibrio de
la sociedad.
La historia española ofrecía un contraste magnífico. El ansiado equilibrio es siempre,
como reconoce a Proteo Liviano el Cánovas galdosiano, un artificio de transición “para
que la pobre España viva mansamente hasta que lleguen días propicios”.57 Honrosa
excepción la de Ruiz Zorrilla, el único que opone al aplazamiento, al “ya se verá”, “la
reforma inmediata, radical, concluyente…Libertad de cultos, enseñanza totalmente laica,
derechos inalienables, imprescriptibles; igualdad social, reparto equitativo del bienestar
humano…”58 La falta del ilustre burgalés estribaba en no disponer de una espada con la
que imponer su código. ¿Y el elemento militar? Sin más victoria que la del debilitamiento
de las instituciones civiles59 y perdido en el laberinto de su naturaleza anfibia: ágil
en las tumultuosas aguas de la acción guerrera y torpe en la tranquilidad terrestre de la
vida civil.60
“Todos en aquella especie o familia zoológica eran lo mismo: los militares, muy
valientes; los paisanos, muy retóricos (…) y cuando era llegada la ocasión de hacer algo de
provecho, todos resultaban fallidos”.61 Fallida se había demostrado la Unión Liberal de
O´Donnell, monumento hispano al eclecticismo, que no había hecho más que cerrar en
falso, con su “aire de flexibilidad”,62 la grave fractura ideológica que asolaba España. Para
hallar el mágico momento en el que “las miserias de los partidos (...) no (...) debilitaban el
formidable empuje de la nación”63 había que retrotraerse a la Guerra de la Independencia,
espejo bélico que podía nutrir de elementos a la mitología nacionalista; mas, en ningún
caso, serviría de modelo político a la pacífica Restauración. La paz y el orden quedaban
para la Historia que soñaba Confusio; claro que el cumplimiento de ese programa no
resultaba sencillo, pues eran necesarios un rey prudente que reconciliara el bando liberal y
un rey muerto (con toda su prole) que apagara la mecha que prendía la guerra civil”.64 A
falta de reyes, bueno era un bárbaro65 que pusiera fin a ese estupendo alboroto, a esa
academia del desorden que era el XIX español.
Balzac comparte la obsesión galdosiana por la unidad. La nación es un todo coherente,
su unidad es la condición misma de su pervivencia. Trascendiendo toda pertenencia
ideológica, el escritor clama por un hombre de Estado que luche por la única causa que
merece la pena: la unidad del poder y de la nación. El escritor francés no se conforma con
un catalizador social a lo Guizot (una figura que, a buen seguro, hubiera colmado las
aspiraciones de don Benito), un organizador que fuera capaz de rescatar a la política del
dominio de las pasiones, con el propósito de crear un gobierno representativo estable,
garante de las libertades y fundado en la Razón.66 Para Balzac, la nación es unánime, o no
es. Desde esta perspectiva ha de interpretarse la declaración hecha por la princesa de
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Cadignan: “La monarquía y la república son las dos únicas formas de gobierno que no
ahogan los buenos sentimientos”.67 Es decir, sólo una ideología intolerante en su principio
(derecho divino o nación) puede satisfacer la pasión de la unidad. Así se comprende que
Catalina de Médicis encuentre en Robespierre a su verdadero sucesor y que el legitimista
d´Arthez admire a su amigo republicano, Michel Chrestien, quien desarrolla su vida política
en el periódico federalista de Léon Giraud y muere en estadista, sin haber cedido a la
tentación de los partidos.68
En Balzac, como en Galdós, el principio de unidad está unido, de manera indefectible, al
principio del orden. De esta forma podemos entender que un partidario de la Reacción
como él condene los excesos de la “chuanería” en Les Chouans y en L´Envers de l´histoire
contemporaine y entienda la necesidad del “93”, pues el terror es un sistema de gobierno
común a todas las formas de poder. En definitiva, unidad y orden son las condiciones
fundamentales para la restauración del equilibrio en una sociedad “revolucionada”.
La victoria del tiempo
Balzac concluye su artículo Sur les ouvriers afirmando que “se ha mostrado hasta la
evidencia la imposibilidad del poder en Francia en las condiciones actuales”.69 La leyenda
napoleónica no perturbaba su realismo político hasta el punto de permanecer ciego a la
irrupción de la masa en la Historia. Prueba de ello es el discurso que, con ironía si se
quiere, pone en boca del aprendiz de Tartufo, Théodose de la Peyrade: “Cuando el pueblo
permitió que Napoleón se elevase creó con él algo espléndido y monumental; estaba
orgulloso de su grandeza y dio su sangre y sus sudores para construir el edificio del
imperio, sin regatear esfuerzos. Entre las magnificencias del trono aristocrático y las de la
púrpura imperial, entre los grandes del pueblo, la burguesía es mezquina, envilece el poder,
haciéndole descender hasta ella en vez de elevarse hasta él”.70 La fecha de este texto, 1844,
es verdaderamente reveladora. Desde el comienzo de la década, el creador de La Comedia
Humana intuye que la amenaza de los bárbaros se materializará muy pronto, pues las
masas ya no se contentan con la “felicidad toda hecha” del doctor Benassis.71
Galdós, sin llegar a la indistinción hugoliana entre genio y pueblo,72 reconoce con
menos dolor el gran diálogo de la política de los márgenes: “Pasan años y más años; las
revoluciones se suceden, hechas en comandita por los grandes hombres y por el vulgo, sin
que todo los demás que existe en medio de estas dos extremidades se tome el trabajo de
hacer sentir su existencia”.73 La intervención del pueblo ya no se agota en la noción de
culto al héroe, en la devoción sin espíritu crítico ni conciencia clara de las metas a
alcanzar. Su lucha por la independencia le había hecho digno detentador de la soberanía.
En la mitología liberal (cosa muy distinta era la política efectiva), el gran hombre pasaba a
ser un mediador, una suerte de dios tutelar que conducía al gran número hacia la edad
adulta. A través de sus grandes nombres, las masas asimilaban conceptos abstractos: “Las
llamaradas capitales, Prim, Libertad, se subdividían en ilusiones y esperanzas de variados
matices: Prim y Libertad serían muy pronto Paz, Ilustración, Progreso, Riqueza”.74 La
propagación de estas ideas removería, definitivamente, los cimientos de las paternidades
simbólicas.
El mesianismo bonapartista, el fervor casi religioso que las clases bajas madrileñas
sentían por Espartero75 o el sentimiento de orfandad que cundió tras las muerte de Prim76
eran los últimos signos del heroísmo en decadencia. “Lejos de buscar hombres fuertes
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—escribe Balzac al final de su vida—, el sistema actual tiende a combatirlos, a
perseguirlos”.77 El gran hombre ya no se asimila con el sistema de referencias plutarquiano,
sino con el modelo de Cristo abandonado.78 El genio adivina todo, excepto su caída. Su
obra está llamada al fracaso frente a los mecanismos potentes del proceso histórico. Prim
es vencido “por la cobardía traicionera y enmascarada”.79 A Michel Chrestien la mismísima
muerte le impide cambiar la faz del mundo.80 La jaula del loco es el triste final del Audaz.
El doctor Benassis, después del Emperador, el mayor organizador de La Comedia
Humana, permanece en un valle; alejado de la ciudad, es decir, del espacio en el que se
perpetúan las palabras y las acciones de los hombres. Z. Marcas atraviesa la puerta del
olvido, derrotado por el “disgusto continuo de ver a un estúpido condecorado con la
Legión de Honor, a un vulgar empleado preferido a un hombre de talento”.81 Cuando
alguien ha llegado a ser todo, no hay modo de encontrar sucesor,82 como prueba el trágico
destino del Rey de Roma. Y, aunque resucite durante cien días, de un lugar como Santa
Helena no se regresa. Una burla en piedra parece la célebre leyenda del frontispicio de la
antigua Iglesia de Saint-Geneviève: Aux Grands Hommes, la Patrie Reconnaissante!
VIII Congreso Galdosiano
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NOTAS
1 Este trabajo ha sido realizado en el marco de un proyecto de investigación financiado por una Beca de
tipo doctoral de la Fundación Caja Madrid.
2 Balzac, H. (1983), «Louis Lambert », La Comédie Humaine, XI, Pléaide, Gallimard, Paris, p. 649.
Todos los textos franceses han sido traducidos por la autora.
3 Así, escribe Balzac: “Cada familia arruinada por la Revolución, arruinada por el igual reparto de los
bienes, no pensó más que en ella, en lugar de pensar en la gran familia aristocrática; les parecía que
si todas se enriquecían, el partido sería fuerte. Error”. En Balzac, H., (1977), “La Duchesse de
Langeais”, La Comédie Humaine, V, Pléiade, Gallimard, Paris, p. 929.
4 Pérez Galdós, B., (1996), “Cánovas”, Episodios Nacionales, V, Ediciones Aguilar, Madrid, p. 619.
5 Cfr. Laurent, F., (1998), «La question du grand homme dans l´oeuvre de Victor Hugo », Romantisme.
Revue du dix-neuvième siècle, 100, p. 79.
6 Esa es la imagen predominante que de Isabel II ofrece Galdós a lo largo de los Episodios,
especialmente (desde el propio título), en La de los Tristes destinos.
7 Las reflexiones sobre el tema las podemos encontrar en las célebres cartas que Louis Lambert escribe a
su tío. Cfr. Balzac, H., (1977), “Louis Lambert”, op. cit., pp. 646 y ss.
8 Discrepamos en este punto con F. Marceau, para quien la ausencia se debería a una tensión
insoportable entre el plano histórico y el plano novelesco. Cfr. Marceau, F., (1986), Balzac et son
monde, Tel Gallimard, Paris, p. 545.
9 Pérez Galdós, B., (1996), “Trafalgar”, Episodios Nacionales, I, Editorial Aguilar, Madrid, p. 204.
10 Migliorini, L., (2002), Le mythe du héros. France et Italie après la chute de Napoléon, Nouveau
Monde Éditions/Fondation Napoléon, Paris, p. 15.
11 Balzac, H., (1977), «Histoire de la grandeur et de la décadence de César Birotteau », La Comédie
Humaine, VI, Gallimard, Pléiade, Paris, p. 81.
12 Saint-Just, A., (2004), «Rapport sur la police générale », OEuvres Complètes, Folio, Gallimard, Paris,
p. 763.
13 Balzac, H., (1977), “Illusions Perdues”, La Comédie Humaine, V, Pléiade, Gallimard, Paris, p. 698.
14 En este mismo y sobrio sentido entiende H. Arendt el heroísmo. Cfr. Abensour, M., (2001), “Hannah
Arendt contre le philosophie politique?”, en Tassin, E., (dir), Hannah Arendt. L´humaine condition,
L´Harmattan, Paris, p. 41.
15 Por ejemplo, la descripción que don Benito hace de uno de los grandes héroes de la Guerra de la
Independencia, Lord Wellington. Cfr. Pérez Galdós, B., (1995), “La batalla de los Arapiles”,
Episodios Nacionales, II, Ediciones Aguilar, Madrid, pp. 37-38. En todo caso, fue Balzac quien hizo
del tema de las correspondencias entre ciertas morfologías físicas y el genio una de sus grandes
obsesiones, como prueban sus habituales referencias a las teorías de Gall. Cfr. Evans, H., (1951),
Louis Lambert et la philosophie de Balzac, Librairie José Cortí, Paris, pp. 140 y ss.
16 En la línea de la desglorificación de los poderosos de la que hablamos con anterioridad, Tolstoi busca
en “una cantidad innumerable de azares” el por qué de la meteórica irrupción de Napoleón en la
Historia. Cfr. Tolstoi, L., (1979), “Épilogue”, La Guerre et la Paix, Pléiade, Gallimard, Paris,
p. 1491. Balzac y Galdós no se cansan de buscar signos en cielo, pues el primero no duda en llamar a
Napoleón “el hombre del destino” (Balzac, H., (1977), “Une ténébreuse affaire”, La Comédie
Humaine, VIII, Pléiade, Gallimard, Paris, p. 681) y el segundo pone en boca de Segismundo García
La lámpara de Diógenes. El hombre de estado…
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Fajardo la siguiente reflexión, tras conocer la noticia de la muerte del Conde de Reus: “La bravura
temeraria salva en unos casos a los hombres, y en otros les pierde. La hombrada de los Castillejos dio
a Prim fama, gloria (…) Los hombres se endiosan por el éxito, y en el delirio de su soberbia llegan a
desconocer que si en largos días no les vence la legión de enemigos encubiertos, en cinco minutos
puede vencerles y aniquilarles la cobardía traicionera y enmascarada”. En Pérez Galdós, B., (1995),
“España trágica”, Episodios Nacionales, V, Ediciones Aguilar, Madrid, p. 229.
17 Montégut, É., (1850), “Littérature américaine. Du culte des héros. Carlyle et Émerson », Revue des
deux mondes, II, p. 733.
18 Girardet, R., (1986), Mythes et mythologies politiques, Éditions du Seuil, Paris, p. 73.
19 Balzac, H., Reseña de L´Histoire du pape Alexandre VI et de César Borgia, de E., Masse, artículo
aparecido en Le Feuilleton des Journaux Politiques, cit en Curtius (1999), Balzac, Éditions des
Syrtes, Paris, p. 207.
20 Balzac participaba, con Saint-Simon y los doctrinarios, de la idea de una Historia en la que se
suceden los períodos críticos y períodos orgánicos. Sólo así se podía legitimar históricamente la
Revolución, al tiempo que se justificaba la necesidad de su culminación con la estabilidad del nuevo
orden. Cfr. Rosanvallon, P., (1985), Le moment Guizot, Gallimard, Paris, p. 83.
21 Balzac, H., (1978), “Le médecin de campagne”, La Comédie Humaine, IX, Pléiade, Gallimard, Paris,
p. 430.
22 Balzac, H., (1996), «Enquête sur la politique des deux ministères », OEuvres Diverses, II, Pléiade,
Gallimard, Paris, p. 984.
23 Ver nota 15.
24 Pérez Galdós, B., (1995), “El equipaje del Rey José”, Episodios Nacionales, II, Ediciones Aguilar,
Madrid, p. 163.
25 Para esta idea intuitiva de la Providencia ver Hinterhäuser, H., (1963), Los Episodios Nacionales de
Benito Pérez Galdós, Editorial Gredos, Madrid, p. 120.
26 Cfr. Pérez Galdós, B., (1995), «Napoleón, en Chamartín », Episodios Nacionales, I, Ediciones
Aguilar, Madrid, pp. 628 y ss.
27 Cousin, V., (2002), “Introduction à l´histoire de la philosophie” (1828), en VVAA., Philosophie des
sciences historiques. Le moment romantique, Éditions du Seuil, Paris, p. 261.
28 Pérez Galdós, B., (1995), “O´Donnell”, Episodios Nacionales, IV, Ediciones Aguilar, Madrid,
p. 441.
29 Balzac, H., (1996), “Sur la situation du parti royaliste”, OEuvres Diverses, II, p. 1049.
30 Michelet, J., (1974), Le peuple, Garnier-Flammarion, Paris, p. 32.
31 Balzac, H., (1940), “Sur les ouvriers”, Oeuvres Diverses, III (1836-1848), Louis Conard, Librairie
Éditeur, Paris, p. 412.
32 Cfr. Altamira, R., (1997), Psicología del pueblo español, Biblioteca Nueva, Madrid, p. 158. Más
radical que los propios regeneracionistas, Galdós rinde tributo a una figura tan excesiva como la de
Pizarro. Cfr. Pérez Galdós, B., (1995), Amadeo I, Episodios Nacionales, V, Ediciones Aguilar,
Madrid, p. 279.
33 Pérez Galdós, B., (1995), “Amadeo I”, op. cit., p. 266.
VIII Congreso Galdosiano
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34 Balzac llega a reconocer, ¡cosa increíble!, a Fouché un poder sobre las personas superior al de
Bonaparte. Cfr. Balzac, H., (1977), “Une ténébreuse affaire”, op. cit., p. 552.
35 Pérez Galdós, B., (1995), “Cánovas”, op. cit., p. 574.
36 Galdós elogia irónicamente las artes interpretativas de maese Cánovas: “Heroico remedio fue para la
turbada política el mutis de don Antonio, mejor dicho, medio mutis, como los que en las acotaciones
de las comedias se designan con la siguiente fórmula: hace que se va y se queda”. Ibidem, p. 573.
37 Balzac, H., (1977), “Les secrets de la Princesse de Cadignan”, La Comédie Humaine, VI, Pléiade,
Gallimard, Paris.
38 Balzac, H., (1977), “Les Employés”, La Comédie Humaine, VII, Pléiade, Gallimard, Paris, p. 907.
39 Balzac, H., (1977), “Une ténébreuse affaire”, op. cit., p. 639.
40 Pérez Galdós, B., (1995), “Napoleón, en Chamartín”, op. cit., p. 589.
41 Balzac, H., (1977), “Le médecin de campagne”, op. cit., p. 512.
42 Balzac, H., (1960), “Lettre à Zulma Carraud (Novembre 1830)”, Correspondance, I, Classiques
Garnier, Paris, p. 473.
43 Curtius, E., (1999), op. cit., p. 266.
44 Pérez Galdós, B., (1995), “La campaña del Maestrazgo”, Episodios Nacionales, III, Ediciones
Aguilar, Madrid, p. 537.
45 Pérez Galdós, B., (1995), “La de los tristes destinos”, op. cit., pp. 1078 y ss. y “Prim”, op. cit.,
p. 918.
46 Pérez Galdós, B., (1995), “España trágica”, op. cit., p. 171.
47 Pérez Galdós, B., (1993), « El audaz », Novelas I, Biblioteca Castro, Turner, Madrid, pp. 809 y 850.
48 Balzac, H., (1977), “Illusions Perdues”, op. cit., p. 702.
49Nos referimos, entre otros, al alegato de Gabriel Araceli contra Napoleón en Gerona. Cfr. Pérez
Galdós, B., (1995), “Gerona”, Episodios Nacionales, I, Ediciones Aguilar, Madrid.
50 Pérez Galdós, B., (1995), Amadeo I, op. cit., p. 279.
51 Balzac, H., (1977), «Z. Marcas», op. cit., p. 833.
52 Balzac, H., (1977), Les Paysans, La Comédie Humaine, IX, Pléiade, Gallimard, Paris, p. 190.
53 Balzac, H., (1996), “Du gouvernement moderne”, Oeuvres Diverses, II, Pléiade, Gallimard, Paris,
p. 1079.
54 Pérez Galdós, B., (1993), “El audaz”, op. cit., p. 481.
55 Ibidem, p. 735.
56 Balzac, H., (1977), “Autre étude de femme”, La Comédie Humaine, III, Pléiade, Gallimard, París,
p. 692.
57 Pérez Galdós, B., (1995), “Cánovas”, op. cit., p. 596.
La lámpara de Diógenes. El hombre de estado…
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58 Pérez Galdós, B., (1995), “Amadeo I”, op. cit., pp. 273-4.
59 Cruz Martínez, R., (1992-3), “La lógica de la guerra. Ejército, Estado y Revolución en la España
contemporánea”, Studia Historica, Vol X-XI, p. 208.
60 Ésta es la caracterización de Serrano, Narváez y Espartero en el episodio O´Donnell. Cfr. Pérez
Galdós, B., (1995), “O´Donnell”, op, cit., p. 473.
61 Ibidem.
62 Ibidem, p. 517.
63 Pérez Galdós, B., (1995), “Gerona”, op. cit., p. 754.
64 Pérez Galdós, B., (1995), “La de los tristes destinos”, op. cit., p. 1014.
65 Pérez Galdós, B., (1995), “Amadeo I”, op. cit., p. 279.
66 Rosanvallon, P., (1985), op. cit., p. 20.
67 Balzac, H., (1977), “Les secrets de la princesse de Cadignan”, op. cit., p. 970.
68 Ibidem, p. 971.
69 Balzac, H., (1940), “Sur les ouvriers”, op. cit., p. 412.
70 Balzac, H., (1977), “Le petits bourgeois”, La Comédie Humaine, VIII, Gallimard, Pléiade, p. 57.
71 Balzac, H., (1977), «Le médecin de campagne », op. cit., p. 510.
72 Cfr. Hugo, V., (1985), “William Shakespeare”, Critique, Oeuvres complètes, Éditions Robert Laffont,
París, p. 397.
73 Pérez Galdós, B., (1995), “El 19 de marzo y el 2 de mayo”, Episodios Nacionales, I, Aguilar, Madrid,
p. 397.
74 Pérez Galdós, B., (1995), “Prim”, op. cit., p. 941.
75 Pérez Galdós, B., (1995), “O´Donnell”, op. cit., pp. 448 y 472.
76 Pérez Galdós, B., (1995), “España trágica”, op. cit., p. 221.
77 Balzac, H., (1940), “Sur les ouvriers”, op. cit., p. 411.
78 Balzac, H., (1996), “Des artistes”, en “Articles publiés dans La Silhouette », OEuvres Diverses, II,
Pléiade, Gallimard, Paris, p. 716.
79 Pérez Galdós, B., (1995), “España trágica”, op. cit., p. 229.
80 Balzac, H., (1977), “Illusions Perdues”, op. cit., p. 318.
81 Balzac, H., (1977), “Z. Marcas”, op. cit., p. 886.
82 Balzac, H., (1977), “Le deputé d´Arcis”, La Comédie Humaine, VIII, Pléiade, Gallimard, Paris,
pp. 810-811