EL BASTÓN DE URREA,
LOS DISCURSOS DEL PODER EN HALMA
Francisco Estevez Regidor
Un trastorno mental es el peor de los males, y no es
cristiano tomar estas cosas a broma.
Fortunata y Jacinta
Así como algunas páginas, bajo el aplauso crítico, la aprobación del gusto lector de época y
circunstancias ajenas a lo literario, se acunan en la gloria, otras parecen estar condenadas al
olvido. Halma, la novela que nos ocupa, pertenece a este segundo grupo. La crítica ha
señalado, no siempre convenientemente, las lacras del texto, pero no es menos verdad que la
posición que ocupa en el corpus galdosiano quizá haya facilitado un despacho sino ligero si
rápido, desterrando así a terrenos sombríos este imperfecto texto.
Halma, junto con sus inmediatas hermanas, menor y mayor, dos brillantes novelas de la
producción galdosiana: Nazarín (revalorizada con justicia en los últimos tiempos) y
Misericordia, condensan ciertas preocupaciones religiosas del novelista.
En carta dirigida al periódico La prensa, Galdós disecciona los males del sentimiento
religioso:
actúa como eficaz agente en las relaciones privadas, determinando la vida más bien en
lo externo que en lo moral; es ley antes que sentimiento, formula antes que idea, y
constituye un código canónico antes que una nómina espiritual.1
Más tarde, tras la famosa polémica que sucedió al estreno de Electra, don Benito escribirá:
Nos ha unido y nos unirá más cada día el amor a la libertad de pensamiento, nos une
también el temor a la oscuridad de que estamos amenazados y que acabaría por
sumirnos en triste ceguera si no pudiéramos cerrar el paso a las tinieblas pavorosas en
que quieren envolvernos. [...]Este es el sistema único y eficaz de labrar la opinión, y
con la opinión bien labrada y robustecida, ya verán todos cómo aumenta la hueste de
acá, cómo se descompone la contraria para traernos cada día mayor refuerzo, cómo al
fin lo que hoy parece indestructible se destruirá por sí mismo y, perdido su poder,
quedarán las conciencias sosegadas, las familias en paz, mandando en ellas quien
debe mandar, y toda la nación remediada de su turbación y desequilibrio; liberal y
religiosa, trabajadora y espiritual, con fuerza bastante para poner mano en problemas
de mayor gravedad que vendrán después.2
Si examinamos con detenimiento esta carta de 1900, el autor parece que estuviera, cinco
años después, desgranando algunas de las principales claves de Halma, y, por extensión nos
atreveríamos a decir, de Nazarín.
VIII Congreso Galdosiano
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El malestar que origina a Galdós ese poder intruso que opera en el interior de la familia ha
sido bien estudiado por Pilar Fauss en su análisis de la sociedad española en la obra del
canario. Allí señala como el clero es un estamento privilegiado que ejerce un poder de dominio
sobre la sociedad, olvidándose de su misión evangélica.3 En esta línea de pensamiento Eoff
matiza que el poder social de lo religioso es una fuerza colectiva cuya influencia es absorbida
inconscientemente por el individuo.4 Esto apoyaría nuevamente5 la tesis de Foucault, el famoso
filósofo francés, por la cual el sujeto internaliza la norma moral social.
Por otro lado, para Clarín buena parte de Halma debía haber sido más breve, no así las
páginas que dedica “en pintar a D. Manuel Flórez [el sacerdote] [...] pues es figura de mucho
intención, de un realismo artístico admirable” y, además, ofrece un contrapunto interesante a la
figura de Nazarín”.6
Si un magnífico escritor y sagaz crítico como don Leopoldo Alas se fijó en dicho personaje,
y a tenor de las preocupaciones de nuestro novelista canario en aquella época, vale la pena que
dediquemos algo de tiempo en su análisis. Nuestro empeño en estas breves líneas será
acercarnos a la construcción del personaje de don Manuel con el fin de obtener en lo posible un
sentido más clarificador del texto en el conjunto de la producción finisecular del prolífico
autor. Tratemos pues de desempolvar el legajo y darle una luz más apropiada.
El episodio situado no por casualidad (ya sabemos que muy poco en Galdós pertenece al
territorio del azar) en el centro de la novela: el capítulo IV de la parte III7 ocupa un lugar
nuclear en la evolución de los personajes y en las relaciones que los unen. Don Manuel Flórez
del Campo, el clérigo amigo de la familia de Feramor, mantiene conversación con la condesa
Catalina de Artal (Halma) sobre el destino de Nazarín. En esta singular escena se nos muestra
el inicio del declive en términos de lenguaje, poder y salud del sacerdote parlanchín en
beneficio del afianzamiento de la autoridad de doña Catalina, la condesa, simbolizado a través
del traspaso constante entre ambos personajes del bastón de Urrea, a la postre símbolo del
desenlace de la novela y llave de resolución del conflicto creado.
Se abre el capítulo con la entrada de José Antonio de Urrea, primo de la anterior, en el
cuarto donde se mantiene tan especial cónclave. Allí comunica el veredicto del Tribunal, quien
considera loco a Nazarín con la consiguiente absolución de los delitos imputados: “melancolía
religiosa, forma de neurosis epiléptica”. El “célebre apóstol de nuestros tiempos” ha sido
presentado, no casualmente, capítulos antes por el mismo José Antonio, alimentando el
desconcierto y alboroto de los personajes y acrecentando el desasosiego producido en
nosotros, lectores de la inmediata anterior novela. Sin embargo, es ahora cuando se reanudan
las acciones del, aparentemente pasivo en este texto, clérigo ambulante,8 con las consiguientes
repercusiones en el resto de personajes. Así, y tras la noticia de la liberación de Nazario,
observamos durante toda la escena en don Manuel, locuaz de costumbre y ducho en oratoria,
una progresiva pérdida de poder en la eficacia de su discurso desde su “encerrona” con la
condesa de Halma.
Pero retrocedamos un poco para saber de qué arcilla está modelado nuestro personaje. La
primera noticia suya que recibimos es su capacidad para ser el mediador dentro de las familias
a través de sus dotes persuasivas:
El bastón de Urrea, los discursos del poder en Halma
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no, querida y respetada hermana... Debo poner punto por hoy en estas discusiones. Sé
que no he de convencerte. Yo digo: “Terquedad, tu nombre es Catalina de Halma...”
Espero que otro será más afortunado que yo.
—¿Quién?— Don Manuel... Nuestro buen amigo triunfará de tus manías.9
Silenciosamente y tras un eco de voces que lo anuncia a modo de plegaria aparecerá el
sacerdote quien con “blanda vocecilla” afirma sus intenciones: “—Don Manuel, sí, aquí está
don Manuel, dispuesto a convencer a la misma sinrazón...”.10
La descripción que el narrador realiza unos párrafos más adelante del clérigo resulta
sintomática. Si la virtud principal que se destaca en don Manuel es su don de gentes, en
definitiva, su capacidad de moverse con facilidad en distintos ámbitos ya sea entre
“aristócratas” o entre “pobres”, esto se debe, en última instancia, a su “palabra, ya graciosa, ya
elocuente, familiar o grave”11 que adapta según las circunstancias. Así, su “lenguaje” será
siempre “el más propio para hacerse entender” en otras palabras, el más propio para imponer
su voluntad, por ello es un lenguaje “afectuoso, persuasivo y en algunos casos retórico de
buen gusto”.12 La descripción prosigue la línea de pensamiento erasmiana por la cual debe
existir una consonancia entre los rasgos del rostro y el comportamiento del sacerdote, es decir,
su rostro habla,13 su “figura, los ojos, el gesto, el alma flexible y escurridiza que se metía en el
alma del amigo, del penitente, del hermano en Dios y aún del enemigo empecatado”.14
Este evidente ejercicio de poder que realiza fundamentalmente a través del discurso, es el
que descubríamos en personajes de novelas anteriores, en especial en don Nazario y
confirmamos ahora en el dicharachero don Manuel.15 No resulta gratuito constatar que esta
detentación de la palabra no es algo puntual o episódico en el “simpático don Manuel” sino
que resulta una práctica que utiliza en “multitud de casos”. Ya desde joven, el clérigo
comprueba que su don no tiene resultados en el púlpito porque “su apostolado tenía por
órgano la conversación, y el trato social era el campo inmenso donde debía ganar sus grandes
batallas”.16 De esta manera, nuestro hábil sacerdote será el encargado de mediar las relaciones
entre Catalina de Artal y los intereses de su familia, representados principalmente por la figura
de su hermano, el marqués de Feramor.
Los mecanismos que emplea el discurso de don Manuel son múltiples. Su lenguaje,
haciendo honor a la mencionada adaptabilidad ya señalada, será capaz de copiar el registro
parlamentario del marqués llegado el caso:
“¡Ea! Voy a echármelas de parlamentario. Discusión: planteo el debate.”
“—Si estoy yo en el uso de la palabra, como decís allá. Después hablará su señoría,”
“Conque se acabó el discurso.”17
Alude de forma constante al código de honor español y al título de noble de don Francisco:
si retienes esas cantidades al entregarle su legítima, rebajas tu dignidad y te pones al
nivel de la gente mal nacida. Prueba que eres noble, no sólo de nombre sino de
hechos, y persónale a tu pobre hermana las limosnas que le hiciste, que si el no dar
limosna es cosa fea, el reclamar la que se dio es cosa feísima, plebeya, vil. [...] Esto
hace un prócer, esto hace un caballero, esto hace el primogénito de una casa ilustre
que hoy se encuentra en posesión de grandes riquezas [...] ¡Si tú, al fin, sientes ya no
haber tenido aquella espontaneidad, porque tu corazón se ha vuelto del lado de la
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esplendidez galana y noble! [...] Vaya, confiésame que te has penetrado de tu papel de
caballero.18
Recurre al halago zalamero al exaltar sus virtudes:
Hijo mío tengo de ti mejor idea de lo que parece [...] amigo mío y discípulo amado
[...] ¡Si tú eres bueno, si tú mismo no sabes lo bueno que eres! [...] Vales mucho yo
no lo niego
Incluso, a la ya tan excelsa persona, don Manuel le encomienda altas empresas:
Serás capaz de arreglar la Hacienda española..., trabajo te mando [...]. Tienes grandes
cualidades, algunas muy raras aquí, y que nos hacen mucha falta
Señala Foucault el poder de la autoridad religiosa cuando ésta practica la dirección de la
conciencia.19 Aquí, el peculiar clérigo, como superior espiritual, apela a la condición de
cristiano del marqués y denuncia el egoísmo y corrupción moral de su subordinado,
obligándole a supeditarse a su poder:
Déjame, déjame que deshaga toda esta podredumbre [...] te empeñas en disimular tu
buen corazón con esas apariencias de egoísmo que te impone la sociedad [...] esa
resta infame que tenías preparada no es propia de un caballero cristiano [...] Don
Manuel te quiere mucho y cuando te ve desfigurado por el egoísmo que todo lo
contamina.20
El “simpático sacerdote” no duda en calumniar con sarcasmo feroz a la clase burguesa (que
asciende puestos en la escala social gracias a su “miseria dorada”)21 con la cual don Francisco
pretende desposar a su hermana. Su irónica verborrea alcanza en este punto cotas elevadas y
así se lo hace saber el marqués: “No se puede con usted, mi buen don Manolo, cuando toma
las cosas en solfa”.
No tiene reparos en propinar golpes bajos y es capaz de atacar a la fibra sensible del
marqués Feramor, apelando al recuerdo de la autoridad del padre: “No era yo, era él quien lo
rompía. Hago revivir ante ti la imagen, más que la memoria de tu padre, para que le imites en
este caso”, cualquier estrategia es buena para imponer su voluntad; pero en la disputa
dialéctica, la incontinencia verbal resulta, quizás, el arma más efectiva en el ingenioso clérigo,
quien termina por agotar al marqués, de forma que imposibilita cualquier tipo de réplica por
parte de este:
— No me deja usted hablar... Pero ¡Don Manuel de mi alma!...
— Si estoy yo en el uso de la palabra, como decís allá. Después hablará su señoría,
que aún tengo mucho que decir. Sigo.
— ¡Paco, por Dios no desbarres!... Si te interrumpo, no te dejo hablar, no consiento
que barbarices de ese modo.22
Como bien sabremos, ese después nunca llegará, ya será demasiado tarde porque el
sacerdote, al seleccionar y ordenar la realidad de tal manera, ha creado una ficción tan
poderosa que el marqués es incapaz de desarticularla.23 Por ello el clérigo le indica el camino a
seguir:
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lo que harás seguramente si reflexionas en ello [...] Ya, ya estás comprendiendo que
debes entregarle a tu hermana su legítima integra [...] ¡Si has de concluir por
aprobarlo y ayudarme a romper [de los trozos del legajo] los que quedan! [...]
perdónale a tu pobre hermana las limosnas que le hiciste.24
En manos del gran parlamentario que es don Manuel y con sus propias palabras, el marqués,
experto orador, no resulta más que: “un muñeco o cualquier figurilla de materia blanda, y te
retuerzo, y te doy una gran vuelta, hasta enderezar en ti lo que me parece torcido, y hacerte a
mi gusto...”25 “Don Manuel [...] te rehace a su gusto.”
En última instancia y como necesidad inherente a todo mantenimiento de poder, el clérigo
oculta y dosifica la información a don Francisco de Paula.26 Manifiesto queda en el doble
retruécano que implica la siguiente afirmación: “Ahora, yo, que soy un gran embustero cuando
el caso llega, [...] le soltaré una mentira muy gorda, pero muy gorda”. La inversión de términos
es total ya que quien resulta engañado realmente es el propio don Francisco quien pretendía
descontar a su hermana de la herencia paterna los gastos originados por sus viajes.
Resulta en suma un “crimen de lesa majestad... económica”.27 A través del discurso, el
poder eclesiástico manifiesto en don Manuel irrumpe en la familia y determina la conducta a
seguir por el regente de aquella “monarquía familiar”. El marqués no tiene otra salida que
realizar el “papel que le había impuesto el eclesiástico amigo de la casa” utilizando para ello la
misma hipocresía y cinismo que don Manuel. Deberá decir a su hermana que dispone de su
herencia integra, sin disminución alguna, pues, según los argumentos argüidos por el sacerdote
esa es la conducta cristiana, de un caballero español. Pero Francisco no dispone ni el control de
la hipocresía, ni la elocuencia verbal de la que hace gala el clérigo, y su habla entrecortada y
plagada de silencios, evidencian su fracaso verbal;28 con un deje de fina ironía, el legitimado
sacerdote le ofrece para su falsa tosecilla con la que encubre su impotencia “una pastilla de las
que yo gasto”.29
Efectivamente, como nos confirmará más adelante José Antonio de Urrea, “el que gobierna
en su voluntad [se refiere a Halma] es ese congrio de don Manuel”.30 Pero dicho poder va
menguando a medida que aparece gradualmente la figura de Nazarín que todo lo eclipsa.
Como precedente de este desgaste el narrador nos da muestra en forma no verbal pero no
por ello menos reveladora: don Manuel es incapaz de romper “todo el legajo” de la legítima
“de una vez por ser demasiado grueso”.31 Es decir, solamente con un grandísimo esfuerzo el
clérigo conseguirá romper el documento que simboliza el orden económico y con el cual
amenazaba el “parlamentario” marqués.
Si volvemos a nuestro capítulo IV de la III parte, observamos que el juego con el bastón de
Urrea y la falta de elocuencia en el hábil sacerdote, muestran la relevancia de poderes que se
está produciendo en escena. Observemos las referencias:
—Pero nada de esto pasará— afirmó la condesa, levantándose nerviosa, y cogiendo el
bastón de Urrea para reforzar el gesto decidido con que acentuaba la palabra [...]
[don Manuel] Ya no necesitó más el agudo presbítero para recobrar toda su
compostura mental y sentirse dueño de sí mismo, y a punto de serlo de la situación.
Limpió el gaznate para aclarar la voz, tomó de manos de Halma el bastón de Urrea, y
fue marcando con él sobre la alfombra estas o parecidas expresiones.
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El narrador nos deja bien claro que el bastón de José Antonio es tomado para imprimir más
fuerza a las palabras, para remarcar el discurso en esta confrontación verbal. Que la última
persona que lo tome sea el sacerdote no implica que ostente el poder, muy al contrario: la
condesa ha tejido de forma ingeniosa y previsora una red en el discurso que permite creer a
don Manuel que aún posee cierto control sobre la dirección espiritual de esta mujer.
Si analizamos la evolución de la retórica del clérigo comprobamos la pérdida de influencia y
la caída de su poder: “repitió el sacerdote, para quien era ya un descanso no pensar por cuenta
propia,” “ —Sí, señora,... —dijo Flórez, hablando como una máquina”
El trato con Nazarín acelera el proceso de forma irreversible y lleva a la muerte a don
Manuel, quién postrado en su lecho sufre su “última llamarada de elocuencia”32 con la que
confirma así su catarsis total:
Diversas cláusulas fluctuaron en sus labios, como burbujas: una invocación a la
Virgen, y la idea, la tenaz idea que no quería soltarle hasta el umbral mismo de la
eternidad, que quizá le seguiría más allá, haciéndose también eterna: “No soy nada, no
he hecho nada... Vida inútil, el santo de salón, clérigo simpático... ¡Oh, qué dolor,
simpático, farsa! Nada grande... Amor, no; sacrificio, no; anulación, no... Hebillas,
pequeñez, egoísmo... Enseñóme aquél... Aquél, sí...”
De igual manera, y regresando al capítulo que nos ocupa, éste se cierra de forma
sintomática con el clérigo sumido en una honda angustia: “o el hígado se me deshace, o la
cabeza se me quiere insubordinar, o el corazón se fatiga y me presenta la dimisión”. Y se
apuntala mejor en el inicio del siguiente capítulo donde se proclama el total relevo de poderes a
favor de la sagaz condesa: “Hízose todo como Catalina de Artal deseaba”. La protagonista
ejerce una fuerte seducción a través del poder verbal al que ni el propio Urrea puede
substraerse “no quitaba los ojos de su prima, cuyas palabras deletreaba en los labios de ella”.
Anticipa así el narrador la incipiente fascinación que nace en el interior del personaje y que
culminará en desaforado amor como bien sabemos. Este será bendecido con el sacramento de
la unión, atando así todos los cabos deshilachados de la novela y justificando el narrador su
idea: el matrimonio como aglutinante social y defensa de poderes invasores, sean estos
religiosos, económicos, científicos, etc.
En esta novela Nazarín hasta bien avanzado el texto sólo aparece en un segundo plano y
bien filtrado por los comentarios de los personajes. Sabemos más las curiosidades que suscita o
lo que se opina de él que sus propias reflexiones. ¿Se ha finalizado tal vez su proceso de
mitificación? La pregunta, sin embargo, no nos debe engañar. El contacto con tan polémico
personaje, aún siquiera de oídas, siempre acelera los cambios, incita a la acción y al
movimiento, suscita polémicas y produce cambios de timón incuestionables en la conducta del
resto de personajes que habitan el texto. Nazario es aquí metáfora máxima del movimiento,
aunque tramposamente nos sea presentado hierático. Como bien estudió Kronik: “La actividad
física y el talante pasivo son cara y cruz del carácter de don Nazario”.33 Sigue siendo, por
tanto, uno de los motores de la novela, silencioso, mitigado si queremos, pero motor al fin y al
cabo. No en vano, el capítulo desgajado líneas más arriba arranca con la siguiente frase: “No
pudieron detenerse, como deseaban…” y todo a causa de este clérigo tan extraño quien a la
postre continuará su eterno viaje sin reposo: “el mismo día de la boda salió de San Agustín el
curita manchego […] y tomando la carretera hasta la barca de Algéte, pasó el Jarama,
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siguiendo sin descanso, al paso comedido de la pollina, hasta la nobilísima ciudad de Alcalá de
Henares donde pensaba que sería de grande utilidad su presencia…”.34
Larga es ya la estela que proyecta nuestro buen Nazario, una novela entera necesitó, a
modo de cobijo, Benito Pérez Galdós para desquitarse de su impar criatura, quién sabe cuanto
tardaremos nosotros en saludar a la lontananza su sombra.
VIII Congreso Galdosiano
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NOTAS
1 Carta fechada por Galdós el 1 de abril de 1885 y publicada en La Prensa de Buenos Aires el 5 de mayo del
mismo año, en William H. Shoemaker, Las cartas desconocidas de Galdós en La Prensa de Buenos
Aires, 1973, Madrid, Cultura Hispánica, p.146.
2 Benito Pérez Galdós, La carta de Galdós, 26-6-1900, en C. Bravo Villasante, Polémica en torno a Galdós
en la prensa de Santander, en Cuadernos hispanoamericanos, núms. 250-252, 1970-1971, Madrid,
pp. 702-703.
3 Pilar Fauss Sevilla, La sociedad española del siglo XIX en la obra de Pérez Galdós, 1972, Valencia,
pp. 235-237.
4 Sherman H. Eoff, The novels of Pérez Galdós. The concept of life as dynamic process, 1954, Saint Louis,
Washington University Studies, p. 98.
5 Como hemos señalado también para el caso de Nazarín en artículo que no ha visto todavía la luz y centrado
en la revisión del desconcertante clérigo. Francisco Estévez, Discurso y poder en las figuras eclesiásticas
de Nazarín.
6 Artículo publicado en Los Lunes de El Imparcial, 30-12-1895, recogido en Leopoldo Alas Clarín, Galdós
novelista, 1991, Barcelona, Promociones y publicaciones universitarias, p. 260.
7 Seguimos la tendencia generalizada en la crítica galdosiana de utilizar siempre la edición de Obras
Completas, Novelas, 1961, vol. V, introducción de Federico Saínz de Robles, Madrid, Aguilar,
pp. 1817-1819.
8 La referencia al movimiento adquiere una trascendencia vital en el decurso de ambos textos. Ver John W.
Kronik, “Estructuras dinámicas en Nazarín”, en Anales Galdosianos, año IX, Texas, Universidad de
Texas, 1974, p. 82.
9 Halma, p. 1781, nuestra cursiva señala las principales preocupaciones de Galdós.
10 Ídem, p. 1781.
11 Ídem, p. 1783.
12 Ídem, p. 1782, la cursiva es nuestra.
13 Tomamos el análisis que realiza de la descripción Jorge Urrutia, La verdad convenida. Literatura y
comunicación, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pp. 56-57. Para un análisis pormenorizado de la
fisiognómica véase Julio Caro Baroja, La cara espejo del alma. Historia de la fisiognómica, Valencia,
Círculo de lectores, 1993.
14 Halma, p. 1783.
15 Otro caso paradigmático es el de Torquemada, Douglass Rogers dirá de él: «hasta domina con la palabra»,
Douglass Rogers, “Lenguaje y personaje en Galdós”, publicado en Cuadernos Hispanoamericanos núm.
206, febrero 1967. Trabajamos con un acta reproducción del artículo, p. 27.
16 Ídem, p. 1783, la cursiva es nuestra.
17 Halma, pp. 1784-1785.
18 Ídem, pp. 1784-1785 destacamos en cursiva la cantidad de términos pertenecientes al mismo campo
semántico empleados en el discurso.
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19 Michel Foucault, La arqueología del saber, 1988, México, Siglo XXI, p. 68.
20 Halma, p. 1784.
21 Véase Pilar Fauss Sevilla, La sociedad española del siglo XIX en la obra de Pérez Galdós, 1972, Valencia.
22 Halma, pp. 1785-1786 en este caso la cursiva es de Galdós.
23 Del poder de la narración y las categorías que implica todo discurso nos habla con especial lucidez el
profesor Jorge Urrutia, La verdad convenida. Literatura y comunicación, Madrid, Biblioteca Nueva,
1997, pp. 99-112, 1997.
24 Halma, p. 1784.
25 Ídem, p. 1785.
26 Como afirma Jorge Urrutia: «el poder siempre tiende a afirmarse sobre ocultaciones o por medio de
controles de la información.» La verdad convenida. Literatura y comunicación, Madrid, Biblioteca
Nueva, p. 41.
27 Halma, p. 1784.
28 Señala Douglass Rogers como «el lenguaje [...] cobra cierto valor simbólico de la vida misma [...] El
personaje galdosiano suele vivir hablando y callarse de veras, sólo al morirse.», de esta forma, la pérdida
de la palabra del marqués indica la pérdida del poder sobre su hermana, Douglass Rogers, Lenguaje y
personaje en Galdós, publicado en Cuadernos Hispanoamericanos núm. 206, febrero 1967. Trabajamos
con un acta reproducción del artículo, p. 5.
29 Ídem, p. 1791.merece la pena continuar la cita un poco más: «¡Cuando digo que la mayoría de los males
que afligen a la Humanidad son de un origen eclesiástico!... ¡Ah! Pues si yo cogiera libre a mi prima».
Vuelve a confirmar el poder del sacerdote: «aquel intruso y pegadizo don Manuel Flórez, tamiz por donde
pasaban todos los pensamientos y actos de Catalina de Halma, le desconcertaba», Ídem, p. 1793. No
olvidemos que «don Manuel vive en la misma calle, frente por frente al soñador Urrea», Ídem, p. 1794.
Es decir, son las dos personas sobre las que gira la vida de Halma. Los dos personajes que sufrirán la
influencia de Nazarín en mayor grado.
30 Ídem, p. 1784.
31 Ídem, p. 1831.
32 John W. Kronik, “Estructuras dinámicas en Nazarín”, en Anales Galdosianos, año IX, 1974, Texas,
Universidad de Texas, p. 82.
33 Halma, p. 1831.
34 Halma, p. 1874.