EL MAESTRO GALDÓS FRENTE A SU DISCÍPULA:

LOS EPISODIOS NACIONALES Y UN EPISODIO DE

PARDO BAZÁN

Cristina Patiño Eirín

Historia y novela

Reunir completa la obra de un autor es casi siempre azaroso. Entre ambos extremos

decimonónicos —el de la historia positivamente empírica y el del asedio pleno a la ficción

encantada— discurren vías equidistantes. Es el caso de Benito Pérez Galdós y también el de

Emilia Pardo Bazán. Son diversos los avatares que han ido imposibilitando acercarse a ella, en

especial cuando se trata de los textos que por su condición de obra en trance de ser compuesta

o fragmentariamente pergeñados no conocieron la sanción editorial en tiempos de la escritora

coruñesa. Diversos son los grados de plenitud textual de sus borradores y manuscritos pero

acaso uno de los que poseen más entidad como conjunto entre aquellos que fue relegando al

limbo de los papeles pendientes de revisión sea el que viene a evidenciar el que es quizá el

mayor tributo de admiración galdosiana que la autora pudo rendir a su maestro, al innovador

escritor de los Episodios Nacionales.1 Me refiero al documento titulado Para Mi Episodio,

que obra en poder del Archivo de la Real Academia Galega.2 Se trata de casi un centenar de

cuartillas (en principio, 98 + 1) dispuestas según el modelo habitual en la autora: son cuartillas

apaisadas y rayadas (de 21’2 x 15’9 cm.) en las que el margen izquierdo es ancho (2’7 cm.)

mientras el derecho queda invadido por la ansiedad de la escritura. Están numeradas en el

margen superior izquierdo y siguen una secuencia consecutiva hasta la número 43, en que se

produce un salto hasta la 48 y luego hasta la 51. A partir de entonces hay otro blanco hasta la

59-60, en que tiene lugar otro blanco hasta la 65-71. Sobreviene un nuevo blanco hasta la 74 a

98. Hay una más, sin paginar. Faltan, por tanto, unas veinte cuartillas de todo ese rimero.

Hacia la mitad del texto, a partir de la cuartilla 51, se aprecia un cambio en el papel utilizado:

éste se torna más grueso, sigue siendo rayado, y sus dimensiones alcanzan los 23 x 16’5 cm.,

siendo el margen izquierdo de 3 cm. La cuartilla sin numerar está muy deteriorada y es de

papel diferente. A partir de la número 74 el papel vuelve a ser idéntico al inicial. La letra es

menuda y cuidada, especialmente en las mayúsculas, aunque no uniforme, no abundan las

palabras de difícil lectura, hecho que revela estadios sucesivos de pergeño así como fuerzas

oscilantes en el trazo y la intensidad expansiva del párrafo. Las abreviaturas y paréntesis nos

sitúan frente a un trabajo en borrador (antetexto) cuya ulterior revisión o pulimento, previa a

su estampación, no nos consta que doña Emilia decidiera emprender nunca (al menos no hay

rastro de ella).

La autora no reveló la existencia de este trabajo en ciernes, guardándolo entre sus

cartapacios con celo. El proyecto —quién sabe si sugerido expresamente por su amigo don

Benito— parece haberle despertado un interés sostenido a lo largo de los años centrales de su

producción poligráfica (primer lustro de los 80), fechas de gran profusión creativa que

podemos aventurar como más probables de su redacción. Tan solo un testimonio epistolar da

cuenta del episodio secreto de Pardo Bazán. Es precisamente una carta dirigida a Galdós,

según documenta Pilar Faus, última biógrafa hasta ahora de doña Emilia, una carta fechada en

VIII Congreso Galdosiano

754

Meirás el 10 de julio de 1886 en la que llega a inquirir “si puede dedicarle el libro que titulará

Mi episodio nacional”.3 La extensión del texto y, sobre todo, la osadía de comunicárselo al

inventor del género inducen a pensar en la madurez de un proyecto tan satisfactoriamente

llevado a cabo que cuajaría en un libro nada menos.4 Don Benito había interrumpido en 1879 la

redacción de los Episodios, precisamente en el umbral de la carlistada. ¿Qué mejor momento

ahora que llevaba unos años, desde 1883, de amistoso intercambio (Gonzalez Herrán, 2000:

87) para —dada la desgana del autor canario en perseverar en aquella vía, que sólo retomará al

filo del nuevo siglo urgido por motivaciones económicas y quizá también por la novela de

Unamuno Paz en la guerra, de 1897—, reanudar aquella narración trufada de vivencias

propias con otras suministradas por testigos oculares de los sangrientos hechos de las guerras

civiles?

Podemos plantear que la hipótesis más plausible que explicaría que doña Emilia se atreviese

a acometer tal aventura nos obligaría a remontarnos a una posible invitación del propio don

Benito, por entonces en contacto asiduo y amistoso ya con la coruñesa, quien tal vez se sintió

espoleada por el maestro a contar las vicisitudes de la historia reciente (el detonante sería la

tercera guerra carlista, concluida en 1876) desde un ángulo que la integraba en el cuadro de la

siguiente manera.

Emilia Pardo Bazán, poco dada al desahogo autobiográfico que no concerniera a su carrera

literaria, llevaba algún tiempo amenizando muchas de sus conversaciones de salón con amigos

y colegas con algún que otro acontecimiento que declaraba haber protagonizado realmente y

sin que mediase finta novelesca alguna. Como otras veces hemos de constatar que sucede, la

vida imita al arte,5 y esto es tanto más llamativo cuanto que la única adscripción que aceptó

doña Emilia fue la del realismo.

En efecto, doña Emilia confesaba a don Benito su participación novelesca en un

semiepisodio que también comentó por las mismas fechas —en febrero de 1886— a su amigo

el publicista Isaac Pavlovsky en París6: al parecer, había tenido una actuación señalada en una

escaramuza a favor de los carlistas mediante la compra en Londres de 30.000 fusiles. Tan

peregrino hecho había impresionado al autor de Bosquejos de la España contemporánea,

(1889)7 hasta el punto que no dudó en consignarlo como rasgo definitorio de la personalidad

intrépida y arrojada de la autora cuya semblanza también ofrecía en su libro. Asimismo, se

hacía eco de la asistencia de doña Emilia a las veladas íntimas que en la capital francesa

organizaba a la sazón el agente de don Carlos, el Conde de Aguirre (Patiño Eirín, 1991: 406).

La facundia novelesca que atribuíamos entonces a Pavlovsky ha de asignarse en realidad a la

protagonista, quien seguramente narraba con auténtica delectación aquella “hazaña” juvenil en

pro de una causa no del todo olvidada aún:

poco tiempo después [de casarse] esta hija de republicano se lanzó al remolino de la

sublevación carlista. Rápidamente adquirió tal influjo en este partido de campesinos y

sacerdotes que con vehemencia creyó en la agitación, que la hacía uno de sus jefes no

sólo en Galicia, sino también en toda España. Don Carlos le confió la adquisición de

30.000 fusiles en Londres, y ella, arriesgando la cabeza en las zonas de bandidos y del

ejército del Gobierno atravesó de noche la frontera portuguesa para cumplir su

misión. Tenía en esos momentos en el cinturón varios cientos de miles de francos en

onzas de oro, el peso de los cuales dio a su pecho la apariencia de una espaciosa

‘herida’. Pero por la ‘santa causa’ ¡sufrir es halagador!...

El maestro Galdós frente a su discípula…

755

Desde Londres vía París, […] regresó a casa la joven, que no había pagado con su

cabeza la fidelidad a las ideas carlistas; le esperaba ya preparada la celda en la cárcel

coruñesa pero las autoridades militares se reunieron para fusilarla. Un amigo de la

casa, el Gobernador de La Coruña, conocido suyo de la infancia, le enviaba

diariamente a su ayudante con esquelas ‘rogando a la familia se escondiese, de lo

contrario él se vería obligado a arrestarla y a no responder de las consecuencias’. Pero

la joven entusiasta obstinadamente contestaba cada vez: ‘que don Francisco cumpla

con su deber, yo ejecutaré el mío’. Al final, sin embargo, el Gobierno no se atrevió a

adoptar medidas rigurosas en relación con la hija del firme republicano y, de grado o

por fuerza, hubo de cerrar los ojos a regañadientes ante la actividad de agitación (la

traducción del ruso es mía).8

Había, desde luego, materiales más que sobrados para fabular y urdir un episodio histórico

en el que el cada vez más logrado maridaje galdosiano entre ficción o discurso e historia

—especialmente conseguido en la tercera y cuarta series, aún por hacer— hiciese que se

subordinasen a favor de la historia los fueros de la ficción, que quedarían así subsumidos al

menos en la enunciación de la autora (otra cosa sería la pragmática del texto ya que

difícilmente un lector creería a pie juntillas que lo contado había sido experimentado de verdad

por su narradora. Tal vez por ello este Episodio quedó en trabajo de taller; tal vez porque los

mimbres de la historia comprimían en exceso a la novelista, incapaz de ficcionalizar lo vivido,

el proyecto se malogró in statu nascendi. No encontramos en la obra de Pardo Bazán esa

suerte de bifurcación narrativa e histórica que don Benito acuñó (Episodios Nacionales/Serie

de las Novelas Contemporáneas) construyendo al tiempo puentes y pasadizos subterráneos.

Los Episodios galdosianos habían estado en la raíz de la vocación literaria de una joven

autodidacta que veía en la Rúa del Villar de la Compostela donde su marido estudiaba Leyes,

en el escaparate de una librería, los vistosos tomos rojigualdas.9 Muy cerca evocaba entonces

las partidillas carlistas de unos años atrás y, de un modo un tanto subrepticio, registraba que

“al espíritu de insurrección carlista, […] no fui enteramente ajena” (1886: 30 y 31). Pardo

Bazán se sentía tentada a la historia si la brecha de la ficción la dejaba transitar libre, aunque

ella creyera que lo allí registrado pasaría la prueba de la veredicción. Por otro lado, el asunto

carlista, que Galdós todavía tardaría en abordar por extenso,10 no le resultaba lejano ni extraño

a sus vivencias sentimentales.11 Sobre todo a las que hubo de compartir desde 1868 con José

Quiroga, ya que no parece claro pese a algunas aseveraciones (Bravo-Villasante, 1973: 29)

que su padre lo fuese.12

Carlismo

Aunque a principios de siglo Pardo Bazán no acepte ya haber sido carlista durante mucho

tiempo,13 la impronta facciosa no desaparecería fácilmente de su magín. No le bastará sin

embargo la experiencia vivida para modelar su episodio, habrá de compulsar fuentes diversas,

fundamentalmente Pirala, (c. 1853), y Valera, (1882), pero la argamasa de esa taxonomía

histórica serán las remembranzas familiares (su padre y su madre aparecen como testigos

fiduciarios de una serie de acontecimientos que han oído a su vez contar o presenciado; otras

veces, las más, es ella misma el manantial de donde fluye la información tamizada

sensitivamente). Márquez Villanueva nos recuerda cómo Galdós se esforzaba “en informarse a

través de la comunicación privada de supervivientes y testigos presenciales, que como sabemos

fueron el famoso Mesonero Romanos, los descendientes de Zumalacárregui, Vázquez de

Mella, viejos republicanos, un grumete de Trafalgar, con el que todavía alcanzó a conversar en

VIII Congreso Galdosiano

756

Santander, y la propia ex-reina Isabel II” (2004: 11). La tercera serie, aparecida entre 1898 y

1900, que cuenta el período comprendido entre las bodas reales y el fin de la primera guerra

carlista o guerra de los siete años, bebe largos sorbos en la Historia de la guerra civil de

Pirala, como no podía ser menos, teniendo en cuenta la calidad analítica e historiográfica, amén

de las valencias de su narración amena y contagiosa e incluso de nada alicorto vuelo literario.

Mucho antes de que don Benito se beneficiara de aquel acervo, doña Emilia extractó nutridos

capítulos de aquellos catorce libros. En gran medida, el documento exhumado que nos ocupa

consiste en las notas que la autora va tomando al hilo de esa lectura atenta y estudiosa.

Podemos comprobar la pulsión de la autodidacta en el momento de resumir y parafrasear o

citar la fuente erudita: de los tres procedimientos se vale distinguiendo plenamente su discurso

hermenéutico del texto historiográfico. Es cuidadosa en la transcripción de las citas, siempre

entrecomilladas, como corresponde cuando se vierte el discurso directo. Es transparente en la

mención de la fuente piraliana, diríase que el prurito de la cita, tan escrupuloso que llega a

señalar el número del libro e incluso la página en no pocas ocasiones,14 era lección que había

aprendido desde los amargos días en que se la tachó —y no sería la última vez— de plagiaria.

Si Galdós combina lo “fenomenológico” con lo psicológico y lo histórico-genético

(Hinterhäuser, 1963: 152), Pardo Bazán se ciñe a lo histórico en su vertiente más solvente y

aquilatada —léase Pirala— para trufar de paréntesis autobiográficos no precisamente ficticios

referidos al caso singular de Galicia —subraya el nacimiento gallego de Pardiñas o de Arias

Teijeiro— el flujo de la historia. Como si de una glosa se tratara, allega párrafos e ideas,

sensaciones y atmósferas de Pirala, para argüir su testimonio familiar y sentimental. Maneja

fuentes escritas (de Chateaubriand al Quatre-vingt-treize, de Victor Hugo, y La guerra y la

paz, de Tolstoi; historiadores como Pirala y Valera) y fuentes orales (testimonios familiares o

directamente recabados sur le champ en su experiencia, amén de lo que recuerda haber vivido

(cfr. Arencibia, 1998: 505-506: la misma índole tripartita de las fuentes, la última de las cuales

se hace visible a partir de Amadeo I en Galdós).15

Frente al Galdós que contemplará con ojos admirativos a un Mendizábal o a un

Zumalacárregui, a un Prim o a un Espartero, Pardo Bazán dota solo a una figura del relieve de

un héroe que lo es también porque carga a cuestas con una humanidad imperfecta: Cabrera es

el personaje histórico mejor y más intensamente perfilado (acapara en torno a un 40% de las

cuartillas dispuestas) y llega a protagonizar un esbozo de cuento o novela breve que no ha

llegado a conservarse más que en su fase naciente. Si, como indicaba en los “Apuntes” fue

“románticamente carlista”, en ningún momento se percibe mejor que en este retrato el

vehemente ímpetu fabulador —incluso folletinesco malgré elle—16 que preside estas páginas.

“La lucha de la España vieja y tradicional con la España nueva forma el drama del presente

siglo”, así arrancan estas cuartillas trasconejadas. Mucho antes de que los estertores del siglo

hagan presagiar desastres y acabamientos agónicos (la propia doña Emilia los presintió en su

“Despedida” del Nuevo Teatro Crítico, ya en 1893), en plena década prodigiosa del

realismo/naturalismo español, Pardo Bazán percibe fisuras incomportables en los apacibles

años bobos de la Restauración “porque la secreta corriente que socava los cimientos del

vetusto palacio no se vé y sin embargo ha de acabar fatalmente con lo que ataca” (1).17 Un

hálito de añoranza de una cierta grandeza recorre estas páginas ahondando en los matices18

(como el de la existencia de un clero liberal,19 en la discusión acerca de ley Sálica o en la

reiterada prelación del ejercicio de la violencia en el bando liberal), indagando en los detalles

anecdóticos e incluso chismográficos (el tono un tanto conversacional, casi de algo

desordenados apuntes privados proclives a desmenuzar entresijos íntimos de la dinastía,

El maestro Galdós frente a su discípula…

757

alcanza sabrosas cotas por momentos). Una tensión muy larvada vertebra estas páginas

fluctuantes entre la historia grande y la menuda, entre la grandeza y la mezquindad,

contradictoria mezcla que las alimenta y hace vivas en ese vaivén entre pasado y presente que

sirve de fórmula captadora. El hilván de las notas viene a ser la irrupción de escolios del tipo

“Si hace falta repasaré esta semblanza, al hablar de las tumbas de Trieste” (7-8) que denotan un

cierto plan preestablecido, del mismo modo que otras anotaciones, del tenor del paralelo que

traza entre Josefina Comerford20 y la Genara de Galdós no pueden ser sino de su caletre

metadiscursivo. Abundan no obstante las referencias un tanto misteriosas a veces a

informadores anónimos (dicen, etc.). Hay un apartado, muy didáctico, no olvidemos que

consideraba que los Episodios Nacionales deberían ser lectura obligatoria en los colegios, de

definición de conceptos (ojalateros, por ejemplo, o nombres propios caracterizados).

Romanticismo

En la cuartilla 41 emerge la anotadora de estos apuntes carlistas autocalificándose de

“observadora del drama interior”. El texto se postula como un intento escudriñador del alma

de los protagonistas de la historia reciente, que tienda a esa “introspección, comprensión y

aprehensión” que Arencibia señala en Galdós (1998: 504), ya que no han pasado más de diez

años desde que se cierra la evocación. Su clímax coincide con la fortaleza que imprimen las

victorias del Tigre del Maestrazgo, Ramón Cabrera, a la causa. No olvidemos la tonalidad

romántica (o seudorromántica) de la tercera serie galdosiana, referente a posteriori del

Episodio de doña Emilia. Teñidas de sentimientos contradictorios, estas páginas, dictadas en

parte por “los que allí estaban” (60), seducen por ese fondo de truculencia agónica de una

epopeya trágica que es directo antepasado de la novela. Llantos y sufrimientos desmedidos,

asesinatos y desmanes, pasos heroicos de tenebroso colorido esmaltan estas cuartillas que

seguramente nadie leyó a excepción de su autora. Novela en formación y novela de formación

pudieran ser. Estipulan de manera implícita el pacto de lectura que Behiels detecta en el

proceso comunicativo galdosiano en los Episodios (2001: 42) al tiempo que discuten su

oportunidad al quedarse inacabadas. En la cuartilla 69 una frase parentética anuncia el fin de

los apuntes tomados de la Historia de Pirala y ceden el paso a la de Valera.

Lo que quedaba por contar de aquella novela histórica o episodio a la manera de Galdós, ex

post facto, habría de diseminarlo en relatos de más corto aliento y ya de manera indirecta. En

1888, con motivo de la aparición de Mi Romería volvió a dar otra vuelta de tuerca al acorazar

su relato viatorio con una Advertencia inicial y un Epílogo titulado “Don Carlos” seguido de

una “Confesión política” que venían a ser su última palabra densa y sentimentalmente carlista,

de un carlismo sui generis que se sabe escindido: “la única persona para quien no existe en

España justicia, ni equidad, ni siquiera tolerancia; la única a cuyo nombre se crispan los más

transigentes y se olvidan las normas del derecho público, los preceptos naturales de la

curiosidad humana, que necesita datos para juzgar y análisis sinceros para deducir de ellos la

ley histórica” es don Carlos VII, a quien había conocido en París años atrás

—coincidentes quizá con los afanes añorantes de su “Episodio”—. El entusiasmo carlista de

los fulgores de antaño asoma aún en la antigua agitadora facciosa al describir “la hermosa

persona del Pretendiente” en términos que lo vinculan a las antiguas estirpes caballerescas —y

a los héroes del folletín—:

Es don Carlos de elevadísima estatura, que en hombre menos proporcionado y

apuesto parecería colosal. La cabeza, ni grande ni chica, campea airosa sobre el

arrogante busto. Los ojos, obscurísimos y soñadores, atenúan el carácter, obstinado

VIII Congreso Galdosiano

758

de puro correcto, de la intachable nariz. El pelo es de ébano; la barba, de seda negra,

con dos o tres hilos argentinos, distribuida por la naturaleza con tan buena gracia, que

sin extralimitarse en el cuello ni en las mejillas adorna con varonil gravedad el

simpático rostro. El cutis, si allá en la primera juventud ostentó romancesca palidez,

es ahora una fina piel morena que delata la complexión nervioso-sanguínea y las

energías de su temperamento, más adecuado a las guerreras fatigas y la vida activa del

soldado y del monarca, que á los ocios y languideces del destierro. La mano merece

notarse: es una nobilísima extremidad humana, que revela en su dueño, al par de la

inteligencia y la exquisita pulcritud de la vida civilizada actual, el vigor necesario para

aferrar la tajante de los antiguos paladines (1888: 183-184).

Al duque de Madrid dedica páginas brillantes y sugeridoras del embrujo modernista,

cuajadas de recuerdos sensoriales —la sensorialidad es muy patente en su “Episodio”, repleto

de verbos de sentir, ver, oír— de la visita al palacio de Loredan veneciano donde habita en el

exilio, nada semejante —ni esa majestad ni esa melancolía que lo aureolan de distinción y le

otorgan incluso dicción filoliteraria— encontramos en Galdós, impregnado de esa “neutralidad

dolorida que reconoce errores semejantes en unos y en otros” (Arencibia, 1998: 519). En su

“Confesión” doña Emilia concede que es preciso “conciliar á las dos Españas rivales” y

anticipa así el hilo conductor de las series galdosianas que aún le quedan por escribir a don

Benito diez años más tarde, hasta 1912. Ese entendimiento —forma de transacción que no le

impide a Pardo Bazán haber deplorado otras anteriores— es el único camino. Hay un fondo de

afecto hacia quien lo logra y lo defiende. La metáfora del espacio suntuoso y su contrafigura

sirven a la lectora amante de Galdós para plasmar el sentido de su búsqueda dialéctica. Otra

vez son los matices los que pueden albergar al que está dispuesto a encontrarse y eludir lo que

Montesinos llamó la diátesis hispánica (1968: 74 y passim):

Salvo un retazo de tela, no veréis allí [en el estudio madrileño de Galdós] el menor

detalle que trascienda a prendería. Muchas veces oí de boca del maestro que no le

seducen los trastos apolillados y los santos viejos sumidos en un mar de asfalto y

tierra de Siena; que prefiere cualquier bocetito moderno. Por cierto que, al escuchar

tal herejía, yo suelo abrir los ojos con asombro sincerísimo, pues tengo viciado el

gusto en sentido diametralmente opuesto, y lo nuevo me desagrada por ser nuevo

nada más. A pesar de su predilección por lo actual, de su poca afición a recorrer esos

museítos en miniatura llamadas casas de anticuarios, que tanto abundan en Madrid,

noto que Galdós vino a darme la razón involuntariamente, pues sus muebles imitan

vejeces góticas, y sus cortinas, bordados del Renacimiento. Para mis aficiones, falta en

el estudio de Galdós un poco de bric-à-brac, de esas antiguallas encantadoras aunque

no sean de primer orden ([1891], 1973: 1125).

Tal vez con su Episodio Nacional —¿llegaría a leerlo?, ¿sería sólo un reto personal o un

examen de su conciencia autobiográfica y familiar sometida a las acucias de una educación

sentimental pendiente aún, o un guiño a lo Avellaneda?— había pretendido convencerle de que

era preciso hurgar en aquel pasado para recuperar un aroma fugitivo que solo la literatura,

como él mismo había logrado expresar, podía conservar.

El maestro Galdós frente a su discípula…

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El maestro Galdós frente a su discípula…

761

NOTAS

1 El profesor Ribbans recuerda que Galdós “era plenamente consciente de la innovación que el episodio

representa” (1995: 11).

2 Bajo cuya custodia se encuentran los documentos manuscritos que testimonian —además del proceso

incipiente de algunas obras que quedaron en agraz— el trabajo de redacción y depuración a que sometía

sus escritos la autora de Los Pazos de Ulloa. Agradezco a la institución gallega el permiso de

reproducción, en esta ocasión muy parcial, del texto de “Para mi episodio”, cuya edición completa

preparo, y que puede consultarse en la signatura 269/5 (vid. Axeitos Valiño y Cosme Abollo, 2004: 138).

3 Faus, 2003: I, 362. No he logrado ver todavía esta carta, cuyo contenido solo puedo citar indirectamente.

4 No fue Pardo Bazán autora proclive a la novela histórica, a cuya musa —bien particular en su caso— sólo

se entregó en una ocasión, y por salir airosa de un reto o apuesta con el editor, en la titulada Misterio

(1903).

5 Insolación no fue tanto producto del mero traslado de una aventura amorosa vivida primero como

culminación de una idea —que ya traslada en carta a Galdós fechada el 16 de junio de 1887, por tanto

bastante antes del encuentro con Lázaro Galdiano en la primavera de 1888— que la realidad vino a

confirmar o que voluntariamente la autora quiso vivir tras haberla soñado.

6 A Boris de Tannenberg, tal vez a Oller en 1888, y a Ricardo Palma, también los hizo partícipes. Vid.

Patiño Eirín, 1991: 409, nota 8. N. Clémessy dedica un epígrafe a esta cuestión poniendo de relieve que

“elle devait d’ailleurs y jouer un rôle actif, pendant la troisième guerre. Mêlée aux complots qui se

tramaient alors dans toute la Galice elle servit plus d’une fois d’émissaire auprès des défenseurs de la

cause parmi lesquels figuraient, en bonne place, les gentilshommes campagnards et le clergé rural. Le

tableau qu’elle a brossé dans Los Pazos est donc fondé pour une part sur des expériences personnelles.

Elle eut même l’ocassion, semble-t-il, de remplir certaine misión de confiance en Angleterre”, toma la

referencia de R. Palma (Clémessy, 1973: II, 68).

7 Cabría esperar que hubiese sendos ejemplares de esta obra en las bibliotecas de don Benito y doña Emilia,

amigos ambos de Pavlovsky y favorablemente descritos en ella, pero, como advierte Ortiz Armengol no se

halla dicho título en la de Galdós (1996: 463). Tampoco en la de Pardo Bazán.

8 Cfr. Chamberlin y Weiner, 1986: 115-118, donde los autores traducen al inglés por extenso el original ruso

acotando un capítulo. Mi traducción parte de este idioma. No conocía el artículo citado cuando redacté el

mío. Para la importancia del cap. 8 del libro de Pavlovsky —que sigue sin traducir— para la historia de la

literatura española, cfr. González Herrán, 1988.

9 Vid. “Apuntes autobiográficos”, 1886: 39. Estamos a mediados de la década de los 70 y éste es uno de los

primeros contactos visuales e intensos con la literatura española coetánea en su materialidad de libro. Es

de notar el espíritu jocundo con que se refiere a ese recuerdo, como si formase parte de una memoria

risueña de mocedades añejas en aquella brumosa ciudad universitaria en que nadie le recomendaba

especialmente aquellos títulos: “bromeábamos [¿ella y su marido?] acerca del plato de huevos y tomates,

excitados por aquella nota viva, insólita en cubiertas de libros” (ibid.: 40) pero ya la habían impresionado.

10 En Marta y María, (1883), de Palacio Valdés, vemos cómo a partir del cap. XII María colabora con la

Causa y deviene en el cap. XIII mártir de la misma. Para Pardo Bazán el carlismo ejercía un poder

estupefaciente equivalente en cierto modo a la manía caballeresca en el hidalgo manchego. Representaba

la juventud romántica y alocada, con todo el perfume de los sueños perdidos y edulcorados en la memoria.

11 Ya fuese en Los Pazos de Ulloa o en La Madre Naturaleza, en el cuento “Morrión y Boina” (1889) o en

los titulados “Las desnudadas”, “Madre gallega”, “Belona” o en “La Mayorazga de Bouzas” (sobre la que

se ha dicho que se proyectó la propia autora cuando se pasea ufanamente “luciendo en el pecho un alfiler

que en el reverso tenía un retrato de don Carlos y por el anverso el de Pío IX”), o incluso en la novela

corta “Un drama”, antiguos cabecillas y generales facciosos irrumpían en la acción con tono desabrido y

VIII Congreso Galdosiano

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montaraz. No olvidemos, por otro lado, la condición carlista de su marido y de muchos de sus amigos

(Soto Freire, Alfredo Brañas, Marqués de Cerralbo, Romero Robledo, Vázquez de Mella…).

12 Lo desmiente Barreiro Fernández, aunque no del todo, (2000: 25), dada la raigambre familiar, netamente

liberal. Por su parte, Penas Varela (2000: 378) recuerda que, antes de la Septembrina, la joven Emilia

residía en Madrid tras “ser elegido su padre diputado carlista a las Cortes de 1854”. En igual sentido,

Clémessy, 1973: 440.

13 Bravo-Villasante recoge el testimonio que dio a Boris de Tannenberg en La Lectura, según el cual “Fui

carlista románticamente cuando era más jovencita; al empezar mi carrera literaria, en 1876, no era

carlista ya. No me tomé el trabajo de notificarlo al público, cual un acontecimiento. No me adscribí a

nadie…” (1973: 245). Lo corrobora Clémessy, 1973: 440.

14 Pardo Bazán poseía en su biblioteca personal la magna obra del liberal Pirala y Criado, que no enjuicia

políticamente al carlismo y de quien hay dos títulos más: Historia contemporánea. Anales desde 1843

hasta la conclusión de la actual Guerra Civil, (1875), y Provincias vascongadas. España: Sus

monumentos y artes. Su naturaleza e Historia, (1885). También puede localizarse allí el título Jaime III:

propaganda legitimista, fechado en 1909, a propósito de Jaime de Borbón, hijo y heredero de Carlos VII y

conocido desde 1909 como Jaime III.

15 En Memorias de un desmemoriado evocará, por ejemplo, además de su nueva circunstancia autoeditorial

en la calle de Hortaleza, que coincide con la reanudación de los Episodios, cómo “Queriendo

documentarme para el estudio de esta figura [Zumalacárregui] y de otras, acudí a mi amigo don Juan

Vázquez de Mella, que a la sazón vivía en la calle de Valverde” (2004: 105).

16 Ya el sagaz Leopoldo Alas en las reseñas de los Episodios estaba persuadido del fermento folletinesco

como palanca de la narración episódica galdosiana (1991: 294), a la manera de la levadura caballeresca

en la parodia cervantina. No evitó tampoco allí recriminar a Pardo Bazán la lectura de las primeras series

que había hecho en 1880, cuando, según él, le afeaba su escepticismo (Alas, 1991: 288), que ella había

puntualizado no era sino su espíritu informante que lo inclinaba a “un progresismo vago, rafagueado de

matices escépticos” ([1880] 1977: 513). Ya entonces le merecían los Episodios “especial nota” por las

cualidades del “diestro director de escena” capaz de plantear “los estremecimientos que anunciaron la

guerra civil…” y enjundiosas heroínas como Genara (ibid.: 492, 494, 498 y 505), pese a las tintas

sombrías de la tesis que “ennegrece[r] a toda costa la España tradicional” (506) y cierta inverosimilitud.

En La cuestión palpitante seguirá desaprobando “la tendencia docente, […], el alegato sistemático contra

la España antigua, las paletadas de tierra arrojadas sobre lo que fue” (1989: 315), tendencia corregida en

La desheredada y El amigo Manso, anota. El propósito pedagógico de Galdós no fue bien entendido.

17 La numeración entre paréntesis remite a la que consta en las cuartillas autógrafas.

18 “Los matices desaparecen [cuando] no hay más que carlistas a un lado, liberales a otro, y la batalla entre

los campos y las ciudades, entre el espíritu moderno y la inmensa fuerza del pasado” (1). Buscadora de

matices que restituyan los vaivenes de la historia (el carlismo gallego no fue rural o campesino, por

ejemplo, sino urbano, clerical e hidalgo —cfr. Barreiro Fernández, 1976: 8 y passim; Santos Zas, 1993;

González Calleja en Aróstegui et. al., 2003: 155). La profesora Santos Zas recuerda que el centro más

activo en Galicia del “carlismo de retaguardia” desde 1870 hubo de ser Santiago de Compostela (278),

ciudad en la que residieron tras su viaje europeo los recién casados Emilia y José. Muy pertinente, por

otro lado, es el rendimiento metafórico, i. e. literario, del pleito carlista, en especial en la pluma de Valle-

Inclán o un Pereda (cfr. Bonet, 1995: 100; donde describe la “Tensión entre la alta montaña y la baja

llanura inseparable de los regionalismo de cepa carlista como puede observarse en los escritos de J. Torras

i Bages, buen lector de Pereda”). Puede decirse que hay isotopías concomitantes en los tres autores

citados, deudoras de una sensibilidad carlista también compartida.

19 “Muchos obispos se presentaron como enemigos declarados del carlismo —por ejemplo el cardenal Payá,

obispo de Cuenca entonces; por eso recuerdo el día que entró en Santiago, un cura viejo y terne decía:

tanta gente para ver entrar a un masón! De ese espíritu se fue formando el alto clero tolerante y

El maestro Galdós frente a su discípula…

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transigente que hoy predomina, y que solo aspira á que la religión sufra el menor daño posible” (5). Este

comentario no procede de Pirala en absoluto.

20 Muy interesante a su juicio, le dedica no pocos párrafos. En general, estas cuartillas prodigan espacios

de representación a figuras femeninas: tanto Josefina, como María Francisca o la princesa de Beira

—sucesivas esposas de Carlos V—, como María Griñó, la infortunada madre de Cabrera, acaparan un

buen número de ellas. Ya en 1880 la autora había saludado la presencia y notoriedad de los personajes

femeninos en las dos primeras series galdosianas. El trazado de otros personajes históricos como

Zumalacárregui o Espartero, Santos Ladrón o el cura Merino, Montemolín o Rafi Vidal es mucho menos

demorado.