EL LECTOR VISUAL

Arantxa Aguirre Carballeira

I

Las adaptaciones al cine constituyen hoy en día uno de los aspectos esenciales de la fortuna

de un texto. Tal como señala Darío Villanueva, la versión cinematográfica de una novela es un

índice valiosísimo de respuesta creativa individual, y también social, a la literatura.1 Esto es

debido a que el cine se ha convertido en el testimonio arquetípico del sentido cultural de

nuestro tiempo (en un papel análogo, por cierto, al que le correspondió a la novela en el siglo

XIX).

Por supuesto, la adaptación al cine de las obras literarias plantea problemas específicos. En

primer lugar, hay que tener en cuenta que la obra adaptada lo es siempre en un contexto

histórico y cultural diferente de aquel en el que se ha producido. La transferencia puede

o no afectar a la intriga, al espacio-tiempo diegético o a los personajes, pero alcanza

necesariamente al punto de vista, porque atañe a la sensibilidad, al modo de entender las cosas

de una época, y porque es un cambio forzoso de perspectiva. Veamos un ejemplo claro: al final

de la película Marianela (Benito Perojo/1940) se añade una escena de nueva planta, en la que

todos los personajes rezan un padrenuestro en torno a la difunta Nela. Este plano está

presidido por la figura de una gran cruz que el enrejado de la ventana proyecta sobre un visillo.

Al igual que sucede cuando se analizan las distintas ediciones de una obra, en ocasiones como

la aludida esta adaptación cinematográfica dice más sobre Perojo y la sociedad española de la

inmediata posguerra que sobre Galdós y el momento en que escribe Marianela, precisamente

entre Gloria y La familia de León Roch, dos de sus llamadas “novelas teológicas”, cuyas tesis

resultan poco complacientes para la ortodoxia eclesiástica.

Por otra parte, cine y literatura son dos medios de expresión diferentes. Luego se plantea en

última instancia un problema de lenguaje. La labor del cineasta/adaptador consiste

fundamentalmente en transponer de un sistema de formas a otro. Pero en el camino va a

producirse una transformación insoslayable puesto que, en arte, la forma es ya contenido. Al

no contarse de la misma manera no puede contarse lo mismo. (Ortega se preguntaba: “¿No es

traducir, sin remedio, un afán utópico?”).2 Pero el hecho de que el trasvase no pueda ser

perfecto, como todas las limitaciones, comporta un reverso. Quien adapta está realizando, en

mayor o menor medida, un acto de creación. Iuri Lotman habla de un mecanismo de

pensamiento creador que realiza un complejo proceso de apropiación mediante el cual un texto

ajeno permite la creación del propio, es decir, la producción de un nuevo texto.3

Esta línea de pensamiento entronca con el concepto de “intertextualidad” que propone Julia

Kristeva. Esta autora concibe la escritura como una “lectura de un corpus literario anterior” y

el texto como “absorción y réplica” de textos previos.4 Steiner, a su vez, afirma: “Es

imperativa potestad del clásico exigir, generar una réplica activa”.5

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II

En el caso de las veintiuna adaptaciones al cine que se han realizado a partir de novelas de

Galdós (concretamente, a partir de once novelas, constituyendo El abuelo, con seis versiones

cinematográficas, la obra más adaptada), en mi opinión las que mejor representan este

concepto de “réplica activa” son las que dirigió Luis Buñuel: Nazarín, en 1958, y Tristana, en

1970. A mi modo de ver, con ellas se enriquece nuestra comprensión de los textos originales y

a la vez se abren nuevas perspectivas.

Entendiendo la adaptación como ensamblaje entre dos tipos de “ser en el mundo”, ¿qué

clase de fusión o ajuste de horizontes se produce? ¿Qué cambia o qué sentido tienen los

cambios? ¿Qué se mantiene y por qué? Estas son las preguntas que van a orientar mi

comentario.

Puesto que el tiempo de esta intervención es limitado, lo más oportuno será acogerse a la

fórmula pars pro toto, cotejando únicamente una escena de cada novela con su

correspondiente escena fílmica, si bien trataré de relacionarlas con la totalidad de la obra a la

que pertenecen. Por último, he optado por las escenas finales de cada una de las obras, debido

al suplemento semántico que aporta su posición.

En el caso de Nazarín, Galdós termina su novela de 1895 presentándonos al sacerdote

protagonista solo en un hospital, en lo que supone el final de su vía crucis. Nazarín está

enfermo y delira. Las últimas palabras de la novela corresponden al mismísimo Jesús, que se

dirige a él: “Algo has hecho por mí. No estés descontento. Yo sé que has de hacer mucho

más.” Desenlace esperanzador donde los haya: Jesús entra en escena, reconoce la labor de

Nazarín, le alienta y da fin a la obra con una frase proyectada hacia el futuro (“Yo sé que has

de hacer mucho más”).6 La tesis de la novela es que, a pesar de los pesares, la virtud individual

traducida en obras de amor y caridad tiene sentido (y acaso, para el hombre maduro y

desencantado que es Galdós en 1895, es lo único que tiene sentido). Benina, años más tarde,

supone la culminación de Nazarín.

Veamos ahora cómo termina la película de Buñuel. Separado del resto de la cuerda de

presos en atención a su condición de sacerdote, Nazarín camina cabizbajo, llorando,

custodiado por un guardia de paisano. Observemos que, aunque humillado y abatido en grado

sumo, Nazarín es capaz de caminar. A diferencia de lo que sucede en la novela, Buñuel acaba

la historia con un hombre físicamente entero. No le deja ni el relativo consuelo de la

enfermedad, en el sentido de abandono transitorio de la responsabilidad, ni el consuelo de un

Dios que se le aparezca y le aliente. El Nazarín de Buñuel termina la película con su cruz a

cuestas.

Esta dureza de Buñuel está en consonancia perfecta con toda una serie de cambios que se

dan a lo largo de la película. En la novela, la intervención de Nazarín, se la reconozcan o no,

resulta siempre productiva: consigue hacer reflexionar al señor de la Coreja, asiste a enfermos

y entierra cadáveres en el pueblo apestado, etc. Su actividad supone una bendición para los

demás.

Por el contrario, el Nazarín de Buñuel, que posee las mismas buenas intenciones que el de

Galdós, nunca consigue beneficiar a nadie. Trata de evangelizar al personaje de la moribunda,

al coronel equivalente al señor de la Coreja, al buen ladrón, a la propia Beatriz y en ningún

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caso lo logra. Nunca vemos que sus acciones produzcan resultados positivos. Incluso, en la

escena de la cantera añadida por Buñuel cuyo sentido tiene que ver con aquella en la que don

Quijote “rescata” al muchacho apaleado (Quijote I, 4), su intervención acaba teniendo

consecuencias nefastas. Es decir, Nazarín es un personaje bondadoso tanto en la novela como

en el filme, pero en Galdós es además productivo, mientras que en Buñuel es estéril.

Con respecto a las conclusiones de Galdós, Buñuel introduce un punto de vista

profundamente escéptico. En la línea de Las desventuras de la virtud de Sade, el amor y la

generosidad carecen de sentido. Al final de la película, Nazarín camina tratando de digerir esa

conclusión devastadora, a la que apuntan todos y cada uno de los episodios que le han ido

acaeciendo y que le provoca el estado de abatimiento y crisis que Paco Rabal interpreta

consumadamente sin necesidad de palabras. Y a pesar de todo, sigue comportándose de forma

amable y caritativa con sus semejantes, como demuestra aceptando la piña-limosna que le

ofrece en el camino una mujer humilde, sólo porque no es capaz de desairarla. Buñuel acaba su

obra hablando del impulso incontenible del hombre bueno, que no tiene su raíz en la esperanza

de un premio o el temor de un castigo (tal como expresa un soneto anónimo del siglo XVI: “No

me mueve, mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido,/ni me mueve el infierno

tan temido/(…) muéveme el verte/clavado en una cruz y escarnecido…”). Ya Spinoza definía

la bondad como el amor nacido de la compasión, lo que se ajusta perfectamente a personajes

como Nazarín o Benina.

La lectura de Buñuel es despiadada como la vida misma, habla de la lucidez como fuente de

dolor y del amor y la generosidad como realidades vitales inmersas en un mundo carente de

sentido. Se trata de una lectura que podríamos llamar existencialista, acorde con el tiempo

transcurrido entre 1895 y 1958 (sólo en España y Europa, alrededor de Buñuel, han tenido

lugar el desastre del 98, la Guerra de África, la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil

española, la Segunda Guerra Mundial y se está produciendo la feroz guerra colonial entre

Francia y Argelia), acorde con el exceso abrumador de cadáveres “impropios”, acudiendo al

concepto de Rilke de “muerte impropia”, con el que el poeta caracteriza el rechazo de la razón

ante aquellas muertes sobrevenidas antes de su tiempo. Tal como se preguntaba Theodor W.

Adorno, quizá a la altura de 1958 Buñuel duda de si después de Auschwitz es posible otra

dialéctica que no sea la del desmoronamiento, la dialéctica negativa.

En lo que se refiere a Tristana, al final de la novela de 1893 Tristana y don Lope se han

casado y viven en paz y armonía. Lope cuida de su huerta y de su gallinero (y hay que advertir

la ironía de este final de don Lope, quien en sus buenos tiempos fue él mismo “gallito de

corral”) y Tristana ha culminado sus sucesivas aficiones con la de la repostería, para delicia de

su decrépito marido. Resulta inolvidable la última frase de la obra: “¿Eran felices uno y otro?

Tal vez”.

Galdós cuenta una historia de ilusiones perdidas, de sueños y ambiciones que van a dar a la

mar, que es el morir de una existencia anodina. Perversión del Bildungsroman, Tristana

constituye una novela sobre la frustración, sobre la creatividad malograda de la protagonista.

De ahí el íntimo parentesco con Miau, ya señalado por María Zambrano,7 si bien esta última

obra es una tragedia, mientras que Tristana ni siquiera merece esos honores: de serlo, sería una

tragedia con sordina, insignificante, de esas que se cuentan a cientos en la eterna pelea entre la

realidad y el deseo.

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Galdós cuenta en Tristana la historia de unos seres humanos domados por la vida, privados

de ambición e ideales. La pregunta que cierra la novela manifiesta una amargura implícita, pero

también la lucidez de quien no quiere concluir con aspavientos melodramáticos, sino que nos

invita sutilmente, chejovianamente, a reflexionar sobre la condición humana, que en la mayoría

de los casos no es heroica sino oscura y humilde.

En el caso de la película de 1970, la escena final presenta a Tristana que a causa de los

gritos de don Lope despierta de su pesadilla recurrente, donde se le aparece la cabeza cortada

de este (¡que apropiado resulta aquí el verso de Cernuda: “tu nombre envenena mis sueños”!).

Tras comprobar que Lope se encuentra mal, Tristana finge telefonear al doctor Miquis.

Cuando Lope se queda adormilado, abre las ventanas para que el intenso frío del invierno

toledano8 termine con él.

Este frío que suponemos matará a don Lope es en realidad el que genera la propia Tristana,

dominada por un malestar íntimo insuperable. Mientras que en la novela Tristana ha agachado

la cabeza para pasar por el aro de la vulgaridad, en la película se ha convertido en un ser duro y

amargo.

Con una serie de detalles diseminados a lo largo de su película que confluyen en el

despiadado final,9 Buñuel crea una tragedia a partir del “escondido drama” que es esta novela

de Galdós. Recordemos que el tema central de la tragedia es “la conciencia de que no hay nada

que hacer, la naturaleza humana, por sus características, no permite la felicidad”.10 El escritor

decimonónico había situado a sus personajes en un espacio en penumbra. Buñuel irrumpe en

ese espacio encendiendo una luz violenta e implacable que es la luz del siglo XX.

Podemos ver que la intervención de Buñuel en Tristana tiene el mismo sentido que la que

lleva a cabo en Nazarín. Se trata de la necesaria proyección de un artista y de su tiempo sobre

otra obra que funciona como fuente. Más allá de nociones morales como “fidelidad” o

“respeto”, que a nuestro entender son poco pertinentes a la hora de valorar una obra de arte,

las adaptaciones de Buñuel suponen visiones poderosas que enriquecen el acervo de las

lecturas galdosianas y, por supuesto, que tienen su raíz en la obra de Galdós y constituyen en

definitiva un vivificante homenaje.

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NOTAS

1 Villanueva, Darío. El comentario de textos narrativos: la novela. Gijón, Júcar, 1989, p. 208.

2 Ortega y Gasset, José. “Miseria y esplendor de la traducción” en Obras Completas Tomo V. Madrid,

Alianza Editorial, 1994, p. 433.

3 Lotman, Iuri. La Semiosfera, I, Madrid, Cátedra, 1996, pp. 64-68.

4 Kristeva, Julia. “Bakhtine, le mot, le dialogue et le roman”, Critique, 239, pp. 438-465.

5 Steiner, George. Errata. El examen de una vida. 4ª ed. Madrid, Siruela, 2001, p. 38.

6 Si bien cabe pensar que la presencia de Jesús forma parte del delirio de Nazarín, lo importante es que para

un creyente como nuestro sacerdote se trata de una aparición en toda regla.

7 Zambrano, María. La España de Galdós. Madrid, Endymion, 1989, p. 145.

8 Buñuel sitúa la acción en Toledo, ciudad que le es muy querida y que, por otra parte, no es en absoluto

ajena al universo de Galdós.

9 Veamos uno de estos detalles a modo de ejemplo. En la película, la criada Saturna no ejerce el papel de

confidente de Tristana. Si bien la acompaña y la protege, no llega a la categoría de interlocutora que

presenta en la novela, de modo que Tristana carece de esa amiga sin la cual, como escribe Galdós, “su

vida habría sido intolerable”. Buñuel elige que sea intolerable, llevando a Tristana a extremos de

amargura que no están en Galdós.

10 En Gassman, Vittorio. Sobre el teatro. Barcelona, Quaderns Crema, 2003, p. 118.