LA NOVELA DEL SIGLO XX Y GALDÓS,
UNA RELACIÓN CONTROVERTIDA
Joan Oleza Simó
El siglo XX ha terminado. Puede discutirse cuándo terminó, y en qué fecha tendremos que
conmemorar su traspaso a la historia, pero casi sin darnos cuenta ha dejado de incordiarnos
con sus requerimientos, con sus obsesiones, con su neurosis, y especialmente con su
desconfianza hacia el siglo XIX. De pronto tenemos el paladar más disponible para volver a
saborear el siglo XIX, ese siglo tan decimonónico, como le llamaron con desdén los modernos
del XX. La necesidad de matar simbólicamente al padre ya no amenaza al siglo XIX, que se ha
convertido en nuestro abuelo y, por tanto, en nuestro potencial aliado, ahora amenaza al siglo
XX, que con pasos casi secretos, casi inadvertidos, se salió de nuestro presente para sacar plaza
en nuestro pasado. Los síntomas están un poco por todas partes. Hay que escuchar, por
ejemplo, a Jürgen Habermas cuando desplaza la Modernidad más genuina desde el Surrealismo
hacia lo que él entiende como modernismo del XIX, y no hace demasiados años que Marshall
Berman, en un libro de notable influencia en el debate cultural de este Fin de Siglo,
oportunamente titulado Todo lo sólido se desvanece en el aire (1982), comparaba la
modernidad del XIX con la del XX, para añorar la primera y deplorar el empobrecimiento de la
segunda: “la idea de la modernidad, concebida en numerosas formas fragmentarias, pierde [en
el siglo XX] buena parte de su viveza, su resonancia y su profundidad, y pierde su capacidad de
organizar y dar un significado a la vida de las personas. Como resultado de todo esto, nos
encontramos hoy en medio de una edad moderna que ha perdido el contacto con las raíces de
su propia modernidad”.1
Parece como si cada final de siglo fuera dominado por el imperioso afán de enterrar a una
parte de sus parientes para desenterrar a otra. Todavía resuenan con fuerza las palabras con las
que Unamuno, Baroja o Azorín despedían el siglo XIX. He aquí las de Unamuno, al ponderar el
legado que dejaba a los jóvenes de entonces todo un siglo en su En torno al casticismo: “esto
es un pantano de agua estancada […] Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo
espiritual de una aridez que espanta”.2 Y las muy conocidas de Baroja, refiriéndose a los
viejos, a la gente vieja responsable de la España heredada del XIX: “ellos llevaron a España a la
decadencia más absoluta por su estulticia, por su necedad, por la vaciedad de sus palabras
disimulada por las flores de papel de la retórica. Ellos nos dieron un arte falsificado, una
política falsificada, un honor falsificado”, por ellos “vivimos en un ambiente de cursilería y
agarbanzamiento absoluto”.3
Es cierto que no todos los intelectuales modernistas, de Maeztu a D’Ors y Ortega,
reaccionaron en bloque frente al siglo anterior y a sus representantes más genuinos, como
Galdós, como también es cierto que en cada uno de ellos pueden distinguirse diversos
momentos en su relación con la figura y la obra de Galdós, pero no es menos cierto que aún en
sus momentos más propicios (como el del estreno de Electra, o el del Azorín más ponderado,
el crítico literario, o el del escurridizo Baroja de la última vuelta del camino), Galdós no fue
para ellos un interlocutor necesario.
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En ese vasto diálogo entre personas de épocas y creencias distintas que constituye la
cultura, tal como la entendió el Clarín maduro, y como años más tarde la teorizó M. Bajtín, y
todavía unos años después, y a propósito de Clarín y de Galdós y de otros muchos, S. Gilman,
el escritor canario no fue una de las voces que los modernistas4 convocaron. Sobre los muchos
matices y aspectos particulares que pueden llegar a precisarse, flota la imagen de un escritor
prosaico y viejo de una época ramplona y vieja, al que los jóvenes se sintieron tentados, en el
mejor de los casos, a perdonarle la vida, y en el peor a hacerlo objeto de su repulsión moral.
Era “el bueno de don Benito”, aquel “hombre medio” que representaba mejor que nadie “la
impersonalidad”, como diagnosticó el ególatra Unamuno, que quiso retratarlo-descartarlo
como “a kind of counter-image of himself”, según aguda apreciación de A. Percival.5 Pero era
también aquel “hombre un poco lioso y hasta trapacero” de Baroja, aquel “cuco” más
interesado en “lo pintoresco de España, el dinero y las mujeres”.6 Y acabó siendo para casi
todos “don Benito el garbancero”, gracias al ingenio cruel con que le caracterizó Valle Inclán
en primera persona, y bajo su responsabilidad, en una conferencia, para repetirlo después, por
boca de Dorio de Gádex en la escena 4ª de Luces de bohemia. Y si lo acabó siendo fue porque
redujo a un único epíteto despreciativo lo que sentían casi todos.
Y los novecentistas, los representantes más genuinos en España del Modernism
internacional, no cambiaron mucho las cosas, a pesar del reconocimiento de un Ramón Pérez
de Ayala o de un Gregorio Marañón. Con la baraja que pusieron sobre la mesa Ortega, Juan
Ramón, Eugenio D’Ors, o Ramón Gómez de la Serna, quedaba muy poco juego para las cartas
de Galdós.
Tampoco mejoró el juego con la irrupción de las primeras Vanguardias, que a la manera de
un gato en una cacharrería casi no rompieron nada por estos pagos, domesticadas como
quedaron por la deshumanización del arte y el imperio de la Revista de Occidente. Seguía
siendo una época de purgatorio, para don Benito, y así la calificó Vicente Aleixandre:
“Supongo haber vivido la curva más baja del “purgatorio” de Galdós. De 1920 (desde su
muerte) a 1935, las nuevas generaciones se desentendieron generalmente del novelista. El
realismo de éste y la masa misma sobre la que operaba estaba muy lejos de las preocupaciones
estéticas de la época”.7
Al menos de las preocupaciones confesadas abiertamente, porque en la intimidad algunos de
los poetas más decisivos de la Generación del 27, y muy especialmente los neo-populares o
neo-tradicionalistas, como Lorca o Alberti, pensaban o sentían de forma muy diferente. De
muchos son conocidas las entusiastas expresiones de reconocimiento de Federico hacia “aquel
hombre maravilloso” que “tenía la voz más verdadera y profunda de España”,8 una voz que
dejó huella en su obra, la de Doña Perfecta en La casa de Bernarda Alba. Como la dejó en la
de Rafael Alberti, en El adefesio,9 y en sus memorias, en las que evoca la muerte del novelista
en 1920 por medio de una curiosa asociación: “Sigo fijando mis recuerdos de 1920. Año de
júbilos y penas. Tres muertes, cada una de las cuales me impresionó y conmovió de manera
distinta, llenan sus meses primaverales: en marzo, la de mi padre, y en mayo, la del genial
espada Joselito y la del grande y popular novelista don Benito Pérez Galdós.” Páginas atrás se
demora el poeta en la evocación de don Benito, de quien no había leído “apenas nada” por
entonces, y lo recuerda en los jardines del Retiro, ciego y paciente, prestándose a posar para la
estatua que allí mismo iba cincelando Victorio Macho. “Así como la muerte del torero, la del
inmenso novelista dejó también en mí sus escondidos hoyos, que más adelante se me abrieron,
saltándome toda su grandeza, el fervor que no pude tenerle en aquellos años juveniles de
sectarismo y de pedrada contra todo lo que suponía caduco”.10
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La adhesión emotiva de Lorca y de Alberti a la figura de Galdós es un brillante indicio de lo
que haría, unos años más tarde, al alcanzar su madurez, la generación intelectual de la
República, que tradicionalmente ha sido vinculada de forma unilateral al Homenaje a Góngora,
pero que fue la que asumió la plena reivindicación crítica de la obra de Galdós,
transformándola en la de un clásico moderno. Es Luís Cernuda, en su ensayo sobre Galdós, en
Poesía y Literatura; es María Zambrano, en La España de Galdós; es Francisco Ayala, en
sucesivos ensayos, tan breves como agudos; es el Luis Buñuel de Viridiana, de Nazarín, de
Tristana, y es toda una generación de críticos e historiadores de la literatura: Joaquín
Casalduero, José F. Montesinos, Ángel del Río, Guillermo de Torre… Quizá nadie sintetice
mejor que Max Aub la contribución de esta generación al acceso de Galdós al canon de la
modernidad, porque reúne en su escritura la reivindicación del crítico literario y la aceptación
como novelista del legado de su antecesor. No se trata sólo de la composición de novelashomenaje,
como Las buenas intenciones, sino de la recuperación de toda una actitud de
novelista-historiador del pasado inmediato: el Laberinto mágico con sus cinco novelas
centrales y no pocos de sus cuentos es, a pesar de las muchas diferencias (de época, de poética,
de estilo) que lo separan del modelo de los Episodios Nacionales, el mejor homenaje creativo
que el siglo XX ha dedicado a la obra de Galdós. De lo mucho que escribió sobre él, como
crítico literario, déjenme entresacarles unas frases en las que Aub sitúa a Galdós en una
tradición hispánica peculiar, que hace suya: la del escritor democrático, que se nutre de las
tradiciones patrias y que se orienta hacia las mayorías. Max Aub lo llama “popular”, Gramsci, a
quien Max Aub no pudo leer, probablemente, hubiera preferido hablar de forma más precisa y
fundamentada de una escritura “nacional-popular”, en la estela del pensamiento histórico
romántico. Escribe Aub en el Discurso de la novela española contemporánea: “Los más
grandes novelistas, los más grandes dramaturgos, han sido siempre los más populares; así,
entre nosotros, Cervantes y Lope […] Cita tan extensa viene como anillo al dedo al encuadrar
a Galdós, porque tomó el espectáculo del pueblo —como Lope— y se lo devolvió rehecho con
“su intuición serena, profunda y total de la realidad”, como Cervantes. Y si tales ingenios
pudieron [compararse] con ventaja a sus contemporáneos, al igual Benito Pérez Galdós se
hombrea con los mayores de su siglo, Balzac o Tolstoi, pongamos por ejemplo. Desde Lope
ningún escritor fue tan popular, ninguno tan universal desde Cervantes”.11
No comparto el optimismo de un estudioso tan bien documentado como Anthony Percival
que situó en 1943, el año del primer centenario, el comienzo de una revalorización de la obra
de Galdós que se suponía que ya no haría sino crecer y expandirse en el tiempo.
Incluso desde el interior mismo de una poética en parte realista, Camilo José Cela tuvo el
desparpajo de proclamar: “la forma de novelar de Galdós, está muerta y más que muerta”,12 y
un heredero tan belicoso del Modernismo como Gonzalo Torrente Ballester sembró de
reticencias su estudio sobre Galdós en el Panorama de la literatura española contemporánea,
un estudio presidido por el mismo prejuicio que los hermanos Schlegel aplicaron a Lope de
Vega, con quien le asocia también Torrente Ballester: el de una gloria que lo debe todo a su
extensión y casi nada a su calidad, disminuida por la superficialidad y el descuido. Sobre su
escritura, diagnostica Torrente: “en general, su prosa fluctúa entre unos valores funcionales de
los que se aparta y unos valores estéticos a los que no llega. Galdós carecía de estilo y tenía
carácter (Ortega y Gasset). Tampoco tenía gracia. Su prosa estorba muchas veces a lo que
quiere contar —estorba, al menos, para una sensibilidad actual”.13 No hace falta recordar el
enorme peso que durante más de treinta años tuvieron ambos escritores sobre la institución
literaria española, el segundo incluso sobre sus sectores más renovadores.
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Pero, sin duda , el momento menos comprensivo de todo el siglo xx hacia la obra de Galdós
es el que se abre hacia finales de los 60 y se prologa durante la década de los 70, en que una
triple alianza configurada por los aguerridos Novísimos (últimos acólitos de la Vanguardia),
por escritores ex-realistas de los años 50, comandados por Juan Goytisolo (en la novela),
Josep Mª Castellet (en la crítica) y Carlos Barral (en el mundo editorial), y finalmente por el
más genuino representante de la tradición simbolista/ modernist en España, Juan Benet, toma
al asalto el poder de la institución literaria en España e instaura una Norma y un Canon en el
que Galdós no podía tener cabida, porque se sustentaba sobre la experimentación de las formas
narrativas, sobre la hipercodificación del lenguaje artístico, y sobre la gozosa emancipación del
universo de la escritura respecto del de la realidad. De Juan Benet, el más escuchado profeta
de estos años, son estas palabras, dirigidas en una carta abierta a Pedro Altares en respuesta a
una invitación para colaborar en un homenaje a Galdós que preparaba la revista Cuadernos
para el Diálogo: “debo informarle que quienquiera que le haya insinuado la conveniencia de mi
participación en forma de un artículo sobre Galdós, ha estado muy desafortunado: mi aprecio
por Galdós es muy escaso, solamente comparable —en términos cuantitativos— al
desconocimiento que tengo de su obra, a la que en los últimos años me he acercado [...] tan
sólo para cerciorarme de su total carencia de interés para mí [...] Ni le sorprenderá [...] que
observe el culto a Galdós [...] como una desgracia nacional”.14
Sirvan estos brochazos, sin duda demasiado gruesos y apremiados por el tiempo, para situar
la obra de Galdós en el mapa crítico del siglo XX, y quizá para hacernos entender lo que la
endogamia de los especialistas a menudo olvida: la obra de Galdós no ha accedido todavía a un
estatuto de obra canónica consensuada, sino que continúa en el centro de la controversia
estética.
Con el final del siglo XX y al filo del segundo milenio se abren nuevas perspectivas. La
crítica del Modernismo, acentuada desde finales de los 60, ha propiciado la emergencia de
nuevas formas de realismo, que en España han dado una abundante cosecha que, aunque más
tardía que en los USA, abarca a varias generaciones: desde la autobiografía novelada de un
Carlos Castilla del Pino, en la generación de los 50, a novelas de Luís Landero , de Luís Mateo
Díez, de Alberto Méndez, de Rafael Chirbes o de Manuel Vázquez Montalbán, en la de los 70,
o a las de Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Bernardo Atchaga, Almudena Grandes,
Clara Sánchez, José Ángel Mañas, Javier Cercas o Isaac Rosa en las promociones posteriores.
Una abundante cosecha en la que no han escaseado piezas de una calidad sobresaliente, como
La fuente de la edad, Pretérito imperfecto, Mimoun, Galíndez, Los juegos de la edad tardía,
Beatus Ille, El jinete polaco, El hombre solo, o Soldados de Salamina.
Para hablar de estos años, que ahora son los nuestros, he convocado aquí a dos personas
que, desde su respectivo punto de vista, no podrían estar más autorizadas. El uno, Ángel
Basanta, representa a la más fiable crítica de los medios de comunicación, la que navega en
medio del tráfico desordenado e inapresable de la actualidad con un criterio y unos
fundamentos que le aseguran la consistencia, y que de tiempo en tiempo le dan aliento para
libros de mayor reposo sobre esa misma actualidad, como sus Cuarenta años de novela
española 1939-1979 (1979), o como su Literatura de la postguerra. La narrativa (1981).
El otro, Rafael Chirles, es un novelista que en trabajos críticos de una desacostumbrada
lucidez proclama su condición de realista, esa condición que le ha permitido después de una
primera novela excepcional, Mimoun (1989), sostener con tesón la ruta de una reconstrucción
evocativa de la postguerra y de la transición en una serie de novelas que comienzan con En la
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lucha final (1991), y siguen con La buena letra (1992), Los disparos del cazador (1994), La
larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000), hasta llegar a Los viejos amigos (2003), su
última novela hasta el momento. En bastantes de sus páginas se abre paso la indagación sobre
el sentido que, al cabo de los años, tuvieron los sueños de revolución de una generación, sus
afanes de cambiar la historia, y su larga marcha hacia esa otra lucha final que tiene por
escenario la muerte, la vejez o la acomodación.
En mejor compañía no podría dejarles.
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NOTAS
1 Cito por la traducción al español de A. Morales, en Madrid, Siglo XXI, 4ª ed. (1991), p. 3.
2 En torno al casticismo, Madrid, Alianza Editorial, (1986), p. 130.
3 “Los viejos”, El pueblo vasco, 3 de septiembre de 1903 (recogido por L. Granjel, Panorama de la
generación del 98, Madrid, Guadarrama, (1959), pp. 331-32.
4 Si es que aplicamos la misma etiqueta, procedente del Modernism anglosajón, a los modernistas al
hispánico modo, a los noventayochistas, y a los novecentistas (los más modernists de todos), cosa que hoy
es habitual como construcción crítica en la bibliografía del hispanismo, pese a las severas contradicciones
que esta aplicación enmascara.
5 Galdós and his Critics.Toronto. U. Of Toronto Press (1985), p. 25.
6 Tomo la cita del libro de A. Percival, op. cit., p. 26.
7 Cifr: J. L. Cano, “Revisión de Galdós”, Insula, nº 132, (1953), p. 3.
8 Obras Completas, edición de A. del Hoyo, Madrid, Aguilar, (1960), p. 1737. Cifr. Percival, op. cit.,
p. 99.
9 De nuevo tomo los datos de A. Percival, op. cit., p. 100.
10 La arboleda perdida. Barcelona, Seix Barral, (1976), pp. 134-139.
11 Discurso de la novela española contemporánea. México. El Colegio de México (1945) p. 16.
12 Lo cita el propio Percival (p. 100), recogiéndolo de la revisión citada de J. L. Cano, en Insula (vid nota 7).
13 Panorama de la literatura española contemporánea. Madrid. Guadarrama (1956), p. 57.
14Artículos, Madrid. Eds. Libertarias (1983) vol. I, pp. 89-100.