GALDÓS Y LA NOVELA ESPAÑOLA ACTUAL
Ángel Basanta
Hay en la historia de la novela española dos tradiciones fundamentales bien diferenciadas.
La más fabuladora está representada por aquellos autores con gran capacidad imaginativa en el
arte de contar historias. Dicha modalidad alcanza la excelencia con Cervantes, vuelve a la
cumbre con Benito Pérez Galdós y se mantiene en sus más altas cotas en años aún recientes
con Gonzalo Torrente Ballester. La otra manera de novelar concede menos importancia al
argumento y encuentra su máxima eficacia en una experimentación estilística muy elaborada
que fecunda las palabras con nuevos hallazgos formales y semánticos. Esta modalidad viene de
Quevedo, recupera su excelencia con Valle-Inclán y perdura en los textos de Azorín, Gabriel
Miró, Ramón Gómez de la Serna y Camilo José Cela. Ambas tradiciones ofrecen
manifestaciones de gran altura literaria en obras de madurez de dos de nuestros novelistas
mayores de finales del siglo XX: La saga/fuga de J. B. (1972), de Torrente Ballester, en la
tradición cervantina, por su apoteosis de la imaginación en la torrencial invención de historias
narradas en un sistema lúdico que, a la vez, exhibe su actitud paródica de la novela
experimental dominante en los años sesenta y setenta del siglo pasado; y Mazurca para dos
muertos (1983) o Madera de boj (1999), de Cela, de estirpe quevediana y valleinclanesca, por
su condición de artefactos lingüísticos que sustentan su construcción fragmentaria por medio
de temas y motivos recurrentes y exploran al máximo las potencialidades estilísticas del
lenguaje en un texto elaborado en forma de novela lírica.
Benito Pérez Galdós completó un inmenso universo literario que representa mejor que
ningún otro en la historia literaria española las características de lo que entendemos por novela
decimonónica, sin renunciar a novedosos procedimientos técnicos que confieren a sus mejores
obras una indiscutible modernidad, como prueba el adelantado empleo del estilo indirecto libre
y aun del monólogo interior en La desheredada (1881) , la dignificación literaria del habla
popular empleada, además, como elemento de caracterización de los personajes en Fortunata y
Jacinta (1887) o, por poner sólo dos ejemplos cimeros, en Misericordia (1897), la fecunda
combinación de realidad y ficción en las figuraciones imaginarias de algunos personajes
importantes de las tres obras citadas o la construcción de varias novelas de la última época en
forma íntegramente dialogada, acercando así la novela al teatro, en un intento de
experimentación formal con ambos géneros, lo cual también cuenta con cultivadores en
algunas narraciones dialogadas en nuestros días.
La herencia de Galdós es, por ello, inmensa. Pero sus aportaciones no tuvieron suerte en la
narrativa española del siglo XX porque no encontraron, en general, el campo abonado para su
debida fructificación. Empezando por sus casi contemporáneos entre los jóvenes del 98,
quienes para defender sus propuestas de renovación literaria en los primeros años del siglo XX
empezaron por atacar el sistema anterior representado en la novela por la obra galdosiana.
Bastará con recordar que nuestro escritor provocó el rechazo de la juventud del 98 ante la
posible propuesta de Galdós para el premio Nobel de Literatura y que fue humillado en Luces
de bohemia (1924) con el ultraje de “Don Benito el Garbancero”, por más que tal insulto no
debe ser atribuido a Valle-Inclán, sino al personaje que lo profiere, el muy poco admirable
Dorio de Gádex.1 Tampoco tuvo mejor suerte la herencia de Galdós entre la generación del
Galdós y la novela española actual
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Novecentismo, pues la novela de aquellos años veinte discurre bajo las consideraciones de
Ortega en sus Meditaciones del Quijote (1914) y en sus Ideas sobre la novela (1925),
centradas en la necesidad de renovación formal como medio para superar el agotamiento de los
temas, en una defensa común del arte deshumanizado, y por ello alejadas, en gran medida, del
sistema novelístico galdosiano, sin duda profundamente “humanizado” por su constante
atención a los conflictos ideológicos, políticos, económicos y sociales de su época.
Habrá que esperar, pues, a la literatura de la posguerra para encontrar, entre los autores de
reconocida relevancia en los años cuarenta y cincuenta, novelas importantes en las que se
recoge, asimila y transforma la herencia de Galdós. Así se manifiesta en obras hoy poco
recordadas como ¡Hay… estos hijos! (1943), de Juan Antonio Zunzunegui, en la serie
novelística La ceniza fue árbol (1944-1972), de Ignacio Agustí, e incluso en la vuelta a la
realidad presente que significó en la inmediata posguerra Nada (1945), de Carmen Laforet.
Los años cincuenta fueron los de la renovación de la novela protagonizada por algunos
autores del 36, con Cela y La colmena (1951) en cabeza, y los jóvenes del Medio Siglo, con
Rafael Sánchez Ferlosio y El Jarama (1956) como adelantados, por los caminos del
neorrealismo y el realismo social. Pero también destacaron entonces algunos escritores
empeñados en rescatar los modos del realismo tradicional, de signo galdosiano, adecuadamente
actualizados con los avances técnicos producidos por la profunda transformación de la novela
occidental en el primer tercio del siglo XX. Entre los más significativos en esta puesta al día del
realismo tradicional brillaron con luz propia escritores que gozaron entonces del éxito, como
José María Gironella con su celebrada trilogía novelística sobre la guerra civil (publicada entre
1953 y 1966), otros que tardarían años en obtener su merecido reconocimiento, como Gonzalo
Torrente Ballester en la trilogía Los gozos y las sombras (1957-1962), y algunos más que no
llegaron a la consagración pública que reclamaban sus obras de alto mérito literario, como, por
ejemplo, el gallego Eduardo Blanco Amor en La catedral y el niño (1956). Y también habría
que recordar en esta década las dos mejores novelas del ya citado Zunzunegui: Esta oscura
desbandada (1952) y La vida como es (1954), por más que en ellas el autor vasco no haya
logrado armonizar la influencia de la prosa vanguardista (leída en Ramón Gómez de la Serna)
con la imitación del realismo galdosiano, lo cual deriva en una técnica narrativa bastante rígida
y trasnochada. En todo caso, la filiación realista de Esta oscura desbandada se manifiesta ya
en la procedencia de su título, tomado de un texto del gran novelista portugués José María Eça
de Queiroz.2
Y no se pueden olvidar las aportaciones de los novelistas españoles exiliados, entre los
cuales algunos de los mayores destacaron por su consciente reivindicación del realismo, como,
por caso, Ramón J. Sender en las nueve novelas de la serie Crónica del alba (1942-1966),
Manuel Andújar en la trilogía Vísperas (1947-1959) y, sobre todo, Max Aub con sus novelas
realistas Las buenas intenciones (1954), La calle de Valverde (1961) y los nuevos “episodios
nacionales” de la guerra civil española completados con procedimientos de crónica, novela
histórica del pasado reciente y cantar épico en las cinco novelas de El laberinto mágico (1943-
1968). La imagen del laberinto preside su interpretación de nuestra guerra civil, con el
propósito ya confesado por el autor en su Discurso de la novela española contemporánea
(1945), en defensa de una poética realista que remite a la herencia galdosiana, entre otros
precedentes: “Duro es nuestro porvenir -afirmaba el autor-, pero no por eso deja de serlo.
Posiblemente nuestra misión no vaya más allá que la de ciertos clérigos o amanuenses en los
albores de las nacionalidades: dar cuenta de los sucesos y recoger cantares de gesta. Labor
oscura de periodistas alumbradores”.
VIII Congreso Galdosiano
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Los años sesenta y setenta se caracterizaron por un acusado experimentalismo en el curso
de la novela española. Tampoco fue aquella una época propicia para la relectura de la obra
galdosiana. Al contrario, su herencia fue rechazada y aun atacada con encono por novelistas
que marcaron el signo experimental de la novela española en aquellos tiempos de manierismos
que concentraron el máximo interés de los textos en el proceso de elaboración formal de su
discurso narrativo, en perjuicio de los elementos tradicionales del relato como el argumento y
los personajes. Fueron años dominados por un extremado experimentalismo que acabó
desembocando en la novela poemática, la metanovela e incluso la antinovela, lejos de toda
representación mimética de la realidad. Uno de sus mayores exponentes está en los textos de
Juan Benet, autor de virulentos ataques contra la obra literaria de Galdós, prodigados como
una forma de defensa de la novela escorada hacia el discurso y alejada de todo referente
tomado de la realidad y aun del arte de contar historias.3 Era la manera de novelar cultivada
por el autor de Saúl ante Samuel (1980) y por los hermanos Juan y Luis Goytisolo en sus
obras más experimentales, como, por ejemplo, Reivindicación del Conde don Julián (1970),
del primero, y la serie narrativa de Antagonía (1972-1981), del segundo.
Sin embargo aun cabe recordar, entre tantos experimentalismos en la novela de aquellas
décadas, la presencia vivificadora de la obra galdosiana en la estructura dialogada de la
tetralogía de José María Vaz de Soto iniciada con Diálogos del anochecer (1972) y acabada
con Diálogos de la alta noche (1982), en la poética realista que sustenta las novelas de Isaac
Montero y en la superación de las limitaciones del realismo social en Últimas tardes con
Teresa (1966), excelente novela de Juan Marsé, para quien “la narrativa del XIX siempre fue la
novela por excelencia, aquella en la que se cuenta una historia con personajes para fascinar al
lector”,4 por decirlo en palabras del autor barcelonés.
Pero lo que se impuso en los sesenta y setenta fue el experimentalismo, a veces a ultranza,
que aún perduró durante los ochenta. Y también semejantes excesos debían ser corregidos.
Puesto que los manierismos —tantas veces gratuitos— de aquella narrativa deshumanizada
llevaron a la novela española a un callejón sin salida y a sus lectores a preferir las obras de los
grandes novelistas hispanoamericanos, encabezados por Mario Vargas Llosa y Gabriel García
Márquez. Así, en los años ochenta, se fue imponiendo la necesidad de recuperar para la
narrativa el arte de contar historias y, de paso, recobrar también para la novela española a sus
lectores naturales. En tal empeño destacaron algunos autores de la segunda oleada
generacional de la promoción del 68, como Eduardo Mendoza, Luis Mateo Díez y otros en los
cuales sí podemos encontrar una latente influencia de la obra galdosiana. Por ejemplo, en El
misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982), ambas de
Eduardo Mendoza, con lúdica simbiosis de resonancias picarescas, galdosianas y barojianas; y
no me cabe duda de que la lectura de Galdós, bien asimilada y diluida entre las personales
preferencias por Cervantes y por los novelistas del neorrealismo italiano de la posguerra, entre
otros fervores literarios del siglo XX, ha estado presente en la creación del espacio imaginario
provincial y su mundo de perdedores en las primeras novelas de Luis Mateo Díez, sobre todo
en la trilogía que se abre con Las estaciones provinciales (1982) y concluye con El expediente
del náufrago (1992).
Y así llegamos a las últimas décadas en la novela española actual, a caballo entre los siglos
XX y XXI. En estos años de completa libertad en la creación literaria y de muy amplia
diversidad en las tendencias narrativas de nuestro tiempo la presencia de la obra galdosiana
puede encontrarse en novelas de autores tan importantes como Rafael Chirbes, Manuel
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Longares, Almudena Grandes y Arturo Pérez-Reverte, entre otros que no han alcanzado el
reconocimiento de los cuatro citados.
Rafael Chirbes ha llegado a su madurez literaria dando cima a una valiosa trilogía
novelística sobre la guerra y la posguerra españolas. Comienza con La larga marcha (1996),
continúa en La caída de Madrid (2000) y concluye con Los viejos amigos (2003). Con cada
una de estas novelas el prestigio de Chirbes no ha hecho más que aumentar hasta convertirse
en uno de los novelistas actuales más respetados y con mayor crédito entre la crítica más
solvente. Su trayectoria narrativa, coherente y de probada fidelidad artística y moral, sin
altibajos ni concesiones comerciales, y su compromiso con la tarea de novelar el tiempo que le
ha tocado vivir y los años que nos han precedido hacen de Chirbes un novelista necesario en
esta época regida por el descrédito de la memoria y las manipulaciones de la Historia. En tal
encrucijada, el autor valenciano se ha guiado por su voluntad de dar cuenta de su tiempo
histórico con una actitud moral sustentada en la objetividad y la comprensión de las veleidades
del comportamiento humano en sus diversos estímulos y reacciones en un entorno tan
cambiante.
Estas tres novelas, independientes entre sí, forman una trilogía tanto por las conexiones de
la historia referida como por la construcción de sus textos. La larga marcha ofrece un magno
fresco de padres e hijos supervivientes de una tragedia en su “larga marcha” que va desde la
guerra civil hasta la inmensa noche de la posguerra, con tantos porvenires robados,
incomprensiones e ilusiones traicionadas. Con una distribución semejante, La caída de Madrid
da cuenta de la situación personal, familiar, económica, social y política de algunos personajes
representativos de la sociedad española en 1975. Esta novela se localiza en el día anterior al de
la muerte de Franco, cuando unos esperaban la desaparición del dictador, con fervor
revolucionario en pro de una España diferente, otros se debatían en su incertidumbre por el
futuro de sus negocios acrecentados al calor del régimen franquista y muchos afrontaban la
vida abismados en su propio vacío de cada día.
Finalmente, con Los viejos amigos se cierra esta trilogía empeñada en la revisión crítica de
nuestro presente y pasado inmediato con una recreación memorial muy necesaria en estos
tiempos tan interesadamente desmemoriados. La principal novedad se manifiesta en la
construcción formal de la novela. Pues, a partir de una cena en la que se reúnen en Madrid los
miembros de una antigua célula comunista, los principales componentes de aquella agrupación
rememoran sus respectivos pasados y los recrean, cada uno desde su personal punto de vista,
en alternantes monólogos en primera persona que acaban componiendo una novela coral,
polifónica, en equilibrado concierto de voces cuyo testimonio alcanza un significado individual
y colectivo. Porque la trilogía entera es literatura necesaria, en donde la historia se hace carne
de vida auténtica, y el dolor y el fracaso de sus criaturas explican nuestro presente y el pasado
cercano del que venimos y en el que todos perdimos algo.
Almudena Grandes es, tal vez, la escritora de hoy que mejor representa y ejemplifica en sus
narraciones aquella imagen de la novela decimonónica con tantas capas y envolturas como las
de una cebolla, por su atención pormenorizada a múltiples aspectos y pliegues de los
personajes y del mundo narrado. Sus novelas parecen deudoras del realismo galdosiano tanto
en la extensión y calado de sus creaciones como en la técnica empleada en la narración de sus
historias. Y la admiración de la autora por Galdós quedó plasmada en un reciente artículo
publicado en El País como acompañamiento a la edición de Fortunata y Jacinta promovida
por dicho periódico en el año 2005. Allí la mayor obra de Galdós era calificada por Grandes
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900
como “novela inmensa, emocionante, monumental”, su autor era considerado como “un
novelista tan grande que se convirtió en una metáfora del género que cultivaba” y terminaba
invitando a la lectura de “la obra maestra del otro gran novelista español de todos los
tiempos”.5
También las novelas de Almudena Grandes tienen varias capas en su proyecto de recrear la
historia sentimental de las mujeres españolas en la posguerra. Las más representativas son
Malena es un nombre de tango (1994), Atlas de geografía humana (1998) y Los aires
difíciles (2002). Cualquiera de las tres viene aquí como de molde para nuestro propósito. Sólo
por afán de acercarnos a la más estricta actualidad, me detendré algo más en la última. En Los
aires difíciles, quinta novela de la autora madrileña y, quizás, la mejor de las suyas,
encontramos un modelo de novela que lo tiene casi todo, como la cebolla que ha ido creciendo
en todos los sentidos. Hay una historia —incluso dos— apasionante que contar; una capacidad
fabuladora torrencial que integra la narración del naufragio de unas vidas rotas con la
exploración de pasiones y sentimientos de sus protagonistas; la minuciosa introspección
psicológica en el alma herida de sus criaturas, sin descuidar otros aspectos en la ideación de
espacios y ambientes compartidos por unas personas a quienes el destino ha negado una vía
hacia la felicidad; y una prosa elaborada en sus componentes retóricos, pocas veces ampulosa,
en general de suma eficacia narrativa por ajustarse el estilo y el ritmo al movimiento interno
del relato.
Esta novela está construida según modelos galdosianos del realismo, que aquí es de la mejor
ley, depurado de anacrónicas adherencias que la renovación novelística del siglo XX ha dejado
ya en el camino. Nos encontramos, pues, ante una novela de gran calado, con una fecunda
combinación de narración, descripción y diálogo, contada por un poderoso narrador
omnisciente cuya presencia se adivina en todas partes y no se ve por ninguna porque sabe
ceder la visión a los personajes para desnudar sus corazones y la memoria de su naufragio
existencial mediante el estilo indirecto libre (que, a veces, da paso a ráfagas de auténtico
monólogo interior). Si, además, la historia de estos seres en trance de recomposición se cuenta
de modo que la suspensión de la intriga discurre hábilmente graduada en movimiento creciente
hasta el desenlace, con sucesivos clímax en la pormenorizada y fragmentaria recreación de unas
vidas que sólo al final encuentran la paz, no cabe más que proclamar el alto mérito literario de
esta espléndida novela realista, psicológica, de sentimientos y ambiciones con alcance
individual y colectivo, y muy generosa con el lector por la atención que concede a todos los
pliegues del discurso.
Pasado y presente se funden con armonía en la trama de una historia múltiple en la que
alterna la narración de la vida de sus dos protagonistas, con múltiples retrospecciones a sus
accidentadas memorias familiares y amorosas, antes por separado, ahora en una cada vez más
próxima convivencia de vecinos y amigos. Ellos han comprobado que los “aires difíciles”
asustan pero limpian el ambiente. Así pasa con el enorme peso de su experiencia de fracaso,
dolor, amargura y remordimiento, abiertos al fin a nuevos horizontes, como abierta queda
también esta novela conmovedora por los vericuetos explorados en la psicología profunda de
los personajes principales y por la riqueza de sensaciones y matices expresados en su historia
llena de vida.
Entre los novelistas de los últimos años que mejor han sabido explorar los espacios de
Madrid como territorio literario cargado ya de muy larga tradición —la que viene de Galdós es
fundamental— hay que destacar a Manuel Longares por su excelente novela Romanticismo
Galdós y la novela española actual
901
(2001). Esta novela y la ya citada La caída de Madrid, de Rafael Chirbes, han acometido el
proceso de novelar el cambio político durante la transición y las transformaciones operadas en
la sociedad madrileña, con atención a diferentes sectores sociales en la obra de Chirbes y con
especial hincapié en la burguesía madrileña del emblemático barrio de Salamanca en la de
Longares.
Romanticismo aborda con actitud lírica y mirada irónica el momento histórico de aquella
burguesía improductiva, poseída por el miedo a los cambios que se avecinan con la muerte de
Franco y dispuesta a abrir sus ojos a sectores de la clase media para acomodarse a los nuevos
usos sociales, sin ceder ni un palmo en la defensa de sus intereses económicos. Al mismo
tiempo los personajes de la clase media que por su trabajo entran en el reducto privilegiado del
barrio de Salamanca comprenden que, a pesar de los cambios en las costumbres y en la moral
de la burguesía adinerada, aquel territorio sigue siendo inexpugnable para los nacidos fuera de
las poderosas familias del céntrico barrio madrileño. Sólo fue un tiempo de “romanticismo” en
que unos y otros columbraron la posibilidad de un mundo mejor, algunos en el otoño de sus
vidas con sus insatisfacciones y ansias adormecidas, otros más abiertos al orden nuevo con las
ilusiones que da la juventud, aunque cada cual acabe clavado en el lugar donde estaba. Porque,
como explica el hijo de un juez depurado políticamente, por mucho que hayan cambiado las
apariencias, “para ellos somos lo que sabes y valemos lo que les aporta nuestro trabajo. En este
mundo todo es como ellos quieren”.6 Con lo cual esta novela descubre así la inagotable
capacidad de la burguesía para acomodarse a cada situación en defensa de sus privilegios. Y la
narración, ambiciosa en su realismo abarcador de un tejido social con más de cien personajes,
escrita con brillantez en su prosa envolvente, de impecable factura clásica, imaginativa y de
altas calidades poéticas, se redondea como un acabado producto con los mejores logros de las
novelas de amplio vuelo y firme pulso narrativo. He aquí una muestra de artística renovación
de la herencia galdosiana en esta exploración de la sociedad madrileña en la transición, por la
envergadura y variedad del mundo narrado, enriquecidas con la selección y fecundación de
ciertas palabras clave potenciadas como elementos de caracterización de ambientes y
personajes en el estilo de la novela.
Y para llegar a nuestros días en esta revisión del legado galdosiano en la novela española
actual, nada me parece mejor que traer a colación ahora la última obra de Arturo Pérez-
Reverte. Sus resonancias galdosianas afloran ya en su mismo título: Cabo Trafalgar (2004),
que remite al primero de los Episodios nacionales de don Benito. Como en las de Galdós, la
historia siempre ha estado presente en las novelas de Pérez-Reverte, en este caso hábilmente
combinada con intrigas de aventuras y lances folletinescos, que el autor de Cartagena aprendió
en sus apasionadas lecturas de los grandes novelistas del siglo XIX. Entre sus maestros ha
reconocido siempre en un lugar de primera fila al francés Alejandro Dumas, homenajeado en su
novela El Club Dumas (1993).
En las novelas de Pérez-Reverte más entroncadas con la actualidad la documentación
histórica sorprende por la gran cantidad de datos que maneja y por su exactitud, como se pone
de manifiesto, por citar el ejemplo de una de sus novelas más recientes, en La Reina del Sur
(2002). Esto mismo se observa también en Cabo Trafalgar, novela escrita para conmemorar el
bicentenario de la histórica batalla naval que tuvo lugar el 21 de octubre del año 1805 entre la
escuadra hispano-francesa y la inglesa en aguas del cabo Trafalgar, y que ya Galdós había
novelado en el primero de sus Episodios nacionales, bajo el rubro de Trafalgar. También aquí
sorprenden la exactitud y la abundancia de datos que enriquecen la documentación histórica y
técnica de este “relato naval”, así presentado en el subtítulo. Y, como ha señalado Sanz
VIII Congreso Galdosiano
902
Villanueva en las anteriores novelas de Pérez-Reverte, “el mérito del escritor no está en las
abundantes averiguaciones en que se apoya sino en el acierto con que se utilizan”.7 Porque,
una vez más, estamos ante un relato de acción que mantiene el interés del lector aun sabiendo
que el desenlace acaba con la estrepitosa derrota hispano-francesa.
El autor ha procedido con su probada habilidad en la dosificación y distribución de la
copiosa documentación histórica y técnica, que produce sus mejores frutos en la descripción de
los navíos y la evolución de los mismos en el transcurso de la batalla. Para poder hacerlo sin
dejar de atraer al lector no especializado en cuestiones navales se incluyen dibujos de un navío
de 74 cañones visto desde distintos ángulos y con los nombres de sus elementos principales.
Todo esto (junto con algunos planos de documentación táctica e histórica) permite al autor
manejar en el relato, con naturalidad, los nombres de las diferentes partes de los navíos así
como la evolución de los mismos en el fragor del combate, a la vez que se facilita al lector
poder seguir la narración con el conocimiento exacto de cuáles son los barcos más importantes
tanto por su estructura como por los oficiales que los mandan.
El desarrollo de la batalla sigue el orden lineal de los hechos, como en una narración
tradicional. En una “Nota del autor” se garantiza la veracidad histórica de lo que se cuenta.
Pero, del mismo modo que Galdós inventó el personaje itinerante de Gabriel Araceli para
relacionar los Episodios de la primera serie, Pérez-Reverte inventa en su novela el navío
Antilla, desde el cual se observa y se narra el combate. También como Galdós en su “episodio
nacional”, el autor de Cabo Trafalgar hace uso abundante y fluido de términos y registros del
habla popular (pródiga en anacronismos lingüísticos), en este caso con mayor amplitud y
frecuencia que en el relato galdosiano, más comedido y ceñido en sus voces populares a la
lengua de algún personaje de baja extracción social caracterizado por sus coloquialismos y
deformaciones idiomáticas (en concreto, el personaje de Marcial). Y también de igual modo
que en la novela realista del siglo XIX, la narración de Cabo Trafalgar se completa con una
fuerte implicación autorial, como en otras novelas de Pérez-Reverte, perceptible aquí en la
defensa del valor de unos marinos españoles abandonados a su aciago destino por unos
políticos corruptos, en una escuadra compuesta, en gran medida, por chusma reclutada a la
fuerza en los bajos fondos gaditanos. La crítica más feroz se concentra en Godoy, responsable
del estado comatoso de España por inutilidad del rey, y en el necio almirante francés
Villeneuve. Pero el autor, en su afán de objetividad, dirige también su mirada crítica al
prestigioso almirante español Federico Carlos Gravina, por sus “buenas maneras” en el
seguimiento de los deseos de Godoy. Hay, pues, en el relato una eficaz combinación de aliento
épico en la desesperada lucha por la dignidad en los marinos españoles y de rabiosa crítica de
componendas y corrupciones entre políticos y gobernantes.
Podrían citarse algunas novelas más de última hora. Por ejemplo, la magna recreación de la
metamorfosis de la ciudad de Madrid a lo largo del siglo XX plasmada en el gran fresco
novelístico construido por Raúl Guerra Garrido en La Gran Vía es New York (2004); o la
dilatada recreación histórico-social de la evolución de Bilbao y la sociedad vasca desde finales
del siglo XIX hasta un pasado reciente acometida por Ramiro Pinilla en su trilogía Verdes
valles, colinas rojas, de la sólo han aparecido hasta la fecha los dos primeros volúmenes: La
tierra convulsa (2004) y Los cuerpos desnudos (2005) ; e incluso el testimonio desgarrador
expuesto por Dulce Chacón en su novela coral La voz dormida (2003) y su reivindicación de la
memoria de los vencidos en la historia cainita que fue la guerra civil, con predominio de las
mujeres, a quienes se les da la voz para reconstruir su sufrimiento colectivo en aquella épica
lucha por mantener la dignidad entre tanta desesperación y odio. Finalmente, sólo por afán de
Galdós y la novela española actual
903
llegar a hoy mismo, citaré la reciente novela del aun joven Fernando Royuela, Violeta en el
cielo con diamantes (2005), un relato del aprendizaje en el cual se incluye un episodio con las
estrategias de la corte borbónica desde su exilio en Estoril para defender la línea sucesoria de la
Corona de España. “La inclusión de este episodio —según explica el crítico Miguel García-
Posada— confiere al texto cierto sabor galdosiano y hace del narrador una suerte de nuevo
Gabriel Araceli o Salvador Monsalud”.8
Pero ya no conviene alargarse más en la búsqueda de otras reminiscencias galdosianas en la
novela española de última hora. Porque las más importantes quedan reseñadas. Y el tiempo
disponible para esta intervención aconseja poner punto final. Acabaré, por tanto, con algunas
conclusiones que me parecen significativas. La presencia de Galdós en la novela española de
hoy está muy diluida en la obra de algunos autores importantes, como los citados en esta
escueta revisión. Su herencia es inmensa y aparece, en los mejores casos, asimilada y depurada
de molestas adherencias de la narrativa decimonónica que la profunda renovación de la novela
en el siglo XX ha dejado atrás para siempre. Por eso la influencia de Galdós y de toda la novela
decimónica es mucho más clara en novelistas actuales de segunda o tercera fila que poco o
nada aportan a la evolución del género narrativo, precisamente por haberse quedado
anquilosados en unos modos de novelar que ya son del pasado y hoy resultan de muy escasa
eficacia. Por último, creo que la novelística galdosiana encuentra sus más valiosos herederos en
quienes, aparentemente, no parecen serlo: aquellos novelistas con talento que han leído al
autor canario, lo han asimilado y situado en primera línea de una fecunda tradición literaria que
los mejores saben recibir como una herencia que se regala y no como una deuda que hay que
pagar. Así lo podemos comprobar cada semana quienes nos dedicamos a la discutida
y hermosa tarea de escribir sobre los autores y las novelas de nuestra vida literaria de
última hora.
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NOTAS
1 Las palabras de Dorio de Gádex constituyen una réplica en apoyo de la propuesta enunciada por Clarinito
para llevar a Max Estrella a la RAE: “Precisamente ahora está vacante el sillón de Don Benito el
Garbancero” (Luces de bohemia, escena cuarta).
2 Estas dos novelas de Zunzunegui han sido reeditadas en colecciones de clásicos recientemente: La vida
como es, con Prólogo de Pilar García Madrazo, en Castalia, Madrid, 2000. Y Esta oscura desbandada,
con prólogo de Ignacio Soldevila, en Visor/Comunidad de Madrid, 2005.
3 El artículo de Juan Benet “Sobre Galdós”, publicado en 1970, fue incluido en la recopilación de Artículos,
Volumen I, (1962-1977). Madrid. Ediciones Libertarias, 1983, p. 89. A esta parcial visión antigaldosiana
de Benet respondió Isaac Montero en defensa del novelista canario, lo cual provocó la encendida réplica
benetiana en “Respuesta al señor Montero”, en Cuadernos para el diálogo, 23 (diciembre de 1970),
pp. 75-76.
4 Tomo estas palabras de la inteligente introducción de Fernando Valls, “Noticia de Juan Marsé y “Ronda del
Guinardó”, a su reciente edición comentada de esta novela de Marsé, en la colección “Clásicos y
modernos”, de la editorial Crítica. Barcelona, 2005. La cita en p. 11.
5 El artículo de Almudena Grandes dedicado a Fortunata y Jacinta apareció en El País, 13 de febrero de
2005; p. 46.
6 Cfr. Manuel Longares: Romanticismo. Alfaguara. Madrid, 2001. La cita en p. 491.
7 Cfr. Santos Sanz Vilanueva: “Lectura de Arturo Pérez-Reverte”, en AA.VV.: Mostrar con propiedad un
desatino. La novela española contemporánea. Eneida. Madrid, 2004, pp. 65-95. La cita en p. 79.
8 Véase la reseña que Miguel García-Posada publicó en “ABC Cultural” el 14 de mayo de 205; la cita en
p. 16.