GALDÓS: TEORÍA COMPARADA DE LA NOVELA
Darío Villanueva
Semanas antes del comienzo del presente congreso galdosiano, dedicado en esta su novena edición al tema general de ―Galdós y la gran novela del siglo XIX‖, se conmemoraba el cincuentenario de una famosa conferencia que Charles Percy Snow pronunció el 7 de mayo de 1959 en la Universidad de Cambridge bajo el título de The Two Cultures. De ella se sigue recordando —y debatiendo— el planteamiento de un asunto que mantiene plena vigencia: la absoluta falta de comunicación entre los humanistas y los científicos, entre los que él denominaba ―intelectuales literarios‖ y los pensadores consagrados al estudio de las ciencias matemáticas y naturales, ruptura a la que fatalmente condujo el desarrollo y la compartimentación del conocimiento.
Lord Snow hablaba de ello con autoridad y pleno dominio de causa. Además de físico y servidor público vinculado al Ministerio británico de Tecnología, fue un reconocido novelista, autor, entre otros títulos, de una saga de once novelas que lleva por título unitario Strangers and Brothers y que fue apareciendo entre 1949 y 1970. En consecuencia, le acompañaba la máxima credibilidad cuando en su ―Rede Lecture‖ de hace ahora cincuenta años Snow protestaba porque en ciertas reuniones de personas consideradas cultas en un estricto sentido humanístico se criticase la incultura de los científicos experimentales sin que, sin embargo, ninguno de los presentes fuese capaz de enunciar el segundo principio de la termodinámica. A efectos de una cultura armónica y comprehensiva, ignorar la ley de la entropía le parecía algo tan reprobable como no haber leído al menos una obra de Shakespeare. Snow, que entre otras muchas responsabilidades tuvo la de ser rector de la universidad escocesa de St. Andrews, propugnaba a estos efectos una educación integrada que recuperase en la medida de lo posible la mejor herencia renacentista del ―uomo universale‖ y la aproximación, en todo caso, de los lenguajes de las dos culturas en aras de una unidad imprescindible para comprender en toda su complejidad al ser humano y a todo lo que le rodea.
Con semejante prólogo a mi conferencia plenaria sobre ―Galdós: teorìa comparada de la novela‖ no debo demorar ya más la justificación, que hasta el momento puede parecer peregrina, de cómo la figura de Charles Percy Snow tenga algo que ver con el cometido que este congreso galdosiano me ha encomendado. Y lo intentaré recordando otra obra, no tan conocida como debiera, del autor de ―The Two Cultures‖, y ejemplificando el cumplimiento de aquel sincretismo científico-literario que su conferencia de 1959 propugnaba en la figura de uno de los más destacados novelistas franceses del siglo XIX: Émile Zola.
C. P. Snow, autor también de una biografía de Anthony Trollope, publicó en 1978, dos años antes de su muerte, un ensayo titulado The Realists, sobre ocho novelistas que responden a tal definición. Tres son franceses: Stendhal, Balzac y Proust; dos, rusos: Dostoievsky y Tolstoi; otros tantos escribieron sus obras en inglés, Charles Dickens y Henry James. Pero no falta un capítulo consagrado a Benito Pérez Galdós, que resulta hasta cierto punto insólito dado el secular desdén de los intelectuales aglosajones hacia la literatura española, de la que solo se salva, et pour cause!, Miguel de Cervantes.
No se le ha reconocido lo suficiente a Lord Snow su papel de valedor internacional de don Benito, quien tan pocos ha tenido en comparación con su soberbia envergadura novelística, equiparable a la de los grandes autores del XIX. Así lo proclama el autor de The Realists, que incluso lleva su encendida admiración por Galdós hasta el extremo de afirmar que ―he can be compared with Balzac, and not be diminished by the comparison‖ (Snow, 1978: 217), pues, entre otros extremos, aprecia en el español un mejor conocimiento de las clases más
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desfavorecidas de la sociedad: ―Balzac had the greater projective power, partly because he simplified more, but Galdós at the height of his gift had plenty. In social range the advantage was slighty on Galdós‘ side. Balzac could explore most of Paris with complete familiarity. Galdós did the same with Madrid, and was intimate, as Balzac wasn‘t, with the lower depths‖ (Snow, 1978: 231).
Frente a tan justitificada valoración del novelista canario hay que registrar algunas decepciones. Así por ejemplo el gran maestro del comparatismo norteamericano Harry Levin (1974: 553), en su gran libro, de homérico título, The Gates of Horn (A Study of Five French Realists), que data de 1963, obra centrada en tres escritores también estudiados por Snow —Stendhal, Balzac y Proust— más Flaubert y Zola, hace cumplidas referencias a otros realistas, desde Turgueniev a James, pero tan solo menciona una vez a Galdós para destacar la deuda de los Episodios Nacionales con La Comédie Humaine. Y su discípulo Donald Fanger (1970) se olvida ya por completo de don Benito en su estudio sobre Dostoievski en relación con Balzac, Dickens y Gogol publicado en 1967.
Estos datos hacen doblemente meritoria la excepción de C. P. Snow a la hora de situar a Benito Pérez Galdós en el contexto que por derecho propio le pertenece: el de las cimas más relevantes del realismo decimonónico. No dejaron de influir, con todo, en él ciertas mediaciones de tipo personal que el propio Snow revela en el prefacio a The Realists, en particular la de David Ley, corresponsal en Londres de la Revista de Occidente y antiguo agregado cultural del la embajada británica en Madrid, o, sobre todo, la del destacado galdosista Pedro Ortíz Armengol, al que Snow trató cuando se desempeñaba como ministro consejero en nuestra embajada en el Reino Unido. Ambos amigos, unidos por un mismo fervor galdosiano, no solo consiguieron transmitírselo a Snow sino que también le proporcionaron ―their own material, published and unpublished, ansewered questions, corrected blunders of fact and interpretation, and discussed matters of judgement‖ (Snow, 1978: xiv).
Otro discípulo de Harry Levin, Claudio Guillén (1989: 13), en el prólogo a uno de sus libros publicados ya a su regreso definitivo a nuestro paìs le confiesa al ―lector amigo‖ lo siguiente: ―¡Si supieras lo que me cuesta situar un tema español exclusivamente en el ámbito de España!‖. Esta confidencia bien podrìa servir como divisa a los comparatistas españoles que, de uno u otro modo, todos somos también discípulos suyos, y en todo caso sigue constituyendo todo un inexcusable programa de trabajo para con la inmensa personalidad literaria de Benito Pérez Galdós. Algo que ya estaba en el incipit de esa obra fundamental que sigue siendo Galdós, novelista moderno. Allí, Ricardo Gullón no dejaba lugar a dudas a este respecto cuando afirma que ―para entender mejor la significación de Galdós es necesario situarle en el panorama de la gran novela del siglo XIX, época en que aparecieron en prodigiosa sucesión las obras de Balzac, Stendhal, Dickens, Jane Austen, Dostoievski, Tolstoi y James‖ (Gullón, 1987: 35). Y en este estudio imprescindible, cuya primera versión data de hace ya más de medio siglo, don Ricardo le dedica ya, como bien se recordará, un breve capítulo inicial a aquel objetivo, que nunca desatenderá del todo en obras posteriores.
Tampoco lo harán otros destacados críticos españoles, desde Francisco Ayala a Germán Gullón, pero es de justicia reconocer que fue Stephen Gilman el que llevó más lejos, hasta el momento, el intento de situar a Galdós en el panorama internacional de la novela realista. Su libro de 1981, pronto traducido al español (Gilman: 1985), sobre Galdós and the Art of the European Novel: 1867-1887 incide en sus contactos con Balzac, Dickens y Zola, sin olvidar interesantes referencias a Mark Twain. Pero es evidente que queda todavía mucho por hacer, y este noveno congreso de Las Palmas, convocado bajo el lema de ―Galdós y la gran novela del siglo XIX‖ puede y debe proporcionarnos una ocasión privilegiada para continuar con la tarea pendiente.
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Por supuesto que, en tal propósito, no haremos sino prolongar una línea de reivindicación galdosiana que no ha dejado de tener, en los últimos decenios, otros hitos señalables. Pienso, por caso, en otro congreso, que tuvo lugar en la Universidad de Harvard en otoño de 1987 con motivo del centenario de Fortunata y Jacinta, especialmente concebido para promover el reconocimiento internacional de nuestro escritor y dedicado a la memoria, precisamente, de Stephen Gilman. Coincidía también con una novedad editorial muy significativa a estos efectos: la traducción al inglés de aquella novela realizada por Agnes Moncy para la Georgia University Press (1987), aspecto éste, el de las traducciones que merece comentario aparte.
Entre otras ponencias de mérito, es de destacar la que inauguró el congreso, encomendada al destacado germanista del University College de Londres Joseph Peter Stern, especialista en Arthur Schnitzler, Nietzsche, Thomas Mann, Kafka y Ernst Jünger, así como también autor de una reconocida monografía teórica sobre el realismo (Stern, 1973).
Su contribución versó, precisamente, sobre ―Fortunata y Jacinta in the Context of European Realism‖, en la que extiende las concomitancias existentes con el arte narrativo de Galdós a otros autores europeos además de los ya obvios, como es el caso de Alessandro Manzoni, George Eliot y el checo Jan Neruda, sobre todo a partir de su tratamiento interclasista de la sociedad praguense en sus famos Cuentos de Malá Strana (1877). No olvida tampoco, en clave de referencia galdosiana, otra gran figura preterida en el panorama general del realismo, y rigurosamente coetánea de la nuestra: Theodor Fontane, al que Stern (1994: 18) califica como ―the greatest of the German realists‖.
El esfuerzo del germanista era digno de todo encomio. Fue inducido por una amistosa sugerencia de Anthony Close, y contó con la apoyatura crítica del ya mencionado libro en inglés de Stephen Gilman. Pero el propio Stern reconoce su desconocimiento del español, y que, por lo tanto, su trabajo sobre Fortunata y Jacinta comenzó a pergeñarse sobre una versión alemana resumida, que Kurt Kuhn había publicado en 1961 en Zürich, y pudo completarse con ciertas garantías gracias a la traducción completa al inglés que Agnes Moncy acababa de presentar.
P. C. Snow establece, por su parte, varios paralelismos entre Galdós y Henry James, y uno de ellos repara precisamente en que ambos fueron insuficientemente conocidos fuera de sus respectivas comunidades lingüísticas, con una diferencia destacable: en el mundo hispano, nuestro escritor gozó de gran predicamento y popularidad a uno y otro lado del Atlántico mientras que, paradójicamente, el autor de Washington Square y The Bostonians ―he was much more of a figure in England than in America‖ (Snow, 1978: 295).
Ambos fueron desde muy pronto escritores profesionales, y, por los mismos años, candidatos fallidos al Nobel; sus problemas económicos dieron lugar a iniciativas asimismo poco eficaces para arroparlos mediante suscripciones populares; y los dos sucumbieron, con éxito desigual, ante la seducción del teatro en una etapa madura de sus respectivas carreras. Quizá por deficiente información, Snow no repara en lo que precisamente para nosotros será el objeto central de nuestro estudio comparativo de Galdós y James, enriquecido por un tertium comparationis de extraordinaria entidad: Émile Zola. Me refiero a la reflexión teórica y crítica sobre la novela, lo que lleva al intelectual inglés a proclamar a propósito del autor de The Wings of the Dove que ―no writer has written so articulately about how he wrote‖ (Snow: 1978, 289). Pero les diferenciaba (a Galdós y a James) el hecho de que éste útimo ―was not a controversial figure in a political sense‖ (Snow, 1978: 291).
Pérez Galdós sí lo fue en su país, lo que lo identifica hasta cierto punto, según Snow, con Tolstoi en Rusia. Nuestro escritor, ―the moral leader of liberal Spain‖ (Snow, 1978: 250), se caracterizó por una ―anticlerical ferocity‖ combinada, sin embargo, con ―a strong religious feeling‖ lo que, según Snow, parecìa simplemente perverso ―in a Protestant or secular country‖ (Snow, 1978: 226).
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Al abordar este asunto, se está sugiriendo, desde la perspectiva distanciada de un escritor, científico e intelectual inglés que admira a Galdós, una de las posibles causas de su incomprensible ausencia en la nómina universal de los grandes realistas. ―He was not much known outside his own country‖ (Snow, 1978: 252), donde era un intelectual controvertido, lo que no dejó de influir en que finalmente, y con la intervención de algunos de sus compatriotas, no le fuese otorgado el premio Nobel. Snow (1978: 247) reconoce el esfuerzo del escritor viajando ―all over Europe to help his books get international fame‖, pero concluye con una afirmación que no deja de parecernos paradójica.
Cierto es que desde la publicación en 1873 de los primeros tomos de los Episodios Nacionales su autor se convirtió en una figura de primera relevancia en España. Pero, añade Snow:
It is possible that becoming a national hero made it more difficult for Galdós‘ to become an international one. Spain was a backward and powerless country, right outside the mainstream. No one in England or France was likely to be interested in a series of novels about a history of which they knew nothing and cared less (Snow, 1978: 228).
El problema, siempre según Snow, estuvo en que los editores franceses e ingleses, seducidos por el éxito de los Episodios Nacionales en nuestro país, se lanzaron un tanto temerariamente a traducirlos, y la respuesta del público lector no les acompañó. Y como ―if the early translations of a foreign writer don‘t catch on, it isn‘t easy to revive him‖ (Snow, 1978: 229), el terreno quedó calcinado para una recepción positiva como la que merecían, en las lenguas principales, las novelas posteriores que Galdós, con una temática ya estrictamente contemporánea, publicará en los decenios siguientes.
Ciertamente, los dos primeros Episodios Nacionales, Trafalgar y La corte de Carlos IV, fueron puestos en inglés en 1884 y 1886, respectivamente, por una de las más fieles traductoras de Galdós a esa lengua, Clara Bell, que ya se había ocupado de Gloria, de Marianela y de Doña Perfecta en 1882 y 1883. Con parecida asiduidad, el italiano G. Demichelis madruga también con Marianela en 1880 y con La Fontana de Oro en 1890, y en Francia Julien Lugol se encarga de Doña Perfecta por entregas en 1884 —y ya en libro un año después—, de Marianela en 1885 y de El amigo Manso en 1888. Pero en lo que se refiere a aquella saga histórica, con el final de siglo, después de la traducción inglesa de La batalla de los Arapiles por R. Ogden en 1895 y de Zaragoza a cargo de Minna Caroline Smith tres años más tarde, puede darse por clausurada su difusión en esa lengua. Lo más grave, con todo, será, como apuntaba Snow, que esa sequía arrastrará el desconocimiento internacional de La desheredada y de la gran mayorìa de las ―novelas españolas contemporáneas‖. Vìctima especialmente sensible de este desvío será, obviamente, Fortunata y Jacinta, asunto del que se ocupó reivindicativamente el congreso del centenario en Harvard. Baste con añadir, por caso, que la primera traducción italiana de esta obra monumental data de 1926 gracias al trabajo de Silvia Baccani Gianni.
Volviendo al libro de C. P. Snow, nos sorprende, sin embargo, una clamorosa ausencia (o dos, si pensamos también en Flaubert) en el repertorio de ocho novelistas del realismo por él seleccionado. Se trata, obviamente, de Emile Zola, al que se deja de lado por una aplicación exagerada de los contornos diferenciados, supuestamente infranqueables, establecidos por los rubros de novela realista frente a novela naturalista, etiquetas en cuya consistencia paradójicamente Snow parece no creer cuando habla, a este respecto, de una frontera borrosa: ―The line between realism and naturalism is a quavering one‖ (Snow, 1978: 238). La explicación de semejante circunstancia puede hallarse, quizá, en el carácter ensayístico del libro de Lord Snow, subtitulado ―Eight Portraits‖. Efectivamente, en él su autor abandona el
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campo de las ciencias puras no para dar un do de pecho en el de las ciencias humanas, sino para desarrollar su faceta de novelista que escribe sobre novelistas. Nos ofrece, así, otros tantos retratos de escritores a los que admira y ha leído con mayor o menor intensidad, sin proponerse en ningún momento sentar cátedra de ciencia literaria a propósito de cada uno de ellos, sino prestando atención a los aspectos biográficos, anecdóticos, históricos, contextuales y propiamente creativos que en cada caso le interesan.
Y, sin embargo, la ausencia de Zola no deja de ser doblemente extraña. En primer lugar, por la propia entidad de la obra no solo creativa, sino también teórica, del autor de Les Rougon-Macquart, que tuvo, además, la repercusión ecuménica que Snow echa en falta en el caso tanto de Henry James como de Galdós, y que en último término debe atribuirse al hecho de que en el siglo XIX la lengua gala era la que preponderaba sobre las demás en términos de la cultura en general y de la literatura en particular, aparte de que la sociedad literaria francesa era la que marcaba las pautas estéticas y la que en definitiva proporcionaba a escritores de todo el mundo la caja de resonancia para su definitiva consagración internacional.
Pero aquella ausencia resulta hasta cierto punto incomprensible, sobre todo, porque sería difícil encontrar, no solo en la literatura del siglo XIX sino en la de cualquier tiempo, el ejemplo de un escritor que con su creación y con su reflexión justificase más y mejor la voluntad de reintegrar las dos culturas por la que Snow abogaba en su conferencia de 1959, casi veinte años anterior a su libro sobre los realistas en el que nos estamos demorando.
En 1880, Émile Zola reunía en libro varios manifiestos y ―articles de combat‖ que habìa ido publicando en varias revistas y periódicos de Francia y Rusia desde 1877. Su tesis central no era otra que la aplicación a la literatura narrativa del método científico que Claude Bernard había expuesto ya en 1865 en su tratado Introduction à l‘étude de la médicine expérimentale. La propuesta de Zola es feudataria del método de Bernard y se resume en el título de su libro: Le roman expérimental. Si entre los renovadores de la medicina, la experiencia en que se basaba su método consistìa en una observación provocada, habida cuenta de que ―le rétour à la nature, l‘évolution naturaliste qui emporte le siècle, pousse peu à peu toutes les manifestations de l‘intelligence humaine dans une même voie scientifique‖ (Zola, 1971: 59), Zola concluye que el novelista ha de ser también un observador y un experimentador en la procura de una verdad humana y social posible de alcanzar dado el determinismo que rige los fenómenos, principio que el novelista también invoca citando a Charles Darwin.
Del mismo modo que para Benard el experimentador médico es el ―juez de instrucción de la naturaleza‖, su discìpulo literario considerará que los novelistas son, a su vez, los jueces de instrucción de los hombres y de sus pasiones. Para ello, basta con sustituir las novelas ―de pure imagination‖ por otras ―d‘observation et d‘expérimentation‖ (Zola, 1971: 71) capaces de resolver cientìficamente ―la question de savoir comment se comportent les hommes, dès qu‘ils sont en societè‖ (Zola, 1971: 73).
Porque —se pregunta el autor de Nana—, si la Medicina, que era un arte, se había convertido en una ciencia, ¿por qué la literatura no podía alcanzar el mismo estatuto gracias al método experimental? Es bien conocida la definición del mismo que Zola proporciona en su libro de 1880: «En somme, toute l‘opération consiste à prendre les faits dans la nature, puis à étudier le mécanisme des faits, en agissant sur eux par les modifications des circonstances et des milieux, sans jamais s‘écarter des lois de la nature. Au bout, il y a la connaissance de l‘homme, la connaissance scientifique, dans son action individuelle et sociale» (Zola, 1971: 64).
Puede discutirse, sin duda, la viabilidad de semejante programa aplicado al terreno de la literatura; preguntarnos hasta qué punto con las ideas de Darwin, de Bernard, de Charles Letourneau, o con las propuestas de un Taine, un Brachet o un Durand, asimiladas a su manera por un talento fundamentalmente literario como era el del líder de la escuela de Médan, se podía llevar a buen puerto y con rigor el proyecto de una novela científica, pero lo
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que sí es evidente es que Zola responde desde la creación y la teoría literaria al espíritu de un siglo señalado por un desarrollo de las ciencias experimentales nunca antes alcanzado, y que su proclama se convirtió en el asunto más controvertido del momento no solo entre escritores, críticos o historiadores de la literatura sino también entre los científicos positivistas y sus opositores encuadrados en las filas de la reacción religiosa y clerical. Era La cuestión palpitante (1882-1883) de la que también se ocupa en España otra escritora que bien podría figurar, junto con Clarín, en otro libro que, como el de C. P. Snow escribió, trazase el perfil de los más destacables novelistas del realismo.
Denunciada la ausencia del francés en el libro de crítica literaria escrito en 1978 por el autor de Las dos culturas, aquella conferencia de 1959 que también puso en el candelero otra ―cuestión palpitante‖ que todavìa lo sigue siendo, puedo ya abordar por recto el asunto central de mi conferencia. Se trata de realizar un ejercico de teoría literaria comparada a partir de los textos discursivos y críticos sobre la novela publicados simultáneamente por Émile Zola, Henry James y Benito Pérez Galdós. Los tres fueron rigurosamente coetáneos, nacidos en la década de los años cuarenta del siglo XIX —Zola en 1840; James y Galdós tres años después— y fallecidos en 1902, 1916 y 1920, respectivamente. Como novelistas, dieron su primer do de pecho con Térèse Raquin en 1867, con La Fontana de Oro en 1871 y con Roderick Hudson en 1875. Pero incluso se habían manifestado ya con anterioridad como escritores en ciernes interesados por los entresijos del arte literario, sobre todo en su faceta narrativa.
De 1864 datan los primeros artículos de Zola en L‘Echo du Nord y también las primeras ―books reviews‖ de Henry James en la North American Review de la que era editor Charles Eliot Norton. Dos años más tarde, por su parte, Galdós escribe en La Nación de Madrid su semblanza sobre Ramón Mesonero Romanos y Antonio Ferrer del Río. Posteriormente, los tres seguirán desarrollando sus tesis literarias en forma de prólogos a sus propias obras, de críticas a las escritas por otros novelistas, de conferencias, discursos académicos o, incluso, de manifiestos como los de Zola que darían finalmente lugar a ensayos de más amplio aliento.
A este respecto, no podemos soslayar que el escritor francés fue el más sistemático de los tres, quien alcanzó a trascender su praxis creativa y su ejercicio crítico hacia un plano de reflexión teórica susceptible de ser convertida en un cuerpo de doctrina, una metodología y un referente de inspiración científica para gran número de novelistas y de estudiosos de la literatura por el mundo adelante. Nuestro autor, a diferencia del norteamericano, que fue asiduo asistente al cenáculo naturalista, no tuvo, al parecer, trata directo con el maestro de Médan, pero es patente que conoció su producción y su teoría literarias. Henry James, por su parte, escribió reiteradas páginas sobre ambas, y nunca ocultó por escrito su admiración por Zola, lo que no le impidió expresar ciertas objeciones de entidad a su naturalismo. No obstante, me interesa precisar, llegado a este punto, el sesgo que va a adquirir mi presentación comparatista de las respectivas poéticas de la novela de los tres autores sobre los que trabajamos.
Manfred Schmeling (1984), en el libro por él compilado sobre la Teoría y praxis de la literatura comparada diferencia entre una primera estrategia de comparación ―monocausal‖, que se basa y fundamenta en una relación directa y genética entre dos o más miembros comparados, y un segundo tipo de comparación que se da cuando, existiendo una relación de hecho entre obras y autores de diferentes literaturas —en nuestro caso, la francesa, inglesa y española—, se les añade una dimensión extraliteraria, fundada en el proceso histórico, ideológico, estético, social y cultural en el que se insertan los miembros de la comparación.
Nos estamos refiriendo, por supuesto, a ese amplio concepto del ―espìritu de época‖, o, por recurrir al término de la Weltanschaung que Wilhelm Dilthey acuñó en su Introducción a las Ciencias de la Cultura (1914) para referirse a las cosmovisiones compartidas por la Humanidad en cada momento concreto de su Historia. Nuestros tres novelistas y teóricos de la
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novela participan de un mismo contexto epocal, pues sus trayectorias vitales son coincidentes, y como tales coetáneos son objeto de similares influencias intelectuales, condicionamientos materiales o sociales, y pulsiones individuales, a las que dan respuestas tan solo parcialmente diferentes, como tendremos oportunidad de apreciar.
Incluso Henry James y Galdós vienen a coincidir, con sendos escritos, en una especie de ficcionalización o dramatización de sus concepciones literarias y estéticas. Me refiero a un relato, muy ingenioso, que el autor canario publicó en 1872 con el título de Un tribunal literario, en el que en primera persona un novelista primerizo cuenta cómo fue llevado al fracaso más estrepitoso por intentar atender las sugerencias que sobre su novela en el telar le hacen cuatro lectores contradictorios, partidarios, respectivamente, del género sentimental, del idealismo, de la crudeza naturalista y del escapismo historicista y romántico. También el escritor neoyorquino resuelve diversas cuestiones literarias en forma de ―An Animated Conversation‖ que seis personajes londinenses mantienen en una sobremesa nocturna, texto que se publicó por primera vez en 1889 en Scribner‘s Magazine.
Es proverbial el empaque trascendentalista, un tanto mesiánico en su demanda de una profunda identificación de la novela y el teatro con la ciencia experimental, con el que Zola impregnó sus escritos teóricos, a los que siempre secundaron otras voces con múltiples respuestas, entre las cuales algunas de las menos polémicas fueron precisamente las de James y Galdós a propósito del naturalismo zolaesco. Ambos comparten un mismo diagnóstico. Así, en su prólogo a La Regenta de Clarín, don Benito le achaca, a la altura de 1897, cuando la escuela de Médan está ya periclitada, una absoluta falta de originalidad, pues ―aquella procesión del Naturalismo‖ era en lo sustancial coincidente con el realismo tradicional español, del que ―tomaron enseñanza los noveladores ingleses y franceses‖ (Galdós, 1999: 248) pero con una carencia culposa: el humorismo genial de Cervantes heredado por Fielding, Dickens y Thackeray. Es la misma objeción que Henry James había formulado diecisiete años antes, en su crítica de Nana aparecida en The Parisian (26 de febrero de 1880), cuando denuncia en ella ―the extraordinary absence of humor, the dryness, the solemnity, the air of tension and effort. M. Zola disapproves greatly of wit; he thinks it is an impertinence in a novel, and he would probably disapprove of humor if he knew what it is‖ (Becker, 1963: 242).
En cuanto a sus respectivas actitudes en cuanto a la reflexión y la exégesis de la literatura, apreciamos algunas diferencias de matiz entre el norteamericano y el español. Galdós echa mano de la tópica ―captatio benevolentiae‖ para comenzar su discurso de ingreso en la Real Academia Española confesando estar ―privado casi en absoluto de aptitudes crìticas‖ y ser tan solo capaz de enhebrar una disertación sobre la sociedad presente como materia novelable ―sin ningún alarde ni esfuerzo de ciencia literaria‖ (Pérez Galdós, 1999: 218-219). Años después, en su prólogo a Alma y vida que es de 1902, declara palmariamente que ―ninguna recriminación desabrida oirán de mí los que ejercen en la prensa el llamado sacerdocio de la crítica‖, cuando expresan ―sus juicios con elevación de ideas y ciencia literaria‖ (Pérez Galdós, 1999: 272-274), sorprendente expresión esta última por lo que tiene de confirmación en nuestra lengua del aventurado término instituido en 1897 por los Prinzipien der Literaturwissenschaft de Ernst Elster.
También en su conferencia ―The lesson of Balzac‖, pronuncida en Filadelfia en enero de 1905, Henry James (1975: 97) reflexiona sobre las posibilidades y límites de la crítica, a la que considera el único camino para la apreciación del arte, en donde reside el fundamento del goce inteligente de la belleza literaria, y reconoce que los novelistas a los que más aprecia son aquellos que ofrecen campo abonado para el espíritu crítico. Por eso, en The Art of Fiction ensalza a la novela francesa sobre la inglesa porque esta última ―it had no air of having a theory, a conviction, a consciousness of itself behind it —of being the expression of an artistic faith, the result of choice and comparison‖ (James, 1984: 44). Frente a ellos, los galos ―have brought the theory of fiction to remarkable completeness‖ (James, 1984: 56), pese a no
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disponer de dos términos distintos para géneros narrativos en prosa tan diferenciados como los que desde Clara Reeve, en el siglo XVIII, la lengua de Shakespeare conoce como romance y novel. En todo caso, para él no cabe duda de que ―the successful application of any art is a delightful spectacle, but the theory too is interesting‖ (James, 1984: 45).
Tanto el arte como la teoría novelística de Zola, de Galdós y de James obedecen puntualmente al designio estético que da título al libro de C. P. Snow The Realists. Esa sería la primera, y más principal conclusión a la que llegaríamos tras un detenido cotejo de los textos metanarrativos de los tres autores. Cuando el norteamericano ensalza, en ―The lesson of Balzac‖, las virtudes de Les Rougon-Macquart, magna obra solo parangonable a La Comédie Humaine, se refiere expresamente a sus respectivos autores, ―prosistas pintores de la vida‖ (James, 1975: 117), capaces de alcanzar, con ―claridad portentosa‖, ―una reproducción de lo real a escala real‖ (James, 1975: 107).
Del mismo tenor habían sido ya sus proclamas anteriores en uno de sus textos teóricos más sustanciosos, titulado precisamente, en 1884, The Art of Fiction. Llega allí a afirmar que, al igual de lo que sucede con los pintores, ―the only reason for the existence of a novel is that it does attempt to represent life‖ (James, 1984: 46). No renuncia a utilizar la imagen del espejo, que viene de Stendhal y de Cesar Vichard de Saint-Réal, pero tampoco se priva de introducir una reserva en su genuina filiación realista para diferenciar su poética del naturalismo, asunto al que tendremos que volver.
Aunque James (1984: 53) destaque, en coincidencia con Zola, ―the importance of exactness —of truth of detail‖, y afirme rotundamente que ―the air of reality (solidity of specification) seems to me be the supreme virtue of a novel‖, no por ello está dispuesto a admitir las rigideces de una estética cerrada en el logro de tal objetivo: ―It goes without saying that you will not write a good novel unless you possess the sense of reality; but it will be difficult to give you a recipe for calling that sense into being. Humanity is immense, and reality has a myriad forms‖ (James, 1984: 52).
No muy diferentes son las ideas de Benito Pérez Galdós a este mismo respecto. Resultan muy significativos, desde una perspectiva puramente comparatista, los comienzos críticos de nuestro autor. C. P. Snow (1978: 223) se mostraba en verdad impresionado por el hecho de que uno de los primeros trabajos literarios de Galdós fuese su traducción de The Pickwick Papers de Charles Dickens, que se publicó en el diario La Nación entre marzo y julio de 1868. Y el autor de la versión aprovecha la oportunidad del artículo que sirve de prólogo a esta edición por entregas para contraponer su antigalicismo radical, del que solo salva a Balzac, a su devoción por la novela de costumbres inglesa y por escritores como Goldsmith, Sterne, Dickens, Thackeray, Richardson o Poe. En las obras de todos ellos no hay excesos de romanticismo y de imaginación aventurera desbordada, sino puro realismo definido por la ―hermosa pintura de las escenas del hogar‖, la ―admirable exactitud en los bosquejos de la naturaleza‖, ―los perfiles y colores que caracterizan las frases diversas de la individualidad y de la acción humana‖, ―tipos nacionales, trazados con admirable verdad‖ (Pérez Galdós, 1999: 117-118).
La misma pauta le sirve para denunciar, en su artículo de 1870 ―Observaciones sobre la novela contemporánea en España‖, que carecíamos de obras meritorias en este género porque nuestros autores de entonces usaban elementos extraños ―prescindiendo por completo de los que la sociedad nacional y coetánea les ofrece con extraordinaria abundancia‖, hasta el punto de que podrìa parecer que ―la novela de verdad y de caracteres, espejo fiel de la sociedad en que vivimos, nos está vedada‖, ―como si no estuviéramos en el siglo XX y en un rincón de esta vieja Europa, que ya se va aficionando mucho a la realidad‖ achaque culposo atribuible a ―la sustitución de la novela nacional de pura observación, por esa otra convencional y sin carácter, género que cultiva cualquiera, peste nacida en Francia‖ (Pérez Galdós, 1999: 123-125).
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Ahí radica, precisamente, la admiración extraordinaria que el novelista canario siempre le profesó a José María de Pereda. En su prólogo de 1882 a El sabor de la tierruca recuerda el ejemplo inagotable de Cervantes. Como él, el montañés era maestro en introducir ―el lenguaje popular en el lenguaje literario‖, en hacer hablar convincentemente a los marineros y campesinos en sus ficciones. Y concluìa, asì, que ―por sus felicìsimos atrevimientos en la pintura de lo natural, es preciso declararle portaestandarte del realismo literario en España‖ (Pérez Galdós, 1999: 171), y consagrarlo como ―originalìsimo escritor y maestro incomparable que ha trazado a la novela española el seguro camino de la observación al natural‖ (Pérez Galdós, 1999: 174). Más adelante, volverá sobre lo mismo en su contestación académica al ingreso de Pereda en la española: ―Sus obras rebosan de vida, de verdad; su estilo abraza todos los tonos‖; en sus novelas ―hay seres vivos de intensa realidad, que, sin perder su filiación montañesa, son españoles netos y sintéticos, de los pies a la cabeza como el propio D. Quijote y el propio Sancho‖ (Pérez Galdós, 1999: 234).
Pero no se podría negar que la más rotunda afirmación del realismo galdosiano está en su propio discurso de ingreso en la Real Academia Española, leído precisamente días antes de que Pereda hiciera lo propio con el suyo y Galdós le respondiera. En ―La sociedad presente como materia novelable‖ está una de las declaraciones suyas más repetidamente citada:
Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externo de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción (Pérez Galdós, 1999: 220).
Y qué añadir, a este respecto, desde la teoría naturalista formulada por Zola. Antes que profeta de la novela experimental, su máximo responsable se considera ante todo un realista, admirador y discípulo de Balzac, Stendhal o Flaubert, y precisamente por ello enemigo de Victor Hugo y de su idealismo lírico, fantasioso y desrealizador.La fortaleza de sus convicciones realistas asoma por doquier a lo largo de todos sus escritos teóricos, pero alcanza su más prístina formulación en uno de ellos, titulado precisamente Le sens du réel, que apareció originariamente en Le Voltaire en agosto de 1878.
Zola comienza afirmando allí que la imaginación ya no es la cualidad principal de un novelista, sino su capacidad de presentarnos la naturaleza tal y cual es: «Le sens du réel, c‘est de sentir la nature et de la rendre telle qu‘elle est» (Zola, 1971: 215). Ese sentido de la realidad resulta totalmente imprescindible cuando se trata, literariamente, de ofrecer ―pinturas de la vida‖ Y su requisitoria a los escritores que se propongan tal objetivo es inequìvoca: «Vous peignez la vie, voyez-la avant tout telle qu‘elle est et donnez-en l‘exacte impression» (Zola, 1971: 216).
Quienes más y mejor responden a esta exigencia son Balzac y Stendhal, y por eso Zola los califica como ―nos maîtres‖. Le Rouge et le Noir presenta una historia convincente enriquecida estéticamente «avec les chutes et les sursauts de la réalité» y el autor de Eugénie Grandet y Le Père Goriot hace gala de «le sens du réel le plus développé que l‘on ait encore vue» (Zola, 1971: 217-218). No son, por supuesto, los únicos en dar en la diana. En Alphonse Daudet nos encontraremos también con «le monde réel vécu par un écrivain d‘une originalité exquise et intense à la fois». Porque en contradicción con ciertas caricaturas del pensamiento literario de Zola que incluso siguen vigentes hoy, para él «un grand romancier est, de nos jours, celui qui a le sens du réel et qui exprime avec originalité la nature, en la faisant vivante de sa vie propre» (Zola, 1971: 221 y 223).
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Esa identidad entre realismo y naturalismo, en la que, como hemos comentado ya C. P. Snow creía pero sin aplicarla por un incomprensible prurito académico, culpable de la ausencia de Emile Zola en su libro The Realists, era profundamente sentida por el escritor francés, quien encontraba además una raíz profunda para todo ello en la filosofía y la poética de Aristóteles.
En otro de sus manifiestos reunidos en 1880 como parte del volumen Le roman expérimental, dedicado precisamente al naturalismo en el teatro, Zola se cura en salud, en medio de la polémica que acompañaba ya a su proselitismo literario, afirmando que su gran pecado, que su crimen, en todo caso, era el «d‘avoir inventé et lancé un mot nouveau, pour désigner une école littéraire vieille comme le monde». No era otra que la del realismo, que nace del principio mimético formulado por Aristóteles, consistente en que «une oeuvre doit être basée sur le vrai» y en «la nécessité où se trouve chaque écrivain de prendre por base la nature» (Zola, 1971: 139). Pero esta teoría vieja como el mundo «se rajeunit à chaque période littéraire», según Zola (1971: 290) escribe en un artículo sobre la revista Le Réalisme cuyos seis números fueron publicados entre noviembre de 1856 y mayo de 1857 por Edmond Duranty, que a su faceta de novelista añadía la de perspicaz crítico de arte, pionero en la apreciación de movimientos pictóricos renovadores como, precisamente, el de los realistas o el de los impresionistas.
«Mon opinion personnelle est que le naturalisme date de la première ligne qu‘un homme a écrite. Dès ce jour-là, la question de la vérité était posé»: esta rotunda afirmación de Zola (1971: 140) desautoriza a quienes, desde el primer momento en que él mismo expuso las tesis naturalistas de la novela experimental, lo consideraron una especie de profeta visionario de una nueva literatura científica que rompía con todo lo anterior y pretendía imponerse como una especie de ucase estético. Muy al contrario, para el de Médan se trataba de la modalidad última de una de las constantes más imperturbables de todo arte y de toda literatura.
Posteriormente, en la misma línea Piero Raffa (l967: 280-28l) afirmará que el realismo entendido como reproducción estética fiel y no distorsionada de los fenómenos externos tal y como son percibidos por nosotros "puede considerarse como una acepción particular del antiguo principio de la mimesis", ya que en definitiva representa la continuidad de esa constante de la literatura de todos los tiempos por la cual el arte de la palabra no ha dejado nunca de relacionarse con la realidad humana y natural, aunque de forma harto compleja y sutil cuya dilucidación plantea numerosas cuestiones teóricas. Precisamente la confusión del plano teórico y el plano histórico es lo que lleva a Jan Bruck (l982: l90) a sostener, paradójicamente, que la mímesis aristotélica ―it has nothing to do with ‗realism‘‖, por ser aquélla una característica general de todas las obras del arte y de la literatura, y éste un modo particular de representación circunscribible a un determinado contexto general y de escuela.
La opinión más generalizada es, con todo, exactamente la contraria. Auerbach asume, en su famosa obra de 1946, esa identidad desde su propio título, y una de las aportaciones más rigurosas sobre el tema, la de Stephan Kohl (1977): Realismus: Theorie und Geschichte, traza una línea sin solución de continuidad entre la mímesis clásica y el realismo moderno y contemporáneo, desde Platón al ―nouveau roman‖.
También Meyer Howard Abrams (l953) en su libro sobre la estética del Romanticismo y la tradición crítica subraya la constante mimética a lo largo de toda la literatura. Pero acaso posea, si cabe, mayor interés a este respecto la identificación que los primeros realistas decimonónicos mostraron entre sus postulados y los de la mímesis platónico-aristotélica.
En la utilísima recopilación de documentos del realismo literario moderno realizada por George J. Becker (l963) menudean ejemplos de lo que digo. Entre ellos, precisamente el de Louis Edouard Duranty, quien en su revista ya citada que se publicó al socaire de la sensación producida en París por la muestra pictórica y el manifiesto realista de Gustave Courbet, asegura que el nuevo procedimiento artístico había existido siempre, y que lo único de nuevo
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que aportaba era el nombre. Simultáneamente, otra publicación periódica, la Westminster Review, que había introducido en l853 la palabra realism en inglés con un artículo sobre Balzac, publicaba otro en el que G. H. Lewes definía la nueva escuela en términos por completo equivalentes a los que Aristóteles había empleado a propósito de la mímesis (Becker, l963: 97 y 6, respectivamente). Destaquemos, además, que Lewes prefiere, a veces, hablar de representación en vez de imitación para traducir mímesis, como algunos de los últimos traductores de la Poética (Cfr. Mieke Bal, 1982).
En este orden de cosas, es muy clara la conexión apreciable entre los fundamentos ontológicos, epistemológicos y filosóficos en general de lo que Jan Bruck (1982) denomina ‗bourgeois‘ realism de los siglos XVIII y XIX (que, como hemos comentado ya, este autor quiere ver como algo ajeno y distinto a la mimesis aristotélica), y la propia concepción de la realidad y del arte formulada por Aristóteles.
Efectivamente, la tradición del racionalismo, sensualismo y empiricismo que desde Descartes, Locke y Berkeley llega hasta la escuela del ―common sense‖ de Thomas Reid y se prolonga en el positivismo decimonónico, no representa a estos efectos ninguna ruptura sustancial con la filosofía aristotélica, pues tiende a fortalecer la realidad de los objetos perceptibles en si mismos, fuera de la mente perceptora.
Así pues, habrá, como el mismo Zola estaba dispuesto a reconocer sin empacho, diferentes poéticas, distintas fórmulas y reglas artísticas para producir realismo, dado que no es de recibo identificarlo con ninguna escuela o tendencia en concreto, inclusive la que recibió este nombre por antonomasia en el siglo XIX, sino con esa otra constante mimética del arte que observa y reproduce creativamente la realidad. Haciéndose eco de estos planteamientos, por voz, entre otros, de Benedetto Croce y Karl Mannheim, Harry Levin reproducía en su libro ya citado (1963: 87-89) una frase de George Moore un tanto hiperbólica, pero precisamente por ello expresiva en grado sumo, que indica una de las razones de la trascendencia que este asunto encierra: ―Nunca ha existido otra escuela literaria que la de los realistas‖. Se da a entender con ello que el realismo rebasa los límites de un determinado período o escuela, como lo fueron la francesa y las demás europeas decimonónicas hasta sus prolongaciones contemporáneas, precisamente porque es una constante de toda literatura (y de otras artes).
Mas, para alcanzar esa comprensión equilibrada de la literatura como forma artística y como signo de la realidad, debemos partir de un estado de la cuestión —del que puede ser índice cabal, por caso, la compilación de J. D. Lyons y S. G. Nichols (l982)— que nos ofrece de hecho no una, sino dos modalidades de realismo como concepto crítico-literario.
La primera de aquellas modalidades pone el énfasis en la potencialidad imitativa o reproductiva de una realidad exterior a ella que la obra de arte verbal tiene, y la segunda, por el contrario, desplaza el eje central del asunto desde un mundo que precede al texto a aquel otro creado autónomamente dentro de él. Este último realismo resulta no de la imitación o correspondencia, sino de la creación imaginativa depuradora de los materiales objetivos que podrían estar en el origen de todo el proceso, a los cuales somete a un principio de coherencia inmanente, que los hará significar más por la vía del extrañamiento que por la de la identificación de la propia realidad factual.
A la hora de valorar la teoría realista/naturalista de Zola desde nuestra perspectiva actual, cumple reparar en los perfiles diferenciados de un ―realismo de correspondencia‖ que Grant (l970) denomina ―conscientious realism‖ y Göran Sörbom (1966) ―subject-matter realism‖, frente al otro ―realismo de coherencia‖ o ―conscious realism‖ y ―formal realism‖ según los mismos autores, respectivamente.
El primero de los dos realismos anteriormente mencionados, sustancialmente coincidente con la postura de Zola en cuanto está basado sobre un principio de correspondencia transparente entre los fenómenos externos y el texto literario (Northrop Frye, 1976: 798), es un realismo de estirpe esencialmente genética, y derivó por lo general hacia un puro y
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elemental literalismo, deducible más de las descripciones teórico-críticas que de él se hicieron que de la propia concepción de sus creadores, pues, como René Wellek (1968: 170) ha advertido, ―en la historia de la crìtica literaria el concepto de imitación cualquiera que haya sido su significado exacto en Aristóteles, fue interpretado, con frecuencia, como la copia literal, como naturalismo‖.
Desde semejante perspectiva teórica, el naturalismo se entiende como lo que esencialmente fue: la exacerbación de los postulados del realismo decimonónico y la articulación de los mismos en un sistema teórico perfectamente ajustado a una práctica literaria que mantiene su vigencia en grandes sectores de la creación posterior. Sistema teórico que enlaza, por cierto, de forma patente y expresa con la tradición mimética. Ya en 1815 Walter Scott al reseñar Emma de Jane Austen atribuía a la novela el arte de copiar de la naturaleza tal y como es.
Este naturalismo no es, por lo tanto, otra cosa que realismo genético, pues todo lo fía a la existencia de una realidad unívoca anterior al texto ante la que sitúa la conciencia perceptiva del autor, escudriñadora de todos sus entresijos mediante una demorada y eficaz observación. Todo ello dará como resultado una reproducción veraz de aquel referente, gracias a la transparencia o adelgazamiento del medio expresivo propio de la literatura, el lenguaje, y a la ―sinceridad‖ del artista.
Es en Zola en quien, efectivamente, encontramos estructurada hasta sus últimos detalles esta teoría del realismo genético por más que todos sus componentes aparezcan ya, por separado y con anterioridad, a lo largo del siglo XIX.
En Le roman expérimental se consagra ese punto de partida que es la realidad verdadera, fáctica, documentable: «Nous partions bien des faits vrais, qui sont notre base indestructible» (Zola, 1971: 66). «Plus de lyrisme —dirá luego en su Lettre à la jeneuse—, plus des grands mots vides, mais des faits, des documents» (1971: 135). Pero es en otro de sus ensayos ya citado, ―Le naturalisme au théâtre‖, donde se introduce el segundo factor fundamental de la génesis realista —el observador—, y donde se conecta todo ello con el propio Aristóteles y de Boileau, a quien se deben los conocidos versos de L'Art poètique que consagran la bondad estética de lo verdadero: ―Rien n'est beau que le vrai: le vrai seul est aimable;/ il doit régner partout, et même dans la fable‖.
En estas páginas se encuentra, precisamente, la famosa definición de la literatura novelìstica como ―un coin de la nature vu à travers un tempérament‖ (1971: 140). Ahì están los dos factores imprescindibles para la producción de una obra realista: la naturaleza en sí y el sujeto que la aprehende, el temperamento sensible a sus estímulos. Doble principio genético, pues: (a) ―Le retour à la nature et à l'homme, l'observation directe, l'anatomie exacte, l'acceptation et la peinture de ce qui est‖ (1971: 143). Y (b) ―Je suis simplement un observateur qui constate des faits‖ (1971: 139). En suma: ―Le sens du réel, c'est de sentir la nature et de la rendre telle qu'elle est‖ (Zola, 1971: 215). El sentido de lo real no es otra cosa que la percepción y la recreación de la naturaleza tal cual es.
De ahí viene la absoluta identificación que Zola hace de su trabajo como novelista, y del método correspondiente, con los de los científicos experimentales. Genetismo porque basta con la naturaleza. «La nature suffit»: solo se trata de ―l'accepter telle qu'elle est, sans la modifier ni la rogner en rien; elle est assez belle, assez grande, pour apporter avec elle un commencement, un milieu et une fin‖ (Zola, 1971: 149).
Nos encontramos, con todo, ante un estado de opinión epocal y no con una concepción exclusiva de Emile Zola. Así por ejemplo, en la crítica literaria rusa Vissarion Grigorevich Belinsky abogaba en 1835 por una literatura moderna realista en el sentido de verdadera, no creadora sino reproductora de la vida tal y cual es (Becker, 1963: 41-43), y Nikolai Gavrilovich Chernishevsky, reconocido luego por Marx y Lenin como un filósofo materialista integral, en una disertación de 1853 en donde trata de aplicar las ideas de Ludwig Feuerbach al esclarecimiento de los problemas fundamentales de la Estética, sostiene que el objetivo
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primordial de toda obra de arte es la reproducción de lo que ocurre en la vida real e interesa al ser humano.
En concreto, Champfleury, en su ensayo homónimo (1857) de la revista Réalisme de Duranty, es un acérrimo defensor de la ―sinceridad‖ como raìz del arte, y desde ese convencimiento dividìa a los escritores en ―sinceristas‖ y ―formistas‖, lo que se acomoda con bastante justeza a las dos modalidades de realismo que estamos intentando definir teóricamente. Huelga decir que la segunda de ellas, la de los realistas no genetistas, le parecía deleznable.
En efecto, la garantía de un auténtico realismo concebido de aquella manera está, aparte de la sólida evidencia de una realidad unívoca e incuestionable, en las dotes de observación del artista —no, especialmente, en sus habilidades en exclusiva artísticas— y, sobre todo, en su acomodo fiel a la verdad —su sinceridad— que era uno de los tres requisitos imprescindibles para el logro de una auténtica obra de arte, junto a la expresión clara y la verdad moral del tema, de las que Tolstoi hablaba en un artículo de 1894 sobre Maupassant. La sinceridad, tal y como comenta Abrams (1975: 564), también ―se convirtió en la prueba favorita de la virtud literaria en la era victoriana‖, según acreditaban George Henry Lewes y Matthew Arnold.
En suma, el ideal realista residía, como escribe Becker (1963: 32), en allegarse ―as close as possible to observed experience‖.
Tal concepción genética del realismo conserva su vigencia tanto en el plano de la teoría como en el de la creación literaria hasta hoy mismo. A ella son fieles los hermanos Goncourt, cuando en 1864 presentan su Germinie Lacerteux afirmando rotundamente:
Le public aime les romans faux: ce roman est un roman vrai.
Il aime les livres qui font semblant d'aller dans le monde: ce livre vient de la rue.
Por supuesto que la verdad de la que se habla aquì, propia de las novelas ―verdaderas‖ que ―vienen de la calle‖, es la que obedece a lo que la lógica semántica actual incluye dentro del "correspondence-theory concept of Truth" (Doležel, 1980: 14), y no al "coherence-theory concept of Truth" de D. J. O'Connor (1975), que tiene sin embargo plena aplicación al segundo realismo, opuesto al genético, del que trataremos más adelante a propósito de Henry James. Y la mera consulta de un repertorio documental como el sumamente útil de George J. Becker nos proporcionaría numerosas pruebas de la continuidad con que se ha producido y se produce todavía este que venimos denominando realismo genético.
Es muy significativo, por ejemplo, que el famoso ―Manifeste des cinq contre La Terre‖, aparecido en Le Figaro el 18 de agosto de 1887 y recibido como señal de la desmembración de la escuela de Médan —es decir, del desvío del naturalismo hacia estéticas menos cerradas, más receptivas al simbolismo—, utilice como máximo argumento contra la última obra de Zola su alejamiento de la verdadera realidad, su deficiente observación de la misma y, por ende, su sustitución de la fidelidad genética por una forma de impostura. Ello ratifica algo en lo que ya habían reparado Roman Jakobson y Fernando Lázaro Carreter: que prácticamente toda nueva escuela literaria afirma su personalidad frente a las precedentes proclamando su más certero y auténtico impulso realista.
Años atrás, dos naturalistas alemanes, los hermanos Heinrich y Julius Hart, en su ensayo Für und gegen Zola, afirmaban que a la literatura no le competía otra tarea que reflejar como un espejo toda la realidad o, como traduce Becker (1963: 254), ―in the meaning of Aristotle's mimesis, to mirror and reshape it‖. Valga la cita por lo que ilustra la conexión realismo-mimesis a la que nos hemos referido ya, y se asimila a la famosa imagen del espejo, de evidente significado genetista, acuñada por Saint-Réal y popularizada por el epígrafe que precede al capítulo 13 de Le Rouge et le Noir (1831): ―Un roman: c'est un miroir qu'on promène le long d'un chemin‖.
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La denominación ―realismo genético‖ con la que estamos identificando la postura naturalista de Zola no lleva implícito ningún atisbo de matiz peyorativo. A partir de mi libro de 1992, luego corregido y ampliado (Villanueva, 2004), he pretendido con ella describir una práctica textual, y abstraer un concepto teórico que es susceptible de ser luego contrapuesto a otro u otros, en pos de una cabal comprensión de fenómeno tan complejo y a la vez inexcusable cual es el del equilibrio entre lo que de creación pura y expresión de la realidad hay en todo hecho literario.
Nada más fácil que prolongar en sucesivos eslabones —Theodore Dreiser y el naturalismo americano del siglo XX, los neorrealismos europeos, el ―nouveau roman‖, el ―dirty realism‖...— este realismo genético de estirpe zolaesca hasta llegar a actitudes más significativas que anecdóticas, como la de un Alain Robbe-Grillet aprovechando un viaje invernal a la Bretaña para observar de cerca las gaviotas y el movimiento de las olas y poder luego describirlas exacta y ―sinceramente‖ en Le Voyeur (Robbe-Grillet, 1965: 181-182). Esta anécdota inevitablemente nos hace recordar la imagen difundida por la prensa parisina de un Émile Zola a bordo de la locomotora del expreso Paris-Nantes con el fin de documentarse para la redacción de su novela de 1890 La bête humaine.
Nos queda, con todo, por considerar un componente esencial en la conformación del realismo genético, el aspecto más directamente vinculado con el medio verbal propio de la mimesis literaria. Resulta normal, pues, que el desarrollo teórico más completo de dicho realismo, que es el de Zola, le preste toda la atención que merece.
En su ensayo Les Romanciers naturalistes leemos: ―Je voulais bien une composition simple, une langue nette, quelque chose comme une maison de verre laissant voir les idées a l'intérieur (...) les documents humains donnés dans leur nudité sevère‖ (Zola, 1968: 92). La idea zolaesca de una novela naturalista basada en una composición sencilla, un estilo transparente como el vidrio y una veraz documentación humana viene de atrás: de una carta a Valabrègne de 18 de agosto de 1864 en la que desarrolla su teoría de las tres pantallas, la clásica, la romántica y la realista. Esta última es ―un simple verre à vitre, très mince, très clair, et qui a la prétention d'être si parfaitement transparent que les images le traversent et se réproduisent ensuite dans leur réalité. L'écran réaliste nie sa prope existence‖ (Cfr. Alain de Lattre, 1975: 988 y ss.). Se trata, en definitiva, de que la pantalla —o la lente del objetivo— naturalista reniegue de su propia existencia.
Lo que con esto se pretende es ocultar al máximo la forma, para que su transparencia favorezca lo que Hayek denominaba ―falacia del realismo conceptual‖ consistente en creer que detrás de cada palabra se encuentra el objeto designado que le corresponde, y cuanto más imperceptible sea aquélla, mayor presencia y corporeidad cobrará éste. Es, asimismo, el ―fantasma proposicional‖ del Tractatus (1921) de Wittgenstein, relacionable con una semántica de corte neopositivista, influida por el cientifismo que cree en la existencia cierta de una verdad objetiva y de un mundo compacto e indiscutible. Lo que estas ideas del primer Wittgenstein (1985: 43-49, 53, 79) vienen a representar es la encarnación del referente imitado en la palabra que lo designa gracias a la utópica disolución de ésta, pretensión que va emparejada, según las concepciones zolaescas, al realismo genético y lo hace inclinarse preocupantemente hacia un contenidismo negador de toda literariedad.
Existen, sin embargo, otros artistas extraordinarios, entre los que se encuentra justamente Henry James, a la vez émulos y jueces del naturalismo zolaesco, que hicieron suyo un realismo resultante de su enfrentamiento personal como observadores con una realidad que merecía ser fielmente reproducida, con el fin de ofrecer a los lectores una verdad sobre la naturaleza, el mundo social y el ser humano completamente opuesta a los idealismos y supercherías románticas.
El autor de What Maisie Knew, en uno de sus textos teóricos más importantes, The Art of Fiction (1884), al mismo tiempo que defiende una y otra vez, en polémica con Walter
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Bersaut, la libertad creativa del novelista y los múltiples caminos artísticos que se abren ante él, no tiene empacho en afirmar que ―the only reason for the existence of a novel is that it does attempt to represent life‖ (James, 1984: 46). Porque ―a novel is in its broadest definition a personal, a direct impresion of life: that, to begin with, constitutes its value, which is greater or less according to the intensity of the impression‖ (James, 1984: 50).
Pero muy pronto afloran las profundas diferencias de criterio estético y normativo entre él y su admirado maestro francés: ―It goes without saying that you will not write a good novel unless you posses the sense of reality; but it will difficult to give you a recipe for calling that sense into being. Humanity is inmense, and reality has a myriad forms‖ (James, 1984: 52). Sobre esta misma idea de la libertad del novelista en el trance de encontrar diferentes vías para dar expresión a su sentido de la realidad volverá en su ―Carta a la escuela de verano de Deerfield‖, una reunión celebrada en 1889 en la citada localidad de Massachusetts a la que no pudo asistir, pero a la que envió este interesante manifiesto, luego publicado en el New York Tribune en 1889. En estas breves páginas, interpela cortesmente a los alumnos lanzando toda una carga de profundidad contra los rigores normativos de la escuela zolaesca:
Do something with from your point of view; an ounce of example is worth a ton of generalizations; do something with the great art and the great form; do something with life. Any point of view is interesting that is a direct impression of life (…) There are not tendencies worth anything but to see the actual or the imaginative, which is just as visible, and to paint it (James, 1984: 93).
Y resume su propia doctrina al respecto en tan solo dos palabras: ―one is life and the other freedom‖.
Ello nos lleva directamente a la que acaso sea la más conocida y citada máxima estética de Henry James, extraída de su prólogo a The Portrait of a Lady: ―The house of fiction has in short not one window, but a million —a number of possible windows not to be reckoned, rather; every one of which has been pierced, or is still pierceable, in its vast front, by the need of the individual vision and by the pressure of the individual will‖ (James, 1962: 46).
No me demoraré más en recordar algo que está en la mente de todos nosotros: que el novelista y teórico neoyorquino está manifiestamente en contra del genetismo naturalista del maestro de Médan. El ―sentido (o ilusión) de la realidad‖ que las grandes novelas logran no procede de la impregnación por parte de sus autores de todos los datos reales registrables gracias al esfuerzo de una historiada observación y una cristalina reproducción de la realidad. James trae a cuento, así, a la novelista Anne Thackeray, porque ella misma reconocía haber captado la vida de la juventud protestante francesa que tanto se le ponderaba solo a partir de una experiencia puntual y mínima. Todo provenía, concluye James, de una facultad o un talento especial de la escritora, de un cierto efecto metonímico reñido con la exhaustividad genetista de los discípulos de Zola.
En definitiva, para el Henry James (1984: 53) de The Art of the Fiction, no se trata en modo alguno de ―to minimise the importance of exactness —of truth of detail‖, pero no solo de ello depende el ―air of reality‖ que ―seems to me to be the supreme virtue of a novel‖, sino de un amplio conjunto de estrategias formales constitutivas de la novela realista y responsables de ―the success with which the author has produced the illusion of life‖. Su lógica es, en tal sentido, primordialmente formalista: ―We are discussing the Art of Fiction; questions of art are questions (in the widest sense) of execution; questions of morality are quite another affair‖ (James, 1984: 62). Pero también lo son cualesquiera otras prescripciones genetistas, vinculadas a la relación directa y empírica del novelista con la realidad de la que quiere dar cuenta en sus obras.
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He ahí el meollo de su distanciamiento estético de Émile Zola, al que por otra parte conoció personalmente y admiraba sin reservas, tal y como se deduce claramente de su ensayo de 1903 sobre el francés incluido en el libro de 1914 Notes on Novelists with some other Notes. Con anterioridad, en su ensayo de 1880 sobre Nana no objeta a su teoría, sino a su práctica en términos semejantes a los que también formularon Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós: la carencia casi absoulta de humor en la representación de la vida y una cierta preferencia por las facetas más tremendistas de la existencia: ―The real has not a single shade more affinity with an unclean vessel than with a clean one‖ (Becker, 1963: 240).
En la semblanza general sobre Émile Zola que James escribe en 1903, el norteamericano da a entender que la obsesión naturalista por la ―verité‖ nos hace ver al autor de Thérese Raquin como si estuviese ―reñido con todas las convenciones‖ formales, cuando en puridad ―Art welcomes them [las convenciones], feeds upon them always; no sort of form is practicable without them‖ (James, 1969: 61).
Y en este punto es cuando en la consideración de Henry James irrumpe con un poderío irresistible la figura de Gustave Flaubert. Cierto que Zola, cuya principal reivindicación de discipulaje novelístico va siempre dirigida a Balzac y Sthendal, llega a reconocer en uno de los escritos recogidos en Le roman expérimental que por la fuerza de su estilo insuperable el autor de Madame Bovary ―venait d‘apporter au naturalisme la dernière force qui lui manquait, celle de la forme parfaite et impérissable qui aide les oeuvres à vivre‖ (Zola, 1971: 148). Pero no lo es menos que ese preciosismo estilístico, aunque en nada retórico, se compadecía mal con la tesis zolaesca de una composición simplícísima y un estilo transparente como el vidrio que no interpusieran ninguna pantalla distorsionadora entre el lector y la veraz documentación de la realidad natural y humana que el novelista consideraba el centro de su creación.
Henry James piensa exactamente lo contrario, y su afinidad con Flaubert es máxima, independientemente del gratísimo trato personal que existió entre ellos. En su prólogo a la traducción inglesa (1902) de Madame Bovary lo califica como ―the master of a complex art‖, pero también como ―a painter of life‖ (James, 1969: 65 y 79). Pero en esto último alcanza la máxima expresión de verismo y capacidad de convicción gracias a un exigente cumplimiento por parte del escritor de ―the requirements of form‖ (James, 1969: 91). Porque ―the form is in itsef as interesting, as active, as much of the essence of the subject as the idea, and yet so close is its fit and so inseparable its life that we catch it at no moment on any errand of its own. That verily is to be interesting–all round; that is to be genuine and whole. The work [Madame Bovary] is a classic because the thing, such as it is, is ideally done, and because it shows that in such doing eternal beauty may dwell‖ (James, 1969: 80).
Y la concreción de esa exigencia estética productora del realismo formal de Flaubert no reside en otra cosa que en ―the pursuit of a style‖, y en los primores de ―composition, distribution, arrangement‖, capaces por si mismos, como recursos formales pero también productivos que son, de ―intensify the life of a work of art‖ (James, 1969: 90-91). Pierre Bourdieu, en su libro sobre Flaubert (1992: 157-158) habla, igualmente, de su ―formalismo realista‖, que identifica con el que Baudelaire habìa explicitado en sus páginas sobre Théophile Gautier incluidas en L‘Anthologie des poètes français de Crépet. Las tesis del poeta, válidas también para el novelista, se pueden resumir en la aparente paradoja de que el trabajo más puro e intenso sobre la forma en sí, el ejercicio formal por excelencia haga surgir en el texto, casi mágicamente, una realidad más real que la que se rinde ante nuestros sentidos, ingenuamente.
Esta segunda concepción de la realidad en la literatura, propugnada por Henry James, sortea los peligros del mecanicismo genetista de Zola, e interpreta la obra desde parámetros específicamente artísticos, más acordes por ello con su naturaleza esencial de lo que lo estarían otras referencias externas, pero lleva en su seno un germen de desconexión total entre
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el mundo creado y la propia realidad. Exacerbado esto por el inmanentismo más radical, nos conduce a otro callejón sin salida de índole opuesta.
Y es en este punto en el que las ideas de estética novelística desarrolladas por Benito Pérez Galdós a lo largo de sus escritos críticos, que acaso puedan ser consideradas menos sistemáticas que las del francés y menos numerosas que las del neoyorquino, cobran una valor extraordinario desde la perspectiva de una tercera interpretación del realismo, que yo mismo (Villanueva, 2004) he dado en denominar, basándome en la fenomenología de la literatura de estirpe husserliana, ―realismo intencional‖.
Reparemos, a este respecto, en el hecho de que las dos concepciones del realismo tratadas con anterioridad se asientan, respectivamente, en los dos primeros factores del circuito comunicativo literario formado por el autor, el mensaje o texto, y el receptor.
En efecto, el realismo genético todo lo basa en la relación del escritor con el mundo de su entorno, que aprehende por la vía de la observación y reproduce miméticamente de la forma más fiel posible. Por el contrario, en el realismo formal todo depende de la literariedad: es la obra la que instituye una realidad desconectada del referente, una realidad textual.
Nos queda, pues, la perspectiva de la recepción no como una posibilidad de huida hacia adelante sino como una prometedora hipótesis de trabajo. Esto es, enfocar el arduo asunto del realismo literario desde el lector, posición que es por fuerza la del crítico y del investigador. ¿Estará ahí un deseable punto de equilibrio entre alteridad e inmanentismo? No se trata de una hipótesis conjetural descabellada: en el lector, por el lector y desde él, se anuda el universo de las formas con el de las vivencias humanas individual y socialmente consideradas.
Contamos, además, con suficientes apoyaturas teóricas en tal intento, no en vano la ―estética de la recepción y la respuesta‖ literarias está teniendo gran desarrollo precisamente desde el relativo agotamiento de los estructuralismos formalistas detectado a finales de los años sesenta, y sus fundamentos metodológicos —anteriores, por supuesto, a tales fechas— están avalados por el pensamiento fenomenológico contemporáneo.
Así, para el discípulo de Husserl Roman Ingarden (1998) la obra de arte literaria tiene su origen en actos creativos de la consciencia intencional por parte del autor. Su base óntica reside en una fundamentación física —papel impreso o manuscrito, banda magnética, disco de ordenador, etc.— que permite su existencia prolongada a través del tiempo, y su estructura interna es pluriestratificada, en la que operan un estrato de los sonidos y las formaciones verbales; otro de unidades semánticas; un tercero de las objetividades representadas, correlatos intencionales de las frases; y, por último, el estrato de los aspectos esquematizados bajo los que esas objetividades aparecen. La intención artística crea una sólida trabazón entre todos ellos, justificando así la armonía polifónica de la obra, y gracias en especial a su doble estrato lingüístico (fónico y semántico) la obra es intersubjetivamente accesible y reproducible, de forma que se convierte en un objeto intencional intersubjetivo que se refiere a una comunidad de lectores, abierta espacial y temporalmente. Precisamente por ello, la obra de arte literaria no es un mero fenómeno psicológico, pues trasciende todas las experiencias de la consciencia, tanto las del autor como las del lector.
Pero la obra de arte literaria deja muchos elementos de su propia constitución ontológica en estado potencial, pues es la suya una entidad fundamentalmente esquemática. La actualización activa de la misma por parte del lector subsana esas lagunas de indeterminación (Unbestimmtheitsstellen) o elementos latentes, y si es realizada desde una actitud estética positiva convierte el objeto artístico que la obra es en un objeto estético pleno.
A este respecto, cada uno de los estratos que ontológicamente componen la obra reclama diferentes actualizaciones, pero, sin detrimento de la concretización de todo el conjunto como unidad, destaca en especial el proceso de donación de sentido que el lector emprende a partir de las unidades semánticas y de las objetividades representadas, tarea en la que el
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esquematismo del que hablábamos exige la aportación de aquellos elementos ausentes o indeterminados sin los cuales la obra no alcanza, empero, plena existencia.
Ello deja abierto un margen de variabilidad entre los valores artísticos inherentes a la obra en si y los valores estéticos alcanzados en la concretización o concretizaciones que la provean de su total plenitud ontológica. La diferencia fundamental entre una obra de arte literaria y sus actualizaciones es que en estas se concretan los elementos potenciales y se complementan las "lagunas" o vacíos de indeterminación de aquélla. Los valores artísticos, pertenecientes a los diversos estratos, son algunos de esos elementos potenciales, y su productividad estética depende en gran medida del sistema de relaciones que se establezcan entre ellos, es decir, la armonía cualitativa equiparable a la gestalt o, en otra terminología, a la estructura.
En esa dialéctica entre la obra como estructura esquemática y su concretización en un objeto estético aparece incluida, a lo que creo, toda la problemática de la teoría y la crítica literarias, y, en consecuencia, también el marco de referencia fundamental para la comprensión del realismo.
En un trabajo sumamente esclarecedor, Michael Riffaterre (1979: 9) afirmaba que el fenómeno literario no reside solo en el texto, sino también en su lector y el conjunto de reacciones posibles del lector ante el texto —enunciado y enunciación—, con lo que proponía una salida del inmanentismo formalista.
Riffaterre se está refiriendo a la explicación de los hechos literarios en general, y por eso lo que más adelante añade vale también para el realismo. El fenómeno de la literatura depende primordialmente de las relaciones del texto con el lector, no tanto con el autor o la realidad. Por ello la obra literaria debe ser abordada desde el interior de ella misma hacia la exterioridad encarnada por sus receptores. Este ha sido y sigue siendo el programa de trabajo de todas las múltiples tendencias metodológicas centradas en la perspectiva del lector, que parecen haberse consolidado en el ámbito de la Ciencia literaria tras el inmanentismo formalista y el estructuralismo, tanto en Europa como en América. En este sentido destaca, con todo, la lìnea de la llamada ―Wirkungstheorie‖, teorìa del efecto o respuesta estética, que junto a la complementaria ―Rezeptionstheorie‖, teorìa de la recepción, vertebra toda la actividad de la ―escuela de Constanza‖.
En esa dirección interpreto yo el núcleo del pensamiento literario de Galdós. Percibo en él un concepto de realismo como efecto o como respuesta que debe ser experimentada, no como mera copia o pura creación inmanente. Realismo nunca en esencia, sino siempre en acto. Pero en la percepción de nuestro escritor la perspectiva de la recepción, que es la del lector, no puede excluir la de la forma, con lo que metodológicamente queda sentado un principio de razonable eclecticismo que es una de las características más positivas, actualmente, de ambas ramas de la citada escuela alemana: la ―Wirkungstheorie‖ de Iser asume la tradición del análisis intrínseco de la literatura y la ―Rezeptionstheorie‖ de Jauss, la de los acercamientos extrínsecos a ella.
Ya en sus páginas preliminares dedicadas a Dickens, Galdós viene a decirnos que el escritor inglés es un realista admirable porque produce en los lectores efectos de realidad por mor de su ―fuerza descriptiva‖, su ―facultad de imaginar‖, la ―exactitud y verdad‖ de sus cuadros: ―Dickens os hará ver todo esto sin medir nada, sin dibujar nada. Es como un gran colorista que produce sus efectos con masas indeterminadas de color, de sombra y de luz‖, hasta el extremo de que con otros medios ―igualmente eficaces‖ consigue un resultado magnìfico: ―conmueve al lector‖ (Pérez Galdós, 1999: 119-120). Y he subrayado la palabra efecto para destacar la coincidencia de los planteamientos galdosianos con los del la Wirkungstheorie actual.
Asimismo, en sus Observaciones sobre la novela contemporánea en España, escritas en 1870, al mismo tiempo que denuncia el desvío irrealista y romántico importado de Francia, reivindica una tradición anglocervatina de signo contrario, totalmente convincente desde el
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punto de vista del lector: «cuando leemos las admirables obras de arte que produjo Cervantes y hoy hace Carlos Dickens, decimos: ―¡Qué verdadero es esto! Parece cosa de la vida. Tal o cual personaje, parece que le hemos conocido‖» (Pérez Galdós, 1999: 126). Por eso, a falta de ejemplos de mayor envergadura, ensalza una obra narrativa menor, las series de los Proverbios de Ventura Ruiz Aguilera, porque reflejan el mismo ―mundo que formamos en la vida ordinaria y real‖ (Pérez Galdós, 1999: 134). Lo que valora en este escritor es la facilidad con la que al leer sus narraciones nos identificamos cointencionalmente con sus caracteres, porque
Son tan naturales que les conocemos desde que salen, y al punto les relacionamos con alguien que va por ahí tan serio sin pensar que un arte habilísimo ha expresado al vuelo su fisonomía con la rapidez de la fotografía y la belleza de la pintura. Están todos allí frente a nosotros, puestos en luz, colocados con un admirable punto de vista, fijos y exactos, y son el prójimo mismo, Fulano y Zutano, etc.‖ (Pérez Galdós, 1999: 138. Cursiva mía).
El interés por el teatro, desde la teoría estética y desde la propia práctica creativa, constituye uno de los rasgos concomitantes más destacados entre los tres autores coetáneos que estamos comparando, así como también coincidieron en el tratamiento de un aspecto muy novedoso, precursor de la sociología de la cultura instaurada ya en pleno siglo XX por la Escuela de Frankfurt, que bien podríamos resumir en el título de un trabajo firmado por Zola en 1880: L‘argent dans la littérature. Pues bien, uno de los escritos de Galdós más reveladores para relacionar su teoría literaria con el concepto de realismo intencional —realismo de efectos, realismo en acto y no en esencia o en génesis— es precisamente su prólogo de 1895 a Los condenados, su drama en tres actos acogido con gran frialdad.
El novelista, desdoblado ya en dramaturgo, se somete, sin embargo, al designio del respetable por su convencimiento de que las obras teatrales ―no son más que la mitad de una proposición lógica, y carecen de sentido hasta que no se ajustan con la otra mitad, o sea el público‖ (Pérez Galdós, 1999: 196). Ese carecen de sentido me parece una afirmación plenamente fenomenológica avant la lettre. Pero la argumentación del escritor se desarrolla más cumplidamente con expresa mención al funcionamiento de un realismo intencional como el que estamos propugnando como característico de Galdós:
El fin de toda obra dramática es interesar y conmover al auditorio, encadenando su atención, apegándole al asunto y a los caracteres, de suerte que se establezca perfecta fusión entre la vida real, contenida en la mente del público, y la imaginaria, que los actores expresan en la escena. Si este fin se realiza, el público se identifica con la obra, se la asimila, acaba por apropiársela, y es al fin el autor mismo recreándose en su obra (Pérez Galdós, 1999: 196-197. Cursiva mía).
Para el novelista canario —como también, decenios después, para Ingarden o para Wolgang Iser (1976)—, el receptor de la literatura, lector o espectador, es verdadero cocreador de la obra de arte literaria mediante el acto de leer o de asistir a una representación. Pero, ajeno a la exageración de esta actitud volcada hacia el receptor y de la falacia que ello representaría, Galdós admite la decisiva importancia que a estos efectos tiene la resolución formal alcanzada por el talento del escritor, pues el público ―en unos casos crea la obra con los datos que le da el autor, y que en otros devuelve friamente los datos, quedándose con un deforme embrión entre las manos‖ (Pérez Galdós, 1999: 197). Y asì, hablando desde su propia experiencia como creador de Los condenados menciona el fiasco de dos de sus personajes, Santamona y Peternoy, figuras de las que
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En la vida real existe seguramente el modelo de ambas, aunque no puede decirse que abunda. La razón de que el público las acogiera con frialdad podrá quizás encontrarse en defectos internos de la composición, según el criterio dominante (Pérez Galdós, 1999: 203).
Otro ejemplo de sumo interés al propósito del realismo intencional, en esta oportunidad contradictorio con la experiencia Galdosiana con Santamona y Peternoy, nos lo proporciona el caso, verdaderamente peregrino, de la novela La voluntad de vivir de Vicente Blasco Ibáñez, que ha sido objeto de recuerdo y especial comentario por parte de Ricardo Senabre (1987: 30-32).
El hecho es que La voluntad de vivir, anunciada para su inminente publicación en 1907, no vio la luz sino sesenta años más tarde, en el tomo cuarto de las obras completas de su autor, si bien existió una edición anterior (Planeta, Madrid: 1953) con texto muy censurado.
Libertad Blasco Ibáñez explica, en un breve prólogo a la primera edición considerable como tal (la de las Obras completas), el porqué de esta irregular suerte editorial:
Antes de dar al público sus novelas, tenía por costumbre Blasco regalar a sus amigos las primicias de su lectura para que le dieran su opinión antes que la crítica y el público. Esta vez todos coincidieron. Benlliure, Morote, Sorolla, Canalejas, Amalio Gimeno y otros amigos íntimos creyeron ver en el protagonista, el sabio doctor ―Enrique Valdivia‖, a un gran médico español, una lumbrera de la medicina mundial, a quien Blasco Ibáñez quería y admiraba, uniéndoles una estrecha amistad, a pesar de la diferencia de edad que los separaba: don Luis Simarro Lacabra. Blasco protestó reiteradamente que jamás se le había pasado por la imaginación retratar a su inminente amigo; el protagonista era hijo de su fantasía, solamente mera ficción. Pero su esposa apoyó lo dicho por los amigos y le aseguró que el doctor Simarro se ofendería; seguramente se había sugestionado, e inconscientemente el protagonista de La voluntad de vivir era el vivo retrato de don Luis. Blasco comprendió que si daba al público la novela, el venerable doctor Simarro se vería puesto en ridículo al mezclarlo con una historia de amor. (...) Un escándalo, a causa de la malicia humana, que lacerase el corazón de un anciano triste y dolorido, cuyo laboratorio describe en la obra, y que criticase las costumbres de una señora casada no lo podía consentir el escritor y comprendió que las gentes solo sabrían ver lo que quisieran. Retiró su obra y mandó quemar la edición entera (Blasco Ibáñez, 1977: 694-695. Cursiva mía).
De acuerdo con este inestimable ejemplo de primera mano, es fácil comprender que el campo interno de referencia (Harshaw, 1984; Villanueva, 2004: 112-113) de La voluntad de vivir incluye un personaje autónomo, creado por la imaginación del autor, el médico don Enrique Valdivia, pero que incluso antes de la publicación del libro, destacados lectores del mismo, amigos por otra parte de su autor, proyectaron sobre el texto un campo externo de referencia en el que dicho personaje era trasunto inconfundible de un individuo real, el doctor Luis Simarro. Lo que traducido a los términos de nuestras tesis significa, ni más ni menos, que esta proyección intencional de los destinatarios, no cointencional en relación a la del propio novelista, tendía a hacer de La voluntad de vivir un caso auténtico de roman à clef, tendencia que, por otra parte, ya estaba insinuada desde principios de siglo en las novelas urbanas de Vicente Blasco Ibáñez, centradas en Jerez, Toledo y Madrid.
Finalmente, también en el texto teórico más importante y conocido de nuestro autor, su discurso académico de 1897 sobre ―La sociedad presente como materia novelable―, de donde procede esa cita tantas veces repetida de ―imagen de la vida es la Novela‖, se hace patente una
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conceptualización del realismo literario como la que estamos apuntando, que puede incluso resultarnos sorprendente por la radicalidad de su posicionamiento.
Son palabras que no tienen desperdicio para concluir con toda solvencia la argumentación que nos ha llevado, a partir de sus respectivos escritos teórico-críticos, del realismo genético de Zola al realismo formal de James para llegar por último al realismo intencional de Benito Pérez Galdos, que se sustancia en las siguientes líneas:
En vez de mirar a los libros y a sus autores inmediatos, miro al autor supremo que los inspira, por no decir que los engendra, y que después de la transmutación que la materia creada sufre en nuestras manos, vuelve a recogerla en las suyas para juzgarla; al autor inicial de la obra artística, el público, la grey humana, a quien no vacilo en llamar vulgo, dando a esta palabra la acepción de muchedumbre alineada en un nivel medio de ideas y sentimientos; al vulgo, sí, materia primera y última de toda labor artística, porque él, como humanidad, nos da las pasiones, los caracteres, el lenguaje, y después, como público, nos pide cuentas de aquellos elementos que nos ofreció para componer con materiales artísticos su propia imagen: de modo que empezando por ser nuestro modelo, acaba por ser nuestro juez (Pérez Galdós, 1999: 220-221).
Dámaso Alonso denunció también, a propósito del Lazarillo de Tormes, esa ―noción elemental, simplicista, y ciertamente sorprendente, de lo que es realismo‖ (Alonso, 1985: 569) que nosotros hemos calificado de genética y que en más de una ocasión, de un modo o de otro, se ha atribuido a la propia obra novelesca de Benito Pérez Galdós. En términos que habría que relacionar con la fundamentación fenomenológica de su teoría literaria, aquel inolvidable maestro de la filología española reivindica la independencia de la obra creada en relación a lo que fue su origen, así como la importancia decisiva que para su vigencia tiene el encuentro con el público. Para él, como también para el gran novelista canario cuya obra vamos a seguir estudiando durante y después de este congreso sobre ―Galdós y la gran novela del siglo XIX‖, ―la función de la obra literaria se cumple con una iluminación súbita del alma del lector‖, y por ello una obra cualquiera será realista no porque exista una realidad empírica que reproduzca fielmente, al modo de Zola, sino por su capacidad de suscitar en la mente del lector una intuición, una imagen que le convenza de que ―es o puede ser el auténtico correlato de una realidad concreta existente‖ (Alonso, 1985: 568-569).
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