SOBRE EL ESTILO NARRATIVO DE GALDÓS

Ricardo Senabre

En uno de los volúmenes de sus Memorias (La intuición y el estilo: VIII, 8) cuenta Baroja una de sus conversaciones con Galdós, en la que don Benito, que, según Baroja, ―se franqueaba poco con cierta gente‖, pero ―charlaba por los codos cuando se trataba de literatura y de paisajes y de pueblos españoles‖, se enfrascó en prolongadas consideraciones sobre ―la manera de crear sus personajes Shakespeare y Dickens‖, a quienes ―había estudiado en sus procedimientos muy detalladamente‖, y ―discurrió acerca de la manera de construir sus novelas Tolstoi y Dostoyevski‖, además de hablar extensamente ―de la creación de los tipos, de la invención de los argumentos y de la manera de colocar un asunto en un ambiente‖. Concluye Baroja: ―Vi que Galdós tenía (…) una gran preocupación por la técnica novelesca‖. Esto es cierto, y basta leer los textos que podríamos considerar teóricos del autor —su discurso de ingreso en la Real Academia Española, ciertos comentarios y prólogos a obras propias y ajenas— para hallar indicios abundantes de esta preocupación, que se resuelve, como no podía ser de otro modo, en la búsqueda permanente de un estilo propio, de unas fórmulas adecuadas para potenciar las historias narradas, de una experimentación constante de recursos que afecta a numerosos aspectos de la obra, desde las formas externas del relato —narración en tercera persona, forma homodiegética, novela total o parcialmente epistolar con dos o más corresponsales, historia convertida en diálogo— hasta la técnica del retrato de personajes, o el uso de clichés y formas lingüísticas caracterizadoras para singularizar a cada tipo, tanto en su habla directa como en su inserción en el lenguaje del narrador mediante el estilo indirecto libre. Muchos de estos recursos, y de manera particular el lenguaje galdosiano, han sido objeto de valiosos estudios. Lo que aquí llamaré ―estilo narrativo‖ no tiene que ver con las particularidades léxicas o lingüísticas de Galdós. No será éste un acercamiento al prosista, sino al narrador. Si aceptamos la distinción entre ambas nociones, si convenimos en que el Buscón de Quevedo es sobre todo una obra de prosista, mientras que el Quijote revela esencialmente la presencia de un narrador, no harán falta más explicaciones sobre este asunto. Aunque el lenguaje sea la materia prima y el elemento indispensable de cualquier texto, el estilo narrativo no atiende tanto a la selección de las palabras, al ritmo de la frase o al uso de los diversos registros idiomáticos, sino al engarce lógico de los diversos episodios de la historia narrada, a la coherencia interna que, mediante distintos recursos, establece correspondencias entre lugares y acciones, entre personajes y sucesos, entre objetos y representaciones, siempre con el supuesto de que el relato constituye también una red autónoma de dependencias internas, y que un personaje dicharachero en el capítulo inicial debe serlo también mediada la novela, a no ser que se intercale un suceso con la suficiente importancia como para cambiar radicalmente su carácter. La misma función conectora tienen los tics idiomáticos, los latiguillos y los giros que Galdós asigna a sus personajes. En Zaragoza, don José de Montoria aparece desde el principio utilizando con profusión la interjección ¡porra!, que no se descolgará de sus labios en toda la novela. En La desheredada, la tía de Isidoro Rufete utiliza continuamente los eufemismos puño, puñales y hasta repuñales como formas interjectivas; don José de Relimpio acude a la fórmula caracterizadora ―persona decente‖; para don Manuel de Pez las consideraciones de cualquier índole son ―logomaquias‖; Juan Bou cierra muchas de sus frases con el giro conclusivo ―y palante‖, y Mariano Rufete las comienza con la fórmula ―de consiguiente‖. Los ejemplos, como cualquier lector de Galdós sabe, podrían multiplicarse con facilidad. Cuando las expresiones típicas van desapareciendo o son sustituidas por otras es porque se produce un cambio profundo en el personaje. Es el

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caso de Isidoro Rufete en La desheredada, cuya degradación personal va acompañada de un progresivo envilecimiento idiomático (II, 35, 4).

La coherencia interna del discurso exige que no existan datos contradictorios y que, a ser posible, cada información, además de funcionar con su significado propio, abra un haz de alusiones o referencias que se proyecten sobre el contexto. En Misericordia (XXVII), la anciana Benina va por el Puente de Toledo, camino de las Cambroneras, intentando dar con el rastro del ciego Almudena. El narrador describe el lugar, con los cementerios de San Justo y San Isidro al fondo, al otro lado del río, y anota:

Al descender pausadamente hacia la explanada, vio la mendiga dos burros… ¿qué digo dos?, ocho, diez o más burros, con sus collarines de encarnado rabioso, y junto a ellos grupos de gitanos tomando el sol, que ya inundaba el barrio con su luz esplendorosa, dando risueño brillo a los colorines con que se decoraban brutos y personas.

El descubrimiento del grupo de burros precede a la aparición del grupo de gitanos, y si los burros llevan como adornos ―collarines de encarnado rabioso‖, luego se indica que tanto animales como personas se decoraban con ―colorines‖, palabra que, por su patente analogía fónica con ―collarines‖, contribuye a suscitar la identificación entre el grupo de gitanos y sus animales, como expresa también la coordinación ―brutos y personas‖. Esta equiparación no acaba aquí, sino que continúa sustentando el contexto, porque un poco más adelante observa Benina cómo un grupo de personas disputa ―sobre un burro, cuyas mataduras eran objeto de vivas discusiones‖. Un gitano se destaca del grupo y se dirige a Benina, con lo que, una vez más, se repite el procedimiento: la mención de un animal precede a la aparición de una persona. El gitano entabla un breve diálogo con Benina y le indica dónde puede encontrar a Almudena. Benina se desplaza por un camino hacia una zona mísera, donde se agrupan unas casas ruinosas. Y escribe Galdós: ―Al aproximarse, notando Benina que alguien se asomaba a una reja del piso bajo, hizo propósito de preguntar: era un burro blanco, de orejas desmedidas, las cuales enfiló hacia fuera cuando ella se puso al habla‖. A continuación ―entró la anciana en el primer corral‖, y allí ―una mujer esmirriada lavaba pingajos en una artesa: no era gitana, sino paya‖. La mujer dará a Benina toda clase de explicaciones. Una vez más, la aparición de un animal aislado anuncia la presencia de un personaje que se encuentra a solas. Y si en esta ocasión hay detalles que destacan especialmente al burro y lo singularizan —es blanco, tiene grandes orejas, parece escuchar— es porque el personaje femenino que aparece a renglón seguido —la vieja escuchimizada y parlanchina— tiene también una particularidad: en aquel lugar poblado de gitanos ella es paya. Los burros que aparecen, en grupo o solos, no constituyen únicamente informaciones que ayudan a detallar la descripción del lugar, sino que poseen una función catafórica: preparan y anuncian lo que surgirá a continuación, apoyando en este caso la idea de que las gentes agrupadas en las colonias gitanas convivían con burros porque la compraventa de estos animales era, en efecto, su principal medio de subsistencia.

Los objetos, los elementos de un paisaje y muchos detalles de los que constituyen el marco de las acciones reciben con frecuencia ese plus de significado que contribuye a la concatenación de los distintos componentes del texto. En Zaragoza se nos informa (XV) de que en la casa del avaro Candiola se alza un ciprés ―corpulento plantado en la huerta‖ que ―proyectaba gran masa de sombra, formando allí una especie de refugio contra la claridad de la luna‖. Es en ese lugar donde se entrevistan cuando pueden Mariquilla y Agustín, ocultándose del padre de ella. Más adelante (XVII), un bombardeo lanzado por las tropas francesas ha reducido a escombros la casa, pero ―en medio de estas ruinas, subsistía incólume el ciprés, cual pensamiento que permanece vivo al sucumbir la materia, y alzaba su negra cima como un monumento conmemorativo‖. Es indudable que, a pesar del símil que equipara

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el ciprés a un pensamiento que perdura, lo que sucede es que ese refugio de los enamorados que se mantiene en pie a pesar de la violencia bélica representa la firmeza de un amor, mantenido en secreto por razones familiares —no es otro el sentido de la ―masa de sombra‖ bajo la que se ocultan los enamorados— que subsiste en medio de la devastación. Por eso mucho más tarde, cuando la ciudad se ha rendido ya al invasor, Mariquilla proyecta con Agustín un futuro que nunca llegará (XXVII): ―Quiero que al volver de nuestro viaje reedifiques la casa en que he nacido. El ciprés continúa en pie‖. Y después, tras haberle pedido a Agustín el difícil cometido de salvar a su padre, el perverso Candiola: ―Huiremos; nos esconderemos aquí cerca, en las ruinas de nuestra casa, allí en la sombra del ciprés, en aquel mismo sitio donde tantas veces hemos visto el pico de la Torre Nueva‖. Como poco después se truncarán todas las ilusiones con la muerte de la joven, advertimos que el ciprés, que desde el comienzo parecía representar el amor indestructible, llevaba consigo también el signo de una premonición mortuoria, como árbol funerario que es en la tradición mediterránea, y que su sombra protectora proyectada sobre los enamorados anunciaba el acecho permanente de la muerte. Conviene añadir, sin embargo, que estos valores no están previstos de antemano ni obedecen a un cálculo preciso, a un plan minucioso de la novela que contenga incluso pequeños detalles de esta índole, sino que, muy probablemente, nacen del mismo desarrollo de las acciones, como corresponde a un texto donde predomina el carácter narrativo sobre cualquier otro.

Esos significados aparentemente secundarios que, en realidad, adensan y enriquecen el relato, extienden a veces sus ramificaciones a toda la historia narrada. Tomemos el ejemplo de la novela El equipaje del rey José, que inaugura la segunda serie de los Episodios. Compuesta en los meses de verano de 1875, se centra en los estertores de la ocupación francesa y en el abandono del territorio español de José Bonaparte y de los restos de su ejército, hostigados cerca de Vitoria por las tropas inglesas y algunas partidas de guerrilleros. Pero el momento histórico en que escribe Galdós, cuando se han producido algunas victorias carlistas en Montejurra y Portugalete seguidas del cerco de Bilbao —que Unamuno acabará novelando en Paz en la guerra—, se proyecta sobre la composición de El equipaje del rey José y la condiciona. Porque los personajes que ocupan el centro de la historia son dos tipos marcadamente antagónicos: Salvador Monsalud, que, para resolver sus dificultades de subsistencia, ha estado incorporado durante varios años al ejército francés como guardia de los que se denominaban ―jurados‖, y Carlos Navarro, antifrancés declarado, activo guerrillero e hijo de un católico integrista y autoritario, especie de señor feudal que, capturado por los franceses, tiene un final trágico. Monsalud —ahora rechazado como antipatriota por su propia familia— y Carlos pretenden a Jenara, lo que crea entre ellos un conflicto agravado por la disensión ideológica que provoca varios enfrentamientos. Ninguno de ellos sabrá nunca que Monsalud, hijo de padre desconocido, es fruto de una relación juvenil de Fernando Navarro, padre de Carlos, con lo que su rivalidad, que desemboca en un odio cerril, se convierte en un sentimiento cainita, que parece obedecer a un fatum aciago y culmina en su lucha final —desarrollada, como era de esperar, en plena noche—, en que Monsalud deja malherido a Carlos y huye. En realidad, esta historia de enfrentamiento entre hermanos con final dramático no hace más que trasladar a un ámbito histórico lejano la profunda desazón de Galdós ante las estériles guerras civiles carlistas, comenzadas en 1834 y no liquidadas aún por completo en el momento en que el autor compone El equipaje del rey José. El diseño de novela histórica que ha predominado en la primera serie de los Episodios ha experimentado un avance significativo, y la historia sólo adquiere su pleno sentido cuando sirve para interpretar la actualidad.

Este enfoque explica muchos aspectos de la novela, como la preocupación del autor por deformar hasta la caricatura extremada en gestos y actitudes los retratos de los personajes más intransigentes —la centenaria doña Perpetua, el presbítero Respaldiza o Fernando Garrote—,

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y también su insistencia en subrayar acciones de irracional violencia y de odio colectivo, como la agresión de los lugareños de la Puebla de Arganzón contra Monsalud, que viste el uniforme francés, o el trato despiadado infligido por las tropas francesas al cura Respaldiza. Episodios de esta naturaleza sirven para acentuar la índole agresiva del ser humano, condenado a repetir, con variantes infinitas, la historia de Caín.

La cohesión entre texto y contexto, esto es, la correspondencia habitual —no siempre perceptible a primera vista— entre los elementos del discurso, la historia narrada y el marco del relato, alcanza incluso a cuestiones que, más que compositivas, se nos antojarían propias de la elocutio, del uso peculiar del lenguaje, el cual, sin embargo, se halla una vez más supeditado al conjunto de la novela, como puede advertirse con un somero análisis. En Un voluntario realista (1878), que pertenece a la segunda serie de los Episodios nacionales, Pepet Armengol, un niño que se ha quedado huérfano a los doce años, es recogido por las monjas de San Salomó con el propósito de prepararlo para desempeñar en el futuro las funciones de sacristán. Mientras va adiestrándose en sus futuras tareas, las monjas le permiten salir a jugar algunas mañanas con otros niños que se reúnen junto al río, donde

se entregaban al juego de tropa, que era su mayor delicia. Allí organizaban ejércitos con espadas de caña y sombreros de papel; allí asaltaban formidables plazas, defendían castillos, se destrozaban a cañonazos (entiéndase pedradas) conquistando lauros inmortales y ganando gloriosísimas contusiones, tras de las cuales venía la zurribanda que en sus casas les administraban los enojados padres o el maestro de escuela (II).

En estas contiendas, Pepet exhibe pronto un ―don de mando que aparece frecuentemente en la niñez como anuncio de una superioridad futura‖, y el narrador se extiende en detallar las habilidades bélicas del niño:

Era atrevido, daba grandes porrazos, no perdonaba las faltas de disciplina, sacaba de su cabeza admirables invenciones en cuanto a plan de batallas y pedreas y resolvía gallardamente todas las disputas […] entre los distintos cuerpos de ejército […] Era astuto en las exploraciones, heroico en los encuentros, prudente en las retiradas, previsor en todos los casos […] Al ver a sus bravos soldados faltos de vituallas, dirigía admirablemente el merodeo de fruta en las huertas del río, o el saqueo de una cabaña cuando estaban ausentes los dueños […] Pepet no ascendió a general: lo fue desde el primer momento.

Esta humorística alegoría, que eleva los juegos infantiles a la categoría de una guerra de adultos, parece uno más de los muchos símiles desarrollados que se encuentran en las páginas de Galdós. Pero es conveniente ir un poco más allá de esta apreciación, y recordar que, poco después, se cuenta cómo Pepet, conocido con el apodo de Tilín, contrae unas fiebres palúdicas y soporta luego una convalecencia prolongada. Para paliar su estado y ante la carencia de juguetes en el convento, una joven monja, sor Teodora, le prepara ―un sombrero hecho de papel […] y una espada de caña‖ (recuérdese que, en el texto citado antes, los niños juegan ―con espadas de caña y sombreros de papel‖). Pepet permite que la monja le coloque el gorro, pero rechaza la espada con palabras tajantes: ―La espada que yo deseo no es de caña, sino de hierro‖. Y, tras una elipsis narrativa, años más tarde, cumplidos ya los dieciocho, Pepet confiesa a la monja (III) su propósito de ser soldado y guerrero. Lo hará, en efecto, al convertirse en voluntario realista y participar en numerosas acciones bélicas. Por otra parte, y paralelamente a esta historia, ha ido creciendo un conflicto íntimo en Pepet que se descubre cuando, en una entrevista con sor Teodora (XI), confiesa a la monja que está enamorado de

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ella. Pues bien: este motivo temático, que será nuclear en la novela, también cuenta con una escena, situada muchos años atrás, que ahora se percibe como premonitoria: Pepet, niño todavía, asiste a la toma de hábito de sor Teodora, que es —el narrador adopta aquí el punto de vista del niño— ―una joven de sorprendente hermosura‖, con ―los más hermosos cabellos negros que se podían ver en el mundo‖. Cuando Pepet ve cómo a la joven que toma el velo le cortan a tijeretazos el pelo ―sintió que su alma minúscula se llenaba de una cólera sofocante, irresistible, volcánica‖ insulta a los oficiantes y cae desmayado. Tras su desvanecimiento, ―sintió que en su espíritu entraban de rondón ideas nuevas, y que su conciencia empezaba a sacudirse y a resquebrajarse como un gran témpano que se deshiela‖ (II). Estas sensaciones un tanto vagas —o, mejor, formuladas de un modo deliberadamente vago e impreciso por el narrador— pueden interpretarse mal en el momento en que las leemos, pero adquieren su sentido pleno cuando, mucho más tarde, descubramos los sentimientos de Pepet. De nuevo, un suceso de la niñez se presenta como anuncio de un conflicto adulto.

En algunos casos, formulaciones metafóricas de carácter bélico como las que acabamos de examinar en Un voluntario realista tienen una raíz más honda que la del simple valor catafórico. Recordaremos aquí el caso de Nazarín (1895), cuando el personaje central, acompañado por las dos mujeres que han decidido compartir la suerte del sacerdote y su tarea evangelizadora, es apedreado por unos niños (IV, 2): ―Al general le dieron en la cabeza, y al ala derecha en un brazo. El ala izquierda quiso tomar la ofensiva, disparando también contra ellos‖. Más adelante se afirma que, en sus desvelos por socorrer a los enfermos de Villamanta, Nazarìn fue ―un héroe cristiano‖; se habla de su ―campaña‖ y se informa de que más tarde debió afrontar ―nuevas y más terribles campañas‖. Luego, Nazarìn y las dos mujeres velan en un castillo ruinoso por temor a que el Pinto los descubra. Y al final, Nazarín tiene una visión en la que se ve acometido por enemigos armados y surge Ándara, vestida de mujer guerrera, para defenderlo. Toda esta insistencia en el léxico bélico, que convierte la peregrinación de Nazarín en una permanente contienda, es el desarrollo de una antigua formulación metafórica que se halla implícita, sin aflorar a la superficie del texto salvo por estos indicios. Se trata de la idea, procedente del libro de Job y reactivada en las constituciones de muchas órdenes monásticas medievales, que hace del cristiano un miles Christi, metáfora de gran rendimiento que ha llegado hasta nuestros días. La visión del creyente como soldado —y, subsidiariamente, de su vida como una contienda— es la que permite el desarrollo metafórico de todos estos pasajes galdosianos, que dan forma narrativa, así, a una antigua imagen.

No es éste un recurso aislado en la prosa narrativa de Galdós, sino muy productivo. La cohesión de muchos pasajes se debe a que obedecen a un principio ordenador que los justifica y les da sentido. Y con frecuencia, en efecto, ese principio es una idea nuclear que actúa bajo el envoltorio de una imagen tradicional. Los ejemplos posibles son tan abundantes que habremos de contentarnos con esbozar tan sólo un par de ellos. En Misericordia se describe minuciosamente, desde el capítulo inicial, la multitud de indigentes y mendigos que se agolpa en la pared Norte de la parroquia de San Sebastián, y se hace con una sostenida metáfora: es una ―cuadrilla de miseria‖ que acecha el paso de los viandantes:

Al modo de guardia de alcabaleros que cobra humanamente el portazgo en la frontera de lo divino […] Los que hacen guardia por el Norte ocupan distintos puestos […] y es tan estratégica su colocación, que no puede escaparse ningún feligrés […] En rigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permiten a los intrépidos soldados de la miseria destacarse al aire libre […] y se repliegan con buen orden al túnel o pasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, formando en dos alas a derecha e izquierda. Bien se comprende que con esta formidable ocupación del terreno y táctica exquisita no se escapa un cristiano, y forzar el túnel no es menos difìcil y glorioso que el memorable paso de las Termópilas […] No baja de docena y

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media el aguerrido contingente, que componen ancianos audaces, indómitas viejas, ciegos machacones, reforzados por niños de una acometividad irresistible […] y allì se están desde que Dios amanece hasta la hora de comer, pues aquel ejército se retira metódicamente, para volver con nuevos bríos a la campaña de la tarde. Al caer de la noche […] se retira el ejército, marchándose cada combatiente a su olivo con tardo paso.

Basta repasar el léxico del fragmento —citado aquí sólo en parte para reducir su considerable extensión— para advertir su adscripción al ámbito semántico de la lucha: ―guardia de alcabaleros‖, ―intrépidos soldados‖, ―se repliegan‖, ―formando en dos alas‖, ―ocupación del terreno‖, ―táctica‖, ―aguerrido contingente‖, ―acometividad‖, ―ejército‖, ―campaña‖ e incluso el recuerdo del paso de las Termópilas que narró Heródoto. El lector puede sonreír ante este humorístico alarde, pero lo cierto es que, de igual modo que el léxico bélico en el pasaje antes citado de Nazarín desarrollaba la antigua imagen del miles Christi, ahora este ejército de míseros es el resultado narrativo de una fórmula acuñada por Darwin y muy difundida en las últimas décadas del siglo XIX: la struggle for life o lucha por la vida, que dará título años después a una conocida trilogía de Baroja. Galdós transfiere la idea darwiniana sobre el mantenimiento de las especies a esta ―cuadrilla de miseria‖ porque, si bien se mira, la búsqueda diaria del sustento para sobrevivir convierte su vida en una permanente lucha. Por eso Galdós remata el pasaje con unas palabras inequívocas referidas al ―ejército‖ de indigentes: ―Observémosle en su rudo luchar por la pìcara existencia, en el cual no hemos de encontrar charcos de sangre ni militares despojos, sino pulgas y otras feroces alimañas‖. Ese ―rudo luchar por la pìcara existencia‖ es, si no me equivoco, la primera adaptación narrativa entre nosotros de las dos fórmulas acuñadas por Darwin: struggle for life y struggle for existence.

Añadamos a todo esto otra creación metafórica clásica muy utilizada también, como núcleo y principio ordenador de pasajes y escenas, por Galdós. Se trata de la antiquísima equiparación entre la vida humana y la navegación, y, secundariamente, la identificación del ser humano individual con un navío. De origen bíblico, ha tenido una aplicación especial en textos de literatura religiosa, sobre todo a partir del abundante número de variaciones que sobre esta imagen ofreció san Agustín. Es componente esencial en algunas de las más conocidas odas de fray Luis de León y se prolonga con usos numerosísimos hasta nuestros días, como acaso en el futuro pueda comprobarse si algún investigador se decide a acometer la reconstrucción de su fértil historia. Galdós acudió a la imagen con gran frecuencia. Así, en Trafalgar (XI), el barco Santísima Trinidad es cañoneado por el enemigo y aparece personificado:

De tal modo combatida y sin poder de ningún modo devolver tales destrozos, la tripulación, aquella alma del buque, se sentía perecer, agonizaba con desesperado coraje, y el navío mismo, aquel cuerpo glorioso, retemblaba al golpe de las balas. Yo le sentía estremecerse en la terrible lucha: crujían sus cuadernas, estallaban sus baos, rechinaban sus puntales a manera de miembros que retuerce el dolor, y la cubierta trepidaba bajo mis pies con ruidosa palpitación, como si a todo el inmenso cuerpo del buque se comunicaran la indignación y los dolores de sus tripulantes.

Aquí, la ecuación entre buque y cuerpo vivo se halla todavía mediatizada por la presencia del yo narrador y por la referencia a los miembros de la tripulación. En cambio, la novela Gloria ofrece una transformación más coherente y rica. Ya poco después del comienzo (I, 13) estalla una tempestad en la que el viento ―caìa con furia loca sobre el mar‖, y don Ángel de Lantigua, el obispo, exclama: ―¡Pobres marinos, pobres navegantes!‖. Poco después, Daniel

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Morton, el náufrago extranjero que irrumpe en la vida de Gloria, lo hace tras haber escapado de la muerte en una escena donde se describen con pormenor la zozobra del barco y su hundimiento:

Se le veía [al barco] forcejear con las olas, tratando de gobernarse con la hélice para huir de los escollos, y su figura tomaba la especial fisonomía que adquiere todo lo que interesa, personificándose a los ojos de los que estaban en salvo. No era un buque, sino un hombre, un pobre nadador que luchaba con la resaca; se le veía romper las olas con la dura cabeza, y sacarla fuera para respirar por los dos agujeros llamados escobenes, abiertos a manera de narices […] Tragaba el casco inmensos sorbos de agua, y al tumbarse los arrojaba en catarata por los portalones, sin dejar de dirigir al cielo su espantosa imprecación en forma de humo densísimo y de rugiente vapor blanco y rabioso como el chorro de la ballena herida.

Por otra parte, y unidas al motivo de la tempestad y del naufragio —símbolos evidentes de la muerte—, las fuerzas destructoras de la naturaleza reaparecen en momentos claves de la historia. Así, cuando Juan de Lantigua sorprende a Gloria con Morton y descubre súbitamente el amor entre ambos, cae fulminado por la impresión, mientras hay una tormenta pavorosa, con peligrosa crecida de la ría (I, 29). En el capítulo final asistimos a la muerte de Gloria. El dolor ìntimo está representado por don Ángel, que ―medio muerto de pena, no quiso salir de la habitación‖, y por Esther, que ―encerrada también en la suya, tenìa los ojos encendidos de tanto llorar‖. Este llanto no es el único, porque simultáneamente, en el exterior, ―el tiempo apacible desapareció, poniéndose obscuro el cielo, ceñudo y llorón. Corrían los vientos, y quejándose alborotada la mar, dejaba oìr en toda la costa sus mugidores ayes‖.

La asociación de luz y oscuridad, así como de lugares y momentos del día, a determinadas acciones es habitual en el estilo narrativo de Galdós. Recordemos la última parte de Miau (1888). Villamil emprende (XLII) la que será su última caminata por Madrid, casi a mediodía: ―Tiró hacia la plaza de San Marcial, y al llegar a los vertederos de la antigua huerta del Príncipe Pío, se detuvo a contemplar la hondonada del Campo del Moro y los términos distantes de la Casa de Campo‖. Contempla extasiado el cielo luminoso y azul y los primeros brotes de plantas y árboles. Ya por la tarde, sigue vagando por lugares cercanos y ve pasar una bandada de gorriones (XLIII):

Le dio al santo varón la vena de sacar un revólver que en el bolsillo llevaba, montarlo y apuntar a los inocentes pajarillos, diciéndoles: —Pillos, granujas […], ¿qué dirìais si ahora yo os metiera una bala en el cuerpo? Porque de fijo no se me escapaba uno. ¡Tengo yo tal puntería!... Agradeced que no quiero quedarme sin tiros.

Sigue caminando hasta que mucho más tarde, ya en el capítulo siguiente (XLIV), vuelve ―andando hacia la plaza de San Marcial […] Encontrose de nuevo en los vertederos de la Montaña, en lugares adonde no llega el alumbrado público, y los altibajos del terreno poníanle en peligro de dar con su cuerpo en tierra antes de sazón‖. Se detiene al borde de un terraplén, con el ―peligro de rodar al fondo invisible‖. Allì se mata, y, como el narrador especifica, ―retumbó el disparo en la soledad de aquel tenebroso y abandonado lugar‖. La oscuridad, la cercanìa de los vertederos, el peligro de ―dar con su cuerpo en tierra‖ y, antes, la mención del revólver y las palabras dirigidas a los pájaros, son otros tantos anuncios de la muerte cercana del desdichado Villamil, que se producirá, ya de noche, en los mismos lugares que al ser contemplados con la luz matinal habían despertado en el personaje sensaciones de beatitud.

Como ya quedó indicado, esta correspondencia fiel entre la elección de elementos expresivos y su expansión en el contexto —entre el eje de la selección y el de la combinación,

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podríamos decir— llega hasta detalles minúsculos y en apariencia insignificantes. En la novela Misericordia (XL) van de paseo Obdulia, doña Paca, Juliana y Polidura:

Iba Juliana arreándolos a todos [arrear tiene aquí el sentido de ‗estimular a los animales con voces para que se muevan deprisa‘] y mandándoles que fueran deprisa por el camino que les marcaba. No le faltaba más que un palo para parecerse a los que en vísperas de Navidad conducen por las calles las manadas de pavos […] Doña Paca era la res humilde que va donde la lleven, aunque sea al matadero; y Juliana, el pastor que guía y conduce.

Esta humorística analogía reaparece al comienzo de Fortunata y Jacinta (I, 2), donde se narra cómo doña Isabel Cordero saca a pasear los domingos a sus siete hijas y ―pastoreaba aquel rebaño, llevándolo por delante como los paveros en Navidad‖. Pero, al margen de esta reiteración del símil, el estilo narrativo de Fortunata y Jacinta es de especial complejidad, y bastará ceñirse a un ejemplo cercano al del pasaje anterior para acreditarlo. Doña Isabel Cordero, que, aunque venida a menos, pertenece al gremio de comerciantes de tejidos e hilos de Madrid, ha acostumbrado a las hijas mayores a ayudarle ―en el repaso de la ropa, o en acomodar al cuerpo de los varones las prendas desechadas del padre‖. Cuenta el narrador que, al pasear Isabel con sus hijas, las cuales llamaban la atención ―por el número y la escala gradual de las tallas‖, comentaban los viandantes: ―Ya está ahì doña Isabel con el muestrario‖. Más adelante, el narrador se ha apropiado de la denominación y asevera que, al trabajo de vigilar a sus hijas,

Uníase el trabajo de exhibir y airear el muestrario, por ver si caía algún parroquiano o, por otro nombre, marido. Era forzoso hacer el artículo, y aquella gran mujer, negociante en hijas, no tenía más remedio que vestirse y concurrir con su género a tal o cual tertulia de amigas.

Luego afirma: ―No están los tiempos para hilar muy delgado en esto de los maridos‖. No es preciso subrayar que el léxico seleccionado —muestrario, género, negociante, hacer el artículo, hilar— pertenece al ámbito mercantil. Y poco después, al cerrar el capítulo, leemos: ―Al llegar aquì me veo precisado a cortar esta hebra, y paso a referir ciertas cosas…‖. En ningún lugar de su extensa obra utiliza Galdós, en tan breve superficie textual, los giros ―cortar la hebra‖ e ―hilar delgado‖, que, aunque teniendo sentido figurado, comparecen aquì arrastrados por el universo semántico marcadamente ―textil‖ del contexto, del que nada ni nadie se libra. Ni siquiera Dios, del que más adelante se dirá que, ―apreciando los méritos de aquella heroína [doña Isabel Cordero], echó una mirada de benevolencia sobre el muestrario y después lo bendijo‖, para referir seguidamente los matrimonios de algunas hijas.

Con menor intensidad se observa el mismo procedimiento en algunos pasajes de Miau. Galdós describe la situación del cesante Villamil (cap. IV):

Había cumplido sesenta años, y los de servicio, bien sumados, eran treinta y cuatro y diez meses. Le faltaban dos para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador, que era el de su destino más alto, jefe de administración de tercera.

Y reproduce a continuación en estilo directo algunas de las reflexiones que obsesionan sin cesar al personaje: ―¡Qué mundo éste! ¡Cuánta injusticia! (…) No pido más que los dos meses para jubilarme con los cuatro quintos, sì, señor…‖. Poco más adelante se describe la habitación en que duermen el nieto de Villamil y Milagros: ―Había en aquella pieza un tocador del tiempo de vivan las caenas, una cómoda jubilada con los cuatro quintos de su

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cajonerìa, varios baúles y las dos camas‖. La analogìa implìcita entre el jubilado y la vieja cómoda hace que ambos compartan el mismo giro idiomático. En el capítulo VI de la misma novela se habla de un periodista provinciano que se enamora de Milagros y le dedica inflamadas y poéticas líneas, aunque su menester en el periódico se limita a dar prosaicas noticias comerciales, de las que se ofrece como muestra una, titulada ―Harinas‖, en la que se detallan los sacos vendidos durante la última semana, su precio y el comportamiento del mercado. Curiosamente, el joven periodista tendrá una vida muy corta, como se cuenta poco después. Sus cada vez más frecuentes desvaríos a causa de su amor no correspondido desembocan en un trágico final que obedece también a un signo premonitorio: ―Llegó a ponerse tan malo, pero tan malo, que un día se tiró de cabeza en la presa de una fábrica de harina, y por pronto que acudieron en su auxilio, cuando le sacaron era ya cadáver‖.

Otro recurso típico de la prosa narrativa galdosiana se deriva del intento por equiparar el tiempo del relato al de la historia. El asunto no requerirá grandes explicaciones. Cuando un novelista trata de decir, por ejemplo, que un personaje espera a otro durante un rato, puede afirmarse esto, sin más, y pasar a lo siguiente mediante una elipsis temporal, con indicaciones como ―esperó dos horas en la sala vacìa hasta que X apareció‖, o bien ―X llegó excusándose al cabo de dos horas‖. Pero también se puede intentar la materialización del tiempo de espera frenando la atención del lector y desviándola hacia mil detalles insignificantes e informaciones menudas cuya función en el contexto no es otra que la de retardar la solución —la aparición del personaje, en suma—, haciendo de este modo que el lector se impaciente al verse obligado a consumir también un tiempo real, sutil artificio narrativo del autor gracias al cual el lector acaba por identificarse más estrechamente con el personaje que aguarda. En el episodio nacional Napoleón en Chamartín (1874), Gabriel Araceli ha conseguido llegar a Palacio, fingiendo ser el duque de Arión, con la esperanza de encontrar a su amada Inés. Mientras aguarda solo en un aposento (XXVII) con la inquietud de ser descubierto, el tiempo se alarga con la acumulación de detalles descriptivos: el tictac del reloj, el chisporroteo de los leños que arden en la chimenea, el desasosiego creciente de Gabriel (―A veces me parecìa que los minutos corrían con inconcebible rapidez, y a veces que se estaban quietos delante de mí, mirándome como geniecillos desvergonzados‖), los impulsos de huir, los paseos por la estancia, las reflexiones sobre la duración de la propia espera (―Pasaron no sé si horas o minutos; sólo sé que muchas ideas mías se iban quedando atrás y que venían otras a sustituirlas para marcharse‖), la observación de una puerta que invita a abrirla y penetrar en la habitación contigua, llena de espejos, donde la imagen de Gabriel se multiplica, luego otra puerta y una tercera estancia oscura, con una nueva puerta al fondo por debajo de la cual se filtra algo de luz al tiempo que se oyen voces lejanas de mujer. Gabriel se acerca sigilosamente. Cesan las voces. Comienza a abrir despacio la puerta, procurando que no rechine (―Puse la mano en el picaporte y con mucha, muchìsima lentitud, lo fui levantando, levantando, de modo que no hiciera ruido‖); las cosas se muestran poco a poco; un lecho con dosel blanco; una mesa con labores de mujer y

Una figura puesta de rodillas delante de un reclinatorio. Vuelta hacia mí aquella figura, que apoyaba la frente en el reclinatorio, no era fácil reconocerla, pues de su cabeza no se veía sino el cabello; pero yo la reconocí, y era ella misma: era Inés.

Si se lee con detenimiento el pasaje se comprueba que resultaría muy difícil superar esta acumulación verosímil de tantos elementos, desde objetos, acciones o pensamientos hasta formas verbales retardadoras (repeticiones y gerundios: ―con mucha, muchìsima lentitud‖, ―lo fui levantando, levantando‖) que contribuyen solidaria y eficazmente a prolongar la espera de Gabriel y, claro está, la expectación del lector.

IX Congreso Internacional Galdosiano

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En estos y en otros muchos casos análogos advertimos la modernidad de Galdós, sus tanteos —incansables, a veces intuitivos— en la experimentación de nuevas fórmulas narrativas que más tarde formarán parte de los recursos desarrollados por el arte narrativo moderno. En el mismo capítulo de Napoleón en Chamartín al que pertenece el pasaje comentado antes, varios cortesanos acechan las sombras que se reflejan sobre una pared de la conversación que, en otra estancia, mantienen Napoleón y su hermano, y, al ser imposible escuchar las palabras, tratan de descifrar lo que se dice interpretando los movimientos de las siluetas de los personajes, como en una visión de sombras chinescas, y provocando así una multiplicación de voces y perspectivas. Uno de los cortesanos observa que alguien —la sombra del Emperador, o tal vez la de su hermano— ―dice que no, que no y que no con la cabeza‖, y, por tanto, ―de seguro está diciendo que no cederá a nadie sus derechos a la corona de España‖, o bien ―que pasará por todo menos porque los ingleses se metan aquì‖, o que ―los españoles no podrán resistir mucho tiempo‖. Luego, la sombra ―dice que sì, que sì y que sì‖, y los observadores vuelven a discrepar en su interpretación del gesto. Según uno de ellos, el emperador ―habla de que son indudables sus derechos de conquista‖; para otro, ―de que puede disponer del Trono de España como se le antoje‖; un tercero afirma que ―lo que hace es asegurar que vencerá a los ingleses‖. La multiplicación de perspectivas divergentes pone de manifiesto la incertidumbre ante la realidad, que será un asunto fundamental en la literatura narrativa más innovadora del siglo XX.

En ocasiones, la novedad de la visión establece un claro anticipo de tendencias posteriores y, además, crea precedentes y modelos que aprovecharán otros escritores. He aquí un ejemplo revelador, entre muchos posibles: en el episodio nacional El 19 de marzo y el 2 de mayo, Gabriel Araceli, que trabaja como cajista en una imprenta, está enamorado de Inés, una muchacha huérfana que vive con su tío, el padre Celestino Santos, en Aranjuez. Gabriel acude a visitarla los domingos, almuerza con Inés y su tío y luego pasean los tres hasta el jardín del Príncipe. Y añade Galdós, por boca del narrador Araceli, lo siguiente:

Por último, nos sentamos a orillas del río, y en el sitio en que el Tajo y el Jarama, encontrándose de improviso, y cuando seguramente el uno no tenía noticias de la existencia del otro, se abrazan y confunden sus aguas en una sola corriente, haciendo de dos vidas una sola.

Galdós compuso El 19 de marzo y el 2 de mayo en 1873. Muchos años más tarde, en el artìculo titulado ―Cuenca ibérica‖, publicado en El Sol el día 26 de noviembre de 1931, Unamuno describe el encuentro en tierra conquense de los ríos Júcar y Huécar del siguiente modo:

Se abrazan y conjugan Júcar y Huécar al pie de la iglesia mayor que ha bendecido tantos desemboques mutuos de vidas de almas oscuras […] y a morir se han ido, mejidos sus caudales, vidas aparejadas en costumbre. Se conocieron acaso en aquel parque provinciano, enjaulado, y formaron un hogar.

No sólo es evidente la cercanía de la visión, sino hasta los ecos verbales. Los ríos de Galdós ―se abrazan y confunden […] haciendo de dos vidas una sola‖; los de Unamuno ―se abrazan y conjugan […], vidas aparejadas en costumbre‖. El modelo galdosiano ha operado en la memoria de lector de Unamuno, aunque el resultado ofrece una diferencia notable, porque, en el caso del escritor vasco, nos encontramos ante un puro pasaje descriptivo, mientras que la descripción galdosiana acude al símil porque lo integra en el relato como un elemento más de la narración, un dato sólo explicable por las circunstancias de la historia: son Araceli e Inés, que sueñan con casarse algún día, quienes contemplan el encuentro de esos dos

Sobre el estilo narativo de Galdós

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rìos que ―se abrazan y confunden […] haciendo de dos vidas una sola‖. La mirada de los personajes transfiere a los ríos una aspiración callada, un deseo íntimo que sólo así, metafóricamente, aflora a la superficie del discurso. Galdós se anticipa de este modo al uso del paisaje como expresión de un estado de ánimo que los escritores de la generación posterior —Baroja, Azorín, Antonio Machado…— pondrán en práctica de manera generalizada, alertados por la formulación de Amiel en sus influyentes Fragments d‘un journal intime (―Un paysage quelconque est un état de l‘âme‖), publicados muchos años más tarde que la novela de Galdós.

Cada vez resulta más evidente que la obra de Galdós es inagotable y que, por muchos acercamientos críticos que se sucedan, quedarán siempre rincones inexplorados, detalles al parecer insignificantes y llenos, sin embargo, de sentido, fórmulas narrativas cuyo análisis nos permite entrar en el laboratorio del escritor, escrutar su mesa de trabajo, rehacer los impulsos creadores, las tentativas y hasta los errores de quien, con una tenacidad y una intuición narrativa excepcionales, sentó las bases de la novela contemporánea en lengua española.