PÉREZ GALDÓS Y LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: LAS INEVITABLES IGNORANCIAS DEL AUTOR

Jean René Aymes

Respecto al enfoque de la Guerra de la Independencia por Pérez Galdós en la primera serie de los Episodios Nacionales no se puede tratar de examinar aquí los temas siguientes cuyo estudio ha sido emprendido y sigue progresando desde los principios del siglo XX: no se trata, en efecto, ni de enumerar los errores cometidos por el autor, referidos a hechos, fechas, grafías de nombre, ni de confrontar el texto galdosiano con las fuentes utilizadas por el novelista, ni de enjuiciar el valor de las novelas como piezas historiográficas, ni de aclarar las interferencias entre la trama histórica y la trama novelesca, ni de valorar las tomas de posición de Galdós respecto, por ejemplo, a la guerrilla, a la Constitución de Cádiz, al afrancesamiento y a otros muchos temas que interesan a los aficionados a la historia de la Guerra de la Independencia. Tampoco conviene dar la espalda a los Episodios Nacionales y limitarse aquí a presentar un estado de la cuestión, es decir a sintetizar el conocimiento actual de la Guerra de la Independencia.

Ya que he de situarme en la bisagra entre la historia y la novela, no puedo desconocer, por la cantidad de informaciones y sugerencias que proporcionan, dos magníficos estudios al lado de algunos otros que paso por alto: una edición crítica insuperable y una luminosa síntesis; la densísima y meticulosa edición crítica de Zaragoza es la que Pilar Esterán Abad publicó en la capital aragonesa en 2001, y la síntesis muy reciente y novedosa, dedicada a ―La Guerra de la Independencia en los Episodios Nacionales‖, es la que ocupa cien páginas en el libro de Raquel Sánchez García, titulado La historia imaginada. La Guerra de la Independencia en la literatura española.

En definitiva, sólo señalaré los dominios y los temas en los que ha progresado mucho la investigación después de la primera publicación de los Episodios Nacionales, con el propósito de calibrar las previsibles y más o menos inevitables insuficiencias en la aproximación de Galdós a la Guerra de la Independencia. Me abstengo de hablar de equivocaciones, porque no se advierte —que yo sepa— ninguna de mucha monta.

De todos modos, la mayor insuficiencia no se puede achacar al novelista a partir del momento en que había decidido escoger como portavoz casi exclusivo a un personaje ficcional, de nacionalidad española que, en consecuencia, se veía privado de la posibilidad de describir y comentar el conflicto tal como lo enfocaban los contemporáneos franceses, británicos y portugueses. A pesar de esa unilateralidad de la mirada galdosiana, no dudo en afirmar que los historiadores actuales, británicos y sobre todo franceses, encontrarían datos de mucho interés si acometieran la tarea de recorrer todos los Episodios Nacionales de la primera serie.

Pero queda que la historiografía actual de la Guerra de la Independencia se caracteriza en particular por la pluralidad e internacionalidad del enfoque, cosa que no se puede decir de las obras que utilizó principalmente Galdós: las del conde de Toreno, de Modesto Lafuente, y de Estanislao de Kotska Vayo.

Como no están dotados del privilegio de la ubicuidad, Gabriel Araceli y los demás protagonistas históricos o ficcionales no pueden estar presentes personalmente en toda el área nacional directa o indirectamente tocada por el conflicto. O sea que el espacio cubierto por los Episodios Nacionales es forzosamente fragmentado, incompleto, y deja sin explorar amplias

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zonas geográficas. Con todo, llaman la atención la diversidad de las comarcas y la pluralidad de las ciudades en las que se desarrolla la acción: ahí están ambas Castillas con la capital, Andalucía en torno a Bailén y a Cádiz, Aragón en torno a Zaragoza, Cataluña en torno a Gerona y parte del País Vasco interior en torno a Vitoria. Pero no figuran o figuran poco la España cantábrica, el Levante, la España del sureste, el País Vasco litoral, Extremadura y los archipiélagos balear y canario.

Precisamente, en los últimos años y en particular a lo largo del 2008 en que se celebró en muchos sitios el inicio del conflicto, la tendencia ―provincialista‖ o ―localista‖ que fue en aumento contribuyó a sacar a la luz episodios, principalmente militares, situados en esas zonas dejadas de lado por Galdós. En ocasión de coloquios, a menudo internacionales, se dio a conocer cuanto pasó, por ejemplo, en la zona de Málaga, Oviedo, Vigo… Sin que se me ocurra esbozar una especie de ―tableau d‘honneur‖ o sugerir algún liderazgo científico, me arriesgaré a adelantar que, en esa visión ―sectorial‖ de la España en guerra, han emergido en los estudios profundizados de varios historiadores que se centran en la provincia que les es más familiar. Tal es el caso de Lluís Roura para Mallorca, de Antonio Moliner Prada para Cataluña, de Francico Miranda para Navarra y de Francisco Luis Díaz Torrejón, Manuel Moreno Alonso y Jean-Marc Lafon para Andalucía. A lo largo del presente año y en el 2010 se seguirá explorando otros sectores también ausentes en los Episodios Nacionales, como la Andalucía del interior o el norte de Cataluña. Pero, dado que se interfieren cálculos ideológicos y también porque hubo grandes zonas ocupadas durante mucho tiempo por los franceses, parece probable que no progresará mucho el conocimiento de esas zonas, en particular del País Vasco.

LOS GRANDES PROTAGONISTAS

Fernando VII

No ha merecido mucho comentario, por ser una cosa obvia, la vehemencia de la animadversión que a Galdós le inspiró el mal llamado ―El Deseado‖. Ahora bien, a lo largo del siglo XX, con la única excepción de la época franquista, no se inició ninguna campaña de rehabilitación de ese monarca cuya personalidad y conducta han sido juzgadas, casi siempre, como indigna y desastrosa. Apenas se puede mencionar la publicación, hace unos 12 años, de la biografía de Fernando VII, medianamente severa, de María Pilar Queralt. Esa moderación contrasta con la extremada dureza de Emilio La Parra que, tras haber aclarado, en 2007, la génesis de ―El mito del rey deseado‖, prepara una biografía de la que —según me confió ese amigo historiador— saldrá una imagen aún más ominosa de lo que se suele imaginar.

Godoy

El mismo Emilio La Parra publicó en el 2002 una biografía de Manuel Godoy sumamente favorable al personaje, hasta tal punto que algunos críticos le reprocharon una forma de ―Godoymanìa‖, o sea un exceso en el cariño, la admiración y la indulgencia por sus errores o abusos. De hecho, desde hace unos decenios, se asiste en España a un proceso continuo de progresiva, templada y argumentada rehabilitación del personaje que, en los Episodios Nacionales, no se beneficia todavía de ese acercamiento tan ajeno al odio y al desprecio. Pero gran parte de la explicación se halla en el manejo del criterio cronológico. En concreto, es el Godoy anterior al motín de Aranjuez, el Godoy ministro ilustrado, el que suscita el respeto, si no la admiración, mientras que es el Godoy enemistado con el príncipe de Asturias, servidor demasiado dócil del mediocre Carlos IV y demasiado servil con Napoleón, el que sigue inspirando una comprensible y merecida antipatía, más o menos equiparable al sentimiento que infunde el Godoy galdosiano.

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Napoleón y España

Faltaron pocos años —unos veinte— para que Galdós pudiera conocer la obra del francés Geoffroy de Grandmaison, titulada L‘Espagne et Napoléon, lastrada por un excesivo ultra-tradicionalismo y ultra-nacionalismo. Naturalmente, el novelista no podía conocer, por haberse publicado sólo en 1930, la obra fundamental e insuperada, escrita por André Fugier, bajo el título Napoléon et l‘Espagne (1799-1808). La traducción al español, muy reciente, lleva un preámbulo de Emilio La Parra, quien recalca el extraordinario interés del estudio, tras haber lamentado la excesiva severidad del historiador francés respecto a la Historia de España de Modesto Lafuente y respecto a Godoy y a Carlos IV.

En Francia, ni siquiera en los grupos de ―napoleónfilos‖ se publican estudios novedosos de la desdichada guerra de España, que justifiquen, claramente o de refilón, la intervención de Napoleón en la península.

Por parte española, aunque sin llegar a superar el estudio pionero de Fugier, casi sólo Manuel Moreno Alonso, en su Napoleón. La aventura española, esboza una aproximación equilibrada, acudiendo simultáneamente a la versión del canónigo fernandino Escoiquiz y a ―la versión de Santa Elena‖, es decir dando la palabra, con su finalidad de auto-justificación, al Emperador, mediante el testimonio de su interlocutor, el conde de Las Cases.

Cabe recordar que, en Napoleón en Chamartín, los decretos firmados por el Emperador el 4 de diciembre de 1808 en esas afueras de la capital no son enjuiciados de manera despectiva. Por cierto, nunca en la novela se justifica la intrusión de los franceses, pero no olvidemos que un personaje, Castillo, estima que los decretos de Chamartìn expresan ―las mismas ideas que han hecho célebre en toda la redondez de la tierra a nuestro gran Jovellanos‖. En varios pasajes se intuye que Galdós dista mucho de desaprobar, por ejemplo, la extinción de la Inquisición y la supresión de ciertos derechos feudales, propios del aborrecible Antiguo Régimen.

El rey José I

Por cierto, la lectura de varios Episodios Nacionales no deja ignorar una realidad conocida de todos los españoles, a saber el mal tratamiento que se infligió al ―rey intruso‖ mediante canciones, poesías, folletos y obras de teatro. Pero queda que, en total, José viene a ser, bajo la mirada de Galdós, un personaje inofensivo, más digno de estima y de indulgencia que de odio.

Por ese camino anduvo también la historiografía hasta hoy. En la época franquista —nada propicia a ese enjuiciamiento benévolo— Juan Mercader Riba dio a conocer, con un máximo de objetividad y minucia, el comportamiento político del nuevo rey, descartando totalmente la visión degradante elaborada por la propaganda patriótica durante el conflicto.

Luego, en Francia y en España, salieron biografías cuyos autores se abstuvieron de descalificar al personaje. En una época reciente, casi se puede decir que, por motivos a veces ajenos a la historiografía científica o neutral, se ha puesto de moda un Rey José que ha dejado de suscitar la mofa. Signo de esa moda es el enorme éxito que se han granjeado las dos biografías noveladas de Antonio Vallejo-Nágera, Yo el rey y Yo el intruso.

La aportación historiográfica más relevante y recomendable se debe a Francisco Luis Díaz Torrejón que, tras publicar las Cartas josefinas, es decir la correspondencia del rey con Cabarrús, ha estudiado, de manera erudita, la gira triunfante del monarca por Andalucía en la primavera de 1810.

El punto culminante en la rehabilitación y la celebración hagiográfica del rey José se ha alcanzado, en 2008, con la obra de Manuel Moreno Alonso, que lleva el título sorprendente —y, en mi opinión, no totalmente adecuado— de José Bonaparte, un rey republicano en el trono de España. Se puede admitir que ―ningún otro personaje ha sido tan calumniado como él‖ y que ―los historiadores han descalificado, calumniado y ninguneado al Intruso‖, pero

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cuesta trabajo admitir, al lado del actual turiferario del ―rey filósofo‖, que éste ―era portador de un programa republicano‖ y que ―la causa de José que para muchos significaba la revolución y el triunfo de la república, supuso la entrada de España en los tiempos modernos‖.

Por parte francesa, no se ha llegado a una semejante inversión del enfoque —del desprecio a la admiración entusiasta—, pero sí cualquier lector se puede hacer una idea personal del hermano mayor del Emperador consultando una reciente edición de la Correspondance intégrale (1784-1818) de Napoléon et Joseph.

LOS ASPECTOS MILITARES

Los medios de información

Como lo han puesto de manifiesto, a partir de principios del siglo XX, algunos expertos en Galdós y, más próximos a nosotros, los autores de las ediciones críticas de Bailén, Zaragoza y Cádiz, el novelista, que no podía prescindir de la evocación, en lo posible fidedigna, de grandes batallas y de sitios de ciudades, acudió para ello a varios estudios recomendables a cuya cabeza hay que citar la Historia del levantamiento (…) del conde Toreno.

Huelga pasar revista, tras Marcel Bataillon, José Ribas, Jean Sarramon, Pilar Esterán Abad… a las obras numerosas, panorámicas o detallistas, que utilizó Galdós para escribir la primera serie de los Episodios. Allí aparecerían Modesto Lafuente, Estanislao de Kotska Bayo, Agustín Alcaide Ibieca, Adolfo de Castro, Adolfo Blanch, Víctor Balaguer, Víctor Gebhardt, etc., es decir autores más o menos conocidos, que publicaron sus estudios tanto a mediados como a finales del siglo XIX.

No se sabe a ciencia cierta si Galdós pudo aprovecharse de la densísima Historia Militar de España, de 1808 a 1814, compuesta por Gómez de Arteche, porque, si bien el primer volumen se publicó en 1868, el segundo sólo apareció en 1875, es decir dos años después de la salida de Bailén en el verano de 1873. Pero Los Arapiles se publicó el mismo año que el segundo volumen de la Historia del mencionado historiador.

La historia militar de la Guerra de la Independencia sigue progresando, ya que la excelente Historia de Priego López dista mucho de haber agotado el tema. En la actualidad, esa progresión en España ofrece seis formas: la de la publicación de libros especializados (biografías de protagonistas, descripción de campañas y batallas), la de numerosos congresos y coloquios, la de las actividades de dos centros de estudio (la AEGI y el Foro),1 la de revistas especializadas tales como la Revista de Historia Militar y Researching & Dragona, y por fin, la publicación de memorias de ex combatientes, que suelen proporcionar un sinfín de anécdotas y de detalles que aclaran la vida cotidiana de los soldados durante el conflicto.

En Francia, esas fuentes variopintas son infinitamente más pobres, limitándose a las revistas Tradition Magazine y Gloire et Empire, siendo una feliz excepción la publicación, escalonada en el tiempo, de memorias de militares napoleónicos que intervinieron en la Península. Tal es el caso de Suchet, Thiébault, Rocca, Hugo y de una decena más de protagonistas de seguna fila.

Las batallas y los sitios de ciudades

Sobre la batalla de Bailén, desde hace años, gracias a las laudables iniciativas del ayuntamiento de la pequeña ciudad, de un aficionado a la historia2 y de las autoridades civiles y universitarias de Jaén, se ha ido acumulando cantidad de datos nuevos que han alimentado una serie de publicaciones.

Menos abundantes, pero de gran interés, ha sido la investigación relativa a las batallas de los Arapiles y de Somosierra. Muy recientemente, el sitio de Vigo y la rendición del general Chalot —de los que no habló Galdós— también han cobrado actualidad.

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Más que los sitios de Gerona y de Ciudad Rodrigo, el de Zaragoza ha dado lugar a un número impresionante de publicaciones que giran en torno a las heroínas femeninas (Agustina de Aragón y la condesa de Bureta) y al comportamiento de la población civil durante los dos sitios y durante la posterior ocupación francesa: descuella al respecto el estudio de Francisco Javier Maestrojuan Catalán.

El ejército napoleónico

He de repetir que el dar la palabra casi exclusivamente a Gabriel Araceli excluía que Galdós pudiera evocar directamente el ejército enemigo. Pero, curiosamente, el déficit en cuanto al conocimiento de éste no es tan enorme como se puede imaginar, porque, en Francia, el estudio del comportamiento de las tropas napoleónicas ni se ha renovado ni se ha ampliado considerablemente, dado que los historiadores especializados, tales como Alain Pigeard, no han dedicado tanto espacio al conflicto peninsular como a los conflictos en la Península italiana y en la Europa Central. Me hice consciente de mi aislamiento cuando, hace unos años, exploré en los archivos de Paris y de Vincennes los documentos relativos a la actuación de Soult en la Andalucía del sureste.

El ejército regular español

Como lo mostró Galdós en Gerona, durante el sitio de dicha ciudad se distinguió Mariano Álvarez de Castro, cuya evocación por el novelista procede casi exclusivamente de la Historia del conde de Toreno, el cual —cosa poco conocida hasta hoy— se inspiró de la Relación histórica de las defensas de Gerona, publicada por Miguel de Haro en 1820.

Es sabido cómo en la historiografía liberal española del siglo XIX y en la francesa hasta hoy, resulta malparado el ejército regular español, presentado como desorganizado, mal equipado, debilitado por la deserción y las rivalidades entre varios altos mandos. Tampoco a Galdós le inspira una alta estima y una fervorosa admiración. Recordemos un pasaje del primer párrafo de Gerona, que remite al invierno de 1809 a 1810:

Los nuestros, dispersos y desanimados, no tenían un general experto que les mandase; faltaban recursos de todas clases, especialmente de dinero, y en esta situación el poder central era un hormiguero de intriguillas.

A excepción de la época franquista en que se preservó o aquilató la imagen de Palafox, de Castaños y de Espoz y Mina —éste último vinculado a la guerrilla—, no parece haberse iniciado una campaña de rehabilitación del ejército regular, a pesar de la dedicación de varios militares de alta graduación al seguimiento de las unidades o al estudio del comportamiento ejemplar de algunos cuerpos en batallas victoriosas.

La guerrilla

Contrastando con el escaso interés que despierta el ejército regular fuera del medio de los militares profesionales, la guerrilla anti-napoleónica alimenta, no sólo una abundante literatura mayoritariamente encomiástica, sino una verdadera controversia académica en la que se enfrentan varios historiadores británicos, un italiano, varios españoles3 y, accesoriamente, yo mismo, habiéndome limitado a presentar la visión francesa del fenómeno de la guerrilla. Adelantaré que, en la actualidad, entre los especialistas estudiosos de la guerrilla —dejo de lado a los escritorcillos en busca de un inmediato éxito mediático— son pocos los que adoptan enteramente el punto de vista de Galdós en Juan Martín El Empecinado; allì celebra a esos ―ejércitos espontáneos‖, nacidos por efecto de un ―milagroso instinto‖, protagonistas de una ―verdadera guerra nacional‖ y animados por ―el amor a la Patria‖, aunque algunos se aficionan a esa forma de guerra o cometen feos desmanes.

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También es verdad que a la figura admirable de ―El Empecinado‖, ―guerrillero insigne‖, desinteresado y generoso, se opone el aborrecible Mosén Antón, ―sublime y brutal‖ a la vez. Supongo que el historiador británico Charles Esdaile estaría dispuesto a compartir una opinión despreciativa enunciada en el episodio galdosiano, según la cual sólo existía una diferencia moral entre los guerrilleros por un lado, y, por otro, los contrabandistas y los bandoleros. Personalmente, fundándome en los informes enviados a París por los mandos franceses y en los testimonios posteriores de los memorialistas, puedo corroborar la opinión de Galdós cuando subraya la terrible e incontrastable eficacia de los guerrilleros, independientemente de su naturaleza y motivación.

Si los guerrilleros, en su masa, pueden inspirar legítimamente juicios despectivos, de momento no conozco ninguna tentativa para afear la imagen seductora de cabecillas eminentes y caudillos como Espoz y Mina, Dìaz Porlier y ―El Empecinado‖. En cuanto a este último, baste la mención de dos biografías de finales del siglo XX, la segunda superior a la primera: la de Hernández Girbal en 1985 y la de Andrés Cassinello Pérez en 1995.

Los comparsas y los individuos del común

Formando un natural y previsible contraste con la pobreza cuantitativa de los datos y comentarios galdosianos referidos al ejército napoleónico, a la iconografía y a los componentes socio-económicos del conflicto, la evocación de la situación y del comportamiento del pueblo humilde, más en las ciudades que el campo, es de una extraordinaria riqueza en los Episodios Nacionales. El interés concedido por el novelista al pueblo como actor colectivo o como víctima viene en aplicación del postulado enunciado en Juan Martín el Empecinado, según el cual la Guerra de la Independencia consta de cuatro componentes: ―las hazañas de los ejércitos‖, ―las luchas de los políticos‖, ―la heroica conducta del pueblo dentro de las ciudades‖ y ―la guerrilla‖ que es ―la verdadera guerra nacional‖. Desde Hans Hinterhauser hasta, muy recientemente, Raquel Sánchez García, pasando por P. Faus, S. Pinilla Cañadas, M. Carranza y J. Canal, se ha estudiado la visión galdosiana del pueblo español, tanto sus características como su evolución.

Por su lado, algunos historiadores españoles de la Guerra de la Independencia que no centraban su interés en las campañas militares, las luchas políticas, la propaganda o el afrancesamiento, han profundizado, durante la segunda mitad del siglo XX y en la actualidad, en la evocación, en lo posible documentada y no anovelada, de la vida de los aldeanos o de los vecinos de ciudades, en tal o cual comarca o lugar. La expansión actual de la historia local favorece esa clase de investigación. Durante mucho tiempo, se valoró mucho el libro dedicado por Ramón Solís a El Cádiz de las Cortes (…), libro reeditado en el 2000. Pero, luego, en los últimos años del siglo XX y primeros del actual, los investigadores describieron detalladamente la vida del pueblo en ciudades ocupadas o no por los franceses, por ejemplo Zaragoza, Valladolid y León.

La propaganda patriótica

Es sabido cómo, para movilizar a la población contra los invasores, los patriotas acudieron, en mayor escala que durante el conflicto contra los soldados de la Convención en 1793-1795, a la guerra con la pluma, que convierte las palabras en armas arrojadizas.

A Galdós no se le escapó ese aspecto, ya que, en varios Episodios Nacionales, incorporó la letra de canciones, citó obras de teatro, mencionó el título de folletos y de gacetas, y aludió a las conversaciones en tertulias, cafés, plazas públicas. Hizo de pionero en el particular. Véase las consideraciones lúcidamente proféticas de la Condesa y del Padre Castillo en Napoleón en Chamartín:

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Póngase (a leer) esta Colección de proclamas, bandos, diversos estados de Ejércitos y relaciones de batallas, que, por ser un conjunto de documentos fehacientes será un día no lejano de grande interés para la Historia, que en tales tesoros se alimenta y bebe la verdad, sin la cual no se puede vivir.

Gracias a los estudios de Manuel Larraz y de Ana María Freire, se conoce ya más a fondo la creación teatral durante la guerra y la prolífica infra-literatura constituida por innumerables folletos y gacetas de vida breve. Cuando compuso la primera serie de los Episodios Nacionales, Galdós había de contentarse con los pocos datos proporcionados por Antonio Alcalá Galiano y Ramón de Mesonero Romanos.

Como acaba de escribirlo Ana María Freire en su estudio de La Guerra de la Independencia en la novela española del siglo XIX, es posible que Galdós no hubiera conocido las 15 novelas, de la veintena del corpus allí estudiado, publicadas antes de 1873, año en que aparecieron los cuatro primeros Episodios Nacionales.

Recuérdese el prólogo que puso Galdós a la edición ilustrada de los Episodios Nacionales, atribuyendo su éxito a la feliz circunstancia ―de no existir en la literatura contemporánea novelas de historia reciente‖.

Recuérdese también de paso cuál era su intención, bastante alejada de la austera preocupación de un historiador profesional:

(Era) presentar en forma agradable los principales hechos militares e históricos del período más dramático del siglo, con objeto de recrear (y enseñar también, aunque no era gran cosa) a los aficionados a esta clase de lecturas.

La iconografía

Puesto que en la evocación galdosiana de los combates del 2 de mayo en Madrid no se cita al famoso cuadro de Goya, ni siquiera cuando se ve actuar a los mamelucos, no será incongruente observar la casi inexistente referencia iconográfica, aunque, por cierto, el personaje de Gabriel Araceli no podía sustituir razonablemente al novelista. Con toda probabilidad, cuando Galdós compuso su primera serie de los Episodios Nacionales, no desconocería las pinturas y los grabados en los que, a lo largo del siglo XIX, se plasmó la imagen de la lucha de los héroes Daoíz y Velarde en la Puerta del Sol y, fuera de Madrid, la visión de batallas, sitios y ataques de guerrilleros.

Dejando de lado las reproducciones, en España y en Francia, de los grabados, a veces acompañados de estudios, de Goya en los Desastres de la guerra, de Brambila, de Zacarías Velázquez, de los franceses Bacler d‘Albe y Le Compte, y de los ingleses Gillray y Rowlandson, me limito a poner de relieve la impresionante cantidad de estudios dedicados a Goya y, en particular, a sus cuadros y grabados referidos a la Guerra de la Independencia. Allí aparecerían los estudios de Hugh Thomas, Valeriano Bozal, Jesusa Vega, Jeannine Baticle y, sobre todo, de René Andioc y Gérard Dufour.

EL CONFLICTO POLÍTICO

Las juntas y el poder central

Sobre las juntas locales y regionales, el contraste es llamativo entre la pobreza de las referencias galdosianas y la proliferación, en los últimos decenios, de los estudios panorámicos o locales que tratan de la composición y actuación de esos organismos portadores, sólo en principio, de una significación y potencialidad revolucionaria. Los trabajos, en particular, de Antonio Moliner, Jean-Marc Lafon y Richard Hocquellet han

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aportado nuevas luces y revelado la gran diversidad intrínseca de ese fenómeno singular del juntismo durante el conflicto.

En cuanto a la Junta Central y a la Regencia, en ausencia de estudios renovados, conserva su valor el juicio extremadamente severo y demoledor, a propósito de la Junta Central, con que se abre el episodio Gerona:

Las ambiciones injustificadas, las miserias, la vanidad ridícula, la pequeñez inflándose para parecer grande, como la rana que quiso imitar al rey; la intolerancia, el fanatismo, la doblez, el orgullo, rodeaban a aquella pobre junta que ya en sus postrimerías no sabía a qué santo encomendarse.

También se dicen pestes del Consejo de Castilla remodelado, ―esa máquina roñosa, inútil y gastada (…)‖.

Por fin, en la Regencia Galdós sólo ve, con toda la razón, ―una pandilla que no era otra cosa que el partido absolutista, que ya empezaba a sacar la oreja‖.

Los afrancesados

Si los lectores de La batalla de los Arapiles extrapolan a partir del caso de Luis de Santorcaz tachado de ―hombre maldito, traidor a su patria, irreligioso, cruel, un mal español y un mal hijo‖, podrán estar tentados de hacerse una idea global pésima de los colaboradores de los franceses cuya ―vida tenebrosa‖ se emplea en ―fundar y propagar sociedades de masonerìa‖ y ―sembrar discordias‖. Pero es verdad que los afrancesados, tales como los evoca Galdós, no son igualmente despreciables y aborrecibles. Otros, llamados ―jurados‖, han prestado el juramento de sumisión al rey José, no por falta de patriotismo, sino por necesidad, por ejemplo para ingresar en la guardia real josefina.

Ya en tiempos del franquismo, abandonando el enfoque infamante de los afrancesados que había difundido Hans Juretschke en sintonía con los historiadores de la Universidad opus-deísta de Navarra, Miguel Artola había tenido la osadía de ofrecer una visión templada, ilustrativa de un legítimo esfuerzo de comprensión indulgente hacia esos españoles que no merecían ser tachados de traidores o de hijos espurios de la Patria. Miguel Artola abría así la vía, si no a la rehabilitación global de los afrancesados, por lo menos a la toma en consideración de la variedad de los motivos y comportamientos de quienes, por convicción, interés, oportunismo o cobardía, se pusieron al lado de los ocupantes franceses o colaboraron con las nuevas autoridades josefinas.

Ya a partir de los años 1960, dos hispanistas franceses centraron sus investigaciones eruditas y objetivas en dos figuras relevantes del afrancesamiento: Meléndez Valdés estudiado por Georges Demerson y Llorente estudiado por Gérard Dufour.

Por fin, ya en los inicios del presente siglo, al margen de cantidad de artículos que sacan de la oscuridad a afrancesados de segunda fila, apareció un estudio a la vez panorámico y detallado del afrancesamiento a lo largo y después del conflicto: se trata del libro de Juan López Tabar, titulado, con una pizca de antífrasis: Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833).

A propósito de la masonería afrancesada, ya se sabe cómo en Napoleón en Chamartín, Gabriel Araceli se mofa con mordacidad de ―las muchas pantomimas comunes a esta orden famosa‖, parecida a ―una jaula de graciosos locos‖. A continuación, Araceli, buen conocedor de las logias creadas por los ocupantes franceses a partir de 1809, va enumerando varias logias madrileñas y provinciales. Con toda seguridad, Galdós, proyectándose en épocas posteriores, habla por boca de su personaje al escribir:

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De la larva de aquellas logias no es aventurado afirmar que salió al poco tiempo la crisálida de los clubs, los cuales, a su vez, andando el voluble siglo, dieron de sí la mariposa de los comités.

Hace ya más de 25 años, el gran especialista español de la masonería, José Ferrer Benimeli, consagró un libro a La masonería en los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, pero la verdad es que, en la obra galdosiana, la masonería española cobra mucho más importancia en la segunda serie de los Episodios que en la primera, en la que casi sólo existe en torno a Luis Santorcaz ―uno de los introductores de la masonerìa en España‖, ―de sonrisa entre melancólica y truhanesca (…)‖, ―a la par holgazán y trabajoso‖.

El liberalismo

Principalmente en Cádiz, pero también, aquí y allá, en otros Episodios, Araceli/Galdós alude a cuanto pasó en la ciudad andaluza, a los debates en las Cortes, a la Constitución, a los absolutistas (Ostolaza, Tenreyro…), a la lucha entablada en la prensa y a los prohombres del liberalismo (Quintana, Arguëlles, Muñoz Torrero), no siempre enfocados de manera favorable, en particular cuando se expresa Amaranta hablando como sigue de ―Quintana el fatuo, Martínez de la Rosa el pedante, Gallego el clerizonte ateo, Gallardo el demonio filosófico, Arriaza el relamido, Capmany el loco, Arguëlles el jacobino (…)‖.

Casi seguramente, el liberal Galdós utilizó sobre todo la obra del también liberal conde de Toreno y, accesoriamente, el Diario de las Cortes.

Grosso modo hasta la Guerra Civil, predominó el enfoque pro-liberal del liberalismo gaditano frente a las dos versiones antinómicas, la una de izquierda o revolucionaria o pro-republicana, y la otra, reaccionaria.

Ya bajo el franquismo, antes del advenimiento de la democracia, frente a la llamada ―escuela de Pamplona‖ de estirpe menendezpelayista en torno a Federico Suárez Verdeguer y de José Luis Comellas, fue emergiendo una historiografía española de izquierdas, encabezada por Miguel Artola, Josep Fontana y Alberto Gil Novales. Estaba vinculada con la historiografía francesa encabezada por Pierre Vilar y, dentro del hispanismo universitario, por Albert Dérozier, autor de una importante y novedosa biografía de Manuel José Quintana, publicada en Francia en 1968. Asumo el riesgo de pecar de engreído al señalar que, en el enjuiciamiento favorable del liberalismo gaditano, tal vez desempeñó un pequeño papel la síntesis sobre la Guerra de la Independencia que publiqué en París en 1973 y en Madrid al año siguiente.

En la época post-franquista, se ha asistido en España a una extraordinaria expansión de los estudios del nacimiento del liberalismo en Cádiz y de su evolución a lo largo del siglo XIX. Esos estudios, en general favorables a esa doctrina, que proliferan actualmente, revisten varias formas: las biografías de líderes liberales, como la de Blanco White por André Pons y Manuel Moreno Alonso o de Toreno por Joaquín Varela Suanzes-Carpegna; las síntesis como las de Juan Sisinio Pérez Garzón y de Josep Fontana; y los estudios de los historiadores ―constitucionalistas‖ encabezados por Joaquín Varela Suanzes-Carpegna y creadores de una revista electrónica.

También tiene su importancia la actividad creadora de los miembros de un centro de estudios en la Universidad de Cádiz, así como la publicación de artículos en la revista madrileña Trienio dirigida por Alberto Gil Novales, y los estudios eruditos de los conceptos políticos, en los que descuellan José María Portillo Valdés, Juan Francisco Fuentes y Javier Fernández Sebastián.

Facilita esos estudios la reedición de obras básicas y de diarios de la época de la Guerra de la Independencia. Así que, sin tener que acudir a la Biblioteca Nacional y la Hemeroteca Municipal de Madrid, cuantos nos interesábamos por el conflicto en su aspecto político

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interno, pudimos acceder cómodamente al Semanario Patriótico, a El Bascongado, al Correo de Vitoria. Y, gracias a la laudable iniciativa de la Junta de Asturias, disponemos ahora de las obras fundamentales de Arguëlles, Martínez Marina y Toreno. A propósito de este último, la Historia (…) que tanto utilizó Galdós acaba de ser reeditada, sustituyendo la edición de la B.A.E., anticuada y nada agradable de manejar…

LAS REPERCUSIONES Y RESONANCIAS DE LA GUERRA

No es absurdo imaginar que, a pesar de sus limitadas dotes intelectuales, Gabriel Araceli, aprovechándose del mucho tiempo transcurrido entre el final de la guerra y la redacción de sus recuerdos, podía haberse lanzado a enumerar las variadas y relevantes consecuencias del conflicto. En realidad, Galdós, no como novelista, sino como pensador e ideólogo, no elude ese tema porque, en varios Episodios, en patentes digresiones, se pronuncia unívocamente sobre las consecuencias nefastas de la guerrilla, las malas tendencias congénitas del pueblo español, las virtudes e insuficiencias del recién nacido liberalismo, el papel censurable de un sector del clero, la masonería, etc.

Principalmente en tres dominios ha progresado mucho el estudio de las consecuencias y resonancias de la guerra: por cierto, Galdós no se olvidó de aludir a los catastróficos efectos de la guerra, con las destrucciones, el pillaje, el empobrecimiento de la gente, la paralización o la perturbación de la actividad agrícola y ganadera. Pero ha sido necesario esperar las aportaciones de algunos historiadores, en general filo-marxistas, para que se pudiera calibrar esa lamentable realidad. Hicieron de pioneros, en 1986, Josep Fontana y Ramón Garrabou. Posteriormente, Francisco Miranda, Luis Lorente Toledo y María del Carmen Melendreras Gimeno, entre otros, estudiaron detalladamente, desde ese punto de vista, la situación en Navarra, Toledo y Murcia.

El segundo dominio en el que progresó la investigación, prologando y afinando los comentarios de lord Gray en Cádiz, concierne a la visión de España tal como se plasma al final de la guerra, anunciando la imagen romántica del país y la expansión de ―la moda de España‖ en toda Europa. En Francia, la obra de Léon-François Hoffmann, Romantique Espagne, marcó un hito. Lo completaron varios estudios entre los cuales figuran los míos propios.

Por fin, diríase que Galdós siguió al pie de la letra a su contemporáneo Emilio Castelar que, en Cuestiones políticas publicadas en 1864, afirmó la necesidad de alimentar el recuerdo de la Guerra de la Independencia, en particular mediante la enseñanza. En Gerona, Nomdedeu exclama a propósito de Álvarez de Castro:

Grande y sublime es su constancia; yo la admiro y me congratulo de que tengamos al frente de la plaza un hombre cuya memoria ha de vivir por los siglos de los siglos.

O sea que asistimos al proceso de ―heroización‖ de don Mariano. Precisamente, sobre el particular ha trabajo excelentemente un grupo de hispanistas franceses en torno a Stéphane Michonneau, quien, en su artículo titulado ―Álvarez de Castro: la fábrica de un héroe‖, menciona el tratamiento reservado por Galdós a don Mariano y a su ―naturaleza poderosa y sobrehumana‖.

Dado que la guerra contra los franceses fue victoriosa, que la legitimidad de la resistencia no se puso en tela de juicio, a lo largo del siglo XIX y hasta hoy se ha desarrollado un proceso, no sólo de conmemoración de los sucesos faustos de la guerra (Dos de Mayo madrileño, combate del Bruch, victorias de Bailén y de Los Arapiles, Constitución de Cádiz…), sino de ―heroización‖ de ciertos actores y de mitificación de ciertos episodios. En la actualidad y especialmente a lo largo del año 2008, se beneficiaron de esa solemne o fervorosa celebración

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los vencedores de Bailén, la población zaragozana y, en su seno, Agustina de Aragón y la condesa de Bureta, etc.

En ese estudio del funcionamiento de la memoria colectiva descuella la labor de un equipo de historiadores e hispanistas franceses que se llaman Christian Demange, Pierre Géal, Richard Hocquellet, Stéphane Michonneau y Marie Salgues. En su publicación novedosa, Sombras de mayo (…), se examina el proceso de mitificación de Fernando VII, ―el rey deseado‖, de Álvarez de Castro, del ―pueblo indómito‖, de la ―movilización popular‖, del Dos de Mayo, etc. En cambio, por motivos políticos, en concreto por culpa de la reacción absolutista de Fernando a su regreso al trono, el proceso de ―heroización‖ de ―El Empecinado‖ y de los genitores de la constitución de 1812 se frustró.

Por parte francesa, esa guerra de España, perdida, ilegítima y creadora de una mala conciencia nacional no podía dar lugar al despliegue de un fresco histórico-novelesco tan rico y amplio como el que compuso Galdós. No bastó la moda española en la época romántica para que la figura del guerrillero hispánico diera pábulo a un sentimiento unánime de admiración asombrosa. Esa pobreza cuantitativa de la literatura francesa referida a esa guerra de España tan poco susceptible de ser mitificada es atestiguada recientemente por una antología dirigida por Marta Giné. Y no llega a paliar esa pobreza la presencia, en esa obra, de algunos novelistas tan excelsos como Hugo, Balzac, Stendhal, Chateaubriand y George Sand. De todas formas, no se ve muy bien qué provecho hubiera sacado Galdós de la lectura de los breves textos de esos autores, incluso recurriendo a otros, de indudable interés pero no traducidos entonces al español, escritos por Léopold Hugo, Rocca, Blaze, Thiébault, etc.

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NOTAS

1 AEGI: Asociación para el Estudio de la Guerra de la Independencia – Foro: Foro para el estudio de la Historia Militar de España.

2 Se trata de Jesús de Haro Malpesa, muerto hace pocos años.

3 Se trata principalmente de Charles Esdaile, Ronald Fraser, Vittorio Scotti Douglas, Antonio Moliner y Francisco Díaz Torrejón.